La Costa del Sol es, desde hace tiempo, lugar favorito de retiro de miembros buscados de los bajos fondos británicos. Varias docenas de estos villanos, después de conseguir hacerse con el dinero de Bancos o camionetas blindadas, o con los ahorros de inversores, escaparon de la tierra de sus padres, antes de que Scotland Yard pudiese atraparlos, y buscaron refugio en el soleado sur de España, para disfrutar allí de su recién encontrada opulencia. Una persona ingeniosa dijo una vez que, en un día claro, se podían ver en Estepona más delincuentes que en la cárcel de Parkhurst a la hora de pasar lista.
Aquella tarde, cuatro de sus elementos estaban esperando en el aeropuerto de Málaga, como resultado de una llamada telefónica desde París. Eran Ronnie, Bernie y Arthur (pronunciando Arfur), todos ellos hombres maduros, y el joven Terry, conocido por Tel. Aparte de Tel, todos llevaban trajes claros y sombreros panamá y, a pesar de que hacía tiempo que había oscurecido, gafas de sol. Comprobaron el tablero de llegadas, observaron que el avión de París acababa de aterrizar y se colocaron discretamente a un lado de la puerta de salida de la sala de la Aduana.
Sam salió entre los tres primeros pasajeros. No llevaba más equipaje que su nuevo bolso, comprado en Orly y un pequeño saco de viaje, también nuevo, con varios artículos de tocador y ropa de noche. Aparte de eso, sólo tenía el traje de dos piezas con el que había asistido a la reunión de la mañana en el bar Chez Hugo.
Ronnie tenía una descripción de Sam, pero pensó que no le hacía justicia. Al igual que Bernie y Arfur, estaba casado y, a semejanza de las de los otros, su «vieja» era una rubia oxigenada, blanqueada todavía más por la constante adoración del sol, y con la piel parecida a la del lagarto que es consecuencia de la excesiva radiación ultravioleta. Ronnie observó con aprobación la blanca piel norteña y la figura de reloj de arena de la recién llegada.
—Dios bendito —murmuró Bernie.
—Sabrosa —comentó Tel.
Era su adjetivo predilecto, si no el único. Todo lo que le sorprendía o agradaba lo calificaba de «sabroso».
Ronnie se adelantó.
—¿Miss Somerville?
—Sí.
—Buenas tardes. Soy Ronnie. Éstos son Bernie, Arfur y Tel. Quinn nos pidió que cuidásemos de usted. El coche está esperando fuera.
Quinn llegó a Marsella en el frío y lluvioso amanecer del último día de noviembre. Podía elegir entre volar a Ajaccio, capital de Córcega, desde el aeropuerto de Marignane, y llegar el mismo día, o tomar el ferry de la tarde y llevar su coche con él.
Eligió el ferry. En primer lugar, no tendría que alquilar un coche en Ajaccio; en segundo lugar, podría llevar sin contratiempo la Smith and Wesson, todavía sujeta bajo el cinturón. Y, en tercer lugar, creía que, para mayor precaución, tenía que comprar algunas cosillas para su estancia en Córcega.
Los rótulos que indicaban el embarcadero del ferry en el Quai de la Joliette eran bastante claros. El muelle se hallaba casi vacío. El ferry de la mañana procedente de Ajaccio estaba atracado y sus pasajeros habían desembarcado hacía una hora. La oficina de despacho de billetes de SNCN en el Boulevard des Dames permanecía todavía cerrada. Aparcó y desayunó mientras esperaba.
A las nueve, compró un billete para el ferry de la próxima noche, el Napoleón, que zarparía a las ocho de la tarde y, llegaría a su destino a las siete de la mañana siguiente. Con su billete podía dejar el Ascona en el parking próximo al muelle del que zarparía el ferry. Hecho esto, volvió a entrar en la ciudad para realizar sus compras.
Encontró con facilidad la bolsa de lona de viaje, y una farmacia le sirvió los artículos de aseo para sustituir los que había dejado abandonados en la Rue du Colisée de París. Las prendas de vestir especiales provocaron una serie de movimientos de cabeza negativos, pero en definitiva las encontró en la Rue St. Ferreol, una vía peatonal al norte del Puerto Viejo.
El joven dependiente era muy solícito y la compra de las botas, el pantalón vaquero, el cinturón, la camisa y el sombrero no fue ningún problema. Pero cuando Quinn hizo su última petición, el joven arqueó las cejas.
—¿Qué ha dicho usted que quiere, m’sieur?
Quinn repitió su petición.
—Lo siento, pero no creo que una cosa así esté en venta.
Vio los dos billetes grandes moviéndose tentadores entre los dedos de Quinn.
—¿Tal vez en el almacén? ¿Uno viejo e inservible? —sugirió Quinn.
El joven miró a su alrededor.
—Veré si lo hay, señor ¿Me deja su bolsa de viaje?
Estuvo en el almacén de la trastienda durante diez minutos. Cuando volvió, abrió la bolsa para que Quinn mirase en su interior.
—Magnífico —dijo—. Es justo lo que necesitaba.
Pagó la cuenta, dio al joven la propina prometida y salió. Como el cielo se había despejado, almorzó al aire libre en un bar del Puerto Viejo y después pasó una hora tomando café y estudiando un mapa de Córcega. Lo único que decía el diccionario geográfico adjunto de Castelblanc era que estaba en la Sierra de Ospedale, en el sur de la isla.
A las ocho, el Napoleón zarpó de la Gare Maritime en marcha atrás. Quinn estaba bebiendo un vaso de vino en el Bar les Aigles, casi vacío aquella temporada. Al virar el Napoleón para poner proa a alta mar, las luces de Marsella desfilaron delante de la ventanilla, para ser sustituidas por la antigua prisión-fortaleza del Chateau d’If, a medio cable de distancia.
Un cuarto de hora después, dobló el Cap Croisette y le envolvió la oscuridad del mar abierto. Quinn fue a cenar en Malmaison, volvió a su camarote de la Cubierta D y se acostó antes de las once, tras haber puesto el despertador a las seis.
Más o menos a la misma hora, Sam estaba sentada con sus anfitriones en lo que había sido una pequeña granja, aislada en los montes de detrás de Estepona. Ninguno de ellos vivía en la casa; se empleaba como almacén y en las ocasiones en que alguno de sus amigos necesitaba en poco de «soledad» para librarse de los curiosos detectives provistos de órdenes de extradición.
Los cinco se hallaban en una habitación cerrada, ahora azul por el humo de los cigarrillos, jugando al póquer, lo cual se hizo a sugerencia de Ronnie. Habían estado jugando durante tres horas, y ahora sólo Ronnie y Sam continuaban la partida. Tel no jugaba; servía cerveza y bebía directamente de la botella; había montones de cajas de cerveza junto a una de las paredes; Al lado de las demás se apilaban otras cosas: balas de una hierba exótica recién llegada de Marruecos y destinada a la exportación a regiones de más al norte.
Arthur y Bernie habían sido desplumados y observaban tristemente a los dos jugadores que seguían en la mesa. El «pot» de billetes de mil pesetas en el centro de la mesa contenía todo lo que habían traído con ellos, más la mitad de lo que tenía Ronnie y la mitad de los dólares que poseía Sam, cambiados en pesetas según la cotización del día.
Sam observó el resto de Ronnie, empujó la mayor parte de sus billetes hacia el centro de la mesa y subió la apuesta. Él hizo un guiño, igualó la apuesta y pidió que ella le mostrase las cartas. La chica volvió cuatro de sus naipes. Dos reyes y dos dieces. Ronnie sonrió y mostró su propia mano. Full: tres reinas y dos jacks. Alargó la mano para recoger el montón de billetes que contenía todo su dinero, el que habían traído Bernie y Arfur, más nueve décimas partes de los mil dólares de Sam. Ésta volvió la última carta. El tercer rey.
—¡Por mil diablos! —exclamó él, y se echó atrás en su silla.
Sam recogió los billetes en un montón.
—Caray —dijo Bernie…
—Bueno, ¿en qué te ganas la vida, Sam? —preguntó Arfur.
—¿No os lo dijo Quinn? —preguntó ella—. Soy agente especial del FBI.
—Dios bendito —murmuró Ronnie.
—Sabroso —comentó Tel.
El Napoleón atracó a las siete en punto en la Gare Maritime de Ajaccio, a medio camino entre los muelles de Capucins y Citadelle. Diez minutos más tarde, Quinn bajó entre otros pocos vehículos la rampa y entró en la antigua capital de la salvajemente hermosa y misteriosa isla.
Su mapa le mostró con claridad la ruta que tenía que seguir, hacia el sur de la ciudad, bajando por el Boulevard Sampiero hacia el aeropuerto y torciendo allí a la izquierda para adentrarse en las montañas por la N-196. A los diez minutos de haber dado el giro, el terreno empezó a subir, como ocurre siempre en Córcega, que está casi por completo cubierta de montañas. La carretera subía serpenteando, dejando atrás Cauro y llegando al Col St. Georges, donde, si uno mira atrás, puede ver el estrecho llano costero allá abajo y a lo lejos. Entonces las montañas le envolvieron de nuevo, con sus vertiginosas vertientes y taludes, cubiertas de bosques de robles, de olivos y de hayas. Después de Bicchisano, la carretera descendió de nuevo hacia la costa, en Propriano. No había manera de evitar la carretera en ángulo agudo hasta Ospedale; en línea recta habría pasado a través del valle del Baraci, una región tan abrupta que los constructores de carreteras no podían penetrar en ella.
Después de Propiano, siguió de nuevo por el llano costero durante unos cuantos kilómetros, antes de que la D-268 le permitiese volver hacia las montañas de Ospedale. Ahora ya no iba por carreteras N (nacionales) sino por carreteras D (departamentales), poco más que caminos estrechos; pero muy anchas en comparación con los que vendrían después en lo alto de las montañas. La D-268 seguía el flanco norte del valle del Fiumicicoli, todavía invisible en las profundidades a su derecha.
Cruzó pequeños y encumbrados pueblos de casas de piedra gris de la región, sobre montes y escarpaduras. Desde ellos, la vista era vertiginosa, y se preguntó cómo podían vivir aquella gente de sus pequeños prados y huertos.
La carretera seguía subiendo, girando y serpenteando. Descendía para cruzar un pliegue del terreno, pero volvía siempre a subir después de aquel respiro. Más allá de Ste. Lucie de Tallano, terminaban los bosques, y los montes estaban cubiertos de esa capa de brezos y mirtos a la que ellos llaman el maquis. Durante la Segunda Guerra Mundial, huir de casa a la montaña para evitar ser detenido por la Gestapo era llamado «echarse al maquis»; de aquí que la resistencia clandestina francesa fuese conocida como los maquisards, o simplemente «el Maquis».
Córcega es tan vieja como sus montañas y en sus montes han vivido seres humanos desde los tiempos prehistóricos. Como Cerdeña y Sicilia, Córcega ha sido disputada más veces de lo que puede recordar, y los extranjeros venían siempre como conquistadores, invasores y exactores de impuestos, para gobernar y tomar, nunca para dar. Con tan pocos medios de vida, los corsos reaccionaron marchando a los montes, refugios y fortalezas naturales. Generaciones de rebeldes y bandidos, guerrilleros y partisanos, se han echado a los montes para librarse de las autoridades que subían de la costa con intención de recaudar impuestos y contribuciones de personas incapaces de pagarlos.
Partiendo de estos siglos de experiencia, forjó el pueblo de la montaña su filosofía, una filosofía secreta de clan. La autoridad representaba la injusticia y París recaudaba impuestos con la misma furia que cualquier otro conquistador. Aunque Córcega es parte de Francia y ha dado a ésta Napoleón Bonaparte y otros mil personajes eminentes, para la gente de la montaña el extranjero sigue siendo el extranjero, presagio de injusticias y de impuestos, venga de Francia o de cualquier otro lugar. Córcega puede enviar a decenas de millares de sus hijos a trabajar en la Francia continental, pero si alguno de ellos se ve en dificultades, las viejas montañas todavía le ofrecen asilo.
Fueron las montañas, la pobreza y la persecución las que dieron origen a una solidaridad firme como una roca y a la Unión Corsa, considerada por algunos como más secreta y peligrosa que la Mafia. Por ese mundo, que el siglo XX no ha conseguido cambiar con su Mercado Común y su Parlamento europeos, conducía Quinn su automóvil en el último mes de 1991.
Justo antes del pueblo de Levie, había una pequeña carretera denominada D-59 y un rótulo que señalaba hacia Carvini. Discurría hacia el sur y, al cabo de seis kilómetros, cruzaba el Fiumicicoli, que era aquí un pequeño arroyo que descendía de la sierra de Ospedale. En Carvini, un pueblo de una sola calle donde viejos con blusas azules estaban sentados delante de sus casitas de piedra mientras unas pocas gallinas picoteaban en el polvo, Quinn halló que su guía carecía de adecuada información. Dos carreteras salían del pueblo; la D-148 se volvía de nuevo hacia el oeste, que era la dirección de la que él había venido, pero lo hacía a lo largo del flanco sur del valle.
Delante de él se extendía la D-59 hacia Orone y, mucho más al sur, hacia Sotta. Podía ver el elevado pico del monte Cagna al suroeste, la silenciosa masa de la sierra de Ospedale a su izquierda, rematada por el pico más alto de Córcega, la Punta della Vacca Morta, llamado así porque, visto desde cierto ángulo se parece a una vaca muerta. Eligió seguir esta última carretera.
Después de Orone, las montañas eran más próximas a su izquierda, y el desvío hacia Castelblanc estaba a tres kilómetros más allá de Orone. Era poco más que un sendero y, como ninguna carretera conducía a través de la Ospedale, tenía que ser un camino sin salida. Desde allí pudo ver la gran roca de un gris pálido incrustada en el flanco de la sierra y que había hecho antaño que alguien pensara que estaba viendo un castillo blanco, error que dio nombre a la aldea mucho tiempo atrás. Quinn condujo despacio por el camino. Al cabo de cuatro kilómetros y medio, a mucha mayor altura que la D-59, entró en Castelblanc.
El camino terminaba en la plaza del pueblo, la cual se hallaba al final de éste, de espaldas a la montañas. La estrecha calle que conducía a la plaza estaba flanqueada de bajas casas de piedra, todas ellas con las puertas y las ventanas cerradas. No había gallinas picoteando en el polvo. No había viejos sentados en los porches. Todo permanecía en silencio. Condujo hasta la plaza, detuvo el coche, se apeó y se estiró. Entonces, el motor de un tractor zumbó en la calle principal. La máquina salió de en medio de dos casas, rodó hasta el centro de la calle y se detuvo. El conductor quitó la llave de contacto, saltó al suelo y desapareció a través de las pequeñas edificaciones. Entre la parte de atrás del tractor y la pared quedaba espacio suficiente para pasar una moto, pero ningún automóvil podría volver atrás por aquella calle hasta que el vehículo agrícola fuese quitado de allí.
Quinn miró a su alrededor. La plaza tenía tres lados, aparte del camino. A la derecha había cuatro casitas, y al frente, una pequeña iglesia de piedra gris. A su izquierda estaba lo que debía ser el centro de la vida en Castelblanc, una baja taberna de dos plantas bajo un tejado, y un callejón que conducía a lo que sin duda era el resto de Castelblanc apartado de la carretera: un grupo de casas de campo, graneros y patios que terminaba en el flanco de la montaña.
Un sacerdote menudo y muy viejo salió de la iglesia, no vio a Quinn y se volvió para cerrar la puerta con llave.
—Bonjour, mon Père —dijo alegremente Quinn.
El hombre de Dios saltó como un conejo asustado, miró a Quinn casi con pánico, cruzó corriendo la plaza y desapareció en el callejón del lado de la taberna. Mientras hacía esto, se santiguó.
El aspecto de Quinn habría sorprendido a cualquier sacerdote corso, pues podía sentirse orgulloso del atuendo que había adquirido en la tienda especializada de Marsella. Llevaba pesadas botas del Oeste, pantalón vaquero azul pálido, camisa a cuadros rojos brillantes, cazadora ribeteada de ante y un alto sombrero Stetson. Si pretendió parecer una caricatura de petimetre ranchero, lo había conseguido. Tomó las llaves del coche y la bolsa de lona y entró en el bar.
Estaba muy oscuro. El dueño se hallaba detrás del mostrador, afanándose en limpiar unos vasos; algo que se salía de lo corriente, presumió Quinn. En el local había cuatro mesas sencillas de roble, con cuatro sillas cada una de ellas. Tan sólo una mesa estaba ocupada; cuatro hombres se sentaban a ella y jugaban a las cartas.
Quinn se dirigió a la barra, dejó en el suelo su bolsa de viaje, pero no se quitó el alto sombrero. El tabernero lo miró.
—¿Monsieur?
No había curiosidad ni sorpresa en su tono. Quinn fingió no advertirlo y sonrió amigable.
—Un vaso de vino tinto, por favor —dijo con mucha formalidad.
El vino era del país, fuerte pero bueno. Quinn lo sorbió con muestras de aprecio. Entonces, la rolliza mujer del dueño apareció detrás del mostrador, depositó encima de éste varios platos de aceitunas, queso y pan, no miró una sola vez a Quinn y, a una palabra en dialecto local de su marido, entró de nuevo en la cocina. Los hombres que jugaban a las cartas tampoco le miraron. Quinn se dirigió al tabernero, y le dijo:
—Estoy buscando a un caballero que creo que vive aquí. Se llama Orsini. ¿Lo conoce?
El tabernero miró a los jugadores como solicitando consejo. No le dieron ninguno.
—¿Se refiere a Monsieur Dominique Orsini? —preguntó.
Quinn pareció pensativo. Ellos habían bloqueado la calle y confesado que Orsini existía. Ambas cosas demostraban que querían que se quedase. ¿Hasta cuándo? Miró atrás al otro lado de las ventanas, el cielo era de un pálido azul bajo el sol invernal. Quizás hasta el anochecer. Quinn se volvió de nuevo hacia el mostrador y se llevó la punta de un dedo a la mejilla.
—Ese Dominique Orsini, ¿tiene una cicatriz aquí?
El hombre del bar asintió con la cabeza.
—¿Puede decirme cuál es su casa?
De nuevo miró el tabernero a los jugadores pidiéndoles ayuda. Esta vez la recibió. Uno de los hombres, el único que llevaba un traje formal, dejó de mirar las cartas y habló.
—Monsieur Orsini está fuera hoy, señor. Regresará mañana. Si espera usted, podrá verlo.
—Bueno, muchas gracias, amigo. Es usted muy amable —se volvió al tabernero, y preguntó—: ¿Podría alojarme aquí esta noche?
El hombre asintió con la cabeza. Diez minutos más tarde, la mujer del dueño, que todavía rehusaba mirarle, le mostró su habitación. Cuando hubo salido, Quinn examinó la estancia. Estaba en la parte de atrás de la casa, con vistas a un patio rodeado de graneros abiertos. El colchón era delgado, de fibra de coco y lleno de bultos, pero adecuado para lo que se proponía Quinn. Con el cortaplumas, levantó dos tablas del suelo, debajo de la cama, y escondió una de las cosas que llevaba en la bolsa de viaje. El resto lo dejó para que pudiese ser inspeccionado. Cerró la bolsa, la depositó sobre la cama, se arrancó un cabello y lo pegó con saliva sobre la cremallera.
De nuevo en la taberna, consumió un buen almuerzo a base de queso de cabra, pan tierno y de corteza crujiente, paté de cerdo local y jugosas aceitunas, regado todo ello con vino. Después dio una vuelta por el pueblo. Sabía que se hallaba seguro hasta el anochecer; sus anfitriones habían recibido órdenes y las habían comprendido.
No existía mucho que ver. Nadie salió a la calle para saludarle. Vio que un niño pequeño era introducido apresuradamente en un portal por un par de callosas manos femeninas. El tractor parado en la calle principal tenía las grandes ruedas de atrás muy cerca del callejón del que había salido, dejando un espacio de poco más de medio metro. La parte de delante se hallaba pegada a una leñera.
El aire se enfrió a eso de las cinco. Quinn se retiró a la taberna, donde un alegre fuego de leña de olivo crepitaba en el hogar. Fue a su habitación a buscar un libro; observó que la bolsa de viaje había sido registrada, que nada faltaba en ella y que el escondrijo de debajo de la cama no había sido descubierto.
Pasó dos horas leyendo en el bar, negándose todavía a quitarse el sombrero; después comió de nuevo, un sabroso ragú de cerdo, alubias y hierbas de montaña, con lentejas, pan, tarta de manzana y café. Bebió agua en vez de vino. A las nueve se retiró a su habitación, una hora más tarde se apagaron las últimas luces del pueblo. Aquella noche, nadie se quedó en el bar a ver la televisión (era uno de los tres aparatos que había en el pueblo). Nadie jugó a los naipes. A las diez, todo el pueblo estaba a oscuras, salvo por la única bombilla en la habitación de Quinn.
Era una bombilla de pocas bujías, sin pantalla y pendiente de un cable polvoriento en mitad de la estancia. Sólo directamente debajo de ella la luz era un poco aceptable, y allí se sentó a leer el hombre del Stetson.
La luna salió a la una y media, se elevó de detrás de la sierra de Ospedale y, al cabo de media hora, bañó Castelbanc con una luz blanca irreal. La delgada y silenciosa figura cruzó la calle bajo aquella débil iluminación con el aire resuelto de la persona que sabe adonde va. Se deslizó por dos estrechos callejones y entró en el complejo de graneros y patios de detrás de la taberna.
Sin hacer el menor ruido, aquella sombra se encaramó a un carro de heno aparcado en uno de los patios y, desde allí, a lo alto de una pared. Corrió sin esfuerzo sobre la tapia y saltó por encima de otro callejón al tejado inclinado del granero que se hallaba justo delante de la ventana de Quinn.
Las cortinas estaban sólo corridas a medias en toda la anchura de la ventana. A través del espacio de unos treinta centímetros entre ellas, podía verse claramente a Quinn, con el libro sobre las piernas, la cabeza ligeramente inclinada hacia delante para leer bajo la débil luz, visibles, por encima del alféizar de la ventana, los hombros envueltos en la camisa a cuadros rojos y la cabeza cubierta por el Stetson blanco.
El joven que estaba sobre el tejado sonrió; semejante estupidez le ahorraría tener que entrar por la ventana del dormitorio para hacer lo que tenía que hacer. Descolgó del hombro la escopeta, quitó el seguro y apuntó. A doce metros de él, la cabeza ensombrerada llenaba el espacio por encima de los dos cañones gemelos; los gatillos estaban dispuestos de manera que las dos cargas se disparasen al mismo tiempo.
Cuando disparó, el estruendo hubiese tenido que despertar a todo el pueblo, pero no se encendió ninguna luz. Las pesadas postas vomitadas por los dos cañones hicieron añicos los cristales de la ventana y rasgaron las finas cortinas de algodón. Detrás de aquélla, la cabeza del hombre sentado pareció estallar. El agresor vio el pálido Stetson volando por el aire, el cráneo destrozado y un surtidor de sangre roja en todas direcciones. El torso sin cabeza se inclinó a un lado y cayó al suelo, perdiéndose de vista.
El joven primo del clan Orsini, satisfecho de su hazaña en pro de la familia, retrocedió corriendo del tejado, a lo largo del muro, saltó al carro de heno, y de allí al suelo, y se metió en el callejón por el que había venido. Sin darse prisa, seguro de su triunfo, cruzó el pueblo en dirección a la casa de campo de las afueras de la aldea, donde el hombre al que idolatraba le estaba esperando. No vio ni oyó al otro hombre, alto y silencioso, que salió del oscuro portal para seguirle.
Los destrozos de su habitación sobre la taberna serían más tarde reparados por la esposa del dueño. El colchón era irreparable, desgarrado de arriba abajo, y empleado su elástico contenido para rellenar la camisa a cuadros, el torso y los brazos del muñeco, hasta dejarlo lo bastante rígido para que pudiese permanecer sentado en el sillón. Encontraría las largas tiras de cinta, adhesiva que había sostenido aquel torso en posición erguida, y, los restos del sombrero Stetson y del libro.
Recogería, pedazo a pedazo, los restos de la cabeza de maniquí de poliestireno que Quinn había conseguido comprar al dependiente de la tienda de Marsella. De los dos preservativos, llenos de salsa de tomate del comedor del ferry, que había introducido en la cabeza del maniquí, encontraría pocas huellas, pero sí muchas manchas rojas en toda la habitación. Pero le sería fácil quitarlas con un trapo mojado.
Al dueño de la casa le extrañaría no haber visto la cabeza de maniquí al registrar el equipaje del americano, y sólo más tarde descubriría las tablas sueltas debajo de la cama, bajo las cuales la había ocultado nada más llegar.
Por último, mostraría al irritado hombre del traje oscuro que había estado jugando a las cartas la tarde anterior, las abandonadas botas de cowboy, el pantalón vaquero, la cazadora ribeteada de ante, e informaría al capu local de que el americano debía vestir ahora su otro juego de ropa: pantalón oscuro, cazadora negra con cremallera, botas con suela de crepé y suéter con cuello polo. Todos examinarían la bolsa de viaje y no encontrarían nada en ella. Esto ocurriría una hora antes del amanecer.
Cuando el joven llegó a la casa de campo, llamó suavemente a la puerta. Quinn se ocultó en un portal en sombra, a unos cincuenta metros. Debieron decirle que adelante, pues el joven abrió la puerta y entró. Al cerrarse ésta, Quinn se acercó más, dio la vuelta a la casa y encontró una ventana. Tenía postigos, pero descubrió una rendija en la madera lo bastante ancha para poder ver a través de ella.
Dominique Orsini estaba sentado a una tosca mesa, cortando tajadas de un grueso salami con un cuchillo tan afilado como una navaja de afeitar. El joven de la escopeta estaba plantado delante de él. Hablaban en corso, una lengua que en nada se parece a la francesa, incomprensible para un extranjero. El muchacho describía los sucesos de la última media hora; Orsini asintió varias veces con la cabeza.
Cuando el chico terminó su explicación, Orsini se levantó, salió de detrás de la mesa y lo abrazó, el joven resplandeció de orgullo. Al volverse Orsini, la luz de la lámpara iluminó la lívida cicatriz que se extendía desde el pómulo hasta la mandíbula inferior. Sacó un fajo de billetes del bolsillo; el chaval meneó la cabeza y protestó. Orsini le introdujo el fajo en el bolsillo superior, le dio unas palmadas en la espalda y le despidió. El chico salió y desapareció.
Matar al bandido habría sido empresa fácil. Pero Quinn lo quería vivo, en el asiento de atrás de su coche y en un celda de la jefatura de Policía de Ajaccio antes de salir el sol. Había advertido la potente motocicleta aparcada en el cobertizo de la leña.
Media hora después, en la negra sombra proyectada por el granero de madera y el tractor aparcado, Quinn oyó el ruido de un motor al arrancar. Orsini salió despacio de un pasadizo lateral, entró en la plaza y luego se dirigió hacia el camino de salida del pueblo. Tenía espacio suficiente para pasar entre la parte de atrás del tractor y la pared próxima. En el momento en que cruzaba por un sitio iluminado por la luna, Quinn salió de la sombra, sacó un arma y disparó una vez. El neumático delantero de la moto se reventó; la máquina se desvió violentamente y cayó de costado, despidiendo al motorista, dio varias vueltas y se paró.
Orsini salió lanzado por su propio impulso contra el costado del tractor, pero se levantó con notable rapidez. Quinn estaba a diez metros de él, apuntando con la Smith and Wesson al pecho del corso. Orsini respiraba profundamente, a causa del dolor, y se acarició una pierna al apoyarse en la alta rueda de atrás del tractor. Quinn pudo ver el brillo de sus ojos negros, la oscura sombra de la barba incipiente en su mentón. Poco a poco, Orisini levantó las manos.
—Orsini —dijo Quinn a media voz—. Je m’appelíe Quinn. Je veux te parler.
La reacción de Orsini fue apretar su pierna lesionada, jadear de dolor y bajar la mano izquierda hasta la rodilla. Era muy hábil. La mano izquierda se movió despacio para frotar la rodilla, distrayendo con ello un segundo la atención de Quinn. La derecha se movió mucho más de prisa, bajándola y lanzando en el mismo instante el cuchillo que tenía en la manga. Quinn captó el destello del acero a la luz de la luna y saltó a un lado. La hoja pasó junto a su cuello, atravesó la hombrera de su cazadora de cuero y se clavó profundamente en las tablas del granero que había detrás de él.
Quinn sólo tardó un segundo en agarrar el mango de hueso y arrancar el cuchillo de la madera para desprender la cazadora. Pero fue lo suficiente para Orsini, el cual pasó detrás del tractor y echó a correr por la calle como un gato. Pero como un gato herido.
Si no hubiese estado lesionado, Quinn lo habría perdido. Aunque el americano estaba en plena forma, cuando un corso se echa al maquis son pocos los que pueden alcanzarlo. Las ásperas ramitas de los brezos, que llegan hasta la cintura, se agarran y tiran de la ropa como un millar de dedos. Uno tiene la sensación de que está vadeando un río. Al cabo de doscientos metros, la energía se agota y las piernas pesan como si fuesen de plomo. Un hombre puede tumbarse en el suelo, en cualquier parte de aquel mar de maquis, y esfumarse, invisible a tres metros de distancia.
Pero Orsini se movía con lentitud. Su otro enemigo era la luz de la luna. Quinn divisó su sombra al final del callejón, donde estaban las últimas casas de la aldea, y lo vio moverse después entre los brezos de la falda del monte. Fue tras él por el callejón, que pronto se convirtió en camino; y después lo siguió dentro del maquis. Podía oír el susurro de ramas delante de él y el ruido le servía de guía.
Entonces descubrió de nuevo la cabeza de Orsini, a veinte metros delante de él, moviéndose cuesta arriba por la vertiente de la montaña. Cien metros más y cesó el ruido. Orsini se había echado al suelo. Quinn se detuvo e hizo lo mismo. Seguir adelante, con la luna a su espalda, habría sido una locura.
Él había ido ya de caza, de noche y había sido cazado. En los densos breñales del Mekong, a través de la espesa jungla al norte de Khe San, en las tierras altas con sus guías montañeses. Todos los nativos son buenos en su propio territorio, el Vietcong en su jungla, los bosquimanos de Kalahari en su propio desierto. Orsini se hallaba en su tierra, en la tierra donde había nacido y se había criado, entorpecido por una rodilla lesionada, sin su cuchillo, pero casi con toda seguridad con su pistola. Y Quinn le necesitaba libre. Así, ambos hombres permanecían agazapados entre los brezos, con el oído atento a los sonidos de la noche, para discernir si alguno de ellos no era producido por una cigarra, un conejo o un pájaro, sino por el hombre. Quinn contempló la luna; se ocultaría dentro de una hora. Después, ya no vería nada hasta el amanecer, cuando el corso recibiría ayuda de su pueblo situado a cuatrocientos metros monte abajo. Durante cuarenta y cinco minutos de aquella hora ninguno de los dos se movió. Cada cual esperaba que fuese el otro el que hiciese el primer movimiento. Cuando Quinn oyó un roce, supo que era el ruido de metal contra la piedra. Al tratar de aliviar el dolor de su rodilla, Orsini había dejado que su pistola tocase la roca. Sólo había una, quince metros a la derecha de Quinn, y Orsini se ocultaba detrás de ella. Quinn empezó a arrastrarse muy despacio entre los brezos a ras del suelo. No hacia la roca, pues esto habría significado recibir una bala en la cabeza, sino hacia un matorral más grande que había delante de ellos, a unos diez metros.
En el bolsillo de atrás llevaba todavía el resto de la cuerda de pescar que había empleado en Oldenburg para colgar el magnetófono a la rama del árbol. Ató un extremo alrededor de un alto matorral, a unos sesenta centímetros del suelo, y después se retiró al lugar donde estaba antes, soltando la cuerda a medida que retrocedía. Cuando estuvo seguro de haberse alejado lo bastante, empezó a tirar suavemente del hilo.
El matorral se movió y susurró. Entonces dejó que se detuviese, que el sonido penetrase en los oídos que escuchaban. Repitió dos veces la maniobra. Oyó que Orsini empezaba a arrastrarse.
Por fin se puso el corso de rodillas, a tres metros de la mata. Quinn vio su nuca y dio a la cuerda su último tirón. El matorral se agitó. Orsini levantó la pistola con ambas manos y disparó siete balas alrededor de la base de aquél. Cuando se detuvo, Quinn estaba detrás de él, en pie, apuntándole a la espalda con la Smith and Wesson.
Al extinguirse los ecos de los últimos disparos monte abajo, el corso se dio cuenta de que había cometido un error. Se volvió lentamente, vio a Quinn.
—Orsini…
Iba a decir: «Sólo quiero hablar contigo». Para cualquier hombre en la posición de Orsini, habría sido una locura intentarlo. O fruto de la desesperación. O del convencimiento de que iba a morir si no lo hacía. El caso fue que acabó de volverse y disparó la última bala. Fue inútil. El proyectil se perdió en el cielo, porque medio segundo antes de que él disparase, lo hizo Quinn. No tenía alternativa. Su bala alcanzó al corso en mitad del pecho y le hizo caer de espaldas, de cara al maquis.
No había sido un disparo en el corazón, pero la herida era gravísima. Quinn no había tenido tiempo de apuntar al hombro, y la distancia era demasiada corta para andarse con remilgos. El hombre yacía boca arriba, contemplando al americano erguido ante él. Su cavidad torácica se estaba llenando de sangre, que brotaba de los pulmones perforados y subía a la garganta.
—¿Le dijeron que había venido a matarle, verdad? —preguntó Quinn.
El corso asintió muy despacio con la cabeza.
—Le mintieron. Él le mintió. Como le mintió acerca de la ropa para el muchacho. He venido para descubrir su nombre. El nombre del gordo. Del que montó todo esto. Usted no le debe nada. No hay nada que le obligue. ¿Quién es él?
Quinn no sabría nunca si, en sus últimos momentos, se había regido todavía Dominique Orsini por la ley del silencio o si éste había sido debido a la sangre que afluía a su garganta. El hombre tumbado de espaldas abrió la boca en lo que podía ser un esfuerzo para hablar o una sonrisa burlona. Pero lo que hizo fue toser roncamente, y un chorro de sangre roja y espumosa llenó su boca y se derramó sobre el pecho. Quinn oyó un sonido que había escuchado otras veces y conocía bien: el grave estertor de los pulmones vaciándose por última vez. Orsini dobló la cabeza a un lado y Quinn vio cómo se desvanecía el brillo de los ojos negros.
El pueblo estaba todavía en silencio y a oscuras cuando bajó por el callejón a la plaza. La gente tuvo que haber oído el estampido de la escopeta, el único disparo de una pistola en la calle principal, el tiroteo en la montaña. Pero si tenían orden de permanecer en casa, la cumplían a rajatabla. Sin embargo, alguien, con toda probabilidad el joven, había sentido curiosidad. Tal vez había visto la moto tumbada al lado del tractor y temió lo peor. Fuera por lo que fuera, estaba tendido en el suelo, esperando.
Quinn subió a su Opel en la plaza. Nadie lo había tocado. Se ciñó el cinturón de seguridad, volvió el coche de cara a la calle y pisó con fuerza el acelerador. Cuando chocó con el costado del granero, ante el que estaban las ruedas del tractor, las viejas tablas se astillaron. Se oyó un golpe sordo al colisionar el coche con varias balas de heno que había en el interior, y un fuerte chasquido de madera partida al derribar el Ascona la otra pared.
Las postas alcanzaron la parte de atrás del Ascona al salir éste del granero, haciendo agujeros en el portaequipajes pero sin dar en el depósito de gasolina. Quinn salió disparado por el camino entre una lluvia de astillas de madera y de paja volante, corrigió la dirección y bajó hacia la carretera de Orone y Carvini. Faltaba poco para las cuatro de la mañana y tendría que hacer tres horas de viaje hasta el aeropuerto de Ajaccio.
Seis husos horarios al oeste, eran casi las diez de la noche anterior, y los ministros del Gabinete, a quienes había convocado Odell para interrogar de forma severa a los expertos profesionales, no estaban de buen humor.
—¿Qué quieren decir ustedes con eso de que no se ha progresado hasta ahora? —preguntó el vicepresidente—. Ha transcurrido un mes, han tenido ustedes recursos ilimitados, todos los hombres que pidieron y la colaboración de los europeos. ¿Qué sucede?
Las preguntas iban dirigidas a Don Edmonds, director del FBI, que se hallaba sentado junto al director auxiliar (CID) Philip Kelly, y a Lee Alexander, de la CIA, el cual se encontraba acompañado de David Weintraub. Edmonds tosió, miró a Kelly y asintió con la cabeza.
—Caballeros, hemos adelantado mucho desde hace treinta días —dijo a la defensiva Kelly—. Los hombres de Scotland Yard están examinando la casa donde sabemos que estuvo cautivo Simon Cormack. Allí se han obtenido ya una serie de pruebas, entre ellas dos juegos de huellas dactilares que están siendo identificados.
—¿Cómo descubrieron la casa? —preguntó Jim Donaldson, del Departamento de Estado.
Philip Kelly consultó sus notas.
—Quinn llamó desde París y lo dijo —respondió Weintraub.
—Magnífico —comentó Odell en tono sarcástico—. ¿Y qué otras noticias hay de Quinn?
—Parece que ha estado actuando en varios países de Europa —dijo diplomáticamente Kelly—. Esperamos un informe completo de un momento a otro.
—¿Qué quiere decir con «actuando»? —preguntó Bill Walters, el fiscal general.
—Podemos tener un problema con Mr. Quinn —apuntó Kelly.
—Siempre hemos tenido problemas con Mr. Quinn —observó Morton Stannard, de Defensa—. ¿Cuál es el último?
—Puede que sepan ustedes que mi colega Kevin Brown sospechaba desde hace tiempo que Mr. Quinn sabía más de este asunto de lo que decía; incluso pudo haber estado implicado en él en algún momento. Ahora parece que hay nuevos indicios que apoyan aquella teoría.
—¿Qué nuevos indicios? —preguntó Odell.
—Bueno, desde que, con instrucciones de este comité, se le dejó en libertad para proseguir sus investigaciones sobre la identidad de los secuestradores, ha sido localizado en numerosos lugares de Europa y se ha desvanecido de nuevo. Fue detenido en Holanda en el sitio donde se había producido un asesinato y puesto en libertad por la Policía holandesa, por falta de pruebas…
—Fue puesto en libertad —dijo pausadamente Weintraub— porque pudo demostrar que estaba a bastantes kilómetros de allí cuando se cometió el crimen.
—Sí, pero el muerto era un ex mercenario del Congo cuyas huellas dactilares han sido ahora encontradas en la casa donde estuvo recluido Simon Cormack —informó Kelly—. Consideremos que esto es sospechoso.
—¿Algo más sobre Quinn? —preguntó Hubert Reed, del Tesoro.
—Sí, señor. La Policía belga acaba de informar que se encontró un cadáver con una bala en la cabeza en lo alto de una Noria. Tiempo de la muerte: hace tres semanas. Una pareja cuyas señas corresponden a las de Quinn y la agente Somerville estuvieron preguntando por el muerto a su patrono aproximadamente cuando el hombre desapareció.
«Después, en París, otro mercenario fue muerto de un tiro en una acera. Un taxista dijo que dos americanos de iguales señas huyeron del lugar del crimen en su taxi».
—Maravilloso —comentó Stannard—. Maravilloso. Le dejamos que prosiga sus investigaciones y deja un rastro de cadáveres en todo el norte de Europa. Tenemos, o solíamos tener, aliados allí.
—Tres muertos en tres países —observó Donaldson—. ¿Algo más que debamos saber?
—Hay un hombre de negocios alemán que se está recobrando de una operación de cirugía reparadora en el Hospital General de Bremen; afirma que fue a causa de Quinn —dijo Kelly.
—¿Qué le hizo Quinn? —preguntó Walters.
Kelly se lo dijo.
—¡Dios mío, ese hombre es un maníaco! —exclamó Stannard.
—Bien, ya sabemos lo que ha estado haciendo Quinn —concluyó Odell—. Liquidar a todos los de la banda antes de que puedan hablar. O tal vez les hace hablar primero. ¿Qué ha estado haciendo el FBI?
—Caballeros —dijo Kelly—, Mr. Brown ha estado siguiendo la mejor pista que tenemos: los diamantes. Todos los comerciantes en diamantes y joyeros de Europa y de Israel, por no hablar de los de los Estados Unidos, están atentos a descubrir estas piedras. Aunque son pequeñas, confiamos en que podremos dar con el vendedor en cuanto aparezcan.
—Maldita sea, Kelly, pero si ya han aparecido —gritó Odell.
Con un ademán espectacular, tomó una bolsa de lona del suelo, junto a sus pies, y la volcó sobre la mesa de conferencias. Un río de gemas repicó y se extendió sobre la caoba. Se hizo un silencio pasmado.
—Enviados por correo al embajador Fairweather, en Londres, hace dos días. Desde París. La escritura ha sido identificada como la de Quinn. Ahora bien, ¿qué diablos está haciendo allí? Queremos que lo traigan aquí, a Washington, para que nos diga qué le ocurrió a Simon Cormack, quién lo hizo y por qué. Al parecer, es el único que sabe algo. ¿De acuerdo, caballeros?
Hubo una serie de asentimientos de cabeza por parte de los demás ministros del Gabinete.
—Tiene usted razón, señor vicepresidente —reconoció Kelly—. Pero… bueno… puede que tengamos un problema.
—¿Y cuál es? —preguntó Reed sarcástico.
—Ha desaparecido de nuevo —dijo Kelly—. Sabemos que estuvo en París y que alquiló un Opel en Holanda. Pediremos a la Policía francesa que busque el Opel, haremos vigilar todos los puertos de Europa por la mañana. Su coche o su pasaporte aparecerán en veinticuatro horas. Entonces pediremos su extradición.
—¿Por qué no pueden llamar a su agente Somerville? —preguntó recelosamente Odell—. Ella está con él, es nuestro sabueso.
Kelly tosió, a la defensiva.
—Ahí se nos presenta un pequeño problema, señor…
—¿La han perdido también a ella? —preguntó Stannard con incredulidad.
—Europa es un lugar muy grande, señor. Parece ser que se ha roto de momento el contacto. Los franceses han confirmado hoy que salió de París con destino al sur de España. Quinn tiene una casa allí; la Policía española la inspeccionó. Ella no estaba. Probablemente, se habrá alojado en un hotel. Ahora los están inspeccionando también.
—Bueno —dijo Odell—, encuentren a Quinn y tráiganlo aquí, Y a Miss Somerville. Queremos hablar con ella.
Se levantó la sesión.
—No son los únicos que quieren hablar con esa señorita —gruñó Kelly, mientras acompañaba a su contrariado director hacia donde esperaban los automóviles.
Quinn estaba desanimado mientras recorría los últimos veinte kilómetros desde Cauro hasta la llanura costera. Sabía que, muerto Orsini, se acabó la pista que había venido siguiendo. La banda se componía de cuatro hombres, y todos estaban muertos. El gordo, quienquiera que fuese, y quienes se hallaban detrás de él, si es que había otros pagadores, podían permanecer ocultos para siempre, sin que jamás se descubriese su identidad. Lo que ocurrió de verdad al hijo único del presidente, por qué, cómo y quién lo hizo quedaría en la Historia, como el asesinato de Kennedy y la Marie Celeste. El caso sería cerrado oficialmente y surgirían teorías tratando de explicar las ambigüedades… hasta el infinito.
Al sureste del aeropuerto de Ajaccio, donde la carretera que baja de las montañas se une a la autopista de la costa, Quinn cruzó el río Prunelli, ahora caudaloso por las lluvias invernales que, descendiendo de los montes, iban a parar al mar. La Smith and Wesson le había prestado buenos servicios en Oldenburg y Castelblanc, pero no podía esperar el ferry y tendría que tomar el avión… sin equipaje. Se despidió de la pistola del FBI y la arrojó al río, creando otro quebradero de cabeza burocrático para el Edificio Hoover. Después hizo los últimos seis kilómetros hasta el aeropuerto.
Es un edificio bajo, amplio y moderno, bien iluminado y aireado, dividido en dos partes unidas por un túnel y dedicadas respectivamente a las llegadas y las salidas. Aparcó el Opel en la zona reservada para los coches y entró en la terminal de salidas. En esos momentos, empezaba allí la actividad. A la derecha, justo después de la tienda de periódicos, encontró el mostrador de Información, y preguntó por el primer avión que salía. Nada para Francia durante las próximas dos horas, pero se le ofrecía una oportunidad mejor. Los lunes, martes y domingos, a las nueve de la mañana, había un vuelo directo de la Air France a Londres.
De todos modos tenía que ir allí, para informar a Kevin Brown y a Nigel Cramer de cuanto había ocurrido; pensaba que Scotland Yard tenía tanto derecho como el FBI a saber lo que pasó en octubre y noviembre, en Gran Bretaña y en Europa. Compró un billete para Heathrow y preguntó dónde estaban las cabinas telefónicas. Había una hilera más allá de Información. Necesitaba monedas y fue a cambiar un billete en la tienda de periódicos. Eran poco más de las siete; tendría que esperar dos horas.
Al cambiar el dinero y dirigirse a los teléfonos, no advirtió que un hombre de negocios británico entraba en la terminal desde el antepatio. El hombre pareció no fijarse tampoco en él. Se sacudió unas cuantas gotas de lluvia de los hombros del traje oscuro, de corte perfecto, dobló su abrigo gris Crombie sobre un brazo, colgó el paraguas todavía cerrado en el mismo brazo, junto al codo, y fue a observar las revistas. Al cabo de varios minutos, compró una, miró a su alrededor y eligió uno de los ocho bancos circulares que rodeaban las ocho columnas que sostenían el techo. El banco elegido le permitía ver las puertas de entrada, el mostrador donde se comprobaban los billetes, la hilera de cabinas telefónicas y las puertas que conducían a la sala de espera para las salidas. El hombre cruzó sus elegantes piernas y empezó a leer su revista.
Quinn estudió la guía telefónica y llamó ante todo a la compañía de alquiler de coches. El agente había llegado temprano. También él trabajaba de firme.
—Desde luego, señor. ¿En el aeropuerto? ¿Las llaves debajo de la esterilla a los pies del conductor? Lo recogeremos allí. En cuanto al pago… A propósito, ¿qué coche es?
—Un Opel Ascona —dijo Quinn.
Hubo una pausa de incertidumbre.
—Monsieur, nosotros no tenemos ningún Opel Ascona. ¿Está seguro de que nos lo alquiló a nosotros?
—Sí, pero no en Ajaccio.
—¿Entonces, fue tal vez a nuestra sucursal de Bastia? ¿O a Calvi?
—No; lo alquilé en Arnhem.
Ahora el hombre estaba haciendo un verdadero esfuerzo por comprender.
—¿Dónde está Arnhem, Monsieur?
—En Holanda —repuso Quinn.
En este momento el hombre cesó en sus esfuerzos.
—¿Cómo diablos voy a llevar allí un Opel con matrícula holandesa desde el aeropuerto de Ajaccio?
—Podría conducirlo usted mismo —razonó Quinn—. Quedará muy bien después de que haya sido reparado.
Hubo una larga pausa.
—¿Reparado? ¿Qué le ha pasado?
—Bueno, la parte delantera traspasó un granero y la de atrás recibió una docena de balas.
—¿Y quién va a pagar todo eso? —murmuró el agente.
—Envíe la factura al embajador de los Estados Unidos en París —dijo Quinn.
Después colgó el teléfono. Le parecía que era lo mejor que había podido hacer.
Llamó al bar de Estepona y habló con Ronnie, quien le dio el número de la villa de montaña donde Bernie y Arfur no perdían de vista a Sam pero se habían jurado no jugar al póquer con ella. Quinn marcó el nuevo número y Arfur llamó a Sam para que se pusiese al aparato.
—Quinn, querido, ¿estás bien?
La voz era débil pero clara.
—Estoy bien. Escucha, querida, esto ha terminado. Puedes tomar un avión de Málaga a Madrid y de allí a Washington. Querrán hablar contigo. Aquel selecto comité deseará oír toda la historia. Estarás segura. Diles esto: Orsini murió sin hablar. No pronunció una palabra. Sea quien sea el gordo que mencionó Zack, o las personas que se hallan tras él, ya no hay manera de llegar hasta ellos. Tengo que darme prisa. Adiós.
Colgó, interrumpiendo el torrente de preguntas.
En su silencioso vuelo por el espacio interior, un satélite de la National Security Agency oyó la llamada telefónica, junto con un millón más que se hicieron aquella mañana, y transmitió las palabras a los ordenadores de Fort Meade. Se tardaba algún tiempo en procesarlas, en elegir lo que había que guardar y lo que había que desechar, pero el hecho de que Sam pronunciase la palabra Quinn aseguró que el mensaje quedase registrado. Fue estudiado a primeras horas de la tarde, horario de Washington, y pasado a Langley.
Estaban llamando a los pasajeros para el vuelo a Londres cuando el camión se detuvo en el antepatio del edificio de Salidas. Los cuatro hombres que se apearon de él y cruzaron las puertas de la terminal no tenían el aspecto de pasajeros con destino a Londres, pero nadie les prestó atención. Salvo el elegante hombre de negocios, el cual alzó la cabeza, dobló su revista, se levantó, con el abrigo doblado sobre el brazo y el paraguas en la otra mano, y los observó.
El primero de los cuatro, vestido de negro y con camisa de cuello abierto, había estado jugando a las cartas la tarde anterior en un bar de Castelblanc. Los otros tres llevaban la camisa y los pantalones azules propios de los cultivadores de viñedos y olivares. Las camisas pendían fuera de los pantalones, detalle que no pasó inadvertido al hombre de negocios. Ellos miraron a su alrededor, hicieron caso omiso del elegante caballero y estudiaron a los otros pasajeros, que se agolpaban ante las puertas de embarque.
Quinn no se veía en parte alguna, ya que estaba en el lavabo. El altavoz repitió por última vez la llamada para embarcar. Quinn salió de los servicios.
Se volvió rápidamente hacia la derecha, en dirección a la puerta de embarque, dándose prisa en sacar su billete del bolsillo, sin ver a los cuatro hombres de Castelblanc. Éstos empezaron a avanzar detrás de él. Un mozo que empujaba una larga fila de carretillas de equipaje sujetas entre sí empezó a cruzar el vestíbulo.
El hombre de negocios se acercó al mozo y le apartó a un lado. Aguardó el momento oportuno y dio un fuerte empujón a la columna de carritos. Sobre el liso suelo de mármol, la hilera adquirió velocidad y fuerza y fue a dar contra los cuatro hombres que caminaban. Uno de ellos lo vio a tiempo, se echó a un lado, tropezó y cayó de bruces. Las carretillas golpearon al segundo hombre en la cadera, le derribaron y se dividieron, saliendo despedidas en tres direcciones. El capu del traje negro fue alcanzado en el diafragma y se dobló por la cintura. El cuarto hombre acudió en su ayuda. Se recobraron y reagruparon, a tiempo de ver la espalda de Quinn desapareciendo en el salón de Salidas.
Los cuatro hombres del pueblo, corrieron hacia la puerta de cristal. La azafata de tierra les dirigió una sonrisa profesional y les indicó que ya no era momento de despedidas, que hacía rato que se había anunciado la partida. Pudieron ver a través del cristal cómo pasaba el alto americano por el control de pasaportes y se dirigía hacia la pista. Una mano cortés los apartó a un lado.
—Discúlpenme, amigos —dijo el hombre de negocios, pasando también.
En el avión, se sentó en el departamento de fumadores, diez filas detrás de Quinn, tomó zumo de naranja y café para desayunar y fumó dos cigarrillos con filtro en una boquilla de plata. Al igual que Quinn, no llevaba equipaje. En Heathrow, fue el quinto pasajero que desfiló detrás de él en el control de pasaportes, y caminó a diez pasos detrás al cruzar la sala de la Aduana donde otros esperaban sus maletas. Vio que Quinn tomaba un taxi al tocarle el turno, y entonces hizo una señal a un largo automóvil negro que estaba esperando al otro lado de la calzada. Se apresuró a subir a él y entraron en el túnel que conduce del aeropuerto a la autopista M-4 y a Londres; tres vehículos les separaban del taxi de Quinn.
Cuando Philip Kelly dijo que pediría por la mañana a los ingleses que estuviesen alerta en los controles de pasaportes por si veían el de Quinn, se refería a la mañana de Washington. Debido a la diferencia de horario, los ingleses recibieron la petición a las once de la mañana, hora de Londres. Un poco más tarde, un colega llevó la orden al oficial de pasaportes de Heathrow que había visto pasar a Quinn por delante de él… media hora antes. La dio al colega e informó a su superior.
Los agentes de la Rama Especial que estaban de servicio en la mesa de inmigración preguntaron a los hombres de la Aduana. Uno de ellos, en el canal «Verde», recordó a un americano alto que había pasado casi sin detenerse porque no llevaba equipaje. Le mostraron una fotografía y lo reconoció.
En la parada de taxis, los encargados de distribuir los coches para que no haya disputas entre los que hacen cola, lo identificaron también. Pero no habían anotado el número del coche que había tomado.
Los taxistas son a veces fuente de información vital para la Policía y, como son una raza cumplidora de la ley, salvo algún error ocasional en la declaración del impuesto sobre la renta, cosa que no interesa a los de la Metropolitana, las relaciones son buenas y lo seguirán siendo. Además, los taxistas que hacen la lucrativa carrera de Heathrow se rigen por el sistema de turnos estrictos y celosamente guardados. Se necesitó otra hora para descubrir y establecer contacto con el que había transportado a Quinn. También él reconoció a su pasajero.
—Sí, señor —dijo—, lo llevé al Blackwood’s Hotel, en Marylebone.
En realidad, había dejado a Quinn al pie de la escalinata del hotel a la una menos veinte. Ninguno de los dos se había fijado en el automóvil negro que se había detenido detrás de ellos. Quinn pagó el taxi y subió la escalera. Esta vez, un hombre de negocios londinense de traje oscuro subió a su lado. Llegaron al mismo tiempo a la puerta giratoria. Habría que ver quién pasaba primero. Quinn frunció los párpados al descubrir al otro a su lado. El hombre de negocios le cedió el paso.
—¿No iba usted en el avión de Córcega esta mañana? Yo también viajaba en él. ¡Qué pequeño es el mundo! Usted primero, amigo.
Hizo ademán a Quinn de que pasara delante. La fina punta de la contera del paraguas estaba ya desnuda. Quinn casi no sintió el pinchazo en la pantorrilla izquierda. Sólo duró medio segundo. Entonces se encontró dentro de la puerta giratoria. Se atascó cuando se hallaba a medio camino, atrapado entre el portal y el vestíbulo. Sólo estuvo detenido allí cinco segundos. Al salir, tuvo la impresión de sentirse un poco mareado. El calor, sin duda.
El inglés permanecía a su lado y seguía charlando.
—Esas malditas puertas nunca me han gustado. Oiga, amigo, ¿se encuentra bien?
Quinn sintió que volvía a nublarse su visión y se tambaleó. Un portero de uniforme se acercó, con rostro preocupado.
—¿Está usted bien, señor?
El hombre de negocios se hizo cargo de la situación, con suave eficacia. Se inclinó hacia el portero, sujetando a Quinn por el sobaco con sorprendente fuerza y deslizó un billete de diez libras en la mano de aquél.
—Temo que no le han sentado bien los Martinis de antes del almuerzo. Eso y el retraso del avión. Mire, mi coche está ahí delante… Si es usted tan amable… Vamos, Clive, te llevaré a tu casa, viejo…
Quinn trató de resistirse, pero sus miembros parecían de gelatina. El portero conocía su deber, para con su hotel y para con un verdadero caballero cuando le veía. El verdadero caballero sujetó a Quinn por un lado, y el portero, por el otro. Le sacaron por la puerta de equipajes, que no era giratoria, y lo bajaron por los tres escalones hasta la acera. Allí, dos de los verdaderos colegas del caballero se apearon del coche y ayudaron a Quinn a subir al asiento de atrás. El hombre de negocios dio las gracias al portero, que se volvió para atender a otros huéspedes que llegaban. El automóvil se alejó.
En el mismo momento, dos coches de la Policía doblaron la esquina de Blandford Street y se dirigieron al hotel. Quinn se retrepó en el asiento, con la mente todavía despierta, pero el cuerpo impotente y la lengua trabada. Entonces la oscuridad le invadió en oleadas y perdió el conocimiento.