Sam Somerville llegó al aeropuerto de Montpelier la tarde siguiente. La acompañaba Duncan McCrea, el joven de la CIA que antes le había comunicado el deseo del subdirector de Operaciones de reunirse con ella.
Llegaron en el PBA Beechcraft 1900 del puente aéreo de Boston, alquilaron un Dodge Ram todo terreno en el mismo aeropuerto y se registraron en un motel de las afueras de la capital del Estado. A sugerencia de Quinn, ambos habían comprado la ropa más gruesa y protectora que podía adquirirse en Washington.
El DDO de la CIA, alegando una reunión de alto nivel en Langley a la que no podía faltar, llegaría a la mañana siguiente, a tiempo para la cita con Quinn en la carretera.
Aterrizó a las siete de la mañana en un reactor de diez plazas cuya inscripción no reconoció Sam. McCrea le explicó que era un avión de comunicación de la «Compañía» y que el nombre de la empresa charter que constaba en su fuselaje era un disfraz de la CIA.
El hombre les dirigió un breve pero cordial saludo al descender la escalera del reactor y plantarse en la pista. Se había puesto ya unas botas pesadas para la nieve, pantalones gruesos y un anorak acolchado. Llevaba su bolsa de viaje en la mano. Se apresuró a subir a la parte trasera del Ram. Arrancaron. McCrea conducía y Sam le dirigía, guiándose por el mapa de carreteras.
Al salir de Montpelier, tomaron la carretera dos, cruzaron el pequeño municipio de East Montpelier y siguieron por la carretera de Plainfield. Poco después del cementerio de Plainmont, pero antes de las puertas de Goddard College, hay un lugar donde el río Winooski se aparta de la orilla de la carretera para trazar una curva hacia el sur. En esta media luna de tierra entre la carretera y el río, existe un bosquecillo de árboles altos, silencioso y cubierto de nieve en esta época del año. Entre los árboles hay varias mesas de picnic para los que están de vacaciones en verano y una zona de aparcamiento para los vehículos de los excursionistas. Era aquí donde había dicho Quinn que estaría a las ocho.
Sam fue la primera en verlo. Salió de detrás de un árbol a treinta metros de ellos, mientras el Ram se detenía. Sin esperar a sus compañeros, Sam se apeó de un salto, corrió hacia él y lo abrazó.
—¿Estás bien, pequeña?
—Muy bien. ¡Oh, Quinn, gracias a Dios que te encuentras a salvo!
Quinn miraba más allá de ella, por encima de su cabeza. Sam sintió que se ponía rígido.
—¿A quién has traído? —preguntó a media voz.
—¡Oh, tonta de mí…! —Se volvió—. ¿Recuerdas a Duncan McCrea? Fue el que me llevó a ver a Mr. Weintraub…
McCrea estaba plantado a diez metros, después de acercarse desde el automóvil. Sonreía tímidamente.
—Hola, Mr. Quinn.
El saludo era también tímido, respetuoso como siempre. Pero no había nada de tímido en la Colt del 45 que empuñaba con la mano derecha y que apuntaba sin temblar a Sam y Quinn.
El segundo hombre descendió del Ram. Llevaba el rifle de culata plegable que había sacado de la bolsa de viaje después de pasar la Colt a McCrea.
—¿Quién es? —preguntó Quinn.
La voz de Sam sonó muy débil y asustada.
—David Weintraub —dijo ella—. ¡Oh, Dios mío, Quinn, qué he hecho!
—Te han engañado, querida.
Se daba cuenta de que sólo él había tenido la culpa. Se habría dado de patadas. Al hablar con Sam por teléfono, no se le había ocurrido preguntarle si había visto alguna vez al subdirector de Operaciones de la CIA. Ella había sido llamada dos veces por el comité de la Casa Blanca para informar, y Quinn supuso que David Weintraub había estado presente en ambas ocasiones o al menos en una de ellas. En realidad, el reservado DDO, que desempeñaba una de las funciones más secretas de América, no quería ir a menudo a Washington y había estado ausente en ambas sesiones. Y Quinn sabía muy bien que, cuando se está combatiendo, las suposiciones pueden constituir un grave peligro para la salud.
El hombre bajo y grueso del rifle, que todavía parecía más rollizo con su ropa acolchada, se acercó y se colocó al lado de McCrea.
—Bueno, sargento Quinn, volvemos a encontrarnos. ¿Se acuerda de mí?
Quinn meneó la cabeza. El hombre se tocó el puente de la aplastada nariz.
—Tú me hiciste esto, bastardo. Ahora vas a pagarlo, Quinn.
Quinn entrecerró los ojos al recordar; vio una vez más aquel claro de bosque en Vietnam, mucho tiempo atrás, y un campesino vietnamita, o lo que quedaba de él, amarrado al suelo con estacas, todavía vivo.
—Lo recuerdo —dijo.
—Bien —continuó Moss—. Ahora pongámonos en marcha. ¿Dónde has estado viviendo?
—En una cabaña, en los montes.
—Tengo entendido que escribiendo un pequeño manuscrito. Creo que tendré que echarle un vistazo. Sin trucos, Quinn. La pistola de Duncan podría fallar, pero entonces le daría a la chica. En cuanto a ti, nunca podrías librarte de esto.
Sacudió el cañón del rifle para indicar que no podría correr diez metros hacia los árboles sin ser derribado.
—Anda y que te zurzan —respondió Quinn.
Moss rió entre dientes y su aliento silbó en la aplastada nariz.
—El frío debe de haberte helado el cerebro, Quinn. Te diré lo que estoy pensando. Os llevaremos a ti y a la chica a la orilla del río. No hay nadie que pueda estorbarnos en muchos kilómetros a la redonda. Te ataremos a un árbol, Quinn, para que puedas verlo bien. Te juro que esa chica tardará dos horas en morir y que cada segundo estará rezando para que llegue la muerte. Y ahora, ¿quieres subir al coche y guiarnos?
Quinn pensó en el claro de la jungla, en el chico con las muñecas, los codos, las rodillas y los tobillos destrozados por las blandas postas de plomo, gimiendo y diciendo que no era más que un campesino, que no sabía nada. Y entonces fue cuando Quinn se dio cuenta de que el gordo inquisidor sabía ya aquello, lo sabía desde hacía horas. Se volvió contra él y le mandó a la clínica ortopédica.
De haber estado solo, habría tratado ahora de luchar, contra todas las probabilidades, aunque hubiese muerto de un balazo en el corazón. Pero con la muchacha… Asintió con la cabeza.
McCrea los separó, y esposó a los dos, con las manos en la espalda. McCrea condujo el Renegade, con Quinn a su lado. Moss les siguió en el Ram, con Sam yaciendo en la parte de atrás.
En West Danville, la gente empezaba a moverse, pero a nadie le llamó la atención que dos vehículos todo terreno se dirigiesen hacia St. Johnsbury. Un hombre levantó una mano, saludando a los compañeros supervivientes de la gélida estación. McCrea respondió con una amistosa sonrisa y giró hacia al norte en Danville, en dirección a Lost Ridge. En el cementerio Pope, Quinn indicó otro giro a la izquierda, hacia Bear Mountain. Detrás de ellos, el Ram, sin cadenas, estaba teniendo problemas.
Cuando se acabó la carretera de grava, Moss abandonó el Ram y subió a la parte de atrás del Renegade, empujando a Sam delante de él. Ella se hallaba blanca como la nieve y temblaba de miedo.
—Está claro que quisiste perderte de vista —comentó Moss cuando llegaron a la cabaña de troncos.
Fuera, la temperatura era de treinta bajo cero, pero el interior del refugio se hallaba todavía caldeado como lo había dejado Quinn. Él y Sam fueron obligados a sentarse a varios palmos de distancia sobre una litera situada en el fondo del cuarto de estar, que era la habitación principal de la cabaña. McCrea siguió vigilándolos, mientras Moss inspeccionaba de prisa las otras habitaciones para asegurarse de que estaban solos.
—Muy bien —dijo al fin, con satisfacción—. Un lugar agradable y privado. No podías haberlo elegido mejor para mí, Quinn.
El manuscrito de Quinn se encontraba guardado en un cajón de la mesa escritorio. Moss se quitó el anorak, se acomodó en un sillón y empezó a leer. McCrea, a pesar de que sus prisioneros estaban esposados, se sentó en una silla de cara a Sam y a Quinn. Todavía sonreía con gesto amigable. Demasiado tarde, comprendió Quinn que era una máscara, algo que el joven se había dado cuenta de que poseía y había perfeccionado con los años para encubrir su verdadera personalidad.
—Has ganado —dijo Quinn al cabo de un rato—. Pero todavía me interesa saber cómo lo hiciste.
—No hubo problema —respondió Moss, sin dejar de leer—. De todos modos, esto no cambiará nada.
—¿Cómo fue reclutado McCrea para el trabajo en Londres?
Quinn había empezado con una pregunta sin importancia.
—Fue un golpe de suerte —dijo Moss—. Pura chiripa. Nunca había pensado que tendría a mi muchacho allí para ayudarme. Un regalo de la maldita Compañía.
—¿Cómo os conocisteis?
Moss levantó la mirada.
—En América Central. Yo pasé años allí. Duncan se crió en aquellos parajes. Lo conocí cuando no era más que un chiquillo. Me di cuenta de que teníamos los mismos gustos. Maldita sea, lo recluté para la Compañía.
—¿Los mismos gustos? —preguntó Quinn.
Sabía cuáles eran los de Moss. Quería que siguiera diciendo cosas. A los psicópatas les encanta hablar de sí mismos, cuando se sienten seguros.
—Bueno, casi —puntualizó Moss—. Salvo que Duncan prefiere las damas y yo no. Desde luego, le gusta atormentarlas primero un poco, ¿verdad, muchacho?
Siguió leyendo. McCrea sonrió feliz.
—Claro que sí, Mr. Moss. ¿No sabe? Esos dos se estuvieron dando revolcones aquellos días en Londres. Creían que yo no los oía. Me parece que tendré que desquitarme.
—Lo que tú digas muchacho —aceptó Moss—. Pero Quinn me pertenece. Te marcharás despacio, Quinn. Me divertiré un poco contigo.
Siguió leyendo. De pronto, Sam inclinó la cabeza hacia delante y se arqueó. Nada salió de su boca. Quinn había visto hacer esto a reclutas en Vietnam. El miedo producía una secreción de ácidos en el estómago que irritaba las membranas sensibles y producía náuseas.
—¿Cómo estuvisteis en contacto con Londres? —preguntó.
—No hubo problema —explicó Moss—. Duncan solía salir a comprar comida y otras cosas. ¿Te acuerdas? Nos encontrábamos en las tiendas de comestibles. Si hubieses sido más listo, Quinn, habrías advertido que siempre salía de compras a la misma hora.
—¿Y la ropa de Simon, el cinturón con la bomba?
—Lo llevé todo a la casa de Sussex, mientras tú estabas con los otros tres en el almacén. Se lo di a Orsini, según lo convenido. Un buen hombre Orsini. Lo empleé un par de veces en Europa, cuando yo estaba en la Compañía. Y también después.
Moss dejó el manuscrito sobre la mesa y soltó la lengua.
—Me diste un susto cuando escapaste del apartamento. Entonces habría hecho que te liquidasen; pero no pude convencer a Orsini. Aseguró que los otros tres se lo habrían impedido. Por consiguiente, renuncié, suponiendo que cuando muriese el chico sospecharían de ti. La verdad es que me sorprendió que los del FBI te dejasen después en libertad. Imaginé que te meterían en chirona como sospechoso.
—¿Fue entonces cuando necesitaste poner el micro en el bolso de Sam?
—Claro. Duncan me habló de él. Compré uno igual y lo arreglé. Lo di a Duncan la mañana en que tú abandonaste Kensington por última vez. ¿Recuerdas que fue a comprar huevos para el desayuno? Lo llevó con él e hizo el cambio mientras vosotros estabais comiendo en la cocina.
—¿Por qué no liquidar a los cuatro mercenarios en una cita previamente convenida? —preguntó Quinn—. Te habrías ahorrado el trabajo de seguirlos a todos.
—Porque a tres de ellos les entró el pánico —repuso Moss, en tono despectivo—. Suponíamos que se mostrarían en Europa para cobrar su parte. Orsini debía liquidarlos a los tres. Yo habría matado a Orsini. Pero cuando se enteraron de que el muchacho había muerto, se dividieron y desaparecieron. Por suerte, tú te encargaste de buscarlos para mí.
—Es imposible que lo hicieses tú solo —dijo Quinn—. McCrea tuvo que ayudarte.
—En efecto. Yo tenía ventaja, pues Duncan se hallaba siempre cerca de ti, incluso durmiendo en el automóvil. Esto no te gustaba, ¿verdad, Duncan? Cuando oyó que localizabas a Marchais y a Pretorius, me llamó por el teléfono del coche y me dio unas pocas horas de ventaja.
Quinn quería hacer todavía un par de preguntas. Moss había reanudado la lectura y su expresión era cada vez más furiosa.
—El muchacho, Simon Cormack. ¿Quién lo despedazó? Fuiste tú, McCrea, ¿no es verdad?
—Sí. Llevé el transmisor en el bolsillo de mi chaqueta durante dos días.
Quinn evocó la escena en la carretera de Buckinghamshire: los hombres de Scotland Yard, el grupo del FBI, Brown, Collins, Seymour cerca del coche, Sam con la cara apretada contra su espalda después de la explosión; recordó a McCrea, de rodillas junto a la cuneta, simulando que vomitaba, empujando el transmisor para hundirlo veinte o treinta centímetros en el barro.
—Bien, tenías a Orsini informándote de lo que ocurría en el escondrijo, y el pequeño Duncan, aquí presente, te mantenía al corriente de lo que pasaba en Kensington. ¿Qué me dices del hombre de Washington?
Sam levantó la cabeza y lo miró con incredulidad. Incluso McCrea pareció sorprendido. Moss observó con curiosidad a Quinn.
Durante el trayecto hasta la cabaña, Quinn se había dado cuenta de que Moss había corrido un riesgo tremendo al hacerse pasar ante Sam por David Weintraub. ¿O tal vez no? Sólo había una manera de que Moss pudiese saber que Sam no había visto nunca al DDO.
Moss levantó el manuscrito y lo dejó caer al suelo.
—Eres un bastardo, Quinn —dijo con venenosa tranquilidad—. Aquí no hay nada nuevo. En Washington existe el convencimiento de que todo fue una operación de los comunistas montada por la KGB. A pesar de lo que dijo ese cerdo de Zack. Ahora se imaginan que tú tienes algo nuevo, algo que contradice aquello. Nombres, fechas, lugares… pruebas. ¡Maldita sea! ¿Y qué tienes? Nada. Orsini no te dijo una palabra, ¿eh?
Se levantó furioso y empezó a andar arriba y abajo por la cabaña. Había perdido mucho tiempo y muchos esfuerzos, había tenido muchas preocupaciones. Y todo para nada.
—Aquel corso debió liquidarte, como yo le había dicho. Pero incluso vivo, no tenías nada. La carta que escribiste a esa zorra era un embuste. ¿Quién te metió esto en la cabeza?
—Petrosian.
—¿Quién?
—Tigran Petrosian. Un armenio. Está muerto.
—Bien. Y tú vas a hacerle compañía, Quinn.
—¿Otro argumento de película?
—Sí. Y como veo que no te servirá de nada, me gustará contártelo. El Dodge Ram fue alquilado por tu amiga. La chica de la agencia no vio nunca a Duncan. La Policía encontrará la cabaña, después de haber sido quemada, y a Sam dentro de ella. Por el coche, descubrirán su nombre, y un examen dental confirmará de quién es el cadáver. El Renegade será conducido y dejado en el aeropuerto. Al cabo de una semana, te acusarán de asesinato y tratarán de atar todos los cabos.
»Pero la Policía nunca te encontrará. Este terreno es perfecto. En estas montañas tiene que haber grietas en las que un hombre puede desaparecer para siempre. Cuando llegue la primavera, serás un esqueleto; en verano te cubrirá la vegetación y no se volverá a saber de ti. La Policía no te buscará por aquí; buscarán a un hombre que voló del aeropuerto de Montpelier.
Levantó su rifle y apuntó con él a Quinn.
—Vamos imbécil, camina. Tú, Duncan, diviértete. Volveré dentro de una hora, tal vez menos. Tienes tiempo hasta entonces.
Fuera, el viento gélido fue como una bofetada. Con las manos esposadas a la espalda, Quinn fue empujado sobre la nieve detrás de la cabaña, Bear Mountain arriba. Podía oír los resoplidos de Moss y supo que el hombre estaba en baja forma. Pero con las manos esposadas, no podía enfrentarse a un rifle. Y Moss era lo bastante listo para no acercarse demasiado y no exponerse a recibir una patada demoledora del ex Boina Verde.
Sólo habían pasado diez minutos cuando encontró Moss lo que buscaba. En el borde de un claro del bosque de píceas y abetos de la montaña, se abría en el suelo una profunda grieta de apenas tres metros de anchura y que se perdía en una estrecha hendidura cincuenta metros más abajo.
El fondo estaba lleno de nieve blanda, en la que un cuerpo se hundiría un metro o más. Con las nevadas que cayesen en las dos últimas semanas de diciembre, más las de enero, febrero, marzo y abril, se llenaría la hondonada. Al llegar el deshielo, se fundiría y la grieta se convertiría en un arroyo. Los cangrejos de río harían el resto. Cuando la brecha fuese invadida por las plantas del verano, todos los restos del fondo quedarían cubiertos para otra estación, y otra, y otra.
Quinn no se hacía ilusiones de morir de un tiro certero en la cabeza o en el corazón. Había reconocido la cara de Moss y recordado su fama. Sabía cuáles eran sus placeres secretos. Se preguntó si podría soportar el dolor sin darle la satisfacción de oír sus gritos. Y pensó en Sam, en lo que tendría que sufrir antes de morir.
—Arrodíllate —dijo Moss.
Su respiración era breve, sibilante y ronca. Quinn se arrodilló. Se preguntó dónde le alcanzaría la primera bala. Oyó el chasquido del cerrojo a diez metros detrás de él, en el aire frío y seco. Respiró hondo, cerró los ojos y esperó.
La detonación, cuando se produjo, pareció llenar el claro del bosque y resonar en la montaña. Pero la nieve amortiguaba tan de prisa el ruido que nadie podría oírlo desde la carretera allá en lo hondo y mucho menos desde el pueblo, que se hallaba a quince kilómetros.
La primera sensación de Quinn fue de asombro. ¿Cómo podía un hombre fallar a tan poca distancia? Entonces pensó que aquello formaba parte del juego de Moss. Volvió la cabeza. El de la nariz rota estaba de pie, apuntándole con el rifle.
—¡Acaba de una vez, canalla! —dijo.
Moss esbozó una media sonrisa y empezó a bajar el arma. Cayó de rodillas, se inclinó hacia delante y apoyó las manos sobre la nieve, ante él.
Al verlo de forma retrospectiva, pareció que había durado mucho más, pero Moss sólo estuvo dos segundos mirando a Quinn, de rodillas y con las manos en la nieve, antes de inclinar la cabeza, abrir la boca y vomitar un largo chorro de sangre brillante. Entonces suspiró y rodó suavemente de lado sobre el blanco y blando suelo.
Quinn tardó unos segundos más en ver al hombre, tan bueno era su camuflaje. Estaba de pie en el otro lado del claro, entre dos árboles, completamente inmóvil. Aquel terreno era malo para los esquíes, pero el hombre calzaba raquetas, parecidas a las de tenis, pero más grandes. Su ropa, propia para el clima ártico, comprada en la región, se hallaba cubierta de nieve, pero tanto el pantalón como el anorak acolchados eran de un azul palidísimo, lo más próximo al blanco que habían podido servirle en la tienda.
La sólida escarcha se había pegado a las hebras que pendían de su caperuza, a sus cejas y a su barba. La piel de su cara aparecía embadurnada de grasa y polvo de carbón, la protección de los soldados en el Ártico contra temperaturas de treinta grados bajo cero. Sostenía el rifle sobre el pecho con naturalidad. Sabiendo que no tendría que disparar por segunda vez.
Quinn se preguntó cómo había podido sobrevivir allí, vivaqueando en algún agujero helado del monte de detrás de la cabaña. Pensó que, si se podía soportar un invierno en Siberia, también se podía resistir en Vermont.
Tensó y estiró los brazos hasta que las manos esposadas pasaron por debajo de la rabadilla; después, introdujo una pierna tras otra entre los brazos. Cuando pudo valerse de las manos, hurgó en el anorak de Moss hasta que encontró la llave de las esposas y pudo abrirlas. Recogió el rifle de Moss y se puso en pie. El hombre le observaba impasible a través del claro del bosque.
Quinn le gritó:
—Como dicen en su país, Spassibo.
La cara casi congelada del hombre esbozó una fugaz sonrisa. Cuando habló, Andrei el Cosaco lo hizo en el tono de los clubes de Londres.
—Como dicen en su país, amigo, que tenga unos buenos días.
Se oyó un chasquido de las raquetas, después otro, y el hombre desapareció. Quinn comprendió que, después de haberle dejado en Birmingham, el ruso se había dirigido a Heathrow, tomado un avión directo a Toronto, y le había seguido a las montañas. Él entendía un poco de seguridad. Por lo visto, también entendía la KGB. Se volvió y empezó a saltar sobre la nieve, que le llegaba a las rodillas, para volver a la cabaña.
Se detuvo en el exterior para mirar a través de un pequeño agujero redondo en el empañado cristal de la ventana del cuarto de estar. Allí no había nadie. Con el rifle apuntando al frente, abrió la puerta y la empujó suavemente con un pie. Oyó un gemido en el dormitorio. Cruzó el cuarto de estar y se plantó en el umbral de aquél.
Sam estaba desnuda, de bruces sobre la cama, con los miembros extendidos, atadas las manos y los pies con cuerdas a cada esquina del lecho. McCrea se hallaba en calzoncillos, de espaldas a la puerta, con dos trozos de cable eléctrico colgando de la mano derecha.
Y seguía sonriendo. Quinn vio su cara en el espejo de encima de la cómoda. McCrea oyó sus pisadas y se volvió. La bala le alcanzó en el estómago, tres centímetros por encima del ombligo. Perforó su cuerpo y partió la espina dorsal. Al caer, el hombre dejó de sonreír.
Durante dos días, Quinn cuidó a Sam como a una niña. El miedo paralizador que había experimentado hacía que alternase el temblor con el llanto, mientras Quinn la mecía en sus brazos. Después se dormía, y el sueño, el gran sanador, producía su efecto beneficioso.
Cuando creyó que podía dejarla sola, se dirigió a St. Johnsbury y telefoneó al jefe de personal del FBI diciendo que era el padre de Sam y llamaba desde Rockastle. Explicó al confiado oficial que ella había ido a visitarle y había pillado un fuerte resfriado. Volvería a estar en su puesto dentro de tres o cuatro días.
Por la noche, mientras ella dormía escribió el segundo y verdadero manuscrito de los sucesos de los últimos setenta días. Ahora podía contar la historia tal como él la había vivido, sin omitir nada, ni siquiera los errores que había cometido. Para ello, pudo añadir el relato desde el punto de vista soviético tal como se lo había referido el general de la KGB en Londres. Las hojas que había leído Moss no mencionaban esto; todavía no había llegado al punto de la historia en que Sam le manifestó que el DDO quería reunirse con él.
Pudo agregar el relato desde el punto de vista de los mercenarios, por lo que le había contado Zack antes de morir. Como colofón pudo incorporar las respuestas que le había dado el propio Moss. Lo tenía todo… Casi todo.
En el centro de la tela de araña estaba Moss y, detrás de él, los cinco que pagaban. Moss tuvo sus informadores: Orsini, desde el escondrijo de los secuestradores; McCrea, desde el apartamento de Kensington. Pero había uno más; alguien que estaba enterado de todo lo que sabían las autoridades en Gran Bretaña y en América, alguien que había seguido los progresos de Nigel Cramer para Scotland Yard y de Kevin Brown para el FBI; alguien que conocía las deliberaciones del comité COBRA británico y del grupo de la Casa Blanca. Era la única pregunta a la que Moss no había contestado.
Trajo a rastras el cadáver de Moss desde el bosque y lo tendió junto al de McCrea en la leñera, donde ambos cuerpos quedaron pronto tan rígidos como la leña de pino entre la que yacían. Registró los bolsillos de los dos hombres y estudió su contenido. Nada tenía valor para él; si acaso la libreta de números de teléfono que llevaba Moss en el bolsillo interior de la chaqueta.
Moss era un hombre reservado, formado por años de adiestramiento y de supervivencia a salto de mata. La pequeña y rígida libreta contenía más de ciento veinte números, pero todos ellos referidos solamente a iniciales o a un nombre de pila.
La tercera mañana, Sam salió del dormitorio después de diez horas de sueño ininterrumpido y sin pesadillas.
Se acurrucó sobre las rodillas de él y apoyó la cabeza en su hombro.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó Quinn.
—Ahora muy bien, todo va por buen camino, Quinn. Estoy perfectamente. ¿A dónde iremos ahora?
—Tenemos que volver a Washington —dijo él—. El último capítulo será escrito allí. Y necesitaré tu ayuda.
—Toda la que pueda darte —prometió ella.
Aquella tarde dejó él que se apagase el fuego del horno, cortó los sistemas de agua y calefacción, limpió y cerró la cabaña. Dejó el rifle de Moss y la Colt del 45 que había empuñado McCrea. Pero se llevó la libreta.
Al bajar de la montaña, sujetó el Dodge Ram abandonado detrás del Renegade y lo remolcó hasta St. Johnsbury, donde los del taller local lo pusieron de nuevo en marcha y él les dejó el jeep, con sus placas de matrícula canadienses, para que lo vendiesen lo mejor que pudieran.
Fueron en el Ram hasta el aeropuerto de Montpelier, devolvieron el coche y volaron a Boston y al National de Washington. Sam tenía su propio coche aparcado allí.
—No puedo quedarme contigo —le dijo Quinn—. Tu casa está todavía intervenida.
Encontraron una modesta pensión a un kilómetro y pico del apartamento de ella en Alexandria, y la patrona se alegró de alquilar la habitación delantera del piso alto al turista canadiense. A hora avanzada de aquella noche, Sam volvió a su propio apartamento y, en beneficio de la escucha telefónica, llamó al FBI para decir que estaría en su puesto por la mañana.
Se reunieron de nuevo la segunda tarde, en un restaurante. Sam llevó la libreta de teléfonos de Moss y empezó a repasarla con él. Había reseguido los números con tinta fluorescente, coloreándolos según el país, el estado o la ciudad a que correspondían los números anotados en el cuadernito.
—Ese tipo viajaba mucho —comentó ella—. Los números marcados con tinta amarilla son extranjeros.
—Olvídalos —dijo Quinn—. El hombre que busco vive aquí, o muy cerca. En el Distrito de Columbia, en Virginia o en Maryland. Tiene que estar próximo a Washington.
—Bien. Las rayas rojas significan territorio de los Estados Unidos; pero fuera de aquel sector. En el Distrito y los dos Estados hay cuarenta y un números. Los he comprobado todos. Según el análisis de la tinta, la mayoría se remontan a muchos años atrás, con toda probabilidad a cuando él estaba en la Compañía. Corresponden a Bancos, cabildeos, domicilios particulares de varios empleados de la CIA, a una agencia de bolsa. Tuve que pedir un gran favor a un conocido del laboratorio para conseguir todo esto.
—¿Qué dijo tu técnico acerca de las fechas de las anotaciones?
—La mayoría datan de más de siete años.
—De antes de que lo echasen. No; ésta tiene que ser una anotación más reciente.
—Te he dicho «la mayoría» —le recordó ella—. Hay cuatro que fueron escritas en los últimos doce meses. Una agencia de viajes, dos oficinas de despacho de billetes para líneas aéreas, y un número para llamar a un taxi.
—¡Maldita sea!
—Hay otro número, escrito hace de tres a seis meses. El problema es que no existe.
—¿Desconectado? ¿Fuera de servicio?
—No; quiero decir que nunca existió. El prefijo es el dos cero dos, correspondiente a Washington, pero las siete cifras restantes no constituyen, ni han constituido nunca, el número de un teléfono.
Quinn se llevó el número a casa y trabajó en él durante dos días con sus noches. Si estaba en clave, podía haber variaciones suficientes para dar dolor de cabeza a un ordenador, por no hablar de la mente humana. Dependería de lo reservado que hubiese querido mostrarse Moss y de lo seguros que creyese que estaban sus contactos. Empezó por las claves más fáciles, escribiendo los nuevos números obtenidos en una columna para que Sam los comprobase más tarde.
Comenzó con los más obvios, con la clave que suelen emplear los niños; invirtiendo simplemente el orden de los números del primero al último. Después traspuso la primera cifra y la última, la segunda y la penúltima, y la tercera y la antepenúltima, dejando la cifra central en su sitio. Hizo diez variaciones de transposición. Después pasó a sumas y restas.
Restó uno de cada cifra; después dos, y así sucesivamente. A continuación, restó uno de la primera cifra, dos de la segunda, tres de la tercera, y así hasta la séptima. Luego, repitió la operación sumando números. Después de la primera noche, se retrepó en su silla y observó las columnas. Comprendió que Moss podía haber sumado o restado la fecha de su propio nacimiento o incluso el de su madre, el número de matrícula de su coche o la medida de su pierna. Cuando tuvo una, lista de ciento siete de las posibilidades más obvias, la entregó a Sam. Ella le telefoneó a última hora de la tarde del día siguiente, y parecía cansada. La factura del servicio telefónico a cargo del Bureau iba a subir un poco este mes.
—Mira, cuarenta y uno de los números tampoco existen. Los sesenta y seis restantes corresponden a lavanderías, ciudadanos distinguidos, un salón de masajes, cuatro restaurantes, una hamburguesería, dos damas de vida alegre y una base militar aérea. Añade a esto cincuenta ciudadanos particulares que parecen no tener nada que ver con nada. Pero hay uno que podría ser interesante. El cuarenta y cuatro de tu lista.
Quinn miró su ejemplar. Cuarenta y cuatro. Lo había alcanzado invirtiendo el orden del número falso y restando 1, 2, 3, 4, 5, 6 y 7, por este orden.
—¿Qué es? —preguntó.
—Es un número privado que no figura en la guía y está marcado como reservado —dijo ella—. Tuve que pedir unos cuantos favores para poder identificarlo. Corresponde a una casa muy grande de Georgetown. ¿Adivinas a quién pertenece?
Se lo dijo. Quinn respiró hondo. Podía ser una coincidencia. Juega lo bastante con un número de siete cifras y es posible que te salga el número de teléfono privado de una persona muy importante, por pura casualidad.
—Gracias Sam. Es todo lo que tenemos. Haré una prueba y te comunicaré el resultado.
A las ocho y media de aquella tarde, el senador Bennett Hapgood estaba sentado en el cuarto de maquillaje de una importante emisora de televisión de Nueva York, mientras una linda muchacha añadía un poco más de ocre a su cara. Él levantó la barbilla para disimular un poco la papada.
—Un poco más de laca en esta parte, querida —dijo, señalando un mechón de cabellos blancos secados que pendía de manera infantil sobre un lado de su frente, pero que podía salirse de su sitio si no quedaba bien fijado.
La joven había hecho un buen trabajo. La fina encrucijada de venas alrededor de la nariz había desaparecido; los ojos azules brillaban con las gotas que les habían sido aplicadas; la tez morena del hombre de la frontera, adquirida por largas horas de ejercicio bajo una lámpara de rayos ultravioleta, aparecía rebosante de salud. Una ayudante de dirección asomó la cabeza a la puerta, llevando su bloc como una insignia.
—Todo está preparado, senador —dijo.
Bennett Hapgood se levantó, se detuvo un momento para que la maquilladora le quitase el peto y sacudiese las últimas motas de polvo del traje gris perla, y siguió al ayudante por el pasillo hacia el estudio. Se sentó a la izquierda del presentador y un experto en sonido prendió en su solapa un micrófono del tamaño de un botón. El presentador, que realizaba uno de los programas de actualidad más importantes del país, se hallaba ocupado repasando su guión. En la pantalla se estaba proyectando un anuncio de comida para perros. Levantó la cabeza y dirigió una amable sonrisa a Hapgood.
—Sea bien venido, senador.
Hapgood respondió con la amplia sonrisa de rigor.
—Me alegro de estar aquí, Tom.
—Sólo tenemos que emitir otros dos anuncios después de esto. Entonces empezaremos.
—Bien, bien. Me dejaré guiar por usted.
«¡Y un cuerno!», pensó el presentador, que procedía de la tradición periodística liberal de la Costa Este y consideraba que el senador por Oklahoma era una amenaza para la sociedad. La comida para perros fue sustituida por un camión de reparto y después por unos cereales para el desayuno. Al desvanecerse la última imagen de una familia entusiasmada y feliz comiendo afanosa un producto que parecía un ladrillo refractario, y tenía el mismo sabor, el director de realización señaló con un dedo a Tom. Se encendió la luz roja sobre la Cámara Uno y el presentador miró a la lente, con semblante un tanto sombrío.
—A pesar de las reiteradas negativas del secretario de la Casa Blanca, Craig Lipton, siguen llegando a este programa noticias de que la salud del presidente Cormack sigue siendo motivo de grave preocupación. Y esto ocurre, precisamente, dos semanas antes de que sea presentado ante el Congreso, para su ratificación, el proyecto que de forma más íntima se identifica con su nombre y con su cargo: el Tratado de Nantucket.
»Una de las personas que se ha opuesto con mayor energía a este Tratado es el presidente del movimiento Ciudadanos por una América Fuerte, el senador Bennett Hapgood».
Al pronunciar él la palabra «senador», se encendió la luz de la Cámara Dos, proyectando la imagen del senador en treinta millones de hogares. La Cámara Tres dio a los telespectadores una imagen de los dos hombres en el momento de volverse el presentador hacia Hapgood.
—Senador, ¿cree que hay probabilidades de ratificación del Tratado en enero?
—¿Qué puedo decirle, Tom? No es lógico que tenga muchas después de lo que ha ocurrido en las últimas semanas. Pero, incluso dejando aparte estos acontecimientos, el Tratado no debería prosperar. Como millones de mis paisanos americanos, no veo motivo, en el momento actual, de confiar en los rusos, y todo se resume en esto.
—Pero seguramente, senador, no se trata de un problema de confianza. El Tratado contiene procedimientos de verificación que dan a nuestros especialistas militares un acceso sin precedentes al programa soviético de destrucción de armas…
—Tal vez sea así, Tom, tal vez. Pero lo cierto es que Rusia es un país inmenso. Tenemos que confiar en que no fabricarán otras armas más nuevas en el interior. Para mí, la cosa es sencilla: Quiero ver a América fuerte, y esto significa conservar todas las armas que tenemos…
—¿Y crear más, senador?
—Si tenemos que hacerlo… si tenemos que hacerlo.
—Pero los presupuestos de armamento empiezan a quebrantar nuestra economía; los déficits se están haciendo insostenibles.
—Eso lo dice usted, Tom. Hay otros que opinan que el daño a nuestra economía es causado por demasiados cheques para la asistencia social, por demasiadas importaciones del extranjero, por demasiados programas de ayuda federal a otros países. Parece que gastamos más para complacer a nuestros críticos extranjeros que a nuestros militares. Créame, Tom, no se debe en absoluto al dinero que se invierte en las industrias de defensa.
Tom Granger cambió de tema.
—Senador, aparte de oponerse a la ayuda de los Estados Unidos a los hambrientos de Tercer Mundo y de preconizar tarifas proteccionistas del comercio, ha pedido usted también la dimisión de John Cormack. ¿Cómo justifica esto?
Hapgood habría estrangulado de buen grado a su entrevistador. El empleo por Granger de las palabras «hambrientos» y «proteccionistas» indicaba su posición en estas cuestiones. Pero conservó su expresión de hermano preocupado y asintió con la cabeza, con gesto grave y triste.
—Tom, sólo quiero decir esto: Me he opuesto a varios proyectos apoyados por el presidente Cormack. No he hecho más que ejercer un derecho que existe en este país libre. Pero…
Se volvió del presentador, vio que la cámara que buscaba tenía la luz apagada y la miró fijamente durante el medio segundo que tardó el director, en su cabina de control, en cambiar las cámaras y presentarlo en primer plano.
—… nadie aventaja mi respeto por la integridad y el valor en la adversidad de John Cormack. Y, precisamente, por eso, le digo…
Su cara bronceada habría rezumado sinceridad por todos sus poros si éstos no hubiesen sido obstruidos por el maquillaje.
—John, ha soportado usted más de lo que cualquier hombre podría soportar. Por el bien de la nación, por el Partido, pero sobre todo por su propio bien y por el de Myra, libérese del peso insostenible de su cargo, se lo suplico.
En su despacho privado de la Mansión, el presidente Cormack apretó un botón de su control remoto y apagó el televisor situado al otro lado de la estancia. Conocía a Hapgood y no le apreciaba. Aunque los dos eran miembros del mismo partido republicano, sabía que aquel hombre nunca se habría atrevido a llamarle John a la cara.
Y sin embargo… comprendía que tenía razón. Sabía que no podría aguantar mucho más, que ya no era capaz de gobernar América. Su aflicción era tan grande que ya no hallaba satisfacción en el trabajo que hacía; ni siquiera apreciaba la vida en sí.
Aunque él lo ignoraba, el doctor Armitage había advertido, durante las dos últimas semanas, síntomas que le había causado profunda inquietud. En una ocasión, y buscando probablemente lo que encontró, el psiquiatra había sorprendido al presidente en el garaje del sótano, apeándose de su coche después de una de sus raras salidas del recinto de la Casa Blanca. Vio que el jefe ejecutivo contemplaba con fijeza el tubo de escape del automóvil, como si se tratase de un viejo amigo al que podía acudir ahora para mitigar su dolor.
John Cormack volvió al libro que había estado leyendo antes de observar la televisión. Era un libro de poesía, algo que había enseñado antaño a sus estudiantes en Yale. Contenía unos versos que recordaba, algo que había escrito John Keats. El poeta inglés, privado del amor de su vida por su falta de estatura y muerto a los veintiséis años, había sabido como pocos lo que era la melancolía y la expresó mejor que nadie. Encontró el pasaje que buscaba: Oda a un Ruiseñor.
y muchas veces
estuve enamorado de la Muerte,
Le supliqué en mis susurrables runas
que se llevase mi tranquilo aliento.
Más que nunca morir parece bueno.
Cesar a medianoche sin dolor.
Dejó el libro abierto y se echó atrás, contemplando fijamente las bellas volutas de las cornisas del despacho privado del hombre más poderoso del mundo. Cesar a medianoche sin dolor… «¡Qué tentador! —pensó—, ¡qué tentador…!»
Quinn eligió las diez y media de aquella noche, una hora en que la mayoría de los hombres que trabajan están de vuelta en casa pero no se han acostado todavía. Se hallaba en el locutorio telefónico de un buen hotel, un lugar donde las cabinas tienen todavía puertas para que se pueda hablar con toda reserva. Oyó sonar tres veces el timbre; después descolgaron el teléfono.
—¿Sí?
Había oído hablar antes de ahora al hombre; pero aquella breve palabra no era suficiente para identificar la voz. Él adoptó el tono apagado, casi como un susurro, de Moss, puntuando las palabras con el ocasional silbido de la respiración al pasar por la aplastada nariz.
—Soy Moss —dijo.
Hubo una pausa.
—No debería llamarme aquí, salvo en caso de emergencia. Se lo tengo dicho.
La cosa daba resultado. Quinn lanzó un profundo suspiro.
—Es urgente —explicó a media voz—. Quinn ha sido eliminado. También la chica. Y McCrea ha sido… terminado.
—No me interesa saber estas cosas —dijo la voz.
—Debería saberlas —dijo Quinn, antes de que el hombre pudiese cortar la comunicación—. Quinn dejó un manuscrito. Ahora lo tengo yo, aquí.
—¿Un manuscrito?
—Sí. No sé cómo obtuvo los detalles, cómo llegó a descubrirlos, pero todo está aquí. Los cinco nombres, ya sabe, de los hombres que están en el fondo de todo esto. Yo, McCrea, Orsini, Zack, Marchais, Pretorius. Todo. Nombres, fechas, lugares. Lo que ocurrió y por qué… y quién.
Hubo una larga pausa.
—¿Me menciona a mí? —preguntó la voz.
—Ya se lo he dicho: todo.
Pudo oír la respiración del otro.
—¿Cuántos ejemplares?
—Sólo uno. Él estaba en una cabaña de las montañas del norte de Vermont. Allí no hay fotocopiadoras. Yo tengo el único ejemplar.
—Comprendo. ¿Dónde está usted?
—En Washington.
—Creo que sería mejor que me lo diese.
—Claro —dijo Quinn—. No hay problema. A mí me estorba también. Lo destruiría yo mismo; pero…
—¿Pero qué, Mr. Moss?
—Pero ellos están en deuda conmigo.
Hubo otra larga pausa. El hombre al otro extremo de la línea tragó varias veces saliva.
—Tengo entendido que ha sido recompensado con largueza —dijo—. Si se le debe algo más, será pagado.
—No basta —dijo Quinn—. Hubo que solucionar muchos líos que no habían sido previstos. Aquellos tres hombres en Europa, Quinn, la muchacha… Todo esto originó una enorme cantidad de trabajo… extra.
—¿Qué quiere usted, Mr. Moss?
—Calculo que tendría que recibir de nuevo lo que se me ofreció al principio. Y doblado.
Pudo oír que el hombre respiraba hondo. Sin duda estaba aprendiendo por las buenas que, si uno se mezcla con asesinos, es muy fácil que acabe siendo víctima de un chantaje.
—Tendré que consultar acerca de ello —dijo el hombre de Georgetown—. Bueno… hay que preparar papeles, se necesitará tiempo. Por favor, no haga ninguna barbaridad. Estoy seguro de que todo puede arreglarse.
—Veinticuatro horas —planteó Quinn—. Volveré a llamarle mañana a esta hora. Diga a aquellos cinco que tienen que estar dispuestos. Yo cobro mi dinero, y usted tiene el manuscrito. Después me iré y todos ustedes vivirán tranquilos y seguros… para siempre.
Colgó el teléfono, dejando al otro ante el dilema de pagar o enfrentarse con su perdición.
Para su transporte, Quinn alquiló una moto, y se compró unas botas altas y una gruesa cazadora de piel de cordero que le resguardasen del frío.
Su llamada, a la noche siguiente, fue contestada al primer timbrazo.
—¿Qué? —gangueó.
—Sus… condiciones, aunque son muy exageradas, han sido aceptadas —dijo el dueño de la casa de Georgetown.
—¿Tiene los papeles? —preguntó Quinn.
—Los tengo. En la mano. ¿Trae usted el manuscrito?
—Sí. Hagamos el intercambio y acabemos de una vez.
—De acuerdo. Pero no aquí. En el lugar acostumbrado, a las dos de la madrugada.
—Solo. Desarmado. Si contrata algún matón para que se me eche encima, puede darse por muerto.
—No, nada de trucos; le doy mi palabra. Ya que estamos dispuestos a pagar, eso no es necesario. Pero tampoco ha de haber trucos por su parte. Por favor, que sea un justo trato comercial.
—Por mí, de acuerdo. Yo sólo quiero el dinero —dijo Quinn.
El otro cortó la comunicación.
A las once menos cinco, John Cormack se sentó a su mesa y releyó la carta escrita a mano y dirigida al pueblo americano. Era amable y pesarosa. Otros tendrían que leerla en voz alta, reproducirla en sus periódicos y revistas, en sus programas de radio y de televisión. Cuando él se hubiese ido. Faltaban ocho días para la Navidad. Pero este año sería otro quien celebrase las fiestas en esta mansión. Un hombre bueno, un hombre en el que confiaba: Michael Odell, cuadragésimo primer presidente de los Estados Unidos.
Sonó el teléfono. Lo miró con cierta irritación. Era su número personal y privado, conocido tan sólo por sus amigos más íntimos y de confianza, que podían llamarle sin previo aviso a cualquier hora.
—¿Sí?
—Señor presidente.
—Sí.
—Soy Quinn. El Negociador.
—Ah… sí, Mr. Quinn.
—No sé lo que pensará usted de mí, señor presidente. Pero ahora esto importa poco. Fracasé en mi misión de devolverle a su hijo. Pero he descubierto el porqué. Y también quién lo mató. Por favor, señor, escúcheme, pues dispongo de muy poco tiempo.
»A las cinco de la mañana, un motorista se detendrá en el puesto del Servicio Secreto en la entrada pública de la Casa Blanca, en Alexander Hamilton Place. Entregará un paquete, una caja plana de cartón. Contendrá un manuscrito. Es para que lo lea usted, y nadie más que usted. No existen copias. Tenga la bondad de ordenar que, cuando llegue, se lo entreguen en persona. Cuando lo haya leído, podrá tomar las decisiones que considere adecuadas. Confíe en mí, señor presidente. Por última vez. Buenas noches, señor.
John Cormack contempló el teléfono. Todavía perplejo, lo colgó, levantó otro y dio las órdenes al oficial de guardia del Servicio Secreto.
Quinn tenía un pequeño problema. No sabía cuál era «el lugar acostumbrado» y, si lo hubiese confesado, habría destruido toda posibilidad de celebrar aquel encuentro. A media noche, buscó la dirección que Sam le había dado, aparcó la potente Honda calle abajo y se apostó a unos veinte metros en la densa sombra de un hueco entre dos casas, al otro lado de la calle.
La casa que observaba era una bella y elegante mansión de seis pisos, situada en el extremo occidental de N Street, una tranquila avenida que termina por el oeste en el campus de la Universidad de Georgetown. Quinn calculó que aquella casa habría costado más de dos millones de dólares.
Al lado de la vivienda, a nivel del sótano, veíanse las puertas gemelas de un doble garaje, unas puertas que se abrían hacia arriba y se manejaban electrónicamente. Había luces en tres pisos de la casa. Justo después de la media noche, se apagaron las del piso más alto, destinado sin duda a la servidumbre. A la una, sólo una planta permanecía iluminada. Alguien estaba todavía despierto.
A la una y veinte, desaparecieron las últimas luces en el primer piso y se encendieron las de la planta baja. Diez minutos más tarde, apareció una rendija amarilla debajo de la puerta del garaje; una persona estaba subiendo a un coche. Se apagó la luz y empezó a levantarse la puerta. Después salió un largo Cadillac negro, que giró despacio al entrar en la calle, y la puerta se cerró. Al avanzar el coche en dirección contraria a la de la Universidad, vio Quinn que en él iba un hombre solo, conduciendo con cuidado. Anduvo sigiloso hasta su Honda, arrancó y se dirigió calle abajo, en pos de la limusina.
Ésta giró hacia el sur en Wisconsin Avenue. El corazón de Georgetown, por lo general bullicioso con sus bares, tabernas y tiendas que cerraban tarde, se hallaba tranquilo a aquella hora de la noche de mediados de diciembre. Quinn se mantenía lo más lejos posible, observando las luces traseras del Cadillac, el cual giró hacia el este por M Street y continuó por Twenty Third. Rodeó Washington Circle y siguió en dirección sur hasta que dio la vuelta a la izquierda y entró en Constitution Avenue. Se detuvo junto al bordillo, bajo los árboles, más allá de Henry Bacon Drive.
Quinn salió rápidamente de la Avenida, cruzó la acera y se metió entre unos arbustos, paró el motor y quitó las luces. Observó cómo se apagaban las de atrás del Cadillac y se apeaba el conductor. El hombre miró a su alrededor, observó un taxi blanco que pasaba buscando inútilmente una carrera y, al no advertir nada más, echó a andar. En vez de caminar por la acera, pasó sobre la barandilla que bordeaba el césped de The Mall y empezó a cruzar el prado en dirección al Reflecting Pool.
Fuera del alcance de las farolas, la oscuridad envolvió al personaje de abrigo y sombrero negros. A la derecha de Quinn, la brillante iluminación del Lincoln Memorial llenaba de claridad el final de la Calle 23, pero la luz apenas alcanzaba el césped y los árboles del Mall. Quinn pudo acercarse hasta cincuenta metros sin perder de vista la sombra movediza.
El hombre rodeó el lado oeste del Vietnam Veterans Memorial y después torció a la izquierda hacia el terreno elevado y poblado de árboles que hay entre el lago de los Constitution Garden y la orilla del Reflecting Pool.
Muy lejos, a su izquierda, podía Quinn distinguir la tenue luz de dos vivaques donde unos veteranos velaban a los muertos en acción de aquella triste y remota guerra. Su presa seguía una ruta sesgada para no pasar demasiado cerca de la única señal de vida que existía en el Mall a aquellas horas.
El Memorial es una larga pared de mármol negro, que apenas si llega al tobillo en ambos extremos pero tiene una altura de más de dos metros en el centro, formando sobre el suelo del Mall una figura parecida a un cheurón heráldico. Quinn pasó sobre la pared siguiendo su presa, en el punto en que sólo tenía unos treinta centímetros de altura; después se agachó en la sombra al ver que el hombre se volvía como si oyese alguna pisada en la gravilla. Asomando la cabeza por encima del nivel del prado circundante, Quinn observó que su hombre inspeccionaba el Mall antes de seguir adelante.
Una pálida media luna salió de detrás de las nubes. A su luz pudo ver Quinn toda la pared de mármol en la que están grabados los cincuenta mil nombres de los caídos en Vietnam. Se detuvo un momento para besar el frío mármol y siguió andando, cruzando el prado del fondo en dirección a la arboleda de altos robles donde se encuentran las estatuas en bronce, y de tamaño natural, de veteranos de la guerra.
Delante de Quinn, el hombre del abrigo negro se paró y se volvió otra vez para observar el terreno a su espalda. No había nada; la luz de la luna se reflejaba en los robles, desnudos de hojas y rígidos contra el resplandor del ahora lejano Lincoln Memorial, y centelleaba sobre las figuras de los cuatro soldados de bronce.
Si hubiese estado mejor enterado o hubiese prestado mayor atención, el hombre del abrigo habría sabido que sólo había tres soldados en el plinto. Al volverse para seguir andando, el cuarto saltó de allí y le siguió.
Por último, el hombre llegó al «lugar acostumbrado». En lo alto del montículo entre el lago de los jardines y el propio Reflecting Pool, rodeado de discretos árboles, se halla un retrete público, iluminado por una sola lámpara que todavía estaba encendida a aquella hora. El hombre del abrigo negro se plantó cerca de la lámpara y esperó. Dos minutos más tarde, Quinn salió de entre los árboles. El que aguardaba lo miró muy fijo. Con toda seguridad, palideció; pero había poca luz para verlo. Lo que sí pudo distinguir Quinn fue que sus manos temblaban. Los dos hombres se miraron. El que se enfrentaba a Quinn trataba de dominar su ola de pánico.
—Quinn —dijo—, usted está muerto.
—No —repuso Quinn en tono razonador—. Moss está muerto. Y McCrea, y Orsini, Zack, Marchais y Pretorius. Y Simon Cormack… Sí, también él está muerto. Y usted sabe por qué.
—Calma, Quinn. Comportémonos como personas sensatas. Él tenía que irse. Nos iba a arruinar a todos. Supongo que lo comprende.
Sabía que estaba hablando para salvar la vida.
—¿Simon? ¿Un estudiante de Oxford?
La sorpresa del hombre del abrigo negro superó su nerviosismo. Había estado en la Casa Blanca, oyó muchas veces los detalles de lo que Quinn era capaz de hacer.
—No el muchacho. El padre. Tiene que irse.
—¿Por lo del Tratado de Nantucket?
—Desde luego. Sus cláusulas arruinarían a miles de hombres, a cientos de corporaciones.
—¿Pero por qué usted? Por lo que yo sé, es un hombre riquísimo. Su fortuna particular es enorme.
El personaje lanzó una risa breve.
—Hasta ahora —dijo—. Cuando heredé la fortuna de mi familia, empleé mis conocimientos como corredor de bolsa en Nueva York para invertirla en una serie diversa de valores. Buenos valores, de alto rendimiento.
—En la industria de armamento.
—Mire, Quinn, traía esto para Moss. Ahora puede ser suyo. ¿Había visto algo así antes de ahora?
Sacó un trozo de papel del bolsillo interior de la chaqueta y lo mostró. A la luz del único farol y de la luna, Quinn lo miró. Un cheque contra un banco suizo de impecable reputación, pagadero al portador. Por la suma de cinco millones de dólares USA.
—Tómelo, Quinn. Nunca ha contemplado tanto dinero junto. Y jamás podrá hacerlo. Piense lo que puede tener con ello, la vida que le permitirá llevar. Comodidad, incluso lujo, para el resto de su vida. Deme el manuscrito y será suyo.
—En realidad, sólo se trataba de dinero, ¿no? —dijo Quinn con aire reflexivo.
Jugueteó con el cheque, pensando.
—Desde luego. Dinero y poder. Son lo mismo.
—Pero usted era su amigo. Él confiaba en usted.
—Por favor, Quinn, no sea ingenuo. En esta nación, todo gira alrededor del dinero. Nadie puede hacer que eso cambie. Siempre ha sido así y siempre lo será. Adoramos al dios Dólar. Todo y todos pueden ser comprados y pagados en este país.
Quinn asintió con la cabeza. Pensó en los cincuenta mil nombres inscritos en aquel mármol negro a cuatrocientos metros detrás de él. Comprados y pagados. Suspiró y metió la mano debajo de la chaqueta de piel de cordero. El otro dio un salto atrás asustado.
—No haga eso, Quinn. Dijo que no llevaría armas.
Pero cuando Quinn sacó la mano, sujetaba con ella doscientas hojas de papel blanco escritas a máquina. El manuscrito. El otro se tranquilizó y tomó el fajo de papeles.
—No lo lamentará Quinn. El dinero es suyo. Que lo disfrute.
Quinn asintió de nuevo con la cabeza.
—Hay otra cosa…
—Lo que usted diga.
—Despedí mi taxi en Constitution Avenue. ¿Podría llevarme usted al Circle?
Por primera vez, el otro hombre sonrió. Aliviado.
—No hay problema —dijo.