SIETE
HABRÁ OTROS OCÉANOS
RECUPERACIÓN
EL FÉNIX Y LA GORGONA
Había empezado con tímidos intentos, con pequeñas esquirlas de mármol, pero al aumentar su confianza en la visión y al sentir crecer su amargura hacia Bequa Kynska, empezó a golpear el mármol sin ni siquiera pensarlo, como una bestia salvaje. Ostian suspiró bajo su máscara y se apartó un paso del bloque de mármol, apoyándose en el andamiaje metálico que lo rodeaba.
Al pensar en Bequa aferró con más fuerza el metal de su cincel y notó cómo apretaba la mandíbula por la profundidad de su desprecio. La escultura no estaba avanzando tan fácilmente como habría deseado, sus líneas eran más agresivas y duras de lo habitual, pero no podía hacer nada para evitarlo, la amargura era demasiado grande.
Recordó el día en que él y Serena habían paseado cogidos del brazo hasta el embarcadero, con pensamientos felices y despreocupados ante la idea de descubrir un nuevo mundo juntos. Los corredores de la Orgullo del Emperador estaban llenos de excitantes especulaciones tras la victoria de los Hijos del Emperador en Laeran o, como era correcta y formalmente conocido, 28-3.
Serena había ido a buscarlo en el mismo instante en que había llegado la noticia, vestida con un fabuloso traje que Ostian estaba seguro que no era el adecuado para un viaje a un mundo cuya superficie estaba completamente cubierta de agua.
Habían reído y bromeado mientras pasaban por las fabulosas y elevadas galerías de la nave, y se habían unido a más rememoradores a medida que se acercaban al muelle de embarque.
El ambiente era alegre. Los artistas y escultores se mezclaban con escritores, poetas y compositores en un feliz grupo, y astartes protegidos con armaduras los escoltaban hacia sus transportes.
—Somos tan afortunados, Ostian —murmuró Serena, mientras se dirigían hacia las gigantescas compuertas doradas.
—¿Por qué? —preguntó él.
Iba demasiado sumido en el ambiente festivo de la multitud como para darse cuenta de la maligna mirada de Bequa Kynska a su espalda. Por fin iban a ver el océano, y su corazón latía con fuerza al pensar en el magnífico acontecimiento. Se tranquilizó al recordar los escritos del filósofo sumaturano Sahlonum, quién había dicho que el auténtico viaje de descubrimiento no consistía en encontrar nuevos parajes, sino en tener nuevos ojos con que verlos.
—Lord Fulgrim aprecia el valor de lo que estamos haciendo, querido —explicó Serena—. He oído que, en algunas expediciones, los rememoradores tienen suerte si llegan a ver a un guerrero astartes, y ya no digamos el lograr viajar a la superficie de un mundo sometido.
—Bueno, no es como si Laeran pudiera volver a ser hostil —dijo Ostian—. No ha quedado nadie en el planeta. Todos están muertos.
—¡Y en buena hora! He oído que el Señor de la Guerra no ha dejado todavía que ninguno de sus rememoradores baje a la superficie de 63-19.
—No me sorprende —dijo Ostian—. Dicen que aún hay resistencia, así que comprendo muy bien por qué el Señor de la Guerra no deja que baje nadie.
—Resistencia —se burló Serena—. Los astartes pronto la aplastarán. ¿Qué es lo peor que puede pasar? ¿No los has visto? ¡Comparados con nosotros son dioses! ¡Invencibles e inmortales!
—No sé qué decirte —respondió Ostian—. He estado escuchando algunos rumores en La Fenice acerca de una gran cantidad de bajas.
—La Fenice —repitió Serena, chasqueando la lengua—. No deberías hacer caso de nada de lo que escuches en ese nido de víboras, Ostian.
«Eso al menos es cierto», reflexionó Ostian. La Fenice era la zona de la nave que los Hijos del Emperador habían asignado a los rememoradores, un gran teatro en los puentes superiores que servía como espacio de recreo, comedor, sala de exposiciones y lugar para relajarse. Ostian había pasado allí las tardes durante los combates, charlando, bebiendo y comparando ideas con otros artistas. El flujo de creaciones estaba en plena ebullición, y la perspectiva de encontrarse en un medio en que los diseños eran lanzados al aire y aplastados por enconados debates, cada vez adoptando nuevas formas extrañas que su creador ni siquiera había concebido, era algo emocionante y adictivo.
Si, La Fenice fomentaba las ideas, pero cuando el vino corría, también era una fuente de escándalos e intrigas. Ostian sabía que era imposible poner tanta gente con predisposición artística en un mismo lugar sin que se generaran óperas basadas en rumores obscenos, algunos indudablemente ciertos, pero muchos totalmente equivocados, calumniosos y absolutamente demenciales.
Pero las historias que habían surgido respecto a la ferocidad de los combates en Laeran tenían una aura de verdad. Trescientos astartes muertos era lo que decía la gente, pero otros elevaban esta cifra hasta setecientos, y posiblemente seis veces ese número en heridos.
Aquellas cifras eran totalmente imposibles de creer, pero Ostian no podía dejar de preguntarse por el tremendo poder desplegado para destruir toda una civilización en un mes. Sin duda era cierto que los astartes que había visto por la nave estaban más sombríos, pero ¿de verdad que las bajas podían ser tan cuantiosas?
Todos los pensamientos sobre los astartes muertos ya se habían desvanecido para cuando él y Serena llegaron al muelle de embarque tras atravesar las grandes compuertas que lo separaban del resto de la nave. Ostian quedó boquiabierto ante las dimensiones y el ruido del lugar; el techo se perdía en la oscuridad, y los servidores y las naves de su extremo más lejano parecían minúsculos a causa de la distancia. La fría oscuridad del espacio era visible a través de un parpadeante rectángulo de luces rojas que indicaban el límite del campo de integridad, y Ostian se estremeció, aterrorizado ante la idea de lo que sucedería si éste fallaba.
Las amenazantes Stormbird y Thunderhawk estaban situadas en los pontones de lanzamiento que recorrían toda la longitud del gigantesco muelle, con sus cascos púrpura y dorado brillantes y relucientes, pues eran cuidados como si fueran los mejores sementales de la cuadra.
Numerosos trenes de suministro serpenteaban por el muelle, transportando cajas de munición, estantes de misiles y cisternas de combustible. Y tripulantes con uniformes de brillantes colores dirigían el caos con un control y una tranquilidad que Ostian encontró sorprendente. Dondequiera que mirara vería actividad, el zumbido de una flota que acababa de estar en una guerra, la ensordecedora maquinaria de muerte convertida en algo mecánico y prosaico por la repetición.
—Cierra la boca, Ostian —le dijo Serena, sonriendo ante su asombro.
—Lo siento —musitó. Pero siguió encontrando nuevas maravillas a cada paso: gigantescas grúas que levantaban vehículos blindados con sus garras mecánicas como si no pesaran en absoluto, y falanges de guerreros astartes marchando, entrando y saliendo con una perfecta sincronización de las cañoneras.
Sus escoltas los mantenían en línea, y Ostian pronto reconoció el intrincado ballet de movimiento que tenía lugar en el muelle de embarque sin el cual ese lugar habría sido una pesadilla de colisiones y anarquía. Donde anteriormente había una irreverente atmósfera entre los rememoradores, toda frivolidad había sido abandonada al ser conducidos por el muelle de embarque hacia un bello y gigantesco guerrero astartes y un par de encapuchados iteradores que se encontraban sobre un podio cubierto con una tela púrpura. Reconoció al marine espacial como el primer capitán Julius Kaesoron, el guerrero que había acudido al recital de Bequa Kynska, pero era la primera vez que veía a los iteradores.
—¿Por qué están aquí los iteradores? —susurró Ostian—. ¿Seguro que no queda población a la que controlar?
—No están aquí por los laer —dijo Serena—. Están aquí por nosotros.
—¿Por nosotros?
—Así es. Aunque lord Fulgrim nos tiene en gran consideración, supongo que quiere asegurarse de que vemos las cosas que tenemos que ver y que diremos lo que tenemos que decir cuando regresemos. Estoy seguro de que recuerdas al capitán Julius, y el hombre de la izquierda, el de la calva incipiente, es Ipolida Zigmanta, un tipo bastante decente. En mi opinión le gusta demasiado el sonido de su propia voz, pero supongo que es un riesgo profesional cuando se es iterador.
—¿Y la mujer? —preguntó Ostian, a quien le picó la curiosidad el asombroso rostro de la mujer del pelo oscuro, más oscuro que un ala de cuervo.
—Esa —dijo Serena— es Coraline Aseneca. Es una arpía: actriz, iteradora y una mujer muy bella. Tres razones para no confiar en ella.
—¿Qué quieres decir? Los iteradores están aquí para propagar la palabra de la Verdad Imperial.
—Sí que están para eso, querido, pero hay algunas que únicamente emplean las palabras con intención de ocultar sus pensamientos.
—Bueno, parece razonablemente agradable.
—Querido, tú, de entre todos nosotras, deberías saber mejor que nadie que la belleza no lo es todo. Alguien con el semblante de Hephaestus puede tener el alma más bella, mientras que alguien con el encanto de Cytherea puede albergar un corazón amargado.
—Cierto —afirmó Ostian, que miró por encima del hombro el pelo azul de Bequa Kynska y recordó sus intentos de seducirlo. Se volvió hacia Serena—. Si eso es así, Serena, ¿cómo puedo confiar en ti, que eres una mujer muy bella?
—Puedes confiar en mí porque soy una artista, y por tanto busco la verdad en todas las cosas, Ostian. Una actriz busca ocultar su cara real a la audiencia, y proyectar únicamente lo que ella quiere que vean.
Ostian soltó una risita ahogada y volvió a mirar la plataforma en la que el capitán Julius Kaesoron empezó a hablar. Su voz era profundamente musical, digna de un iterador.
—Honorables rememoradores, mi corazón se alegra de veros aquí hoy, pues vuestra presencia es un recordatorio de que mis hermanos guerreros y yo hemos conquistado Laeran. La lucha ha sido dura, no voy a negarlo, y ha puesto a prueba los limites de nuestra resistencia, pero eso sólo nos ayuda a seguir en nuestra búsqueda de la perfección. Tal y como el comandante general Eidolon nos enseña, siempre necesitamos un rival contra el que podamos poner a prueba nuestro poder. Habéis sido seleccionados, como eminentes documentalistas y cronistas de nuestra expedición, para bajar a la superficie de este nuevo mundo del Imperio y contar a los demás lo que habéis visto.
Ostian sintió cómo su pecho se henchía de un insólito orgullo ante la alabanza que el astartes les había dedicado, sorprendido por la elocuencia con que el guerrero había pronunciado su discurso.
—Laeran todavía es una zona de guerra y, mientras las unidades del comandante general Fayle Palatines aseguran el planeta, he de advertiros que veréis pruebas de esta guerra y del crudo y sangriento final de la matanza. No temáis, pues para hablar de la verdad de la guerra debéis verla en toda su gloria y brutalidad. Experimentaréis todas las sensaciones de la historia para que tengan trascendencia. Cualquiera que piense que su sensibilidad puede resultar herida ante estas visiones que nos los diga, y será excusado de su deber.
Nadie se movió, ni Ostian esperaba que nadie lo hiciera. Ver la superficie de un nuevo mundo era demasiado tentador para que alguien pudiera resistirse, y pudo ver en la cara de Kaesoron que éste pensaba lo mismo.
—Entonces empezaremos con la asignación de transportes —dijo Kaesoron, mientras los dos iteradores descendían de la plataforma para dirigirse hacia los rememoradores con placas de datos, comprobaron los nombres con los de su lista y los dirigieron hacia los transportes asignados para llevarlos a la superficie del planeta.
Coraline Aseneca se movió hacia él, y su pulso se aceleró al apreciar en su plenitud su gran belleza, escultural, elegante y con un pelo tan oscuro como una mancha de petróleo. Sus labios estaban pintados de un exquisito color púrpura, y los ojos le centelleaban con una luz interior que era una indicación de que se trataba de unos implantes cibernéticos muy costosos.
—¿Cuáles son sus nombres? —preguntó ella.
Ostian se quedó sin palabras ante el fluido y sedoso sonido de su voz. Sus palabras flotaban hacia él como el humo, cálidas y haciéndole parpadear mientras trataba de recordar su nombre.
—Su nombre es Ostian Delafour —dijo Serena con arrogancia—, y el mío es Serena d’Angelus.
Coraline comprobó la lista y asintió.
—Ah, sí, señorita d’Angelus, usted viajará en la Vuelo de Perfección, la cañonera que hay justo allí.
Se dio la vuelta para seguir andando, pero Serena la cogió de la rúnica y le preguntó:
—¿Y mi amigo?
—Delafour… sí —dijo Coraline—. Mucho me temo que su invitación para la superficie ha sido revocada.
—¿Revocada? —preguntó Ostian—. ¿De qué está hablando? ¿Por qué?
Coraline negó con la cabeza.
—No lo sé. Todo lo que sé es que no tiene permiso para visitar 28-3.
Sus palabras fueron seductoramente pronunciadas, pero le atravesaron el corazón como cuchillos ardiendo.
—No lo entiendo. ¿Quién revocó mi invitación?
Coraline comprobó la lista con una mirada exasperada.
—Aquí dice que el capitán Kaesoron la revocó por consejo de la señorita Kynska. Eso es todo lo que puedo decirle. Y ahora, si me disculpan…
La bella iteradora siguió su camino, y Ostian quedó aturdido y sin palabras ante la magnitud de la malicia de Bequa Kynska. Miró hacia arriba desde el muelle, a tiempo de verla subir a la rampa de embarque de una Stormbird mientras le enviaba un beso burlón desde la palma de la mano.
—¡Maldita zorra! —gritó, apretando los puños—. No me lo puedo creer.
Serena le apoyó la mano en el brazo.
—Esto es ridículo, querido, pero si no puedes ir, yo tampoco lo haré. Ver Laeran no significa nada si no estás a mi lado.
Ostian hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No, tú debes ir. No pienso permitir que esa loca del cabello azul nos arruine el placer a los dos.
—Pero yo quería enseñarte el océano.
—Habrá otros océanos —dijo Ostian, mientras luchaba por mantener su amarga decepción bajo control—. Ahora vete, por favor.
Serena asintió lentamente y le tocó la mejilla. De forma impulsiva, Ostian le cogió la mano y se inclinó para besarla. Sus labios rozaron su maquillada mejilla. Ella sonrió antes de contestarle.
—Te lo contaré todo con todo tipo de nauseabundos detalles cuando vuelva, te lo prometo.
Ostian la vio abordar la cañonera antes de ser escoltado de vuelta a su estudio por un par de guerreros astartes de rostro torvo.
Allí empezó a atacar el mármol con rabia.
* * *
Las planchas de los muros y el techo del compartimiento médico estaban desnudas y brillantes. Los siervos y los esclavos del apotecario Fabius mantenían inmaculadamente sus superficies limpias. Mirándose en ellas día y noche, Solomon sentía que estaba volviéndose loco allí tendido mientras sus huesos se curaban, incapaz de ver nada que no fuera una blancura total. No lograba recordar cuánto tiempo había pasado desde que la Stormbird había caído al océano durante el ataque final al atolón laer, pero le parecía una eternidad. Sólo recordaba el dolor y la oscuridad tras haber desactivado, para mantenerse vivo, la mayor parte de sus funciones vitales hasta que la nave de rescate había sacado su cuerpo roto de entre los restos.
Cuando recuperó la conciencia en el apotecarion de la Orgullo del Emperador, Laeran hacía mucho que había sido conquistado, pero el coste de la victoria había sido terriblemente alto. Los apotecarios y los sirvientes médicos corrían arriba y abajo del lugar para atender a los enfermos con diligencia, y luchaban para asegurarse de que el máximo número de ellos regresara al servicio activo en el menor tiempo posible.
El apotecario Fabius lo había atendido personalmente, y le estaba muy agradecido por sus atenciones, pues sabía que era uno de los mejores cirujanos de la legión. Las filas de camillas estaban ocupadas por unos cincuenta guerreros astartes heridos. Solomon jamás había pensado ver tantos de sus hermanos de batalla en ese estado.
Nadie le quiso decir cuántos de sus hermanos astartes había en las otras salas médicas.
La visión lo deprimía. Quería salir de aquel lugar lo antes posible, pero todavía no había recuperado las fuerzas y todo el cuerpo le dolía terriblemente.
—El apotecario Fabius me ha dicho que estarás de regreso a las jaulas de entrenamiento antes de lo que te piensas —le dijo Julius, al adivinar sus pensamientos—. Después de todo, no son más que unos cuantos huesos.
Julius Kaesoron había estado sentado junto a él en un taburete metálico desde que Solomon se había despertado por la mañana. Su armadura estaba reluciente y pulida después de que los artificieros de la legión hubieran reparado todos los daños causados durante los combates. Nuevos honores escritos en largas tiras de vellón color crema estaban unidos a sus hombreras con sellos de cera roja.
—¡Sólo unos cuantos huesos, dices! —le replicó Solomon—. En el impacto me rompí todas las costillas, ambas piernas y brazos y me fracturé la cabeza. Los apotecarios dicen que es un milagro que sea capaz de andar, y mi armadura estaba al límite de su capacidad de aire cuando las naves de rescate finalmente me encontraron.
—Jamás estuviste en auténtico peligro —dijo Julius mientras Solomon se incorporaba dolorosamente en la cama—. ¿Qué era lo que dijiste? ¿Qué los dioses de la batalla no podían dejarte morir de forma estúpida en un planeta como Laeran? Bien, no lo hicieron, ¿verdad?
—No —se quejó Solomon—, supongo que no. Pero tampoco me dejaron participar en la batalla final. Me perdí toda la diversión, mientras que tú obtuviste toda la gloria junto al Fénix.
Vio como una sombra cruzaba la cara de Julius.
—¿Qué pasa? —dijo.
Julius se estremeció.
—No estoy seguro, es sólo… es sólo que no estoy seguro que hubieras querido estar junto al primarca al final de todo. Fue… algo antinatural lo que ocurrió en ese templo.
—¿Antinatural? ¿Y eso qué significa?
Julius miró a su alrededor, como si comprobara que nadie podía estar escuchando, antes de contestar.
—Es difícil de explicar, Sol, pero sentí… sentí como si el templo estuviera vivo, o que algo en él estuviera vivo. Suena estúpido, ¿no?
—¿El templo estaba vivo? Tienes razón, suena estúpido. ¿Cómo puede un templo estar vivo? No es más que un edificio.
—No tengo ni idea —admitió Julius—. Pero eso es lo que sentí. No sé de qué otra forma describirlo. Fue horrible, pero al mismo tiempo magnífico: los colores, el ruido y los aromas. Aunque en ese momento los odiaba, desde entonces los he estado recordando con nostalgia. Todos mis sentidos resultaron estimulados y me sentí… revigorizado por la experiencia.
—Suena como si debiera probarlo —dijo Solomon—. Me iría bien revigorizarme.
—Incluso regresé con los rememoradores —se rio Julius, aunque Solomon fue capaz de notar la confusión en su interior—. Pensaron que era un gran honor que los acompañara, pero no era por ellos, estaba allí por mí. Tenía que verlo una vez más, y no sé por qué.
—¿Qué dice Marius de todo ello?
—El nunca lo ha visto —dijo Julius—. La Tercera nunca llegó al templo. Para cuando lograron abrirse paso, la batalla había terminado. Regresaron directamente a la Orgullo del Emperador.
Solomon cerró los ojos, sabiendo la angustia que Marius debía de haber sentido al llegar al campo de batalla y descubrir que ya se había alcanzado la victoria. Había oído que la Tercera no había logrado llegar al campo de batalla según lo meticulosamente planeado por el primarca, y sabía que su amigo debía de estar sufriendo terribles tormentos sólo de pensar que no había cumplido con su deber.
—¿Cómo está Marius? —preguntó al cabo de un momento—. ¿Has hablado con él?
—No mucho —respondió Julius—. Se ha mantenido confinado por voluntad propia en los puentes de entrenamiento, trabajando con su compañía día y noche para que no vuelvan a fallar. Tanto él como sus guerreros están avergonzados, pero Fulgrim los ha perdonado.
—¿Los ha perdonado? —preguntó Solomon, repentinamente furioso—. Por lo que he oído, la zona sur era la que estaba más defendida de todo el atolón, y muchas de sus fuerzas de asalto fueron derribadas por el camino, así que no tenían ninguna posibilidad de llegar hasta Fulgrim a tiempo.
Julius asintió.
—Tú lo sabes, y yo lo sé, pero trata de decírselo a Marius. Por lo que a él se refiere, la Tercera falló en el cumplimiento de su deber, y debe luchar con el doble de ahínco para recuperar su honor.
—Debería saber que era totalmente imposible que pudiera reunirse con el primarca a tiempo.
—Posiblemente, pero ya conoces a Marius —señaló Julius—. Piensa que debería haber encontrado la forma de vencer a un enemigo abrumadoramente superior.
—Habla con él, Julius —dijo Solomon—. Lo digo en serio, ni sabes cómo puede llegar a obsesionarse.
—Hablaré con él más tarde —respondió Julius, levantándose del taburete—. Él y yo formamos parte de la delegación que va a encontrarse con Ferrus Manus cuando venga a bordo de la Orgullo del Emperador.
—¿Ferrus Manus? —exclamó Solomon, sentándose de golpe y doblándose de dolor al tirarle las heridas—. ¿Va a venir?
Julius le apoyó una mano en el hombro.
—Tenemos que reunimos con la 52.ª Expedición dentro de seis horas, y el primarca de los Manos de Hierro va a subir a bordo. Fulgrim y Vespasian quieren que algunos de los capitanes más veteranos formen parte de la delegación.
Solomon trató de incorporarse una vez más y sacó las piernas de la cama. Su visión se enturbió y tuvo que sostenerse con fuerza al armazón de la cama mientras las brillantes paredes de la sala se volvían enfermizamente cegadoras.
—Debo estar allí —dijo vacilantemente.
—No estás en condiciones de estar en ningún otro lugar que no sea aquí, amigo mío —dijo Julius—. Caphen representará a la Segunda. El tuvo suerte, logró salir de la colisión con unos pocos arañazos y contusiones.
—Caphen —dijo Solomon, que volvió a hundirse en la cama. Él era un astartes, invencible e inmortal, y esa debilidad le era totalmente ajena—. Vigílale. Es un buen chico, pero a veces es demasiado bruto.
Julius rio antes de contestar.
—Duerme un poco, Solomon, ¿entendido? ¿O es que al estrellarte también se te rompió el cerebro?
—¿Dormir? —dijo Solomon mientras se desplomaba nuevamente en la cama—. Ya dormiré cuando esté muerto.
* * *
El muelle de embarque superior había sido designado como el lugar donde se recibiría a la delegación de los Manos de Hierro, y Julius estaba muy emocionado ante la perspectiva de ver a Ferrus Manus. Los Hijos del Emperador no habían vuelto a luchar junto a la X Legión desde los sangrientos campos de Tygriss, y Julius todavía recordaba los gritos de triunfo y las piras victoriosas con gran orgullo.
Llevaba su capa marfileña con los bordes decorados con hojas y águilas escarlata, así como un laurel de oro ceñido a la frente. Sostenía el yelmo bajo el brazo, igual que sus hermanos que esperaban junto a él para recibir a Ferrus Manus. Marius se encontraba a su izquierda, con sus adustos rasgos ocultos tras una sombría expresión que destacaba entre las emocionadas caras de los expectantes Hijos del Emperador. Julius pensó que Solomon tendría razón, decidió, tenía que vigilar a su hermano e intentar sacarlo del pozo de autocompasión en el que se había hundido.
En contraste, Gaius Caphen apenas podía contener su excitación. Cambiaba el peso del cuerpo de un pie al otro, incapaz de creer la suerte que tenía por haber escapado indemne del choque que había dejado gravemente herido a su capitán y así ser seleccionado para unirse a esta augusta asamblea. Otros cuatro capitanes formaban el resto del comité de bienvenida: Xiandor, Tyrion, Anteus y Hellespon. Julius conocía a Xiandor razonablemente bien, pero a los demás únicamente los conocía por su reputación.
El comandante general Vespasian hablaba tranquilamente con el primarca, que estaba resplandeciente con su armadura de combate completa y la alada gorguera dorada sobresaliendo por encima de sus hombros hasta el nivel de su alto yelmo. La capucha de láminas le caía sobre las hombreras de la armadura como una cascada resplandeciente.
Ceñía la espada dorada Filo de fuego, y Julius se sintió enormemente feliz de ver esa espada al cinto de Fulgrim, y no la espada argéntea que había encontrado en el templo de los laer.
Detrás de ellos, la tremendamente curva proa de la Pájaro de Fuego observaba la escena. La nave de asalto del primarca mostraba una capa de pintura fresca después de la accidentada entrada en la atmósfera de Laeran.
Vespasian asintió a lo que fuera que Fulgrim le estaba diciendo, y se dio la vuelta para dirigirse hacia los capitanes de compañía. Su cara mostraba una expresión de serena diversión.
Vespasian era todo lo que Julius siempre había deseado ser como guerrero: controlado, grácil y totalmente letal. Su pelo dorado era corto y expresamente rizado, y sus rasgos eran la viva imagen de lo que los astartes debían ser: regios, angelicales y severos. Julius había luchado junto a Vespasian en innumerables campos de batalla, y los guerreros que dirigía aseguraban que su poderío era similar al del primarca. Aunque todos sabían que tal aseveración era broma, servía para motivar a sus guerreros para realizar hazañas de mayor valor y fuerza para tratar de emular a su comandante.
Vespasian también era extremadamente simpático, pues sus increíbles habilidades como guerrero y comandante estaban atemperadas por una rara humildad que hacía que gustara inmediatamente a los demás. Siguiendo la doctrina de los Hijos del Emperador, los guerreros que seguían a Vespasian imitarían su ejemplo en cualquier cosa, y lo utilizarían como modelo de cómo se puede alcanzar la perfección por medio de la pureza de la determinación.
Vespasian recorrió la línea de capitanes, asegurándose de que todo estaba en orden y de que sus capitanes honrarían a la legión. Se detuvo ante Gaius Caphen y sonrió.
—Seguro que aún no eres capaz de creerte la suerte que has tenido, Gaius —dijo Vespasian.
—No, señor —le contestó Caphen.
—No me dejarás en mal lugar, ¿verdad?
—¡No, señor! —repitió Caphen.
Vespasian le palmeó con el guantelete en la hombrera.
—Buen chico. Me he fijado en ti, Gaius. Espero que consigas grandes gestas en la próxima campaña.
Caphen sonrió, orgulloso, mientras el comandante general se movía para colocarse entre Julius y Marius. Saludó con un breve movimiento de cabeza al capitán de la Tercera y se inclinó para susurrarle algo a Julius mientras las luces rojas de la integridad del campo empezaban a centellear.
—¿Estás preparado para esto? —le preguntó el comandante general.
—Lo estoy —replicó Julius.
Vespasian asintió.
—Eres un buen hombre. Al menos uno de nosotros lo es.
—¿Está tratando de decirme que usted no lo es? —preguntó Julius con una sonrisa.
—No —sonrió Vespasian—, pero no todos los días nos encontramos en presencia de dos seres como éstos. Ya he pasado suficientes apuros en presencia de lord Fulgrim al intentar no mirarle como un boquiabierto mortal como para tener dos de ellos en la misma estancia…
Julius asintió. El puro magnetismo de los primarcas era algo a lo que costaba un gran esfuerzo acostumbrarse. La fuerza de sus personalidades y su carisma eran capaces de dejar a hombres acostumbrados a luchar contra los peores horrores de la galaxia temblando y paralizados de miedo. Julius recordaba perfectamente su primer encuentro con Fulgrim, un encuentro algo angustioso en el que no fue capaz ni de recordar su propio nombre cuando el primarca se lo preguntó.
La presencia de Fulgrim humillaba a un hombre con sus flaquezas y exponía todas sus imperfecciones, pero como Fulgrim le había dicho después de ese primer encuentro: «Ésa es la verdadera perfección del hombre, encontrar sus propias imperfecciones y eliminarlas».
—¿Alguna vez os habéis encontrado con el primarca de los Manos de Hierro? —quiso saber Julius.
—Sí que lo he hecho —dijo Vespasian—. En muchos aspectos me recuerda al Señor de la Guerra.
—¿Y eso?
—Nunca has estado ante el Señor de la Guerra, ¿verdad?
—No —dijo Julius—, aunque lo vi cuando la legión marchó hacia Ullanor.
—En ese caso, lo entenderás cuando estés en su presencia, muchacho —dijo Vespasian—. Ambos proceden de mundos que forjan el alma a fuego. Sus corazones están forjados a fuego y acero, y la sangre de Medusa corre por las venas de Gorgona, fundida, impredecible y violenta.
—¿Por qué llamas Gorgona a Ferrus Manus?
Vespasian se rio entre dientes mientras la inmensa forma de una Stormbird considerablemente modificada atravesaba el campo de integridad. Su casco negro como la medianoche resplandecía con las gotas de condensación. Los motores rugieron cuando la nave giró. Su increíble tamaño estaba incrementado por sistemas de misiles y compartimentos adicionales de almacenaje instalados en la parte posterior.
—Algunos dicen que es una referencia a una antigua leyenda de la Hegemonía Olímpica —dijo Vespasian—. La Gorgona era una bestia tan increíblemente fea que sólo con mirarla un hombre podía convertirse en piedra.
Julius quedó horrorizado por el poco respeto implícito en dicho término.
—¿Y la gente puede insultar de esa forma al primarca?
—No te preocupes, muchacho —dijo Vespasian—. Creo que a Ferrus Manus en realidad le divierte el nombre, pero, en cualquier caso, no es de aquí de donde procede tal denominación.
—¿De dónde procede pues?
—Es un antiguo mote que nuestro primarca le puso hace mucho tiempo —dijo Vespasian—. Al contrario que Fulgrim, Ferrus Manus no se preocupa por el arte, la música o cualquier otro pasatiempo cultural de los que nuestro primarca disfruta. Se dice que después del encuentro entre ambos en el monte Narodnya, regresaron al Palacio Imperial, a donde Sanguinius había regresado portando regalos para el Emperador: exquisitas estatuas hechas con las rocas brillantes de Baal, valiosas gemas y maravillosos artefactos de aragonito, ópalo y turmalina. El señor de la Legión de los Ángeles Sangrientos había traído suficientes regalos para llenar una docena de alas del palacio con las mayores maravillas imaginables.
Julius quería que Vespasian llegara a la conclusión de su historia, pues la Stormbird de los Manos de Hierro acababa de aterrizar con un pesado golpe de sus patines.
—Evidentemente, Fulgrim quedó maravillado al descubrir que otro de sus hermanos compartía su amor por la más increíble belleza, pero Ferrus Manus no se impresionó y dijo que esas cosas eran una pérdida de tiempo cuando todavía quedaba una galaxia llena de planetas por conquistar. Me han dicho que Fulgrim se rio y afirmó que era una terrible gorgona, y dijo que si no apreciaba la auténtica belleza jamás apreciaría las estrellas que iba a conquistar para su padre.
Julius sonrió ante la historia de Vespasian, preguntándose cuánta parte de ella era cierta y cuánta apócrifa. Ciertamente encajaba con lo que había oído sobre el primarca de los Manos de Hierro. Todos los pensamientos acerca de gorgonas y otras historias quedaron olvidados cuando la rampa de asalto frontal de la Stormbird bajó y el primarca de los Manos de Hierro descendió por ella seguido de un guerrero de rasgos duros y un cuarteto de exterminadores con la armadura del color del hierro sin pintar.
Su primera impresión de Ferros Manus fue que era una gran masa. El primarca de los Manos de Hierro era un gigante brutalmente duro. Su altura y corpulencia contrastaba con la esbelta figura de Fulgrim. Su armadura brillaba como el ónice más oscuro, el guantelete que llevaba sobre una hombrera era de hierro bruñido, y una capa de brillante cota de malla oscilaba tras él al andar. Un monstruoso martillo colgaba a su espalda, y Julius comprendió que se trataba de la temible Rompeforjas, el arma que Fulgrim había forjado para su hermano.
Ferrus Manus no llevaba casco, y su curtida cara era como un bloque de granito, cruzado por las cicatrices de dos siglos de guerra entre las estrellas. Al ver a su hermano primarca, su cara seria se transformó con una cálida sonrisa de bienvenida. El súbito cambio era casi inconcebible al ser tan diametralmente opuesto.
Julius se arriesgó a mirar a Fulgrim, vio que la sonrisa se reflejaba también en la cara de su propio primarca y, antes de que pudiera darse cuenta, él también estaba sonriendo como un tonto.
Ver una hermandad tan sincera entre aquellos dos increíbles semidioses guerreros le alegró el corazón. El primarca de los Manos de Hierro extendió los brazos, y Julius notó como su mirada se veía atraída hacia las brillantes manos que centelleaban como si estuvieran cromadas bajo la severa iluminación del muelle de embarque.
Fulgrim se adelantó para recibir a su hermano, y ambos guerreros se abrazaron como amigos largo tiempo separados que, de repente, se reencuentran por sorpresa. Ambos rieron con gusto al encontrarse, y Ferrus Manus le palmeó la espalda a Fulgrim con gran fuerza.
—¡Cómo me alegra verte, hermano! —rugió Ferrus Manus—. ¡Por el Trono que te he echado de menos!
—¡Y tú eres una visión muy agradable para estos irritados ojos, Gorgona! —le respondió Fulgrim.
Ferrus Manus se separó un poco de Fulgrim, aunque todavía lo sujetaba por los hombros, y observó a los que habían venido a recibirlo. Soltó los hombros de su hermano primarca y juntos se dirigieron hacia los capitanes de los Hijos del Emperador. Julius aguantó la respiración ante la proximidad de Ferrus Manus. El primarca era mucho más alto que él, como un gigante de las antiguas leyendas.
—Vos lleváis los colores del primer capitán —dijo Ferrus Manus—. ¿Cuál es vuestro nombre?
Julius se acordó del primer terrible encuentro cara a cara con Fulgrim; temió que se repitiera la humillante experiencia, pero al ver la divertida expresión de éste, obligó a su voz a adoptar un tono metálico.
—Soy Julius Kaesoron, capitán de la Primera, mi señor.
—Encantado, capitán —dijo Ferrus Manus, cogiéndole la mano y estrechándosela de forma entusiasta mientras con la mano libre hacía señas al guerrero de los rasgos duros que lo había acompañado desde la Stormbird—. He oído grandes cosas de vos.
—Gracias —logró decir Julius antes de acordarse de añadir—, mi señor.
Ferrus Manus se echó a reír.
—Este es Gabriel Santar, capitán de mis veteranos y el hombre que ha tenido la desgracia de servirme como palafrenero mayor. Creo que deberíais conoceros mutuamente. ¿Si no conoces a una persona, cómo puedes confiarle la vida?
—Bueno, eso es cierto —dijo Julius, poco acostumbrado a tanta informalidad en sus superiores.
—Él es mi mejor hombre, Julius, y espero que aprendas mucho de él.
Julius se encrespó ante el insulto implícito.
—Como espero que él lo haga de mí.
—Oh, de eso no tengo ninguna duda —dijo Ferrus Manus.
Julius se sintió de repente como un tonto al percibir un destello de malicia en sus extraños ojos plateados. Su mirada pasó del primarca a Santar, y vio un mudo respeto al mirarse mutuamente de la forma en que lo hacen los grandes guerreros al preguntarse quién es el mejor de los dos.
—¡Suerte que todavía sigues vivo, Vespasian! —dijo Ferrus Manus al separarse de Julius para darle un abrazo de oso al comandante general—. ¡Y la Pájaro de Fuego! ¡Hace mucho que no he visto volar al fénix!
—Pronto lo verás, hermano, y mucho —le prometió Fulgrim.