DOCE
NO HAY PUREZA EN EL ORGULLO
PARAÍSO
JAMÁS SERÁ ACABADO
Una vez más, todas las sillas alrededor de la mesa redonda de la Heliópolis estaban ocupadas. La cámara escalonada estaba iluminada por las llamas del brasero que ardía en el centro de la mesa y las antorchas que colgaban de los plintos dorados de las estatuas. Era la segunda vez que Saúl Tarvitz entraba en la Heliópolis, aunque sabía que él había cambiado mucho desde la primera vez que se había sentado en aquella hermandad.
Lord Fulgrim estaba al lado de la Puerta del Fénix, vestido con una túnica de color púrpura con bordados de hilos de oro y con el emblema del Fénix. Llevaba la larga melena rematada por una corona de hojas doradas, y al costado ceñía una nueva espada con empuñadura de plata. El primarca en persona dio la bienvenida a los capitanes a su regreso a la discreta orden. El efecto por aquel gesto de Fulgrim en cada uno de los capitanes era increíble. Tarvitz todavía sentía el nerviosismo y el placer tangibles que producía el hecho de ser recibido en persona por un guerrero perfecto con una apostura semejante.
Solomon Demeter, el capitán de la Segunda Compañía, estaba sentado enfrente de él, y lo había saludado con un breve gesto de asentimiento cuando él, Lucius y el comandante general Eidolon habían cruzado la Puerta del Fénix. Marius Vairosean estaba sentado con gesto hosco al lado del capitán Demeter, y Julius Kaesoron contaba, sonriente, sus grandes hazañas en la lucha contra las criaturas alienígenas de la Diasporex. Las palabras iban acompañadas de gestos y de movimientos de manos que recreaban un golpe especialmente hermoso.
Tarvitz captó la expresión de enfado en la mirada de Solomon Demeter cuando el capitán Kaesoron describió el modo en que el primarca y él se abrieron paso hasta el puente de la nave de mando híbrida. Tarvitz ya había oído decir que habían sido los guerreros del capitán Demeter los que habían conseguido el honor de ser los primeros en llegar a ese puente.
El comandante general Vespasian estaba sentado al lado del primarca. Su mirada mostraba el buen humor que sentía porque habían regresado a salvo de su misión. Tarvitz le respondió con una sonrisa… y aunque se sentía contento por estar de regreso entre sus hermanos, lo cierto era que estaba tremendamente cansado, ya que la batalla en Muerte había sido agotadora. Los megarácnidos habían sido unos enemigos terribles, y el vigor salvaje de los Lobos Lunares también era, a su manera, algo fatigoso.
Miró de reojo a Eidolon al recordar el tenso enfrentamiento que el comandante general había tenido con el capitán Tarik Torgaddon en la superficie de Muerte cuando llegó la punta de lanza de los Lobos Lunares. Aunque Tarvitz estaba obligado por su honor a servir a Eidolon, no podía negar que había disfrutado al ver como el irrefrenable Torgaddon ponía en su sitio al comandante general. Aunque más tarde Eidolon había conseguido mantener el favor del Señor de la Guerra, todavía se sentía molesto por los errores que había cometido en Muerte y la insolencia con la que lo había tratado Torgaddon.
Tampoco Lucius había vuelto sin cicatrices del tiempo que habían pasado junto a los Lobos Lunares. Un duelo en las jaulas de entrenamiento con Garviel Loken le había proporcionado una cura de humildad que le hacía mucha falta desde hacía tiempo, además de acabar con la nariz partida. A pesar de los cuidados de los apotecarios, el hueso no había recobrado su forma anterior, por lo que Lucius quedó convencido de que su bello rostro había quedado estropeado para siempre.
La Puerta del Fénix se cerró por fin y Fulgrim se sentó en el asiento de la mesa que le correspondía. Extendió los brazos hacia el brasero antes de hablar.
—Hermanos, en el fuego os doy la bienvenida de nuevo a la Hermandad del Fénix.
Los guerreros allí reunidos imitaron el gesto del primarca.
—En el fuego regresamos —respondieron.
—Me alegro de veros a todos de nuevo, hijos míos —les dijo Fulgrim, sonriéndoles de un modo radiante a todos por turno y haciendo que sus corazones guerreros se llenasen de alegría—. Ha pasado algún tiempo desde que nuestra orden se reunió para contarnos relatos llenos de coraje y honor, pero estamos juntos otra vez y embarcados en el descubrimiento de nuevas maravillas en una región desconocida del espacio. Nuestros astrópatas nos pueden ofrecer muy poca información sobre la zona del espacio hacia la que nos dirigimos, pero a nosotros no nos acobardan semejantes misterios, más bien les damos la bienvenida como una oportunidad de avanzar en nuestra búsqueda de la perfección.
Tarvitz captó la tremenda emoción que transmitía la mirada de Fulgrim, y sintió que le inflamaba la sangre como si fuera fuego. Ni siquiera en sus momentos más elocuentes se había mostrado el primarca tan lleno de energía. Daba la impresión de que todo su cuerpo se cargaba con la alegría de cada palabra.
—Nuestros amados hermanos han regresado de sus tareas de pacificación, y aunque sé que temían perderse la gloria que conseguiríamos los que combatimos al lado de nuestros hermanos de los Manos de Hierro, lo cierto es que han conseguido honores propios, además de disfrutar del privilegio de combatir al lado del Señor de la Guerra contra un vil enemigo alienígena.
Tarvitz rememoró la guerra en Muerte, el poco honor que había existido en el desembarco inicial sobre la superficie del planeta y el carácter frenético y letal del combate contra los repugnantes y veloces guerreros megarácnidos. Había sido una empresa brutal, feroz y sangrienta, y muchos buenos guerreros habían perdido la vida bajo el cielo azotado por las nubes del planeta. Debido a los errores de Eidolon habían tenido muy pocas ocasiones de llevar a cabo hechos gloriosos hasta que llegaron los Lobos Lunares y unieron sus fuerzas a las de ellos.
Luego había llegado Sanguinius, y Tarvitz sonrió al recordar el impresionante espectáculo que había sido ver al Señor de la Guerra y al primarca de los Ángeles Sangrientos luchar codo con codo en los horribles campos de batalla de Muerte igual que si fueran dioses de la guerra desencadenados. Eso sí que había sido glorioso, y las victorias que habían conseguido con ellos habían redimido su honor.
—Quizá el comandante general Eidolon nos concederá el favor de relatarnos las batallas —dijo Vespasian.
Tarvitz se volvió para mirar a su comandante general mientras éste se ponía en pie y saludaba con una leve reverencia.
—Así lo haré, si es lo que todos desean.
Un coro de vítores respondió afirmativamente, y Eidolon sonrió.
—Como ha dicho nuestro señor Fulgrim, conseguimos grandes glorias en Muerte, y debo daros humildemente las gracias, mi señor, por permitirnos acudir al rescate de nuestros hermanos de los Ángeles Sangrientos.
Tarvitz parpadeó sorprendido por lo que Eidolon acababa de decir, ya que recordaba muy bien el hecho de que nadie se había atrevido a utilizar la palabra «rescate» hasta este momento, ya que hubiera sido tremendamente impropio sugerir que los Ángeles Sangrientos necesitaran ser rescatados. Los habían animado a que utilizaran la palabra «refuerzos».
—Al llegar a 140-20, nos quedó claro de inmediato que el comandante de la 140.ª Expedición, un individuo llamado Mathanual August, no poseía la visión de mando necesaria para dirigir la batalla. Al enterarme de la llegada inminente del Señor de la Guerra, encabecé a nuestras fuerzas y me dirigí a la superficie de Muerte para asegurar varias zonas de desembarco y comenzar el rescate de las fuerzas de los Ángeles Sangrientos, que August, con muy mal criterio, había empeñado en combate en unidades demasiado pequeñas y dispersas.
Tarvitz se había sentido sorprendido por las palabras iniciales de Eidolon, pero se quedó rígido de espanto ante aquella descarada tergiversación de los hechos. Sí, era cierto que Mathanual August había enviado a sus fuerzas expedicionarias en grupos demasiado pequeños a una zona de combate hasta que casi se había quedado sin recursos, pero no había sido un sentimiento de nobleza lo que había motivado la decisión de Eidolon de desembarcar en Muerte antes de que llegaran los Lobos Lunares, sino más bien su deseo de no compartir la gloria con la élite del Señor de la Guerra.
Eidolon siguió con el relato y contó las primeras batallas y la posterior destrucción de los megarácnidos, esforzándose mucho por destacar las acciones llevadas a cabo por los Hijos del Emperador en la victoria final al mismo tiempo que restaba importancia a la función desempeñada por los Lobos Lunares y los Ángeles Sangrientos.
Cuando acabó el relato, la respuesta fue un aplauso atronador y el retumbar de los puños al golpear de forma rítmica la mesa. Ese fue el modo en que aquellos guerreros alabaron la honorable victoria y las gestas de armas conseguidas bajo el mando de Eidolon. Tarvitz miró a Lucius en busca de alguna clase de reacción a las evidentes mentiras de Eidolon, pero el rostro de su amigo se mantenía imperturbable.
—Un gran relato —comentó Vespasian—. Quizá más adelante podremos oír hablar del heroísmo de tus guerreros.
—Quizá —respondió Eidolon a regañadientes.
Sin embargo, Tarvitz ya sabía que nadie llegaría a oír algo sobre aquello en la compañía. El comandante general jamás permitiría que nada contradijera su versión de los hechos ocurridos en Muerte.
El siguiente en hablar fue Fulgrim.
—Haces que tu legión se sienta orgullosa, Eidolon, y todos tus guerreros recibirán sus alabanzas correspondientes a su parte en la misión. El nombre de los muertos quedará grabado en las paredes del pasillo procesional que se extiende al otro lado de la Puerta del Fénix.
—Nos honráis, lord Fulgrim —contestó Eidolon antes de volver a sentarse.
Fulgrim respondió con un gesto de asentimiento y se volvió hacia el resto de los reunidos.
—El valor del comandante general Eidolon ante unas circunstancias adversas es un ejemplo para todos nosotros, y os insto a relatar a vuestros guerreros lo que él nos ha contado. Sin embargo, para lo que hemos venido es para planear glorias futuras, ya que ninguna legión debe quedarse dormida en los laureles ni limitarse a rememorar glorias pasadas. Debemos seguir siempre avanzando en busca de nuevos desafíos y nuevos enemigos contra los que podamos demostrar una vez mis nuestra superioridad.
»Nos encontramos en una región del espacio de la que se sabe muy poco y haremos retroceder esa oscuridad con la luz del Emperador. Aquí existen mundos que ansían la llegada de la Verdad Imperial, y nuestro destino manifiesto en esta vida es traérsela. Nos acercamos a uno de esos mundos, al que a partir de ahora designaré como 28-4 en honor de la próxima conquista que realizaremos. Más tarde hablaremos con más detalle de lo que espero de cada uno de vosotros, pero ahora, ¡disfrutemos del vino de la victoria!
Nada más decir aquellas palabras, la Puerta del Fénix se abrió de par en par y un ejército de sirvientes vestidos con sencillas túnicas de color crema entró en la Heliópolis, llevando ánforas de vino y bandejas cargadas de carnes exóticas, fruta fresca, pan recién hecho, dulces y pasteles extravagantes.
Tarvitz contempló asombrado la procesión de comidas y vinos exquisitos que acababan colocados en mesitas portátiles situadas en el borde externo de la Heliópolis. Era tradicional que los Hijos del Emperador celebraran una victoria incluso antes de haberla conseguido por lo seguros que estaban de su superioridad en la guerra, pero un festín tan fastuoso parecía una demostración excesiva de arrogancia.
Se unió a los demás capitanes, que se acercaron a las mesas portátiles, y se sirvió una copa de vino. Procuró mantener la mirada apartada de Eidolon por temor a que captara la inquietud que sentía por el modo en que había tergiversado lo ocurrido en la campaña de Muerte. Lucius se colocó a su lado. Su rostro de bellas facciones mostraba una sonrisa astuta.
—Vaya forma de contar lo ocurrido en Muerte ha tenido el comandante general, ¿no te parece, Saúl?
Tarvitz se limitó a asentir y luego comprobó que no había nadie cerca que pudiera oír su respuesta.
—Sin duda ha sido un modo muy… interesante de narrar la campaña.
—Bah, ¿a quién le importa? —le replicó Lucius—. Si hay alguna gloria que ganar, mejor que sea para nosotros que para esos malditos Lobos Lunares.
—A ti lo que te pasa es que te ha amargado que Loken te ganara en la jaula de entrenamiento.
La expresión del rostro de Lucius se ensombreció.
—No me ganó.
—A mí me parece recordar que al final del combate eras tú el que estaba tumbado de espaldas en el suelo —le comentó Tarvitz.
—Hizo trampas con ese puñetazo que me dio. Se suponía que iba a ser un duelo honorable a espada, pero la próxima vez que me enfrente a él le ganaré.
—Eso suponiendo que no haya aprendido unos cuantos trucos nuevos mientras tanto.
—No lo hará —se burló Lucius. Tarvitz se sintió de nuevo sorprendido por la increíble arrogancia del espadachín, y sintió que el equilibrio de su amistad volvía a alejarse un poco más—. Después de todo, Loken no es más que un simple perro callejero, como el resto de los Lobos Lunares.
—¿Incluso el Señor de la Guerra?
—No, por supuesto que no —se apresuró a contestar Lucius—. Pero el resto de ellos son poco mejores que los bárbaros de Russ, gente inculta y sin la elegancia y la perfección de nuestra legión. En todo caso, la campaña de Muerte demostró nuestra superioridad sobre los Lobos Lunares.
—¿Nuestra superioridad? —preguntó una voz.
Tarvitz se dio la vuelta y vio que el capitán Solomon Demeter se había colocado detrás de ellos.
—Capitán Demeter —lo saludó Tarvitz con un gesto de asentimiento de la cabeza—. Es un honor verle de nuevo. Lo felicito por capturar el puente de la nave de mando de la Diasporex.
Solomon sonrió y se inclinó hacia él.
—Gracias, pero yo no expresaría en voz muy alta esos sentimientos si fuera usted. No creo que lord Fulgrim se pusiera muy contento cuando se enteró de que la Segunda le había robado la gloria. Pero eso no importa, no he venido a escuchar lo maravilloso que soy.
—Entonces, ¿para qué ha venido? —le preguntó Lucius.
Solomon no hizo caso del tono insultante de la pregunta.
—Capitán Tarvitz, le he estado observando mientras Eidolon contaba lo ocurrido en Muerte, y me da la sensación de que ocurrieron más cosas de las que nos ha contado. Me gustaría oír su versión de lo que pasó. Ya me entiende.
—Lord Eidolon describió nuestra campaña en Muerte tal y como él la vio —contestó Tarvitz, con un tono de voz neutral.
—Vamos, Saúl. No te importa que te llame Saúl, ¿verdad? —le preguntó Solomon—. Conmigo puedes ser sincero.
—Me sentiré muy honrado —le respondió Tarvitz con sinceridad.
—Tú y yo sabemos que Eidolon es un fanfarrón —dijo Solomon. Tarvitz se quedó sorprendido por la brusquedad del comentario de su camarada capitán.
—El comandante general Eidolon es su oficial superior —le soltó Lucius—. Haría bien en recordarlo.
—Conozco la cadena de mando —le replicó, cortante, Solomon—. Y en el escalafón de capitanes, yo soy tu oficial superior. Harías bien en recordarlo.
Lucius se apresuró a asentir y Solomon continuó hablando.
—De modo que, ¿qué fue realmente lo que ocurrió en Muerte?
—Exactamente lo que ha contado el comandante general Eidolon —le respondió Lucius.
—¿Es eso cierto, capitán Tarvitz? —le preguntó Solomon.
—¿Se atreve a llamarme mentiroso? —exigió saber Lucius. Bajó la mano levemente hacia la empuñadura de su espada, una arma forjada en los Urales por el clan Terrawatt durante las guerras de Unificación.
Solomon captó el gesto. Se volvió hacia Lucius y luego cuadró los hombros, como si esperara la pelea. Aunque el capitán Demeter era el más alto de los dos, con unos hombros más anchos e indudablemente más fuerte, Lucius era más nervudo y, sin duda, el más ágil. Tarvitz se preguntó por un momento cuál de los dos seria el vencedor en un enfrentamiento, aunque se sintió agradecido de no tener que presenciar nunca algo semejante.
—Recuerdo la primera vez que entraste aquí, Lucius —le dijo Solomon—. Me pareció que tenías todas las cualidades de un gran oficial y de un excelente guerrero.
A Lucius se le iluminó el rostro por el hecho de que lo recordara de ese modo, hasta que Solomon siguió hablando.
—Pero ahora veo que me equivoqué. No eres más que un pelotillero y un individuo servil que ha sido incapaz de captar la diferencia entre la perfección y la superioridad.
Tarvitz vio que el rostro de Lucius enrojecía por la rabia, pero Solomon todavía no había acabado.
—Nuestra legión se esfuerza por conseguir la pureza de propósito tomando como modelo al Emperador, amado por todos, pero no debemos intentar ser como él, ya que es único y está por encima de todos nosotros. Es cierto que a veces nuestras doctrinas nos hacen parecer altaneros y distantes respecto a los demás, pero no hay pureza en el orgullo. Jamás lo olvides, Lucius. Fin de la lección.
Lucius hizo un breve gesto de asentimiento, y Tarvitz se dio cuenta de que su camarada estaba teniendo que utilizar toda su fuerza de voluntad para controlarse y no dejar que la furia se apoderara de él. El rostro de Lucius palideció antes de que consiguiera hablar.
—Gracias por la lección, capitán. Ojalá pueda devolverle una lección parecida algún día.
Solomon sonrió y Lucius hizo una breve reverencia antes de dar media vuelta y marcharse para reunirse con Eidolon.
Tarvitz se esforzó por no sonreír.
—Sabe que no olvidará esto —le advirtió a Solomon.
—Bien. Quizá aprenda algo al fin y al cabo.
—Yo no contaría con ello —apuntó Tarvitz—. Es de los que les cuesta aprender.
—Algo que a ti no te pasa, ¿verdad?
—Sirvo a la legión al máximo de mis posibilidades.
Solomon soltó una carcajada.
—Saúl, eres muy cuidadoso con las palabras, lo admito. Verás, la primera vez que entraste pensé que no pasarías de ser un oficial de combate, pero ahora creo que llegarás muy lejos.
—Gracias, capitán Demeter.
—Solomon. Y una vez acabe esta reunión, creo que tú y yo deberíamos tener una conversación.
* * *
La superficie de 28-4 era el paisaje más bello que Solomon jamás hubiera visto, y observado desde la órbita parecía tranquilo. La tierra daba la impresión de ser fértil, los océanos eran de un color azul puro y la atmósfera estaba salpicada de capas de nubes. Las lecturas aéreas indicaban que esa atmósfera era respirable, que no estaba afectada por la contaminación que asfixiaba a tantos planetas imperiales y los convertía en una visión de pesadilla de un infierno industrial. Las exploraciones electromagnéticas no mostraban señales de vida inteligente.
Las exploraciones más concretas tendrían que esperar a la conquista oficial del planeta, pero aparte de lo que parecían ser las ruinas de una civilización mucho tiempo atrás desaparecida, daba la impresión de que el planeta estaba completamente desierto.
En resumen: era perfecto.
Cuatro Stormbird aterrizaron en lo más alto de unos acantilados rocosos situados en la boca de un ancho valle. Por encima de ellos se alzaba una majestuosa cadena de montañas. Las cimas se encontraban cubiertas de nieve a pesar del clima moderado. En cuanto el polvo del aterrizaje se dispersó, Fulgrim encabezó el grupo de guerreros que descendió a la superficie del siguiente planeta que quedaría bajo el dominio del Imperio.
Solomon bajó de su Stormbird y miró a su alrededor, a aquel nuevo mundo, lleno de esperanza. Julius y Marius desembarcaron de su propia nave. Lord Fulgrim caminaba al lado de Julius, y Saúl Tarvitz marchaba detrás de Marius. Los demás astartes se dispersaron para asegurar el perímetro de la posición, pero Solomon ya sabía que esa medida no era necesaria. Allí no había ningún enemigo contra el que combatir, nadie a quien vencer. El planeta ya era suyo.
Se quitó el casco en cuanto los sentidos automatizados del casco le indicaron que la atmósfera era respirable e inhaló profundamente, cerrando los ojos ante el sencillo placer de poder respirar un aire que no hubiera pasado por una multitud de filtros y de tamices limpiadores.
—Deberías dejarte puesto el casco —le dijo Marius—. No tenemos la certeza de que este aire sea respirable.
—Según los sensores de mi armadura, lo es.
—Lord Fulgrim no se ha quitado el suyo todavía.
—¿Y qué?
—Pues que deberías dejártelo puesto mientras él lo lleve.
—Marius, no necesito que lord Fulgrim me diga que el aire es respirable —le contestó Solomon—. ¿Y desde cuándo te has vuelto tan meticuloso?
Marius no le contestó, sino que se dio media vuelta mientras los demás guerreros desembarcaban de las Stormbird, que todavía tenían los motores encendidos. Solomon negó con la cabeza y se colocó el casco bajo el brazo; luego se acercó al borde del acantilado que daba al valle que se encontraba muy por debajo de ellos.
El paisaje que había más allá de las montañas consistía en una enorme extensión verdosa. Unos espesos bosques cubrían la parte baja de las laderas de las montañas. Un río de color azul intenso fluía con tranquilidad por el fondo del valle en dirección a una costa lejana. Al otro lado del valle se veía una de aquellas ruinas de gran altura que los cartógrafos orbitales les habían señalado y que se alzaban en mitad de un bosque de gigantescos helechos. Desde donde se encontraba se veía lo que parecía ser una enorme arcada, pero no quedaba señal alguna de la estructura a la que había pertenecido.
Solomon era capaz de ver a cientos de kilómetros de distancia a su alrededor desde aquel ventajoso puesto de observación. El destello de unos lagos lejanos resplandecía sobre el horizonte, y los animales salvajes pastaban en las llanuras. La tierra maravillosamente fértil de 28-4 se alejaba ondulante hacia la lejanía cubierta de niebla, y los pájaros cruzaban el cielo libre de nubes.
¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que habían visto un planeta tan impoluto como aquel?
Al igual que muchos de los Hijos del Emperador, Solomon había crecido en Chemos, un mundo en el que no existían ni la noche ni el día debido a una densa nube de polvo estelar que aislaba al planeta de la luz de los soles lejanos. Lo único que había conocido de joven era una penumbra gris a través de la que nunca se veían las estrellas, por lo que el corazón le daba saltos de alegría al ver un cielo tan hermoso y despejado.
Era una pena que la llegada del Imperio fuera a cambiar por completo el planeta, y para siempre. Sin embargo, ese cambio era inevitable, ya que tan sólo quedaba anotar en los archivos que había sido reclamado por la 28.ª Expedición en nombre del Emperador. En pocos días, los equipos de exploración y prospección del Mechanicus descenderían a la superficie para comenzar el proceso de colonización y la explotación de sus recursos naturales. Solomon sabía que él no era más que un simple guerrero, pero mientras contemplaba todo aquel paisaje deseó fervientemente que existiera algún modo de que la humanidad pudiera evitar la destrucción de tanta belleza.
¿No sería posible que gracias a luz de la ciencia y de la razón que llevaban consigo, los adeptos del Mechanicus pudiesen encontrar un modo de aprovechar los recursos del planeta sin provocar las inevitables consecuencias de toda esa industria: contaminación, sobrepoblación y la destrucción de la belleza natural del planeta?
Aquellas preocupaciones estaban más allá de las posibilidades de actuación de Solomon, por lo que no representaban nada importante para él, ya que si el planeta estaba realmente tan desierto como parecía, no tardarían en marcharse y dejar una guarnición de los Palatinos del comandante general Fayle para proteger un mundo que no tardaría en convertirse en un nuevo planeta imperial.
—¡Solomon! —lo llamó Julius con un grito desde el otro lado de las Stormbird.
Se volvió y le dio la espalda a la impresionante vista para dirigirse hacia las naves de asalto.
—¿Qué pasa?
—Prepara a los tuyos —le dijo Julius—. Vamos a bajar a echarle un vistazo a esas ruinas.
* * *
Ostian pensó, mientras sostenía otro vaso de vino, que el interior de La Fenice había cambiado mucho a lo largo de los dos meses anteriores. El lugar poseía antes un rancio ambiente bohemio, pero en esos momentos se asemejaba más a un teatro monstruosamente redecorado y procedente de una era aún más decadente. Las paredes estaban cubiertas de pan de oro, y cada escultor de a bordo había recibido el encargo de crear decenas de piezas para la multitud de pedestales que se habían instalado… Bueno, casi todos los escultores.
Los artistas pintaban a un ritmo frenético y plasmaban enormes frescos en las paredes y en el techo, y un ejército de costureras trabajaba en la creación de una magnífica cortina de escenario bordada. Encima de ese escenario habían dejado un gran espacio libre para colocar la gran obra en la que se suponía que estaba trabajando Serena d’Angelus, pero Ostian no había visto a su amiga desde hacía semanas, por lo que no pudo verificarlo.
Hacía ya más de un mes desde la última vez que había visto a Serena, y lo cierto era que tenía un aspecto terrible, muy distinto al de la mujer cuidada de la que, debía admitirlo, había empezado a enamorarse. Apenas habían intercambiado unas cuantas palabras antes de que Serena le diera una mala excusa para marcharse.
—Tengo que acercarme a ver cómo está —se dijo a sí mismo, como si por el hecho de decirlo en voz alta tuviera que sentirse más obligado a hacerlo.
Un grupo de bailarines y cantantes daban vueltas sobre el escenario al compás de un ruido insoportable que Ostian esperaba que no fuese música. Coraline Aseneca, la bella rememoradora y actriz por la que supo que había perdido la posibilidad de visitar Laeran, se encontraba en el centro del escenario. Pero la verdadera causa de esa desgracia caminaba con los pasos enérgicos de un oficial disciplinario, gritando y chillando a los bailarines y a los cantantes del coro. A Bequa Kynska el cabello azul le revoloteaba alrededor como una alga marina alienígena, y el vestido que llevaba puesto se agitaba con violencia mientras desahogaba la rabia que sentía ante la incompetencia de los que la rodeaban.
Para Ostian, el efecto que producía lo que le estaban haciendo a La Fenice era grotesco. El recargado diseño hacía que la impresión estética general fuese una maraña confusa de sensaciones. Al menos, la zona del bar seguía intacta. Los enloquecidos diseñadores no se habían atrevido todavía a hacer levantarse y cambiar de sitio a los centenares de rememoradores hoscos que estaban allí bebiendo, por temor a provocar una revuelta a gran escala.
Muchos de esos rememoradores se reunían alrededor de un individuo enorme, un astartes llamado Lucius. Aquel guerrero de piel pálida le contaba a su audiencia relatos sobre un planeta llamado Muerte, y narraba hazañas improbables sobre el Señor de la Guerra y Sanguinius, y sus propios logros heroicos. A Ostian le parecía bastante penoso que un guerrero tan poderoso como aquel astartes buscara de un modo tan obvio impresionar a la gente como la que llenaba La Fenice, pero se abstuvo de expresarlo en voz alta.
La Fenice había sido en el pasado un sitio donde relajarse, pero aquel constante martilleo, aquella música estridente y todo el bullicio que llenaban el escenario lo habían transformado en un lugar donde la gente simplemente acudía a quejarse y a maldecir el destino que les había impedido formar parte de ese proceso de renovación.
—¿Te has dado cuenta de que todos los que bajaron a Laeran han conseguido trabajo en esto? —dijo una voz a su lado.
Quien le hablaba era un poeta muy malo llamado Leopold Cadmus. Ostian había charlado con él en unas cuantas ocasiones, pero por suerte había conseguido evitar que le leyera algo de su trabajo.
—Sí, me he dado cuenta —le contestó Ostian, aunque tuvo que gritar para hacerse oír por encima de un grupo de operarios que se esforzaban por guiar a un servidor de carga para que acabara de colocar una estatua libidinosa que representaba a un querubín desnudo.
—Es una maldita desgracia —comentó Leopold.
—Sí que lo es —contestó Ostian, aunque se preguntó en qué podría haber contribuido alguien como Leopold en unas reformas como aquéllas.
—Yo habría dicho que alguien como tú tendría que haber participado en todo esto —le dijo Leopold.
Ostian captó el evidente tono de envidia que había en su voz. Hizo un gesto negativo con la cabeza antes de contestar.
—Yo también lo creía, pero después de ver lo que le están haciendo a este lugar, me alegro mucho de no formar parte del proyecto.
—¿A qué te refieres? —le preguntó Leopold con una voz un tanto pastosa, y Ostian se dio cuenta de que estaba bastante borracho.
—Bueno, pues me refiero a eso —respondió, al mismo tiempo que señalaba algunas de las pinturas de la pared que tenían más cerca—. Da la impresión de que los colores los ha elegido un ciego, y en cuanto al tema escogido… Bueno, es de esperar que haya algunos desnudos en un teatro, pero la mayoría de éstos son prácticamente pornográficos.
—Lo sé —dijo Leopold con una sonrisa—. ¿A que son geniales?
Ostian hizo caso omiso del comentario.
—Escucha esa música de mierda. A mí encantaron las obras de Bequa Kynska la primera vez que las oí, pero esto suena igual que un gato al que hubieran colgado por el rabo de una ventana y que estuviera intentando agarrarse con las uñas al cristal. En cuanto a las esculturas, ni siquiera sé por dónde empezar. Son burdas, obscenas, y no hay ni una sola de ellas a la que yo consideraría acabada de verdad.
—Bueno, tú eres un experto en eso —comentó Leopold.
—Sí, así es —contestó Ostian, quien se estremeció al recordar la última vez que había oído un comentario así.
Era un día normal. El golpeteo agudo del martillo y del cincel llenaba el estudio mientras se esforzaba por sacar de la piedra la visión que había tenido. La escultura iba tomando forma poco a poco. La figura de un guerrero con armadura cobraba vida lentamente a partir del interior del mármol a medida que Ostian quitaba todo lo que no formaba parte de lo que había visto en su mente. Sus manos plateadas recorrían el mármol, y los metriculadores que llevaba insertados en la punta de los dedos leían la propia piedra para poner al descubierto las líneas de falta y los puntos de tensión ocultos en su masa.
Calculaba cada golpe de martillo con precisión, y con cada impacto de cincel sentía de un modo instintivo la forma que estaba creando y el amor y el respeto que tenía por el mármol con el que estaba trabajando. Lejos ya del lento comienzo, cuando la rabia era la que había impulsado los martillazos, notaba una nueva calma y un sometimiento que le había hecho suavizar sus ataques contra el mármol. Había encontrado la serenidad que daba la satisfacción de ver surgir algo hermoso.
Cuando dio un paso atrás para contemplar el mármol, se dio cuenta de una presencia en el caótico estudio. Se dio la vuelta y vio a un guerrero gigantesco protegido por una armadura púrpura y dorada que empuñaba una gran alabarda de hoja también dorada. La armadura en sí estaba cubierta de detalles decorativos, mucho más de lo que era común en los astartes. El casco del guerrero tenía unas alas, y al visor frontal le habían dado una forma que recordaba la cara de una gran ave de presa.
Ostian se quitó la máscara antipolvo mientras otros cinco guerreros idénticos entraban en el abarrotado estudio. Les siguió un servidor de carga, que llevaba una amplia plataforma sobre la que había tres objetos irregulares cubiertos por unos paños blancos. Ostian reconoció de inmediato a los guerreros, ya que pertenecían a la Guardia del Fénix, los guardaespaldas de élite de…
Fulgrim entró en el estudio y Ostian se quedó paralizado por la impresionante presencia del primarca. El señor de los Hijos del Emperador llevaba puesta una sencilla túnica de color rojo oscuro que tenía entretejidos hilos de color plata y púrpura muy sutiles. Tenía la cara maquillada de blanco y los ojos delineados con tinta de color cobrizo. Llevaba el largo cabello plateado recogido en una serie de complicadas trenzas.
Ostian se dejó caer de rodillas e inclinó la cabeza. Encontrarse tan cerca de un ser de una belleza tan perfecta era algo que Ostian jamás había experimentado. Era cierto que ya había visto con anterioridad al primarca de los Hijos del Emperador, pero encontrarse en un espacio tan pequeño y con sus ojos oscuros fijos en él era igual que quedarse idiota y babeante de repente y en tan sólo un momento.
—Mi señor, yo… —empezó a decir Ostian.
—Por favor, ponte en pie, maestro Delafour —le dijo Fulgrim mientras se dirigía hacia él. Ostian olió el aroma penetrante de los aceites perfumados que le habían extendido por toda la piel—. Los genios como tú jamás deberían ponerse de rodillas en mi presencia.
Ostian se puso lentamente en pie e intentó levantar la cabeza para mirar cara a cara al primarca, pero descubrió que su cuerpo no estaba dispuesto a obedecerle.
—Puedes mirarme —le dijo Fulgrim.
A Ostian le dio la impresión de que, de repente, sus músculos habían quedado bajo el control del primarca. Su cabeza se alzó sin que aparentemente su propio cerebro le ordenara nada. La voz de Fulgrim sonaba igual que la música. Pronunciaba cada sílaba con el tono y el volumen de voz perfectos, como si ningún otro sonido fuese capaz de llenar el aire de un modo tan apropiado.
—Veo que tu trabajo avanza —le comentó Fulgrim mientras daba vueltas alrededor del trozo de mármol y admiraba los resultados—. Estoy impaciente por verla terminada. Dime, ¿representará a algún guerrero en concreto?
Ostian asintió. Intentó responderle con palabras, pero la voz le falló a la hora de expresar sus pensamientos a aquel ser tan magnífico.
—¿Quién? —le preguntó Fulgrim.
—Será el Emperador, amado por todas nosotros —respondió Ostian por fin.
—El Emperador —repitió Fulgrim—. Un tema magnífico.
—Pensé que era lo adecuado dada la perfección del mármol —le explicó Ostian.
Fulgrim asintió mientras seguía dando vueltas alrededor del bloque. Lo hacía con los ojos cerrados y pasaba las manos por encima del mármol de un modo muy parecido a lo que Ostian había hecho unos momentos antes.
—Maestro Delafour, tienes un don excepcional. Le das vida a la piedra. Ojalá yo pudiera hacer lo mismo.
—Me han comentado que tenéis un gran talento para la escultura, mi señor.
Fulgrim sonrió y negó levemente con la cabeza.
—Puedo crear formas agradables, sí, pero darles vida… Eso es algo que me frustra y para lo que te pido tu ayuda.
—¿Mi ayuda? —jadeó Ostian—. No os entiendo.
Fulgrim hizo un gesto en dirección al servidor de carga y uno de los guardias apartó los paños que cubrían los objetos situados en la plataforma. Quedaron al descubierto tres estatuas talladas en mármol claro.
El primarca lo tomó por el hombro y lo condujo hacia las tres estatuas. Todas representaban a guerreros con armadura. Por las marcas de las hombreras, todos eran capitanes de compañía.
—Me he propuesto esculpir a cada uno de mis capitanes —le explicó Fulgrim—, pero cuando terminé el comandante de la Tercera Compañía me di cuenta de que había hecho algo mal, como si faltara una verdad esencial.
Ostian observó con atención las tres estatuas y vio las líneas perfectas y los detalles exquisitos, hasta el punto de captar a la perfección las expresiones de los tres capitanes. Cada una de las líneas de tallado era de una factura intachable, y en el mármol no quedaba ni un solo rastro del cincel del escultor, por lo que daba la impresión de que las estatuas habían salido directamente de un molde.
Sin embargo, mientras Ostian estudiaba atentamente el callado de las estatuas, no sintió ningún arrebato de pasión, como era de esperar en unas obras de arte como aquéllas. Sí, las estatuas eran perfectas, pero ahí estaba su defecto, ya que algo de una técnica tan superior no mostraba nada del propio creador, ningún rasgo humano que le hablara al espectador y le permitiera captar un atisbo del alma del artista.
—Son magníficas —dijo al cabo de unos momentos.
—No me mientas, rememorador —le advirtió Fulgrim, y Ostian captó una cierta brusquedad en el tono de voz que le hizo levantar la mirada hacia el primarca.
Fulgrim lo estaba mirando con una expresión que hizo que a Ostian se le helara el corazón.
—¿Qué queréis que os diga, mi señor? —le preguntó—. Son perfectas.
—Quiero la verdad —le contestó Fulgrim—. La verdad, al igual que la cirugía, puede hacer daño, pero cura.
Ostian se esforzó por encontrar unas palabras que no ofendieran al primarca, ya que hacer algo semejante le parecía el comportamiento más abominable imaginable. ¿Quién se atrevería a insultar a una persona de semejante belleza?
Fulgrim se dio cuenta del dilema que sufría Ostian, así que le puso una mano en el hombro en un gesto tranquilizador.
—Un buen amigo que te hace ver los errores y las imperfecciones, y que rechaza el mal, debe ser respetado si con ello revela el secreto de un tesoro oculto. Tienes mi permiso para hablar con libertad.
El primarca le habló en voz baja, pero sus palabras actuaron como una llave que abriera una habitación cerrada en el interior de Ostian, lo que permitió la salida de pensamientos que de otro modo no se habría atrevido a expresar.
—Es que se trata de que… son demasiado perfectas —explicó—. De que han sido talladas más con la cabeza que con el corazón.
—¿Cómo es posible que algo sea demasiado perfecto? —le preguntó Fulgrim—. Sin duda, todo lo que es bello y noble procede de la razón y del cálculo.
—El arte superior no tiene que ver con la razón, sino con lo que sale del corazón. Se puede trabajar con toda la perfección técnica de la galaxia, pero si no existe pasión, es un esfuerzo desperdiciado.
—Por supuesto que existe la perfección —le espetó Fulgrim—. Nuestro objetivo en la vida es encontrar esa perfección y mostrársela a todo el mundo. Tenemos que dejar a un lado todo aquello que nos limita.
Ostian hizo un gesto negativo con la cabeza. Estaba demasiado enfrascado en la discusión como para darse cuenta de que el primarca se enfurecía por momentos.
—No, mi señor ya que el artista que busca la perfección en todo no lo logra en nada. La esencia del ser humano consiste en no buscar la perfección.
—¿Qué hay de tu propio trabajo? —quiso saber Fulgrim—. ¿Es que no buscas la perfección en tus obras?
—La gente deja a un lado cosas importantes al insistir en la búsqueda de la perfección, algo que no pueden conseguir y que buscarán donde no pueden encontrarla —insistió Ostian—. Si yo esperara encontrar la perfección, jamás acabaría mis obras.
—Bueno, tú eres el experto en eso —gruñó Fulgrim.
De repente, Ostian se dio cuenta, horrorizado, del disgusto que sentía el primarca. Los ojos de Fulgrim refulgían como perlas negras, y las venas del cuello le palpitaban por la furia que estaba conteniendo. Ostian sintió que el terror se apoderaba de su ser al captar el ansia que habitaba en el fondo de aquella mirada.
Vio más allá del deseo del primarca de reflejar la belleza en el mármol o en las pinturas hasta el punto de sentir la compulsión obsesiva de lograr la imposibilidad de la perfección, un deseo que no permitiría que nada se interpusiera en su camino. Se percató demasiado tarde de que a pesar de pedirle sinceridad, no era eso lo que buscaba Fulgrim; quería la alabanza de su obra y mentiras almibaradas para reforzar su creciente ego.
—Mi señor… —susurró.
—No tiene importancia —lo cortó Fulgrim con voz irritada—. Veo que no me equivocaba al querer hablar contigo. Jamás esculpiré mármol de nuevo, ya que es evidente que estoy desperdiciando el tiempo.
—No, mi señor, no es eso lo que…
Fulgrim alzó una mano pira interrumpirlo.
—Te agradezco tu tiempo, maestro Delafour. Me marcho para permitirte que continúes con tu obra imperfecta.
El primarca de los Hijos del Emperador abandonó el estudio, rodeado de la Guardia del Fénix, y dejó a Ostian temblando tras ver el horror que albergaba la mente de Fulgrim.
Ostian movió la cabeza para sacarse el recuerdo de la visita del Primarca a su estudio al darse cuenta de que le estaban hablando. Alzó la vista y vio al astartes de piel pálida que le miraba desde su gran altura.
—Soy Lucius —dijo el guerrero.
Ostian asintió y vació el vaso que tenía en la mano.
—Sé quién eres.
Lucius sonrió, complacido de que lo reconocieran.
—Me han dicho que eres amigo de Serena d’Angelus. ¿Es verdad?
—Supongo que sí.
—Entonces, quizá puedas llevarme a su estudio —le pidió Lucius.
—¿Por qué?
—Está claro: quiero que me haga un retrato —le contestó Lucius, con otra sonrisa.