UNO
RECITAL
VER A TRAVÉS
LAERAN
«El peligro para la mayoría de nosotros» —decía Ostian Delafour en las pocas ocasiones que se lograba que hablara de su habilidad—, «no es que nos propongamos algo muy elevado y fallemos, sino que nos propongamos algo muy humilde y lo logremos». Luego sonreía de un modo humilde y se retiraba de la conversación que estaba teniendo lugar en esos momentos, ya que se sentía vulnerable bajo la atención que provocaba la adulación e incómodo al ser el centro de la misma.
Tan sólo se sentía cómodo allí, en su estudio de aspecto caótico, rodeado de montones desordenados de escoplos, martillos y escofina mientras quitaba trozos del mármol con golpes precisos que acabarían creando una maravilla. Se apartó del bloque de piedra que se encontraba en el centro del estudio y se pasó una mano por la amplia frente y el cabello corto y negro mientras observaba con atención lo que había conseguido en esa ocasión.
La columna de mármol era un rectángulo blanco y reluciente de unos cuatro metros de altura, con el exterior todavía intacto frente al ataque del escoplo o la escofina. Ostian dio una vuelta alrededor del mármol al tiempo que acariciaba con sus manos plateadas la superficie pulida y captaba la estructura interior para calcular en qué punto exacto realizaría el primer corte en la piedra. Unos servidores habían llevado el bloque desde las bodegas de carga de la Orgullo del Emperador hasta su estudio hacia ya una semana, pero hasta ese momento no había completado la visualización de cómo lograría sacar aquella obra maestra del bloque.
El mármol había llegado a la nave insignia de los Hijos del Emperador procedente de las canteras de Proconnesus, en la península de Anatolia, de donde había salido buena parte del material utilizado en el palacio del Emperador. Ése bloque en concreto lo habían sacado del monte Ararat, una montaña abrupta e inaccesible pero que contenía unos ricos depósitos de mármol de un blanco puro. Tenía un valor incalculable, y sólo la influencia del primarca de los Hijos del Emperador había sido capaz de lograr su envío a la 28.ª Expedición.
Sabía que los demás lo consideraban un genio, pero Ostian estaba convencido de que sus manos no eran más que un medio para liberar lo que ya existía dentro del mármol. Su habilidad, ya que su modestia le impedía llamar genio a su talento, se encontraba en su capacidad para captar cómo sería la obra una vez acabada antes siquiera de posar un escoplo en la superficie. El mármol sin tallar podía contener la forma de cualquier cosa que se le ocurriera al artista.
Ostian Delafour era un individuo delgado, con un rostro de expresión sincera. Tenía cubiertas las manos, de largos dedos, por tan metal plateado que relucía como el mercurio. Esos dedos toqueteaban todo aquello sobre lo que se posaban, como si poseyeran una vida propia más allá de la que les dictaba su poseedor. Llevaba puesta una larga bata blanca sobre un traje de seda negra y una camisa de color crema. La formalidad de su vestuario contrastaba con el desordenado taller donde pasaba la mayor parte del tiempo.
—Ya estoy listo —murmuró.
—Eso espero —dijo una voz femenina a su espalda—. A Bequa le dará un ataque de mal humor si llegarnos tarde a su recital. Ya sabes cómo se pone.
Ostian sonrió antes de contestar.
—No, Serena. Me refería a que ya estoy preparado para empezar a esculpir.
Se dio la vuelta y comenzó a desabrocharse los lazos de la bata que llevaba puesta y se la sacó por la cabeza mientras Serena d’Angelus entraba en el estudio con un movimiento brusco parecido al de una de aquellas matriarcas terribles que tan bien interpretaba Coraline Aseneca. Chasqueó la lengua en un gesto de disgusto al ver las herramientas desordenadas por doquier, entre las escaleras y los andamios. Ostian sabía que el estudio de su compañera artista estaba tan pulcro y ordenado como era caótico el suyo, las pinturas oraban ordenadas por colores y tonos a un lado, y los pinceles y paletas, tan limpios y pulidos como el día que los había comprado, se encontraban al otro.
Serena d’Angelus era más bien baja y tenía la clase de atractivo que ella no comprendía pero que provocaba que los hombres la encontraran deseable, y quizá también era la mejor pintora de la Orden de las Rememoradores. Otros preferían los paisajes de Keland Roget, quien viajaba a bordo de 12.ª Expedición de Robute Guilliman, pero a Ornan le parecía que la habilidad de Serena era mucho mayor.
«Aunque ella no lo crea así», pensó él mientras miraba de reojo las largas mangas de su vestido.
Serena había escogido para el recital de Bequa Kynska un vestido largo y de aspecto formal de seda de color zafiro con un increíble corpiño dorado que le acentuaba la redondez de los senos. Como siempre, llevaba el cabello suelto, y los mechones largos y de color negro le llegaban hasta la cintura y le enmarcaban a la perfección el rostro ovalado y los almendrados ojos oscuros.
—Estás preciosa. Serena —le dijo.
—Gracias. Ostian —contestó la mujer, que se quedó delante de él jugueteando con el collar que llevaba puesto—. En cambio, tú… parece que te acabaras de levantar con ese traje que llevas puesto.
—Voy bien —protestó Ostian, que a pesar de ello se apresuró a deshacerse la corbata para volverla a anudar con sumo cuidado.
—Querido, bien no es suficiente, como sabes —le indicó Serena—. Bequa querrá pavonearse después de que termine el maldito recital, y no pienso permitir que diga que los artistas como nosotros la dejamos en evidencia con nuestro aspecto desastrado y bohemio.
Ostian volvió a sonreír.
—Sí, tiene una visión bastante despreciativa de las artes plásticas.
—Eso se debe a una infancia consentida en las colmenas de Europa —contestó Serena—. Me ha parecido oír que ya estabas listo para empezar a esculpir.
—Sí —asintió Ostian—. Así es. Ya veo lo que hay en su interior. Sólo tengo que dejarlo libre.
—Bueno, entonces estoy segura de que lord Fulgrim estará encantado de saberlo. He oído decir que tuvo que pedirle al Emperador en persona que trajeran esa piedra desde Terra.
—Vaya, podré trabajar sin presión, por lo que veo… —respondió Ostian mientras Serena se daba la vuelta tras quedar satisfecha con el aspecto ya mis presentable que él podría llegar a tener.
—No pasa nada, querido. Tú y tus manos pronto os dedicaréis a la canción del mármol.
—¿Y tu obra? —le preguntó Ostian—. ¿Cómo llevas el retrato?
Serena dejó escapar un suspiro.
—Avanza poco a poco, pero al ritmo que lord Fulgrim se dedica a los combates, es raro el día que logro que pose un poco para mí. —Ostian vio como Serena se rascaba los brazos mientras hablaba—. Cada vez que lo veo ahí, sin acabar, lo odio más y más. Creo que debería empezarlo de nuevo.
—No —la contradijo Ostian mientras le apartaba con suavidad las manos de los brazos—. Estás exagerando. Está muy bien, y en cuanto lord Fulgrim derrote a los laer estoy seguro de que se sentará a posar para ti todo el tiempo que te haga falta.
Ella le sonrió, pero Ostian se dio cuenta de la falsa alegría que había detrás del gesto. Deseó saber cómo quitarle de encima la melancolía que le estaba aplastando el ánimo y evitar el daño que se estaba haciendo a sí misma. En vez de eso, le hablo de nuevo:
—Vamos. No debemos hacer esperar a Bequa.
* * *
Ostian tuvo que admitir que Bequa Kynska, antigua niña prodigio procedente de las colmenas de Europa, se había convertido en una mujer hermosa. Su cabello, de color azul, tenía el mismo tono que el cielo en un día despejado. Los rasgos de la cara estaban esculpidos por una buena herencia familiar y una cirugía muy discreta, aunque llevaba un exceso de maquillaje facial que, en opinión de Ostian, no hacía más que disminuir su belleza natural. Distinguió justo debajo de la línea del cuero cabelludo los potenciadores auditivos y unos cuantos cables muy finos que le cubrían el cuero cabelludo.
Bequa había recibido su formación artística en las mejores academias de Terra, y había estudiado en el recién establecido Conservatoire de Musique, aunque lo cierto era que el tiempo que había pasado en esta última institución había sido en su mayor parte un desperdicio, ya que fue muy poco lo que los tutores de allí pudieron enseñarle que no supiera ya. Personas de todos los rincones de la galaxia escuchaban sus óperas sus cánticos armoniosos, y su capacidad para crear una música que podía elevar el ánimo y enardecer al público era insuperable.
Ostian había coincidido con Bequa dos veces a bordo de la Orgullo del Emperador, y en cada una de esas ocasiones se había sentido repelido por su egocentrismo monstruoso y su insoportable engreimiento respecto a su valía. Sin embargo, por algún motivo que no alcanzaba a comprender, Bequa Kynska lo adoraba.
Bequa llevaba puesto un vestido largo del mismo color que su cabello y estaba sentada a solas en un escenario elevado colocado al otro extremo de la sala de conciertos, con la cabeza inclinada hacia adelante, enfrente de un clavicordio multisinfónico conectado a una serie de proyectores sónicos situados a intervalos regulares por toda la sala.
La sala de conciertos en sí era una amplia estancia de paredes de madera oscura y columnas de pórfido iluminadas por globos de brillo apagado colocados sobre generadores gravitatorios flotantes. Los dibujos de las vidrieras que cubrían a lo largo una de las paredes mostraban guerreros astartes de armadura púrpura pertenecientes a la Legión de los Hijos del Emperador, y en la otra habían colocado una hilera de bustos de mármol. Se decía que el propio primarca los había esculpido.
Ostian tomó nota de que debía estudiarlos con detenimiento más adelante.
La sala estaba ocupada aproximadamente por un millar de personas. Algunos hombres llevaban puestos los ropajes de color beige de los rememoradores, mientras que otros lucían las ropas, más sobrias, de color negro de los adeptos de Terra. Unos pocos todavía llevaban las chaquetas de brocado de corte clásico, los pantalones de rayas y las botas negras de caña alta que los señalaban como miembros de la nobleza imperial, muchos de los cuales se habían unido a la 28.ª Expedición únicamente para poder oír cantar a Bequa.
Entre el público había soldados del Ejército Imperial: oficiales superiores con cascos emplumados, lanceros de caballería con corazas doradas y señores de la disciplina con grandes abrigos rojos. Por la sala de conciertos circulaba una gran profusión de uniformes de diferentes colores, y el repiqueteo de los sables y de las espuelas resonaba contra el suelo de madera pulida.
Ostian se sorprendió al ver a tantos individuos uniformados.
—¿Cómo tienen tiempo todos esos oficiales de asistir a un espectáculo como este? ¿No estamos en guerra con una especie alienígena?
—Siempre hay tiempo para el arte, mi querido Ostian —le respondió Serena al mismo tiempo que tomaba dos copas alargadas de vino espumoso de la bandeja que llevaba uno de los pajes con librea que pasaban en silencio entre la multitud—. Puede que la guerra sea una amante exigente, pero no tiene nada que hacer frente a Bequa Kynska.
—No veo razón alguna para que tengamos que estar aquí —comentó Ostian antes de darle un sorbo al vino. Disfrutó de la frescura burbujeante del liquido.
—Ella en persona te ha invitado, y nadie debe rechazar una invitación semejante.
—Pero si ni siquiera me cae bien —protestó Ostian—. ¿Porqué ha tenido que invitarme?
—Porque tú le gustas, bobo —le respondió Serena a la vez que le daba un suave codazo en las costillas—. Ya sabes a qué me refiero.
Ostian dejó escapar un suspiro.
—Pues no tengo ni idea de por qué. Apenas si hemos hablado. Tampoco es que te deje hablar mucho cuando estás con ella.
—Hazme caso —insistió Setena mientras le colocaba una de sus delicadas manos en el brazo—. Es mejor que hayas venido.
—¿De verdad? Pues dime por qué.
—No has oído cantar a Bequa, ¿verdad?
—He oído sus fonoemisiones.
—¡Oh, no! —exclamó Serena al mismo tiempo que fingía desmayarse de un modo aparatoso—. Si no has oído cantar a Bequa Kynska de viva voz, ¡no has oído nada! Necesitarás un montón de pañuelos, ¡porque vas a llorar a mares! Y si no, tendrás que tomar sedantes, ¡porque acabarás exaltado hasta el punto del delirio!
—Vale, me quedaré —se resignó Ostian, aunque en realidad lo que deseaba era volver al estudio con el mármol.
—Hazme caso —insistió Serena con una leve risa—. No habrás perdido el tiempo.
El murmullo de las conversaciones de la sala de conciertos fue apagándose poco a poco. Serena lo agarró por el brazo y se llevó un dedo a los labios. Ostian se volvió para mirar el origen del repentino silencio y fue entonces cuando vio que en la sala había entrado un individuo enorme vestido con una túnica blanca y con el largo cabello rubio suelto sobre los hombros.
—Un astartes… —murmuró Ostian—. No tenía ni idea de que eran tan grandes.
—Es el Primer capitán Julius Kaesoron —le informó Serena, y Ostian capto el tono de orgullo en su voz.
—¿Lo conoces?
—Pues sí. Me ha pedido que le haga un retrato —respondió Serena, contenta—. Por lo visto, es todo un mecenas de las artes. Es un tipo agradable y me ha prometido que me informara de todas las oportunidades que se puedan presentar.
—¿Oportunidades? ¿Qué clase de oportunidades? —inquirió Ostian.
Serena no le contestó, ya que un siseo repentino se extendió por todo aquel público privilegiado cuando los globos luminosos disminuyeron todavía más su brillo. Ostian miró al escenario cuando Bequa comenzó a mover la manos sobre el teclado del clavicordio. Un súbito sentimiento romántico lleno de energía se apoderó de él cuando los proyectores sónicos aumentaron la intensidad de su obertura.
Luego comenzó la actuación, y Ostian se dio cuenta de que el sentimiento de repulsión que Bequa le producía se esfumaba de inmediato en cuanto oyó el sonido de una tormenta tomar forma en la música. Al principio percibió el golpeteo de las gotas de lluvia, y después el viento sintónico ascendió de potencia y, de repente se convirtió en un torrente. Oyó la lluvia caer a raudales, el viento azotar por doquier y el retumbar del trueno. Levantó la mirada, casi esperando ver un cúmulo de nubes negras.
Unos trombones, un flautín estridente y unos timbales estruendosos resonaron y bailaron por el aire a medida que la música se hacía más atrevida y se transformaba en una apasionada sinfonía que narraba su relato épico con los tonos y ambientes creados, aunque Ostian no lograría recordar más tarde nada de su verdadera sustancia.
Varios solistas vocales se unieron a la orquesta, aunque lo cierto era que Ostian no llego a ver ni a unos ni a otros. La rugiente música ansió de repente la paz, la alegría y la hermandad de toda la humanidad.
Ostian notó que las lagrimas le caían a raudales por las mejillas cuando su alma se sintió transportada al éxtasis, para luego caer en la desesperación antes de volver a alzarse en un clímax majestuoso y exultante por el poder de la música.
Se volvió para mirar a Serena y vio que ella también estaba conmovida. Sintió la tentación de acercarla a él y compartir juntos esa tremenda sensación de gozo. Ostian se volvió de nuevo hacia el escenario, donde Bequa se movía como si estuviera poseída por un ataque de locura. El cabello azul zafiro se agitaba a su alrededor mientras tocaba, y sus manos se movían como derviches sobre el teclado.
Un movimiento atrajo la mirada de Ostian hacia la primera fila del público embelesado. Era un noble con una coraza plateada y una chaqueta de cuello alto de color azul marino, que se había vuelto hacia su esposa y le estaba murmurando algo al oído.
De inmediato, la música dejó de sonar y a Ostian se le escapó un grito cuando el hermoso concierto se detuvo de forma tan abrupta. El silencio le produjo una sensación de vacío doloroso en el corazón, y le asaltó un sentimiento de odio irracional hacia el noble grosero que había provocado aquel final prematuro.
Bequa se puso en pie y se aparto de su instrumento. Jadeaba debido al esfuerzo y tenía el rostro marcado por una tremenda expresión de furia. Se quedó mirando, iracunda, al noble antes de hablarle.
—¡No actúo para cerdos así!
El noble, furioso, se puso en pie de un salto, con el rostro enrojecido.
—Me insultas, mujer. Soy Paljor Dorji, sexto marqués del clan Terawatt y un patricio de Terra. ¡Debes mostrarme respeto, maldita seas!
Bequa lanzó un salivazo al suelo de madera.
—Eres lo que eres por un simple capricho de nacimiento. Lo que yo soy es por mi propio esfuerzo. Existen miles de nobles de Terra, pero sólo hay una Bequa Kynska.
—¡Te exijo que sigas actuando, mujer! —le gritó Paljor Dorji—. ¿Tienes idea de cuántos hilos he tenido que mover para que me asignaran a esta expedición y así tener la ocasión de oírte tocar?
—Ni lo sé ni me importa —le espetó Bequa—. Un genio como el mío merece cualquier clase de esfuerzo. Dóblalo, triplícalo, y ni siquiera habrás empezado a valorar en su justa medida lo que has oído aquí esta noche. Pero eso ya es irrelevante, porque hoy no volveré a tocar.
Un coro de gritos y lamentos llenó el aire cuando el público le suplicó que reanudara el concierto. Ostian descubrió que se había unido de forma instintiva a ese coro. Sin embargo, Bequa no dio muestra alguna de echarse atrás en su decisión hasta que una voz poderosa resonó desde la entrada a la sala de conciertos y atravesó como si nada el clamor.
—Señorita Kynska.
Todos se volvieron ante el imponente sonido de aquella voz, y Ostian sintió que se le aceleraba el pulso en cuanto vio quién era el que había acallado a la multitud: Fulgrim, el Fénix.
El primarca de la Legión de los Hijos del Emperador era el ser vivo de aspecto más magnifico que hubiera visto Ostian Delafour en toda su vida. Su armadura de color amatista relucía como si el armero acabara de pintarla. Los rebordes dorados brillaban como soles, y cada placa de la armadura mostraba imágenes decorativas en forma de espiral talladas con un cuidado exquisito. De los hombros le colgaba una capa larga de color esmeralda con la superficie escalonada, y sus rasgos pálidos y perfectos estaban enmarcados por un reborde alto que sobresalía de la gorguera y le rodeaba la cabeza casi por completo. El ala de un águila, de enorme tamaño, remataba el conjunto.
Ostian ansiaba tallar el rostro de Fulgrim en mármol, ya que sabía que la frialdad de la piedra sería perfecta para capturar la luminosidad de la piel del primarca, sus ojos, grandes y de mirada amistosa, la sombra de la sonrisa que siempre acechaba en aquellos labios y el blanco resplandeciente del cabello, que le llegaba hasta los hombros.
El escultor y el resto del público se pusieron de rodillas ante la impresionante majestuosidad de Fulgrim, atenazados por aquella perfección, que jamás conseguirían ni por asomo.
—Si no está dispuesta a tocar para el marqués, ¿aceptaría hacerlo para mí? —le preguntó Fulgrim.
Bequa Kynska asintió y la música comenzó de nuevo.
* * *
La batalla del atolón sería descrita más tarde como una escaramuza menor al inicio de la Purga de Laeran, una nota a pie de página en los combates que se iban a producir a continuación, pero a los guerreros de la punta de lanza de la Segunda Compañía de los Hijos del Emperador, la de Solomon Demeter, les parecía algo mucho más intenso que una simple escaramuza.
Los aullantes rayos de color verde ardiente cruzaban la avenida curvada y fundían trozos de las paredes angulosas además de disolver las placas de armadura de los astartes en cuanto impactaban contra cualquiera de los marines espaciales que avanzaban por allí. El chasquido ansioso de las llamas y el rugido sibilante de los cohetes se entremezclaba con los estampidos secos de los disparos de bólter el aullido de las sirenas instaladas en las torres de coral, todo ello mientras los astartes de Solomon se esforzaban por avanzar a lo largo de las calles sinuosas para enlazar sus unidades con las escuadras de Marius Vairosean.
Por encima de ellos se alzaban las torres en espiral creadas a partir de reluciente cristal coralino, con un aspecto semejante a la concha retorcida de alguna clase de criatura marina enorme. En la superficie de las torres se veían agujeros de bordes pulidos, por lo que también parecían enormes instrumentos musicales con sus correspondientes agujeros para tocar. Todo el atolón estaba formado por el mismo tipo de material, muy ligero pero increíblemente resistente, aunque el misterio de cómo era posible que aquellas estructuras lograran flotar por encima de la superficie de los inmensos océanos era algo que los adeptos del Mechanicus estaban ansiosos por resolver.
De aquellas inquietantes muestras de arquitectura alienígena surgían gritos penetrantes, igual que si las propias torres estuvieran chillando, y el maldito sonido de arrastre metálico producido por los movimientos de sus enemigos parecía proceder de todas partes alrededor de ellos.
Se puso a cubierto detrás de una columna sinuosa de coral con vetas de color rosa y metió otro cargador en el bólter, modificado por él personalmente. Cada pieza y mecanismo interno estaba acabado a mano por él mismo. Su cadencia de fuego era sólo un poco superior a la de un bólter de reglamento, pero jamás se había encasquillado, y Solomon Demeter no era el tipo de persona que confiara su vida a nada que él no hubiera modificado para que se acercara a la perfección.
—¡Gaius! —gritó, para llamar la atención de su segundo al mando, Gaius Caphen—. En nombre del fénix, ¿dónde está el escuadrón Tantearon?
Su lugarteniente hizo un gesto negativo con la cabeza. Solomon soltó una maldición, ya que sabía que lo más probable era que los laer hubieran interceptado al escuadrón de Land Speeder que iba en su ayuda. «Estos malditos alienígenas son muy listos», pensó, y recordó la tremenda perdida de la fuerza de flanqueo del capitán Aeson, lo que había puesto al descubierto que los laer habían conseguido de algún modo interceptar los canales de comunicación de los astartes. La idea de que existiera una especie alienígena con la capacidad para hacer algo semejante a una legión de los Adeptus Astartes era inaceptable, y provoco que los guerreros de Fulgrim se esforzaran todavía más en su justa ira por exterminar a sus enemigos.
Solomon Demeter era la imagen propia de un astartes. Llevaba el cabello negro cortado casi a ras de piel, y tenía el rostro bronceado por la luz de una veintena de soles. Sus rasgos, de aspecto vital, eran redondeados y estaban marcados por unos grandes pómulos. No se había puesto el casco para impedir que los laer descifraran sus órdenes a partir de los mensajes de los canales de comunicación, y porque sabía que si una de las armas de los alienígenas le acertaba en la cabeza, estaría muerto, con casco o sin él.
También sabía que no podía esperar ninguna clase de apoyo inmediato de las unidades aéreas, por lo que tendrían que cumplir con la misión «por las malas». Aunque iba contra todo su sentido del orden y de la perfección la idea de llevar a cabo ese ataque sin el apoyo adecuado, no podía negar que había algo apasionante en ir improvisando sobre la marcha. Algunos comandantes decían que se trataba de un hecho inevitable, que a veces debían combatir sin todas las unidades que querían tener a su disposición, pero creer en algo así era un anatema para la mayoría de los guerreros de los Hijos del Emperador.
—¡Gaius, vamos a tener que hacerlo nosotros solos! —le gritó—. ¡Asegúrate de que esos alienígenas reciben la suficiente cantidad de disparos como para que tengan que mantener la cabeza agachada!
Caphen asintió y comenzó a impartir órdenes concisas y secas, acompañadas de gestos cortantes con la mano, a las escuadras desplegadas entre los escombros de lo que a duras penas podía llamarse su zona de desembarco.
A su espalda todavía ardía la Stormbird destrozada, a la que un misil alienígena había alcanzado en una de las alas. Solomon sabía que había sido un milagro que el piloto lograra que la aeronave permaneciera volando el tiempo suficiente como para aterrizar en el atolón. Se estremeció al imaginarse el destino que habrían sufrido si se hubieran estrellado contra el inmenso océano planetario: habrían quedado perdidos para siempre entre las ruinas sumergidas de la antigua civilización de los laer.
Los laer estaban esperando su ataque, y él ya había perdido siete guerreros que no volverían a luchar jamás. Solomon no tenía ni idea de cuál era el resultado de los ataques realizados por las demás unidades, pero no creía que hubieran sufrido menos bajas. Se arriesgó a sacar la cabeza a un lado de la columna para echar un vistazo. Le resultaba difícil calcular su altura debido a las mareantes curvas y a las dimensiones sutilmente alteradas. Todo lo que había en aquel atolón le afectaba a los sentidos. El increíble exceso de colores, de formas y de ruidos le atacaba con su increíble frenesí.
Distinguió una plaza amplia un poco más adelante. En ella había una columna centellante de energía incandescente rodeada por un anillo de coral brillante que destellaba con una luz cegadora. Por todos los atolones había desplegadas decenas de columnas semejantes, y los adeptos del Mechanicus creían que eran esas columnas las que impedían que los atolones se desplomaran.
Laeran no disponía de grandes masas terrestres continentales, por lo que se consideraba que capturar los atolones intactos era parte indispensable del éxito de la campaña que estaban librando. Los atolones servirían como cabezas de puente y zonas de agrupamiento para los asaltos siguientes. El propio Fulgrim había establecido que las columnas de energía que mantenían a los atolones en el aire debían capturarse intactas a toda costa.
Solomon capto el movimiento de varios guerreros laer que se deslizaban cerca de la columna de energía. Su movimientos eran sinuosos y de una rapidez inhumana. El primer capitán Kaesoron en persona le había encargado a la Segunda Compañía asegurar la posición de la plaza, y Solomon había jurado sobre el fuego que no fallaría.
—Gaius, llévate a los tuyos hacia la derecha y ábrete camino a cubierto hacia la plaza. Mantened la cabeza bien agachada. Seguro que encontraréis guerreros desplegados para deteneros. Envía a Thelonius por la izquierda.
—¿Y qué hay de usted? —le gritó a su vez Caphen para hacerse oír por encima del fragor del combate—. ¿Por dónde irá?
—¿Por dónde va a ser sino por el centro? Voy a tomar el mando de la unidad de Charmosian, pero asegúrate de que Goldoara se encuentra en posición antes de que me ponga en marcha. No quiero que nadie empiece a moverse sin que dispongamos de la suficiente potencia de fuego como para que yo pueda caminar por encima.
—Señor no quiero faltarle al respeto pero ¿está seguro de que es la decisión correcta? —le respondió Caphen.
Solomon amartilló el bólter antes de contestar.
—Gaius, te preocupas demasiado con lo de tomar la decisión «correcta». Lo único que tenemos que hacer es tomar una buena decisión, llevarla a cabo y aceptar las consecuencias.
—Lo que usted diga, señor —respondió Caphen.
—¡Así es! —gritó Solomon—. Puede que esta vez no podamos hacerlo según las reglas, ¡pero por Chemos que lo haremos bien! Y ahora, pasa el mensaje.
Solomon esperó a que todos los guerreros bajo su mando recibieran las órdenes que había impartido y sintió la emoción habitual mientras se preparaba para llevar el combate hasta el propio enemigo una vez más. Sabía que Caphen no aprobaba su actitud un tanto osada, pero Solomon estaba convencido que sólo a través de circunstancias como aquellas, que los ponían a prueba, los guerreros eran capaces de mejorar y acercarse más a la perfección que representaba su primarca.
El sargento Charmosian se colocó a su espalda, con sus guerreros veteranos agrupados a alrededor bajo de él la sombra del complejo de los laer.
—¿Listo, sargento? —le pregunto Solomon.
—Por supuesto, señor —contestó Charmosian.
—Entonces, ¡adelante! —gritó Solomon en cuanto oyó a la Escuadra Goldoara abrir fuego con las armas de apoyo.
El estampido y el rugido de los proyectiles de calibre pesado al subir aullando por la avenida era la señal que estaba esperando, así que salió de su posición a cubierto detrás de la columna y se lanzó a la carga por el centro de la calle en dirección a la centelleante torre de energía.
Varios rayos de energía verde letal le pasaron cerca del cuerpo, pero se dio cuenta de que en realidad no iban dirigidos con precisión, ya que la tremenda cantidad de disparos hacía que los alienígenas no pudieran asomarse del todo. Oyó disparos en ambos flancos, por lo que supo que Caphen y Thelonius se tenían que abrir paso disparando en su camino hacia la torre. Los marines espaciales veteranos de Charmosian seguían disparando desde la cadera y añadían así potencia de fuego a las andanadas de cobertura proporcionadas por Goldoara.
Justo cuando pensaba que podrían llegar a la torre sin mayor complicación, los laer les atacaron.
* * *
Los laer se encontraban restringidos a un solo sistema estelar y habían sido una de las primeras especies alienígenas con las que se habían encontrado los Hijos del Emperador después de separarse de los Lobos Lunares en el gran triunfo de Ullanor. Los vítores de ese magnífico día todavía les retumbaban en los oídos, y la presencia de tantos primarcas reunidos en el mismo sitio seguía siendo un recuerdo gozoso y vivido en la mente de todos los Hijos del Emperador.
Tal y como Horus había dicho cuando Fulgrim y él se despidieron de forma sentida, era el fin de una etapa y el comienzo de otra nueva, ya que Horus se había convertido en el Regente del Emperador, el Señor de la Guerra de todos los ejércitos imperiales. Ahora que el Emperador había regresado a Terra, flotas enteras y miles de millones de guerreros, el poder para destruir planetas, estaban bajo su control.
Señor de la Guerra…
Aquel título era nuevo, recién creado para Horus, y los primarcas todavía tenían que aceptar su verdadero significado, ya que de repente se encontraban bajo el mando de alguien que, hasta ese momento, había sido uno más entre ellos, un igual.
Los Hijos del Emperador habían aceptado de buen grado el nombramiento, ya que consideraban a los guerreros de la Legión de los Lobos Lunares como sus hermanos más cercanos. Un terrible accidente ocurrido durante la creación de los Hijos del Emperador casi los había destruido por completo, pero Fulgrim y su legión habían renacido del desastre con una mayor determinación, al igual que el ave fénix. Ése era el motivo por el que Fulgrim se había ganado su afectuoso apodo, el Fénix. Durante el tiempo en el que Fulgrim se esforzaba por reconstruir su destrozada legión, tanto él como sus guerreros habían luchado junto a los Lobos Lunares. Casi un siglo.
Gracias a un flujo continuo de reclutas procedente de Terra y de Chemos, el planeta natal de Fulgrim, la legión había crecido con rapidez, y bajo la dirección del Señor de la Guerra se había convertido en una de las fuerzas de combate más letales de toda la galaxia.
El propio Horus en persona había alabado a la legión de Fulgrim como una de las mejores junto a las que había luchado.
En ese momento, con décadas de combates a la espalda, la legión ya disponía de los efectivos suficientes como para embarcarse por su cuenta en nuevas cruzadas y podía abrirse camino por sí sola en la galaxia y luchar sin ayuda ninguna por primera vez en más de un siglo.
La legión estaba más que ansiosa por demostrar su valía, y Fulgrim había puesto todo su empeño en compensar el tiempo que habían perdido mientras él se entregaba a la tarea de reconstruirla, y para ello buscaba ampliar todavía más las fronteras del Imperio y dejar bien claro el valor y la pericia de sus guerreros.
El primer contacto con los laer se había producido cuando una de las naves de exploración avanzada de la 28.ª Expedición había descubierto pruebas de la existencia de una civilización en un sistema binario cercano y había llegado a la conclusión de que se trataba de una cultura de cierta sofisticación. Aunque al principio no se mostraron hostiles a las fuerzas imperiales, aquella raza alienígena reaccionó con violencia cuando Fulgrim envió a una de las fuerzas de exploración de la 28.ª Expedición a su planeta natal. Una flota alienígena, pequeña pero muy poderosa, había atacado a las naves imperiales cuando éstas se acercaron al planeta central del sistema. Todas las naves humanas resultaron destruidas, sin la pérdida de una sola nave alienígena.
Por la poca información que la fuerza exploradora había conseguido enviar antes de su destrucción, los adeptos del Mechanicus habían descubierto que los alienígenas se llamaban a sí mismos «laer», y que su tecnología era capaz de igualar, y en muchos casos superar, a la del Imperio. El grueso de la sociedad laer parecía habitar en los numerosos atolones de coral flotante, de un tamaño similar al de ciudades, que llenaban el cielo de Laeran, un planeta oceánico que mostraba todas las trazas de ser un planeta sumergido bajo el agua, debido al derretimiento de sus casquetes polares. Tan sólo las cimas de lo que antaño habían sido sus montañas y estructuras más elevadas sobresalían de la superficie de los enormes océanos que cubrían todo el planeta.
Los administradores del Consejo de Terra habían establecido que quizá era más conveniente declarar a los laer un protectorado del Imperio, ya que someter a una raza tan avanzada podría llegar a ser una campaña demasiado larga y costosa.
Fulgrim había rechazado como inaceptables aquellos argumentos con su famosa declaración: «Tan sólo la humanidad es perfecta, y es una insensatez permitir que una raza alienígena posea sus propios ideales y tecnología comparables a los nuestros. No, lo único que se merecen los laer es la extinción».
Y así había sido como había comenzado la Purga de Laeran.