SEIS
DIASPOREX
CORAZÓN ARDIENTE
JÓVENES DIOSES
Por mucho que odiara en lo que se habían convertido, el capitán Balhaan, de la Legión de los Manos de Hierro no podía dejar de admirar la habilidad de los capitanes de la Diasporex. Habían logrado evadir durante casi cinco meses a las naves de la X Legión en el sistema Carollis del cúmulo Bipliegue Menor con una eficacia muy superior a los capitanes más veteranos de los Manos de Hierro.
Eso iba a cambiar ahora que la Ferrum y su pequeña compañía de naves de escolta habían logrado aislar un par de naves de la gran masa de la flota enemiga y conducirlas hacia los anillos gaseosos de la estrella Carollis, donde todo aquello había empezado.
Ferrus Manus, el primarca de los Manos de Hierro, había dicho amargamente que era una tragedia motivada por sus propias acciones lo que conduciría a la destrucción de la Diasporex. Habían captado la atención de la 52.ª Expedición de forma casi accidental cuando las naves de reconocimiento avanzado habían atravesado los límites occidentales del cúmulo y habían detectado unas transmisiones inusuales.
Esa región del espacio estaba formada por tres sistemas. Dos de ellos contenían mundos habitables que habían sido acogidos bajo la protección imperial con una mínima resistencia. Las naves sonda remotas habían revelado la existencia de otro sistema, más hacia el interior del cúmulo, con el potencial de albergar vida, y al principio se había supuesto que esas transmisiones procedían de esta región del espacio. Antes de ordenar un avance en masa se habían vuelto a detectar esas transmisiones inusuales, pero esta vez en el espacio imperial alrededor de la estrella Carollis.
El primarca de los Manos de Hierro ordenó inmediatamente a los oficiales de la expedición exploradora que localizaran el origen de las transmisiones, con lo cual se dedujo que una flota desconocida de tamaño considerable se encontraba dentro del espacio imperial. Ninguna otra expedición estaba operando en las proximidades, y ninguno de los mundos recién sometidos poseía flotas de consideración, por lo que Ferrus Manus ordenó a continuación que se encontraran y eliminaran los intrusos antes de iniciar un nuevo avance.
Y así fue como empezó la cacería.
Balhaan permanecía de pie junto al atril de hierro que le servía de puesto de mando en la Ferrum, un crucero de batalla de tamaño medio que había servido fielmente en las fuerzas de la 52.ª Expedición durante al menos un siglo y medio. La nave había estado bajo el mando de Balhaan durante sesenta de esos años, y él se enorgullecía de tener la mejor nave y la mejor tripulación de la flota, pues cualquier cosa inferior a lo mejor era una debilidad que no pensaba tolerar.
Nombrado así en honor al primarca de la X Legión, Ferrus Manus, el puente de la Ferrum era austero y espartano, y todas sus superficies relucían de un modo prístino. Aunque habían elementos ornamentales, se habían mantenido al mínimo, y la nave estaba casi igual que cuando se botó en los astilleros marcianos. Era una nave rápida, del tipo perfecto para servir como cazador de esta flota desconocida.
La cacería había resultado ser muy problemática, pues era evidente que la flota enemiga no deseaba ser descubierta. Sin embargo, finalmente se descubrió el origen de la misteriosa flota cuando la barcaza de combate Voluntad de Hierro localizó accidentalmente un grupo de naves y las interceptó antes de que pudieran escapar.
Para sorpresa y disfrute del considerable contingente del Adeptus Mechanicus de la expedición, las naves resultaron ser de origen humano, y al interrogar a los tripulantes supervivientes se había descubierto que las naves formaban parte de una gran aglomeración de naves, que los tripulantes capturados denominaron Diasporex, pertenecientes a una era muy antigua de Terra.
Balhaan era un aplicado estudioso de la historia de la antigua Tierra, y había leído mucho acerca de la era dorada de las exploraciones, miles de años antes de que los oscuros tiempos de la Vieja Noche descendieran sobre la galaxia, cuando la humanidad había emigrado desde la Tierra a bordo de gigantescas flotas de colonización. El propósito principal de la Gran Cruzada era recuperar lo que había sido conseguido por esos primeros pioneros y posteriormente perdido en la anarquía de la Era de los Conflictos. Esas antiguas flotas eran legendarias, pues habían llevado a los hijos de Terra hasta los extremos más remotos de la galaxia.
Encontrarse con sus descendientes fue considerado providencial por el propio Ferrus Manus.
Con la información obtenida de la tripulación capturada se estableció contacto con esos hermanos de la antigüedad, pero para disgusto de la 52.ª Expedición, a lo largo de los milenios la Diasporex había incorporado muchos elementos incongruentes en su formación. Las antiguas naves humanas viajaban junto a astronaves pertenecientes a una amplia variedad de razas alienígenas, y en vez de rechazar esa contaminación, como había ordenado el Emperador, los capitanes de la Diasporex las habían acogido entre sus filas, y formaban una armada cooperativa que surcaba conjuntamente la oscuridad del espacio.
Con el espíritu de perdonar a los hermanos, Ferrus Manus se había ofrecido generosamente a repatriar a los miles de humanos que formaban la Diasporex a mundos leales, siempre y cuando se sometieran al gobierno del Emperador de la Humanidad. La oferta del primarca fue rápidamente rechazada y se cortaron todas las comunicaciones.
Ante tal insulto a la voluntad del Emperador, Ferrus Manus no tuvo otra elección que conducir la 52.ª Expedición a una legítima guerra contra la Diasporex.
Balhaan y la Ferrum eran la vanguardia de la guerra del primarca, y ahora había tenido el honor de atacar a los humanos que habían osado darle la espalda al Emperador del emergente Imperio. Balhaan era, al igual que la nave que comandaba, severo e inmisericorde, como correspondía a un guerrero del clan Kaargul. Había dirigido una flota de naves en los gélidos mares de Medusa desde su decimoquinto invierno, y conocía los caprichos temperamentales del mar mejor que cualquier otro hombre. Nadie que hubiera servido con él habría osado jamás cuestionar sus órdenes, y nadie le había fallado jamás.
Su armadura MK-IV estaba pulida para mostrar su lustroso negro, y una capa de lana blanca bordada en plata le colgaba hasta las rodillas. Una rebanadora pielverde le había amputado el brazo izquierdo treinta años antes, y un flenser deuthritiano el derecho hacía apenas un año. Ahora ambos brazos eran elementos cibernéticos de hierro bruñido, pero Balhaan apreciaba sus miembros mecánicos, pues la carne, incluso la carne de un astartes, era débil y podía llegar a fallarle.
Para él recibir la Bendición del Hierro era motivo de alegría, no una maldición.
Un bullicio afanoso llenó el puente con un zumbido, y Balhaan permitió aquel ajetreo emocionado de la tripulación, pues la Ferrum iba a tener el honor del primer derribo. La pantalla principal estaba dominada por el vacío del espacio, sólo iluminado por el brillo amarillento de la estrella Carollis.
Una multitud de líneas parpadeantes recorrían la pantalla: trayectorias de vuelo, rutas de torpedos, alcances y vectores de intercepción, todos ellos designados para acabar con las dos naves que se encontraban a pocos miles de kilómetros a proa.
La ironía de aquella cacería no pasaba desapercibida a Balhaan, pues pese a su rango de capitán de una nave de guerra, no era un hombre sin más intereses que los de su posición. Eran naves humanas, y atacarlas era destruir una pieza de historia que le fascinaba.
—Cambio de rumbo a cero dos tres —ordenó, mientras se agarraba con fuerza al atril con sus dedos de hierro.
No osaba mostrar ninguna emoción mientras se acercaban a los dos cruceros que habían conseguido aislar de la flota Diasporex, pero no pudo evitar una pequeña sonrisa de triunfo mientras veía a su oficial artillero acercársele con una placa de datos en las ansiosas manos.
—¿Tiene una solución de disparo para las baterías delanteras, Axarden? —preguntó Balhaan.
—La tengo, señor.
—Informe a las baterías artilleras —dijo Balhaan—, pero aproxímese a alcance óptimo antes de mostrar los cañones.
—A sus órdenes, señor —respondió Axarden—. ¿Y los contenedores que han eyectado?
Balhaan consultó la información de los píctógrafos de estribor, y observó los enormes contenedores de carga que los cruceros habían abandonado al espacio. En un intento de lograr mayor velocidad, los cruceros enemigos se habían desprendido de toda la carga que transportaban, pero no había sido suficiente para evitar que las naves imperiales los atraparan.
—Haga caso omiso —le ordenó Balhaan—. Concéntrese en los cruceros. Regresaremos a por ellos después y examinaremos lo que contienen.
—Muy bien, señor.
Balhaan observó con ojo experto cómo la distancia que los separaba de los dos cruceros disminuía. Estaban siguiendo una trayectoria curvilínea alrededor de la corona de la estrella, con la esperanza de perderse en los flujos electromagnéticos que oscilaban en su extremo, pero la Ferrum estaba demasiado cerca para poder ser engañado con ese subterfugio.
«Torpes…»
Balhaan frunció el ceño y se preguntó si su presa sólo simulaba ser torpe. Todo lo que había aprendido de la Diasporex sugería que sus capitanes eran muy hábiles, y que creyeran que una estratagema tan obvia le haría perder el rastro era inherentemente sospechoso.
—Los puentes artilleros informan de que todos los cañones están preparados para abrir fuego —informó Axarden.
—Muy bien —asintió Balhaan, preocupado porque hubiera algo más que no podía ver.
Las dos naves seguían un curso divergente, que las hacía separarse una de la otra, y Balhaan sabía que debía ordenar a su nave un avance a toda máquina para pasar entre las dos y poder disparar una buena andanada a ambas naves, pero se abstuvo de hacerlo consciente de que algo iba mal.
Sus peores temores se hicieron repentinamente evidentes cuando su oficial de sensores lanzó un grito:
—¡Nuevos contactos! ¡Múltiples señales!
—¡En nombre de Medusa! ¿De dónde han salido? —gritó Balhaan, volviendo su pesado cuerpo para mirar la gran pantalla del oficial de sensores. En la pantalla estaban apareciendo luces rojas y, sin preguntarlo, Balhaan supo que estaban detrás de sus naves.
—No estoy seguro —dijo el oficial, pero mientras hablaba, Balhaan comprendió de dónde habían salido, y volvió a observar el atril de mando. Conectó con los pictógrafos externos y observó con horror que los grandes contendores de carga abandonados por los cruceros estaban abiertos y de ellos estaban surgiendo docenas de brillantes dardos; sin duda, cazas y bombarderos.
—¡Avante a toda máquina! —ordenó Balhaan, aunque sabía que era demasiado tarde—. Cambio de rumbo, nueve siete cero, y lancen interceptores. Activen torretas de defensa. Todas las naves de escolta en formación de protección perimetral.
—¿Y los cruceros? —preguntó Axarden.
—¡Al infierno con ellos! —gritó Balhaan, que veía cómo habían dejado de huir y estaban dando la vuelta para enfrentarse a la Ferrum—. No eran más que señuelos, y he caído en su trampa como un imbécil.
Oyó los gemidos del metal del puente al moverse bajo sus pies mientras la Ferrum trataba desesperadamente de virar para enfrentarse al nuevo enemigo.
—¡Torpedos en el espacio! —avisó el oficial táctico—. ¡Impacto en treinta segundos!
—¡Lancen contramedidas! —gritó Balhaan, aunque sabía que era casi seguro que cualquier torpedo disparado a una distancia tan corta lograría impactar.
La Ferrum siguió virando y Balhaan notó también las sacudidas de las torretas de defensa al abrir fuego contra los torpedos. Algunos de los proyectiles enemigos serian destruidos, explotarían silenciosamente en el vacío, pero no todos.
—¡Impacto en veinte segundos!
—Parada total —ordenó Balhaan—. Giro en reversa, eso puede hacer fallar a unos cuantos.
Era una esperanza vana, pero en esos momentos prefería una esperanza vana a no tener ninguna.
Sus interceptores debían de estar despegando en esos momentos, y destruirían unos cuantos torpedos más antes de atacar a las naves enemigas. La nave se escoró salvajemente hacia un lado mientras el crucero de ataque hacía girar su gran masa a una velocidad muy superior a aquella para la que había sido diseñado. Los crujidos y gemidos de la nave resultaron dolorosos a los oídos de Balhaan.
—La Corazón de Hierro informa que ha entrado en contacto con los cruceros enemigos. Grandes daños.
Balhaan volvió su atención a la pantalla principal y observó cómo la pequeña Corazón de Hierro se veía sacudida por las explosiones. Unas cuantas agujas de luz brillaban entre la nave y sus atacantes. La distancia y el silencio disminuían aparentemente la ferocidad del combate.
—Tenemos nuestros propios problemas —dijo Balhaan—. La Corazón de Hierro está sola. —Entonces se agarró al atril al oír nuevamente al oficial táctico.
—Impacto en cuatro, tres, dos, uno…
La Ferrum se estremeció violentamente y el puente se vio sacudido bajo sus pies cuando los torpedos impactaron en el cuadrante posterior de estribor. Las sirenas de alarma empezaron a sonar y la imagen de la pantalla principal parpadeó brevemente antes de desvanecerse por completo. De los conductos alcanzados surgieron llamas y un vapor sibilante penetró en el puente.
—¡Control de daños! —gritó Balhaan, al tiempo que agrietaba el atril de mando de la fuerza con que se sujetaba. Los servidores y el personal del puente trataron de controlar los fuegos, y Balhaan vio cómo los tripulantes con quemaduras eran apartados a rastras de sus destrozados puestos de control; sus caras y sus uniformes estaban ennegrecidos por el fuego. Se inclinó sobre el control artillero y gritó—: ¡Todos los cañones, abran fuego, modelo defensivo en abanico!
—¡Señor! —respondió a gritos Axarden—. Algunas de nuestras naves están en la zona de fuego.
—¡Cumpla las órdenes! —ordenó Balhaan—. O no habrá ninguna nave a la que puedan regresar y morirán igualmente. ¡Abran fuego!
Axarden asintió y trastabilló por el destrozado puente para cumplir las órdenes del capitán.
Los cazas enemigos pronto iban a descubrir que la Ferrum todavía tenía dientes.
* * *
Las salas del primarca a bordo de la barcaza de batalla Puño de Hierro estaban construidas con piedra y cristal, tan fría y austeramente como la helada tundra de Medusa, y al primer capitán Santar le dio la impresión de que casi podía notar el frío de su helado mundo natal en el diseño. Bloques de brillante obsidiana extraída de los volcanes sumergidos mantenían la sala en penumbra, y las vitrinas de cristal llenas de armas y trofeos de guerra se erguían como silenciosos guardianes de los momentos más privados del primarca.
Santar observó cómo Ferrus Manus permanecía casi desnudo ante él mientras los sirvientes lavaban su piel, dura como el hierro, y le aplicaban aceites antes de limpiarlo totalmente con cuchillos bien afilados. Cuando acababan cada brillante y aceitada extremidad, sus armeros le aplicaban las diferentes piezas de su armadura de combate, unas brillantes placas negras de ceramita pulida meticulosamente trabajada por el gran maestre Malevolus de Marte.
—Cuéntamelo otra vez, palafrenero mayor Santar —empezó a decir el primarca, con una voz áspera y llena de la ardiente furia de los volcanes de Medusa—. ¿Cómo es posible que un experto capitán como Balhaan sea capaz de perder tres naves y no lograr destruir ni una de las naves del enemigo?
—Parece ser que fue conducido a una emboscada —dijo Santar, poniendo recta la espalda mientras hablaba. Para él, servir como primer capitán de los Manos de Hierro y palafrenero mayor del primarca de los Manos de Hierro era el mayor honor de su vida, y aunque disfrutaba con cada instante que pasaba con su amado líder, en ciertas ocasiones, cuando el potencial de su rabia era como el volátil núcleo de su mundo, era impredecible y terrorífico.
—¿Una emboscada? —gruñó Ferrus Manus—. ¡Maldita sea, Santar, nos estamos volviendo descuidados! Meses de perseguir sombras nos han vuelto tontos e imprudentes. No pienso permitirlo.
Ferrus Manus era mucho más alto que sus sirvientes. Su rugosa carne era pálida como el corazón de un glaciar. Tenía el cuerpo cubierto de cicatrices que mostraban las numerosas heridas sufridas en batalla, pues el primarca de los Manos de Hierro jamás había retrocedido ante la posibilidad de liderar a sus guerreros con el ejemplo. Su pelo, que llevaba muy corto, era negro como el azabache, sus ojos brillaban como monedas de plata, y sus rasgos estaban curtidos por siglos de guerras. Otros primarcas podían considerarse creaciones bellas, hombres hermosos convertidos en dioses por su ascensión a las filas del Adeptus Astartes, pero Ferrus Manus no se contaba entre ellos.
Los ojos de Santar se vieron atraídos, como siempre le pasaba, hacia los brillantes y argénteos antebrazos de su primarca. La carne de sus brazos y manos resplandecía y se agitaba como si estuviera hecha de mercurio líquido que hubiera tomado la forma de sus extremidades y, de alguna manera, hubiera quedado eternamente conformada. Santar había visto cosas extraordinarias realizadas con esas manos, máquinas y armas que jamás se apagaban o fallaban, todas ellas construidas por las manos del primarca sin necesidad de forja o martillo.
—El capitán Balhaan está a bordo para disculparse personalmente por su fracaso, y ha puesto a su disposición el mando de la Ferrum.
—¿Disculparse? —le espetó el primarca—. Debería arrancarle la cabeza para que sirviera de ejemplo.
—Con todo respeto, mi señor —dijo Santar—. Balhaan es un capitán muy experto y tal vez algo menos severo podría ser más adecuado. Tal vez podríais simplemente arrancarle los brazos.
—¿Los brazos? ¿De qué me serviría? —preguntó Ferrus Manus, haciendo que el sirviente que sostenía su placa pectoral se estremeciera.
—De muy poco —corroboró Santar—. Aunque probablemente de más que si le arrancáis la cabeza.
Ferrus Manus sonrió; su rabia estaba desapareciendo tan rápidamente como había aparecido.
—Eres un raro regalo, mi querido Santar. El ardiente corazón de Medusa arde en mi pecho y a veces surge por mi boca antes de que pueda pensar.
—Soy vuestro más humilde servidor —dijo Santar.
Ferrus Manus despidió con un gesto a sus armeros y se dirigió hacia Santar. Aunque Santar era alto incluso para un astartes, y llevaba su armadura completa, el primarca seguía siendo más alto que él. Sus ojos argénteos sin pupilas brillaban. Santar controló un estremecimiento, pues esos ojos eran como fragmentos de sílex: duros, inmisericordes y afilados. El aroma de los polvos y aceites era fuerte, y Santar notó cómo su alma se mostraba bajo esa mirada y dejaba al descubierto todas sus debilidades e imperfecciones.
Santar era la propia Medusa, sus agrietados rasgos eran como la pared de un acantilado en una alta montaña, sus ojos grises eran como las grandes tormentas que desgarraban los cielos de su mundo natal. Durante su incorporación a la legión, muchas décadas atrás, su mano izquierda había sido reemplazada por una mano biónica. Desde entonces ambas piernas le habían sido sustituidas, así como lo que quedaba de su brazo izquierdo.
—Tú eres mucho más que esto para mí, Santar —dijo Ferrus Manus, mientras apoyaba sus manos en las hombreras de su palafrenero mayor—. Eres el hielo que apaga mi fuego cuando está a punto de derrotar al buen sentido que el Emperador me concedió. Muy bien, si no me dejas arrancarle la cabeza, ¿qué castigo sugieres?
Santar respiró con fuerza mientras Ferrus Manus se daba la vuelta y volvía junto a sus armeros. El terrible respeto que inspiraba el primarca le había dejado la boca reseca. Furioso, descartó su momentánea debilidad y se apresuró a contestar:
—El capitán Balhaan habrá aprendido de este desastre, pero estoy de acuerdo en que su debilidad debe ser castigada. Destituirlo como capitán de la Ferrum dañaría la moral de la tripulación, y si deben restaurar su honor, necesitarán el liderazgo de Balhaan.
—¿Y qué sugieres, pues? —preguntó Ferrus.
—Algo que les deje bien claro que se ha ganado vuestra ira, pero que también muestre que sois compasivo y que estáis dispuesto a darle a él y a su tripulación la oportunidad de recuperar vuestra confianza.
Ferrus Manus asintió mientras los armeros encajaban la placa pectoral de su armadura con la placa dorsal; sus brazos argénteos estaban extendidos a los lados mientras le humedecían las manos con tejidos de lino empapados de aceites aromáticos.
—Entonces asignaré a uno de los Padres de Hierro para que tome el mando de la Ferrum —dijo Ferrus Manus.
—Eso no le va a gustar —avisó Santar.
—No va a poder elegir —dijo el primarca.
* * *
El anvilarium de la Puño de Hierro parecía una forja gigantesca, enorme, con silbantes pistones que subían y bajaban en los límites de la sala de audiencias y un distante martilleo resonando a través de las placas metálicas del suelo. Era un lugar cavernoso y en el aire flotaba un fuerte olor a combustible y metal caliente; un espacio saturado de industria y máquinas.
Santar disfrutaba de la posibilidad de acudir al anvilarium, pues allí se planeaban grandes gestas y se forjaban indestructibles lazos de hermandad. Formar parte de esa fraternidad era un honor con el que pocos habían siquiera soñado, y mucho menos logrado.
Habían pasado dos meses desde el desastroso encuentro del capitán Balhaan con las naves de la Diasporex, y la 52.ª Expedición no estaba más cerca de lograr la destrucción de la flota enemiga. Las nuevas precauciones adoptadas tras la derrota de Balhaan habían permitido no perder más naves, pero también significaban que se habían producido pocas oportunidades de entablar una batalla decisiva.
Santar y el resto de sus guerreros del clan Avernii estaban formados, en posición de descanso, y flanqueaban la gran puerta que conducía a la Forja de Hierro, el reclusiam más privado del primarca. Los morlock estaban reunidos en el extremo opuesto del anvilarium. El reluciente acero de sus armaduras de exterminador reflejaba las llamas rojizas de las antorchas colocadas en sus repositorios de los muros. Los soldados y oficiales superiores del Ejército Imperial aguardaban junto a los encapuchados adeptos del Mechanicus. Santar saludó respetuosamente al cruzar su mirada con el brillante ojo de su representante principal, el adepto Xanthus.
Como capitán de la Primera Compañía, el deber de recibir al primarca le correspondía a él, así que avanzó por el centro del anvilarium con los portaestandartes de la legión avanzando junto a él. Uno portaba el estandarte personal del primarca, en el que se mostraba cómo había matado al gran gusano Asirnoth; el otro portaba el Guantelete de Hierro de la legión. Los motivos de los estandartes estaban bordados en plata sobre terciopelo negro. Sus bordes estaban rotos y rasgados allí donde las balas y los filos los habían profanado. Aunque ambos habían vivido numerosas batallas, ninguno había caído ni flaqueado jamás en un millar de victorias.
Cuando las puertas se abrieron de par en par con un siseo de vapor liberado por el calor de los hornos, el primarca entró en el anvilarium; su armadura brillaba por los aceites y su pálida carne estaba enrojecida por el calor. A excepción de los exterminadores, todos los guerreros allí reunidos hincaron la rodilla en el suelo para honrar al gran primarca, quien llevaba su poderoso marrillo, Rompeforjas, apoyado sobre una gigantesca hombrera dentada.
La armadura del primarca era negra, con toda la superficie trabajada a mano, formada únicamente por curvas y ángulos perfectos, y sólo era superada en majestuosidad por el ser que la portaba. Una gran gorguera de hierro negro sobresalía por la parte posterior de su cuello, con orgullosos ribetes de plata entretejidos en cada placa.
La cara del primarca parecía esculpida en mármol. Tenía una expresión borrascosa y sus pesadas cejas se mostraban fruncidas por la rabia. Cuando Ferrus Manus marchaba al frente de sus guerreros, cualquier jovialidad era sacrificada ante su personalidad guerrera, un líder combatiente que exigía la perfección y desdeñaba la debilidad en todas las cosas.
Tras Ferrus Manus iba la alta figura de Cistor, el señor de los astrópatas de la flota, vestido con una túnica crema y negra con rebordes de oro y antimonio. Llevaba la cabeza afeitada, y unos cables le salían serpenteando desde la parte superior y de los parietales del cráneo para luego perderse en la oscuridad de la capucha metálica que le cubría la cabeza. Los ojos del astrópata brillaban con un tenue tono rosado y, en honor a su posición entre los Manos de Hierro, su brazo derecho había sido reemplazado por uno cibernético. Con el otro brazo sostenía un báculo culminado por un único ojo, y en el cinto llevaba la pistola dorada que le había regalado el propio primarca.
Santar se levantó ante el primarca y alzó las manos para recibir el martillo de su señor. Ferrus Manus asintió y dejó la gigantesca arma en las manos de Santar. Su enorme peso hacía que nadie que no fuera un astartes del Emperador pudiera sostenerlo. Su mango era del color del ébano, elaboradamente trabajado con filigranas de oro y plata que formaban un rayo, y la parte superior había sido forjada con la forma de una poderosa águila. El honor de sostener esta arma, forjada por las manos de un primarca, era insuperable.
Se apartó a un lado y colocó el martillo con la cabeza entre los pies; y los dos portaestandartes siguieron a su gran líder mientras éste empezaba a recorrer la sala. Ferrus Manus no era partidario de los rituales de conferencias y reuniones, por lo que sus consejos de guerra tenían lugar en una sala sin asientos ni formalidades, donde se propiciaban el debate y las preguntas.
—Hermanos —empezó Ferrus Manus—. Os traigo la palabra de mis hermanos primarcas.
Los Manos de Hierro aplaudieron, pues siempre se alegraban de oír noticias de sus hermanos astartes repartidos por toda la galaxia, ya que celebrar los triunfos de otras expediciones no sólo era adecuado y correcto, sino que también daba a los Manos de Hierro la motivación necesaria para esforzarse aún más para lograr mayores hazañas, pues su legión no podía ser superada por ninguna otra, salvo tal vez la del Señor de la Guerra.
—Parece ser que los Puños Imperiales de Rogal Dorn han sido llamados de vuelta a Terra, donde sus guerreros han de fortificar las puertas y murallas del Palacio Imperial.
Santar vio miradas inquisitivas por toda la sala que reflejaban su propia confusión. ¿La VII Legión iba a abandonar la cruzada para regresar al origen de la humanidad? La suya era una legión gloriosa, con un valor y una fuerza igual a la de los Manos de Hierro. Retirarla de la lucha no tenía sentido.
Ferrus Manus también vio la confusión en las caras de sus guerreros.
—No sé qué razones han motivado la decisión del Emperador, pues no conozco ningún deshonor cometido por los Puños Imperiales para merecer esta reasignación. Deberán servir como su guardia pretoriana, y aunque este honor, todo sea dicho, es muy grande, no es adecuado para nosotros cuando todavía quedan tantas guerras que ganar y tantos enemigos que derrotar.
Se escucharon más vítores en medio del constante martilleo, y Ferrus Manus volvió a recorrer la sala, con sus argénteas manos y los brillantes ojos resplandeciendo en la perpetua luz del anvilarium.
—Los lobos de Russ siguen avanzando y su lista de victorias crece día a día, pero no podía esperarse menos de una legión originaria de un mundo que late con el mismo fuego que el nuestro.
—¿Alguna noticia de los Hijos del Emperador? —preguntó una voz, y Santar sonrió, sabiendo que al primarca le divertía hablar del hermano que le era más cercano. La máscara glacial cayó de la cara de Ferrus Manus y sonrió a sus guerreros.
—Realmente sí las hay, hermanos —dijo el primarca—. Mi hermano Fulgrim se dirige hacia aquí en estos mismos instantes con la mayor parte de su expedición.
Se produjeron más aplausos y mucho más fuertes que antes, que reverberon en las paredes metálicas de la sala pues, para los Manos de Hierro, los Hijos del Emperador eran la más querida de las legiones. La camaradería entre Fulgrim y Ferrus Manus era bien conocida, pues los dos semidioses habían forjado una conexión instantánea cuando se encontraron por primera vez.
Santar conocía la historia, pues su primarca se la había contado en numerosas ocasiones en la mesa de festejos. Conocía tan bien los detalles que era como si hubiera estado allí en persona.
Había sido bajo el monte Narodnya, la mayor forja de los Urales, donde ambos primarcas se habían encontrado por primera vez. Ferrus Manus estaba trabajando duro junto a los maestros herreros que habían servido al clan Terrawatt antes de las guerras de Unificación. El primarca de los Manos de Hierro estaba demostrando su gran habilidad y los milagrosos poderes de sus manos de metal líquido cuando Fulgrim y su Guardia del Fénix bajaron al amplio complejo industrial.
Ninguno de los dos primarcas había visto anteriormente al otro, pero ambos sintieron los lazos alquímicos y científicos implicados en su creación. Ambos eran como dioses para los aterrorizados artesanos, que se postraron ante tan magníficos guerreros, temiendo que se produjera una batalla de proporciones cataclísmicas. Ferrus Manus continuaba entonces contando a Santar cómo Fulgrim había dicho que había venido a forjar el arma más perfecta jamás creada, y que pensaba empuñarla en la cruzada.
Evidentemente, el primarca de los Manos de Hierro no podía dejar que tal bravuconería no recibiera una respuesta adecuada, y se rio en la cara de Fulgrim, declarando que sus débiles manos jamás podrían igualar a las suyas, metálicas. Fulgrim aceptó el desafío sin acritud y ambos primarcas se desnudaron de cintura para arriba. Trabajaron sin descanso alguno durante semanas. Las forjas reverberaron con el ensordecedor batir de los martillos, el silbido del metal enfriándose y los alegres insultos que los dos jóvenes héroes se intercambiaban.
Tras tres meses de incesante trabajo, ambos guerreros habían terminado sus armas. Fulgrim había forjado un magnífico martillo de guerra capaz de allanar montañas de un solo golpe, y Ferrus Manus una espada dorada que ardía eternamente con el fuego de la forja. Ninguna de las dos armas podía ser superada por otra creada por mano humana, y al ver la creación de su rival, ambos afirmaron que su adversario era el mejor.
Fulgrim declaró que la espada dorada era igual a la portada por el legendario héroe Nuada Manoplata, mientras que Ferrus Manus juró que únicamente los poderosos dioses del trueno de las leyendas nórdicas eran merecedores de blandir tan magnífico martillo.
Sin mediar más palabras, ambos primarcas intercambiaron sus armas y sellaron su eterna amistad con la obra que había salido de sus manos.
Santar miró hacia el arma, sintiendo el poder en su interior y sabiendo que en su forja se había utilizado algo más que habilidad. Amor y honor, lealtad y amistad, muerte y venganza… Todo ello estaba entretejido en su majestuosa forma, y el pensamiento de que el honorable hermano la había forjado la hacía una arma legendaria.
Miró hacia Ferrus Manus mientras éste proseguía su recorrido por el anvilarium. Su cara estaba, una vez más, sombría.
—Sí, hermanos míos, alegraos, pues será un honor luchar junto a los guerreros de Fulgrim, ¡pero sólo acuden en nuestra ayuda porque somos débiles!
Las aclamaciones cesaron inmediatamente y los guerreros allí reunidos se miraron ansiosamente los unos a los otros, pues nadie quería encontrarse con la mirada del furioso primarca, que siguió hablando.
—La Diasporex sigue eludiéndonos, y hay mundos en el cúmulo Bipliegue Menor que necesitan recibir la iluminación de la Verdad del Emperador. ¿Cómo puede ser que una flota miles de años más vieja que la nuestra y que está liderada por meros mortales nos evite? ¡Responded!
Nadie osó hacerlo, y Santar notó la vergüenza de su debilidad en cada fibra de su ser. Agarró con fuerza el asta del martillo y notó las exquisitas filigranas bajo el acero de su mano cibernética; de repente, la respuesta fue evidente para él.
—Porque no podemos hacer esto solos —dijo.
—¡Exacto! —corroboró Ferrus Manus—. No podemos hacerlo solos. Hemos tratado durante meses de cumplir esta misión por nosotros mismos, cuando debería haber sido evidente que no podíamos. En todas las cosas debemos erradicar la debilidad pero, queridos hermanos, no es una debilidad pedir ayuda. La debilidad es negar la evidencia de que esa ayuda es necesaria. Luchar sin esperanza cuando hay quienes nos prestarían su apoyo sin dudarlo es de locos, y yo he estado tan ciego como todos vosotros, pero ya no.
Ferrus Manus regresó a la entrada del anvilarium y puso el brazo sobre los hombros del astrópata Cistor. El gigantesco primarca empequeñecía al hombre, que parecía sufrir un gran dolor por la mera cercanía del primarca.
Ferrus Manus extendió la mano y Santar dio un paso sosteniendo a Rompeforjas ante él. El primarca empuñó el martillo y lo levantó como si, pese a su monstruoso peso, fuera tan ligero como una pluma.
—¡No seguiremos luchando solos por mucho tiempo! —gritó Ferrus Manus—. Cistor me ha dicho que su coro canta la llegada de mi hermano. ¡En menos de una semana la Orgullo del Emperador y la 28.ª Expedición estarán con nosotros y una vez más lucharemos junto a nuestros hermanos Hijos del Emperador!