CINCO

CINCO

AHOGADOS

SEGUID A LA PÁJARO DE FUEGO

EL TEMPLO DEL EXCESO

La fuerza de Stormbird y Thunderhawk que surcó el aire para el ataque final contra el último atolón laer era una de las mayores flotas aéreas organizadas durante la Gran Cruzada. Novecientas aeronaves despegaron de una veintena de atolones capturados, cuando se apagaban las últimas luces del día. El primarca calculó el horario de los despegues y los vectores de aproximación para asegurarse de que cada oleada llegaba en el preciso momento que él había previsto.

Los interceptores aullantes y las cañoneras despegaron rodeados de nubes de humo y de polvillo de coral, seguidos por decenas de Stormbird y de Thunderhawk. Pocos minutos después, el cielo sobre cada atolón estaba repleto de siluetas oscuras y amenazantes que los sobrevolaban como bandadas de cuervos chirriantes que se prepararan para un ataque asesino. Al recibir una señal desde la órbita, las bandadas de naves cambiaron de rumbo y atravesaron el cielo libre de nubes en dirección a su presa impulsadas por chorros de fuego azul.

Fulgrim partió de la Orgullo del Emperador en la Pájaro de Fuego, la cañonera que había diseñado en persona y cuya construcción había supervisado en el puente de armorium de su nave insignia. Su envergadura era superior a la de una Stormbird y las alas se curvaban hacia atrás en un arco elegante. La proa en forma de gancho le proporcionaba un feroz aspecto guerrero que provocaba terror en el corazón de los enemigos del primarca.

La Pájaro de Fuego atravesó aullante la atmosfera de Iteran. El choque con el aire hizo que el fuselaje y las alas quedaran envueltos por unas ardientes llamas que iluminaron el cielo nocturno igual que un cometa reluciente.

Los salientes metálicos de la Stormbird de Solomon Demeter tenían los rebordes dorados y las paredes interiores estaban decoradas con mosaicos donde se veían imágenes de las conquistas conseguidas por la legión junto a los Lobos Lunares. Los guerreros de armadura gris luchaban al lado de los Hijos del Emperador, de armadura púrpura. Solomon tuvo un repentino ataque de nostalgia mientras miraba aquellas escenas, que saltaban y se estremecían ante él, y lamentó que ya no combatieran junto a los lobos del Señor de la Guerra.

—Y se va a poner peor —comentó a gritos Gaius Caphen al ver la expresión de inquietud del capitán.

—Vaya, gracias —le respondió también a gritos Solomon—. Estaba intentando no pensar en la pared de disparos antiaéreos que tendremos que atravesar para llegar a ese puñetero sitio.

Aunque el rugido de los motores quedaba apagado por los sentidos automatizados del casco, seguía siendo ensordecedor. El estampido de las explosiones les llegaba amortiguado y sin peligro por el grosor de las paredes blindadas de la Stormbird, pero Solomon sabía muy bien lo letales que eran.

—Esto no me gusta —añadió—. Odio tener que depender del destino que supone el riesgo de llegar a una zona de combate de un modo que está más allá de mi control.

—Es lo mismo que dices siempre —le apuntó Caphen—. Da igual que vayas en una Stormbird, en una cápsula de desembarco o en un Rhino. El único modo de llegar a esta zona de combate, aparte de éste, es ir caminando sobre el agua.

—¡Pero acuérdate de lo que le pasó a nuestra punta de lanza en el atolón 19! —exclamó Solomon—. ¡Nuestra nave logró llegar por los pelos a esa puñetera roca! Demasiados buenos hombres morirán por estos disparos antes de que dispongan de la oportunidad de ganarse su destino de guerrero.

—¿Destino de guerrero? —respondió Caphen, entre risas, mientras negaba con la cabeza—. Te juro que a veces pienso que debería comunicarle al capellán Charmosian toda esa cháchara tuya sobre el destino y los dioses de la guerra. No es que esto me guste más que a ti, pero estamos todo lo protegidos que se puede. ¿O no?

Solomon asintió, ya que sabía que Caphen tenía razón. Lord Fulgrim había comprendido que el resto de la flota debía compartir el honor de conquistar 28-3, por lo que había permitido que los interceptores de la misma lanzaran varios ataques para eliminar la mayor parte de las defensas aéreas de los laer.

Buena parte de la capacidad defensiva de los laer había quedado convertida en escombros, aunque todavía les quedaba una tremenda cantidad que podrían emplear. Solomon recorrió con la mirada el compartimento de la tripulación para ver qué efecto tendrían aquellas sacudidas violentas sobre sus guerreros, y quedó satisfecho al ver que daban la impresión de estar tan tranquilos como si se encontraran en una misión de entrenamiento.

Era posible que sus guerreros estuvieran tranquilos, pero él no se sentía así. A pesar de las palabras tranquilizadoras de Caphen, sabía que no estaría contento hasta que viera como los pilotos les indicaban que podían salir de la nave. Solomon había recibido entrenamiento en el pilotaje de las Stormbird, e incluso había pasado cierto tiempo a los mandos de las nuevas naves, las Thunderhawk, pero era el primero en admitir que sólo era un piloto mediocre.

Otros con mayor habilidad eran los encargados de llevarlos hasta la batalla, y, puesto que el plan del primarca requería una precisión absoluta y perfecta para que el ataque funcionara, había mantenido apartadas sus preocupaciones hasta que fue demasiado tarde como para hacer nada al respecto.

Golpeó con la palma de la mano el cierre de gravedad que le mantenía en el asiento para abrirlo y se puso en pie. Se agarró a la barra de bronce fijada al techo que recorría todo el compartimento de la tripulación.

—Voy a acercarme a la cabina de vuelo.

—¿Vas a encargarte del aterrizaje? —le preguntó Caphen—. Ahora sí que me siento seguro.

—No. Sólo quiero ver cómo va todo.

Caphen no le contestó. Solomon se dio la vuelta hacia la cabina en el mismo momento en que la nave saltaba en el aire y se sentía el tremendo martillazo de una explosión cercana. Cruzó todo el compartimento y abrió la puerta que daba a la cabina de vuelo.

—¿Cuánto falta para llegar a la zona de aterrizaje? —gritó para hacerse oír por encima del estruendo.

El copiloto lo miró por encima del hombro.

—¡Dos minutos! —respondió también a gritos.

Solomon asintió. Deseaba hablar, pero no quería distraer a los pilotos. El cielo nocturno que se extendía al otro lado del cristal blindado de la cabina estaba tan resplandeciente como si fuera de día, debido a los destellos de los proyectiles antiaéreos y las explosiones. Los interceptores se estaban enfrentando a las unidades aéreas de los laer que quedaban para lograr abrir un pasillo por el que pudieran pasar los guerreros de la legión. El capitán distinguió una isla de luz brillante que flotaba en mitad del cielo. El atolón templo relucía como una baliza en la oscuridad.

—Qué estupidez —musitó para sí mismo—. Yo hubiera ordenado un oscurecimiento de la ciudad.

El compartimento estaba bañado por una luz rojiza fantasmal, y a Solomon le recordó de repente la sangre. Se preguntó si aquello sería un presagio de la batalla que estaba a punto de iniciarse, pero descartó aquella idea tan ominosa. Los presagios y los augurios eran para los individuos de mentes débiles que no conocían la verdad de la galaxia y para los bárbaros salvajes que necesitaban una razón para que el sol saliera o que las lluvias cayeran a tiempo.

Solomon estaba muy por encima de esas estúpidas supersticiones, pero sonrió al darse cuenta de que su hábito obsesivo de modificar su equipo de combate y de cuidarlo al máximo antes de cualquier batalla para que lo protegiera lo mejor posible podría ser considerado una superstición. Un momento después decidió que no, que honrar al equipo de combate que se utilizaba era algo sensato, no algo supersticioso.

Se puso en cuclillas al lado de la cabina de los pilotos. No tenía ganas de regresar a su asiento, y se sentía morbosamente fascinado por el entramado de explosiones y luces que llenaba el cielo. Tras unos momentos de contemplar aquel intrincado ballet de fuego que atravesaban, la cabina de mando quedó inundada de una luz casi cegadora. Era la Pájaro de Fuego. Su mayor velocidad haría que fuese una de los primeras naves de la oleada de asalto en llegar al objetivo.

Solomon sonrió al ver que de sus alas todavía surgían llamas y porque sabía que su primarca no había ordenado por capricho que el ataque se realizara por la noche. El brillo parpadeante del fuego rojizo iluminó el rostro de los tripulantes de su propia nave, y Solomon tuvo de nuevo la certidumbre de que iba a ocurrir algo terrible.

No sólo a él. A toda la legión.

El corazón se le aceleró cuando la Stormbird se escoró súbitamente. Oyó a los pilotos soltar una maldición, y un tremendo impacto sacudió uno de los costados de la nave. Solomon sintió una sensación de mareo cuando la Stormbird empezó a caer a plomo desde el cielo.

Comenzó a imaginarse el vacío inmenso del mar planetario que les esperaba allá abajo. Recordó las batallas que había librado en aquella oscuridad abisal. No tenía ningún deseo de pasar otra vez por aquel inundo helado y profundo.

—¡El motor de babor está ardiendo! —gritó el piloto—. ¡Aumenta la potencia del motor de estribor!

—¡Hemos perdido los estabilizadores! ¡Lo compenso!

—¡Corta el combustible del ala y nivela la nave!

Solomon se mantuvo agarrado al quicio de la compuerta mientras la Stormbird se inclinaba sobre un lado. Varias luces de emergencia se encendieron por todo el panel de mando y el capitán oyó el tintineo de alarma del altímetro. Aunque notó la tensión que cargaba las voces de los pilotos, también captó el entrenamiento y la disciplina que poseían mientras realizaban los procedimientos de emergencia con una eficiencia llena de decisión.

Al cabo de unos momentos, la nave comenzó a estabilizarse, aunque unas cuantas luces de emergencia siguieron encendidas y la alarma del altímetro continuó sonando.

Una sensación de alivio palpable llenó el compartimento de vuelo, y Solomon empezó a soltarse del quicio de la puerta.

—Bien hecho, muchachos —dijo el piloto—. Seguimos volando.

Apenas un instante después, todo el costado izquierdo de la Stormbird estalló en llamas. Solomon salió despedido contra el suelo y una abrasadora muralla de fuego iluminó el cielo. El cristal de la cabina de mando se desintegró y las llamas inundaron la cañonera.

Sintió el calor que azotaba su armadura y que a él no podía causarle daño alguno aunque las gotas de combustible en llamas le bajaran por las placas de los brazos y de las piernas. El rugido del viento llenó la cabina cuando la Stormbird comenzó a caer en barrena. El aire frío entró a chorro en la cañonera herida y le aulló en los oídos.

Milagrosamente, el copiloto seguía vivo, aunque tenía la carne horriblemente quemada y su piel continuaba cubierta de llamas. Solomon sabía que no se podía hacer nada por él. Los gritos de dolor del herido se entremezclaron con el aullido del viento mientras descendían en espiral hacia su destrucción.

Solomon vio cómo la pared negra del océano se abalanzaba contra ellos. Una oscuridad húmeda y fría lo engulló cuando la Stormbird se estrelló en el agua.

* * *

Los aullidos de las torres de coral llenaban el aire. Sonaban con mayor estridencia de la que recordaba Julius. Por un momento le pareció que todo el atolón estaba aullando por la furia que sentía. Los últimos laer estaban defendiendo su tierra, pero si sentían alguna clase de desesperación o miedo, no dieron muestra de ello. Aquellos guerreros alienígenas siguieron combatiendo con la misma ferocidad que cualquier otro que ya hubieran matado en esa misma campaña.

En cuanto la Stormbird se posó en el atolón, Julius y Lycaon se bajaron de un salto y encabezaron el ataque de sus guerreros. Las placas de blindaje monstruosamente grandes de sus armaduras de exterminador reflejaron el resplandor de las deflagraciones.

Los sonidos de los gritos y de las explosiones asaltaron los oídos de Julius, aunque la armadura lo protegía de sus efectos más peligrosos. Los Hijos del Emperador se desplegaron a su alrededor sin necesidad de que les diera ninguna orden, y supo que esa misma escena se estaba repitiendo en otro centenar de lugares repartidos por todo el atolón.

Los disparos alienígenas intentaron abatirlos, pero lo que era capaz de atravesar las placas de las Mark IV apenas conseguía arañar la superficie de la armadura de exterminador.

Julius pensó que si dispusieran de más armaduras como aquélla, la guerra se habría acabado mucho tiempo atrás, pero la distribución general de la armadura táctica de exterminador había comenzado muy poco tiempo atrás, y eran escasas las unidades que poseían el entrenamiento adecuado para utilizarlas.

—Adelante —ordenó Julius.

Sus guerreros se colocaron en posición detrás de él. Los exterminadores avanzaron en formación de falange. Los bólters y los sistemas de armas incorporados en las armaduras destrozaron a todos los laer que se interpusieron en su camino, y originaron una lluvia de trozos de cuerpos y de coral pulverizado.

Las fuerzas de los Hijos del Emperador habían rodeado el templo como un puño que se cierra, y se prepararon para aplastar a sus últimos defensores.

Varias columnas de llamas se alzaron hacia el cielo cuando las cañoneras partieron las torres con las ráfagas de proyectiles explosivos mientras proporcionaban fuego de apoyo a las tropas de tierra. Ya se acercaban los transportes pesados con las unidades blindadas: Land Raider, Predator y Vindicator.

Unas fuertes pisadas resonaron en el campo de batalla. Julius vio que se trataba de Rylanor el Anciano, quien atravesó una pared de coral que estaban utilizando como barricada un grupo de laer equipados con armas de energía de elevada potencia. Un rayo de energía verde impacto de lleno contra el sarcófago del dreadnought, y a Julius se le escapó un grito ahogado cuando vio el tremendo daño provocado, pero la poderosa máquina de guerra hizo caso omiso del impacto. Rylanor atrapó al laer más cercano y lo partió en dos simplemente cerrando el inmenso puño de combate, al mismo tiempo que los chorros de fuego disparados por las armas que llevaba incorporadas obligaban a salir al resto de su cobertura.

Julius y sus guerreros acabaron con ellos acribillando los cuerpos envueltos en llamas de los alienígenas.

—Os doy las gracias por vuestra ayuda —les dijo el dreadnought—. Aunque no era necesaria.

Un súbito resplandor de color anaranjado inundó el campo de batalla con un resplandor infernal cuando la Pájaro de Fuego pasó aullante por encima de ellos. La nave de ataque de Fulgrim lo llevaba directamente al corazón de la batalla, al templo de los laer.

—¡Vamos, Lycaon! —gritó Julius llenó de júbilo—. ¡Sigamos a la Pájaro de Fuego!

Marius Vairosean, quien atacaba por la zona sur del atolón, se había encontrado con una situación mucho más difícil que el capitán de la Primera Compañía. Los laer habían derribado a muchas cañoneras de su grupo, y sabía que se encontraba peligrosamente por debajo de los efectivos mínimos que el primarca había decretado necesarios para tomar sus objetivos. Los laer estaban resistiendo con una ferocidad que no había visto hasta ese momento. Sus cuerpos reptantes pasaban uno por encima de otro en su esfuerzo por trabar combate con los astartes.

Una neblina espesa y de olor desconocido envolvía las moradas de la zona sur del atolón, y Marius captó un leve tono rojizo en su composición. Se preguntó si se trataría de alguna clase de gas venenoso. Si era así, lo estaban desperdiciando contra los astartes, ya que sus armaduras estaban aisladas por completo frente a un arma tan primitiva.

El aullido de las torres sonaba con menos fuerza en aquella parte del atolón, algo por lo que Marius se sentía profundamente agradecido. No comprendía cómo era posible que los laer vivieran en aquellas condiciones, rodeados de un exceso continuo de color y de ruido. También agradecía esa falta de comprensión por su parte, ya que entender al enemigo alienígena era el comienzo de un camino siniestro que él no tenía intención ni siquiera de iniciar.

—¡Escuadras de apoyo, adelante! —ordenó—. Tenemos que abrirnos paso con rapidez. Nuestros hermanos dependen de nosotros, ¡y no permitiré que la Tercera les falle!

Unos cuantos astartes equipados con armas pesadas se colocaron en posición entre las ruinas de las torres de coral y lanzaron una andanada de disparos contra la neblina. El tableteo de los proyectiles de gran calibre se instaló como un rugido continuo en la cabeza de Marius.

Una vez establecido el fuego de supresión, sabía que había llegado el momento de lanzar un asalto mientras el enemigo se mantenía con la cabeza agachada. Aunque no aprobaba los métodos temerarios de Solomon, a veces no quedaba más remedio que cargar por el centro.

—¡Escuadra Kollanus! ¡Escuadra Euidicus! ¡Al frente y al centro!

Julius aplastó a un guerrero laer contra el suelo. El campo de energía que rodeaba su enorme guantelete atravesó la armadura plateada de su enemigo y prácticamente le partió el cuerpo serpentino en dos. Tanto él como sus exterminadores estaban abriendo una brecha en las defensas de los laer, y tan sólo habían tenido que dejar a uno de los guerreros astartes en manos del apotecario. Aunque la lucha había sido dura, la protección que ofrecía la armadura de exterminador era prodigiosa. Julius disfrutó de la sensación de poder que otorgaba. Caminar indemne entre las llamas debía parecerse mucho a ser un dios, aunque de inmediato se reprendió por un pensamiento tan infantil.

La Pájaro de Fuego se había posado a un kilómetro por delante de ellos. Por lo que se deducía de los mensajes que se oían por el comunicador, la resistencia que estaban presentando los alienígenas alrededor del templo era feroz. Los guerreros de la Primera Compañía no se movían con gran rapidez, pero su avance era incesante. Además, gracias al apoyo del venerable dreadnought, Rylanor, pudieron abrirse camino sin apenas dificultades.

De hecho, daba la impresión de que la resistencia laer se estaba desmoronando con demasiada facilidad cuanto más cerca estaban del centro del atolón. El terreno se había vuelto más rocoso y empinado, por lo que era una zona perfecta para montar la defensa, de modo que, ¿por qué los laer no lo estaban utilizando?

—Lycaon, ¿a ti qué impresión te da todo esto? —le preguntó Julius mientras ascendía por un saliente de coral e intentaba encontrar un espacio abierto por el que avanzar.

Las laderas de coral se alzaban por delante de él y formaban una barrera impenetrable, pero los laer se habían retirado por allí, por lo que debía de haber un modo de pasar.

—A mí me da la impresión de que no se están esforzando demasiado en detenernos —respondió Lycaon—. No he disparado desde hace varios minutos.

—Exacto.

Aunque tampoco es que me vaya a quejar por eso.

—Hay algo que no encaja en todo esto —insistió Julius—. Me da mala espina.

—¿Cuáles son sus órdenes, señor?

El aullido de las torres se había hecho cada vez más fuerte a medida que se acercaban al centro del atolón. Julius se fijó en que los caminos que subían de un modo sinuoso a través del coral en dirección a su objetivo se estrechaban más y más.

Se dio cuenta de que estaban adaptados a seres de cuerpo serpentino. El ruido de los siseos, de los gritos y del combate estaba muy cerca ya, y se entremezclaban en una cacofonía tan espantosa que Julius se extrañó de que los laer no hubieran enloquecido con toda aquella barahúnda.

—La Pájaro de Fuego ha de estar en algún lugar cerca de aquí —dijo Julius—. Desplegaos y buscad un camino que atraviese el coral. ¡Nuestro primarca nos necesita!

El sonido de la batalla se parecía mucho al que se describía en aquellos viejos poemas de la antigua Terra, unas obras hiperbólicas llenas de descripciones muy floridas de los combates escritas por alguien que obviamente jamás había estado en el frente.

Julius se dio cuenta de que incluso en mitad del caos de una batalla estaba pensando en poesías y en obras literarias. Decidió que debía mantener un control más férreo sobre sus pensamientos. Quizá Solomon tenía razón y estaba pasando demasiado tiempo con los rememoradotes.

—¡Capitán! —lo llamó a gritos Lycaon—. ¡Por aquí!

Julius se volvió hacia su segundo y vio que había descubierto un agujero escondido que al parecer llevaba al otro lado de la porosa masa de coral. El pasadizo que se extendía más allá era amplio, aunque en realidad resultaba estrecho para un guerrero equipado con una armadura de exterminador. Julius deseó fervientemente que los llevara hasta su objetivo.

—Vamos allá, Primera Compañía —ordenó, y se puso a correr a la velocidad que le permitía la armadura.

Julius mantuvo alzado el bólter y encabezó la marcha de sus guerreros través del oscuro pasadizo de coral. El eco de la batalla les llegaba distorsionado de un modo muy extraño por el pasadizo. El interior de aquel túnel estaba cubierto de una humedad reluciente, y a Julius le dio la impresión de que se encontraban en las entrañas de una bestia gigantesca. Aquella repentina idea le preocupó. ¿Es que acaso los atolones de los laer estaban vivos? ¿Habría pensado alguien en comprobarlo?

Se sacó aquel pensamiento de la cabeza puesto que ya era demasiado tarde para hacer nada al respecto, así que continuó avanzando guiado por el ruido de los combates y la luz de las llamas.

Al cabo de un rato vio una mancha oscura que era cruzada de vez en cuando por las líneas luminosas de los proyectiles trazadores, y supo que habían encontrado la salida. Y esperaba que fuera a parar al sitio al que se suponía que se dirigían. El túnel se estrechó y Julius se vio obligado a utilizar la masa de su armadura y la energía del puño de combate para abrirse paso por el interior del atolón.

El capitán salió al exterior y se encontró al extremo de un amplio valle de coral rosa. Al otro lado del mismo se alzaba un gigantesco templo con dos torres que llegaban incluso a atravesar las nubes. En los bordes del valle se alineaban cientos de torres desiguales y aullantes que se inclinaban hacia dentro, por lo que aquella amplia garganta parecía una herida dentada abierta en el coral.

Varias bandadas de laer alados volaban alrededor del extremo superior del templo. Julius distinguió en el centro del valle la heroica silueta del primarca, que se abría paso con grandes mandobles de su espada dorada. Filo de fuego. El casco con alas de águila de Fulgrim brillaba en la oscuridad, y Julius sintió un enorme orgullo al ver a su señor.

Las centelleantes armas de la Guardia del Fénix rodeaban a Fulgrim. Las largas alabardas mantenían a raya a los laer mientras el grupo se abría camino hacia el templo situado al otro extremo del valle. Vio la enorme silueta del hermano Thestis, que se encontraba al lado del primarca y blandía en alto el estandarte de la Legión de los Hijos del Emperador. El águila que remataba el mástil de la enseña resplandecía con una clara luz dorada bajo el brillo de la luna, y el paño púrpura del estandarte ondeaba como la seda bajo el viento.

Julius se dio cuenta de inmediato que su primarca estaba rodeado.

—¡Guerreros de la Primera, acudid al Fénix! —gritó.

El señor de los Hijos del Emperador golpeó a sus enemigos con tremendos tajos de espada, y con cada terrible mandoble mataba a uno de los laer. Nadie podía enfrentarse a él y sobrevivir, así que cuando surgía la traicionera idea de que aquel combate no marchaba según el plan, aparecía como un asesino en la noche.

Las miembros de la Guardia del Fénix luchaban como los héroes que eran. Las armas de cuchillas doradas mataban a todo aquel que se atrevía a ponerse al alcance de sus letales alabardas. El valiente Thestis sostenía bien en alto el estandarte de la legión y mataba con la larga hoja de su espada a todo aquel que se acercaba. Los laer morían a su alrededor, abatidos por las letales armas de filo o acribillados por los disparos precisos y disciplinados de los bólters. Una extraña neblina flotaba sobre el campo de batalla a la altura de los tobillos. Despedía un olor fragante y nada desagradable. Los aullidos de las torres ahogaban los gritos de los laer. Fulgrim no recordaba una zona de combate con mayor frenesí a su alrededor.

Jamás había experimentado una avalancha semejante de colores y sonidos, y no conseguía imaginarse para qué serviría todo aquello. El inmenso templo parecía encontrarse en el centro de toda aquella cacofonía. Las aberturas de su superficie, que se asemejaban a ventanas, eran la fuente de los aullidos más fuertes, y de ellas surgía aquella neblina rosácea que inundaba el aire. La estructura se encontraría en esos momentos a aproximadamente unos trescientos metros de él, pero sin más guerreros con los que contar, bien podría haber estado a trescientos años luz.

Se le ocurrió otra idea mientras partía a un laer de la cabeza a los pies de un solo tajo: quizá lo habían atraído de un modo deliberado a aquel valle infernal. El coral rosáceo de sus laderas y las torres retorcidas que se alineaban en las crestas de los bordes le recordaron una planta que había visto en los pantanos húmedos de 28-2, que se alimentaba de los grandes insectos de la jungla tras atraerlos hacia sus hojas en forma de fauces para luego atraparlos y digerirlos allí mismo.

Sólo los guerreros que lo habían acompañado hasta allí a bordo de la Pájaro de Fuego luchaban a su lado, y aunque lo hacían con valentía, iban cayendo uno a uno. Semejante ritmo de desgaste tan sólo podía tener un desenlace. Miró hacia las laderas del valle en busca de alguna señal de las demás compañías y alzó un puño en el aire en gesto de triunfo cuando vio a Julius Kaesoron y a los guerreros de la Primera Compañía abrirse camino hacia él a través de la masa de reptantes y aullantes guerreros laer.

La armadura de exterminador le proporcionaba a cada guerrero la fuerza y la potencia de un tanque, y aunque a Fulgrim le habían repugnado a primera vista aquellas armaduras de aspecto poco elegante, en ese momento se alegró inmensamente de verlas.

—¡Ved como llega la poderosa Primera! —gritó Fulgrim—. ¡Seguid avanzando, hermanos, seguid avanzando!

El hermano Thestis se lanzó hacia adelante: empuñaba el estandarte de la legión con una mano mientras con la otra daba tajos salvajes a diestro y siniestro para abrirse paso entre los laer. Fulgrim se apresuró a colocarse a su lado para proteger el flanco a su fiel portaestandarte mientras la Guardia del Fénix se reorganizaba alrededor de ellos.

—¡Seguid al Fénix! —gritó Julius Kaesoron, a sus espaldas.

Fulgrim se echó a reír de pura alegría ante la elegancia del combate cuando los guerreros de la Primera se estrellaron contra las líneas de los laer. El apotecario Fabius había dicho que los laer se modificaban a sí mismos mediante ciertos procesos para avanzar hacia la perfección, pero no eran más que un pobre remedo de la perfección de los astartes de su legión.

Fulgrim atravesó el cráneo de un guerrero laer de un solo puñetazo mientras se esforzaba por imaginarse hasta qué límites podrían llegar si tanto él como sus guerreros se embarcaban en un proceso similar y lo orgulloso que se sentiría su padre cuando viera las maravillas y prodigios que había conseguido.

Un sibilante guerrero laer le clavó el arma en la hombrera de la armadura. El filo salió por el otro lado y le abrió un leve surco en el casco dorado. Fulgrim lanzó un grito, más de sorpresa que de dolor, y le atravesó las fauces al alienígena con una estocada de su arma.

Se obligó a sí mismo a concentrarse en el combate y no en la gloria que albergaba el futuro. Vio que más guerreros entraban en el valle a través de agujeros excavados en el coral. Frunció el entrecejo por la tardanza de sus tropas, ya que su plan consistía en un ataque imparable lanzado contra el templo en perfecta sincronización. En algún momento se habían torcido los planes y sus guerreros se habían visto retrasados. Aquella idea repentina le preocupó sobremanera y su humor se ensombreció.

A medida que más y más guerreros de los Hijos del Emperador entraban en masa en el valle, Fulgrim y el estandarte de la legión se adentraron más profundamente en las frenéticas filas de los laer. El templo ya estaba irresistiblemente cerca. Un cegador rayo de energía verde apareció de repente y Fulgrim se puso a salvo saltando a un lado. Sintió el calor del disparo del arma alienígena, pero hizo caso omiso del dolor y se volvió para enfrentarse a su enemigo. La Guardia del Fénix ya había acabado con su atacante.

—¡El estandarte cae! —gritó una voz.

Fulgrim se volvió de nuevo y vio al hermano Thestis de rodillas con todo el cuerpo convertido en una estatua llameante mientras el letal fuego alienígena lo consumía. El estandarte de la legión se escapó de los dedos muertos de Thestis y se desplomó hacia el suelo, con el tejido de la bandera ardiendo allí donde el haz de luz lo había rozado.

Fulgrim se acercó a Thestis y agarró el mástil del estandarte antes de que llegara al suelo. Luego lo alzó bien en alto para que toda la legión viera que no había caído. Las llamas devoraron con rapidez la tela y destruyeron con su hambre inconsciente lo que un centenar de mujeres llorosas habían tejido para el hermoso primarca de la III Legión. La heráldica con la garra del águila que estaba bordada sobre el estandarte desapareció bajo el fuego, y Fulgrim notó que se enfurecía todavía más ante aquel nuevo insulto a su honor. Varios trozos ardientes de tejido cayeron a su alrededor, pero vio que el águila que remataba el estandarte se mantenía indemne ante el fuego, como si un poder la protegiera de todo daño.

—¡El águila todavía vuela! —gritó—. ¡El águila jamás caerá!

Los guerreros de Fulgrim rugieron contagiados por su rabia y redoblaron sus esfuerzos por destruir a sus enemigos. Al lado de Fulgrim resonaron los fuertes estampidos de disparos de bólter, y el primarca se dio la vuelta a tiempo de ver como Julius Kaesoron abatía a un par de laer alados que se habían lanzado en picado a por el estandarte ya ennegrecido. La Guardia del Fénix formó un cordón protector alrededor del primarca mientras éste se acercaba, manteniendo en alto en todo el momento el estandarte, al capitán de exterminadores.

—¡Capitán Kaesoron! —le dijo a gritos—. Llegas tarde.

—Os pido disculpas, mi señor —respondió Kaesoron con voz contrita—. Resultó más difícil de lo previsto encontrar un paso a través del coral.

—Las dificultades no sirven como excusa —le advirtió Fulgrim—. La perfección debe superar a la dificultad.

—Así debe ser, mi señor —contestó Kaesoron, mostrándose de acuerdo—. No volverá a ocurrir.

Fulgrim asintió.

—¿Dónde está la Segunda del capitán Demeter?

—No lo sé, mi señor. No ha respondido a las llamadas por el comunicador.

Fulgrim le dio la espalda a Kaesoron y concentró la atención de nuevo en la batalla.

—Os necesitaré a ti y a tus guerreros para entrar en ese templo. Seguidme.

El primarca no esperó a que le contestaran y atravesó al trote el destacamento de la Guardia del Fénix, cuyos miembros se apresuraron a colocarse en formación a su alrededor cuando Fulgrim llevó al águila de nuevo al combate. Una andanada de cohetes y otros proyectiles se estrelló contra el templo, y varios trozos gigantescos de coral se desplomaron contra el suelo del valle y aplastaron a los laer que estaban agrupados en la base del templo.

Los Hijos del Emperador formaron una cuña de combate con Fulgrim en la punta, y esa lanza se clavó profundamente en los laer. Los alienígenas que estaban más cerca del templo lucharon con una violencia que rayaba la locura. La neblina rosácea les envolvía el cuerpo como una gasa translúcida, y sus gritos recordaban los de los espectros aullantes de los antiguos mitos. Atacaron sin pensar en defenderse en ningún momento, y Fulgrim casi hubiera podido jurar que simplemente se lanzaban a empalarse en su espada. Con cada mandoble sus cuerpos soltaban chorros de sangre oscura y lo que el primarca más tarde afirmaría que eran aullidos de placer.

Las torres retorcidas del templo aullante se alzaban muy por encima de él, y la inmensa entrada de arco se abría como la boca de una cueva submarina. A su alrededor se veían los gigantescos trozos de coral arrancados de la fachada, y decenas y decenas de serpenteantes guerreros laer se apresuraron a rodearlos. Empuñaban en sus múltiples extremidades espadas curvadas, que relucían con un fuego azul en mitad de la neblina rosácea que salía del templo medio destrozado.

Los Hijos del Emperador se lanzaron contra ellos y el combate fue tan feroz como breve. Los laer lucharon con unos tajos inhumanamente veloces de sus letales armas. Ni siquiera la armadura de los exterminadores era capaz de resistir aquellas espadas, y más de uno de los guerreros de Kaesoron perdió una extremidad o la vida ante la energía antinatural que albergaban.

Más y más Hijos del Emperador entraron en el valle, por lo que ya fue imposible detener su avance, y siguieron aniquilando a los guerreros que se interponían entre ellos y la inmensa entrada cavernosa del templo.

—¡Ya los tenemos, hijos míos! —gritó Fulgrim.

El primarca se abrió paso hacia el templo de los laer; empuñaba la espada dorada en una mano y sostenía en alto el resplandeciente estandarte del Águila.

Julius Kaesoron había matado con la furia de uno de los guerreros de Angron, ya que la vergüenza que sintió ante el reproche del primarca había impulsado su valor a unas cotas de imprudencia extrema para demostrar su valía. Ya había perdido la cuenta de los laer que había matado. En esos momentos, la oscuridad del interior del templo lo envolvía mientras seguía al águila dorada que llevaba su primarca hasta el mismo corazón de la negra estructura coralina.

La oscuridad parecía estar viva, y se tragaba toda la luz y el sonido como si quisiera guardarlos con fervor. Julius todavía oía el estallido de las explosiones, el estampido de los disparos, el entrechocar de las espadas y el aullido enervante de las torres, pero esos sonidos disminuían a cada paso que daba, como si en realidad estuvieran descendiendo por una sima infinitamente profunda.

Fulgrim, que marchaba por delante de ellos, seguía avanzando sin darse cuenta o sin importarle el efecto que la oscuridad del templo estaba teniendo sobre sus guerreras. Julius se dio cuenta de que incluso los miembros de la Guardia del Fénix, habitualmente imperturbables, se mostraban intranquilos en aquel lugar. No era de extrañar, ya que el propio primarca había declarado que aquel sitio era una sede de adoración.

La idea de adorar le repugnaba a Julius tanto como la idea del fracaso. Pensar que se encontraba en un templo donde unos viles alienígenas alababan a falsos dioses aumentaba su odio por ellos. Los guerreros que se habían abierto paso hasta el templo se desplegaron mientras seguían a sus oficiales, con las espadas en alto o los bólters preparados para disparar en caso de que apareciera una nueva amenaza en el lugar que los laer habían defendido con tanto tesón.

—Aquí dentro hay un gran poder —dijo Fulgrim. Su voz sonaba increíblemente lejana—. Puedo sentirlo.

La Guardia del Fénix cerró filas a su alrededor, pero el primarca les indicó con un gesto que se apartaran. Luego envainó a Filo de fuego y se quitó el casco con alas de águila para entregárselo al más cercano de sus escoltas. Aunque los miembros de la Guardia del Fénix se los dejaron puestos, otros muchos guerreros imitaron el gesto de su primarca.

Julius hizo lo mismo y abrió los cierres de sellado de la gorguera para quitarse el casco. Tenía la piel pegajosa por el sudor. Aspiró profundamente para limpiarse los pulmones del oxígeno reciclado pero estancado del interior de la armadura. El aire estaba caliente y cargado de olores. Una neblina espesa surgía de diversos agujeros abiertos en las paredes, y se quedó sorprendido al descubrir que estaba un poco mareado.

La oscuridad del templo comenzó a disiparse a medida que se adentraban en su interior. Julius empezó a oír una música que sonaba delante de ellos, un sonido frenético semejante al que harían un millón de orquestas enloquecidas que tocaran un millón de melodías distintas al mismo tiempo. Un resplandor multicolor atravesó la penumbra procedente del punto donde Julius calculaba que se encontraba el origen de toda aquella música discordante. El guerrero notó incluso desde aquella distancia un frío ramalazo de aire fresco que indicaba la existencia de un espacio abierto de mucho mayor tamaño por delante de ellos. Aceleró el paso y con unas grandes y poderosas zancadas se colocó al lado del primarca.

Cuando Julius entró en la caverna, le dio la impresión de que le apartaban de la mente un velo pesado que hasta ese momento no sabía que existía. Se llevó las manos a los oídos cuando una oleada de sensaciones cacofónicas lo asaltaron con una andanada de luz y de sonido.

Una luz cegadora llenaba aquel inmenso espacio del interior del templo y saltaba de una pared a otra al mismo tiempo que el bombardeo de ruidos resonaba en un ensordecedor. Unos destellos de colores increíbles flotaban por el aire como si, de algún modo, la luz se hubiera visto atrapada en la neblina húmeda y aromática que serpenteaba por la estancia. Unas estatuas monstruosas, que Julius supuso se trataban de los dioses de los laer, se alineaban a lo largo de la circunferencia del templo. Eran unas criaturas enormes, con brazos múltiples y cabeza de toro, de donde nacían unos cuernos inmensos y retorcidos. La piel de piedra estaba perforada por numerosos anillos cubiertos de pinchos. El tórax de cada dios estaba cubierto por una placa pectoral de armadura que, sin embargo, dejaba al descubierto el lado derecho.

Unas pinturas increíbles cubrían cada centímetro de las paredes. Julius se puso tenso al ver a los centenares de laer que se arrastraban por el suelo de la cámara. El siseo horrible y seco de sus cuerpos al rozarse con la piedra era el sonido más repugnante que jamás hubiera oído. Se dispuso a lanzar un grito de aviso, pero se dio cuenta de inmediato que no hacía falta, ya que aquellos cuerpos serpentinos estaban entrelazados en lo que parecía una grotesca reunión sexual.

Era evidente que fuese cual fuese el poder que había impulsado a los laer a defender el templo con una ferocidad tan enloquecida no afectaba a los que se encontraban en su interior. Estaban tirados por el suelo en un reposo lánguido. Tenían los cuerpos, relucientes y multicolores, cubiertos de anillos, del mismo modo que las estatuas. Sus movimientos lentos y torpes parecían ser el efecto de la ingestión de alguna clase de narcótico muy poderoso.

—¿Qué están haciendo? —preguntó Julius en voz alta para hacerse oír por encima del estruendo—. ¿Se están muriendo?

—Si lo están haciendo, debe de tratarse de una muerte muy placentera —respondió Fulgrim, que miraba con ansiedad algo que se encontraba en el centro de la cámara.

Julius siguió aquella mirada y vio que los laer reptantes rodeaban un bloque circular de piedra negra veteada. En el bloque había incrustada una gran espada de hoja suavemente curva.

La empuñadura era larga y plateada, con la superficie muy parecida a las escamas de una serpiente. En el pomo había engastada una piedra púrpura parpadeante que despedía unos reflejos cegadores.

—Estaban protegiendo eso —afirmó Fulgrim.

La voz del primarca le volvió a sonar a Julius débil y lejana. Le escocían los ojos por el humo, y comenzó a sentir los efectos de un tremendo dolor de cabeza a medida que la luz y el sonido continuaban martilleándole los sentidos.

—No —susurró Julius. No entendía cómo era posible que lo supiese, pero estaba seguro de que los laer no eran adoradores en aquel templo, sino sus esclavos—. Esto no es un lugar de reverencia, sino de dominio.

Fulgrim caminó a través de la masa de laer sin soltar el estandarte rematado por el águila. La Guardia del Fénix se dispuso a seguirlo, pero él les ordenó con un gesto que se quedaran donde estaban. Julius intentó gritarle a su primarca que allí ocurría algo muy malo, pero le pareció que el humo perfumado se apresuraba a llenarle los pulmones y a dejarlo sin aire para gritar al mismo tiempo que un susurro estridente le siseaba en el oído.

«Julius, déjalo que me tome».

Las palabras se le escaparon de la mente en cuanto las oyó, y notó como una extraña sensación de abotargamiento le embargaba todo el cuerpo. Sintió un cosquilleo agradable en la punta de los dedos mientras observaba a Fulgrim pasar entre los laer tirados por el suelo.

A cada paso que daba el primarca, los laer que había ante él se apartaban y dejaban un espacio libre hacia el bloque de piedra. Cuando el primarca alargó la mano para empuñar el arma, Julius recordó las palabras que había pronunciado Fulgrim al entrar en el templo: «Aquí dentro hay un gran poder».

Sintió la energía en el aire, un suspiro en el viento que aullaba en el interior del templo, una palpitación en aquellas paredes vivas y… el grito de liberación cuando el filo de un arma cortaba por la mitad un ojo, la caricia de la seda sobre la piel desnuda, el grito arrancado de la boca de una carne violada y la bendición de la agonía que provocaba una mutilación propia.

Julius gritó cuando aquellas sensaciones de horror y éxtasis le inundaron la mente. Una risa delirante resonó por toda la cámara, aunque nadie más pareció oírla. Alzó la mirada entre aquellas sensaciones agónicas y vio que los dedos de Fulgrim asían con facilidad la empuñadura de la espada. Un suspiro, semejante al viento antiguo del desierto más vacío, llenó la estancia. Julius notó que un leve estremecimiento sacudía el templo, una sacudida de liberación y de algo cumplido, mientras veía a Fulgrim sacar la espada del bloque de piedra.

El primarca de los Hijos del Emperador contempló admirado la hoja de la espada. Un brillo espectral procedente de las luces que bailaban llenando la cámara le iluminó el rostro. Los laer siguieron serpenteando en el suelo. Sus cuerpos continuaron ondulando con movimientos obscenos cuando el primarca alzó en alto el mástil del estandarte quemado y lo metió en el hueco de la piedra de donde acababa de sacar la espada.

El águila recibió de lleno la luz y despidió centenares de reflejos fracturados de sus alas. A Julius le pareció un espectáculo terrible, ya que la luz provocaba la impresión de que el águila se estuviese retorciendo de dolor.

Fulgrim hizo girar la espada en la mano para probar su equilibrio. Luego sonrió mientras miraba a los centenares de laer que yacían tendidos en el suelo a su alrededor.

—Matadlos a todos —ordenó—. No dejéis a ninguno con vida.