OCHO

OCHO

LA PREGUNTA MÁS IMPORTANTE

SEÑOR DE LA GUERRA

PROGRESOS

Los dos primarcas no perdieron el tiempo y reunieron a los oficiales superiores de ambas legiones en la Heliopolis para discutir la estrategia que debían seguir para lograr destruir la Diasporex. Los bancos de mármol sobre el oscuro suelo estaban llenos del púrpura y oro de los Hijos del Emperador y del blanco y negro de los Manos de Hierro. Hasta ese momento el consejo de guerra no iba bien, y Julius pudo ver cómo la cólera crecía en Ferrus Manus cuando Fulgrim descartaba su última idea como irrealizable.

—Entonces ¿qué propones, hermano? Porque yo ya no tengo más estrategias que ofrecer —dijo el primarca de los Manos de Hierro—. En cuanto nos acercamos, huyen.

Fulgrim se volvió para mirar a Ferrus Manus.

—No confundas lo que te digo con una crítica, hermano. Simplemente estoy constatando lo que considero el motivo fundamental por el que todavía no has logrado trabar batalla con la Diasporex.

—¿Y cuál es?

—Que eres demasiado directo.

—¿Demasiado directo? —preguntó Ferrus Manus, pero Fulgrim levantó una mano y pidió silencio para acallar cualquier otra interrupción.

—Te conozco hermano, y conozco la forma en que lucha tu legión, pero a veces cazar la cola del cometa no es la mejor forma de atraparlo.

—¿Quieres que acechemos por todo el sector como ladrones mientras esperamos a que vengan a por nosotros? Los Manos de Hierro no hacen así la guerra.

Fulgrim hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No pienses ni por un momento que no estoy al tanto de la gran dicha de ir directo al centro, pero debemos estar preparados para aceptar que otras formas de aproximación pueden servir plenamente a nuestros propósitos.

Fulgrim recorrió la circunferencia de la Heliópolis mientras hablaba, y dirigió sus palabras a su hermano primarca tanto como a los guerreros que lo rodeaban. La luz reflejada del techo le iluminaba la cara desde abajo, y sus ojos, un oscuro espejo de los argénteos de Ferrus Manus, se iluminaron por la pasión mientras hablaba.

—Te has obcecado en destruir la Diasporex, Ferrus, lo cual está bien y es correcto habida cuenta su asociación con malignos alienígenas, pero no te has hecho la pregunta más importante respecto al enemigo.

Ferrus Manus cruzó los brazos.

—¿Y qué pregunta es ésa?

Fulgrim Sonrió antes de contestar.

—¿Por qué están aquí?

—¿Quieres que entremos en un debate filosófico? —le espetó Ferrus Manus—. Entonces habla con los iteradores. Estoy seguro que te proporcionarán una respuesta mejor, aunque menos directa, que yo.

Fulgrim se volvió para dirigirse a los guerreros de las dos legiones.

—Entonces preguntaos esto: sabiendo que una poderosa flota de naves de guerra te está persiguiendo para destruirte, ¿por qué simplemente no te vas? ¿Por qué no te diriges a otro lugar más seguro?

—Pues no lo sé, hermano —dijo Ferrus Manus—. ¿Por qué?

Julius sintió la mirada de su primarca sobre él, y el peso de la expectación lo aplastó contra el asiento. Si el intelecto de un primarca no podía responder esa pregunta, ¿qué posibilidades tenía él de hacerlo?

Miró a los ojos de Fulgrim, vio la fe del primarca en él y, de repente, la respuesta le fue evidente.

Julius se levantó.

—Porque no pueden. Están atrapados en este sistema.

—¿Atrapadas? —le preguntó Gabriel Santar desde el otro extremo de la sala—. ¿Atrapados, cómo?

—No lo sé —dijo Julius—. Tal vez no tienen navegante.

—No, no —replicó Fulgrim—, no es eso. Si no tuvieran navegante, la 52.ª Expedición los habría atrapado hace mucho. Es otra cosa. ¿Cuál?

Julius observó cómo los oficiales de ambas legiones consideraban la pregunta, seguro de que su primarca ya conocía la respuesta.

Cuando adivinó la respuesta, Gabriel Santar se levantó.

—Combustible. Necesitan combustible para su flota.

Aunque Julias sabía que era una estupidez, notó el pinchazo de los celos al habérsele negado la posibilidad de responder a su primarca y miró furiosamente a la curtida cara del primer capitán de los Manos de Hierro.

—¡Exactamente! —exclamó Fulgrim—. Combustible. Una flota del tamaño de la Diasporex debe consumir una cantidad descomunal de energía cada día, y para hacer un salto, por pequeño que sea, necesitará una gran parte de ella. Los comandantes de flota de los planetas imperiales sometidos de este sector no han informado de pérdidas significativas de naves cisterna o convoys, por lo que debemos asumir que la Diasporex consigue su combustible de otra fuente.

—La estrella Carollis —dijo Julius—. Deben tener colectores solares ocultos en alguna parte de la corona solar. Están esperando a recolectar suficiente combustible para irse a otro lugar.

Fulgrim se volvió hacia el centro de la sala.

—Así es cómo obligaremos a la Diasporex a presentar batalla, descubriremos esos colectores para destruirlos. Esto obligará a nuestros enemigos a trabarse en combate en las condiciones que nosotros queramos, y entonces serán fulminados.

* * *

Más tarde, una vez acabado el consejo de guerra, Fulgrim y Ferrus Manus se retiraron a las dependencias privadas del señor de los Hijos del Emperador a bordo de la Orgullo del Emperador. Las habitaciones de Fulgrim serían la envidia de cualquier anticuario de Terra. Todas las paredes estaban cubiertas con pictografías elegantemente enmarcadas de paisajes alienígenas o imágenes extraordinarias de los astartes y los mortales que participaban en la Gran Cruzada.

Varias antesalas llenas de bustos y de trofeos de guerra, que radiaban desde el elemento central y se extendían hasta más allá de lo que podía captar el ojo, brillaban en un conjunto de inimaginable belleza artística. Únicamente el extremo más lejano de la habitación estaba desprovisto de cualquier ornamentación. Esa zona estaba cubierta de bloques parcialmente tallados de mármol, y caballetes con pinturas inacabadas.

Fulgrim se reclinó en una tumbona, se quitó la armadura y se vistió con una sencilla toga de color crema y púrpura. Bebió vino de un cáliz de cristal y dejó reposar la mano sobre una mesa, en la que se hallaba la espada con empuñadura de plata que había cogido en el templo laer. La espada era sin duda un arma magnífica, difícilmente comparable a Filo de fuego, pero en cualquier caso era exquisita. Su equilibrio era perfecto, como si hubiera sido forjada únicamente para su mano, y su filo tenía el poder de atravesar las armaduras astartes con facilidad.

La gema púrpura de su empuñadura estaba toscamente tallada, pero le proporcionaba un cierto encanto primitivo comparable a la calidad de la hoja y la empuñadura. Tal vez sustituyera la gema por algo mis apropiado.

En cuanto surgió este pensamiento lo descartó, pues sintió repentinamente que tal cambio sería un acto de vandalismo injustificado. Con un gesto negativo de cabeza, Fulgrim apartó la espada de su pensamiento y se pasó la mano por el suelto cabello blanco. Ferrus Manus recorría la habitación como un león enjaulado, y aunque las naves de reconocimiento estaban buscando ya los colectores de combustible de la Diasporex, todavía le escocía su forzada inactividad.

—Oh, siéntate, Ferrus —dijo Fulgrim—. Vas a abrir un surco en el mármol. Toma un poco de vino.

—A veces, Fulgrim, juraría que ésta ya no es una nave de guerra sino un museo flotante —dijo Ferrus Manus, examinando las obras colgadas de las paredes—. Aunque las pictografías son buenas. ¿Quién las tomó?

—Una imaginista llamada Euphrati Keeler. Me han dicho que viaja en la 63.ª Expedición.

—Tiene muy buen ojo —destacó Ferrus—. Son unas pictografías muy buenas.

—Sí —admitió Fulgrim—. Sospecho que su nombre será pronto conocido en todas las flotas expedicionarias.

—Aunque no estoy muy seguro de estas pinturas —continuó Ferrus, que señalaba una serie de obras acrílicas abstractas de colores disonantes y apasionadas pinceladas.

—No sabes apreciar las cosas bellas, hermano mío —suspiró Fulgrim—. Esas son obras de Serena d’Angelus. Las familias nobles de Terra pagarían una pequeña fortuna por cada una de esas obras.

—¿De verdad? —comentó Ferrus, inclinando la cabeza hacia un lado—. ¿Qué se supone que son?

—Son… —empezó a decir Fulgrim, tratando de poner en palabras las sensaciones y emociones evocadas por los colores y formas de la pintura. Miró de cerca la pintura y sonrió.

»Son recreaciones de la realidad formada según el alcance metafísico de los juicios de valor del artista —dijo, las palabras saltando libremente de sus labios—. Un artista recrea estos aspectos de la realidad que representa la verdad fundamental de la naturaleza humana. Entender esto es entender la verdad de la galaxia. La señorita d’Angelus está a bordo de la Orgullo del Emperador. Si quieres te la puedo presentar.

Ferrus gruñó con disgusto.

—¿Por qué insistes en mantener a ese tipo de gente a tu alrededor? Son una distracción para tus deberes para con el Emperador y Horus.

Fulgrim negó con la cabeza.

—Estas obras serán la contribución permanente de los Hijos del Emperador a una galaxia sometida. Sí, todavía hay planetas que conquistar y enemigos que derrotar, pero ¿qué tipo de galaxia será si no queda nada que apreciar en ella salvo que ha sido conquistada? El Imperio será un lugar vacío si se le niega el arte, la poesía y la música, y todos aquellos con la sensibilidad para apreciarla. El arte y la belleza están tan próximos a la divinidad como nosotros nos encontramos en esta era sin divinidades. La gente, en sus vidas diarias, debe aspirar a crear arte y belleza. Eso será lo que el Imperio acabará siendo con el tiempo, y es lo que nos hará inmortales.

—Sigo pensando que es una distracción —insistió Ferrus Manus.

—En absoluto, Ferrus, pues los cimientos del Imperio se basan en el arte y la ciencia. Elimínalos o erosiónalos y el Imperio dejará de existir. Se dice que el Imperio sigue al arte, y no al revés, como los que tienen una naturaleza más prosaica pueden creer, y yo antes pasaría semanas sin comer ni beber que tener que prescindir del arte.

Ferrus lo miró poco convencido y señaló las obras de arte incompletas del extremo más alejado de la habitación.

—Entonces ¿qué son ésas de allí? No son muy buenas. ¿Qué recrean?

Fulgrim sintió crecer una oleada de rabia, pero la contuvo antes de que se le reflejara en el rostro.

—He estado mimando mi aspecto creativo, pero no es nada serio —dijo. Una semilla de resentimiento creció en su interior al ver como sus propias obras eran despreciadas tan a la ligera.

Ferrus Manus se encogió de hombros y se sentó en una alta silla de madera tallada antes de servirse un cáliz de vino de una ánfora de plata.

—Ah, es bueno volver a estar entre amigos —dijo Ferrus Manus mientras levantaba el cáliz.

—Es verdad —asintió Fulgrim—. Nos vemos tan poco el uno al otro ahora que el Emperador ha regresado a Terra…

—Y se ha llevado a los puños con él —remachó Ferrus.

—Eso he oído —dijo Fulgrim—. ¿Ha hecho algo Dorn para ofender a nuestro padre?

Ferrus Manus negó con la cabeza.

—No, que yo sepa, pero podría ser. Tal vez se lo haya dicho a Horus.

—Deberías tratar de adquirir el hábito de llamarle Señor de la Guerra.

—Lo sé, lo sé —reconoció Ferrus—. Pero todavía me cuesta pensar en Horus de esa forma, ¿me entiendes, verdad?

—Te entiendo, pero así es como están las cosas, hermano —remarcó Fulgrim—. Horus es el Señor de la Guerra, y nosotros somos sus generales. El Señor de la Guerra Horus manda, y nosotros obedecemos.

—Evidentemente, tienes razón. Se lo ha ganado, he de reconocerlo —dijo Ferrus, levantando el cáliz—. Nadie ha logrado tantas victorias como los Lobos Lunares. Horus se merece nuestra lealtad.

—Hablas como un auténtico seguidor —sonrió Fulgrim mientras una voz interior lo empujaba a provocar a su hermano primarca.

—¿Y eso qué se supone que significa?

—Nada —dijo Fulgrim, con un gesto displicente con la mano—. Venga hombre, no me digas que no desearías haberlo sido tú. ¿No deseas con todo tu corazón que el Emperador te nombre su regente?

Ferrus negó enfáticamente con la cabeza.

—No.

—¿No?

—Sinceramente puedo contestar que no —afirmó Ferrus apurando su cáliz y sirviéndose otro—. ¿Puedes imaginarte el peso de la responsabilidad? Hemos llegado hasta aquí con el Emperador a la cabeza, pero no puedo ni siquiera imaginarme la ambición necesaria para dirigir una cruzada para conquistar la galaxia.

—Así pues, ¿no crees que Horus pueda hacerlo? —preguntó Fulgrim.

—No he dicho nada de eso —rio Ferrus entre dientes—. Y no pongas en mi boca palabras que no he dicho, hermano. No seré tildado de traidor por no apoyar a Horus. Si alguno de nosotros había de llegar a ser el Señor de la Guerra, yo habría apostado por Horus.

—No todo el mundo piensa igual.

—Has estado hablando con Perturabo y Angron, ¿verdad?

—Entre otros —admitió Fulgrim—. Ellos compartieron su… inquietud por la decisión del Emperador.

—No importa quién fuera el elegido, ellos sin duda habrían mostrado su disconformidad —dijo Ferrus.

—Probablemente —aceptó Fulgrim—. Pero estoy orgulloso de que haya sido Horus. Él conseguirá grandes cosas.

—Brindaré por eso —dijo Ferrus, apurando su cáliz.

Es un adulador y fácilmente manipulable… dijo una voz en su cabeza, y Fulgrim parpadeó por la fuerza con la que resonó.

* * *

Con el fin de la guerra en Laeran, la constante llegada de heridos y muertos al apotecarion se había reducido, lo que dejó a Fabius más tiempo libre para dedicarse a sus investigaciones. Para asegurarse el secretismo que sus experimentos exigían, se había trasladado a las poco utilizadas instalaciones de investigación que existían a bordo de la Andronius, un crucero de ataque bajo la autoridad del comandante general Eidolon. Aquellas instalaciones al principio eran muy básicas, pero con el permiso y la ayuda de Eidolon, había reunido una notable colección de equipo especializado.

El propio Eidolon lo había escoltado hasta las instalaciones, marchando junto a él todo a lo largo de la galería de las Espadas hasta el apotecarion de la sección delantera, con sus brillantes y estériles paredes de acero. Sin detenerse ni un instante, Eidolon lo había conducido por el tubo central del laboratorio principal, a través de un corredor embaldosado, hasta un dorado vestíbulo que se bifurcaba en dos pasillos, a derecha e izquierda. El muro delantero estaba vacío, pese a notarse indicios de que anteriormente había habido algo allí, un mosaico o un bajorrelieve.

—¿Por qué estamos aquí? —le preguntó Fabius.

—Pronto lo verás —dijo Eidolon, mientras se adelantaba para presionar un punto del muro. Este se desplazó hacia arriba, y reveló un brillante pasillo y una escalera en espiral. Habían descendido a las instalaciones de investigación: mesas quirúrgicas cubiertas con sábanas blancas y tanques de incubación que permanecían vacíos y aletargados.

—Aquí es donde trabajarás —declaró Eidolon—. El primarca ha depositado una pesada carga sobre tus hombros, apotecario, y no debes fallarle.

—No lo haré —dijo Fabius—. Pero decidme, mi señor, ¿por qué os tomáis un interés tan personal en mi trabajo?

Los ojos de Eidolon se entrecerraron y fijaron en Fabius una mirada torva.

—He de llevar a la Corazón Orgulloso al cinturón de Satyr Lanxus en una misión para «mantener la paz».

—Una misión poco gloriosa pero necesaria para asegurar que los gobernadores imperiales mantienen las leyes del Emperador —apuntó Fabius, aunque era plenamente consciente de que Eidolon no lo veía de esta forma.

—¡Es vergonzoso! —replicó éste—. Es una forma de malgastar mi habilidad y valor, el enviarme lejos de la flota de esta forma.

—Tal vez, pero ¿qué es lo que queréis de mí? —insistió Fabius—. No me habríais escoltado personalmente hasta aquí sin un motivo concreto.

—Correcto, apotecario —dijo Eidolon, colocando una mano en el hombro de Fabius y conduciéndole hacia el interior del laboratorio—. Fulgrim me ha contado la dimensión de lo que estás intentando y, aunque no apruebo vuestros métodos, obedeceré a mi primarca en todo lo que me pida.

—¿Incluso realizando misiones de mantenimiento de la paz? —inquirió Fabius.

—Incluso en eso —asintió Eidolon—. Pero no seré puesto en una posición en la que pueda verme nuevamente sometido a este tipo de indignidades. El trabajo que estás haciendo potenciará la fisiología de los astartes, ¿verdad?

—Así lo creo. No he hecho más que empezar a desentrañar los misterios de las semillas genéticas, pero cuando lo consiga… conoceré todos sus secretos.

—Entonces, cuando vuelva a la flota, empezareis conmigo —dijo Eidolon—. Debo ser tu mayor éxito, más rápido, más fuerte y más letal que nunca, para convertirme en la indispensable mano derecha del primarca. Empieza tu trabajo aquí, apotecario, y me aseguraré de que tengas todo lo que necesites.

Fabius sonrió al recordarlo, sabiendo que Eidolon estaría satisfecho con sus resultados cuando regresara a la flota.

Se inclinó sobre el cadáver de un guerrero astartes. Su vestimenta para operar estaba manchada con la sangre del cadáver, así como el equipo quirúrgico portátil que llevaba en un servoarnés unido a su cintura. Varios chasqueantes brazos de acero, como patas de araña metálicas, le surgían por encima de los hombros, cada uno provisto de jeringuillas, escalpelos o sierras para cortar huesos que lo ayudaban en la disección y retirada de órganos. El hedor a sangre y carne cauterizada le inundaba la nariz, pero esas cosas no repugnaban a Fabius, sino que le susurraban emocionantes descubrimientos y viajes a desconocidos límites de conocimientos prohibidos.

Las frías luces del apotecarion hacían palidecer la piel del cuerpo del cadáver y se reflejaban en los tanques de incubación en los que había puesto a madurar la semilla genética alterada por medio de estimulación química, la manipulación genética y la irradiación controlada.

El guerrero de la camilla estaba al borde de la muerte cuando se lo habían llevado al apotecarion, pero había muerto en éxtasis con el córtex cerebral al descubierto, al aprovechar Fabius su inminente fallecimiento para trabajar con la blanda materia gris para así entender mejor el funcionamiento de un cerebro astartes vivo. Inadvertidamente, Fabius había descubierto la forma de comunicar el sistema nervioso con los centros del placer del cerebro, y convirtió así cada una de las dolorosas incisiones en una gozosa sensación de puro placer.

No estaba muy seguro de lo que ese descubrimiento podía significar para sus investigaciones, pero no dejaba de ser otra fascinante semilla de información para guardar de cara a futuros experimentos.

Hasta ese momento, Fabius había tenido más fracasos que éxitos, aunque el balance estaba, poco a poco, cambiando hacia el lado positivo ahora que la guerra en Laeran le había proporcionado una abundante fuente de material genético sobre el que experimentar. Los hornos del apotecarion habían ardido día y noche para destruir los restos de sus experimentos fallidos, pero estos golpes eran necesarios para su búsqueda, y la de los Hijos del Emperador, de la perfección.

Sabía que en la legión había algunos que rechazarían el trabajo que estaba realizando, pero eran los que no tenían visión y no llegaban a percibir los grandes logros que podían obtenerse, ni los males necesarios que debían soportarse para alcanzar la perfección.

Al dar el siguiente paso en el camino evolutivo de los astartes, la legión de Fulgrim se convertiría en la que tuviera los mejores guerreros de todos los ejércitos del Emperador, y el nombre de Fabius sería alabado a lo largo y ancho del Imperio como el principal arquitecto de esta evolución.

En esos mismos momentos, los tanques de incubación del apotecarion contenían los nacientes frutos de sus experimentos; pequeños órganos en ciernes flotando en una suspensión rica en nutrientes. Las muestras de tejido eran de los astartes que habían muerto en Laeran, y Fabius predijo que estas mejoras doblarían su eficacia. En realidad ya había conseguido crear una osmódula superior que incrementaría la fuerza de la fusión epifiseal y la osificación del esqueleto de un guerrero, resultando en huesos prácticamente irrompibles. Después de la osmódula mejorada tenía un órgano experimental que combinaba elementos de las hormonas laer que, si tenía éxito, alteraría la naturaleza fundamental de la glándula Betcher, y permitiría a los astartes replicar el aullido sónico de los laer, con resultados devastadores.

Los trabajos para mejorar otros órganos estaban sólo en sus inicios, pero Fabius tenía grandes esperanzas en su trabajo para mejorar la biscopea de forma que estimulara el crecimiento muscular más allá de lo normal y produjera guerreros tan fuertes como un dreadnought, capaces de atravesar el blindaje de un tanque con su puño desnudo. Los ojos multiespectrales de los laer le habían proporcionado mucha información que esperaba poder incorporar a los experimentos que había iniciado sobre el occulobe. Docenas de ojos estaban clavados como mariposas en cabinas estériles junto a él, donde probaba estimulantes químicos para mejorar las capacidades de los nervios ópticos.

Con algunas modificaciones, Fabius creía que podía crear órganos visuales que funcionarían a pleno rendimiento en oscuridad total, luz brillante o condiciones estroboscópicas, para hacer a los astartes efectivamente inmunes a cegueras o desorientaciones.

Su primer éxito se encontraba detrás de él, en las estanterías metálicas llenas de miles de viales de líquido azul: una droga que había sintetizado a partir de una muestra genética fabricada con una glándula extraída de los laer y que replicaba las funciones de la glándula tiroidea y de la biscopea.

En los sujetos experimentales, los guerreros heridos sin posibilidades de sobrevivir, Fabius había comprobado que el metabolismo y la fuerza se les había incrementado sustancialmente antes de la muerte. Un mayor refinamiento de la droga había logrado evitar que los incrementos sobresaturaran el corazón del sujeto, y ya estaba preparada para distribuirla en masa por toda la legión.

Fulgrim había autorizado el uso de la droga, y en pocos días correría por la sangre de todos los guerreros que decidieran tomarla.

Fabius se alejó del cuerpo muerto que tenía frente a él y sonrió al pensar en las maravillas que podía llegar a crear ahora que tenía las manos libres para convertir su genio en mejoras de las capacidades físicas de los Hijos del Emperador.

—Sí —dijo con un siseo. Sus ojos negros estaban iluminados por la perspectiva de descubrir los secretos del trabajo del Emperador—. Quiero conocer todos tus secretos.

* * *

Los colores de la paleta giraron ante los ojos de Serena, y su insipidez la enfureció más allá de toda medida. Se había pasado la mayor parte de la mañana intentando crear la rojiza puesta de sol que había visto en Laeran, pero los tubos de pintura vacíos y los pinceles rotos que había a su alrededor servían de mudo testamento a su fracaso. El lienzo que tenía ante ella era una enorme contusión de frenéticos trazos de lápiz, el bosquejo de una pintura que estaba segura iba a ser una de sus mejores obras… ¡si lograba conseguir que el rojo se mezclara de forma adecuada!

—¡Maldita sea! —gritó a la vez que tiraba la paleta con tanta fuerza que se hizo astillas contra la pared.

Su respiración se convirtió en cortos y dolorosos jadeos al crecer la frustración en su interior. Serena hundió la cara entre las manos y las lágrimas no tardaron a surgir como respuesta a los duros y entrecortados sollozos que sacudieron su pecho.

La rabia por su fracaso le recorrió el cuerpo, y cogiendo un trozo de pincel roto, presionó el irregular borde de madera contra la suave piel de su brazo. El dolor fue intenso, pero al menos pudo sentirlo. La piel se rasgó y la sangre manchó la madera partida, proporcionándole una cierta sensación de alivio. Sólo el dolor convertía cualquier cosa en real, y Serena clavó más profundamente la madera en su carne, mientras observaba cómo la sangre le caía por el brazo y cubría los pálidos bordes de sus antiguas cicatrices.

El largo y oscuro pelo de Serena, manchado de motas de color, le colgaba en lacios rizos hasta la cintura, y su cara tenía la poco saludable palidez de quien no ha dormido en varios días. Tenía los ojos inyectados en sangre y vidriosos, y las uñas agrietadas y manchadas de pintura.

Su estudio había quedado patas arriba desde su regreso de la superficie de Laeran. No era el vandalismo el artífice de tal transformación, sino la pasión desentrenada por crear lo que había reducido su antaño inmaculado estudio a algo más parecido a un campo de batalla tras los combates.

El deseo de pintar había sido como una incontrolable fuerza elemental surgida de su interior. Había sido emocionante y a la vez aterradora… la ardiente necesidad de crear arte de la pasión y la sensualidad. Serena había llenado tres telas de color y luz, y había pintado como una posesa antes de que el agotamiento la hubiera vencido y cayera dormida entre el desbarajuste de su estudio.

Cuando se despertó observó lo que había pintado con ojo crítico, viendo la crudeza de su obra y los primitivos colores que no tenían ni la vida ni la urgencia que recordaba del templo. Serena había rebuscado entre el desorden de su estudio las pictografías que había tomado del templo y de la poderosas ciudad de coral, sus gloriosamente masculinas torres y los maravillases tonos del cielo y el océano.

Durante días había tratado de revivir la entusiasta sensación que la había inundado en Laeran, pero no importaba en qué proporciones mezclara las pinturas, no lograba obtener las cualidades tonales que buscaba.

Serena pensó en Laeran y recordó la tristeza que había sentido cuando a Ostian le habían negado un lugar en la nave que la trasladó a la superficie del planeta. Se sintió culpable de que esa tristeza se hubiese desvanecido en cuanto atravesaron la capa de nubes y contempló la vasta masa azul de los océanos de Laeran a sus pies.

Jamás había visto algo tan glorioso ni con un azul tan vivido, y había hecho una docena de pictografías antes siquiera de empezar a descender hacia el atolón laer. Volar en círculos alrededor de la ciudad flotante le había despertado sentimientos que ni sabía que existían, y Serena deseó poner pie en la estructura alienígena más que cualquier otra cosa en el mundo.

Al aterrizar habían sido escoltados a través de las ruinas de la ciudad, y todos los rememoradores admiraron con la boca abierta la increíble diferencia de todo lo que les rodeaba. El capitán Julius les había explicado que las altas torres en forma de caracola habían aullado durante toda la guerra, pero que en esos momentos la inmensa mayoría ya habían sido silenciadas, derribadas con explosivos para dejarlas mudas. Los pocos gritos aullantes que Serena pudo escuchar sonaban muy distantes, dolorosamente solitarios e infinitamente tristes.

Serena había tomado una pictografía tras otra mientras eran conducidos a través de las ruinas, y ni tan siquiera los retorcidos cadáveres de los laer pudieron distraerla del entusiasmo por caminar por una ciudad que flotaba por encima del océano. Las vistas y los colores eran tan vibrantes que no podía abarcarlos en su totalidad, y estimulaban sus sentidos hasta el punto de la sobresaturación.

Entonces vio el templo.

Cualquier pensamiento que no fuera lograr entrar en su misterioso interior fue desterrado de su mente en cuanto el capitán Julius y los iteradores encabezaron la marcha hacia la gigantesca estructura. Una voraz e intensa determinación había dominado a los rememoradores, que se dirigieron hacia el templo con increíble celeridad.

Buscando un camino entre las ruinas, ella había olido el extraño y ahumado aroma de lo que al principio había pensado que era incienso encendido por las unidades del ejército para enmascarar el hedor de la sangre y de los muertos. Fue entonces cuando vio las fantasmagóricas espirales de niebla rosácea que surgían de los porosos muros del templo y se dio cuenta de que era algo de origen alienígena. Una deliciosa y momentánea sensación de pánico la inundó, hasta que olió más de ese extraño almizcle y decidió que era realmente placentero.

En el interior de la cavernosa entrada del templo habían sido dispuestos varios haces de luces, y su intenso brillo iluminó los magníficos colores y murales de una imaginería tan vivida que cortaba la respiración. Jadeos de asombro la rodearon cuando los artistas trataron de captar la dimensión de los murales y los imaginistas tomaron pictografías panorámicas de la escena.

Procedente de algún punto del interior, Serena oyó música: una melodía salvaje y apasionada que se le clavó como una astilla en el corazón. Se alejó de los murales siguiendo la melena azul de Bequa mientras el canto de sirena de aquella música se hacía más fuerte y las atraía a ambas hacia el interior.

De repente, su rabia contra Bequa le ardió en las venas, y notó cómo sus labios se torcían en una mueca. Serena persiguió a Bequa, mientras la música del templo la llenaba más y más cuanto más se adentraba en el edificio. Aunque era consciente de la gente que la rodeaba. Serena no les prestó atención alguna, con sus pensamientos saturados por las sensaciones que inundaban su sistema nervioso. Música, luz y color la rodeaban, y tuvo que extender la mano para sostenerse, pues tan intenso exceso estaba a punto de abrumarla.

Serena se obligó a seguir adelante, rodeando una esquina hacia el interior del templo… y cayó de rodillas al ver la terrorífica belleza y la terrible energía de las luces y de los sonidos del interior.

Bequa Kynska estaba de pie en medio del gran espacio, con los brazos levantados en forma de «V» mientras la música la sobrevolaba.

Serena pensó que en toda su vida jamás había visto nada tan bello.

Sus ojos ardían con los colores y no pudo evitar llorar ante su perfección.

De regreso en su estudio, había gastado todas sus energías tratando sin éxito de recapturar ese breve pero brillante instante de color perfecto. Tras enderezarse y secarse las lágrimas con la manga, cogió otra paleta de entre los restos que la rodeaban y empezó a mezclar las pinturas para intentar, una vez más, capturar ese instante.

Mezcló rojo cadmio con carmesí quinacridono, fermentando el color con granate peryleno, pero esos colores no eran los adecuados, aunque les faltaba muy poco para dar el tono adecuado.

Mientras su rabia volvía a crecer, una gota de sangre cayó de su brazo sobre los colores que estaba mezclando, y de repente allí estaba. El color era perfecto, y sonrió al comprender lo que debía hacer.

Serena recogió el pequeño cuchillo que utilizaba para cortar las puntas de las plumas y lo pasó por encima de su piel, haciéndose un corte por encima del codo.

Unas gotas de sangre cayeron del corte mientras ella mantenía la paleta debajo del mismo, sonriendo al ver cómo se formaban los colores.

Ahora ya podía empezar a pintar.

* * *

Solomon se agachó por debajo del tajo de la espada y levanto su propia arma para bloquear el golpe a la contra dirigido hacia su pecho. El impacto le reverberó a todo lo largo del brazo, y apretó los dientes cuando sus recién sanados huesos protestaron por el esfuerzo al que los estaba sometiendo. Se apartó de Marius cuando el capitán de la Tercera se volvió contra él con la espada apuntando hacia su corazón.

—Estás lento, Solomon —dijo Marius.

Solomon golpeó con la espada hacia abajo, desviando el torpe golpe, y giró para asestar el golpe de gracia a su oponente, pero se quedó corto y la espada de Marius volvió a dirigirse hacia él. Se contorsionó para apartarse de la trayectoria, y notó como si su cuerpo fuera a partirse por el esfuerzo.

—Suficientemente rápido para verte venir, viejo —se rio Solomon, aunque sabía que sólo era cuestión de tiempo que Marius lo derribara.

—Estás mintiendo —remarcó Marius, tirando su espada al suelo. Se dirigió hacia los estantes de armas que cubrían las paredes de la sala de entrenamiento y eligió un par de hojas de estilo Sol y Luna. Aquellas armas de doble filo eran poco prácticas en una lucha real, pero eran unas letales armas de entrenamiento. Solomon arrojó a un lado su propia espada y cogió un par de ruedas de la clase Viento y Fuego.

Al igual que las armas de su oponente, éstas eran básicamente decorativas, una hoja circular sostenida mediante un asa rugosa y embellecida con pinchos curvos alrededor de toda su circunferencia, pero Solomon se divertía entrenándose con armas distintas a las utilizadas habitualmente. Se enfrentó a Marius, extendió el brazo izquierdo y mantuvo el derecho doblado junto a su costado.

—Tal vez sí, tal vez no —rio Solomon—. Sólo hay una forma de descubrirlo.

Marius asintió con la cabeza y cargó contra él con las dos hojas girando ante sí como una telaraña de acero centelleante. Solomon bloqueó primero un ataque y luego otro, pero se vio obligado a retroceder hacia la pared con cada choque entre metales.

Se balanceó a un lado para evitar un corte alto y lanzó un barrido bajo hacia las piernas de Marius. Este golpeó hacia abajo con una de las hojas; alcanzó con la punta el centro del arma circular y la clavó contra el suelo. Solomon dio un salto hacia atrás, obligado a abandonar el arma, cuando la segunda daga se dirigió hacia él.

—¿Has oído las noticias? —jadeó Solomon, desesperado por distraer a Marius y conseguir un poco de espacio.

—¿Qué noticias? —preguntó Marius.

—Que vamos a recibir nuevos estimulantes químicos para probarlos —dijo Solomon.

—Lo he oído, sí —asintió Marius—. El primarca cree que nos harán más fuertes y rápidos que nunca.

Solomon frunció el ceño ante el tono de su amigo. Las palabras le sonaron como si estuviera repitiéndolas de memoria pero realmente no creyera en ellas. Solomon detuvo su retirada.

—¿No estás un poco preocupado por su procedencia?

—Procede del primarca —dijo Marius, levantando la daga.

—No, me refiero a la droga. No ha venido de Terra, lo sé —dijo Solomon—. De hecho, creo que se ha fabricado aquí mismo. Oí al apotecario Fabius decir algo al respecto antes de ser transferido a la Andronius.

—¿Qué importancia tiene de dónde proceda? —preguntó Marius—. El primarca ha autorizado su uso para aquellos que lo deseen.

—No estoy seguro —admitió Solomon mientras Marius empezó a moverse en círculo a su alrededor—. Tal vez no sea nada, pero no me gusta la idea de meterme en el cuerpo un nuevo producto químico cuando no sabemos cuál es su origen.

Marius rio antes de contestar.

—¿Con todas las modificaciones genéticas que has sufrido en el laboratorio y ahora decides preocuparte por las sustancias químicas que te metes en el cuerpo?

—No es lo mismo, Marius. Fuimos creados a imagen del Emperador como sus guerreros perfectos, así que, ¿para qué necesitamos más?

Marius se encogió de hombros y arremetió con su daga. Solomon la desvió con el arma que le quedaba y gruñó de dolor al notar que algo se rompía en su interior. El combate había acabado.

Tras decidir que su mente se desquiciaría antes de que su cuerpo sanara totalmente, se había dado de alta voluntariamente del apotecarion y había regresado a los barracones de su compañía. Gaius Caphen se había alegrado de verlo, pero Solomon podía adivinar que su subordinado había disfrutado del breve atisbo de mando y fue consciente de que debía considerar conseguirle su propia compañía.

Al pasar los días sin rastro alguno de la Diasporex, se había entrenado intensamente para recuperar sus fuerzas, y había estado visitando a Marius Vairosean para realizar agotadores combates de entrenamiento, en ninguno de los cuales había tenido las fuerzas necesarias para vencer.

—Lord Fulgrim ha dicho que debemos hacerlo —insistió Marius, como si eso diera por cerrado el tema.

—Lo ha hecho, pero aún así no me gusta —jadeó Solomon—. Simplemente, no le veo la necesidad.

—Que lo veas o no es irrelevante —insistió Marius—. Fulgrim ha hablado, y estamos obligados a obedecerle. Nuestro ideal de perfección y pureza procede de Fulgrim, y éste pasa a través de los comandantes generales hasta nosotros, los capitanes de compañía, que somos los responsables de hacer cumplir la voluntad del primarca entre nuestras tropas.

—Todo eso ya lo sé, sin embargo, me parece un error —insistió Solomon, respirando trabajosamente y tirando su arma al suelo—. Ya es suficiente, me rindo. Tú ganas.

Marius asintió.

—Estás recuperando fuerzas cada día que pasa, Solomon.

—No las suficientes —replicó Solomon, que se desplomó sobre la superficie de entrenamiento.

—No, todavía no, pero pronto estarás recuperado del todo, y tal vez entonces me proporcionarás un combate decente —bromeó Marius, sentándose junto a él.

—No te preocupes por eso —le prometió Solomon—. Pronto te daré una paliza.

—No lo harás —ríe replicó Marius sin ironía—. He estado entrenando a la Tercera más duro que nunca antes y estamos en nuestra mejor forma. Ahora soy el mejor, y con la nueva sustancia química seré aún más fuerte y rápido.

Solomon miró a los ojos de su amigo y vio una desesperada ansia para redimirse de su fallo en el atolón. Se levantó y puso la mano sobre el brazo de Marius.

—Escucha, sé que ya sabes lo que te voy a decir, pero te lo diré igualmente.

—No —dijo Marius, negando con la cabeza—, no lo hagas. La Tercera quedó deshonrada, y sólo empeorarás las cosas si tratas de excusar nuestro fracaso.

—No fue un fracaso —dijo Solomon.

—Sí lo fue —replicó Marius—. Si no puedes comprenderlo, tal vez fuiste afortunado de ser derribado antes de llegar allí.

Solomon sintió cómo su cólera crecía.

—¿Afortunado? Casi muero.

—Habría sido más fácil si hubiera muerto —susurró Marius.

—¡No lo dirás en serio!

—Tal vez no, pero el hecho es que la Tercera no logró llegar al punto de encuentro, y hasta que nos redimamos de este fracaso, me voy a asegurar de que mi compañía siga las órdenes del primarca a rajatabla.

—¿Sin importar qué órdenes sean? —preguntó Solomon.

—Exactamente —dijo Marius—. Sin importar qué órdenes sean.