DIEZ

DIEZ

LA BATALLA DE LA ESTRELLA CAROLLIS

HACIA EL CENTRO

NUEVOS LÍMITES DE EXPERIENCIA

Saturado con la energía recolectada del sol, la explosión del colector solar se expandió como el nacimiento de una nueva estrella. Unas ardientes nubes de restos y la energía liberada se propagaron más de cien kilómetros, y destruyeron las naves de guerra que se habían arriesgado a pasar cerca del colector para intentar conseguir una cierta ventaja en la batalla que se estaba librando en la corona de la estrella.

Cerca de un millar de naves de guerra operaban y maniobraban por encima de la estrella Carollis, cada una de ellas realizando su propio e intrincado ballet mientras los cegadores rayos de los disparos y los oscilantes rastros de los torpedos cruzaban el espacio entre ellas.

Finalmente trabada en combate con los Manos de Hierro, la flota de la Diasporex se había convertido en una bestia acorralada que protegía a sus crías. Naves de guerra de antiguo diseño fuertemente armadas formaban un cordón alrededor de los colectores solares, mientras las naves de escolta más pequeñas y rápidas trataban de burlar el bloqueo de las naves imperiales para llevar a sus valiosísimos protegidos lejos de la batalla.

Algunas lograron escabullirse, pero muchas más se vieron sacudidas por el incesante bombardeo y fueron reducidas a fragmentos de metal pocos instantes después de ser tomados como objetivo por los artilleros de la 52.ª Expedición. Las ardientes explosiones iluminaban el espacio, se expandían rápidamente cuando los fuegos de su muerte prendían en las nubes de gases inflamables que rodeaban el espacio próximo a la estrella.

La Puño de Hierro encabezó la carga de los Manos de Hierro, abriéndose paso por el centro de la flota Diasporex y golpeando las naves enemigas con devastadoras andanadas. Los aceleradores de masas y una batería tras otra de cañones martilleaban las naves de la Diasporex, y los chorros de oxígeno lanzado al espacio surgían constantemente de las naves heridas.

Las rachas de fuego nuclear surgían de la superficie de la estrella, seguidas de nubes de material radiactivo que bañaban la batalla con rayos de luz. Los cazas y bombarderos más pequeños eran despedazados por estas violentas reacciones aleatorias de la estrella, haciendo que su munición ardiera y lanzando a las diminutas naves girando salvajemente por el espacio como meteoritos.

Una nave de guerra alienígena rivalizaba con los Manos de Hierro; armas desconocidas disparaban rayos de energía que fundían los cascos de las naves imperiales, inutilizaban sus sistemas de armamento o ligaban las naves a la voluntad de la flota enemiga. La confusión reinó cuando las naves imperiales volvieron sus cañones hacia las naves aliadas, hasta que Ferrus comprendió lo que estaba sucediendo y condujo a la Puño de Hierro hacia lo más duro del combate para destruir a la nave enemiga con una devastadora andanada de torpedos de corto alcance.

La nave alienígena se despedazó en medio de una cadena de explosiones, desgarrada desde el interior por los puntos en que los torpedos habían atravesado un casco tras otro antes de detonar en el corazón de su objetivo.

Pese a los esfuerzos de los capitanes de la flota Diasporex, el cordón de naves establecido ante los colectores solares no pudo resistir el empuje de los Manos de Hierro. Atrapadas contra el horno de la estrella Carollis, la confederación democrática multiétnica de la Diasporex estaba condenada a la destrucción. Enfrentados al férreo liderazgo de Ferrus Manus, sus numerosos capitanes no podían coordinarse con la rapidez o la astucia suficientes para superar la ferocidad táctica del primarca.

El ardiente halo que rodeaba la estrella estaba convirtiéndose en el cementerio de miles de alienígenas y humanos de la Diasporex mientras la 52.ª Expedición la desgarraba a su paso, descargando la rabia y la furia de los últimos meses en una imparable tormenta de fuego de baterías y misiles. Ardieron naves de ambos bandos, y si ése iba a ser el final de la Diasporex, iba a ser un final épico que pasaría a las leyendas.

La Ferrum luchaba en el centro de la batalla. El capitán Balhaan estaba vengando su anterior fracaso en el furor de la batalla. Más ágil que la mayoría de las naves de guerra de la Diasporex, se coordinó magníficamente con la Armorium Ferrus para lograr superar las maniobras de las naves enemigas y atacar siempre por sus puntos más vulnerables. Las devastadoras andanadas destruían los motores de sus presas, y cuando éstas quedaban muertas en el espacio, la Armorium Ferrus se acercaba para destruir las indefensas naves con sus andanadas de los cañones principales.

Pero todo aquello no quería decir que la Diasporex no estuviera cobrándose un elevado precio. Aunque al principio sus naves luchaban en esta batalla individualmente, no como una flota, no pasó mucho tiempo antes de que una gigantesca nave de guerra en el centro de la flota Diasporex tomara el mando. Era una nave híbrida, con las características del diseño humano y aditamentos de grotesca naturaleza alienígena.

Mientras Ferrus Manus reconocía el momento en que la nave híbrida tomó el mando, la flota de la Diasporex volvió a mostrar los dientes. Oleadas coordinadas de bombarderos inutilizaron la Gloria de Medusa y, contra toda probabilidad, destruyeron la Corazón de Oro. Una osada operación de abordaje contra la Sueños de Hierro logró ser rechazada, aunque a duras penas, y la nave quedó casi indefensa, para ser finalmente destruida por una andanada casi despreocupada de la nave de mando híbrida.

La peor pérdida de la flota imperial se produjo cuando la barcaza de batalla Metallus fue destruida por un rayo enemigo que atravesó su reactor y la vaporizó en una explosión que rivalizó con la del primer colector solar.

Docenas de naves próximas se vieron atrapadas en la terrible violencia de su destrucción, y fueron empujadas a su muerte en el ardiente abrazo de la estrella. Cuando el fuego nuclear de la destrucción de la nave desapareció, no quedaba más que un agujero de espacio vacío. Los capitanes de la Diasporex no tardaron en reaccionar ante la oportunidad que se les presentaba.

En pocos minutos, las naves de escolta empezaron a cambiar su curso para dirigir los preciados colectores solares a través del agujero.

Era un movimiento arriesgado, y las naves más pesadas de la Diasporex empezaron a destrabarse de la flota de los Manos de Hierro. Estaban arriesgándose mucho, y habrían tenido éxito con la maniobra sí las naves de los Hijos del Emperador no hubieran descubierto su presencia e iniciado su propio trabajo de destrucción contra las naves de la Diasporex.

* * *

El torpedo de abordaje se sacudió con violencia al ser lanzado. No era más que un tubo de metal propulsado a través del espacio en un viaje que podría acabar en muerte o en una enconada batalla. Aunque todavía le dolía todo el cuerpo, Solomon disfrutaba de la posibilidad de volver a luchar contra el enemigo, a pesar incluso del gran desasosiego con el que había recibido la orden de Fulgrim de que fueran enviados contra la Diasporex a bordo de torpedos de abordaje.

Los astartes normales practican asaltos a astronaves pensados para tropas especializadas en realizar ataques relámpago contra sistemas vitales, como los sistemas de armamento o los motores, antes de llevar a cabo rápidas retiradas, pero esta misión tenía como objetivo capturar la nave de mando y acabar con la batalla de un plumazo.

Este tipo de acciones eran peligrosas en el mejor de los casos, pero atravesar el trozo de espacio entre las naves enfrentadas en medio de un combate tan violento a Solomon le parecía una locura.

Fulgrim los había sorprendido a todos cuando entró en el puente al inicio de la batalla equipado con todo su equipo de combate en vez de con la capa de capitán de la nave, y rodeado por su Guardia del Fénix.

Su armadura había sido magníficamente pulida, y Solomon vio que habían añadido nuevos adornos en las brillantes placas de sus grebas. El águila dorada de la placa pectoral brillaba con un resplandor cegador, y sus pálidos rasgos estaban iluminados ante la perspectiva de la batalla. Solomon se dio cuenta de que, en vez de la dorada Filo de fuego, llevaba ceñida a la cintura la espada de empuñadura plateada que había encontrado en Laeran.

—¡Ferrus Manus puede haber iniciado esta batalla sin nosotros —había gritado Fulgrim—, pero por Chemos que no la va a acabar sin nosotros!

Una feroz energía había tomado repentinamente el puente de la Orgullo del Emperador, y Solomon notó su paso de un guerrero a otro, como si de una corriente eléctrica se tratara. Julius había saltado rápidamente para cumplir las órdenes del primarca, al igual que Marius, aunque éste lo hizo con tenaz determinación más que con genuino entusiasmo.

En vez de completar la destrucción de la Diasporex desde una posición táctica, como Solomon creía que la situación requería, Fulgrim había decidido llevar el combate directamente al enemigo, y ordenó a las naves de la 28.ª Expedición que avanzaran para ponerse a corto alcance.

La información de la Puño de Hierro había revelado la presencia y localización de la nave de mando enemiga, y Fulgrim había dirigido inmediatamente a la Orgullo del Emperador contra ella. Ferrus Manus podía haber iniciado prematuramente el ataque, pero los Hijos del Emperador se llevarían la mayor parte de la gloria al desgarrar el corazón de la Diasporex.

No sólo eso, sino que Fulgrim volvería a encabezarlos en el ataque.

Aunque a Solomon al principio esta estrategia le parecía arrogante, no podía negar el cosquilleo que sentía al dirigir a sus hombres hacia la boca del lobo, pese a su aversión a hacerlo a bordo de un torpedo de abordaje. Gaius Caphen estaba sentado frente a él, con los ojos fijos en los rudimentarios controles que guiaban su avance por el espacio y la mente perdida en la batalla que se avecinaba.

Solomon y los guerreros de la Segunda Compañía iban a penetrar en primer lugar en la nave híbrida para asegurar el perímetro, antes de que Fulgrim y la Primera reforzaran su posición y avanzaran por la nave en dirección al puente para destruirlo con cargas de demolición. En teoría, lo poco que quedara de la estructura táctica de la flota Diasporex quedaría desorganizada por la pérdida de la nave de mando, y el resto de la flota podría ser fácilmente destruida por el resto de la flota imperial.

—Impacto en diez segundos —dijo Caphen.

—¡Preparados para el impacto! —ordenó Solomon—. En cuanto se abra la cápsula, dispersaos y matad a todo el que encontréis. ¡Buena cacería!

Solomon cerró los ojos y se inclinó en posición para resistir el choque del torpedo contra el casco de la nave enemiga. Los compensadores inerciales reducirían el impacto de «totalmente letal» a «meramente capaz de romper los huesos». Escuchó las detonaciones de las cargas del morro del torpedo, que estallaron secuencialmente para abrirse camino a través de la superestructura de la nave.

La fuerza de las detonaciones y el aullante chirrido del metal rasgado recorrieron toda la longitud del torpedo. Solomon notó cómo su visión se enturbiaba y cómo su recién sanado cuerpo protestaba por la fuerza del choque y la desaceleración. Le pareció una eternidad, aunque posiblemente no duró más que unos pocos segundos, antes de detenerse y explotar la última carga en el cono de proa para despejar lo que había delante del torpedo. La rampa de asalto bajó en medio de un ardiente infierno de metal retorcido y ennegrecido, salpicado de cadáveres destrozados.

—¡Adelante! —gritó Solomon, golpeando el liberador del arnés gravitatorio y poniéndose en pie—. ¡Todo el mundo fuera! ¡Vamos!

Preparó su bólter personalizado, pues sabía que ésa era la fase más vulnerable de cualquier asalto con torpedos de abordaje. Había que aprovechar la conmoción y el horror de su llegada para evitar que se consolidara resistencia alguna.

Solomon cargó por la rampa hacia una sala abovedada de techo alto, ennegrecidas columnas y muros apandados con madera oscura. La madera quemaba, y varias de las columnas gemían bajo el peso del techo, pues muchas de las otras columnas habían sido destruidas por el impacto del torpedo de abordaje. El humo y las llamas oscilaban, aunque los sentidos automáticos de la armadura de Solomon compensaban la reducida visibilidad.

La sala estaba llena de cuerpos calcinados, destrozados por el impacto, y otros cuerpos se estremecían y gritaban agónicamente mientras las llamas los consumían. Solomon no les hizo caso alguno, pues estaba atento a los distantes choques que le indicaban que el resto de su compañía estaba atravesando el casco de la nave.

Los guerreros de la Segunda se dispersaron en dirección al movimiento en ambos extremos de la sala. Los guerreros enemigos estaban acudiendo para repeler el ataque. Solomon hizo una mueca al comprobar que habían llegado demasiado tarde. Los proyectiles bólter acribillaron a los defensores, destrozándolos, aunque una ráfaga de respuesta disparada desde el otro extremo hizo salir despedido a uno de sus guerreros con un gran agujero en el pecho.

Solomon giró el bólter para enfrentarse a la nueva amenaza, y disparó una rápida ráfaga que envió al extraño cuadrúpedo rodando por los suelos. Sonaron más disparos y gritos, y en pocos instantes la sala estaba llena de estampidos y explosiones.

—Gaius, toma la derecha y asegúrala —dijo, moviéndose hacia el otro extremo de la sala a medida que otros tripulantes de la nave acudían para neutralizar la brecha en sus defensas. Solomon mató a otro enemigo, esta vez viendo a su objetivo de forma clara por primera vez, pues sus guerreros habían obligado al enemigo a retroceder en medio de una tormenta de proyectiles bólter.

Varias ráfagas controladas limpiaron las entradas de la sala de soldados enemigos mientras Solomon examinaba el cadáver de uno de los alienígenas. Gaius Caphen organizó a los astartes para asegurar la sala ante cualquier contraataque, preparado para la llegada de los refuerzos.

El alienígena muerto era un cuadrúpedo de fuerte musculatura y piel ocre, con escamas como una serpiente, pero más duras y quitinosas. Parte de sus extremidades habían sido potenciadas con protéticos mecánicos, y su cabeza era alargada. No parecía tener ojos, y la boca era un oscuro círculo de dientes cubierto de antenas oscilantes. Una extraña armadura había sido fijada a su espalda, conectada con una serie de cables a su columna y a las extremidades con más dedos.

Las otras criaturas muertas eran de la misma especie, pero otros de los defensores de la sala eran claramente humanas, sus retorcidos cuerpos inmediatamente reconocibles a pesar de las mutilaciones que habían sufrido por las detonaciones de las cargas del torpedo. Que humanos lucharan junto a alienígenas era algo que Solomon no podía entender. La mera idea de unas criaturas tan extrañas trabajando, viviendo y luchando junto a humanos de pura sangre, descendientes de los habitantes de la Vieja Tierra, era repugnante.

—Estamos preparados —dijo Caphen, apareciendo junto a él.

—Bien —respondió Solomon—. No entiendo cómo pueden haber hecho esto.

—¿Hecho qué? —le preguntó Caphen.

—Luchar junto a xenos.

Caphen se encogió de hombros, aunque fue un movimiento extracto a causa de la armadura.

—¿Eso importa?

—Claro que importa —dijo Solomon—. Si comprendemos lo que motiva a alguien a olvidar a su Emperador, podremos evitar que vuelva a suceder.

—Dudo que estos tipos hayan llegado a oír hablar jamás del Emperador —dijo Caphen, al tiempo que golpeaba con su bota el requemado cuerpo de un soldado humano—. ¿Puedes volverte contra alguien de quién jamás has oído hablar?

—Pueden no haber oído hablar del Emperador, pero eso no los excusa —dijo Solomon—. Debería ser evidente que las asociaciones con chusma alienígena como ésta sólo pueden acabar mal. Era parte de nuestro manifiesto cuando nos unimos a la cruzada: no permitas que el alienígena viva.

Solomon se arrodilló junto al hombre muerto y levantó su cercenada cabeza del suelo. Tenía la piel ensangrentada y la columna había sido destrozada desde el interior. Su armadura era una elaborada combinación de malla cinétotrópica y placas reflectoras de energía que no había podido detener la brutalidad de un proyectil de bólter.

—Mira este hombre —dijo Solomon—. La sangre de la Vieja Tierra corría por sus venas, y si no fuera por su asociación con los alienígenas habríamos podido ser aliados en la consecución de los objetivos de la Gran Cruzada. Toda esto no es más que una terrible pérdida de lo que podría haber sido, de la hermandad que se habría podido forjar con esta gente. Pero no puede haber dudas en la lucha por la supervivencia, sólo existe lo correcto y lo incorrecto.

—¿Y él eligió lo incorrecto?

—Sus comandantes tomaron la decisión incorrecta, y ése es el motivo por el que está muerto.

—¿Estás diciendo que sus comandantes son los responsables y que nosotros podríamos haber sido amigos de este hombre si las circunstancias hubieran sido otras?

Solomon negó con la cabeza.

—No. Tamaño mal únicamente puede haberse dado si los hombres buenos callan y lo permiten. No sé cómo la Diasporex incorporó a los alienígenas, pero si suficiente gente se hubiera opuesto a la decisión esto no habría sucedido jamás. Su destino sólo depende de ellos, y no tengo ningún remordimiento en matarlos. Todo guerrero que cumple las órdenes de sus líderes debe aceptar la responsabilidad de lo que hace.

—¡Y yo que pensaba que el capitán Vairosean era el pensador! —exclamó Gaius Caphen.

Solomon sonrió.

—Tengo mis momentos.

Antes de que pudiera decir nada más, una voz en el interior de su casco.

—Capitán Demeter, ¿está asegurada la zona de aterrizaje? —Solomon se puso rígido al reconocer la voz de su primarca.

—Lo está, señor —respondió Solomon.

—Que todo el mundo esté preparado, en seguida estaré ahí —replicó Fulgrim.

Aunque la Diasporex estaba atrapada entre la estrella Carollis y la flota combinada imperial, todavía conservaba el espíritu de lucha, y mientras su nave capitana siguiera activa, la victoria no sería fácil.

Más y más colectores solares estaban explotando cuando sus escoltas eran destruidas o cuando, inertes en el espacio, caían hacia la estrella. Algunas de las naves más pequeñas lograron escapar del cordón imperial, pero eran totalmente irrelevantes frente a las grandes naves de combate que seguían luchando con furia indómita.

La Orgullo del Emperador luchaba siguiendo tácticas extraídas directamente de los textos de estrategia naval. El capitán Lemuel Aizel la dirigía con metódica precisión, pero sin estilo. El resto de la flota de los Hijos del Emperador seguía su ejemplo y atacaba al enemigo según modelos de ataque perfectamente ejecutados, y destruían al enemigo de forma eficiente, diseccionándolo elegantemente.

En contraste, las naves de los Manos de Hierro luchaban como leones de hierro de Medusa, destrozando al enemigo en ataques de pasada que les permitieron destruir más naves que la flota de los Hijos del Emperador.

En medio de la tormenta de fuego, la Pájaro de Fuego flotaba como el más grácil de los pájaros, con sus alas dejando vórtices de gases ardiendo a su paso. Como un cometa deforme que dejara un rastro de llamaradas tras él, la nave de asalto parecía mecerse fácilmente entre las explosiones y las ráfagas de proyectiles que iluminaban el infierno de la corona estelar.

Como si fueran conscientes del peligro que la ardiente nave de asalto representaba, un par de cruceros de la Diasporex alteraron su curso para interceptarla, y cuando la red de cañones y láseres se centró en la Pájaro de Friego, su destrucción parecía asegurada. La nave del primarca reaccionó desesperadamente para evitar la tormenta de disparos, pero se estaba quedando sin espacio para maniobrar, y cada nueva detonación se acercaba un poco más a ella.

Mientras los cruceros se aproximaban para asestarle el golpe de gracia, una monstruosa sombra los envolvió: la Puño de Hierro se interpuso y disparó una serie de andanadas desde sus docenas de baterías. A tan corta distancia el resultado fue devastador. El primer crucero quedó desmenuzado en medio de una serie de explosiones en cadena que destruyeron la superestructura desde el interior y la hicieron explotar en medio de un torrente de plasma y oxígeno. La segunda nave sobrevivió el tiempo suficiente para devolver el fuego contra la Puño de Hierro, matando a centenares de sus tripulantes e infligiendo daños considerables en la nave insignia de Ferrus Manus antes de quedar inutilizada por una segunda andanada que la destruyó en medio de una gigantesca explosión.

Salvada de la destrucción, la Pájaro de Fuego se alejó del fragor de ese combate hacia la nave híbrida de mando que los guerreros de Solomon Demeter habían asegurado. Al aproximarse, las torretas de defensa trataron frenéticamente de alcanzarla, como si la nave sintiera que su fin se acercaba en esas alas de fuego, pero ningún disparo logró ni siquiera acercarse a la nave de Fulgrim, tal era su letal gracia y maniobrabilidad.

Como una gigantesca ave de presa lanzándose sobre su presa, la Pájaro de Fuego planeó por encima del puente de la nave híbrida y sus garras de abordaje descendieron para sujetarse con fuerza al casco de la nave enemiga, vertiendo al espacio cristalinas nubes de oxígeno procedentes de su interior.

En cuanto las placas de blindaje del casco exterior fueron atravesadas, el tubo umbilical de atraque atravesó el casco interior de la nave, creando un corredor presurizado que permitiría al primarca de los Hijos del Emperador abrir un sanguinario camino por el corazón de la Diasporex.

Julius siguió a su primarca y cayó al suelo de la nave enemiga a tiempo de ver a Fulgrim desenvainar su espada argéntea. Su comandante se levantó cuan alto era mientras cien o más soldados enemigos, humanos y bestias que galopaban a cuatro patas, se abalanzaban contra ellos. Julius sintió cómo su corazón se aceleraba por la emoción de la batalla cuando las armas vomitaron fuego, pero Fulgrim desvió con su espada los rayos de energía, que rebotaron en las paredes y en el techo.

Lycaon y los guerreros de Julius saltaron desde el vientre de la Pájaro de Fuego y observaron anonadados cómo su primarca cargaba contra el enemigo. La magnificencia de Fulgrim todavía tenía el poder de hacerles contener la respiración, y el honor de ir a la batalla junto a esa criatura divina era inconmensurable.

Fulgrim levantó la pistola, un arma con el poder de un sol creada en las forjas de los Urales, para disparar una ráfaga de proyectiles fundidos. Las oscilantes luces que dejaban los proyectiles a su paso iluminaron la sala; el brillo plateado de su estructura reflejaba el brillo de los disparos cuando éstos desgarraban carne, hueso y armadura.

Hombres y alienígenas por igual aullaban cuando los disparos del primarca los destrozaban.

—¡Dispersaos! ¡Abrid fuego! —gritó, aunque sus guerreros no necesitaban que se lo ordenara.

Se dispararon las primeras ráfagas de bólter, segando las filas de los alienígenas. El fuego de respuesta abatió a uno de los guerreros de la Primera, pero para entonces ya era demasiado tarde, pues muchos más astartes estaban llegando desde la Pájaro de Fuego. Y empezó la matanza.

—¡Capitán Demeter! —gritó Fulgrim por el comunicados riendo por la alegría que sentía al encontrarse una vez más en medio de una batalla—. Tiene mi posición, únase a mí. ¡Este será nuestro momento más glorioso!

* * *

Solomon condujo a sus guerreros desde el cavernoso espacio en que habían penetrado los torpedos de abordaje, avanzando a un paso frenético por las salas de la nave enemiga para unirse a su primarca. Podía oír ruido de disparos a su alrededor mientras otros miembros de su compañía se abrían paso hacia su objetivo. Algunas batallas esporádicas surgían allí donde los defensores de la nave trataban de impedir que los asaltantes reunieran sus fuerzas, pero era un objetivo vano. Los torpedos habían penetrado en un área lo suficientemente grande para que pudiera contenerse la amenaza sin dispersarse peligrosamente.

Los guerreros de la Segunda Compañía atravesaron las posiciones defensivas del enemigo, y cuantos más astartes se unían al combate que los conduciría al puente de la nave, más inevitable era la victoria.

Podía ver en su visor los destellos azules que representaban a Fulgrim y a Julius, sabiendo que ellos también se dirigían al puente. En cualquier asalto en el que se debe abordar una nave enemiga, la clave es entrar y salir rápidamente, antes de que los defensores puedan contraatacar. Solomon sabía que las; misiones para atacar el puente de una nave de combate eran las más sangrientas, pues ése era el objetivo más fuertemente defendido.

No sabía si tuvieron una gran suerte o si fue la habilidad de Gaius Caphen en los controles del torpedo, pero habían abordado la nave mucho más cerca del puente de lo que hubiera creído posible, y habían evitado la mayor parte de la estructura defensiva de la nave. Nuevas tropas estaban corriendo a interceptarlos, pero con la fuerza encabezada por el primarca y Julius convergiendo también en el puente, era demasiado tarde para que pudieran detenerlos.

Solomon refrenó su avance al aproximarse a un cruce de cuatro pasillos y ver marines con los colores de la Segunda acercándose por el pasillo opuesto.

Hasta ese momento no había sido consciente de lo mucho que le había dolido perderse el combate final en Laeran.

Si realmente existían dioses de la batalla, entonces éstos le habían ofrecido una increíble oportunidad para la gloria. Solomon rio mientras les dedicaba un simple gesto de agradecimiento. Llegó al borde del cruce y agachó la cabeza para mirar por la esquina, y vio una posición defensiva al final de un estrecho corredor. Aproximadamente una docena de soldados enemigos defendían una barricada formada por barreras de acero, aunque él estaba seguro de que había más fuera de la vista. Una torrera con un cañón automático estaba fijada al techo, y el tubo de un pesado cañón rotatorio surgía de una aspillera en la barricada.

Solomon se echó hacia atrás cuando una ensordecedora lluvia de proyectiles rugió en el corredor y rebotaron en el acero junto a él, haciendo saltar esquirlas de metal.

—Bien —dijo—, nos han preparado un buen recibimiento.

Se dio la vuelta y le hizo señales a Caphen para que se acercara. Le entregó su bólter.

—Gaius, alguien tiene que ir por el centro.

Aunque ambos guerreros llevaban el casco puesto, Solomon pudo notar la reacción de Caphen.

—Déjeme adivinarlo —dijo Caphen—. ¿Usted?

Solomon asintió.

—Necesito que me cubráis.

—¿Está seguro? —inquirió Caphen señalando el metal retorcido de la esquina del cruce—. ¿No ha visto lo que ha sucedido?

—No te preocupes —dijo Solomon—. Estaré bien si todos vosotros me cubrís. Sólo avisadme cuando empecéis a disparar, ¿vale?

Caphen asintió con gesto grave.

—Quiero el mando, pero no porque se haga matar por demostrar algo.

Solomon desenvainó la espada y flexionó los hombros, preparándose para la brutal ferocidad del combate cuerpo a cuerpo.

—Tendrás el mando —prometió—, pero no tengo ninguna intención de morir aquí.

—¿Al menos podemos utilizar granadas antes de empezar? —le preguntó Caphen.

—Si eso te hace feliz, adelante.

Segundos después, un trío de granadas trazó un ángulo por el corredor. Solomon esperó hasta escuchar el ruido que hicieron al tocar el suelo. Los corredores defensivos que conducían al puente de la nave estelar estaban diseñados para ser lo suficientemente largos para que una granada no pudiera ser lanzada de un extremo a otro, pero esta nave había sido diseñada en un época anterior a la creación de los marines espaciales, y las tres granadas habían sido lanzadas con suficiente fuerza como para alcanzar las barricadas. Las granadas detonaron simultáneamente con poderosas ondas expansivas que engulleron a los defensores en humo y llamas.

En cuanto oyó la explosión, Solomon giró la esquina y empezó a correr hacia el humo y los gritos que se oían al otro extremo del corredor. Sus sentidos potenciados distinguieron el chirrido de las armas automáticas preparándose para abrir fuego, y se propulsó con los brazos para llegar lo más lejos posible antes de que lo despedazaran.

—¡Abajo! —gritó Caphen detrás de él, y se tiró hacia adelante, resbalando por el suelo hasta chocar con la barricada de acero.

Los proyectiles de bólter resonaron por los estrechos pasillos mientras el aire por encima de su cabeza se llenaba de una letal ráfaga de proyectiles. Oyó las explosiones de sus detonaciones y los gritos de los moribundos. Caphen ordenó otra ráfaga, y esta vez Solomon escuchó el crujido y el retumbar del metal partiéndose cuando el cañón automático fue arrancado de su montura.

Solomon se puso de pie y activó su espada con un rugido de dientes chirriantes. Los gritos de los heridos se podían oír por encima del crepitar de las llamas y el eco de los proyectiles de bólter. Solomon puso la mano sobre la chamuscada barricada y saltó por encima de ella. Un soldado en llamas atravesó el humo frente a él, y Solomon lo golpeó con su espada, partiendo al hombre desde el cuello a la pelvis.

Rugió de furia mientras atravesaba el pecho de otro hombre, sin dar tiempo al enemigo para reagruparse o recuperarse de la sorpresa de su repentina aparición en medio de su posición.

Su hoja era como una cuchilla que atravesaba la carne del enemigo y sus primitivas armaduras. Los dientes de su arma chirriaban sin parar mientras mataban.

Algunos disparos efectuados a quemarropa rebotaron en su armadura, y un buen grupo de enemigos lo rodearon. La ignorancia de los soldados de la Diasporex acerca de la letalidad de un astartes los envalentonaba. Solomon golpeaba con codos y puños además de con la espada, y hundía cráneos hasta los hombros y aplastaba cajas torácicas con cada golpe.

En pocos segundos todo había acabado, y Solomon bajó su ensangrentada espada mientras el resto de sus guerreros avanzaba por el corredor hacia él. Su armadura estaba cubierta de sangre, y los cuerpos de casi cincuenta soldados yacían a su alrededor, destrozados y machacados hasta la muerte por su furia.

—Veo que sigue vivo —dijo Caphen, enviando varios astartes hacia delante para asegurar el avance.

—Ya te dije que no pensaba morir aquí —le respondió.

—¿Y ahora qué? —quiso saber Caphen.

—Seguimos adelante. Ya casi estamos en el puente.

—Sabía que diría eso.

—Estamos muy cerca, Gaius —dijo Solomon—. Después de haber sido derribado en Lacran, ¿no sientes la necesidad de ganar un poco de gloria? Si tomamos el puente antes que cualquier otro, eso será lo que todo el mundo recuerde, no que nos perdimos la acción en Lacran.

Caphen asintió, y Solomon sabía que su lugarteniente estaba tan hambriento de gloria como él mismo. El capitán se rio antes de dar su siguiente orden a gritos:

—¡Sigamos adelante!

* * *

Julius trastabilló cuando un rayo de energía argéntea, como mercurio líquido, golpeó la protección de su hombro y atravesó la ceramita. La criatura que tenía ante él se encabritó sobre sus cuartos traseros; sus poderosamente musculados brazos salieron en su busca mientras le disparaba una vez más con el arma montada en la muñeca. Se apartó de la trayectoria del disparo, notando el frío glacial de éste sobrepasándolo.

Su piel amarillenta se volvía rojiza en la barriga, y Julius lanzó su espada hacia el cuerpo del alienígena mientras éste atacaba. Su velocidad era fenomenal, y sus garras lo golpearon en el casco, destrozándolo desde la mandíbula hasta la sien. Su visión se convirtió en estática, y el golpe lo hizo salir rodando. Se arrancó el casco mientras se ponía en pie con la espada extendida ante él.

La bestia que tenía Julius delante volvió a golpearlo, y sonrió de placer ante la idea de luchar contra un enemigo que realmente pusiera a prueba sus habilidades. El ruido de la batalla resonaba en sus oídos, y podía oír la sangre fluyendo por las venas mientras se alejaba de las letales garras de la bestia. Esquivó otro ataque de las garras del alienígena y lanzó un tajo con la espada en dirección a su cuello que le separó la cabeza del cuerpo.

Un chorro de brillante sangre arterial bañó a Julius mientras la criatura se desplomaba contra el suelo. La sangre sabía cálida en sus labios, el olor alienígena se le agarraba viscosamente a la nariz, e incluso sentía el dolor de su cabeza maravillosamente real, como si estuviera sintiendo dolor por primera vez.

A su alrededor, los guerreros de la Primera luchaban con los repugnantes alienígenas mientras avanzaban por las salas argénteas de la nave en su ruta hacia el puente. Vio a Lycaon luchando con otro de los poderosos cuadrúpedos, y lanzó un grito cuando su ayudante cayó al suelo con la espalda partida en dos por el impacto.

Julius se abrió paso entre los combates hacia Lycaon, sabiendo que era demasiado tarde para él al darse cuenta de la posición en que había caído. Cayó de rodillas junto a su ayudante y dejó que lo dominara el dolor al retirar el casco de Lycaon. Sus guerreros acabaron la masacre de los defensores de la nave.

Su ataque quirúrgico había sido frenado por el contraataque de las bestias alienígenas sin ojos, pero con Fulgrim al frente, nada podía detener a los astartes. Fulgrim mataba los alienígenas a docenas, con el blanco cabello flotando demencialmente alrededor de su cabeza como humo, pero a los alienígenas no les preocupaban las bajas, y rodearon al primarca y a su Guardia del Fénix en un intento de derrotarlos por el peso de su número.

Tal desenlace era imposible, y Fulgrim se reía mientras se abría paso entre los alienígenas con su brillante espada plateada sin dificultad alguna, matándolos con tanta despreocupación como un hombre podría matar un insecto. El primarca abrió un camino entre los defensores alienígenas para que sus guerreros pudieran seguirlo mientras proseguían el avance.

Aunque Julius había sentido anteriormente un gran orgullo por sus habilidades como guerrero, jamás había experimentado una alegría física como ésa en combate, una sensación tan vivida de la brutalidad y la belleza de todo ello.

Ni había sentido tanta excitación en su dolor.

Había perdido amigos anteriormente, pero el dolor se había visto atemperado por el conocimiento de que habían muerto como guerreros a manos de dignos adversarios. Al mirar los ojos sin vida de Lycaon sintió la pérdida y la culpa ardiendo en su interior, al darse cuenta de que, aunque echaría de menos a su amigo, se regocijaba en las sensaciones que su muerte había despertado en su interior.

Tal vez esa percepción era un efecto secundario del nuevo producto químico que se había suministrado a los Hijos del Emperador, o tal vez su experiencia en el templo laer había despertado sentidos desconocidos hasta ese momento que le permitían alcanzar esos vertiginosos niveles de experiencia.

Fuera cual fuera la razón, Julius estaba orgulloso de ellos.

La escotilla que conducía al puente saltó por los aires con un estallido hueco, las cargas arrancaron buena parte de la superestructura al detonar. El humo surgió como la sangre de una herida mientras Solomon atravesaba el agujero creado en la estructura de la nave. Había recuperado su bólter y disparó desde la cintura mientras avanzaba. Lo seguían sus guerreros, que se abrían en abanico detrás de él mientras una poco metódica andanada de disparos se dirigía hacia ellos.

Una bala perdida lo alcanzó en la mandíbula, y cayó de rodillas al perder el equilibrio durante un segundo. El puente de la nave híbrida se parecía al puente de la Orgullo del Emperador en tanto que mantenía la distribución básica de un centro de mando en una nave estelar, pero mientras que la nave de Fulgrim poseía una perfecta combinación de funcionalidad y belleza, la nave insignia de la flota Diasporex era evidente que procedía de una época en que esos miramientos se consideraban irrelevantes. Oscuras arcadas de hierro formaban una serie de compartimentos abovedados en los que la tripulación de la nave trabajaba y desde los que el capitán dirigía la nave. El brillo de la estrella Carollis y los destellos de la batalla espacial podían apreciarse a través del cristal blindado de las bóvedas. Unos resplandores esporádicos iluminaban el puente como una exhibición de fuegos artificiales.

Las antiguas consolas parpadeaban con multitud de cálidas luces, y Solomon comprobó que esa tecnología era tosca en comparación con la que utilizaba el Imperio.

Una mezcla de tripulantes y soldados con armaduras de malla dispararon desde barricadas apresuradamente formadas, pero los guerreros de Solomon ya estaban acabando con toda resistencia, y aniquilaban a los últimos defensores con disparos de pistola y bólter. Solomon permaneció en pie mientras el ruido de la batalla se desvanecía y sus guerreros se repartían para asegurar el puente.

Lo que quedaba de la tripulación se encontraba indefensa junto a sus consolas, con las manos levantadas en señal de rendición, aunque sus caras mostraban expresiones de resignado desafío. La mayoría no vestía armadura alguna, aunque Solomon vio que los oficiales llevaban una especie de placa pectoral ceremonial e iban desarmados, a excepción de pistolas ligeras y cuchillos ornamentales.

—Maniatadlos —ordenó Solomon, y Gaius Caphen formó grupos para atar a los prisioneros.

El puente había sido tomado y la nave era suya. «Mía» pensó, con una malévola sonrisa mientras bajaba el bólter y se tomaba un instante para explorarla extraña nave, una nave que había abandonado la Vieja Tierra miles de años antes de que él naciera.

Una gigantesca silla de mando, con un alto respaldo, se encontraba sobre una plataforma elevada bajo la bóveda central. Solomon se acercó a ella, y vio una de las extrañas criaturas cuadrúpedas con las que había luchado anteriormente atada a la silla. Cientos de cables, alambres y agujas le atravesaban el cuerpo, y su cara sin ojos se volvió para mirarlo. Solomon sintió como una creciente repulsión lo dominaba.

La sangre le cubría la parte superior del cuerpo, y Solomon observó que una bala perdida le había arrancado parte del cráneo. La sangre manaba de su cabeza y se sorprendió de que todavía siguiera con vida.

Esa… cosa, ¿había sido el capitán de la nave? ¿Su piloto? ¿Su navegante?

La criatura alienígena dejó escapar un tenue gemido y Solomon se le acercó para escuchar lo que decía, aunque no sabía si podría entenderlo.

Su boca se movió, y aunque no emitió ningún sonido con la garganta, Solomon pudo oír sus palabras tan claramente como si se las hubieran colocado directamente en su mente.

Todo lo que queríamos era que nos dejaran en paz.

—Apártese de la criatura xenos, capitán Demeter —dijo una fría voz a sus espaldas.

Solomon se volvió y vio la gigantesca figura de Fulgrim de pie en el agujero cubierto de humo por el que habían entrado en el puente. Detrás del primarca vio a Julius, que tenía la cara cubierta de sangre, y Solomon sintió un escalofrío al ver la glacial expresión de rabia que había en los ojos de ambos.

Fulgrim entró en el puente con la espada y la armadura cubiertas de entrañas alienígenas, y los ojos ardiendo por la furia del combate. Supervisó la toma del puente y después miró hacia el techo abovedado, donde los fuegos de la batalla se reflejaban opacamente en sus oscuros ojos. Solomon bajó de la plataforma para informarle.

—La nave es nuestra, mi señor.

Fulgrim hizo caso omiso de lo que le había dicho, giró sobre sus talones y abandonó el puente sin decir ni una palabra.

Fulgrim luchó por controlar su rabia mientras abandonaba el puente. La sangre le martilleaba en las sienes con tal fuerza que temía que le reventaran en cualquier momento. Sus guerreros se apartaron a su paso al ver su puño apretado con fuerza y las venas de la cara latiéndole con fuerza bajo la piel de alabastro.

Un fuego amatista le ardía en los ojos, y una gota de sangre le cayó desde la nariz mientras apretaba con más fuerza la empuñadura de su espada plateada.

¡Este había de ser su mayor triunfo!

¡Lo han echado todo a perder! Primero Ferrus Manus, y ahora Solomon Demeter.

—¡No! —gritó, y los astartes más próximos se estremecieron ante el repentino exabrupto—. ¡La Puño de Hierro nos salvó de la destrucción, y el capitán Demeter ha luchado con valor para ganar el honor de tomar el puente!

¿Nos salvó? No, fue por su propia vanagloria que Ferrus Manus evitó la destrucción de la Pájaro de Fuego, no por altruismo, y Demeter… ansia la gloria que debería ser tuya.

Fulgrim negó con la cabeza con fuerza y cayó de rodillas.

—No —susurró—. No puedo creerlo.

Es la verdad, Fulgrim, y tú lo sabes. En tu corazón lo sabes.