NUEVE
DESCUBIERTOS
BLAYKE
UN CONSEJERO HONESTO
La Ferrum se deslizaba por la brillante corona de la estrella Carollis. Sus escudos evitaban que lo peor de la tormenta electromagnética dañara los sistemas mientras la tripulación buscaba los colectores solares de la Diasporex. Su casco había sido arreglado y los destruidos elementos de la superestructura reparados, aunque todavía necesitaría pasar un tiempo en los astilleros para recomponer todos los daños que le habían infligido.
* * *
El capitán Balhaan estaba de pie junto a su atril de mando. El enfado por la rutina frustrante y decepcionante de su poco importante tarea ya casi se le había pasado. El padre de hierro Diederik estaba junto al control de sensores, al lado de Axarden, y aunque Balhaan sabía que no se merecía menos por su fracaso en la dirección de la nave, el hecho de tener que compartir el mando de la Ferrum todavía le dolía.
Diederik supervisaba cualquier decisión de mando, y había comenzado mordazmente todas las órdenes que había dado, pero Balhaan sabía que su presencia era un necesario recordatorio de los peligros de la caída en el exceso de confianza. El cuerpo del padre de hierro estaba extensamente modificado, y habían sido reemplazadas hacía mucho tiempo sus partes orgánicas para acercarse a la perfección mecánica y el internamiento final en el sarcófago de un venerable dreadnought.
—¿Todavía no ha terminado el barrido de reconocimiento? —le preguntó Balhaan.
—Acabo de hacerlo, señor —replicó Axarden.
—¿Es prometedor?
—No mucho, señor. Hay tantas interferencias que bien podríamos estar encima de uno de ellos y no saberlo —explicó Axarden, tanto para que se enterara el padre de hierro como su capitán.
—Muy bien, Axarden. Si hay algún cambio, házmelo saber —ordenó Balhaan.
Se inclinó sobre el atril, tratando de recordar períodos de la historia en que los grandes hombres de esas eras hubieran tenido que soportar misiones tan tediosas. No le acudió ninguno a la mente, aunque sabía que la historia tendía a olvidar lo sucedido entre hechos heroicos y se concentraba en las batallas y en el drama del paso del tiempo. Se preguntaba qué escribirían los rememoradores de la 52.ª Expedición de esa parte de la Gran Cruzada, sabiendo que, con toda probabilidad, él no aparecería. Después de todo, ¿dónde estaba la gloria en recorrer con docenas de naves los límites exteriores de un sol en busca de colectores solares?
Recordaba haber leído un pasaje en que Herodotus hablaba de una batalla frente a la costa de la antigua tierra conocida como Artemisión, en el norte de Euboea, que tuvo lugar entre dos poderosas flotas de naves oceánicas. Se dice que la batalla duró tres días, aunque Balhaan era incapaz de concebir cómo podía haber sido así, y se preguntaba cuánto tiempo de esa batalla se habían pasado realmente luchando las naves.
Muy poco, sospechaba. Según la experiencia de Balhaan, las batallas navales solían ser cortas y sangrientas, en las que una galera de guerra ganaba rápidamente la posición y embestía a la otra, enviando a su tripulación a una gélida muerte en las profundidades del océano.
Axarden lanzó un grito mientras él discurría entre aquellos sombríos pensamientos.
—¡Capitán, creo que tenemos algo!
Salió de su melancólica ensoñación y todos los pensamientos acerca de los largos y vacíos tramos de la historia se desvanecieron ante la emoción que había percibido en el tono de su oficial de sensores. Sus dedos volaron por la consola de mando y la pantalla se iluminó con el brillo de la estrella.
Inmediatamente vio lo que Axarden había detectado, el brillante reflejo de la luz de la estrella parpadeando en las gigantescas y ondulantes velas del colector solar.
—Detengan la nave —ordenó Balhaan—. No debemos hacerles saber que estamos aquí.
—Debemos atacar —exclamó Diederik, y Balhaan se vio obligado a enmascarar su preocupación ante la interrupción del padre de hierro. ¿Acaso la Ferrum no había sido ya víctima de una actuación similar?
—No —dijo Balhaan—. No hasta que hayamos alertado a las flotas expedicionarias.
—¿Cuántos colectores hay allí? —preguntó Diederik mientras se volvía hacia Axarden.
El oficial de sensores se acercó a su consola, y Balhaan esperó unos ansiosos segundos mientras Axarden trataba de responder al padre de hierro.
—Al menos diez, pero probablemente hay más que todavía no podemos distinguir —dijo Axarden—. Las emisiones radiactivas de la estrella parecen más concentradas en esta zona.
Balhaan se apartó de su atril y descendió los escalones que conducían al control de sensores.
—No importa cuántos haya, padre de hierro. No podemos atacar.
—¿Y por qué no? —comentó despectivamente Diederik—. Hemos descubierto la fuente del combustible enemigo como lord Manus ordenó.
—Estoy al tanto de sus órdenes, pero sin las naves de combate de la flota para apoyarnos, la Diasporex volvería a desaparecer.
Diederik pareció meditar sobre aquello antes de hablar de nuevo.
—Entonces, ¿qué sugerís, capitán?
Agradecido porque el padre de hierro hubiera accedido a dar crédito a su autoridad, Balhaan le contestó:
—Esperaremos. Enviaremos aviso a las flotas y reuniremos tanta información como podamos sin desvelar nuestra posición.
—¿Y después? —insistió Diederik, claramente incómodo ante la idea de esperar.
—Después los destruiremos —respondió Balhaan—, y recuperaremos nuestro honor.
* * *
Las cámaras del archivo a bordo de la Orgullo del Emperador ocupaban tres largos puentes llenos de estantes dorados atestados de textos de la Vieja Tierra. Los escritos de esta magnífica colección habían sido laboriosamente recopilados por el archivista de la 28.ª Expedición, un hombre meticuloso llamado Evander Tobias. A lo largo de muchos años de estudio, Julius había llegado a conocer muy bien a Tobias, y ahora mismo se dirigía hacia el sanctum del anciano en la nave abovedada del puente superior del archivo.
Las columnas de mármol se extendían ante él, y un reverencial silencio llenaba las salas con la solemnidad que correspondía a un vasto repositorio del conocimiento como aquél. Las altas columnas de mármol verde se perdían en la distancia, y los estantes de madera oscura se combaban bajo el peso de los pergaminos, libros y cristales de datos que llenaban los espacios entre ellos.
Julius siguió su camino a lo largo del pulido suelo de mármol en el que flotantes globos de luz proyectaban su sombra por delante de él. Se había quitado la armadura y llevaba únicamente un mono de combate sobre el que se había colocado una camisola de mallas decorada con el Águila de los Hijos del Emperador.
Vio las vestimentas de color beige de los rememoradores en muchas de las salas secundarias, y servidores descalzos que cargaban grandes cajas de libros pasaron junto a él sin dedicarle ni tan siquiera una mirada.
En uno de los espacios abiertos de las cámaras del archivo distinguió el característico pelo azul de Bequa Kynska, y consideró brevemente la posibilidad de detenerse a hablar con ella. Estaba sentada en un amplio escritorio cubierto de papel pautado. Llevaba el pelo suelto, rebelde y desaliñado, y tenía puestos los auriculares de un grabador portátil. Incluso a distancia, Julius pudo distinguir la extraña música que había inundado el templo laer. El ensordecedor sonido parecía débil y distante, aunque sabía que debía sonar con toda potencia en los oídos de Bequa Kynska. Sus manos alternaban la escritura frenética sobre el papel con movimientos sincopados como si estuviera dirigiendo una orquesta invisible. Sonreía mientras trabajaba, pero había algo demencial en sus movimientos, como si la música de su interior pudiera consumirla si no lograba plasmarla en el papel.
«Así es como trabajan los genios», pensó Julius, y decidió no interrumpir a la señorita Kynska y seguir adelante.
Había pasado ya un cierto tiempo desde que había ido por última vez a las cámaras del archivo. Sus deberes y la purificación de Laeran le habían dejado poco tiempo para dedicarse a la lectura, y se resentía de su ausencia. Había venido para reintroducirse en el lugar, aunque había dado instrucciones a Lycaon de que contactara inmediatamente con él si surgía algo que requiriera su atención.
Numerosos escribas y notarios pasaron junto a él, y todos ellos se inclinaron respetuosamente al pasar. Reconoció a algunos del tiempo que había pasado allí, pero no a la mayoría, aunque el mero hecho de regresar a este lugar le proporcionó una enorme satisfacción.
Sonrió al ver la familiar figura de Evander Tobias delante de él. El veterano archivista estaba regañando un acobardado grupo de rememoradores por alguna infracción de sus estrictas reglas.
El anciano detuvo su diatriba y levantó la mirada para ver a Julius, que se aproximaba. Sonrió cálidamente y despidió a los caprichosos rememoradores con un imperioso gesto de la mano. Vestido con una sobria túnica oscura de tela gruesa, Evander Tobias exudaba un aire de conocimiento y respeto que incluso el astartes reconocía. Su porte era regio, y Julius sentía un gran afecto por el venerable sabio.
Evander Tobias había sido antiguamente un magnífico orador en Terra, y había entrenado a los primeros iteradores. Se había asegurado el puesto de iterador supremo de la flota del Señor de la Guerra, pero un trágico cáncer de laringe había paralizado sus cuerdas vocales y le había obligado a retirarse de la Escuela de Iteradores. En su lugar, Evander había recomendado que su mejor pupilo, Kyril Sindermann, fuera enviado con la 63.ª Expedición del Señor de la Guerra.
Se decía que el propio Emperador había acudido junto al lecho de Evander Tobias y había ordenado que los mejores cirujanos y ciberneticistas lo atendieran, aunque lo realmente sucedido muy pocos lo sabían con certeza. Un capricho del destino le había arrebatado su talento natural para la oratoria y la dicción, pero su cuello y sus cuerdas vocales habían sido reconstruidas y ahora Evander hablaba con un suave zumbido mecánico que había engañado a más de un rememorador desprevenido, que lo había tomado por un anciano incapaz de ladrar con fuerza.
—¡Hijo mío! —exclamó Evander tomando las manos de Julius—, ¡cuánto tiempo sin verte!
—Mucho tiempo, en verdad —sonrió Julius, saludando a los rememoradores que se batían en retirada—. ¿Tus niños siguen haciendo travesuras?
—¿Éstos? ¡Bah, jovencitos presuntuosos! —refunfuñó Evander—. Uno podría pensar que la selección para convertirse en rememorador implica una cierta firmeza de carácter y un nivel de inteligencia superior al de un pielverde, pero esos imbéciles parecen totalmente incapaces de encontrar nada en un sistema perfectamente simple de recuperación de datos. Me confunden, y temo por la calidad del trabajo que será el legado de esta expedición si estos simplones son los encargados de dejar constancia de las gestas de la Gran Cruzada.
Julius asintió, aunque tras haber visto el complicado sistema de archivo de Evander, podía entender perfectamente las posibilidades de perderse en él tras haber pasado muchas infructuosas horas tratando de descubrir un fragmento de información. Sabiamente, decidió guardarse su propia opinión al respeto.
—Contigo aquí para recopilar la información, amigo mío, estoy seguro de que nuestro legado está en buenas manos.
—Eres muy amable diciendo esto, hijo mío —dijo Evander. Pequeñas bocanadas de aire surgían de la plateada prótesis de su garganta.
Julius sonrió ante la continuada referencia de su amigo al termino «hijo mío», pese al hecho de que él era muchos años más viejo que Evander. Gracias a la cirugía y a las modificaciones que había sufrido el chasis de carne y hueso de Julius para convertirlo en astartes, su fisiología era prácticamente inmortal, aunque le confortaba pensar que Evander era la figura paternal que jamás había conocido en Chemos.
—Estoy seguro de que no has venido a observar la calidad de los rememoradores de la flota, ¿verdad? —preguntó Tobias.
—No —dijo Julius mientras Tobias se daba la vuelta y se alejaba entre los montones de estantes.
—Camina conmigo, hijo mío. Caminar me ayuda a pensar —dijo por encima del hombro.
Julius siguió al erudito, lo alcanzó rápidamente y a continuación redujo su paso para no dejarlo atrás.
—Sospecho que estás buscando algo específico. ¿Tengo razón?
Julius dudó, todavía inseguro de lo que estaba buscando. La presencia de lo que había visto y sentido en el templo laer todavía moraba en su mente como un virus, y había decidido que debía tratar de averiguar algo más por su cuenta, pues, aunque había sido algo vil y alienígena, sentía una terrorífica atracción por todo ello.
—Tal vez —reconoció Julius—. Pero no estoy seguro de dónde podré encontrarlo. Ni siquiera sé por dónde empezar a buscar.
—Intrigante —dijo Tobias—. Aunque si debo serte de alguna utilidad, necesitaré algo más para empezar.
—Supongo que has oído hablar del templo laer, ¿no? —preguntó Julius.
—Sí que he oído hablar de él, y me suena a un lugar terriblemente maligno, demasiado espeluznante para mi sensibilidad.
—Sí, era como nada que haya visto jamás. Quería saber algo más acerca de ello, porque noto cómo mis pensamientos regresan una y otra vez hacia él.
—¿Por qué? ¿Qué es lo que te cautivó tanto de él?
—¿Cautivarme? No, no es eso lo que quiero decir —protestó Julius, aunque sus palabras sonaron vacías, incluso para él, y pudo ver que Tobias percibió la mentira que había en ellas—. O quizá sea eso —admitió Julius—. No creo que haya sentido nada similar, excepto cuando me he embelesado por una gran obra de arte o una poesía. Todos mis sentidos cobraron vida. Desde entonces todo es gris y ceniciento para mí. Recorro las salas de esta nave, salas que están llenas de obras de los mejores artistas del Imperio, y no siento nada.
Tobias sonrió y asintió con la cabeza.
—Realmente, ese templo debía ser maravilloso, puesto que ha causado este efecto sobre tanta gente.
—¿Qué quieres decir?
—No eres el primero que viene a mis archivos buscando información sobre estas cosas.
—¿No?
Tobias negó con la cabeza, y Julius pudo ver una silenciosa diversión en sus ancianos rasgos mientras le contestaba.
—Muchos de los que han visto el templo han venido en busca de iluminación acerca de lo que sintieron entre sus paredes: rememoradores, oficiales del ejército, astartes. Parece que ha causado una profunda impresión. Casi habría deseado haberlo visto por mí mismo.
Julius negó con la cabeza, aunque el anciano archivista no vio el gesto mientras se detenía junto a una estantería llena de libros encuadernados en cuero con rebordes dorados. Los lomos de los libros habían desaparecido, y, evidentemente, ninguno de ellos había sido leído desde que se colocaron en la estantería.
—¿Qué son estos libros? —preguntó Julius.
—Estos, hijo mío, son los escritos de un sacerdote que vivió en una era anterior a la llegada de la Vieja Noche. Se llamaba Cornelius Blayke, un hombre que fue tildado de genio, místico, hereje y visionario; todo ello muchas veces y en el mismo día.
—Debió de vivir una vida muy interesante —apuntó Julius—. ¿Sobre qué escribió?
—Sobre todo lo que creo que tratas de entender, hijo mío —dijo Tobías—. Blayke creía que sólo a través de numerosos experimentos podía el hombre entender el infinito y recibir la gran sabiduría que procede de seguir el camino de los excesos. Su obra contiene una rica mitología en la que trabajó para codificar una serie de ideas espirituales con las que crear el modelo para una nueva y desenfrenada era de experiencias y sensaciones. Algunos dicen que era un sensualista que mostró la lucha entre la permisividad de los sentidos y la moral restrictiva del régimen autoritario bajo el que vivió. Otros, evidentemente, simplemente lo acusaron de ser un clérigo caído y un libertino con delirios de grandeza. —Tobias se enderezó y tomó uno de los libros de la estantería antes de seguir hablando—. En este libro, Blayke habla de su creencia de que la humanidad ha de darse el gusto de disfrutar de todas las cosas para poder evolucionar a un nuevo estado de armonía que será más perfecto que el original estado de inocencia del que él creía que había surgido nuestra raza.
—¿Y tú qué piensas?
—Yo creo que esta idea de que la humanidad puede superar las limitaciones de sus cinco sentidos para percibir el infinito es maravillosamente imaginativa, aunque, por supuesto, su filosofía muchas veces era el pensamiento de un degenerado, que implicaba… entusiasmos que eran considerados escandalosos en esa época. Blayke creía que aquellos que refrenan sus deseos lo hacen únicamente porque son demasiado débiles para controlarse. El mismo no sentía culpabilidad alguna.
—Puedo entender por qué lo tildaron de hereje.
—Cierto —dijo Tobias—, aunque esta palabra ha caído más o menos en desuso en el Imperio gracias a la gran obra del Emperador. Sus raíces etimológicas se encuentran en las antiguas lenguas de la Hegemonía Olímpica y simplemente significa una «elección» de creencias. En el tratado Contra Haereses, el erudito Iranaeus describe sus creencias como devoto seguidor de un dios que llevaba mucho tiempo muerto, creencias que más tarde se convirtieron en la ortodoxia de su culto y la piedra angular de muchas grandes religiones.
—¿Y esto la convirtió en una palabra de sentido peyorativo? —le preguntó Julius.
—Vamos, hijo mío, creía que te había enseñado mejor que eso —dijo Tobias—. Siguiendo la lógica de Iranaeus, sin duda podrás percibir que la herejía no tiene únicamente un significado objetivo. La categoría existe sólo desde el punto de vista de una posición dentro de una sociedad que se ha definido previamente como ortodoxa. Cualquiera que propugne ideas o acciones que no estén conformes con ese punto de vista puede ser percibido como hereje por los demás dentro de esa sociedad que está convencida de que su visión es ortodoxa. En otras palabras, la herejía es un juicio de valor, la expresión de una concepción desde el interior de un sistema de creencias establecido. Por ejemplo, durante las guerras de Unificación, los adventistas paneuropeos tenían la secular creencia de que el Emperador era una herejía, mientras que los ancestrales adoradores del bloque yndonésico consideraban el ascenso al poder del déspota Kalagann como una gran apostasía. Así pues, Julius, para que exista una herejía, debe existir un sistema autoritario con un dogma o creencia considerado ortodoxo.
—Entonces, ¿me estás diciendo que ya jamás podrá existir una herejía puesto que el Emperador ha demostrado la mentira de creer en falsos dioses y adorar cadáveres?
—En absoluto, el dogma y las creencias no dependen de la predisposición a creer en una figura divina o en la cobertura de la religión. Pueden ser simplemente un régimen o una serie de valores sociales, como los que estamos llevando a la galaxia ahora mismo. Supongo que resistirse o rebelarse en su contra puede fácilmente considerarse herejía.
—Entonces, ¿por qué debería querer leer estos libros? Parecen peligrosos.
Tobias agitó la mano con un gesto claramente displicente.
—Al contrario. Como habitualmente les decía a mis discípulos en la Escuela de Iteradores, una verdad que es contada con malas intenciones triunfará ante todas las mentiras que puedan inventarse, por lo que nos corresponde a nosotros conocer todas las verdades y separar las buenas de las malas. Cuando un iterador habla de la verdad, no lo hace únicamente para convencer a aquellos que no la conocen, sino también para defender a los que la conocen.
Julius estaba a punto de preguntar más cosas cuando el microrreceptor que llevaba en la oreja soltó un chasquido y a continuación oyó la excitada voz de Lycaon.
—Capitán —dijo Lycaon—, tiene que regresar inmediatamente.
Julius se acercó el microcomunicador que llevaba en la muñeca a la boca para contestar.
—Ahora mismo voy. ¿Qué ha pasado?
—Los hemos encontrado —le informó Lycaon—. A la Diasporex. Tiene que regresar inmediatamente.
—Ahora mismo —confirmó Julius, notando algo inusual en la voz de Lycaon, incluso por encima de la distorsión del comunicador—. ¿Hay algo más que deba saber?
—Será mejor que venga y lo vea por sí mismo —replicó Lycaon.
* * *
Fulgrim recorrió con zancadas furiosas toda la longitud de sus estancias hacia el ensordecedor sonido de las fonoemisores. Cada uno emitía una tonada distinta: retumbantes obras orquestales, la martilleante música de las tribus de la base de una colmena y, por encima de todas ellas, la música del templo laer.
Cada tonada aullaba discordantemente con las demás mientras el sonido llenaba sus sentidos con salvajes imágenes y la promesa de inimaginables posibilidades.
Su temperamento bullía justo bajo la superficie ante las acciones de su hermano, pero no podía hacer nada excepto esperar atrapar a la 52.ª Expedición. Que Ferrus hubiera actuado en solitario demostraba una falta de respeto que enfurecía a Fulgrim y desmontaba sus cuidadosamente trazados planes respecto a la Diasporex.
El plan era perfecto y Ferrus lo va a echar todo a perder.
La idea surgió rápidamente y acompañada de tal veneno que Fulgrim se quedó conmocionado por su intensidad. Sí, su querido hermano había actuado impetuosamente, pero debería haber sospechado que Ferrus sería incapaz de contener la furia medusiana que corría por sus venas.
No, tú hiciste todo lo que pudiste para controlar su rabia. Su impetuosidad será la causa de su perdición.
Fulgrim sintió un escalofrío recorriéndole el espinazo cuando ese pensamiento, sin duda surgido de los más siniestros recovecos de su ser, surgió en su cabeza. Ferrus Manus era su hermano primarca, y aunque había algunos entre los que eran como ellos que Fulgrim consideraba amigos íntimos, ninguno estaba tan cerca de ser considerado su hermano como Ferrus.
Desde la victoria en Laeran, los pensamientos de Fulgrim se habían vuelto hacia su interior para desgarrar lo más profundo de su conciencia, desenterrando un ácido resentimiento que ni siquiera sabía que existía. Cada noche, mientras yacía en su cama de seda, una voz le susurraba al oído y lo seducía con sueños que jamás recordaba y pesadillas que no podía olvidar. Al principio pensó que estaba volviéndose loco, que un último truco maligno de los laer había empezado a mermar su cordura, pero había desdeñado esa idea por absurda pues, ¿qué podía afectar así a un ser perfecto como un primarca?
Entonces se había preguntado si estaba recibiendo algún tipo de mensaje telepático desde muy lejos, aunque él no poseía ningún potencial psíquico. Magnus de Prospero, había heredado los poderes precognitivos y el potencial psíquico de su padre, un regalo que, desgraciadamente, lo había distanciado de sus hermanos, pues nadie confiaba en que tal poder no tuviera asociado un precio o unas consecuencias.
Al final llegó a aceptar que la voz era, de hecho, una manifestación de su subconsciente, una faceta de su propia mente que articulaba las cosas que él no podía decir y destruía los engaños que su mente consciente creaba para protegerlo de las barreras que la sociedad le había impuesto.
¿Cuánta gente podía afirmar que disponía de un consejero tan honesto como su propia mente?
Fulgrim sabía que debía dirigirse al puente, que sus capitanes necesitaban su guía y sabiduría para orientarlos, pues se dirigían a él para todo, y de él manaba toda la actitud y el carácter de su legión.
Que es como debería ser, pues, ¿qué es esta legión sino una manifestación de tu voluntad?
Fulgrim sonrió ante este pensamiento, y elevó el volumen del fonoemisor que reproducía la música grabada en el templo laer. La música penetraba en su interior. Su sonido sin tono ni melodía pero primigenio en su intensidad, despertaba un deseo de cosas mejores, de cosas nuevas, de cosas grandes.
Recordó su regreso a la superficie de Laeran y ver a Bequa Kynska en el templo con las manos levantadas hacia el techo, con la cara húmeda por las lágrimas mientras grababa la música del templo. Ella se había vuelto para mirarlo a la cara en cuanto entró, cayendo de rodillas por la pasión hacia la música alienígena que la envolvía.
—¡Debo escribir esto para ti! —gritó ella—. Debo componer algo maravilloso. ¡Será la Maraviglia en tu honor!
Sonrió al recordarlo, sabiendo que las maravillas que ella compondría para él serían sin duda increíblemente extraordinarias. La Fenice estaba sufriendo grandes renovaciones, con exquisitas pinturas y grandes esculturas realizadas por aquellos que también habían visitado la superficie de Laeran.
Si había habido pensamientos conscientes acerca de por qué sólo ellos debían recibir encargos, lo había olvidado, pero lo adecuado de la decisión le complacía igualmente.
La más importante de esas obras sería una inmensa pintura del propio primarca, una obra magníficamente ambiciosa que le había encargado a Serena d’Angelus con posterioridad a ver el trabajo que había empezado a realizar después de la victoria en Laeran, una obra llena de vida y emoción que hacía que el corazón le doliera ante tanta belleza.
Había posado para Serena d’Angelus en varias ocasiones desde entonces, pero debía encontrar el tiempo para relacionarse con ella de forma más adecuada cuando la Diasporex hubiera sido destruida.
Pronto la Orgullo del Emperador resonaría con la música de su creación, y sus guerreros la llevarían a todos los rincones de la galaxia para que todo el mundo tuviera la posibilidad de escuchar tanta belleza.
Su humor se agrió al mirar hacia el otro extremo de sus aposentos y ver el montón de mármol machacado en que habían quedado sus intentos de crear algo bello. Cada golpe de cincel lo había dado con precisa habilidad. Las líneas de la anatomía del modelo eran perfectas, pero… había algo indefiniblemente erróneo en la escultura, algo que eludía su entendimiento. La frustración lo había conducido a destruir su obra, y la había reducido a cascotes con tres golpes de su espada plateada.
Tal vez Ostian Delafour podría instruirlo acerca de los errores que estaba cometiendo, aunque le irritaba que él, un primarca, tuviera que consultar a un mortal. ¿No había sido creado para ser el mejor en todo? Sus otros hermanos habían heredado aspectos de su padre, pero le roía la duda cruel que, tal vez, el accidente que casi destruyó a los hijos de sangre del Emperador al nacer hubiera codificado algún defecto oculto en su material genético que regresaba para perseguirlo en las oscuras vigilias nocturnas.
¿Era su propia naturaleza una vergüenza, una ligera máscara de perfección que encubría un núcleo de tallos e imperfecciones? Todas estas dudas le eran extrañas, aunque el horror se había alojado como un cáncer en su pecho. Se sentía como si los sucesos que ocurrían se le estuvieran escapando de entre las manos. Las batallas contra los laer habían sido por pura vanidad, ahora lo sabía, pero habían sido vencidos y eso era lo que los rememoradores contarían. Resaltarían el elevadísimo número de bajas que habían causado, pero que atormentaban sus sueños con imágenes de los caídos, guerreros con nombres que conocía y recuerdos que compartía. En esos momentos Ferrus corría impetuosamente para enfrentarse a la flota de la Diasporex, que sus naves de exploración habían descubierto, y ya estaba próximo a los colectores solares.
La familiar rabia hacia su hermano salió nuevamente a la superficie. Todos los años de amor y los siglos de amistad se habían visto manchados por su última traición.
El te avergüenza con estas acciones y debe ser castigado.
* * *
Julius escuchó los informes del comunicador que crepitaba en los altavoces y observó a los oficiales supervisores mientras desplegaban el plan de batalla sobre la mesa de operaciones con líneas de color verde brillante.
Sin consultarlo con el primarca de los Hijos del Emperador, Ferrus Manus había ordenado que la 52.ª Expedición avanzara a toda máquina hacia la estrella Carollis en respuesta al descubrimiento de los colectores solares por parte de la Ferrum. La Diasporex había reaccionado al impetuoso avance, se apresuraba a recuperarlos. Al contrario que en enfrentamientos anteriores, no iba a tratarse de una emboscada para atacar y huir, pero a Julius le parecía evidente que sin la puntual ayuda de las naves de la 28.ª Expedición, los de la 52.ª no podrían evitar que la Diasporex escapara una vez más.
El puente de la Orgullo del Emperador estaba en silencio. El quedo hacer de la tripulación y el crepitar de las máquinas eran los únicos sonidos que se oían. Julius deseaba que hubiera algún ruido, que pasara algo fuera de lo ordinario para que todo el mundo fuera consciente de que, sin la presencia de Fulgrim, las cosas no eran como deberían ser. Había un gran agujero en el puente que normalmente llenaba el carismático liderazgo de Fulgrim, pero la rutina de la tripulación del puente seguía su curso, como siempre, y consideró que su insensibilidad ante la ausencia del primarca era exasperante.
El capitán de la Orgullo del Emperador, Lemuel Aizel, un guerrero tan acostumbrado a seguir las órdenes del primarca que no había dado ninguna por iniciativa propia, simplemente había enviado la nave de los Hijos del Emperador tras los Manos de Hierro. Julius podía notar que éste se encontraba perdido sin la tranquilizadora presencia de su amo y señor junto a él.
Incluso sus otros capitanes parecían ajenos, y tuvo que luchar para controlar su temperamento ante sus poco atentos sentidos. Solomon, que hacía muy poco que había regresado al servicio activo, miraba intencionadamente el mapa general, aunque quedó satisfecho al ver que Marius tenía su misma expresión de disgusto. Julius se estaba volviendo incontrolablemente furioso, deseaba que alguien rompiera el silencio y la monotonía del puente, y comprobó que estaba apretando los puños. Luchó contra el deseo de golpear las caras de algunos de los tripulantes del puente, únicamente para sentir algo diferente a la imposibilidad que sus sentidos le mostraban.
—¿Estás bien? —le preguntó Solomon, que estaba junto a él—. Pareces tenso.
—¡Es obvio que estoy tenso! —le espetó Julius. El sonido de su propia voz era un agradecido descanso para su estrés y disipaba parte de su rabia por medio del volumen—. ¡Ferrus Manus ha lanzado su flota directamente contra la Diasporex, y nosotros hemos de alcanzarlo y librar una batalla sin plan ni perfección alguna!
Las cabezas se volvieron ante su exabrupto, y Julius sintió cómo una curiosa sensación de euforia recorría su cuerpo. Había dejado anonadado a Solomon, y sintió un exquisito cosquilleo al dejar que sus pensamientos escaparan de la correa de control.
—Calma tus ánimos —dijo Solomon, sujetándolo con fuerza por el brazo—. Es cierto que los Manos de Hierro han empezado sin nosotros, pero eso puede favorecernos. Seremos el martillo que golpee en el yunque de los Manos de Hierro.
La idea de la batalla extinguió su rabia anterior, y la idea de que iban a luchar de forma desestructurada y sin un plan le provocó un satisfactorio escalofrío de expectación.
—Tienes razón —dijo—. Esta es exactamente la razón de que estemos aquí.
Solomon lo miró inquisitivamente durante un segundo antes de volver su atención a la mesa de operaciones.
—Ya no falta mucho —dijo, tras unos instantes de deliberación.
—¿Para qué? —quiso saber Marius.
—Para la matanza —respondió Solomon, y Julius sintió como su pulso se aceleraba.