DOS
LA PUERTA DEL FÉNIX
EL ÁGUILA MANDARÁ
EN EL FUEGO
De todas las naves de la 28.ª Expedición, la Orgullo del Emperador era la de aspecto más magnifico. Las placas blindadas del casco, de color vino, tenían incrustaciones de filigrana de oro. Orbitaba alrededor de Laeran, el mundo azul zafiro, con la misma dignidad que la nave insignia de uno de los reyes de antaño, y estaba rodeada por decenas de escoltas, acorazados, naves de carga y de suministros y de enormes transportes de tropas del ejército.
Los astilleros de Júpiter la habían botado ciento sesenta años antes. El propio fabricador general de Marte había supervisado el diseño y la construcción de la nave, y cada componente se había elaborado a mano siguiendo unas especificaciones increíblemente exigentes. El proceso de construcción había durado el doble de lo habitual que en cualquier otra nave de un tonelaje similar, pero era lo que cabía esperar de la que sería la nave insignia del primarca de la III Legión, los Hijos del Emperador.
La formación que mantenía la 28.ª Expedición era algo de una belleza marcial anclada a la perfección sobre Laeran en una disposición de libro de ordenanzas donde las patrullas y los apoyos mutuos entre naves aseguraban que ningún elemento hostil podría llegar o salir del planeta sin ser interceptado por los Raptores de la flota imperial. Las naves de los laer que tan letales habían demostrado ser para la flota de exploración de la expedición habían quedado convertidas en pecios espaciales que flotaban alrededor de los anillos del sexto planeta del sistema. Habían quedado destruidas gracias al uso preciso de una abrumadora superioridad numérica y a la maestría de Fulgrim en los combates navales.
Aunque el mundo que se encontraba bajo ellos era conocido como Laeran, la designación oficial era 28-3, ya que era el tercer mundo que la 28.ª Expedición había sometido al dominio imperial. Ésa designación era un poco prematura, ya que la ferocidad de la batalla inicial demostraba su falta de sometimiento, pero se consideró que su uso sería apropiado, ya que todo el mundo estaba convencido de que ese sometimiento era una realidad cercana.
La Andronius y la Virtud de Fulgrim, que mostraban los colores púrpuras y dorados propios de los Hijos del Emperador, se mantenían en formación atenta al lado de la nave insignia del primarca. Cada una de ellas poseía un registro ejemplar de victorias. Las escuadrillas de Raptores volaban de un lado a otro mientras escoltaban a la flor y nata de la 28.ª Expedición hacia la Orgullo del Emperador, ya que tras quedar destruida la flota laer, el primarca se disponía a revelar sus planes para continuar la guerra.
El primer capitán Julius Kaesoron era un individuo que no estaba acostumbrado a sufrir emociones enfrentadas, lo que hacía que la situación en la que se encontraba le resultara extremadamente incómoda. Iba vestido con el púrpura triunfal de su toga picta y el rojo marcial de su capa lacerna, por lo que tenía un aspecto imponente mientras avanzaba con rapidez hacia la Heliópolis, seguido de cerca por su palafrenero, Lycaon, y un séquito de portadores que llevaban su casco y su espada y le sostenía el reborde de la capa.
Un colgante de color ámbar intenso le caía desde el cuello hasta el hueco entre los pectorales tallados de su armadura dorada. En el rostro de rasgos nobles no aparecía muestra alguna de la incomodidad que sentía. Mostrar una emoción como aquella sería sugerir que dudaba de la decisión que había tomado su primarca, y algo semejante era inconcebible.
Avanzaban por un amplio pasillo procesional de pálidas paredes de mármol y de enormes columnas de ónice cuyas superficies estaban cubiertas de letras doradas que contaban las batallas ganadas y las glorias conseguidas durante la Gran Cruzada. La Orgullo del Emperador iba a ser el legado de Fulgrim al futuro, y llevaba grabada la historia del Imperio en sus propios huesos.
Las estatuas de los héroes de la legión se alineaban a lo largo de la avenida procesional y las obras con marcos de oro encargadas a los rememoradores de la expedición aportaban parte del colorido tan necesario en aquel frío espacio.
—¿Tenemos prisa? —le preguntó Lycaon, quien llevaba la armadura pulida y resplandeciente, aunque llamaba mucho menos la atención que la del primer capitán—. Pensé que lord Fulgrim había dicho que esperaría nuestra llegada antes de presentar sus planes para la expedición.
—Así es —le espetó Julius, aunque lo que hizo fue caminar más de prisa, para consternación de los portadores—. Pero si debemos cumplir lo que exige, cuanto antes baje a 28-3, mejor. ¡Un mes, Lycaon! ¡Quiere que tengamos sometido Laeran para dentro de un mes!
—Los hombres están preparados para ello —le prometió Lycaon—. ¡Podemos hacerlo!
—No dudo de su capacidad para lograrlo, Lycaon, pero la lista de bajas será larga, quizá demasiado larga.
—Las Stormbird están preparadas en las rampas de lanzamiento. Sólo esperamos su orden para atacar Laeran.
—Lo sé —dijo Julius con un gesto de asentimiento—, pero debemos esperar a que el primarca de la orden para lanzarlas.
—¿Incluso aunque la punta de lanza del capitán Demeter ya haya partido? —le preguntó mientras pasaban por delante de otros guerreros de los Hijos del Emperador armados con lanzas dorada; del tipo pilum y que montaban guardia a intervalos de aquella vía triunfal. Aunque se mantenían inmóviles como estatuas, el feroz potencial de violencia que latía en el pecho de cada guerrero astartes era evidente en cada uno de ellos.
—Incluso así —admitió Julius—. Sería una maniobra muy poco política comenzar la campaña propiamente dicha sin consultar con los demás oficiales de la expedición, así que dirán que la punta de lanza no es más que una fuerza de reconocimiento agresiva en vez de ser la primera fuerza de ataque de la campaña.
Lycaon se encogió de hombros y luego hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—¿Y por qué tenemos que andar preocupándonos por los sentimientos de los miembros de la expedición? El primarca está al mando, y todos debemos obedecer las órdenes que le parecen oportunas. Es lo correcto y adecuado.
Julius no le contestó, aunque estaba de acuerdo con él. El primer capitán se sentía irritado por no estar ya con sus guerreros en el planeta. Había oído los informes iniciales de Solomon y de Marius, quienes en esos mismos momentos todavía debían de hallarse envueltos en feroces combates para apoderarse de la masa flotante de tierra llamada «atolón 19». Noto que su furia aumentaba a medida que llegaban los nuevos informes de bajas.
Sin embargo, su primarca le había ordenado que acudiera al consejo de guerra, donde anunciaría el modo en que la 28.ª Expedición haría la guerra contra aquella especie alienígena, y sus órdenes debían cumplirse sin falta alguna.
Julius ya conocía el plan que lord Fulgrim iba a presentar a los comandantes superiores de la flota, y las proporciones y la audacia que aquello suponía todavía lo dejaba sin aliento. No hacía falta ser un primer capitán de los Hijos del Emperador para saber cuál sería la reacción general.
—Ya basta de charla, Lycaon. Hemos llegado —le dijo cuando vieron la gran Puerta del Fénix ante ellos.
Se trataba de un enorme portal de bronce donde se representaba como el Emperador entregaba a Fulgrim de forma ceremonial el Águila imperial. El águila era el símbolo del propio Emperador, quien había ordenado que la única legión que podría mostrarla en su armadura sería la de Fulgrim como muestra de la estima que le tenía. El honor que le había concedido a los Hijos del Emperador era inconmensurable. Julius sintió que se le henchía el pecho de orgullo en cuento vio la puerta, y subió una mano para tocar el águila que tenía tallada en la armadura.
Delante de la Puerta del Fénix había más guardias, y estos hicieron una profunda reverenda cuando se les acercó. Luego bajaron las lanzas hasta el suelo, donde las puntas resonaron al mismo tiempo que las grandes hojas de bronce se abrían para darle paso. Un chorro de luz blanca y un murmullo de voces surgieron del otro lado.
Asintió con un gesto de respeto a los guerreros de la puerta y entró en la Heliópolis.
* * *
Solomon giró el bólter para enfrentarse a la criatura que en ese momento cruzaba el aire de un salto para abalanzarse sobre él con las garras extendidas y dispuesta a partirlo en dos. Apretó el gatillo y del cañón del arma salió un chorro de proyectiles. La armadura púrpura y dorada quedó cubierta de chispas y sangre amarilla cuando la criatura reventó y se desplomó en el suelo convertida en un guiñapo de carne. Aparecieron más enemigos, y la plaza no tardo en quedar repleta de cuerpos sinuosos y veloces y astartes que forcejeaban.
Por lo que parecía, cada laer podía tener un aspecto tremendamente distinto. Sus cuerpos eran diferentes según la zona de combate, y aparentemente estaban designados para actuar en esa zona de combate precisa. Solomon había visto en el poco tiempo que llevaba en Laeran criaturas aladas, acuáticas y muchos otros tipos de variaciones de la forma básica de vida laer. El capitán no sabía si se trataba de ramas divergentes producto de una mutación genética o criaturas guerreras transformadas de un modo deliberado, pero tampoco le importaba.
Aquellas criaturas en concreto eran monstruos de estatura elevada con la parte interior en forma de serpiente común a todos los laer y el musculoso tórax cubierto por una armadura plateada de la que sobresalían dos pares de extremidades. Los dos brazos superiores estaban rematados por unas largas cuchillas centelleantes de forma curvada y elegante, similar a una cimitarra, mientras que con cada uno de los brazos interiores empuñaban unos guanteletes cubiertos de energía chasqueante que disparaban los letales rayos de color verde.
Sus cabezas eran abultadas y parecidas a las de los insectos, con ojos múltiples y mandíbulas sobresalientes que producían un chirrido rasposo cuando los laer atacaban. Solomon giró sobre sí mismo y disparó con el bólter contra todos los cuerpos sinuosos que surgieron de las estructuras alienígenas talladas en el duro coral del atolón. Los veteranos que le acompañaban formaron una línea curva y él quedó situado en el punto central. Cada uno de los guerreros se colocó con presteza en su posición para hacer retroceder a los laer con cada paso que daban hacia la centelleante columna de energía que se encontraba en el centro de la plaza.
Los proyectiles de bólter llenaron el aire y las explosiones lanzaron trozos de coral por doquier a medida que el avance imparable de los Hijos el Emperador los llevaba hacia el interior de las ruinas aullantes de la ciudad flotante. Solomon no disponía de comunicaciones, por lo que no tenía ni idea de cómo les iba a Caphen y a Thelonius, pero confiaba en que la veteranía y el valor de ambos les permitirían salir adelante. Solomon en persona había aprobado sus ascensos y, les pasase lo que les pasase, sería responsabilidad suya.
Una descarga de fuego verde salió de un hueco de entrada que no habían visto y tres astartes cayeron con las armaduras y la carne desintegradas bajo aquella energía electroquímica.
—¡Enemigo en el flanco! —gritó Solomon.
Sus guerreros reaccionaron de un modo preciso y fluido para enfrentarse a aquella amenaza. Cuando los laer salieron de su escondite, se encontraron con las disciplinadas ráfagas de respuesta de los bólters de los Hijos del Emperador, que cambiaron de posición para permitir que sus camaradas pudieran seguir disparando mientras ellos recargaban con rapidez.
El capitán contempló lleno de orgullo cómo combatían con una eficacia marcial sin paliativos, inigualada por ninguna otra legión. Las cargas enloquecidas de los lobos de Russ o las maniobras salvajes de los jinetes de Khârn no eran el modo de combatir de los Hijos del Emperador. La legión de Fulgrim luchaba con la aplicación fría y certera de una fuerza perfecta y disciplinada.
Una enorme explosión a la derecha de Solomon produjo una tremenda columna de humo que subió hacia el cielo. El capitán oyó el estampido del coral al estrellarse contra el suelo cuando una de las grandes torres de concha cayó envuelta en una nube de polvo y fuego. Las irritantes sirenas instaladas en su interior quedaron silenciadas para siempre. Los Hijos del Emperador habían conseguido avanzar unos cuarenta metros y se habían adentrado en la plaza. La línea curvada los había llevado hasta el centro del cráter y al espacio abierto cubierto de escombros.
Ya estaba bastante cerca de la columna de energía como para notar su calor. Cuando dio la orden de rodearla, los laer renovaron su ataque con mayor fuerza. Sus cuerpos sinuosos se deslizaron por las ruinas de su hogar con una velocidad sobrenatural. Los cegadores rayos de luz verde y los proyectiles de bólter se entrecruzaron por toda la plaza, y en el aire se producían explosiones en las ocasiones que los disparos de ambos bandos impactaban entre sí.
Una oleada rugiente de alienígenas se lanzó contra los Hijos del Emperador. La parte inferior de sus cuerpos, con forma de serpiente, los impulsaba por el suelo desigual con una velocidad antinatural y Solomon se dio cuenta de que había pasado el momento de las armas de fuego. Dejó el bólter en el suelo con un cuidado reverente y desenvainó la espada sierra de la funda que llevaba a la espalda.
Al igual que el bólter, la espada había sido muy modificada en una de las armerías de la Orgullo del Emperador bajo la atenta mirada de Marius Vairosean. Tanto la hoja como la empuñadura se habían alargado para darle un mayor alcance y permitirle blandirla con las dos manos si era necesario. Las guardas de la empuñadura tenían la forma de alas desplegadas y el pomo era la majestuosa cabeza de un águila.
—¡Desenvainad! —gritó después de pulsar el botón de encendido.
Un centenar de espadas relucieron bajo la luz del sol cuando los Hijos del Emperador desenvainaron sus armas en un movimiento coordinado y fluido.
Los laer se estrellaron contra los Hijos del Emperador como una mancha borrosa de armaduras plateadas y hojas chasqueantes. Los astartes saltaron a enfrentarse cara a cara con sus enemigos. El acero forjado en Marte chocó con el filo alienígena en una lluvia de chispas que resonó por toda la ciudad.
Solomon se agachó para esquivar un golpe lanzado contra su cabeza y giró sobre sí mismo, evitando el arco de ataque de la segunda hoja del alienígena, para clavarle la espada en el hueco que había entre el tórax abierto por la armadura y la parte inferior del cuerpo. Los dientes de sierra de la espada chirriaron al tropezar con la gruesa espina dorsal del enemigo, pero el capitán empujó con más fuerza y la criatura acabó cayendo al suelo partida en dos mitades que se agitaron de forma espasmódica.
Sus guerreros lucharon con serenidad, confiados en su superioridad y a sabiendas de que su comandante se encontraba entre ellos. Solomon arrancó la espada que había quedado atascada en el alienígena que había matado y continuó con su avance. Sus guerreros siguieron su ejemplo e hicieron retroceder al enemigo con mandobles mortíferos.
La primera señal de que algo andaba mal fue un fuerte temblor que estremeció el firme con una vibración rugiente. De repente, el mundo cambió de orientación cuando el suelo se inclinó de forma brusca hacia un lado. Solomon se vio arrojado de bruces y rodó por la plaza inclinada hasta caer dentro de uno de los múltiples y profundos cráteres que salpicaban el campo de batalla.
Recuperó el equilibrio con rapidez y se irguió para estudiar sus alrededores en busca de cualquier amenaza inmediata pero no pudo ver nada. Tan sólo logró captar el sonido del combate y el tableteo de unos disparos que se acercaban a la plaza por ambos lados. Si las sospechas de los adeptos del Mechanicus eran correctas y aquellas columnas de energía mantenían en el aire los atolones de coral, lo más probable era que una o más de las que había en el atolón hubieran sido destruidas.
Solomon rodó para ponerse en pie y envainó la espada antes de empezar a trepar por la ladera rocosa del cráter. Al llegar a la cima, sintió que se le erizaban los pelos de la nuca. Miró a su alrededor justo a tiempo de ver la silueta de un guerrero laer que sobresalía por encima del borde del cráter.
Alargó una mano para empuñar la espada, pero el laer se le echo encima antes de que le diera tiempo a desenvainarla de nuevo.
* * *
Aunque Julius Kaesoron había estado en la Heliópolis muchos cientos de veces, su belleza y su majestuosidad todavía eran capaces de dejarlo sin habla debido a aquellas inmensas paredes de piedra clara y las interminables filas de estatuas de mármol colocadas sobre pedestales de oro que sostenían el amplio techo abovedado. Unos mosaicos intrincados, demasiado alejados como para que pudiera captar los detalles, llenaban el revestimiento interior de la cúpula, y entre las pilastras estrechas de mármol verde colgaban largos estandartes de seda de color púrpura y dotado.
Un rayo de luz procedente de las estrellas se concentraba en el centro de la cúpula y se reflejaba con un brillo cegador en el suelo de terrazo negro de la Heliópolis. Los trozos de mármol y de cuarzo engastados en la argamasa y pulidos hasta quedar relucientes convertían el suelo en un espejo oscuro y centelleante que relucía igual que el cielo que se alzaba sobre él. Las motas de polvo revoloteaban en mitad de aquel brillo y el aire estaba cargado con el humo perfumado de los aceites aromáticos.
A lo largo de la circunferencia de la cámara de audiencias de Fulgrim se alineaban filas de bancos de mármol que se alzaban en hileras escalonadas hacia las paredes formando líneas desiguales. Allí había espacio suficiente como para que se sentasen dos mil personas, aunque apenas había presentes una cuarta parte de esa cifra en aquel consejo de guerra. En el centro de la columna de luz estelar había una silla de mármol negro pulido, y allí era donde Fulgrim atendía las peticiones de sus guerreros y concedía audiencias. Aunque el primarca todavía no había otorgado a los allí reunidos la gracia de su presencia, la silla vacía en mitad de la cámara era un evidente recordatorio de su poder.
Julius vio sentados en las bancadas de mármol a oficiales procedentes de todas las ramas militares de la 28.ª Expedición, y se dirigió a ocupar su puesto en uno de los bancos más cercanos al suelo. En el camino hizo un gesto de asentimiento a modo de saludo a los guerreros que conocía, y se dio cuenta de las miradas que todos lanzaban a su capa roja lacerna. Aquellos que habían servido durante algún tiempo junto a los Hijos del Emperador sabían que si un guerrero llevaba puesta una capa como aquélla, es que estaba a punto de marchar al combate.
Julius no hizo caso de aquellas miradas y tomó su casco y su espada de manos de los portadores antes de tomar asiento. Paseó la mirada por la cámara y vio a los oficiales de escarlata y plata del Ejército Imperial que llenaban los bancas inferiores de la Heliópolis. Su cercanía al suelo indicaba su mayor rango.
El comandante general Fayle se encontraba sentado en el centro de un grupo de servidores y ayudantes. Era un individuo de aspecto ceñudo que tenía el rostro horriblemente desfigurado, con la mitad izquierda de la cabeza cubierta por una placa de acero. Julius jamás había hablado con él, pero conocía su reputación: era un táctico excelente, una persona directa y un soldado implacable y despiadado.
Detrás de los oficiales del ejército, sentados en los bancos situados a mitad de altura, se encontraban los adeptos del Mechanicus, quienes parecían sentirse incómodos bajo la luz brillante de la Heliópolis. Sus túnicas con capucha ocultaban buena parte de sus rasgos físicos, y Julius no recordó haber visto nunca a ninguno con la capucha quitada. Negó con la cabeza con gesto de disgusto ante los velos estúpidos que representaban el secretismo y los rituales con los que se rodeaban. Junto a los miembros del Adeptus Mechanicus estaban los rememoradores, hombres y mujeres ecuánimes vestidos con ropajes de color beige que no dejaban de hacer anotaciones en cuadernos desgastados y placas de datos o dibujaban bosquejos al carboncillo sobre hojas de papel. Los mejores pintores, escultores, escritores y poetas del Imperio se habían desplegado por todas las flotas expedicionarias. Eran miles, y se dedicaban a documentar los logros monumentales conseguidos por la Gran Cruzada, aunque eran aceptados con diferentes grados de cordialidad. Muy pocos dentro de las legiones apreciaban el verdadero valor de sus esfuerzos, pero Fulgrim había declarado que su presencia era una gran suerte y les había concedido un acceso sin precedentes a las ceremonias más reservadas y privilegiadas.
Lycaon siguió su mirada.
—Rememoradores —musito con desprecio—. ¿Qué sentido tiene que los escribas y gentuza como ellos acudan a un consejo de guerra? ¡Mire! ¡Si uno de ellos hasta ha traído un caballete!
Julius sonrió.
—Quizá está intentando captar la gloria de la Heliópolis para que la admiren las generaciones futuras.
—Russ tenía toda la razón —replicó Lycaon—. Somos guerreros, no temas para poemas y retratos.
—La búsqueda de la perfección va más allá de las artes del combate, Lycaon. Incluye las bellas artes, los trabajos literarios y la música. Hace poco tuve el privilegio de escuchar el recital de Bequa Kynska, y me sentí henchido de alegría al oír una música tan hermosa.
—Ha estado leyendo poesía otra vez, ¿verdad? —le preguntó Lycaon, al mismo tiempo que hacía un gesto negativo con la cabeza.
—Cuando tengo la oportunidad, aprovecho y leo alguno de los Cantos imperiales de Ignace Karkasy —admitió Julius—. Deberlas intentar leerlos. Un poco de cultura no te vendría mal. El propio Fulgrim tiene en sus estancias una escultura que le ha encargado a Ostian Delafour, y se dice que Eidolon tiene un paisaje de Chemos pintado por Keland Roget colgando en la cabecera de su cama.
—¡No puede ser! ¿Eidolon?
—Eso dicen —insistió Julius, asintiendo.
—¿Quién lo hubiera creído? Bueno, de todas maneras, me centraré en lograr la perfección en combate, si no te importa.
—Tú te lo pierdes —comentó Julius mientras las bancadas superiores de la Heliópolis se llenaban de gente: los escribas, los notarios y los funcionarios que servían a los más cercanos a los centros de poder.
—Menudo público —comentó Lycaon.
—El primarca está a punto de hablar. Eso siempre hace salir a sus adoradores —le indicó Julius.
Como si pronunciar su rango hubiera sido la clave para invocarlo, la Puerta del Fénix se abrió y el primarca de la III Legión entró en la Heliópolis.
Fulgrim iba acompañado de sus lugartenientes más cercanos. Los guerreros, los adeptos y los escribas allí reunidos se pusieron en pie de inmediato y le hicieron una reverencia, maravillados por el guerrero perfecto y de aspecto magnífico que se encontraba ante ellos.
Julius se puso en pie con todos los demás. Desaparecido el disgusto que había sentido hasta ese momento ante la emoción de ver de nuevo a su querido primarca. Una oleada de aplausos y los gritos de «¡Fénix! ¡Fénix!», llenaron la Heliópolis. Fue un gesto de afirmación rugiente que sólo se detuvo cuando Fulgrim alzó las manos para acallar a sus seguidores incondicionales.
El primarca llevaba puesta una larga toga de tejido suave y color crema pálido. Se veía con claridad la empuñadura de hierro oscuro de su espada, Hoja llameante, que le colgaba de la cadera. La vaina de la espada era de reluciente cuero púrpura. Sobre el pecho llevaba bordadas con hilo de oro las centelleantes alas de un águila, y una estrecha diadema de lapislázuli impedía que el cabello le cayera sobre la frente. Dos de los mejores guerreros de la legión, el comandante general Vespasian y el comandante general Eidolon, caminaban detrás del primarca. Ambos llevaban puestas togas blancas, sin adorno alguno a excepción de un pequeño bordado con forma de águila que se veía sobre el pectoral derecho. Su severo porte marcial fue una inspiración para Julius, quien se irguió un poco más en presencia de ellos.
Eidolon no pareció mostrarse impresionado por todos los guerreros allí reunidos, y no se podía captar el estado de ánimo de Vespasian en sus rasgos faciales, clásicos y sin defecto alguno. Los dos comandantes generales estaban armados, Vespasian llevaba su espada colgada al cinto y Eidolon tenía su martillo apoyado en un hombro.
Julius sintió la expectación que embargaba a todos los que esperaban las siguientes palabras del primarca.
—Amigos míos —dijo Fulgrim, a modo de saludo después de sentarse ante los guerreros allí reunidos. La piel pálida casi le resplandecía—. Me alegra veros aquí reunidos. Ha pasado demasiado tiempo desde la última vez que libramos una guerra, pero ahora tenemos la ocasión de ponerle remedio.
Aunque prácticamente sabía lo que el primarca iba a decir, Julius sintió una emoción irracional crecerle en el interior, y vio que incluso el habitualmente sarcástico Lycaon sonreía de oreja a oreja mientras oía hablar primarca.
—Estamos en órbita alrededor del planeta natal de una temible especie alienígena que se llama a sí misma «laer» —continuó explicando Fulgrim. Su voz había perdido el duro acento cthoniano que había acabado adoptando tras los largos años que los hijos del Emperador habían pasado combatiendo junto a los lobos lunares del Señor de la Guerra. El acento culto de Terra volvía a matizar cada una de sus palabras, y Julius dio cuenta de que se había quedado fascinado por el timbre y la cadencia de su modo de hablar—. ¡Y qué planeta! Uno de los honorables presentantes del Adeptus Mechanicus me ha dicho que sería de un valor incalculable para la cruzada del Emperador, amado por todos nosotros.
—Amado por todos nosotros —repitieron al unísono los asistentes. El primarca asintió antes de seguir hablando.
—Aunque un planeta como éste sería de un valor inmenso para nosotros, sus habitantes no desean compartir la suerte ciega con la que se han sido bendecidos. Se niegan a aceptar el destino manifiesto que nos guía través de las estrellas, y han dejado muy claro que sólo sienten desprecio hacia nosotros. Han rechazado con violencia nuestros pacíficos intentos de comunicación, ¡y el honor exige que les respondamos del mismo modo!
Un coro de gritos iracundos llenos de amenazas llenaron la Heliópolis. Fulgrim sonrió y se llevó las manos al pecho en gesto de agradecimiento por aquella devoción. Cuando los gritos y los vítores se apagaron, Julius vio que el comandante general Fayle se ponía en pie para saludar primarca con una profunda reverencia.
—Con su permiso —dijo el soldado, con voz profunda y cargada de experiencia.
—Por supuesto, Thaddeus. Eres mi aliado preterido —le contestó Fulgrim, y el rostro adusto de Fayle no pudo evitar mostrar el agrado que sentía ante el hecho de que lo llamara por su nombre de pila.
Julius sonrió al recordar la habilidad con que Fulgrim trataba a aquellos con los que hablaba. Sabía muy bien que el primarca no tardaría en apabullar a Fayle con hechos y verdades incómodas.
—Gracias, mi señor —respondió Fayle mientras apoyaba las manos nudosas en el pretil que lo separaba del suelo oscuro de la Heliópolis. Cuando Thaddeus Fayle habló, unas microscópicas motas que flotaban en la columna de luz se concentraron sobre el comandante del Ejército Imperial y lo rodearon de un brillo difuso—. Quizá pueda iluminarme respecto a cierto asunto.
Fulgrim sonrió de nuevo, y los ojos oscuros brillaron con una expresión de diversión.
—Procuraré por todos los medios llevar la luz a tu ignorancia.
Fayle le torció el gesto ante el insulto implícito, pero continuó:
—Nos ha convocado a este consejo de guerra para hablar sobre lo que se debe hacer con 28-3, ¿no es así?
—Así es —respondió Fulgrim—. No se me ocurriría tomar ninguna decisión al respecto sin vuestro consejo.
—Entonces, ¿por qué ya han sido enviados guerreros a la superficie del planeta? —quiso saber Fayle, mostrando así una impresionante autoridad.
La mayoría de los mortales quedaban reducidos a un estado cercano a la estupidez ante la presencia del primarca, pero Thaddeus Fayle le había hablado como si no fuera más que un miembro de su estado mayor. Julius sintió que se encolerizaba ante un comportamiento tan grosero.
—He oído decir que el Consejo de Terra ha decidido que someter a los laer sería demasiado costoso en vidas y que llevaría demasiado tiempo, unos diez años, según me han dicho —siguió diciendo Fayle sin apenas detenerse—. ¿No se llegó incluso a hablar de convertirlos en un protectorado del Imperio?
Julius distinguió las leves pero inconfundibles señales del enfado que Fulgrim sentía por verse cuestionado de esa manera, aunque sin duda debía de ser consciente de que prácticamente todos los miembros de la expedición sabían que se estaba atacando el atolón 19 y que alguien acabaría preguntándole al respecto. Se dio cuenta de que ése era el riesgo de fomentar una actitud abierta en el seno de la expedición.
—Es cierto que se habló de ello —replicó Fulgrim—, pero fue con una información escasa y que no lograba mostrar por completo el enorme valor que posee este planeta para el Imperio. El ataque que se está produciendo intenta reunir más información sobre la capacidad de combate de los laer.
—Estoy convencido de que la destrucción de las naves de exploración demostró esa capacidad de forma muy sobrada, mi señor. A mí me da la impresión de que ya ha decidido iniciar esta guerra sin consultarnos.
—¿Y qué si es así, comandante general? —exclamó Fulgrim, con los ojos cargados de una rabia peligrosa—. ¿Es que os echaríais atrás ante semejante afrenta de una especie alienígena? ¿Es que quieres que ponga en peligro mi honra por evitar cobardemente esta lucha sólo porque puede ser peligrosa?
El rostro del comandante general Fayle palideció ante el tono de voz del primarca. Se dio cuenta de que había ido demasiado lejos, así que se apresuro en contestar:
—En absoluto, mi señor. Como siempre, mis fuerzas están a vuestro servicio.
La expresión de Fulgrim pasó con rapidez de la furia a convertirse en un ejemplo de reconciliación. Julius supo que aquel breve estallido de rabia había sido planeado con cuidado para manipular a Fayle y lograr que dejara de hacer preguntas. El primarca ya había trazado un plan perfecto para aquella guerra, y las simples dudas de los mortales no iban a hacerle cambiar de opinión.
—Te doy las gracias, comandante general —le respondió Fulgrim— y te pido disculpas por mi rudeza. Teníais razón en preguntar acerca de todo esto, ya que se dice que se conoce el carácter de una persona por sus preguntas, no por sus respuestas.
—No son necesarias las disculpas —protestó Fayle, incómodo ante la sugerencia de que había molestado al primarca—. Hablé fuera de lugar.
Fulgrim inclinó levemente la cabeza en dirección al comandante general en gesto de aceptación de sus disculpas.
—Eres muy amable, Thaddeus, y ya está todo olvidado, pero hemos venido a discutir asuntos de esta guerra, ¿no es así? He planificado una campaña con la que conquistaremos Laeran, y aunque aprecio el ofrecimiento, se trata del tipo de guerra para el que fueron creados los astartes. No tardaré en dar todos los detalles, pero el tiempo es algo crucial, así que espero que me perdonéis por haber lanzado ya al combate a mis guerreros.
El primarca se volvió hacia él, y Julius no pudo impedir que el pulso se le acelerara cuando Fulgrim le clavó sus ojos de mirada negra e intensa. Sabía la pregunta que le iba a hacer, y esperaba que sus astartes fuesen capaces de cumplir lo que el primarca iba a pedirles.
—Primer capitán Kaesoron, ¿están sus guerreros preparados para llevar la Verdad Imperial a 28-3?
Julius se puso en pie y en posición de firmes. Notó cómo la luz de la cúpula lo cubría con su resplandor.
—Le juro por el fuego que lo están, mi señor. Sólo esperamos sus órdenes.
—Entonces, le doy la orden, capitán Kaesoron —dijo Fulgrim al mismo tiempo que se quitaba de golpe la túnica que cubría su magnífica armadura de placas pulida hasta relucir—. ¡Dentro de un mes, el Águila gobernará Laeran!
* * *
Las zarpas del laer intentaron destrozar la armadura de Solomon y le abrieron unos grandes surcos en la superficie inmaculada. Las garras llegaron a atravesar el Águila dorada que llevaba sobre la placa pectoral. Los dos contendientes cayeron al fondo del cráter cuando el suelo se movió de nuevo, y Solomon se encontró atrapado bajo el peso de la criatura. Aquella monstruosidad abrió las mandíbulas de par en par y le soltó un chillido ensordecedor que le dejó la cara salpicada de mucosidades y saliva caliente.
Solomon sacudió la cabeza para despejarse la vista y lanzó un puñetazo hacia arriba. El puño aplasto los huesos que había debajo de la carne rojiza del guerrero alienígena. La bestia volvió a chillar. Un resplandor verdoso apareció de forma explosiva en cada uno de sus puños al mismo tiempo que le lanzaba un golpe con uno de sus brazos inferiores. Solomon rodó a un lado un momento antes de que el guantelete plateado penetrara en la roca como si no fuera más que simple arena.
El comandante de la Segunda Compañía se apartó de la criatura y se arrastró hacia atrás con la espalda pegada al cráter. El laer aulló, y la potencia de su grito fue algo físico que hizo que el astartes se tambaleara. Los oídos empezaron a zumbarle y se le nubló levemente la vista. Intento desenvainar la espada, pero el laer se le echo encima antes de que pudiera sacarla del todo. Ambos combatientes se desplomaron de nuevo sobre el suelo convertidos en un torbellino de extremidades blindadas y garras segmentadas.
Los horribles ojos del laer reflejaron el rostro contorsionado del astartes, y Solomon sintió que se enfurecía cada vez más al verse atrapado en el fondo de aquel cráter mientras sus guerreros combatían allá arriba sin él. Notó un tremendo dolor cuando el laer logró acertarle con una de sus relucientes armas verdes en el costado, pero pudo girar el cuerpo antes de que se le clavara en el vientre. No podía esquivarlo, y tenía la espalda pegada a la pared.
Del hueco de las mandíbulas surgió un torrente de chillidos ininteligibles, y aunque aquel lenguaje le era absolutamente desconocido a Solomon, estaba seguro de que el alienígena disfrutaba con aquel enfrentamiento.
—Vas a ver —gruñó.
Apretó la espalda contra la pared rocosa del cráter. El laer enroscó la parte serpentina de su cuerpo y luego saltó hacia él con los brazos y las garras extendidos.
Solomon saltó a su vez contra su oponente y ambos chocaron con el estruendo de dos placas blindadas al estrellarse entre sí, para caer al suelo de nuevo. El astartes agarró uno de los relucientes brazos verdes del laer mientras caían y le propinó un tremendo codazo en la articulación que lo unía al cuerpo.
El brazo salió arrancado del torso de la criatura acompañado de un chorro de sangre pestilente. Solomon giró sobre sí mismo y le clavó el arma de energía en el torso, donde su filo brillante atravesó con facilidad la armadura plateada. El laer se desplomo, enrollándose sobre sí mismo para sujetar la tremenda desgarradura en su carne. De su garganta surgió un terrible chillido mientras moría, y Solomon sintió de nuevo repugnancia al captar el placer que albergaba aquel grito.
Asqueado, el astartes arrojó a un lado el brazo amputado del laer. El brillo de aquella arma repulsiva comenzaba ya a apagarse. Subió de nuevo por la pared del cráter y se asomó por el borde justo a tiempo de ver que una nueva oleada de alienígenas inundaba la plaza.
Solomon, que estaba aislado del combate en esos momentos, vio que sus guerreros estaban rodeados y que se defendían a la desesperada de la marea de enemigos. Gracias a su veteranía se dio cuenta de que sin refuerzos no habría forma posible de hacer frente a semejante superioridad numérica. Ya habían caído decenas de astartes. Sus cuerpos se estremecían de forma involuntaria cuando las armas alienígenas provocaban espasmos nerviosos en los músculos heridos.
Su capacidad de mando le indicó que sus guerreros sabían que estaban a punto de ser arrollados, y la furia se apoderó de él al pensar que aquellos alienígenas podían profanar los cuerpos de los muertos de la Segunda Compañía.
—¡Hijos del Emperador! —gritó tras salir del cráter para dirigirse hacia las filas de astartes—. ¡Mantened la formación! ¡Le jure al primer capitán Kaesoron que tomaríamos este lugar, y no nos llenaremos de oprobio incumpliendo ese juramento!
Captó el casi imperceptible gesto de erguir un poco más la espalda en todos sus guerreros, y supo que ninguno de ellos lo dejaría en evidencia. La Segunda jamás le había mostrado la espalda a ningún enemigo, y él no esperaba que lo hicieran en ese momento.
Antaño, si los guerreros huían del combate, su unidad era diezmada, es decir, uno de cada diez de sus miembros era ejecutado de una paliza que le propinaban sus antiguos hermanos de batalla como advertencia para los supervivientes. Solomon pensaba que era un castigo demasiado magnánimo. Un guerrero que huía una vez podía acabar huyendo de nuevo. Se sentía orgulloso de que ninguna de sus escuadras hubiera necesitado jamás una lección tan brutal sobre el coraje. Seguían su ejemplo en todo, y él prefería morir antes que deshonrar a su legión con un acto de cobardía.
El estruendo del combate era ensordecedor, y aunque la línea formada por los astartes había retrocedido ante el feroz contraataque de los laer, no se había roto. Solomon recogió su bólter, tirado en el suelo irregular, y metió un cargador nuevo. Se dirigió al centro de la línea y se colocó en mitad del fragor del combate. Mató con precisión metódica hasta que se le acabó la munición, y luego desenvainó la espada.
Combatió empuñándola a dos manos, y la hoja afilada cortó y tajó carne alienígena mientras les gritaba a sus guerreros que se mantuvieran firmes a pesar de la marea de laer que los rodeaba.