Los hombres de los largos abrigos de cuero decidieron hacer su trabajo durante el fin de semana. Habría menos gente rondando por allí y llevaban instrucciones de actuar con la máxima discreción. Tenían observadores en la calle, delante del bloque de oficinas de Moscú, los cuales les avisaron por radio el momento en que su presa salió de la ciudad aquel viernes por la tarde.
El grupo encargado de la detención esperó con paciencia en la larga y estrecha carretera junto a la curva del río Moscova, kilómetro y medio antes de llegar al pueblo de Peredelkino, donde los miembros importantes del Comité Central, los más prestigiosos académicos y los altos jefes militares tienen sus dachas de fin de semana.
Cuando apareció el coche que estaban esperando, el primer vehículo del grupo se cruzó en la carretera, cerrándola por completo. El veloz Chaika redujo la marcha y se detuvo. El conductor y el guardaespaldas, ambos ases del GRU y adiestrados en Spetsnaz, nada pudieron hacer. Hombres armados de metralletas salieron de los lados de la carretera y los dos soldados se vieron encañonados a través de los cristales de las ventanillas.
El jefe vestido de paisano se acercó a la portezuela de atrás, la abrió y miró al interior. El hombre sentado allí levantó la mirada del legajo que estaba leyendo, con indiferencia y un matiz de irritación.
—¿Mariscal Koslov? —preguntó el hombre con abrigo de cuero, de la KGB.
—Sí.
—Tenga la bondad de apearse. No intente resistir. Ordene a sus soldados que hagan lo mismo. Queda usted detenido.
El fornido mariscal murmuró una orden al chófer y al guardaespaldas y se apeó. Su aliento se condensó en una nubecilla en el ambiente helado. Se preguntó cuándo volvería a respirar de nuevo el aire vivificante del invierno. Si sentía miedo, no lo demostraba.
—Si no tiene autoridad para hacer esto, responderá ante el Politburó, Chekisti.
Había usado el término ruso despectivo que se aplicaba a un policía secreto.
—Actuamos por orden del Politburó —dijo, con satisfacción, el hombre de la KGB.
Era coronel del Segundo Directorio. Y entonces supo el viejo mariscal que había gastado sus últimas municiones.
Dos días después, la Policía de seguridad saudita rodeó en silencio una modesta casa particular de Riad, en la densa oscuridad que precedía a la aurora. Pero el silencio no fue total. Uno de los hombres tropezó con un bote de hojalata y un perro ladró. Un criado yemenita, ya levantado para preparar el primer café del día, miró al exterior y fue a informar a su amo.
El coronel Easterhouse había tenido una buena instrucción en las unidades de paracaidistas de los Estados Unidos. También conocía a su Arabia Saudita y sabía que nunca se debía desdeñar la amenaza de traición por parte de un conspirador. Sus defensas eran firmes y estaban siempre a punto. Cuando la gran puerta de madera de su patio se hubo derrumbado con estruendo y sus dos protectores yemenitas habían muerto por él, tomó su propia resolución para evitar la agonía que sabía le esperaba. Las policías de seguridad oyeron un solo disparo mientras subían corriendo la escalera que conducía a las habitaciones del piso de arriba.
Le encontraron despatarrado, de bruces en el suelo de su despacho, amplia habitación amueblada con exquisito gusto árabe, y con su sangre estropeando una hermosa alfombra de Kashan. El coronel que mandaba la patrulla miró a su alrededor y se fijó en una sola palabra que formaba el motivo de una colgadura de seda detrás de la mesa. Decía en árabe: «Insh’Alla» Si es la voluntad de Alá.
Al día siguiente, Philip Kelly en persona dirigió el equipo del FBI que rodeó la finca al pie de las colinas de Hill Country, en las afueras de Austin. El propio Cyrus Miller recibió cortésmente a Kelly y escuchó cómo le leía sus derechos. Cuando le comunicaron que estaba detenido, empezó a rezar a gritos, suplicando que la venganza divina de su Amigo personal cayese sobre los idólatras y los anticristos que con tanta evidencia ignoraban la voluntad del Todopoderoso, expresada a través de los actos de su elegido.
Kevin Brown estuvo al mando del equipo que detuvo a Melvin Scanlon casi en el mismo instante, en su casa señorial de las afueras de Houston. Diferentes equipos del FBI visitaron a Lionel Moir en Dallas, y trataron de detener a Ben Salkind en Palo Alto y a Peter Cobb en Pasadena. Fuese por intuición o por coincidencia, Salkind había tomado un avión el día anterior con destino a Ciudad de México. Se creía que, en la hora fijada para la detención, Cobb estaría detrás de su mesa en su oficina. En realidad, un fuerte resfriado le había detenido en casa aquella mañana. Fue una de esas casualidades que hacen fracasar las operaciones mejor concebidas. Los policías y los soldados lo saben muy bien. Un secretario fiel le telefoneó mientras el equipo del FBI se dirigía a toda prisa a su domicilio particular. Cobb se levantó de la cama, besó a su esposa y a sus hijos y fue al garaje contiguo a su casa. Los hombres del FBI lo encontraron allí veinte minutos más tarde.
Cuatro días después, el presidente John Cormack entró en el Salón del Gabinete y ocupó su asiento en el centro, lugar reservado al jefe ejecutivo. Su círculo íntimo de ministros del Gabinete y consejeros estaba ya allí, flanqueándole. Advirtieron que mantenía recta la espalda y alta la cabeza, y que sus ojos eran claros.
Al otro lado de la mesa se hallaban Lee Alexander y David Weintraub, de la CIA, y a su lado Don Edmonds, Philip Kelly y Kevin Brown, del FBI. John Cormack los saludó con la cabeza mientras se sentaba.
—Por favor, sus informes, caballeros.
Kevin Brown tomó la palabra a una señal de su director.
—En la cabaña de Vermont, señor presidente, encontramos un rifle Armalite y una pistola Colt del 45, tal como habían sido descritos. Además de los cadáveres de Irving Moss y Duncan McCrea, ambos ex miembros de la CIA. Han sido identificados.
David Weintraub asintió con la cabeza.
—Hemos probado la Colt en Quantico. La Policía belga nos envió impresiones de las estrías de la bala del cuarenta y cinco que extrajeron del relleno de un asiento de la noria de Wavre. Coinciden; la Colt disparó la bala que mató al mercenario Marchais, alias Lefort. La Policía holandesa encontró una bala en un viejo barril de la bodega de un bar de Den Bosch. La bala estaba un poco deformada, pero las estrías eran todavía visibles. La misma Colt del cuarenta y cinco. Por último, la Policía de París recogió seis balas intactas del enlucido de un bar del Passage de Vautrin. Las hemos identificado como disparadas por el Armalite. Las dos armas fueron compradas, bajo nombre falso, en una armería de Galveston. El dueño ha identificado a Irving Moss como el comprador, al serle mostrada su fotografía.
—Así pues, coincide.
—Sí, señor presidente, todo coincide.
—¿Mr. Weintraub?
—Lo lamento, pero tengo que confirmar que Duncan McCrea fue contratado estúpidamente en América Central, por recomendación de Irving Moss. Estuvo trabajando allá abajo como principiante durante dos años; y después fue traído a los Estados Unidos y enviado a Camp Peary para su instrucción. Al ser despedido Moss, todos sus protegidos debieron haber sido investigados. Pero no lo fueron. Una equivocación. Lo siento.
—Usted no era entonces subdirector de Operaciones, Mr. Weintraub. Prosiga, por favor.
—Gracias, señor presidente. Hemos sabido de… algunas fuentes… lo suficiente para confirmar lo que nos dijo de forma oficiosa el residente de la KGB en Nueva York. Cierto mariscal Koslov ha sido detenido para ser interrogado acerca del cinturón que mató a Simon Cormack. Oficialmente, Koslov ha dimitido por motivos de salud.
—¿Cree que confesará?
—En la cárcel de Lefortovo, señor, la KGB tiene sus procedimientos —dijo Weintraub.
—¿Mr. Kelly?
—Algunas cosas, señor presidente, nunca podrán demostrarse. No hay rastro del cuerpo de Dominiqui Orsini; pero la policía corsa ha dejado establecido que dos ráfagas de postas fueron disparadas en una habitación que hay encima de un bar de Castelblanc. Tenemos que aceptar que la pistola Smith and Wesson que entregamos a la agente especial Somerville se perdió para siempre en el río Prunelli. Pero todo lo demostrable, ha sido demostrado. Absolutamente todo. El manuscrito es exacto hasta el último detalle, señor.
—¿Y los cinco hombres, el llamado Grupo Álamo?
—Tres de ellos están detenidos, señor presidente. Casi con toda seguridad, Cyrus Miller no será juzgado. Se le considera clínicamente loco. Melville Scanlon lo ha confesado todo, incluidos los detalles de otra conspiración para derrocar la monarquía de Arabia Saudita. Creo que el Departamento de Estado se ha encargado ya de esto.
—Así es. El Gobierno Saudita ha sido informado y ha tomado las medidas adecuadas. ¿Y los otros hombres… del llamado Grupo Álamo?
—Parece que Salkind ha desaparecido; creemos que está en América Latina. Cobb fue encontrado colgado, por su propia mano, en su garaje. Moir confirma todo lo confesado por Scanlon.
—¿Ningún cabo suelto, Mr. Kelly?
—Ninguno que podamos imaginar, señor presidente. En el tiempo de que hemos dispuesto, hemos comprobado todo lo que se expresa en el manuscrito de Mr. Quinn. Nombres, fechas, horas, lugares, vehículos alquilados, billetes de avión, departamentos alquilados, registros en hoteles; los coches empleados, las armas… La Policía y las autoridades de inmigración de Irlanda, Gran Bretaña, Bélgica, Holanda y Francia nos han enviado sus informes. Todo concuerda.
El presidente Cormack dirigió una breve mirada a la silla vacía a su lado.
—¿Y… mi ex colega?
El director del FBI hizo una seña con la cabeza a Philip Kevin.
—Las últimas tres páginas del manuscrito transcriben una conversación habida entre los dos hombres la noche en cuestión, aunque esto no ha podido ser confirmado, señor presidente. Todavía no hemos podido hallar a Mr. Quinn. Pero hemos interrogado al personal de la mansión de Georgetown. El chófer oficial fue enviado a casa, diciéndole que el coche no volvería a utilizarse aquella noche. Dos miembros de la servidumbre recuerdan que les despertó, a la una y media, el ruido de la puerta del garaje al abrirse. Uno se asomó a la ventana y vio que el coche se alejaba calle abajo. Pensó que tal vez lo habían robado y fue a despertar a su amo. Éste se había ido… en el automóvil.
»Hemos comprobado toda su cartera de valores en diversas empresas misteriosas, enormes inversiones en contratistas de materiales de defensa, el valor de cuyas acciones se vería sin duda afectado por las condiciones del Tratado de Nantucket. Lo que afirma Quinn es cierto. En cuanto a lo que dijo el hombre, nunca lo sabremos con toda seguridad. Podemos creer a Quinn, o no.
El presidente Cormack se levantó.
—Yo le creo, caballeros, yo le creo. Anulen el mandamiento de busca y captura. Es una orden. Gracias a todos por sus esfuerzos.
Salió por la puerta opuesta a la chimenea, cruzó el despacho de su secretaria particular, le pidió que nadie le molestase, entró en el Salón Oval y cerró la puerta.
Se sentó detrás de la gran mesa, bajo los ventanales, de gruesos cristales verdes a prueba de balas, que daban al jardín del sur, y se retrepó en el alto sillón giratorio. Hacía setenta y tres días que no se había sentado en él.
Sobre su mesa, se hallaba una fotografía con marco de plata. Era de Simon, tomada en Yale el otoño antes de que saliese para Inglaterra. Entonces tenía veinte años, llena su cara de vitalidad, de afán de vivir y de grandes esperanzas.
El presidente tomó la foto con ambas manos y la contempló durante largo rato. Después, abrió un cajón a mano izquierda.
—Adiós, hijo.
Puso la fotografía boca abajo en el cajón, lo cerró y apretó un botón del intercomunicador.
—Diga a Craig Lipton que venga a verme, por favor.
Cuando llegó su portavoz de Prensa, el presidente le dijo que quería que le reservasen una hora en los principales canales de televisión, al día siguiente por la tarde, para dirigirse a la nación.
La patrona de la pensión de Alexandria lamentó perder a su huésped canadiense, Mr. Roger Lefevre. Era tan tranquilo y tan bien educado… Jamás causaba ningún problema. No se parecía a otros que podría mencionar.
La tarde en la que bajó para pagar la cuenta y despedirse, advirtió ella que se había afeitado la barba. Y lo aprobó; así parecía mucho más joven.
El televisor, en su cuarto de estar de la planta baja, estaba encendido, como siempre. El hombre alto se plantó en la puerta, para despedirse. En la pantalla, un presentador de rostro grave anunció: «Damas y caballeros: el presidente de los Estados Unidos».
—¿Seguro que no puede quedarse un rato más? —preguntó la patrona—. Va a hablar el presidente. Dicen que el pobre hombre va a dimitir.
—Mi taxi está en la puerta —se justificó Quinn—. Tengo que irme.
La cara del presidente Cormack apareció en la pantalla. Estaba sentado con gallardía detrás de la mesa del Salón Oval, bajo el gran emblema. Apenas había sido visto durante ochenta días, y los espectadores sabían que parecía más viejo, más enjuto, con más arrugas que tres meses antes. Pero aquel aspecto abrumado que presentaba en la fotografía tomada junto a la tumba de Nantucket había desaparecido. Se mantenía erguido y miraba de frente a la lente de la cámara, estableciendo un contacto directo, aunque electrónico, con más de cien millones de americanos y muchos más millones de personas en todo el mundo, que recibían por satélite la transmisión. No había rastro de cansancio o desánimo en su actitud; su voz era mesurada, grave; pero firme.
—Amigos americanos… —empezó.
Quinn cerró la puerta y bajó la escalera en busca de su taxi.
—A Dulles —dijo.
El conductor se dirigió hacia el suroeste por la Henry Shirley Memorial Highway, torció a la derecha por River Turnpike y de nuevo hacia el Capital Beltway. A lo largo de ambas aceras, los faroles resplandecían con adornos navideños, los Santa Claus de los almacenes actuaban lo mejor que podían, con una radio de transistores aplicada a un oído.
Después de varios minutos, advirtió que un número creciente de conductores se detenían junto al bordillo y escuchaban con atención las radios de sus coches. En las aceras, empezaron a formarse grupos alrededor de una radio. El conductor del taxi azul y blanco se había calado unos auriculares. Precisamente al llegar al Turnpike, exclamó:
—¡Caray! No puedo creer lo que estoy oyendo.
Volvió la cabeza, olvidándose de la calle.
—¿Quiere que conecte el altavoz?
—Más tarde oiré la repetición —dijo Quinn.
—Puedo detenerme, hombre.
—Siga conduciendo —pidió Quinn.
En el Dulles International, Quinn pagó al taxi y se dirigió a la oficina de British Airways para obtener su carta de embarque. En el vestíbulo, la mayoría de los pasajeros y la mitad del personal estaban agrupados alrededor de un aparato de televisión instalado en una pared. Quinn encontró una muchacha detrás del mostrador.
—Vuelo doscientos dieciséis para Londres —dijo, dejando el billete ante ella.
La joven apartó la mirada del televisor, observó el billete y consulto su ordenador para confirmar la reserva.
—¿Va a hacer transbordo en Londres para Málaga? —preguntó.
—Así es.
La voz de John Cormack resonó en el desacostumbrado silencio del vestíbulo.
«Para destruir el Tratado de Nantucket, estos hombres creyeron que primero tenían que destruirme a mí…»
La muchacha entregó a Quinn su tarjeta de embarque, mirando a la pantalla.
—¿Puedo ir directo al departamento de salidas? —preguntó Quinn.
—Oh… sí… claro… Que tenga buen viaje.
Más allá del control de inmigración, había una sala de espera con un bar libre de impuestos. Otro receptor de televisión estaba instalado detrás de la barra. Todos los pasajeros se habían agrupado y lo miraban con suma atención.
«Como no pudieron alcanzarme, se apoderaron de mi hijo, de mi único y amadísimo hijo, y lo mataron».
En el pasillo móvil que conducía al Boeing que esperaba, en el cual lucían los colores rojo, blanco y azul de la BA, había un hombre con un transistor. Nadie hablaba. En la entrada del avión, Quinn entregó su tarjeta de embarque a un auxiliar de vuelo que le indicó el departamento de primera clase. Se había permitido este lujo empleando lo último que le quedaba de su dinero ruso. Oyó la voz del presidente detrás de él al agachar la cabeza para entrar en la cabina.
«Esto es lo que sucedió. Ahora ha terminado. Amigos americanos, volvéis a tener un presidente… Palabra de honor».
Quinn se ciñó el cinturón en su asiento junto a la ventanilla, rehusó una copa de champaña y pidió, en su lugar, un vaso de vino tinto. Aceptó un ejemplar del Washington Post y empezó a leer. El asiento a su lado estaba vacío al despegar el avión.
El cuatrocientos setenta y siete se elevó y puso rumbo al Atlántico y a Europa: Quinn oyó a su alrededor un excitado murmullo, al comentar los incrédulos pasajeros el discurso presidencial que había durado casi una hora. Él permaneció sentado en silencio, leyendo su periódico.
El artículo de fondo, en primera página, anunciaba la emisión que el mundo acababa de oír; pero asegurando a los lectores que el presidente aprovecharía la ocasión para informar de la renuncia a su cargo.
—¿Puedo ofrecerle algo más, señor? ¿No quiere nada? —murmuró una dulce voz a su oído.
Quinn se volvió y sonrió aliviado. Sam estaba en el pasillo, inclinada sobre él.
—Sólo a ti, pequeña.
Dobló el periódico sobre las rodillas. En la última página había un párrafo que ninguno de los dos advirtió. Decía, en la extraña jerga de los titulares americanos: GANGA NAVIDEÑA PARA VETERANOS DE VIETNAM. El subtítulo ampliaba el concepto: HOSPITAL DE PARAPLÉJICOS RECIBE CINCO MILLONES DE DÓLARES ANÓNIMOS.
Sam se sentó en el asiento del pasillo.
—Recibí tu mensaje, Mr. Quinn. Y sí, iré contigo a España. Y sí, me casaré contigo.
—Bien —dijo él—. Odio la indecisión.
—¿Cómo es ese lugar donde tú vives?
—Un pueblo pequeño, casitas blancas, una pequeña iglesia antigua, un cura viejo y pequeño…
—Con tal de que recuerde las palabras del rito matrimonial.
Sam rodeó la cabeza de Quinn con ambos brazos y la acercó a la suya para darle un largo beso. El periódico resbaló de las rodillas de él y cayó al suelo, con la última página hacia arriba. Una azafata lo recogió, sonriendo comprensiva. No advirtió, ni le habría interesado si lo hubiese advertido, el reportaje principal de la última página. El titular decía así:
ENTIERRO EN LA INTIMIDAD DEL SECRETARIO DEL TESORO HUBERT REED. CONTINÚA EL MISTERIO DE LA CAÍDA AL POTOMAC, DURANTE LA NOCHE, DEL AUTOMÓVIL QUE CONDUCÍA.