CAPÍTULO XVII

Cuando Quinn se despertó estaba en una habitación blanca y desnuda, tumbado boca arriba en una cama con ruedas. Sin moverse, miró a su alrededor. Una puerta maciza, también blanca; una bombilla protegida por una rejilla de acero. Sin duda el que había montado aquel lugar no quería que su ocupante rompiese la bombilla y se cortase las venas de las muñecas. Recordó al almibarado hombre de negocios inglés, el pinchazo en la pantorrilla, su desvanecimiento. ¡Malditos británicos!

Había una mirilla en la puerta. Oyó un chasquido. Un ojo le miró. De nada le serviría simular que estaba inconsciente o dormido. Apartó la manta que le cubría y puso los pies en el suelo. Sólo entonces se dio cuenta de que no llevaba más ropa que los calzoncillos.

Chirriaron dos cerrojos al ser descorridos y la puerta se abrió. Entró un hombre bajo, grueso, de cabellos cortados en cepillo y una chaquetablanca, como de camarero. No dijo nada. Se limitó a entrar con una mesa sencilla que colocó junto a la pared del fondo. Volvió a salir y reapareció con un cuenco grande de metal y una jarra de la que salía una voluta de vapor. Los colocó sobre la mesa. Después salió de nuevo, pero nada más que hasta el pasillo. Quinn se preguntó si debía tumbarlo de un puñetazo y tratar de escapar. Pero decidió no hacerlo. La ausencia de ventanas indicaba que estaba bajo tierra, no sabía dónde; sólo llevaba unos calzoncillos, el criado parecía ser capaz de luchar y habría otros «brutos» en alguna parte.

Cuando volvió el hombre por segunda vez, traía una toalla de rizo, otra más pequeña para la cara, jabón, pasta dentífrica, un cepillo de dientes todavía en su envoltorio, una maquinilla y jabón de afeitar y un espejo de pie. Colocó todo ello como un perfecto criado sobre el lavabo, se detuvo en la puerta, señaló la mesa y salió. Volvió a correr los cerrojos.

«Bueno —pensó Quinn—, si los misteriosos ingleses que lo habían secuestrado querían que tuviese buen aspecto para presentarse ante Su Majestad, estaba dispuesto a complacerles. Además, necesitaba refrescarse».

Se tomó tiempo. El agua caliente era agradable y se lavó de la cabeza a los pies. Se había duchado en el ferry Napoleón, pero de eso hacía cuarenta y ocho horas. ¿Eran cuarenta y ocho horas? Su reloj había desaparecido. Sabía que le habían secuestrado a la hora del almuerzo. ¿Pero habían pasado cuatro horas, doce, o veinticuatro? Fuese como fuese, el fuerte sabor a menta del dentífrico producía una grata sensación en la boca. En cambio, tuvo una desagradable impresión cuando tomó la maquinilla de afeitar, se enjabonó el mentón y se miró al pequeño espejo redondo. Los muy bastardos le habían cortado el pelo.

Y no lo habían hecho mal. Sus cabellos castaños habían sido cuidadosamente cortados y peinados, pero según un estilo que no era el suyo. No halló ningún peine entre los objetos de tocador; sólo podía peinarlos de la manera que le gustaba con las puntas de los dedos. Pero le quedó rígido y en mechones, por lo que volvió a dejarlo como lo había hecho el desconocido peluquero. Apenas terminó, volvió una vez más el camarero.

—Bueno, gracias por esto, amigo —dijo Quinn.

El hombre no dio señales de haberle oído; se limitó a llevarse los artículos de aseo, dejó la mesa y reapareció con una bandeja. En ella había zumo de naranja natural, cereales, leche, azúcar y otra bandeja más pequeña con huevos con tocino, una tostada, mantequilla, mermelada de naranja y café. Estaba recién hecho y olía muy bien. El camarero colocó una sencilla silla de madera delante de la mesa, hizo un rígida reverencia y salió.

Quinn recordó una antigua tradición británica: cuando llevaban a alguien a la Torre para cortarle la cabeza, siempre le ofrecían un copioso desayuno. De todos modos, lo comió. Todo.

Apenas había terminado cuando Rumplestiltskin volvió, esta vez con un montón de ropa, recién lavada y planchada. Pero no era la suya. Una camisa blanca almidonada, una corbata, unos calcetines, un par de zapatos y un traje de dos piezas. Todo parecía hecho a su medida. El criado señaló aquellas prendas y dio un golpecito con un dedo a su reloj, como indicando que se diese prisa.

Cuando Quinn se hubo vestido, se abrió la puerta de nuevo. Esta vez era el elegante hombre de negocios, y al menos podía hablar.

—Mi querido amigo, su aspecto ha mejorado un ciento por ciento, y espero que lo aprecie. Mis sinceras disculpas por la manera poco cortés de invitarle aquí. Pero creímos que, de otra manera, no habría querido reunirse con nosotros.

Todavía parecía un figurín y hablaba igual que un oficial de un regimiento de la Guardia.

—Les daré las gracias a su debido tiempo —dijo Quinn—. Tiene usted estilo.

—Es usted muy amable —murmuró el hombre de negocios—. Y ahora, si quiere acompañarme, mi oficial superior quisiera decirle unas palabras.

Condujo a Quinn por un pasillo hasta un ascensor. Mientras éste subía, Quinn preguntó la hora.

—Ah, sí —dijo el hombre de negocios—, la obsesión americana por la hora que es. En realidad, casi la medianoche. Temo que el desayuno era todo lo que podía preparar bien nuestro cocinero nocturno.

Salieron del ascensor a otro pasillo, esta vez alfombrado con varias puertas con paneles a los lados. Quinn fue conducido hasta el extremo por su guía, el cual abrió la puerta, le hizo entrar y se retiró.

Se encontró en una habitación que podía haber sido un despacho o un cuarto de estar. Había divanes y sillones alrededor de una estufa de gas, pero había también una mesa imponente en la ventana salediza. El hombre que se levantó de detrás de ella y avanzó para saludarle era mayor que él, calculó que de unos cincuenta y cinco años, y vestía un traje de Savile Row. Había un aire de autoridad en su porte y en su cara enérgica y severa. Pero su tono era bastante cordial.

—Mi querido Mr. Quinn, ha sido usted muy amable al venir a verme.

Quinn empezó a sentirse molesto. Los juegos deben tener un límite.

—Bueno, ¿podemos dejarnos de charadas? Usted hizo que me pincharan en el vestíbulo de un hotel y me trajeran aquí inconsciente. Muy bien. No hacía ninguna falta. Si los fantoches británicos querían hablar conmigo, podía haberme hecho detener por un par de guardias sin necesidad de agujas hipodérmicas y de toda esta comedia.

El hombre que estaba delante de él hizo una pausa, y pareció realmente sorprendido.

—Oh, ya veo. Cree usted que está en manos de MI5 o de MI6. Lamento decirle que no es así. Somos del otro bando, por decirlo de alguna manera. Permita que me presente. Soy el general Vadim Kirpichenko, recién designado jefe del Primer Directorio de la KGB. Geográficamente, está usted todavía en Londres; técnicamente, se halla en territorio soberano soviético: nuestra Embajada en Kensington Park Gardens. ¿Quiere sentarse?

Por segunda vez en su vida fue Sam Somerville introducida en el Salón de Situación, en el sótano de debajo del Ala Oeste de la Casa Blanca. Apenas hacía cinco horas que había bajado del avión procedente de Madrid. Fuese lo que fuese lo que los poderosos querían preguntarle, no deseaban perder tiempo.

El vicepresidente estaba acompañado de los cuatros ministros más importantes del Gabinete y de Brad Johnson, consejero de Seguridad Nacional. También asistían el director del FBI y Philip Kelly. Lee Alexander, de la CIA, estaba sentado aparte. EL otro hombre era Kevin Brown, repatriado de Londres para que presentase su informe en persona, cosa que acababa de hacer cuando fue introducida Sam. La atmósfera, en lo que se refería a ella, era claramente hostil.

—Siéntese, señorita —le indicó el vicepresidente Odell.

Ella se sentó al extremo de la mesa, donde todos podían verla. Kevin Brown la miró ceñudo; habría preferido realizar él mismo el interrogatorio y comunicar los resultados al comité. No era agradable que interrogasen directamente a sus agentes subordinados.

—Agente Somerville —dijo el vicepresidente—, este comité la dejó regresar a Londres y puso al llamado Quinn bajo su custodia por una razón: su afirmación de que él podía hacer algunos progresos en la identificación de los secuestradores de Simon Cormack, porque los había visto. También se le dijo que se mantuviese en contacto o nos remitiese informes. Desde entonces… nada. En cambio, hemos recibido una serie de noticias sobre cadáveres hallados en toda Europa; y en todos los casos, Quinn y usted se encontraban a pocos metros de ellos. ¿Quiere contarnos qué diablos han estado haciendo?

Sam se lo dijo. Empezó por el principio, con el vago recuerdo de Quinn de haber visto una araña tatuada en el dorso de la mano de uno de los hombres en el almacén de Babbidge; la pista, a través de Kuyper, el delincuente de Amberes, que condujo hasta Marchais, ya muerto bajo seudónimo en una Noria en el parque de atracciones de Wavre. Les refirió la intuición de Quinn de que Marchais había traído a un antiguo camarada para que participase en la operación, y el descubrimiento de Pretorius en su bar de Den Bosch. Les habló de Zack, el jefe de mercenarios Sidney Fielding. Lo que éste había dicho, momentos antes de morir, hizo que todos guardasen silencio. Y terminó con el micrófono encontrado en su bolso y con la partida de Quinn hacia Córcega para encontrar e interrogar al cuarto hombre, el misterioso Orsini que, según Zack, había traído el cinturón con la carga explosiva.

—Entonces él me telefoneó, hace veinte horas, y me dijo que todo había terminado, que la pista se había acabado, que Orsini había muerto sin decir una palabra sobre el hombre gordo.

Cuando terminó de hablar, se produjo una larga pausa.

—Jesús, esto es increíble —exclamó al fin Reed—. ¿Tenemos alguna prueba que pueda confirmar cuanto afirma?

Lee Alexander levantó la cabeza.

—Los belgas han informado de que la bala que mató a Lefort, alias Marchais, era del cuarenta y cinco, no del treinta y ocho. A menos que Quinn tuviese otra pistola…

—No la tenía —se apresuró a decir Sam—. La única con la que ambos contábamos era mi treinta y ocho, la que me dio Mr. Brown. Y nunca perdí de vista a Quinn el tiempo suficiente para que pudiese ir de Amberes a Wavre y regresar, o de Arnhem a Den Bosch y volver. En cuanto al café de París, a Zack lo mataron con un rifle disparado desde un coche que estaba en la calle.

—Esto concuerda —reconoció Alexander—. Los franceses recogieron las balas disparadas a la salida del café. Balas de Armalite.

—Quinn podía tener un cómplice —sugirió Walters.

—En ese caso, no habría habido necesidad de ocultar un micrófono en mi bolso —argumentó Sam—. Le hubiera bastado con escabullirse mientras yo estaba en el baño o en el retrete y hacer una llamada telefónica. Les suplico que crean, caballeros, que Quinn es inocente. Estuvo a punto de llegar hasta el fondo del asunto. Pero siempre hubo alguien que se nos anticipó.

—¿El gordo a quien se refirió Zack? —preguntó Stannard—. ¿El que juró Zack que lo había montado y pagado todo? Pero… ¿un americano?

—¿Me permiten una sugerencia? —pidió Kevin Brown-Pude estar equivocado al pensar que Quinn se hallase complicado en esto desde el principio. Lo confieso. Pero hay otro argumento que tiene más lógica.

Todos le prestaron atención.

—Zack afirmó que el gordo era americano. ¿Cómo lo sabía? Por su acento. ¿Y qué podía saber un inglés sobre el acento americano? Los ingleses confunden a los canadienses con los americanos. Supongamos que el gordo fuese ruso. Entonces coincidiría todo. La KGB tiene docenas de agentes que dominan el inglés, con un acento americano impecable.

Varios de los que estaban alrededor de la mesa asintieron lentamente con la cabeza.

—Mi colega tiene razón —apoyó Kelly—. Existe el móvil. La desestabilización y desmoralización de los Estados Unidos ha sido siempre uno de los principales objetivos de Moscú; eso es indiscutible. ¿Oportunidad? Ni pintada. Era público y notorio que Simon Cormack se hallaba estudiando en Oxford; por consiguiente, la KGB pudo montar una gran operación «disfrazada» que nos perjudicase a todos. ¿Dinero? No representa ningún problema para ellos. El empleo de mercenarios, de sustitutos que hagan el trabajo sucio, es una práctica corriente. Incluso la CIA la emplea. En cuanto a liquidar a los cuatro mercenarios una vez terminado el trabajo, es norma de la chusma, y la KGB actúa aquí de manera parecida a la chusma.

—Si aceptamos el hecho de que el gordo era ruso —añadió Brown—, todo concuerda. Admitiré, sobre la base del informe de la agente Somerville, que había un hombre que pagó, instruyó y «dirigió» a Zack y a su pandilla. Pero yo creo que ese hombre está ahora en el lugar de donde vino: en Moscú.

—¿Pero por qué había de preparar Gorbachov el Tratado de Nantucket y dar después al traste con él de una manera tan espantosa? —preguntó Jim Donaldson.

Lee Alexander tosió un poco.

—Señor secretario, sabemos que hay fuerzas poderosas dentro de la Unión Soviética que se oponen al glasnost, a la perestroika, a las reformas, al propio Gorbachov y, en particular al Tratado de Nantucket. Recordemos que el que era presidente de la KGB, general Kriuchkov, acaba de ser despedido. Tal vez lo que estamos discutiendo es la razón de este despido.

—Creo que han dado ustedes en el clavo —aprobó Odell—. Esos bastardos encubiertos de la KGB montaron la operación para dar al mismo tiempo, un rudo golpe a América y al Tratado. Tal vez Gorbachov no fue responsable.

—Eso no cambia nada —opinó Walters—. El público americano no lo creerá nunca. Y esto incluye el Congreso. Si la operación fue obra de Moscú, Gorbachov será considerado culpable, tanto si lo es como si no. ¿Recuerdan Irangate?

Sí, todos recordaban Irangate. Sam levantó la cabeza.

—¿Y qué dicen de mi bolso? —planteó—. Si la KGB montó todo esto, ¿por qué necesitaba que nosotros les condujésemos hasta los mercenarios?

—Creo que está claro —sugirió Brown—. Los mercenarios no sabían que el muchacho iba a morir. Cuando lo mataron, les entró pánico y se escondieron. Tal vez no aparecieron nunca en los lugares donde podía estar esperándolos la KGB. Además, se intentó implicar a Quinn y a usted, el Negociador estadounidense y una agente del FBI, en dos de los asesinatos. De nuevo una práctica corriente: arrojar polvo a los ojos de la opinión mundial, hacer que pareciese que las autoridades americanas silenciaban a los asesinos antes de que pudiesen hablar.

—Pero mi bolso fue cambiado por otro igual con el micro en su interior —protestó Sam—. Y lo fue en algún lugar de Londres.

—¿Cómo lo sabe, agente Somerville? —preguntó Brown-Pudo ser en el aeropuerto, en el ferry de Ostende. Caray, tuvo oportunidad de hacerlo cualquiera de los ingleses que entraron en el apartamento después de marcharse Quinn. Y en la casa señorial de Surrey. Muchos británicos han trabajado para Moscú en tiempos pasados. Recuerden a Burgess, Maclean, Philby, Vassall, Blunt, Blake… Todos traidores que servían a los soviéticos. Tal vez ahora tienen otro.

Lee Alexander estudió las puntas de sus dedos. Consideró poco diplomático mencionar a Mitchell, Marshall, Lee, Boyce, Harper, Walker, Lonetree, Conrad, Howard o cualquiera de los otros veinte americanos que traicionaron por dinero al Tío Sam.

—Muy bien, caballeros —dijo Odell una hora más tarde—. Encargaremos el informe. Completo. Las conclusiones tienen que ser bastante claras. El cinturón era de confección soviética. La sospecha no quedará demostrada pero será indeleble a pesar de todo: fue una operación de la KGB y termina con la desaparición del agente conocido solamente como el gordo, que es de suponer se halla de nuevo detrás del Telón de Acero. Sabemos el «qué» y el «cómo». Creemos saber «quién». Y el «por qué» es bastante claro. El Tratado de Nantucket ha quedado panza arriba para siempre, y tenemos a un presidente enfermo por el dolor. Jesús, nunca creí que iba a llegar a decir esto, aunque no tengo fama de liberal; pero estoy a punto de desear tener el poder suficiente para hacer que esos bastardos comunistas volviesen a la Edad de Piedra.

Diez minutos después, la reunión continuó a puerta cerrada. Solamente cuando volvía en su coche al apartamento de Alexandria, descubrió Sam el fallo en su bonita solución. ¿Cómo había podido la KGB copiar un bolso de piel de cocodrilo comprado en Harrods?

Philip Kelly y Kevin Brown compartieron un coche para regresar al Hoover Building.

—Esa joven se acercó mucho más a Quinn de lo que yo había pretendido —dijo Kelly.

—Me di cuenta de eso en Londres, durante las negociaciones —convino Brown—. Ella le ha estado defendiendo todo el tiempo, y yo todavía deseo hablar con Quinn cara a cara, y me refiero a hablar en serio. ¿Lo han encontrado ya los franceses o los ingleses?

—No; eso era precisamente lo que iba a decir. Los franceses averiguaron que tomó en el aeropuerto de Ajaccio un avión con destino a Londres. Dejó abandonado un coche acribillado a balazos en la zona de aparcamiento. Los ingleses le siguieron en Londres hasta un hotel. Cuando llegaron allí, había desaparecido; ni siquiera se había registrado en él.

—Maldita sea, ese hombre es como una anguila —gruñó Brown.

—Exacto —convino Kelly—, pero si está usted en lo cierto, habrá una persona con la que se pondrá en contacto. Una única persona: Sam Somerville. No me gusta hacer esto a uno de nuestras agentes, pero quiero que se instalen micros en su apartamento, se intervenga su teléfono y se intercepte su correspondencia. Esta noche.

—En seguida —dijo Brown.

Cuando se quedaron solos el vicepresidente y los cinco miembros del gabinete, volvió a surgir la cuestión de la Enmienda Veinticinco.

Fue el fiscal general quien la suscitó de nuevo. Despacio y a regañadientes. Odell se puso a la defensiva. Veía más que los demás al retraído presidente. Tenía que confesar que John Cormack se hallaba tan abatido como siempre.

—Todavía no —dijo—. Démosle tiempo.

—¿Cuánto? —preguntó Morton Stannard—. Han pasado tres semanas desde el entierro.

—El próximo año será el de las elecciones —observó Bill Walters—. Si tiene que ser usted, el candidato, Michael, necesitará prepararse desde enero.

—¡Jesús! —exclamó Odell—. El hombre de la Mansión está destrozado, y hablan ustedes de elecciones.

—Hay que ser práctico, Michael —sentenció Donaldson.

—Todos sabemos que, después de Irangate, Ronald Reagan se halló durante un tiempo sumido en tan terrible confusión que a punto estuvo de invocarse la Enmienda Veinticinco —observó Walters—. El Informe Cannon de la época dejó bien claro que el asunto era dudoso. Pero esta crisis es peor.

—El presidente Reagan se recobró —apuntó Hubert Reed—. Reasumió sus funciones.

—Sí, justo a tiempo —reconoció Stannard.

—Aquí está el quid —sugirió Donaldson—. En el tiempo. ¿De cuánto disponemos?

—No tenemos mucho —confesó Odell—. Los medios de comunicación han tenido paciencia hasta ahora. Él es un hombre muy popular. Pero esto durará poco.

—¿Fecha tope? —preguntó pausadamente Walters.

Sometieron el asunto a votación. Odell se abstuvo. Walters levantó su lápiz de plata. Stannard asintió con la cabeza. Brad Johnson hizo un gesto negativo con la suya. Jim Donaldson reflexionó y apoyó a Johnson en su denegación. Había un empate a dos. Huber Reed miró a los otros cinco con rostro preocupado. Después se encogió de hombros.

—Lo lamento, pero si tiene que ser, que sea.

Votó que sí. Odell exhaló de forma sonora.

—Está bien —dijo—. Se ha acordado por mayoría que la víspera de Navidad, si no se produce un cambio importante en la situación, tendré que ir a decirle que invocaremos la Veinticinco para el Día de Año Nuevo.

Sólo se había levantado a medias cuando los otros se pusieron en pie, en muestra de respeto. Descubrió que esto le complacía.

—No le creó —dijo Quinn.

—Por favor —pidió el hombre del traje de Savile Row.

Señaló con la mano las ventanas con las cortinas corridas. Quinn miró a su alrededor. Sobre la repisa de la chimenea, Lenin se dirigía a las masas. Entonces se acercó a la ventana y miró al exterior.

A través del jardín de árboles desnudos y por encima del muro, vio la parte alta de un autobús londinense de dos pisos que pasaba por Beayswater Road. Quinn volvió a su asiento.

—Bueno, si está todavía mintiendo, es un escenario de película estupendo.

—No es ningún escenario de película —replicó el general de la KGB—. Prefiero dejar eso a su gente de Hollywood.

—¿Entonces, por qué me ha traído aquí?

—Usted nos interesa, Mr. Quinn. Por favor, no adopte una actitud tan defensiva. Por extraño que pueda parecer, creo que en este momento estamos del mismo lado.

—Sí que parece extraño —reconoció Quinn—. Demasiado extraño.

—Está bien, pondré las cartas boca arriba. Desde hace algún tiempo, sabíamos que era usted el hombre elegido para negociar la liberación de Simon Cormack. También sabemos que, después de su muerte, ha pasado un mes en Europa tratando de localizar a los secuestradores, según parece con cierto éxito.

—¿Y esto nos sitúa en el mismo lado?

—Tal vez sí, Mr. Quinn, tal vez sí. Mi trabajo no es proteger a jóvenes americanos que se empeñan en correr por el campo sin una adecuada custodia. Pero sí es tratar de proteger a mi país de conspiraciones hostiles que le causan enorme daño. Y este… este asunto Cormack… es una conspiración de personas desconocidas para perjudicar y desacreditar a mi país a los ojos de todo el mundo. No nos gusta, Mr. Quinn, no nos gusta en absoluto. Por consiguiente permita que, como dicen los americanos, sea franco con usted.

»El secuestro y el asesinato de Simon Cormack no ha sido una operación soviética. Sin embargo, nos culpan de ello. Desde que fue analizado el cinturón, hemos estado en el banquillo de los acusados ante la opinión mundial. Las relaciones con su país, que nuestro líder trataba sinceramente de mejorar, han sido envenenadas; un tratado para reducir el armamento, en el que teníamos puestas grandes esperanzas, ha quedado arruinado.

—Parece que no les gusta la falsa información cuando repercute contra la URSS, aunque ustedes son maestros en ella —comentó Quinn.

El general tuvo la delicadeza de encogerse de hombros aceptando la pulla.

—Bueno, nos permitimos alguna vez que otra difundir informes inexactos. Pero lo mismo que hace la CIA. Es algo natural. Y confieso que es bastante malo que nos culpen de algo que hemos hecho; pero resulta intolerable que nos acusen de esta operación, que no fue instigada por nosotros.

—Si yo fuese más generoso, podría preocuparme por ustedes —dijo Quinn—. Pero lo cierto es que ya nada puedo hacer acerca de ello. Ya no me es posible hacer nada, en absoluto.

—Tal vez —asintió el general—. Pero veamos: yo creo que es usted lo bastante listo para haber deducido ya que esta conspiración no se nos debe achacar a nosotros. Si hubiera sido así, cómo diablos íbamos a matar a Cormack por medio de un artefacto que se podía demostrar que era soviético.

Quinn asintió con la cabeza.

—De acuerdo. Pienso que ustedes no estaban detrás de esto.

—Gracias. Y ahora, dígame. ¿Tiene usted alguna idea de quién pudo haber sido?

—Creo que la cosa vino de América. Tal vez de la ultraderecha. Si su objetivo era impedir que el tratado de Nantucket fuese ratificado por el Congreso, lo cierto es que lo logrará.

—En efecto.

El general Kirpichenko pasó detrás de su mesa y volvió con cinco fotografías ampliadas. Las puso delante de Quinn.

—¿Ha visto usted alguna vez a estos hombres?

Quinn estudió las fotografías de pasaporte de Cyrus Miller, Melvin Scanlon, Lionel Moir, Peter Cobber y Ben Salkinde. Negó con la cabeza.

—No, nunca los he visto.

—Lástima. Sus nombres están en el reverso. Visitaron mi país hace algunos meses. El hombre con quien conferenciaron, mejor dicho, el hombre con quien creo que conferenciaron, se hallaba en condiciones de proporcionar aquel cinturón. Es un mariscal.

—¿Lo han detenido? ¿Le han interrogado?

El general Kirpichenko sonrió por primera vez.

—Sus novelistas y periodistas occidentales, Mr. Quinn, gustan de sugerir que la organización en la que yo trabajo tiene poderes ilimitados. Y no es así. Incluso para nosotros, detener a un mariscal soviético sin pruebas es algo imposible. Ya ve que he sido franco con usted. ¿Querrá corresponderme? ¿Será tan amable de decirme qué ha logrado descubrir durante los treinta últimos días?

Quinn consideró la petición. ¡Qué diablos! El asunto podía darse por terminado al dejar de existir las pistas que habría podido seguir. Contó la historia al general, desde el momento en que escapó del apartamento de Kensington para entrevistarse en privado con Zack. Kirpichenko le escuchó con suma atención, asintiendo varias veces con la cabeza, como si lo que estaba oyendo coincidiese con algo que sabía ya. Quinn terminó su relato con la muerte de Orsini.

—A propósito —añadió—, ¿puedo preguntarle cómo me siguieron hasta el aeropuerto de Ajaccio?

—Oh, ya veo. Bueno, es evidente que mi departamento ha estado interesado en todo este asunto desde el principio. Después de la muerte del muchacho y de la deliberada filtración de los detalles del cinturón, llevamos nuestro esfuerzos al máximo. Usted no pasó precisamente inadvertido en los Países Bajos. El tiroteo en París fue destacado por todos los periódicos de la tarde. La descripción que hizo el barman del hombre que había huido, coincidía con la de usted.

»Una comprobación de los vuelos y de las listas de pasajeros (sí, tenemos gente que trabaja para nosotros en París), nos mostró que su amiga del FBI se había dirigido a España, pero no reveló nada sobre usted. Presumí que podía ir armado y desear evitar las medidas de seguridad de los aeropuertos, e hice examinar las reservas en los ferrys. Mi hombre de Marsella tuvo suerte y le descubrió en el de Córcega. El caballero a quien usted vio en el aeropuerto voló a la isla la misma mañana de su llegada, pero no le encontró. Ahora sé que había ido usted a las montañas. Montó guardia en el punto en que se juntan las carreteras del aeropuerto y del muelle y descubrió que su coche seguía la del aeropuerto justo después del amanecer. Por cierto ¿sabe que cuatro hombres armados entraron en la terminal mientras estaba usted en la cabina telefónica?

—No, no los vi.

—¡Hum! Pues parece que no le tenían mucha simpatía. Por lo que acaba de decirme sobre Orsini, comprendo la razón. Pero no importa. Mi colega… se encargó de ellos.

—¿Su amable inglés?

—¿Andrei? No es inglés. En realidad, ni siquiera es ruso. Es un cosaco. Yo no infravaloro su capacidad para defenderse, Mr. Quinn, pero por favor, no trate nunca de enfrentarse con Andrei. Es uno de mis mejores hombres.

—Dele las gracias de mi parte —dijo Quinn—. Mire usted general, ésta ha sido una conversación muy agradable. Pero aquí se acaba todo. Lo único que puedo hacer ahora es volver a mi viñedo en España y tratar de empezar de nuevo.

—No estoy de acuerdo, Mr. Quinn. Creo que debe volver a América. La clave está allí, en algún lugar. Debe usted volver.

—Me pillarían en menos de una hora —arguyó Quinn—. El FBI no me aprecia; algunos de sus miembros creen que estuve complicado en el asunto.

El general Kirpichenko volvió a su mesa e hizo ademán a Quinn para que se acercase. Le tendió un pasaporte, un pasaporte canadiense, no nuevo, debidamente manoseado, con una docena de sellos de entrada y salida. Y vio en la foto su propia cara, difícilmente reconocible con el corte de pelo diferente, las gafas con montura de concha y la incipiente barba.

—Temo que fue tomada mientras estaba drogado —dijo el general—. ¿Pero acaso no lo están todos? El pasaporte es auténtico, uno de nuestros mejores trabajos. Necesitará ropa nueva con marbetes de origen canadiense, maletas y demás. Andrei lo tiene todo preparado. Y desde luego, esto.

Puso sobre la mesa tres tarjetas de crédito, un permiso de conducir canadiense auténtico y un fajo de veinte mil dólares canadienses. El pasaporte, el permiso y las tarjetas de crédito estaban a nombre de Roger Lefevre. Un franco-canadiense; el acento, para un americano que hablaba francés, no sería problema.

—Sugiero que Andrei le conduzca a Birmingham para el primer vuelo de la mañana hacia Dublín. Allí podrá enlazar con el avión con destino a Toronto. En un coche de alquiler, el cruce de la frontera con los Estados Unidos no ofrecerá ningún problema. ¿Esta usted dispuesto a ir, Mr. Quinn?

—General, parece que no me he expresado con bastante claridad. Orsini no pronunció una palabra antes de morir. Si sabía quién era aquel hombre gordo, y creo que lo sabía, nunca lo dijo. No sé por dónde empezar. La pista está fría. El gordo se encuentra seguro, y también lo están los que pagan y el renegado que creo que ocupa una encumbrada posición en la clase dirigente y que es la fuente de información. Todos se hallan seguros, porque Orsini guardó silencio. No tengo ases ni reyes ni jacks en la mano. No poseo ningún triunfo.

—¡Ay, la analogía de los naipes! Ustedes, los americanos siempre se refieren al as de picas. ¿Juega usted al ajedrez, Mr. Quinn?

—Un poco, pero no bien.

El general soviético se dirigió a una estantería llena de libros y pasó un dedo por los lomos, como si buscase un volumen en particular.

—Debería aprender a jugar bien —dijo—. Como mi profesión, es un juego de inteligencia y astucia, no de fuerza bruta. Todas las piezas son visibles… Sin embargo… hay más engaño en el ajedrez que en el póquer. ¡Ah! Aquí está.

Ofreció el libro a Quinn. El autor era ruso, pero el texto estaba en inglés. Una traducción, una edición especial: The Great Grand Masters: A Study.

—Está usted en jaque; pero todavía no en jaque mate. Vuelva a América, Mr. Quinn. Lea el libro durante el viaje. Le ruego que preste especial atención al capítulo sobre Tigran Petrosian. Un armenio, muerto hace mucho tiempo, pero tal vez el táctico de ajedrez más grande que jamás haya existido. Que tenga suerte, Mr. Quinn.

El general Kirpichenko llamó a su agente Andrei y le dio una serie de órdenes en ruso. Andrei llevó a Quinn a otra habitación y le equipó con una maleta llena de prendas de vestir nuevas, todas ellas canadienses; además de artículos de viaje y billetes de avión. Fueron juntos a Birmingham y Quinn tomó el primer vuelo British Midland del día para Dublín. Andrei, tras verlo partir, regresó a Londres.

Quinn fue de Dublín a Shannon, esperó varias horas y tomó el avión de Air Canada hacia Toronto.

Como había prometido, leyó el libro en la sala de espera de Shannon y de nuevo durante el vuelo a través del Atlántico. Leyó seis veces el capítulo sobre Petrosian. Antes de aterrizar en Toronto comprendió por qué tantos pesarosos adversarios habían apodado al astuto armenio el Gran Engañador.

En Toronto, su pasaporte fue aceptado como lo había sido en Birmingham, en Dublín y en Shannon. Esperó su equipaje en la sala de Aduana y pasó el control con una inspección superficial. No había razón para que advirtiese al hombre discreto que observó su salida, le siguió a la estación principal del ferrocarril y subió con él al tren del noreste con destino a Montreal.

En un establecimiento de automóviles de la primera ciudad de Quebec, compró Quinn un Jeep Renegade usado, con gruesos neumáticos de invierno; y, en una tienda próxima que vendía equipos de camping, adquirió las botas, los pantalones y los anoraks acolchados necesarios para la estación del año en aquel clima. Llenó el depósito del jeep y se dirigió al sureste, cruzó St. Jean, llegó a Bedford y después puso rumbo al sur en dirección a los Estados Unidos.

En el puesto fronterizo de la orilla del lago Champlain, donde la carretera ochenta y nueve pasa de Canadá a Vermont, Quinn cruzó a territorio estadounidense.

Hay una tierra en el borde norte del Estado de Vermont a la que los nativos llaman simplemente Northeast Kingdom. Abarca la mayor parte del condado de Essex, con trozos de Orleans y Caledonia; un lugar salvaje y montañoso, de lagos y ríos, montes y gargantas, y algún pueblecito desperdigado. Los caminos son abruptos. Durante el invierno, el frío en el Northeast Kingdom se hace tan terrible que se diría que todo ha sido reducido a un estado de congelación. Los lagos se hielan, los árboles se quedan rígidos con la escarcha, el suelo se agrieta bajo los pies. En invierno nada vive allí, salvo en hibernación, aparte de algún alce solitario que se mueve alguna vez a través del crujiente bosque. Los chistosos del sur dicen que sólo hay dos estaciones en el Kingdom: agosto e invierno. Los que conocen el lugar aseguran que eso es una tontería; sólo hay quince de agosto e invierno.

Quinn condujo el jeep hacia el sur, pasando por Swandon y St. Albans hasta la ciudad de Burlington, y después se apartó del lago Champlain para seguir la carretera ochenta y nueve hasta la capital del Estado, Montpelier. Aquí abandonó la carretera principal para tomar la número dos a través de East Montpelier, siguiendo el valle del Winooski, por Plainfield y Marshfield, hasta West Danville.

Los montes se acercaban, como apretujándose contra el frío; los ocasionales vehículos que venían en dirección contraria eran otras burbujas anónimas de calor, con los sistemas de calefacción puestos al máximo y conteniendo seres humanos que, gracias a la tecnología, sobrevivían a un frío que, sin protección, les habría matado en pocos minutos.

La carretera se estrechó de nuevo después de West Danville, flanqueada por altos montones de nieve a ambos lados. Tras haber cruzado la propia población cerrada de Danville, Quinn puso el jeep en cuatro ruedas motrices para la etapa final hasta St. Johnsbury.

La pequeña ciudad de Passumpsic River era como un oasis en las heladas montañas, con tiendas, bares, luces y calor. Encontró a un agente inmobilario en Main Street y le expuso lo que quería. Aquella época del año no era la de más trabajo para aquel hombre. Le intrigó la petición.

—¿Una cabaña? Bueno, desde luego alquilamos cabañas en verano. La mayoría de los dueños pasan un mes, tal vez seis semanas en sus cabañas y quieren alquilarlas después para el resto de la estación. Pero… ¿ahora?

—Ahora —dijo Quinn.

—¿En algún lugar especial? —preguntó el hombre.

—En el Kingdom.

—Realmente, usted quiere perderse, señor.

Pero el hombre repasó su lista y se rascó la cabeza.

—Puede haber una —dijo—. Pertenece a un dentista de Barren en la zona templada.

En la zona templada sólo estaban a quince grados bajo cero en aquella época del año, en vez de los veinte normales. El agente telefoneó al dentista, que se avino a alquilar la cabaña por un mes. Miró al jeep.

—¿Lleva cadenas para ese Renegade, señor?

—Todavía no.

—Las necesitará.

Quinn compró y ajustó las cadenas, y los dos hombres emprendieron juntos el trayecto. Sólo eran poco más de veinte kilómetros, pero tardaron más de una hora en recorrerlos.

—Está en Lost Ridge —dijo el agente—. El propietario sólo la utiliza en pleno verano para pescar y pasear. ¿Está usted tratando de esquivar a los abogados de su esposa o algo parecido?

—Necesito paz y tranquilidad para escribir un libro —respondió Quinn.

—¡Oh, es escritor! —exclamó satisfecho el agente.

Había que ser tolerante con los escritores, como con todos los lunáticos.

Retrocedieron hacia Danville y, entonces, tomaron una derivación hacia el norte por un camino todavía más estrecho. En North Danville, el agente guió a Quinn hacia el oeste, en terreno salvaje. Al frente, los montes Kittredge se elevaban hasta el cielo, impenetrables. El camino conducía hacia la derecha de la cordillera, en dirección a Bear Mountain. En la falda de la montaña, el agente señaló una senda donde se amontonaba la nieve. Quinn necesitó de toda la fuerza del motor, de la tracción en las cuatro ruedas y de las cadenas para llegar hasta allí.

La cabaña era de troncos, grandes troncos dispuestos en sentido horizontal debajo de un techo bajo cubierto con una gruesa capa de nieve. Pero estaba bien construida revestida de pieles por el interior y con cristales triples en las ventanas. El agente le mostró el garaje (un coche dejado a la intemperie en aquel clima sería un bloque helado de metal y gasolina por la mañana) y el horno de leña que calentaría el agua y los radiadores.

—Me la quedo —dijo Quinn.

—Necesitará petróleo para las lámparas, bombonas de butano para la cocina, un hacha para partir la leña con que alimentar el horno —dijo el agente—. Y comida. Y una reserva de gasolina. Aquí no puede carecer de nada. Y la ropa adecuada. La que lleva es poco gruesa. Tendrá que taparse la cara para evitar la congelación. No hay teléfono. ¿Seguro que la quiere?

—Me la quedo —repitió Quinn.

Regresaron a St. Johnsbury. Quinn dio su nombre y nacionalidad, y pagó por anticipado.

El agente era demasiado cortés o demasiado indiferente para preguntar por qué un hombre de Quebec quería refugiarse en Vermont habiendo tantos lugares tranquilos en Quebec.

Quinn localizó varias cabinas telefónicas públicas que pudiese usar de día o de noche, y durmió en un hotel local. Por la mañana cargó en su jeep todo lo que le hacía falta y retornó a la montaña.

En cierto momento, en las afueras de North Danville, al detenerse en la carretera para comprobar su equipaje, creyó oír el zumbido de un motor más abajo de la montaña y a su espalda, pero dedujo que debía ser algún ruido del pueblo o incluso el eco de su propio coche.

Encendió la caldera de leña y la cabaña se desheló poco a poco. El fuego crepitó detrás de su puerta de acero y, cuando la abrió parecía un alto horno. El agua del depósito se descongeló y empezó a calentar los radiadores de las cuatros habitaciones de la cabaña y el depósito auxiliar para el lavabo y el baño. Al mediodía, Quinn se quedó en mangas de camisa y disfrutó de aquel calor. Después del almuerzo, cogió el hacha y cortó leña para una semana de las ramas de pino amontonadas detrás de la cabaña.

Había comprado una radio; pero no disponía de televisión ni tenía teléfono. Cuando estuvo equipado para ocho días, se sentó ante su nueva máquina de escribir portátil y empezó a teclear. Al día siguiente, se dirigió a Montpelier, voló a Boston y, de allí, a Washington.

Su destino era la Unión Station de Massachusetts Avenue y Second Street, una de las más elegantes estaciones de ferrocarril de América en piedra blanca, todavía resplandeciente tras su restauración. Algunas instalaciones eran distintas de las que recordaba de años atrás. Pero las vías seguían estando allí, partiendo de los andenes de debajo del vestíbulo principal.

Encontró lo que buscaba frente a las puertas H y J de Amtrak. Entre la puerta de la oficina de Policía de Amtrak y el tocador de señoras había una hilera de ocho cabinas telefónicas públicas. Todos sus números empezaban con el prefijo siete, ocho, nueve; anotó los ocho, echó su carta al buzón y se marchó de allí.

Cuando un taxi lo llevaba a través del Potomac para regresar al National Airport de Washington, bajó por la calle Catorce y pudo ver a su derecha la gran cúpula de la Casa Blanca. Se preguntó cómo estaría el hombre que vivía en la mansión, debajo de la cúpula, el hombre que le había dicho «Devuélvanoslo» y a quien había fallado.

En los meses transcurridos desde el entierro de su hijo, la relación entre los Cormack había experimentado un cambio que tan sólo un psiquiatra podría analizar o explicar.

Durante el secuestro, el estado del presidente fue malo a causa de la tensión, la preocupación, la ansiedad y el insomnio; pero consiguió mantener algún control sobre sí mismo. Y en los últimos días, cuando los informes de Londres parecieron indicar que la liberación estaba próxima, incluso había parecido recobrarse. Había sido su esposa, menos intelectual que él y sin tareas administrativas que distrajesen su mente, quien se abandonó al dolor y a los sedantes.

Pero desde aquel terrible día en Nantucket, cuando habían entregado su único hijo a la fría tierra, los papeles de los padres se habían sutilmente invertido. Myra Cormack lloró sobre el pecho del hombre del Servicio Secreto junto a la tumba; y después en el vuelo de regreso a Washington. Pero, con el paso de los días, empezó a recuperarse. Tal vez reconocía que, al perder un hijo que dependía de ella, había heredado otro, el marido que nunca hasta entonces había dependido de ella.

Fue como si su instinto maternal y protector le proporcionara una fuerza interior que le era negada al hombre de cuya inteligencia y fuerza de voluntad no había dudado nunca.

Cuando el taxi de Quinn pasó por delante de las paredes del complejo de la Casa Blanca aquella tarde de invierno, John Cormack estaba sentado a la mesa de su despacho particular entre el Salón Oval y el dormitorio. Myra Cormack se hallaba en pie a su lado. Sostenía la cabeza de su atribulado esposo contra su vientre, meciéndola despacio y con cariño.

Sabía que su marido estaba mortalmente herido, que no podría aguantar mucho más tiempo. Sabía que lo que le había destruido tanto como la muerte de su hijo, o más, era la perplejidad de no saber quién lo había hecho ni por qué. Si el joven hubiese muerto en un accidente de automóvil o deportivo, creía que John Cormack habría podido aceptar la lógica incluso de una muerte ilógica. Era la manera en que había perecido el muchacho lo que destruyó al padre como si aquella bomba diabólica hubiese estallado contra su propio cuerpo.

Creía que aquel enigma no tendría ya solución y que su marido no podía continuar en su actual estado. Había llegado a odiar la Casa Blanca y el cargo que él desempeñaba del cual antaño se sintió tan orgullosa. Lo único que quería ahora para él era que se desprendiese de su pesada carga y se retirase de nuevo con ella a New Haven, de manera que pudiese cuidarle en su vejez.

La carta que Quinn había remitido a Sam Somerville, a su dirección de Alexandria, fue debidamente interceptada antes de recibirla ella, y llevada en triunfo al comité de la Casa Blanca, el cual se reunió para oírla y discutir sus implicaciones. Philip Kelly y Kevin Brown la sometieron a su atención como un trofeo.

—Tengo que confesar, señores —dijo Kelly—, que tuve grandes reservas cuando pedí que uno de mis agentes de confianza fuese encargado de una supervisión de esta clase. Pero creo que convendrán ustedes en que ha sido beneficioso.

Colocó la carta sobre la mesa, delante de él.

—Esta carta, caballeros, fue echada ayer al correo precisamente en Washington. Ello no demuestra que Quinn esté en la ciudad, ni siquiera en los Estados Unidos. Se halla dentro de lo posible que alguien la remitiese por él. Pero en mi opinión Quinn es un solitario, no tiene cómplices. No sabemos cómo desapareció de Londres y se presentó. Sin embargo, mis colegas y yo creemos que remitió él mismo esta carta.

—Léala —ordenó Odell.

—Es… bueno… bastante dramática —comentó Kelly.

Se caló las gafas y empezó a leer:

—«Mi querida Sam…» Este inicio parece indicar que mi colega Kevin Brown tenía razón, que había una relación más que profesional entre Miss Somerville y Quinn.

—Muy bien, su perro guardián se enamoró del lobo —dijo Odell—. Muy astuto por parte de él. ¿Qué dice?

Kelly continuó la lectura:

«Aquí estoy al fin, de nuevo en los Estados Unidos. Me encantaría verte, pero temo que de momento no sería prudente.

»El objeto de esta carta es poner en claro todo lo que realmente ocurrió en Córcega. Lo cierto es que, cuando te telefoneé desde el aeropuerto de Ajaccio, te mentí. Me imaginé que, si te contaba lo que de verdad sucedió allí, podías pensar que no estarías segura si regresabas. Pero cuanto más pienso en ello, más creo que tienes derecho a saberlo. Prométeme solamente una cosa; que guardarás para ti cuanto leas en esta carta. Nadie más debe saberlo, al menos por ahora. Nadie, hasta que haya terminado lo que estoy haciendo.

»Lo cierto es que Orsini y yo luchamos. No tuve elección; alguien le había llamado y dicho que me dirigía a Córcega para matarle, cuando lo único que quería era hablar con él. Recibió un disparo de mi pistola, mejor dicho, de la tuya; pero no le mató en el acto. Cuando se enteró de que le habían engañado, se dio cuenta de que la ley del silencio ya no le obligaba. Me dijo todo lo que sabía… ¡qué no era poco!

»En primer lugar, que no eran los rusos quienes estaban detrás de este asunto; al menos, no era el Gobierno soviético. La conspiración se había urdido aquí, en los Estados Unidos. Los que pagaron la operación están todavía envueltos en misterio, pero ahora sé quién es el hombre al que emplearon para organizar el secuestro y el asesinato de Simon Cormack, aquel a quien Zack llamaba el gordo. Orsini le había reconocido y me dio su nombre. Cuando sea capturado, y sin duda lo será, estoy seguro de que revelará los nombres de los que le pagaron por hacer lo que hizo.

»De momento, Sam, lo estoy escribiendo todo, capítulo a capítulo y versículo a versículo; nombres, fechas, lugares, sucesos. Toda la historia desde el principio hasta el final. Cuando haya terminado, enviaré copias del manuscrito a una docena de autoridades: el vicepresidente, el FBI, la CIA, etc. De ese modo, si me ocurre algo, será demasiado tarde para impedir que las ruedas de la justicia se pongan en movimiento.

»No volveré a establecer contacto contigo hasta que haya terminado. Por favor, compréndelo. Si no te digo dónde estoy es solamente para protegerte. “Con todo mi amor, Quinn”».

Hubo un minuto de pasmado silencio. Uno de los presentes estaba sudando copiosamente.

—¡Jesús! —suspiró Michael Odell—. ¿Es sincero ese hombre?

—Si lo que dice es verdad —sugirió Morton Stannard, el ex abogado—, no debería andar suelto por ahí, sino venir a decirnos todo lo que sabe, a nosotros, en esta casa.

—Opino lo mismo —dijo el fiscal general Bill Walters—. Aparte de todo lo demás, acaba de constituirse en testigo presencial. Tenemos un programa de protección de testigos. Deberíamos tenerle bajo custodia protectora.

El acuerdo fue unánime. Al anochecer, el Departamento de Justicia había autorizado la orden de detención de Quinn como testigo presencial. El FBI puso en marcha todos los recursos del National Crime Information System a fin de alertar a todas las oficinas del FBI en el país para la busca y captura de Quinn. Con objeto de forzar esta medida, el National Law Enforcement Teletype System envió mensajes a todas las otras fuerzas: departamentos de Policía urbana, oficinas de los sheriffs y patrullas de carretera. En todos ellos se incluía la fotografía de Quinn. El «pretexto» alegado era que se le buscaba en relación con un importante robo de joyas.

Una alerta general es importante, pero América es un país muy grande, con muchos lugares donde ocultarse. Delincuentes sometidos a busca y captura han permanecido libres durante años a pesar de una alerta nacional. Además, la orden iba dirigida contra Quinn, un ciudadano americano, cuyos números de pasaporte y de permiso de conducir eran conocidos. No se buscaba a un franco-canadiense apellidado Lefevre, con documentación perfecta, peinado de diferente manera y llevando gafas con montura de concha y barba. Quinn se la había dejado crecer desde que le habían afeitado en la Embajada soviética en Londres, y aunque no era larga, cubría ahora la parte inferior de su cara.

De nuevo en su refugio de la montaña, dio tres días al comité de la Casa Blanca para que se atrafagase a causa de su deliberada carta a Sam Somerville; entonces, empezó a buscar la manera de establecer contacto con ella de forma disimulada. La clave estaba en algo que le había dicho ella en Amberes. Había comentado que era «hija de un predicador de Rockastle».

En una librería de St. Johnsbury encontró un diccionario geográfico que le informó de que había tres Róckastles en los Estados Unidos. Pero uno estaba en el extremo sur y otro en el lejano oeste. El acento de Sam era más propio de la Costa Este. El tercer Rockastle se hallaba en Goochland County, Virginia.

Las guías telefónicas resolvieron la cuestión. De ellas resultó que un Reverendo Brian Somerville vivía en Rockastle, Virginia. Era el único cuyo apellido, de ortografía desacostumbrada, le distinguía de los Summerville y los Sommerville.

Quinn salió de nuevo de su escondite, voló desde Montpelier a Boston y a Richmond, aterrizando en Byrd Field, ahora llamado con glorioso optimismo Richmond International Airport. En la sección de información del aeropuerto, halló une guía telefónica que le mostró que el reverendo ejercía su ministerio en la Smyrna Church of St. Mary’s de Three Square Road, pero residía en el número doscientos noventa de Rockastle Road. Quinn alquiló un coche no muy grande y recorrió en él los cuarenta y cinco kilómetros que le separaban de Rockastle por la Carretera Seis. Cuando llamó a la puerta, ésta fue abierta por el propio reverendo Somerville.

En el cuarto de estar, el tranquilo pastor, de cabellos de plata, sirvió té y confirmó que su hija se llamaba Samantha y trabajaba para el FBI. Después escuchó lo que Quinn tenía que decirle. Y adoptó un aire grave.

—¿Por qué cree usted que mi hija puede estar en peligro, Mr. Quinn? —preguntó.

Quinn se lo explicó.

—Pero bajo vigilancia, y por el propio FBI… ¿Ha hecho algo malo?

—No, señor. Pero hay quienes sospechan sin razón de ella. Y Sam no lo sabe. Lo que yo quiero hacer es avisarla.

El amable viejo leyó la carta que tenía en la mano y suspiró. El mundo cubierto por el manto del que Quinn acababa de levantar una punta era desconocido para él. Se preguntó qué habría hecho su difunta esposa; ésta había sido siempre la más dinámica de los dos. Decidió que habría llevado el mensaje a su hija en apuros.

—Muy bien —aceptó—, iré a verla.

Cumplió su palabra. Tomó su viejo coche, condujo con sosiego hasta Washington y, sin anunciarse, visitó a su hija en su apartamento. Tal como Quinn le había indicado, inició una conversación convencional y le tendió una hoja de papel. Ésta decía simplemente: «Continúa hablando con naturalidad. Abre el sobre y lee sin prisas. Después quémalo todo y sigue las instrucciones. Quinn».

Ella casi se quedó sin respiración cuando leyó estas palabras y comprendió que Quinn quería decir que había micrófonos ocultos en su apartamento. Era algo que Sam había hecho para otros en el curso de sus funciones, pero no esperó nunca que se lo hiciesen a ella. Miró los ojos preocupados de su padre, siguió hablando con naturalidad y tomó el sobre que él le ofrecía. Cuando el reverendo se despidió para volver a Rockastle, lo acompañó hasta la acera y le dio un largo beso.

El mensaje contenido en el sobre era también muy breve. A media noche, debía estar cerca de las cabinas telefónicas de delante de los andenes H y J de Amtrak, en la Union Station, y esperar. Sonaría un teléfono; sería Quinn.

Ella recibió la llamada que Quinn le hizo desde una cabina de St. Johnsbury. Él le habló de Córcega y de Londres, y de la carta amañada que le había enviado, convencido de que sería remitida al comité de la Casa Blanca.

—Pero Quinn —protestó ella—, si Orsini no te dijo realmente nada, el asunto quedó terminado, como tú mismo dijiste. ¿Por qué fingir que habló, si no lo hizo?

Él le citó a Petrosian, que, incluso cuando estaba perdiendo una partida, con sus adversarios mirando fijamente el tablero de ajedrez, podía persuadirles de que había preparado una jugada maestra e inducirles a cometer un error.

—Creo que ellos, sean quienes sean, se descubrirán a causa de esa carta —vaticinó Quinn—. A pesar de que manifesté que no volvería a establecer contacto contigo, sigue siendo el único eslabón posible si la Policía no puede prenderme. A medida que pasen los días, tendrán que ponerse cada vez más frenéticos. Quiero que mantengas los ojos y los oídos abiertos. Te llamaré a días alternos, a medianoche, a unos de esos números.

Fue el sexto día.

—Quinn, ¿conoces a un hombre llamado David Weintraub?

—Sí.

—Es de la Compañía, ¿verdad?

—Sí, es el DDO. ¿Por qué?

—Me pidió una entrevista. Dijo que algo estaba ocurriendo. De prisa. Que él no lo comprendía, pero que creía que tú sí lo ibas a comprender.

—¿Os reunisteis en Langley?

—No; dijo que eso era demasiado expuesto. Nos encontramos, según lo convenido, en un coche de la Compañía aparcado junto a una acera cerca del Tidal Basin. Hablamos mientras dábamos una vuelta en el coche.

—¿Te explicó de qué se trataba?

—No; declaró que ya no podía fiarse de nadie. Solamente de ti. Quiere reunirse contigo, donde y cuando tú digas. ¿Confías en él?

Quinn reflexionó. Si David Weintraub era un embustero, no había esperanza para la raza humana.

—Sí —dijo—, confío en él.

Le dio la hora y el lugar de la cita.