TRES

TRES

EL COSTE DE LA VICTORIA

POR EL CENTRO

DEPREDADOR

Marius Vairosean contempló impasible, mientras caminaba entre las cadáveres destrozados de los laer, cómo los guerreros de la Tercera Compañía reunían a los muertos y a los heridos y se preparaban para continuar el avance. Su rostro ceñudo mostraba una expresión de disgusto, aunque no tenía muy claro respecto a qué o a quién, ya que sus astartes habían combatido con tanta valentía como cabía esperar de ellos, y él había seguido al pie de la letra el plan de lord Fulgrim.

Las zonas de desembarco y el objetivo estaban asegurados, por lo que lo único que quedaba era unir sus fuerzas con las de la Segunda Compañía, la de Solomon Demeter, y el atolón 19 les pertenecería. El coste de lograr aquella victoria había sido tremendamente elevado: nueve astartes no volverían a combatir jamás, y su semilla genética ya había sido recogida por el apotecario Fabius. Además, muchos otros necesitarían importantes operaciones quirúrgicas e implantes en cuanto regresaran a la flota.

La brillante columna de energía que era su objetivo ya estaba asegurada y había dividido a su destacamento para que una parte la protegiera mientras la otra marchaba en busca de los guerreros de Solomon, aunque aquello no parecía que fuese a ser tarea fácil. Las explosiones, los disparos y los aullidos resonantes de las torres resonaban con un eco extraño por las sinuosas calles de coral del atolón 19, y debido al pésimo estado de las comunicaciones era difícil determinar con exactitud dónde estaban combatiendo.

—Solomon —dijo por el micrófono que llevaba incorporado en la garganta—. Solomon, ¿me oyes?

La única respuesta fue el chasquido de la estática. Soltó una maldición en voz baja. Era propio de Solomon Demeter quitarse el casco en plena batalla para captar mejor las sensaciones del combate. Marius hizo un movimiento negativo con la cabeza. ¿Qué clase de idiota se metía en un combate sin contar con toda la protección de la que podía disponer?

El sonido del combate parecía proceder del oeste, aunque iba a ser difícil calcular el modo de llegar hasta allí, ya que las calles, si se las podía llamar así, serpenteaban por el atolón trazando sendas sinuosas que podían llegar a apartarlos kilómetros de su objetivo final.

La idea de avanzar sin tener un plan preestablecido irritaba sobremanera a Marius, un guerrero para quien cada avance y maniobra era planificado de un modo perfecto y meticuloso que luego se llevaba a cabo sin desviación alguna. Julius Kaesoron había dicho una vez que deberían haberlo escogido para ingresar en los Ultramarines, y aunque se trataba de una broma amistosa, Marius se la había tomado como un elogio.

Los Hijos del Emperador se esforzaban por conseguir la perfección en todas las cosas, y Marius valoraba ese esfuerzo por encima de todo lo demás. La idea de no ser el mejor en algo hacía que se sintiera enfermo. Ser menos que lo mejor era inaceptable, y Marius había decidido hacía mucho tiempo ya que nada le impediría conseguirlo.

—¡Tercera Compañía! —gritó—. ¡Seguidme!

Los guerreros estuvieron listos al instante para ponerse en marcha. Se colocaron en formación a su espalda con la precisión de un desfile y con las armas empuñadas y listas para ser utilizadas.

Las paredes de coral reluciente de la ciudad giraron y se retorcieron a medida que se adentraban en la ciudad y aplastaban bajo las botas de la armadura los fragmentos de piedra y de cristal. Marius siguió el trayecto que creyó más adecuado para llegar hasta la fuente de los sonidos de lucha. En el camino se encontraron con grupos dispersos de guerreros laer, quienes combatieron con la desesperación de un enemigo acorralado. Los astartes ganaron con facilidad cada uno de aquellos enfrentamientos, ya que nada podía interponerse en el camino de los guerreros de la Tercera y seguir con vida.

No dejó de intentar ponerse en contacto con Solomon, pero al cabo de un tiempo se cansó y cambió de canal.

—¿Caphen? ¿Me oyes? Aquí Vairosean. Contéstame si me oyes.

Por el auricular del caso sólo le llegó estática, pero al cabo de un momento oyó el sonido de una voz. Sonaba entrecortada y débil, pero era una voz de todas maneras.

—¿Caphen? ¿Eres tú? —preguntó Marius.

—Sí, capitán —contestó Gaius Caphen.

La voz resonó con fuerza en el auricular en cuanto Marius dobló una esquina para entrar en otra avenida llena de escombros y de cadáveres.

—¿Dónde estás? —le preguntó casi a gritos—. Estamos intentando llegar hasta vosotros, pero estas puñeteras calles no paran de dar vueltas y hacer que nos perdamos.

—La vía principal de acceso a nuestro objetivo estaba demasiado defendida, así que el capitán Demeter nos envió a Thelonius y a mí para que flanqueáramos la posición enemiga.

—Mientras él atacaba por el centro, por supuesto —comentó Marius.

—Sí, señor —respondió Caphen.

—Localizaremos tu señal, pero si hay algo más que puedas hacer para señalar vuestra posición, ¡hazlo! Cambio y corto.

Marius siguió el punto azul que apareció en la superficie interna del visor del casco y que representaba la localización del comunicador de Caphen. El punto fue perdiendo intensidad a medida que se adentraban en el laberinto de coral.

—¡No! ¡Maldito sitio! —exclamó Marius cuando la señal se apagó por completo.

Alzó una mano para ordenar un alto. En ese preciso momento, una tremenda explosión resonó cerca de ellos y una de las altas y sinuosas torres de coral se derrumbó envuelta en llamas a no más de treinta metros a su derecha.

—Tiene que ser ahí —musitó.

Buscó una ruta a través de aquella arquitectura coralina, pero las calles se alejaban sinuosamente de la explosión, y supo que jamás llegaría hasta Caphen si seguía cualquiera de ellas. Miró hacia la creciente nube de humo negro.

—¡Vamos a ir por encima! ¡Seguidme! —gritó.

Marius comenzó a subir por la pared del habitáculo laer más cercano. No tuvo problema para ascender, ya que encontró numerosos asideros y rebordes en la superficie irregular de coral. Subió sin cesar, y dejó atrás con rapidez el suelo. Los guerreros de la Tercera le siguieron y se abrieron paso por los tejados del atolón 19.

* * *

Ostian contempló el despegue de la primera oleada de naves de asalto de la Orgullo del Emperador con una mezcla de asombro y de irritación. Asombro porque era un espectáculo grandioso contemplar todo el poder marcial de la legión desencadenado contra un planeta, e irritación porque aquello lo había apartado del mármol todavía virgen de su estudio. El primer capitán Kaesoron había avisado a Serena del momento del desembarco y ella se había apresurado a buscarlo para sacarlo de su estudio y llevarlo a un lugar privilegiado en la cubierta de observación.

Había intentado negarse y explicarle que estaba ocupado, pero Serena se había mostrado inflexible. Ella insistió en que tan sólo estaba sentado mirando al mármol, y nada de lo que le dijo la convenció de lo contrario. En esos momentos, de pie delante del cristal blindado de la cubierta de observación, se sintió muy agradecido de que lo hubiera sacado casi a rastras del estudio.

—Es algo increíble, ¿no te parece? —le preguntó Serena, tras levantar la mirada del cuaderno de bocetos, aunque siguió dibujando trazos para captar el momento con una habilidad asombrosa.

—Es extraordinario —contestó Ostian, mostrándose de acuerdo.

El escultor se volvió a mirarla al mismo tiempo que una segunda oleada de naves, todavía envueltas en el fuego azul de su lanzamiento, reflejaba la luz del sol en sus costados metálicos. La cubierta de observación se encontraba a cientos de metros por encima de las rampas de lanzamiento, pero a Ostian le dio la impresión de que sentía en los huesos las vibraciones de los despegues.

Una última oleada de Stormbird salió de otras naves de la flota de los Hijos del Emperador, y Ostian apartó la mirada de Serena para contemplar el vuelo de aquellas aves de presa, que atravesaban el espacio como grandes proyectiles de fuego. Kaesoron había informado de que se trataría de un asalto a gran escala, y al ver el enorme número de naves implicadas, Ostian no tuvo duda alguna de ello.

—Me pregunto cómo será —comentó—. Me refiero a toda la superficie de un planeta cubierta por un inmenso océano. Apenas soy capaz de imaginármelo.

—¿Quién sabe? —contestó Serena mientras se apartaba un mechón de cabello oscuro y seguía dibujando con energía su boceto—. Me imagino que será como cualquier otro mar.

—Desde aquí es un espectáculo impresionante.

Serena lo miró de reojo.

—¿Es que no viste 28-2?

Ostian hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Me incorporé a la flota justo cuando partía en dirección a Lacran. Es el primer planeta que veo desde el espacio, aparte de Terra.

—Entonces, ¿jamás has visto un mar?

—Jamás he visto un mar —admitió Ostian, aunque se sintió un poco estúpido al hacerlo.

—¡Vaya, querido! —exclamó Serena, al tiempo que levantaba la vista del dibujo—. ¡Tendremos que hacer que bajes a la superficie en cuanto acaben los combates!

—¿Crees que nos dejarán bajar?

—Pues espero que sí —contestó Serena al mismo tiempo que arrancaba la hoja del cuaderno de dibujo para luego hacer una bola con ella y arrojarla al suelo con un gesto de rabia—. Unos pocos, muy pocos, fuimos elegidos para bajar a la superficie de 28-2. Era un sitio espectacular: montañas cubiertas de nieve, continentes enteros repletos de bosques, los lagos eran del color de una mañana de verano, y el cielo… ¡ah, el cielo! Tenía una maravillosa tonalidad azul celeste. Creo que el planeta me gustó tanto porque me imaginé que ése era el aspecto que tenía la Vieja Tierra. Tomé algunas pictografías, pero la verdad es que no lograron captar del todo la escena. Fue una pena, porque me hubiera encantado lograr ese tono, pero no lo conseguí.

Ostian vio que mientras Serena comentaba su tallo a la hora de lograr el tono de color adecuado, se clavaba con discreción la punta de la pluma en la muñeca, lo que dejó una leve mancha de sangre y de tinta sobre la piel pálida.

—No pude conseguirlo —añadió con voz ausente, y Ostian deseó saber cómo lograr que Serena dejase de herirse y reconociera el enorme valor de su obra.

—Me gustaría que me mostrases la superficie del planeta, si fuese posible —le dijo.

Serena parpadeó, le sonrió y le acarició la mejilla con la punta de los dedos.

* * *

Gaius Caphen se agachó para esquivar el aullante ataque de un laer y le clavó la espada sierra en las entrañas. Luego arrancó el arma, que salió acompañada de un chorro de sangre y de vísceras. Las llamas los rodeaban, procedentes de un par de Stormbird, que se habían estrellado y que yacían humeantes entre las ruinas de un conglomerado de madrigueras de los laer.

La tripulación y los pasajeros habían muerto en la colisión, y la fuerza del impacto casi había derribado una de las torres retorcidas de coral. Tan sólo había hecho falta un puñado de granadas arrojadas contra la base ya destrozada de la torre para completar su destrucción y que cayera retumbante contra el suelo. Marius Vairosean quería que señalaran su posición, y si no lograban ver aquello, ya podían darse por muertos.

Su escuadra y él se habían abierto paso a través del conglomerado de madrigueras de los laer, como les había ordenado el capitán Demeter, pero los alienígenas habían previsto esa maniobra de flanqueo. En cada madriguera había un par de monstruosos guerreros alienígenas preparados para salir de sus escondites y ponerse a matar en un frenesí de garras centelleantes y descargas de energía.

Los combates habían sido brutales y feroces, sin lugar para la habilidad o la elegancia, y cada aullante guerrero serpentino se había lanzado contra ellos, en una situación en la que lo único que separaba a los vivos de los muertos era la pura suerte. Caphen había acabado sangrando por una decena de heridas, y jadeaba de un modo irregular, pero seguía decidido a no defraudar a su capitán.

De todas partes le llegaba el sonido de los combates, y al mirar a su alrededor vio que más guerreros laer salían de sus escondrijos en las madrigueras precedidos por las descargas de energía que disparaban. Los fragmentos de coral y de armadura repiquetearon a su alrededor.

—¡Escuadra, atención detrás! —gritó cuando otro trío de laer apareció a sus espaldas y lanzó con sus armas rayos de luz y fuego.

Oyó unos aullidos cerca de él y alzó el bólter para disparar contra la nueva amenaza, pero en ese momento el suelo se estremeció con gran fuerza y todo el atolón se inclinó violentamente.

Gaius cayó sobre una rodilla y tuvo que agarrarse a un saliente de coral al mismo tiempo que una nueva oleada de guerreros laer salía de sus escondites. Una ráfaga de disparos de bólter que le pasó por encima prácticamente partió en dos a uno de ellos, que cayó mientras se convulsionaba poseído por el dolor Oyó unas cuantas ráfagas ensordecedoras más, y los laer que parecían estar a punto de arrollarlos fueron destrozados por salvas de disparos certeros.

Alzó la mirada y vio de dónde procedían las ráfagas. Soltó una exclamación de alegría al ver una hueste de marines que se dejaba caer desde los tejados. El reborde de las hombreras indicaba que se trataba de los guerreros de la Tercera Compañía, la de Marius Vairosean.

El capitán en persona aterrizó a su lado. El cañón de su bólter escupió un chorro de llamas cuando disparó para abatir a un guerrero laer que de algún modo había conseguido sobrevivir a las andanadas iniciales.

—¡En pie, sargento! —le gritó Vairosean—. ¿Dónde está el capitán Demeter?

Caphen se irguió y señaló hacia un extremo de la calle donde se encontraban.

—¡Por allí!

Vairosean asintió mientras sus guerreros abatían a los últimos defensores laer con una eficiencia implacable.

—¡Pues pongámonos en marcha y reunámonos con él, tal como lo ordenó! —exclamó Vairosean.

Caphen asintió y siguió al capitán de la Tercera.

Otros seis guerreros de su compañía habían caído, desgarrados por las armas de energía de los laer o con partes enteras de sus cuerpos derretidas por el chorro de calor que lanzaban sus armas de fuego. Solomon ya había comenzado a lamentar haberse desprendido del casco y despreciar de ese modo la importancia de las comunicaciones. Sabía que en esos momentos necesitaba más que nada en el mundo conocer lo que estaba ocurriendo en el resto del atolón.

No había visto señal alguna de las fuerzas de flanqueo del sargento Thelonius o del sargento Gaius Caphen, y aunque los guerreros de Goldoara habían intentado atravesar las líneas de los laer, no estaban equipados con las armas necesarias para un combate cuerpo a cuerpo como aquél, por lo que los alienígenas habían rechazado el ataque.

Estaban solos.

Solomon atravesó con la espada las mandíbulas abiertas de un guerrero laer y la hoja le perforó el cráneo hasta salir por la parte de atrás. Luego se sintió arrastrado por el peso de su oponente. Se esforzó por sacar la espada, pero los dientes de la sierra se habían quedado atascados en el denso hueso del cráneo del alienígena.

Cerca de él resonó un aullido chirriante de placer y se dejó caer al suelo. Un momento después, un abrasador rayo de energía le pasó por encima y abrió un gran surco en el suelo. Solomon rodó sobre sí mismo mientras el laer avanzaba reptando por encima de los cuerpos muertos de sus congéneres a una velocidad pasmosa para luego lanzarse a por él. El capitán pegó la espalda al suelo y le propinó una terrible patada con las dos piernas en plena cara. Sintió como las mandíbulas se le cerraban con un chasquido por el tremendo golpe.

El alienígena retrocedió, aturdido, y azotó el suelo con la cola al mismo tiempo que dejaba escapar un gorgoteante grito de dolor. El sonido de los bólters continuó resonando por la plaza mientras Solomon se ponía en pie sobre el terreno irregular para asestarle un puñetazo al laer en plena cara.

La fuerza del golpe hizo que le reventara uno de los ojos y provocó otro aullido de dolor. Con el otro puño le golpeó en el pectoral de la armadura, y el metal manchado de sangre se hundió bajo aquel otro impacto. La bestia le escupió un espumarajo cargado de sangre y mucosidades calientes en plena cara y él rugió enfurecido. Una neblina rojiza cargada de ira se apoderó de Solomon. Agarró la carne brillante de la bestia con las dos manos y le estrelló la cabeza contra el suelo.

La criatura siguió emitiendo un chillido agudo y el capitán le estampó la cabeza contra el suelo una y otra vez. Continuó machacándole el cráneo incluso cuando ya estuvo seguro de que había muerto, hasta que no quedó más que una masa informe de huesos empapados en sangre y en materia cerebral.

Se echó a reír con una alegría salvaje mientras se erguía por completo, con la armadura cubierta de la cabeza a los pies por la sangre oscura del laer. Se acercó trastabillando hasta el cadáver del penúltimo alienígena que había matado y arrancó de un tirón la espada que se había quedado clavada. El sonido de los disparos de bólter se intensificó. Tardó un momento en darse cuenta de que tanto él como sus guerreros se habían quedado sin munición poco después de que la neblina rojiza se apoderaba de él mientras combatía contra el laer.

Se volvió hacía la fuente de los disparos y alzó un brazo en el aire en gesto de triunfo cuando vio la inconfundible silueta de Marius Vairosean al frente de los guerreros de la Tercera Compañía, que avanzaban por la plaza con una perfección inmisericorde. Gaius Caphen marchaba a su lado, y los laer, con sus filas en desorden, retrocedían ante aquel nuevo ataque cuando los guerreros de Marius los abatieron sin piedad.

Al ver a sus camaradas, los guerreros de la Segunda redoblaron sus esfuerzos y sus cansadas extremidades encontraron nuevas fuerzas. El ataque de los laer vaciló por unos momentos, y aunque sus rasgos eran completamente alienígenas. Solomon fue capaz de captar la parálisis de la indecisión que se apoderó de ellos al darse cuenta de que estaban rodeados.

—¡La Segunda, conmigo! —gritó, y se dirigió a la carrera hacia el otro capitán.

Sus astartes no necesitaron más órdenes o gritos de ánimo, y se colocaron a su espalda en formación de cuña que atravesó la aturdida línea de los laer como un cuchillo ensangrentado.

Ninguno de los guerreros de los Hijos del Emperador estaba dispuesto a ser compasivo, por lo que todo acabó a los pocos minutos. Cuando el último de los alienígenas murió a manos de la fuerza arrolladora de los veteranos de Vairosean, el aullido atonal de las enorme torres de coral cesó por completo y un silencio profundo cayó finalmente sobre el campo de batalla.

Los astartes supervivientes intercambiaron gritos de bienvenida. Solomon envainó la espada y se agachó para recuperar su bólter de entre los cadáveres de la plaza. Sentía las extremidades rígidas y le dolían las numerosas heridas que tenía y que no recordaba haber sufrido.

—Marchaste por el centro de nuevo, ¿verdad? —le preguntó una voz familiar, mientras se incorporaba.

—Así es, Marius —contestó Solomon sin ni siquiera darse la vuelta—. ¿Vas a decirme que hice mal?

—Quizá. Todavía no lo sé.

Solomon giró sobre sí mismo mientras Vairosean se quitaba el casco. Este sacudió la cabeza para despejarse de la desorientación momentánea provocada por la vuelta a sus sentidos normales tras haber estado utilizando los del casco de su armadura Mark IV. Su amigo mostraba una expresión adusta, pero siempre era así. Tenía el cabello entrecano pegado al cráneo por el sudor.

A diferencia de la mayoría de los astartes, el rostro de Marius Vairosean era estrecho, con unos rasgos muy marcados e inquisitivos. Su piel era oscura y estaba arrugada como la madera vieja.

—Me alegro de verte, hermano —lo saludó Solomon al mismo tiempo que alargaba una mano para estrechar la de su hermano de batalla.

Marius asintió.

—Por lo que parece, ha sido un combate difícil —le comentó.

—Sí, sí que lo ha sido —respondió Solomon, mostrándose de acuerdo, mientras limpiaba parte de la sangre que cubría los laterales de su bólter—. Estos laer son unos cabrones duros.

—Sí que lo son —confirmó Marius—. Quizá deberías habértelo pensado mejor antes de lanzarte por el centro.

—Si hubiera habido otra manera de hacerlo, la habría intentado Marius. No creas que no lo hubiera hecho. Se hicieron fuertes en el centro, así que envié tropas por los flancos. No podía permitir que nadie más dirigiera el ataque por el centro. Tenía que ser yo.

—Por suerte, tu sargento Caphen parece estar de acuerdo con tu valoración de la situación de la batalla.

—Tiene buena vista para el combate —admitió Solomon—. Llegará lejos. Incluso es posible que llegue a capitán.

—Quizá, aunque más bien tiene aspecto de oficial del frente.

—Necesitamos buenos oficiales del frente.

—Puede ser, los oficiales del frente no suelen buscar ascender. No alcanzará la perfección si se limita a cumplir sus deberes y nada más.

—Marius, no todo el mundo puede ser capitán —replicó Solomon—. Necesitamos tanto guerreros como líderes. Hombres como tú, como Julius o como yo llevaremos a la legión a la grandeza. Tomamos nuestra fuerza y nuestro honor del primarca y de los comandantes generales, y de nosotros depende transmitir lo que aprendemos de ellos a los que están por debajo en el escalafón. Los oficiales del frente forman parte de ese proceso, porque toman nuestro ejemplo y transmiten nuestra voluntad a los guerreros.

Marius se detuvo y puso una mano en el hombro de Solomon.

—Amigo mío, aunque te conozco desde hace decenios, todavía eres capaz de sorprenderme. Justo cuando pensaba que tendría que reprenderte por tus tácticas tan despreciativas del peligro, me das una lección del modo en que debemos dirigir a nuestros hombres.

—¿Qué puedo decir? Supongo que Julius y sus libros deben de estar afectándome.

—Hablando de Julius —dijo Marius señalando al cielo—. Por lo que parece, ha recibido por fin la orden de que comience la campaña.

Solomon levantó la mirada hacia el cielo cristalino y vio centenares de cañoneras que descendían de la atmósfera superior.

Con la captura del atolón 19, la fase inicial de la campaña había comenzado con buen pie, aunque la ferocidad de los combates y el escaso margen, inferior al filo de un cuchillo, con el que se había conseguido la victoria jamás serían conocidos excepto por aquellos cuyas palabras un día serían vilipendiadas.

Los interceptores, al lado de las cañoneras, sobrevolaron el atolón 19 en circuiros de patrulla en forma de «8» por si los laer contraatacaban. Los enormes transportes militares llevaban cañones antiaéreos y destacamentos de los Palatinos de Archite del comandante general Fayle, quienes se dispersaron por el atolón con sus vistosas camisas carmesíes y placas pectorales plateadas.

Los descargadores de amplio fuselaje del Mechanicus aterrizaron envueltos en aullantes nubes de polvo, y de ellos desembarcaron los silenciosos adeptos de túnicas rojas, que se apresuraron a ponerse a estudiar las cegadoras columnas de energía que mantenían en el aire al atolón. Unas gigantescas máquinas aplanadoras, acompañadas de equipos perforadores y cerradores, comenzaron a trabajar sobre el atolón con el único propósito de allanar secciones enteras para luego colocar las grandes placas de metal con estructura de celdillas hexagonales que servirían como plataformas de aterrizaje a las naves de asalto y de suministros.

El atolón 19 sería la primera de las múltiples cabezas de puente que los Hijos del Emperador establecerían antes de acabar por completo con los laer.

* * *

Serena ya había regresado a sus aposentos. Dijo estar cansada, pero Ostian decidió quedarse en la cubierta de observación y contemplar el planeta que tenían debajo de ellos. La belleza de Laeran era cautivadora, y las palabras de Serena sobre los paisajes de los mundos alienígenas le había encendido la llama de un deseo que hasta ese momento no había conocido. Estar en la superficie de un planeta alienígena, bajo un sol extraño, y sentir el soplo de un viento procedente de continentes lejanos, jamás vistos por humano alguno… Eso sí que sería una emoción increíble. Deseaba, ansiaba incluso, bajar a la superficie de Laeran.

Intentó imaginarse la enorme extensión del horizonte, una curva interminable de azul infinito repleta de enormes mareas y unida a la superficie del mundo por el más estrecho de los márgenes. ¿Qué clase de vida bulliría en las profundidades de sus océanos? ¿Qué desastre habría azotado a la civilización que casi había desaparecido, sumergida bajo miles de metros de agua oscura?

Ostian era nativo de Terra, donde los océanos habían desaparecido, evaporados mucho tiempo atrás por antiguas guerras o desastres medioambientales, por lo que le resultaba difícil imaginarse un planeta sin ninguna clase de tierra firme.

—¿Qué estás mirando? —le dijo una voz muy cercana.

Ostian se esforzó por ocultar el sobresalto que sintió y se dio la vuelta. Bequa Kynska estaba a su lado. Llevaba su azulado cabello peinado con una complicada trenza que le coronaba la cabeza. Ostian calculó que habrían hecho falta muchas horas para realizarla.

Kynska le sonrió con la sonrisa de un depredador. El supuso que la túnica encorsetada de color escarlata estaba pensada para darle un aire más informal que el de su traje de gala, pero la imagen general era que acababa de salir de una de las salas de baile de Mérica.

—Hola, señorita Kynska —le dijo con toda la naturalidad que pudo.

—Por favor, llámame Beq. Todos mis amigos lo hacen —le dijo Bequa al mismo tiempo que enlazaba un brazo con el suyo y lo hacía volverse de nuevo hacia el grueso cristal de la cubierta de observación.

La fragancia de su perfume era abrumadora, y el empalagoso aroma a manzana se le quedó pegado a la garganta. El escote del vestido era escandalosamente bajo, y Ostian empezó a sudar mientras sentía que la curva apenas contenida de sus pechos le atraía la mirada de forma irresistible.

Alzó la vista y se dio cuenta de que Bequa lo estaba mirando fijamente. Un tremendo calor se apoderó de sus mejillas, ya que supo sin duda alguna que ella se había percatado perfectamente de lo que él estaba mirando.

—Yo… esto… lo siento, es que estaba…

—Tranquilo, querido, no pasa nada —lo tranquilizó Bequa con una sonrisa traviesa—. No hay nada de malo en ello, ¿verdad? Ya somos mayorcitos.

Ostian concentró la mirada en el mundo que giraba lentamente bajo ellos e intentó concentrarse en los movimientos oceánicos y las tormentas atmosféricas mientras ella se acercaba y se inclinaba sobre él.

—Debo admitir que encuentro la idea de la guerra bastante emocionante. ¿Tú no? Hace que se acelere el pulso y se enciendan las entrañas con toda esa «masculinidad» del asunto. ¿No te parece, Ostian?

—Vaya… No había pensado en ello de ese modo.

—Tonterías. Por supuesto que lo has hecho —le replicó Bequa, en un tono burlón—. No eres un hombre si la idea de la guerra no hace que se remueva el animal que hay en tu interior. ¿Qué clase de persona no siente la sangre palpitarle en las venas ante ese tipo de cosas? No me avergüenza admitir que pensar en el rugido de los cañones y en el fragor del combate me excita y emociona. Tú ya me entiendes.

—No estoy seguro de entenderlo —le contestó Ostian con un susurro, aunque sabía muy bien a qué se refería.

Bequa le propinó un golpe juguetón en el brazo con la mano que tenía libre.

—No seas bobo. Ostian. No te lo voy a permitir. Te portas muy mal al provocarme de este modo.

—¿Provocarte? —replicó él—. No sé de qué…

—Sabes exactamente a qué me refiero —lo cortó Bequa al mismo tiempo que le soltaba el brazo y giraba sobre sí misma para ponerse delante de él—. Quiero poseerte, aquí y ahora.

—¿Qué?

—Vamos, no seas tan remilgado. ¿Es que no tienes capacidad de captar lo sensual? ¿Es que no has oído mi música?

—Sí, pero…

—Pero nada, Ostian —lo volvió a interrumpir Bequa, pinchándole en el pecho con una larga uña pintada para empujarlo hasta el cristal—. El cuerpo es la prisión del alma a menos que se desarrollen por completo los cinco sentidos y que estén abiertos. Abre tus sentidos y las ventanas de tu alma de par en par. Siempre me ha parecido que cuando el sexo incluye los cinco sentidos es una experiencia muy mística.

—¡No! —gritó Ostian, retorciéndose para librarse de ella.

Bequa dio un paso en su dirección, pero él retrocedió a su vez con las manos por delante en gesto de defensa. Le temblaba todo el cuerpo ante la idea de convertirse en el juguete de Bequa Kynska. Hizo un gesto negativo con la cabeza cuando ella volvió a avanzar hacia él.

—Vamos, deja de comportarte como un chiquillo estúpido, Ostian. No voy a hacerte daño. Bueno, a menos que quieras que te lo haga.

—No, no se trata de eso —respondió Ostian, jadeante—. Es que…

—¿Es que qué? —quiso saber Bequa.

Él se dio cuenta de que estaba realmente confundida. Quizá nadie se había resistido jamás a sus intentos de seducción. Ostian se esforzó por darle una respuesta que no la ofendiera, pero tenía la mente tan en blanco como el mármol de su estudio.

—Es que… es que tengo que irme —dijo por fin. Se le encogió el corazón ante una respuesta tan patética, y odió el ser huidizo y cobarde que era—. Tengo que volver con Serena. Tenemos… tenemos una cita.

—¿Con la pintora? ¿Es que sois pareja?

—¡No, no, no! —se apresuró a contestar Ostian—. Bueno… sí. Nos queremos mucho.

Bequa frunció los labios y se cruzó de brazos. Todo su lenguaje corporal le indicó que, para ella, a partir de ese momento, no era más que los restos que se encontraban al fondo de una cloaca. El quiso añadir algo más, pero Bequa lo cortó en seco.

—No, ya puedes irte. He terminado de hablar contigo.

Ostian no supo qué más decir, así que la obedeció con sumisión y casi salió huyendo a la carrera de la cubierta de observación.