CUATRO
LA VELOCIDAD DE LA GUERRA
UN CAMINO MÁS LARGO
LA HERMANDAD DEL FÉNIX
La purga de Laeran representó en muchos sentidos el epítome de la búsqueda de la perfección por parte de Fulgrim. Las batallas que se libraron en el planeta océano fueron salvajes e inmisericordes. Cada victoria se logró sólo después de unos combates que se contaron entre los más feroces librados por la legión, pero conseguida a una velocidad que rozaba lo milagroso. La exterminación de los laer y el sometimiento de todo su planeta se consiguió con los muertos de los Hijos del Emperador.
Cada atolón capturado se transformó con rapidez en una base de operaciones defendida por los Palatinos de Archite mientras los marines espaciales continuaban con la incesante campaña planeada por su primarca. Aunque los laer eran una especie de tecnología avanzada, jamás se habían enfrentado a un enemigo tan decidido a destruirlos por completo como era la legión de Fulgrim. Fueron tales la excelente planificación y la previsión concienzuda del primarca que nada de lo que los laer hicieron fue suficiente para impedir, ni siquiera retrasar, su condena inevitable.
A bordo de la Orgullo del Emperador se llevaron especímenes vivos y muertos de guerreros laer para su estudio, aunque bajo estrictos procedimientos de cuarentena. Los apotecarios de la legión se dedicaron a diseccionarlos para obtener tanta información como fuera posible sobre sus enemigos. Las especímenes variaban desde la casta guerrera que había defendido el atolón 19 hasta criaturas voladoras con alas rematadas con garras y capaces de inyectar veneno con sus mordiscos, pasando por monstruos acuáticos con pulmones modificados y colas parecidas a arpones.
Era fascinante ver tanta variedad en una misma especie, y cada vez se llevaron más y más organismos para su estudio.
El renombre conseguido por los capitanes y los guerreros de la legión crecía con cada victoria, y Fulgrim encargó cientos de nuevas obras de arte en su honor. Las naves de la flota no tardaron en asemejarse a inmensas galerías de arte, con las paredes cubiertas de pinturas maravillosas y de increíbles esculturas de mármol colocadas sobre pedestales de ónice reluciente. Se escribieron poemas como para llenar bibliotecas, y se compusieron grandes sinfonías. Incluso se llegó a rumorear que Bequa Kynska había comenzado a componer también una ópera para conmemorar la victoria inminente.
Al primer capitán Julius Kaesoron, que no pudo participar en los primeros asaltos al atolón 19, se le concedió el honor de dirigir las tropas de primera línea bajo el mando del comandante general Vespasian. Aunque Eidolon lo superaba en rango, había sido él quien había dirigido a las fuerzas que habían sometido a 28-2, por lo que el honor le correspondía a Vespasian.
La guerra por Laeran se libró en muchos campos de batalla diferentes. Los guerreros de los Hijos del Emperador tuvieron que luchar sobre atolones flotantes y a través de enormes estructuras antiguas en ruinas que surgían de la superficie del océano, con el trasfondo de olas espumeantes que se estrellaban contra paredes que antaño se habían alzado miles de metros sobre el suelo.
Las ciudades subacuáticas se descubrieron a los pocos días del inicio de la campaña, y los destacamentos de astartes empezaron a combatir en la oscuridad abisal de las trincheras del lecho marino y a destruir estructuras que nunca habían visto la luz del sol. Llegaron a ellas en torpedos de asalto especialmente modificados para el entorno que se lanzaron desde cruceros que flotaban sobre el mar.
Solomon Demeter dirigió a la Segunda Compañía contra la primera de esas ciudades, y la conquistó en seis horas. Su plan de ataque recibió las alabanzas del propio primarca. Marius Vairosean libró numerosas acciones contra las estaciones orbitales de los laer que habían escapado a la detección de la flota. También participó en los abordajes contra naves alienígenas controladas telepáticamente por sus pilotos, que se hallaban conectados a esas naves de un modo parasitario repugnante.
Julius Kaesoron coordinó los ataques contra los atolones de los laer y descubrió una pauta en sus movimientos, que hasta ese momento se habían considerado aleatorios. Al principio se pensaba que los atolones eran entidades independientes que seguían su propio curso por el cielo del planeta, pero al analizar todos sus movimientos, Julius se había percatado de que cada uno de ellos trazaba una órbita propia alrededor de un atolón concreto.
No era ni el de mayor tamaño, ni el mis impresionante, de todos los atolones que se habían identificado, pero cuanto más se estudiaban las trayectorias, más obvia era su importancia. Los consejeros estratégicos concibieron la teoría que de que quizá se tratara de la sede de la clase gobernante de Laeran, pero cuando le mostraron el trazado al primarca, éste se dio cuenta de inmediato de cuál era su verdadero propósito.
No era un lugar desde donde gobernar, sino un lugar al que reverenciar.
* * *
Las frías luces fluorescentes resplandecían en el apotecarion de la Orgullo del Emperador. El fuerte brillo se reflejaba con intensidad en los armarios médicos de puertas de cristal y en los cuencos metálicos relucientes que contenían instrumental quirúrgico u órganos ensangrentados. El apotecario Fabius dirigía a sus ayudantes mientras éstos empujaban la pesada camilla metálica donde se encontraba el cadáver de un guerrero laer que traían desde los helados gabinetes mortuorios, en los que la temperatura se mantenía bajo cero de forma artificial.
Fabius llevaba recogido el largo cabello blanco, muy parecido al del primarca, en una cola de caballo muy ceñida. Aquello acentuaba la angulosidad de su rostro y la frialdad de sus ojos oscuros. Sus movimientos eran bruscos, y la exactitud de los mismos reflejaba la intensidad y la precisión de sus métodos de trabajo. Tenía la armadura colgada de un soporte en su sala de armas, y en ese momento sólo llevaba puesta una túnica quirúrgica roja y un pesado mandil de cuero, ambos cubiertos de manchas de la oscura sangre alienígena.
Del cuerpo se desprendían volutas de aire frío. Asintió con gesto satisfecho cuando sus ayudantes detuvieron la camilla al lado de la losa de piedra donde realizaba las autopsias. En ésta ya se encontraba otro guerrero laer, casi recién llegado del campo de batalla. A este espécimen lo habían matado de un disparo en la cabeza, por lo que la mayor parte de su cuerpo no había sufrido daños. Al menos, durante el combate. La piel todavía estaba tibia al tacto y apestaba con el hedor aceitoso de sus secreciones. En los paneles hololíticos que colgaban del techo sostenidos por finos cables aparecían hilera tras hilera de datos que proyectaban imágenes fantasmales en las paredes desnudas y asépticas.
Fabius había estado trabajando en el cuerpo tibio a lo largo de unas cuantas horas y el fruto de sus esfuerzos había sido bastante singular. Había retirado las entrañas de la criatura y había colocado los órganos como trofeos sobre las bandejas plateadas que rodeaban la losa mortuoria. La sospecha que le había rondado por la cabeza desde el ataque al atolón 19 se había confirmado por fin, por lo que se decidió a enviar a lord Fulgrim toda la información relativa a sus descubrimientos.
El primarca se encontraba en la puerta del apotecarion. La Guardia del Fénix, armada con alabardas, se encontraba a una distancia respetuosa a la espalda del señor de los Hijos del Emperador. Aunque la estancia era un lugar amplio, de paredes de baldosas blancas y techos altos, daba la sensación de estar abarrotada, tal era la fuerza de la presencia del primarca. Fulgrim había acudido directamente desde el campo de batalla. Llevaba puesta la armadura de combate de color púrpura, con la sangre todavía alterada por la emoción del feroz combate. La campaña había entrado ya en su tercera semana de lucha y en ningún momento habían cesado los combares. Cada batalla expulsaba a los laer de los diferentes atolones y los hacía retroceder hacia el que el primarca había identificado como un lugar de adoración religiosa.
—Será mejor que sea interesante, apotecario —le dijo Fulgrim—. Todavía tengo todo un mundo por conquistar.
Fabius asintió y se inclinó sobre el cuerpo ya frio. Una hoja de escalpelo surgió del guantelete nartecium que llevaba puesto y cortó todos los puntos de sutura que mantenían cerrada la gran incisión de la caja torácica. Apartó las gruesas capas de pellejo y de músculo y luego las fijó con grapas a los lados para mantenerlas abiertas y dejar al descubierto el interior. Fabius sonrió al ver las entrañas del guerrero laer y se quedó admirando de nuevo la disposición perfecta de los órganos en la cavidad, lo que convertía a aquellos seres en unas máquinas de matar tan temibles.
—Lo es, mi señor —le prometió Fabius—. Jamás me había imaginado algo así, ni por lo que sé lo ha hecho nadie más, salvo los genetistas más extremos de Terra.
—¿Algo como qué? —exigió saber Fulgrim—. Apotecario, no me agotes la paciencia con acertijos.
—Es que es algo fascinante, mi señor, fascinante —insistió Fabius, de pie entre los cadáveres de los dos laer—. He realizado análisis genéticos de ambos especímenes y he encontrado muchos datos que pueden ser de gran interés.
—Lo único que me interesa de estas criaturas es saber cómo matarlas —replicó Fulgrim.
Fabius se dio cuenta de que sería mejor ir al grano con rapidez. La presión de dirigir en persona una campaña semejante era extenuante, incluso para un primarca.
—Por supuesto, mi señor, por supuesto, pero creo que os interesará saber cómo vivían estos especímenes. Según los resultados de mis investigaciones, parece que los laer no son tan diferentes a nosotros en su búsqueda de la perfección. —Fabius señaló con un gesto las cavidades torácicas abiertas de ambos guerreros—. Por ejemplo, estos dos especímenes. Genéticamente son idénticos, en el sentido de que proceden de la misma variante genética, pero se han modificado sus órganos internos.
—¿Modificado? —inquirió Fulgrim—. ¿Con qué propósito?
—Me imagino que para que se adaptaran mejor a la función que debían cumplir en la sociedad laer. Son especímenes bastante asombrosos, que han sido alterados genética y químicamente desde el nacimiento para llevar a cabo a la perfección una tarea predeterminada. Este, por ejemplo, es evidentemente un guerrero, con un sistema nervioso central diseñado para que funcione a un nivel de operatividad mucho más elevado que los enviados que capturamos al comienzo de la guerra. ¿Ve estas glándulas de aquí?
Fulgrim se inclinó sobre el cuerpo para acercarse y frunció la nariz en un gesto de asco ante el hedor que desprendía el alienígena.
—¿Para qué sirven?
—Han sido diseñadas para excretar una sustancia sobre el caparazón del laer. Dicha sustancia forma una «costra» endurecida sobre las zonas dañadas del cuerpo. A efectos prácticos, estos órganos tienen una función autorreparadora que puede anular a los pocos segundos los daños sufridos en combate. Hemos tenido suerte de que el capitán Demeter lograra matarlo de un modo tan instantáneo con un disparo en la cabeza.
—¿Todos los laer tienen estos órganos? —le preguntó Fulgrim.
Fabius hizo un gesto negativo con la cabeza para luego señalar con un gesto de la barbilla los datos que aparecían sin cesar en las placas hololíticas. De repente, también mostraron imágenes de algunos laer diseccionados y unas proyecciones parpadeantes de diferentes órganos alienígenas aparecieron sobre los cadáveres y dieron vueltas sobre sí mismas en el aire.
—No, no todos los tienen —le aclaró Fabius—. Y eso es lo que les hace ser tan fascinantes. Cada laer es alterado desde su nacimiento para conseguir que cumpla a la perfección el propósito para el cual se le ha creado, ya sea un guerrero, un explorador, un diplomático o incluso un artista. Algunos de los enviados que capturamos poseían unas cavidades oculares de mayor tamaño para absorber una cantidad de luz superior a la habitual, otros disponían de centros de habla potenciados en el cerebro, y la mayoría estaban diseñados para ser fuertes y resistentes, quizás para que funcionaran mejor como operarios.
Fulgrim estudió los datos que aparecían en las placas y absorbió la información a una velocidad mayor que la de cualquier mortal.
—Se encaminan hacia su propia perfección.
—Así es, mi señor. Para los laer, modificar la composición física de su cuerpo es el primer paso hacia la perfección.
—Entonces, ¿crees que los laer son perfectos? —le preguntó Fulgrim. Pero su tono de voz estaba cargado de advertencia—. Ten cuidado con lo que dices. Comparar a estas criaturas alienígenas con la obra del Emperador sería una equivocación.
—No, no —se apresuró a responder Fabius—. Lo que el Emperador ha hecho con nosotros es increíble, pero ¿y si no es más que el primer paso de un camino más largo? Somos los Hijos del Emperador, y al igual que los hijos, debemos aprender a caminar solos y dar nuestros propios pasos adelante. ¿Qué ocurriría si miráramos nuestros cuerpos y encontráramos nuevos modos de mejorarlos y acercarlos a la perfección?
—¡Mejorarlos! —exclamó Fabius al tiempo que se acercaba con gesto amenazante a Fabius—. ¡Debería matarte ahora mismo por decir algo semejante, apotecario!
—Mi señor —se apresuró a responder Fabius—. Nuestro propósito en la vida es buscar la perfección en todas las cosas, y eso significa que debemos dejar a un lado cualquier clase de aprensión o escrúpulo que nos impida conseguirla.
—Lo que el Emperador ha logrado en nosotros es perfecto —le contestó Fulgrim, recalcando cada palabra.
—¿Lo es en verdad? —inquirió Fabius, sorprendido por su atrevimiento al cuestionar el procedimiento casi milagroso con el que se habían conseguido sus propias mejoras físicas—. Nuestra amada legión casi quedó destruida al nacer, ¿no es cierto? Un accidente destruyó casi por completo la semilla genética que formaba parte de nuestra creación, pero ¿y si fue una imperfección y no un accidente lo que provocó aquella catástrofe terrible?
—Conozco muy bien nuestra propia historia —le replicó con tono cortante Fulgrim—. Para cuando mi padre me llevó de regreso a Terra, la legión apenas se componía de unos doscientos guerreros.
—¿Y recuerda lo que le dijo el Emperador acerca del accidente?
—Lo recuerdo perfectamente, apotecario. Mi padre me dijo que era mejor que ese accidente me hubiera ocurrido al principio de la vida, ya que de ese modo despertaría al ave fénix que hay en mi interior y ella me haría renacer de mis cenizas.
Fulgrim lo miró fijamente, y Fabius sintió el poder y la furia que había detrás de los ojos de su señor mientras recordaba la angustia que sintió en aquellos tiempos lejanos. Sabía que estaba jugando a algo peligroso. Era muy posible que hubiera firmado su sentencia de muerte al haber hablado con tanta franqueza, pero las posibilidades que se abrían ante ellos merecían correr con cualquier riesgo. Intentar descifrar los secretos del método de creación de los astartes que el Emperador había utilizado sería la mayor tarea de su vida. Si no merecía la pena arriesgarse por aquello, ¿qué lo merecía?
Fulgrim se volvió hacia los guerreros de la Guardia del Fénix.
—Dejadnos solos. Esperadme fuera, y no volváis hasta que yo os llame.
Fabius vio que, a pesar de que su señor se encontraba en su propia nave insignia, los guardaespaldas del primarca se sentían inquietos por tener que dejarlo sin protección, pero asintieron y salieron del apotecarion.
Fulgrim no se volvió hacia Fabius hasta que el último de ellos salió y la puerta se cerró tras su paso. La mirada del primarca era pensativa, y la mantuvo perdida entre el apotecario y los cadáveres de los laer, como si los pensamientos que le llenaban la cabeza fueran tan ajenos a Fabius como los de los propios laer.
—¿Crees que podrías mejorar la semilla genética de los astartes? —le preguntó al cabo de unos momentos.
—No estoy seguro del todo —le respondió Fabius al mismo tiempo que intentaba disimular la satisfacción que sentía—, pero creo que como mínimo deberíamos intentarlo. Es posible que acabemos por no conseguir nada, pero si no es así…
—Nos acercaríamos a la perfección —remató Fulgrim.
—Y sólo le fallaríamos al Emperador si no aspiráramos a la perfección —añadió Fabius.
Fulgrim asintió.
—Tienes mi permiso, apotecario. Haz lo que debas hacer.
* * *
La Hermandad del Fénix se reunió en la Heliópolis a la luz de las antorchas. Los miembros llegaron de uno en uno o por parejas atravesando el enorme portal de bronce y luego se sentaron alrededor de una amplia mesa circular colocada en el centro del suelo oscuro. La luz reflejada en el techo cubría la mesa acompañada por el brillo anaranjado de las llamas del brasero que se había colocado en el centro de la misma. Las sillas de madera negra y respaldo alto estaban colocadas de forma equidistante alrededor de la mesa. La mitad de ellas estaban ocupadas por guerreros envueltos en capas pertenecientes a los Hijos del Emperador. Sus armaduras relucían, aunque todas estaban algo abolladas y era evidente que habían visto mejores tiempos.
Solomon Demeter vio como Julius Kaesoron y Marius Vairosean pasaban por la Puerta del Fénix. Les siguieron los capitanes que faltaban y que no se encontraban en esos momentos involucrados en alguna batalla de la campaña. Solomon captó el cansancio que sentían y les hizo un gesto de asentimiento a medida que se sentaban a su alrededor. Se sintió agradecido de ver que sus amigos habían regresado sanos y salvos de otra agotadora ronda de batallas en el planeta que se encontraba bajo ellos.
La conquista de Laeran había sido dura para todos. Casi tres cuartas partes de la legión se encontraban en el campo de batalla permanentemente, y había pocos momentos u ocasiones de tener un descanso en una guerra tan absorbente. En cuanto una de las compañías regresaba a la flota, recibía nuevos suministros y era enviada de nuevo al combate.
El plan de lord Fulgrim era audaz y brillante, pero no dejaba mucho lugar para el descanso y la recuperación. Incluso el habitualmente infatigable Marius parecía exhausto.
—¿Cuántos? —preguntó Solomon, aunque ya temía de antemano la respuesta.
—Once muertos —contestó Marius—. Aunque me parece que morirá otro más antes de que acabe el día.
—Siete —añadió Julius con un suspiro—. ¿Qué hay de ti?
—Ocho —le informó Solomon—. ¡Por el fuego!, esto es brutal. Y los demás han sufrido algo parecido.
—Si no peor —comentó Julius—. Nuestras compañías son las mejores.
Solomon asintió. Sabía que Julius no estaba fanfarroneando, ya que él sería incapaz de hacer algo así. Se había limitado a expresar un hecho.
—También hay gente nueva —dijo al ver dos caras recién llegadas a la Hermandad del Fénix.
Llevaban la insignia de capitán en la hombrera, pero lo más probable era que la pintura todavía no se hubiera secado del todo.
—Las bajas no se limitan a la tropa de línea de la legión —replicó Marius—. Los buenos líderes deben ponerse en peligro de forma obligatoria para inspirar a los guerreros que dirigen.
—No hace falta que me cites el libro, Marius —contestó Solomon—. Yo estaba allí cuando se escribió esa parte. Prácticamente fui yo el que inventó lo de lanzarse por el centro.
—¿También inventaste el concepto de ser el cabrón con más suerte del universo? —lo interpeló Julius—. He perdido la cuenta del número de veces que deberían haberte matado.
Solomon sonrió al ver que la guerra en Laeran no había desanimado a todo el mundo.
—Bueno, Julius, los dioses de la guerra me adoran y no quieren que muera en esta patética imitación de planeta.
—No digas eso —le advirtió Marius.
—¿Que no diga qué?
—No hables de dioses y cosas semejantes —insistió el capitán de la Tercera—. No es apropiado.
—Vamos, Marius, no te enfades —le respondió Solomon con una sonrisa al mismo tiempo que ponía una mano sobre la hombrera de su amigo—. Sólo hay un dios de la guerra en esta mesa, y estoy sentado a su lado.
Marius le apartó la mano de la hombrera.
—No te burles de mí, Solomon. Esto es muy serio.
—Como si no lo viera —contestó Solomon con una expresión dolida en la mirada—. Amigo mío, tienes que animarte un poco. No podemos estar todo el tiempo con caras lúgubres.
—La guerra es un asunto lúgubre, Solomon —le replicó Marius—. Mueren buenos hombres, y nosotros somos los responsables de no traerlos de vuelta con vida. Cada muerte nos deshonra, ¿y tú te pones a bromear al respecto?
—No creo que la intención de Solomon fuera esa… —empezó a decir Julius, pero Marius lo interrumpió.
—No lo defiendas, Julius. El sabe muy bien lo que ha dicho, y yo estoy harto de que hable sin pensar mientras ahí fuera mueren guerreros valientes.
Solomon quedó sorprendido y dolido por las palabras de Marius, y sintió que la cólera se apoderaba de él ante el insulto de su amigo. Se inclinó hacia él para responderle.
—Nunca se me ocurriría bromear sobre la muerte de nuestros guerreros, pero sé que muchos más morirían si no fuera por mí. Todos nos enfrentamos a la guerra de un modo distinto, y si mi manera te ofende, lo siento, pero soy como soy y no pienso cambiar por nadie.
Solomon se quedó mirando fijamente a Marius, prácticamente desafiándolo a que continuara con aquella discusión inesperada, pero su camarada negó con la cabeza.
—Lo siento, amigo mío. Todos estos combates me han dejado un ánimo belicoso y busco excusas para desahogar mi ira.
—No pasa nada —se apresuró a responder Solomon, que sentía cómo su cólera desaparecía en un instante—. Sigues el libro tan al pie de la letra que no puedo evitar provocarte de vez en cuando, aunque sé que no debería. Lo siento.
Marius le ofreció la mano, que Solomon aceptó de inmediato.
—La guerra afecta a nuestro ánimo justo cuando debemos mantener nuestro nivel más óptimo.
Solomon asintió antes de contestar.
—Tienes razón, pero es que no sabría ser de otra manera. Dejo que Julius se ocupe del lado cultural de todo. Hablando de ello, ¿cómo va esa pequeña manada de rememoradores que has estado reuniendo? ¿Ha aparecido ya algún otro busto o pintura tuya? Marius, te juro que dentro de poco no podrás dar la vuelta a una esquina sin ver su cara pintada en un retrato o tallada en mármol.
—Que tú seas demasiado feo como para quedar inmortalizado en una obra de arte no significa que a mí me pase lo mismo —le contestó Julius, sonriendo, ya que estaba acostumbrado a las pullas amistosas de Solomon—. Y no es una manada. La música de la señorita Kynska es maravillosa y, sí, espero ser el tema central de un retrato de Serena d’Angelus. La perfección existe en muchos campos, amigo mío, no sólo en la guerra.
—Con un ego tan grande como ése… —respondió entre risas Solomon mientras abría los brazos de par en par.
En ese momento, la Puerta del Fénix se abrió de nuevo y entró Fulgrim, equipado con su armadura completa y cubierto con una gran capa de plumas del color del fuego. El efecto era impresionante, y todas las conversaciones de la mesa cesaron al instante cuando los astartes se quedaron mirando absortos a su amado líder.
Los guerreros allí reunidos se pusieron en pie e inclinaron la cabeza en gesto de saludo mientras el primarca se sentaba en su lugar de la mesa. Como siempre, Eidolon y Vespasian flanqueaban al primarca, y sus armaduras también estaban medio cubiertas con unas capas de plumas. Cada uno de ellos llevaba un báculo rematado por un pequeño brasero de hierro negro en el interior del cual brillaba una pequeña llama roja.
Aunque se suponía que con la mesa redonda se buscaba eliminar las diferencias de rango y de posición, no había duda alguna de quién era el jefe de aquella reunión. Era posible que en otras legiones las reuniones de las logias de guerreros se realizaran de un modo informal, pero los Hijos del Emperador reverenciaban los rituales y las tradiciones, ya que mediante la repetición se llegaba a la perfección.
—Hermanos del Fénix —los saludó Fulgrim—. Por el fuego os doy la bienvenida.
* * *
Bequa Kynska estaba sentada en la amplia mesa de escritorio de su aposento a bordo de la Orgullo del Emperador. Contemplaba a través de la amplia escotilla de observación con rebordes de bronce el mundo azul que flotaba bajo la nave. Aunque la escena era muy hermosa, apenas era consciente de ella. Seguía furiosa por las cuartillas de música en blanco que tenía delante y que no había conseguido llenar, y por el rechazo de Ostian Delafour.
El muchacho no destacaba y era sencillo, sin grandes atributos físicos que lo hicieran equiparable a los distintos amantes que había tomado a lo largo de los años, pero era joven, y Bequa ansiaba por encima de todo que los jóvenes la adoraran. Poseían una inocencia exquisita, y corromperla con la amargura de la edad y de la experiencia era uno de los pocos placeres que le quedaban. Había sido capaz desde su juventud de tener al hombre o a la mujer que deseara. Nadie estaba fuera de su alcance. Que alguien la rechazara en ese momento, cuando tenía la oportunidad de lograr lo increíble, era sumamente frustrante.
La furia que había sentido ante la negativa de Ostian de aceptar sus deseos la reconcomía, y juró para sus adentros que pagaría por aquella afrenta.
¡Nadie rechazaba a Bequa Kynska!
Se puso la punta de los dedos en las sienes y se las masajeó con suavidad en un intento de aliviar el dolor de cabeza que comenzaba a aumentarle detrás de los ojos. Sintió la frialdad de la textura artificial y suave de la piel, y dejó caer las manos sobre la mesa. Las modificaciones quirúrgicas habían impedido que se vieran los peores efectos del paso de los años, pero aunque todavía era considerada una mujer muy bella, tan sólo era cuestión de tiempo que llegara el momento en que los artificios humanos no lograran ocultar los desperfectos causados por la edad.
Tomó de nuevo la pluma de la mesa y la mano le quedó vacilante sobre el pentagrama, pero las líneas continuaron irritantemente en blanco. Había hecho correr el rumor de que se proponía componer una nueva sinfonía triunfal para lord Fulgrim, pero hasta ese momento no había conseguido escribir una sola toca musical en la cuartilla.
Que la hubieran elegido para pertenecer a la Orden de los Rememoradores había sido algo maravilloso, aunque se tratara de un honor esperado, ya que, ¿quién podría competir con Bequa Kynska en talento musical? Era el siguiente paso natural de un camino iniciado en el Conservatoire de Musique, y el potencial que ofrecía respecto a nuevos horizontes y conquistas parecía ilimitado. Lo cierto era que las torres de Terra se habían vuelto insulsas para Bequa, con los mismos rostros y los mismos tópicos una y otra vez. Todo aquello había perdido su sabor después de tanto tiempo. ¿Qué quedaba de nuevo en Terra para ella después de que hubiera probado cada placer carnal y narcótico que pudo comprar con dinero? ¿Qué nuevas sensaciones podría un mundo triste y vacío como Terra ofrecerle a una libertina de un paladar tan epicúreo como ella?
Había pensado que, quizá, gobernar toda una galaxia que volviera a despertar bajo el destino manifiesto de la humanidad le proporcionaría nuevos placeres y goces desconocidos.
Durante un cierto tiempo, así había sido. Los nuevos mundos emergentes habían resultado ser un suministro continuo de maravillas. Al principio, verse rodeada de gente de tanto talento había sido emocionante. La música había surgido de forma torrencial de sus dedos y se había derramado sobre las partituras. Como había ocurrido antes de que ganara la túnica de Mercurio Argénteo por su Sinfonía de la noche desterrada.
En esos momentos, la música había desaparecido, ya que no quedaba nada que la pudiera inspirar.
El mundo a sus pies seguía girando lentamente sobre sí mismo, y Bequa deseó con fervor que su belleza la conmoviera lo suficiente como para lograr componer de nuevo.
* * *
Solomon se puso en pie al mismo tiempo que el resto de sus hermanos de batalla para responder al saludo de su primarca. A pesar de que encontrarse delante de lord Fulgrim era ya todo un honor, verse incluido en una compañía tan selecta era un placer añadido.
—Te damos la bienvenida, nuestro amo y señor —respondió a coro con los demás.
Solomon observó cómo Eidolon y Vespasian se colocaban uno a cada lado de Fulgrim y acoplaban los báculos a los enganches de sus sillas antes de sentarse. Se dio cuenta de inmediato de la tensión que existía entre ambos comandantes generales y se preguntó qué los habría enfrentado antes de llegar allí.
La Hermandad del Fénix era una logia guerrera más restrictiva que la de la mayoría de las otras legiones. Los Hijos del Emperador habían forjado un fuerte lazo de hermandad con los guerreros de Horus mientras lucharon junto a los Lobos Lunares. En los períodos entre campañas, a algunos de los demasiado habladores se les había escapado la existencia de las logias de guerreros.
En teoría, la Logia de los Lobos Lunares estaba abierta a todo aquel guerrero que deseara ser miembro de ella. Era una reunión informal donde se producían debates animados y donde los rangos no tenían importancia alguna, donde cualquiera podía hablar con entera libertad sin miedo a posibles castigos. En una ocasión, a Solomon y a Marius les habían permitido asistir a una de aquellas reuniones, y había sido una velada de camaradería agradable bajo el liderazgo titular de un guerrero llamado Serghar Targost. Solomon había disfrutado de todo aquello a pesar del ambiente teatral de capa y espada con la llegada de los componentes enmascarados. Sin embargo, se dio cuenta de que Marius se había sentido incómodo con toda aquella informalidad y falta de rangos. El carácter tradicionalmente jerárquico de los Hijos del Emperador sólo permitía la asistencia a los guerreros con cierto rango.
Fulgrim había convocado aquella reunión de la Hermandad, y Solomon sentía curiosidad sobre lo que el primarca tendría que decirles.
—Hermanos, la conquista de Laeran ya casi está completa —les dijo Fulgrim, y los guerreros de los Hijos del Emperador le vitorearon—. Sólo queda un bastión alienígena contra el que descargar nuestra furia, y yo dirigiré en persona el ataque, porque, ¿acaso no prometí que plantaría nuestro estandarte en el corazón del territorio enemigo?
—¡Así es! —gritó Marius.
Solomon y Julius intercambiaron una mirada, ya que ambos habían captado el tono de adulación en las palabras de su camarada. Otros golpearon la mesa con los puños al oír el grito del capitán de la Tercera. Fulgrim alzó una mano para acallar la aclamación.
—Los combates en Laeran han sido muy duros, y todos hemos perdido hermanos de armas —continuó diciendo Fulgrim, con un tono de voz solemne y apesadumbrado, reflejo de la pena que todos sentían—. Sin embargo, hemos conseguido grandes honores, y cuando en el futuro miren atrás y lean lo que conseguimos aquí, creerán que los cronistas mienten, ya que sin duda, no existe legión alguna capaz de derrotar a toda una raza en un período de tiempo tan corto. Pero los Hijos del Emperador no son simplemente una legión. Somos los elegidos del Emperador, los únicos guerreros con la perfección necesaria para llevar su Águila en nuestros pechos.
Todos los guerreros reunidos alrededor de la mesa se dieron una palmada en la placa pectoral de la armadura para reconocer el honor que les había concedido el Emperador antes de que Fulgrim siguiera hablando.
—Vuestro calor y vuestros sacrificios no han pasado desapercibidos, y en la Columnata de los Héroes lucirán para siempre los nombres y las hazañas de los muertos. Honro su recuerdo en mi corazón del mismo modo que lo haré con quienes los sigan.
Fulgrim se puso en pie y rodeó la mesa para colocarse detrás de los dos guerreros recién llegados. Uno de ellos tenía un cierto aire de águila, el aspecto de un guerrero nato acompañado de una actitud algo parecida al pavoneo y que a Solomon le cayó bien de inmediato. El otro daba la impresión de sentirse incómodo por la repentina atención que se había concentrado en él. Solomon comprendía muy bien la inquietud del guerrero, ya que recordaba con claridad su propia presentación ante la Hermandad del Fénix.
—Aunque por desgracia algunos mueren, sus muertes permiten a otros acercarse a la perfección en la guerra al tomar su lugar. Dadles la bienvenida, hermanos, ¡recibámoslos entre los nuestros!
Los dos guerreros se pusieron en pie y Solomon se unió a los demás en el sentido aplauso que les dieron, mientras los recién llegados hacían una reverencia a la logia de guerreros. Fulgrim le puso las manos en los hombros al astartes de aspecto más comedido.
—Éste es el capitán Saúl Tarvitz, un guerrero que ha combatido con gran valor en los atolones de Laeran. Será un excelente miembro de nuestro escalafón. —Dicho aquello, Fulgrim se colocó detrás del más jactancioso de los dos—. Y éste, hermanos, es Lucius un espadachín de enorme habilidad, que representa lo que significa ser un guerrero de los Hijos del Emperador.
Solomon reconoció los nombres. Los conocía a los dos, pero sólo por sus reputaciones. Le gustaba el aspecto de Lucius, ya que le recordaba en cierto modo su propio atrevimiento en el campo de batalla, pero Tarvitz tenía lo que Marius llamaría el aire de un oficial de línea.
Tarvitz captó a la perfección su escrutinio e inclinó la cabeza en un gesto respetuoso en dirección a Solomon. Este contestó al gesto y comprendió al instante que no había grandeza en aquel guerrero, y que no lograría llegar muy lejos.
Ambos astartes se sentaron mientras Fulgrim completaba la vuelta alrededor de la mesa. La capa de plumas barrió con suavidad el suelo pulido a su paso. Solomon miró a Marius, ya que le daba la impresión de que el primarca se mostraba reticente a hablar. Marius se encogió de hombros de un modo imperceptible.
—La guerra que se desarrolla ahí abajo casi se ha acabado, y cuando nos apoderemos del último atolón habrá llegado el momento de que comencemos a planear nuestra siguiente aventura en la oscuridad. He recibido un mensaje de Ferrus Manus. Me comunica que sus Manos de Hierro están a punto de embarcarse en una nueva cruzada y nos solicita contar con el honor de nuestra ayuda para enfrentarse a un enemigo de lo más terrible. Va a comenzar un avance en masa por el cúmulo Bi pliegue Menor para enfrentarse a los enemigos de la humanidad, y allí tendremos una excelente oportunidad de demostrar los principios de la perfección en los que descansa nuestro honor. Nos reuniremos con mi hermano en la estrella Carollis en cuanto completemos la destrucción de los laer, y ayudaremos a la 25.ª Expedición antes de proseguir nuestro camino hacia la Anomalía Perdus.
Solomon sintió que el corazón se le aceleraba en el pecho y comenzó a dar vítores junto al resto de sus camaradas ante la perspectiva de volver a combatir al lado de la X Legión. El sentimiento de hermandad entre Fulgrim y Ferrus Manus era legendario. Su amistad era más estrecha entre ellos que la que pudieran tener con cualquiera de los otros primarcas, incluso que la propia de Fulgrim con el Señor de la Guerra, junto a quien había combatido durante decenios.
—Y ahora, diles el resto —dijo una voz furibunda desde el otro lado de la mesa.
El cuerpo de Solomon se tensó al oír que alguien se atrevía a utilizar un tono semejante para dirigirse al primarca. Todos se volvieron airados hacia quien había hablado, pero, al hacerlo, se dieron cuenta de que había sido lord Eidolon quien le había interpelado.
—Gracias, Eidolon —le contestó Fulgrim. Solomon vio con claridad que el primarca tuvo que esforzarse por no enfurecerse ante aquella falta de protocolo—. Ahora iba a hacerlo.
Un ambiente de inquietud se apoderó de los allí reunidos. La inusual falta de compostura de Eidolon los había sorprendido a todos. Solomon notó una sensación extraña en la boca del estómago. No sabía qué era, pero no le gustó en absoluto. Fulgrim volvió a sentarse en su silla.
—Por desgracia, no todos tomaremos parte de esta campaña, ya que existen exigencias de conquista que debemos cumplir. La galaxia no se está conquistando sin esfuerzos y determinación, y el Señor de la Guerra ha decretado que debemos emplear parte de nuestras fuerzas en asegurarnos de que los territorios ya conquistados no escapan del control imperial por desatención.
Se oyeron varios gritos de disgusto y de lamentos por toda la mesa. Solomon sintió una opresión en el pecho ante la posibilidad de no luchar junto a dos de los mayores guerreros de aquella época.
—Lord Eidolon se llevará un destacamento equivalente a una compañía a bordo de la Corazón Orgulloso y se dirigirá al cinturón del Satyr Lanxus, donde se asegurará de que los gobernadores imperiales mantienen el legítimo mandato del Emperador. Capitanes Lucius y Tarvitz, prepararéis a vuestros guerreros para el traslado inmediato a la Corazón Orgulloso. Será vuestra primera acción como miembros de la Hermandad del Fénix, así que no espero nada inferior a la perfección de ambos. Sé que no me defraudaréis.
Los dos guerreros recién ascendidos saludaron con presteza. Solomon vio que, a pesar de lamentar no poder combatir con el resto de la legión, la fe que Fulgrim había puesto en ellos les llenaba el corazón de alegría.
Solomon también se dio cuenta de que Eidolon no compartía ni una pizca de aquella alegría, y comprendió que el comandante general debía de sentir vergüenza por aquella exclusión. Lo cierto era que para honrar la orden del Señor de la Guerra era necesario que el contingente estuviera bajo el mando de un comandante de su rango. Puesto que Vespasian estaba todavía al mando de las fuerzas desplegadas en Laeran, no había otra opción. Se percató de que Eidolon debía de saber todo aquello, pero saberlo tampoco le habría supuesto un consuelo a Solomon si se hubiese encontrado en la situación del comandante general.
—Cantaremos canciones de victoria por vuestra valentía en cuanto regreséis, pero, de momento, bebamos y festejemos por la desaparición de los laer —exclamó Fulgrim. La Puerta del Fénix se abrió de par en par y entraron decenas de sirvientes y lacayos cargados con bandejas de carne asada y jarra tras jarra de vino—. ¡Brindemos por la cercana victoria!