Quinn subió al coche y se sentó al lado de Sam, que había estado esperando en la esquina de Mulberry Walk. Parecía pensativo.
—¿No quiere jugar?
—¿Eh?
—Hayman. ¿No quiere dejarte volver a sus archivos?
—No. Eso se acabó. No hay nada que hacer. Parece que otra persona sí quiere jugar. Zack ha estado telefoneando.
Ella se quedó pasmada.
—¿Zack? ¿Qué pretende?
—Una entrevista.
—¿Cómo diablos te ha encontrado?
Quinn puso la marcha y se apartó del bordillo.
—Por pura casualidad. Hace años, me mencionaron ocasionalmente en los periódicos cuando trabajaba para Broderick-Jones. Lo único que él sabía era mi nombre y mi empleo. Parece que no soy el único que comprueba recortes de periódico atrasados. Por pura chiripa, Hayman estaba almorzando con alguien de mi antigua compañía cuando se suscitó el tema.
Giró para entrar en Old Church Street y de nuevo en King’s Road.
—Tratará de matarte, Quinn. Ya ha liquidado a dos de los suyos. Desaparecidos éstos, todo el rescate será para él y, si te elimina a ti, se habrá acabado la caza. Por lo visto cree que tienes más probabilidades de encontrarle que el FBI.
Quinn soltó una risa breve.
—¡Si supiese que no tengo la menor idea de quién es ni de dónde está!
Decidió no decir a Sam que ya no creía que Zack fuese el asesino de Marchais y de Pretorius. Y no porque Zack no fuese capaz de eliminar a los de su propia clase si el precio valía la pena. En el Congo, varios mercenarios habían sido «suprimidos» por los suyos. Era la coincidencia en el tiempo lo que le preocupaba.
Sam y él habían llegado junto a Marchais pocas horas después de la muerte de éste. Por suerte para ellos no había policías por allí. De no haber sido por un accidente casual en las afueras de Arnhem, habrían llegado al bar de Pretorius con una pistola cargada, una hora después de morir él. Habrían estado detenidos durante semanas, mientras la Policía de Den Bosch investigaba el caso.
Torció a la izquierda de King’s Road, siguió por Beaufort Street, en dirección a Battersea Bridge y se metió de nuevo en un atasco de vehículos. Las colas no son raras en el tráfico londinense; pero, a aquella hora de una noche de invierno, la circulación hacia el sur a través de Londres hubiese debido ser bastante fluida.
La hilera de coches en que se hallaban ellos avanzaba poco a poco y Quinn vio que un policía uniformado los dirigía alrededor de una serie de conos que indicaban que el carril había sido bloqueado. Los automóviles que se dirigían al norte y los que se encaminaban al sur tenían que emplear alternativamente el único carril utilizable en la calle.
Cuando llegaron a la altura del tramo bloqueado, Quinn y Sam vieron dos coches de la Policía, con las luces azules de los techos centelleando al girar. Entre los dos automóviles había una ambulancia, aparcada y con las puertas abiertas. Dos hombre saltaron de la parte de atrás con una camilla y se acercaron a un bulto tapado con una manta sobre el pavimento.
Los policías de tráfico, impacientes, les hicieron señales con la mano para que siguiesen adelante. Sam miró la fachada del edificio delante del cual yacía aquel bulto en la acera. Las ventanas del piso más alto se hallaban abiertas, y vio que un policía asomaba la cabeza y miraba hacia abajo.
—Parece que alguien ha caído desde el octavo piso —observó Sam—. Los polis están mirando desde aquella ventana de allá arriba.
Quinn gruñó y concentró la atención en no golpear las luces de atrás del coche que les precedía y cuyo conductor estaba también contemplando boquiabierto el accidente. Segundos más tarde, el tráfico se despejó y Quinn aceleró el Opel para cruzar el puente sobre el Támesis, dejando atrás el cadáver de un hombre del que nunca había oído ni jamás oiría hablar; el cadáver de Andy Laing.
—¿A dónde vamos? —preguntó Sam.
—A París.
Para Quinn, volver a París era como volver a casa. Aunque había pasado más tiempo en Londres, París era para él un lugar especial.
Había conquistado a Jeannette allí, y allí se había casado con ella. Durante dos felices años vivieron en un pisito cerca de la Rue de Grenelle, y su hija había nacido en el Hospital Americano de Neully.
Conocía bares en París, docenas de bares donde, después de la muerte de Jeannette y de su hija Sophie en la carretera de Orleáns, trató de mitigar el dolor con la bebida. Fue feliz en París, había estado en la gloria en París, conocido el infierno en París, durmió en el arroyo en París. Conocía el lugar.
Pasaron la noche en un motel en las afueras de Ashford y tomaron el aerodeslizador de las nueve de la mañana de Folkestone a Calais. Llegaron a París a tiempo para el almuerzo.
Quinn tomó una habitación en un pequeño hotel próximo a los Champs Elysées y desapareció en el coche en busca de un lugar donde aparcarlo. El octavo Arrondissement de París tiene muchos atractivos, pero la facilidad de aparcar no es uno de ellos. Haberlo hecho cerca del Hotel du Colisée en la calle del mismo nombre habría sido una invitación al cepo. Guardó pues el coche en el parking de día completo de la Rue Chauveau-Lagarde, detrás de la Madeleine, y paró un taxi para regresar al hotel. De todas maneras, tendría que utilizar taxis. Mientras estaba en la zona de la Madeleine tomó nota de otras dos cosas que podría necesitar.
Después de almorzar, Quinn y Sam cogieron un taxi para ir a las oficinas del International Herald Tribune, en el número ciento ochenta y uno de la Avenue Charles de Gaulle, en Neuilly.
—Lo lamento; pero no podremos insertarlo en la edición de mañana —dijo la muchacha que se hallaba sentada a la mesa de recepción—. Tendrá que ser pasado. Los anuncios sólo se publican al día siguiente si se entregan antes de las once y media de la mañana.
—Está bien —dijo Quinn. Pagó en efectivo.
Le obsequiaron con un ejemplar del periódico y lo leyó en el taxi de vuelta a los Champs Elysées.
Esta vez no le pasó por alto el reportaje, fechado en Moscú, cuyo titular decía: «Expulsión del General Chebrikov». Había un subtítulo: «Jefe de la KGB despedido en Una Importante Reorganización de la Seguridad». Leyó el artículo por su simple interés, pero sin que significase nada para él.
El corresponsal de la agencia narraba que el Politburó soviético había aceptado «con pesar» la dimisión y el retiro del presidente de la KGB, general Vladimir Kriuchkov. Un delegado presidiría el comité, con carácter temporal, hasta que el Politburó designase sucesor.
En el artículo se presumía que los cambios eran debidos al descontento del Politburó por la actuación del Primer Directorio, que había sido presidido por Kriuchkov. El reportero terminaba sugiriendo que el Politburó (refiriéndose de forma velada al propio Gorbachov) deseaba ver más sangre nueva y más joven al frente del servicio de espionaje de la URSS en ultramar.
Aquella tarde y todo el día posterior, Quinn se dedicó a enseñar París a Sam, que estaba allí por primera vez. Visitaron el Louvre, los jardines de las Tullerías bajo la lluvia, el Arco de Triunfo y la Torre Eiffel, terminando su día libre en el cabaret Lido.
El anuncio fue publicado la mañana siguiente. Quinn se levantó temprano y compró un ejemplar a un vendedor en los Champs Elysées a las siete, para asegurarse de su inserción.
Decía simplemente: «Z, estoy aquí. Telefonee al …… Q». Daba el número del hotel y había dicho a la telefonista del pequeño vestíbulo que esperaba que le llamasen. Aguardó en su habitación. La llamada se produjo a las nueve y media.
—¿Quinn?
La voz era inconfundible.
—Antes de que sigamos adelante, Zack, esto es un hotel. No me gusta hablar por teléfono en los hoteles. Llámeme a esta cabina pública dentro de media hora.
Dictó el número de teléfono de una cabina próxima a la Place de la Madeleine. Después salió, al tiempo que gritaba a Sam:
—Volveré pronto, una hora más o menos.
Ella estaba todavía en camisón y se quedó en el hotel. El teléfono de la cabina sonó exactamente a las diez.
—Quinn, deseo hablar con usted.
—Estamos hablando, Zack.
—Quiero decir cara a cara.
—No es problema. Diga dónde y cuándo.
—Sin trucos, Quinn. Desarmado y sin compañía.
—De acuerdo.
Zack estableció la hora y el lugar. Quinn no tomó nota; no le hacía falta. Regresó al hotel. Sam se había vestido y ya no estaba en la habitación. La encontró en el salón bar, comiendo croissants y tomando café con leche. Ella levantó la cabeza en un gesto de ansiedad.
—¿Qué quería?
—Una reunión, cara a cara.
—Quinn, querido, ten cuidado. Es un asesino. ¿Cuándo y dónde?
—No hablemos aquí. En nuestra habitación.
Había otros turistas consumiendo un tardío desayuno.
—Es una estancia de hotel —dijo Quinn, cuando estuvieron arriba—. Mañana por la mañana, a las ocho. En una habitación del Hotel Roblin. Reservada a nombre de… ¿te imaginas?… Smith.
—Yo tengo que estar allí, Quinn. Esto no me gusta. No olvides que también soy buena tiradora. Y tú llevarás la Smith and Wesson.
—Claro.
Un poco más tarde, Sam se excusó y bajó al bar. Volvió al cabo de diez minutos. Quinn reconoció que había un teléfono en el extremo de la barra.
Ella estaba dormida cuando él se marchó a media noche, había puesto el despertador a las seis de la mañana. Quinn se movió en el dormitorio como una sombra, recogiendo los zapatos, calcetines, pantalones, suéter, chaqueta y pistola antes de salir. No había nadie en el pasillo. Se vistió allí, introdujo el arma debajo del cinturón, se abrochó la cazadora para cubrir la culata y bajó la escalera sin hacer ruido.
Encontró un taxi en los Champs Elysées y llegó al Hotel Roblin a los diez minutos.
—La chambre de Monsieur Smith, si’l vous plait —dijo al portero de noche.
El hombre miró una lista y le dio la llave. Número diez. Segunda planta. Subió la escalera y entró en la habitación.
El cuarto de baño era el mejor lugar para la emboscada. La puerta estaba en el rincón del dormitorio y, desde ella, podía abarcar todos los ángulos y en especial la puerta del pasillo. Quitó la bombilla de la lámpara principal del dormitorio, tomó una silla y la introdujo en el cuarto de baño. Con la puerta de éste entreabierta dos pulgadas, empezó su vela. Cuando su visión se hubo adaptado, pudo ver bien la habitación vacía, débilmente iluminada por la luz de la calle que se filtraba por las ventanas cuyas cortinas habían quedado descorridas.
A las seis no había llegado nadie. En ningún momento, sintió pisadas en el pasillo. A las seis y media, el portero de noche trajo café a un huésped madrugador del final del pasillo; le oyó pasar por delante de la puerta y volver hacia la escalera del vestíbulo. Nadie entró; ni lo intentó siquiera.
A las ocho se sintió invadido por una impresión de alivio. Veinte minutos más tarde salió, pagó la cuenta y tomó un taxi para volver al Hotel Du Colisée. Sam se hallaba en la habitación, casi frenética.
—¿Dónde diablos has estado, Quinn? Me has tenido terriblemente inquieta. Me desperté a las cinco… y tú no estabas… Por el amor de Dios, no hemos acudido a la cita.
Él habría podido mentir, pero estaba sinceramente arrepentido. Le dijo lo que había hecho. Ella lo miró como si le hubiese dado una bofetada.
—¿Creíste que era yo? —murmuró.
Sí, confesó él; después de lo de Marchais y lo de Pretorius, le había obsesionado la idea de que alguien estaba dando el soplo al asesino o a los asesinos. ¿Cómo habían podido éstos llegar dos veces junto a los mercenarios antes que él y Sam? Ella tragó saliva, recobró su aplomo y disimuló su agravio.
—Está bien, ¿puedo preguntarte cuándo es la verdadera cita? Es decir, si ahora confías en mí.
—Dentro de una hora, a las diez —dijo él—. En un bar de la Rue de Chalon, justo detrás de la Gare de Lyon. Es un largo trayecto; salgamos en seguida.
Otro viaje en taxi. Sam guardó un silencio de reproche mientras el automóvil recorría los muelles a lo largo de la orilla norte del Sena, yendo desde el noroeste al sudeste de la ciudad. Quinn despidió el taxi en la esquina de la Rue de Chalon y el Passage de Gatbois. Decidió hacer a pie el resto del camino.
La rue de Chalon discurre paralela a la vía férrea que, saliendo de la estación, se dirige al sur de Francia. Pudieron oír, por encimar del muro, el estruendo de trenes moviéndose en numerosos puntos fuera de la terminal. La calle se hallaba muy sucia.
De la Rue de Chalon partían una serie de callejuelas llamadas todas ellas Passage, que la conectaban con la bulliciosa Avenue Daumesnil. A una manzana del lugar donde había despedido el taxi, encontró Quinn la calle que buscaba, el Passage de Vautrin: Entró en ella.
—Es un sitio muy sórdido —observó Sam.
—Sí; bueno, él lo eligió. El lugar de la cita es un bar.
Había dos bares en la calle y ninguno de ellos podía hacer la competencia al Ritz.
Chez Hugo era el segundo, al otro lado de la calleja y a cincuenta metros del primero. Quinn abrió la puerta. El mostrador del bar quedaba a su izquierda, y había a su derecha dos mesas próximas a la ventana que daba a la calle y que estaba cubierta con gruesos visillos. Ambas mesas aparecían desocupadas. Todo el bar estaba vacío, salvo por el dueño. Iba sin afeitar y cuidaba de la cafetera exprés detrás del mostrador. Con la puerta abierta a su espalda y Sam en ella, Quinn era visible, y lo sabía. Cualquiera que estuviese en el oscuro fondo del establecimiento sería difícil de ver. Entonces descubrió al único cliente del bar. Estaba solo, ante una mesa de la parte de atrás, tomando café. Miraba a Quinn.
Éste cruzó la estancia, seguido de Sam. El hombre no se movió. Mantuvo los ojos clavados en el Negociador, salvo una fracción de segundo que los fijó en Sam. Quinn se plantó delante de él. Vestía una chaqueta de pana y una camisa de cuello abierto. Cerca de cincuenta años, cabellos rubios y ralos, cara delgada y ruin, muy picada de viruelas.
—¿Zack? —dijo Quinn.
—Sí; siéntese. ¿Quién es ella?
—Mi socia. Si yo me quedo, ella se queda. Usted ha querido esta cita. Hablemos.
Se sentó delante de Zack, apoyando las manos sobre la mesa. Sin trucos. El hombre lo miró con malevolencia. Quinn pensó que había visto antes aquella cara; recordó los archivos de Hayman y los de Hamburgo. Entonces lo reconoció. Sidney Fielding, uno de los jefes de sección de John Peter, en el Quinto Comando, en Paulis, ex Congo Belga. El hombre temblaba con una emoción a duras penas contenida. Después de varios segundos, Quinn se dio cuenta que lo que sentía era furor, pero mezclado con otra cosa. Había visto muchas veces esta mirada, en Vietnam y en otras partes. El hombre se hallaba colérico y furioso; pero también asustadísimo. Zack no pudo contenerse más.
—Es usted un bastardo, Quinn. Usted y los suyos son unos bastardos embusteros. Me prometió que no habría caza del hombre; dijo que sólo teníamos que desaparecer y que, después de un par de semanas, el ambiente se habría enfriado… Todo una mierda. Ahora me entero de que Big Paul ha desaparecido y de que Janni está en un depósito de cadáveres de Holanda. Nada de caza del hombre, por mil diablos. Nos están liquidando.
—Eh, tómelo con calma, Zack. Yo no le dije eso. Yo estoy en el otro bando. Empecemos por el principio, ¿por qué secuestraron a Simon Cormack?
Zack miró a Quinn como si le hubiese preguntado si el sol era caliente o frío.
—Porque nos pagaron —dijo.
—¿Lo hicieron por la paga? ¿No por el rescate?
—No; eso era además. Medio millón de dólares fue el precio. Yo me quedé con doscientos mil y di cien mil a cada uno de los otros tres. Me dijeron que el rescate era extra, que sacáramos lo que pudiéramos y nos quedásemos con ello.
—Bien. ¿Quién les pagó para hacerlo? Juro que no fui uno de ellos. Me llamaron un día después del secuestro para que tratase de recobrar al muchacho. ¿Quién montó la operación?
—No sé su nombre. Nunca lo supe. Era americano; esto es lo único que sé. Un hombre bajo y gordo. Se puso al habla conmigo aquí; Dios sabe cómo me encontró; debe de tener contactos. Siempre nos encontrábamos en habitaciones de hotel. Yo acudía y él iba siempre enmascarado. Pero trajo el dinero, contante y sonante.
—¿Y los gastos? Los secuestradores cuestan caros.
—Eso fue aparte de la paga. En efectivo. Otros cien mil dólares para gastos.
—¿La casa en la que se ocultaron iba incluida en los gastos?
—No; nos la proporcionaron. Nos reunimos en Londres un mes antes del trabajo. Él me dio las llaves, me dijo dónde estaba y me encargó que la preparase como refugio.
—Deme la dirección.
Zack se la dio. Quinn la anotó. Nigel Cramer y los técnicos forenses de los laboratorios de la Policía Metropolitana visitarían el lugar y lo registrarían de arriba abajo en busca de huellas. Y averiguarían que nunca había sido alquilada. Fue comprada legalmente por doscientas mil libras a través de un bufete de abogados británicos que actuaban en nombre de una compañía luxemburguesa.
La compañía resultaría ser una sociedad por acciones al portador representada legalmente por un Banco de Luxemburgo que actuaba como apoderado y que nunca había conocido al dueño de la compañía. El dinero empleado para comprar la casa había venido a Luxemburgo en forma de un pagaré emitido por un Banco suizo. Los suizos declararían que el pagaré había sido comprado en dólares USA en su sucursal de Ginebra, pero nadie recordaría al comprador.
Además, la casa no estaba en el norte de Londres, sino hacia el sur de Sussex, cerca de East Grinstead. Zack había ido en coche por la M-25 para hacer sus llamadas telefónicas desde el norte de la capital.
Los hombres de Cramer registrarían la casa de arriba a abajo. A pesar de los esfuerzos de los cuatro hombres mercenarios, persistían algunas huellas dactilares, pero pertenecían a Marchais y a Pretorius.
—¿Qué me dice del Volvo? —preguntó Quinn—. ¿Pagaron por él?
—Sí, y por la camioneta, y por la mayoría de los otros instrumentos. Sólo la Skorpio nos fue dada por el hombre gordo. En Londres.
Aunque Quinn no lo sabía, el Volvo había sido encontrado fuera de Londres. Estuvo más tiempo del debido en el parking de muchos pisos del aeropuerto de Heathrow. Los mercenarios, después de cruzar Buckingham la mañana del asesinato, se dirigieron de nuevo hacia el sur y volvieron a Londres. Desde Heathrow, habían tomado el autobús hacia la otra terminal de Gatwick y, sin entrar en el aeropuerto, tomado el tren para Hasting y la costa. Taxis separados les habían llevado en Newhaven para alcanzar el ferry del mediodía a Dieppe. Una vez en Francia, se separaron y se escondieron bajo tierra.
Cuando la Policía del aeropuerto de Heathrow, examinó el Volvo, vio que tenía agujeros en el suelo del portaequipajes, y persistía en él un olor a almendras. Se informó a Scotland Yard, y se averiguó quién era el primitivo propietario. Pero el coche había sido comprado al contado, no se había completado la documentación de transferencia, y la descripción del comprador concordaba con la del pelirrojo que había adquirido la Ford Transit.
—¿Era el gordo quien les daba toda la información confidencial? —preguntó Quinn.
—¿Qué información confidencial? —dijo súbitamente Sam.
—¿Cómo se enteró de esto? —preguntó Zack, receloso.
Por lo visto, todavía sospechaba que Quinn podía ser uno de sus patronos convertidos en perseguidores.
—Usted lo hacía demasiado bien —dijo Quinn—. Supo esperar a que yo estuviese en mi puesto, y preguntar después por el Negociador en persona. Yo nunca había visto una cosa semejante. Usted sabía cuándo debía enfurecerse y cuándo tenía que dar marcha atrás. Cambió de precio en dólares a un precio en diamantes, sabiendo que esto sería causa de un retraso, cuando estábamos dispuestos a realizar el intercambio.
Zack asintió con la cabeza.
—Sí; antes del secuestro, se me dijo lo que tenía que hacer y cómo debía hacerlo. Mientras estábamos escondidos, tuve que realizar otra serie de llamadas telefónicas. Siempre fuera de la casa, siempre cambiando de cabina, de acuerdo con una lista. El que me hablaba era el gordo; entonces conocía ya su voz. De cuando en cuando, introducía algún cambio… Puestas a punto, le llamaba él. Yo sólo hice lo que él me decía…
—Bien —continuó Quinn—, y el gordo le garantizó que no tendrían problema en la huida. Tratarían de darles caza durante un mes o poco más; pero, como no existía ninguna pista, se olvidaría el asunto y ustedes podrían vivir felices para siempre. ¿Lo creyó? ¿Creyó de verdad que podían secuestrar y matar al hijo del presidente de los Estados Unidos y marcharse de rositas? A propósito, ¿por qué mataron al muchacho? No tenían necesidad de hacerlo.
Los músculos faciales de Zack se contrajeron en una especie de frenesí. Desorbitó los ojos, enfurecido.
—Ésta es la cuestión. ¡Maldita sea! Nosotros no lo matamos. Lo soltamos en la carretera, tal como nos había sido indicado. Estaba vivo y bien; no le habíamos hecho el menor daño. Seguimos nuestro camino. Sólo supimos que había muerto cuando se publicó la noticia al día siguiente. Yo no podía creerlo. Era mentira; nosotros no lo habíamos hecho.
En la calle, un coche dobló la esquina de la Rue de Chalon. Un hombre lo conducía y otro, en el asiento de atrás, empuñaba un rifle. El automóvil subió por una calle como si buscase a alguien, se detuvo delante del primer bar, avanzó casi hasta la puerta de Chef Hugo y después hizo marcha atrás y se paró a medio camino entre los dos bares. El motor siguió funcionado, pero el coche estaba en punto muerto.
—El muchacho fue destrozado por una bomba instalada en su cinturón de cuero —dijo Quinn—. No lo llevaba cuando fue secuestrado en Shotover Plain. Usted se lo dio para que se lo pusiera.
—Yo no fui —gritó Zack—. Le juro que yo no fui. Fue Orsini.
—Bueno, hábleme de Orsini.
—Es corso, un hombre duro. Más joven que nosotros. Cuando los tres salimos para encontrarnos con usted en el almacén, el muchacho vestía lo mismo que siempre. Al volver, vimos que llevaba ropa nueva. Le eché una bronca a Orsini por esto. El estúpido bastardo salió de la casa, contraviniendo las órdenes, y fue a comprar aquellas prendas.
Quinn recordó los gritos que había oído sobre su cabeza cuando los mercenarios se retiraron para examinar los diamantes. Entonces creyó que era a causa de las gemas…
—¿Por qué lo hizo? —preguntó Quinn.
—Explicó que el muchacho se había quejado de que tenía frío. Dijo que le pareció que con esto no perjudicaba a nadie, y que fue a East Grinstead, entró en una tienda de artículos de camping y adquirió el equipo. Yo me enfadé porque no hablaba inglés, y con la pinta que tiene, era forzoso que llamase la atención.
—Casi con toda seguridad, la ropa fue entregada durante su ausencia —dijo Quinn—. ¿Cómo es el tal Orsini?
—Tiene unos treinta y tres años; es un profesional, pero nunca ha estado en combate. Mentón muy oscuro, ojos negros, la cicatriz de una cuchillada en una mejilla.
—¿Por qué lo contrató?
—Yo no lo contraté. Busqué a Big Paul y a Janni porque los conocía de los viejos tiempos y habíamos estado en contacto. El corso me lo impuso el gordo. Ahora he oído decir que Janni está muerto y que Big Paul ha desaparecido.
—Bueno, ¿por qué ha querido usted esta reunión? —preguntó Quinn—. ¿Qué espera que haga por usted?
Zack se inclinó hacia delante y agarró el antebrazo de Quinn.
—Quiero salir de esto —dijo—. Si está usted con la gente que me metió en ello, dígales que no hace falta que me persigan. No hablaré, no hablaré jamás. Y en modo alguno con la poli. Por consiguiente, están seguros.
—Pero yo no estoy con ellos —declaró Quinn.
—Entonces diga a los suyos que yo no maté al muchacho —pidió Zack—. Eso no fue nunca parte del trato. Juro por mi vida que jamás pensé que el chico iba a morir.
Quinn murmuró para sus adentros que, si Nigel Cramer o Kevin Brown, lograban echarle el guante a Zack, de todos modos iba a pasar la «vida» en la cárcel, como invitado de Su Majestad o del Tío Sam.
—Unas pocas cosas más, Zack. Los diamantes. Si quiere pedir clemencia, sería mejor que, para empezar, devolviese el precio del rescate. ¿O los ha vendido ya?
—No —dijo Zack de modo rotundo—, no tenía posibilidad de hacerlo. Están aquí. No falta ni uno.
Metió la mano debajo de la mesa y dejó caer sobre ésta una pesada bolsa de plástico. Sam abrió unos ojos como naranjas.
—Orsini —dijo, impasible, Quinn—. ¿Dónde está ahora?
—Dios sabrá el lugar; probablemente de nuevo en Córcega. Vino de allí hace diez años para trabajar con las bandas de Marsella, de Niza y más tarde de París. Esto fue todo lo que pude sacarle. Oh, y procede de un pueblo llamado Castelblanc.
Quinn se levantó, tomó la bolsa de plástico y miró a Zack.
—Está con el agua al cuello, amigo. Pero hablaré con las autoridades. Puede que aprecien las pruebas que les dé. Incluso esto es difícil. Pero les explicaré que había otros detrás de ustedes, y, con toda probabilidad otros detrás de ellos. Si se lo creen y si usted lo cuenta todo, es posible que le permitan vivir. En cuanto a los hombres para los que usted trabajó… estarán perdidos.
Se volvió para salir. Sam se levantó dispuesta a seguirle. Como prefiriendo ampararse en el americano, Zack se levantó también y los tres se encaminaron a la puerta. Quinn se detuvo.
—Una última pregunta. ¿Por qué el nombre de Zack?
Sabía que, durante el secuestro, los psiquiatras y los técnicos en claves se habían sentido muy intrigados por aquel nombre, buscando una posible pista para descubrir la verdadera identidad de quien lo había elegido. Habían pensado en una abreviatura de Zachary o de Zachariah, y buscado parientes de criminales conocidos que tuviesen aquellos nombres o iniciales.
—En realidad era una zeta, una a y una Ka —dijo Zack—. Las letras de la placa de matrícula del primer coche que tuve.
Quinn arqueó una ceja. ¡Bien por la psiquiatría! Salió a la calle. Zack lo hizo tras él. Sam estaba todavía en la puerta cuando el disparo del rifle rompió el silencio de la calleja.
Quinn no vio el coche ni al agresor. Pero oyó el claro silbido de una bala pasando junto a su cara y sintió el soplo de aire fresco en su mejilla. La bala no le dio en la oreja por un centímetro, pero alcanzó a Zack en la base del cuello.
Fueron las reacciones de Quinn las que le salvaron la vida. Conocía aquel sonido, que le ponía la piel de gallina. El cuerpo de Zack fue a dar contra la jamba de la puerta y rebotó después hacia delante. Quinn estaba de nuevo en el umbral antes de que las rodillas de Zack empezaran a doblarse. Durante el segundo en que el cuerpo del mercenario permaneció en pie, sirvió de escudo entre Quinn y el coche aparcado a treinta metros de ellos.
Quinn retrocedió de espaldas a través de la puerta, retorciéndose, agarrando a Sam y haciendo que ésta se arrojase con él al suelo en un solo movimiento. Al chocar sus cuerpos contra las sucias baldosas, una segunda bala pasó por la puerta que se estaba cerrando y se incrustó en el yeso de la pared lateral del café. Entonces, la puerta, que tenía un muelle, acabó de cerrarse.
Quinn se arrastró rápidamente sobre el suelo del bar, apoyándose en los codos y en las puntas de los pies, y llevando a Sam tras de sí. El coche rodó un trecho para que el tirador pudiera afinar su puntería, y una ráfaga de balas hizo añicos el cristal de la ventana y agujereó la puerta. El hombre del bar, era de suponer que se trataba de Hugo, fue más lento. Se quedó boquiabierto detrás de la barra hasta que una lluvia de pedazos de vidrio de las botellas hizo que se echase al suelo.
Los disparos se interrumpieron: cambio de cargador. Quinn se levantó y corrió hacia la salida de atrás, tirando con la mano izquierda de la muñeca de Sam y sosteniendo todavía con la derecha la bolsa de los diamantes. La puerta del fondo del bar daba a un pasillo, con los lavabos a ambos lados. A continuación, había una sucia cocina. Quinn la cruzó corriendo, abrió de una patada la otra puerta, y se encontraron en un patio posterior.
Cajas de botellas de cerveza estaban amontonadas allí, en espera de ser recogidas. Empleándolas como escalera, Quinn y Sam pasaron por encima de una tapia trasera y saltaron a otro patio, perteneciente a una carnicería de la calle paralela, el Passage de Gatbois. Tres segundos más tarde, a través de la tienda del pasmado carnicero, salieron a la calle. Por suerte, había un taxi parado treinta metros más arriba. Una anciana se apeaba insegura del asiento de atrás, hurgando al mismo tiempo en su bolso. Quinn llegó allí el primero, acabó de sacar físicamente a la dama del coche y le dijo:
—C’est payé, madame.
Se metió en la parte de atrás del taxi, agarrando todavía a Sam de la muñeca, dejó caer la bolsa de plástico sobre el asiento, sacó un fajo de billetes franceses y los puso delante de la nariz del conductor.
—Vayámonos de aquí, de prisa —apremió—. El marido de mi chica acaba de presentarse con un matón a sueldo.
Marcel Dupont era un viejo con bigote de morsa que conducía taxis por las calles de París desde hacía cuarenta y cinco años. Antes de esto había luchado con los Franceses Libres. Había escapado de unos cuantos lugares en sus buenos tiempos, salvándose por los pelos de las brigadas de perseguidores. También era francés, y la muchacha rubia a la que llevaba ahora en su coche era sin duda de buen ver. También era parisiense y conocía un fajo de billetes de Banco a primera vista. Había pasado mucho tiempo desde que los americanos daban propinas de diez dólares. Hoy en día la mayoría de ellos parecían estar en París con un presupuesto de diez dólares diarios. Los neumáticos lanzaron un chorro de humo negro al subir por el pasaje hacia la Avenue Dumesnil.
Quinn pasó el brazo por delante de Sam y dio un fuerte tirón a la portezuela para cerrarla. Esta tropezó con un obstáculo y sólo se cerró al segundo intento. Sam se echó atrás en su asiento, blanca como el papel. Entonces se fijó en su apreciado bolso, de Harrods de piel de cocodrilo. La fuerza de la puerta al cerrarse lo había abierto por la base, desgarrando la costura. Ella examinó el estropicio y frunció el ceño, intrigada.
—Quinn, ¿qué diablos es esto?
«Esto» era el extremo de una pila negra y naranja de las que se emplean en las cámaras Polaroid. Quinn rasgó con un cortaplumas el resto del cosido a lo largo de la base del bolso, descubriendo que la pila era parte de una serie de tres, de seis centímetros y medio de ancho y diez de largo. El transmisor estaba también en la base del bolso, con un cable que lo conectaba al micrófono, instalado en el botón que formaban las dos varillas del cierre. La antena se hallaba en la correa. Era un aparato en miniatura profesional, perfecto, activado por la voz para ahorrar energía.
Quinn estudió las piezas sobre el asiento, entre ellos. Aunque el aparato funcionase todavía, era posible pasar información falsa a través de él. La exclamación de Sam habría revelado a los que escuchaban que su truco había sido descubierto. Vació el bolso de todo su contenido, pidió al conductor que se detuviese junto a la acera y arrojó el bolso y el micrófono electrónico en un cubo de basura.
—Buenos esto explica la muerte de Marchais y de Pretorius —dijo Quinn—. Tenían que ser dos; uno siguiéndonos de cerca, escuchándonos y sabiendo adónde íbamos, y telefoneando a su amigo, que podía llegar al objetivo antes que nosotros. Pero ¿por qué diablos no se presentaron en la cita esta mañana?
—Yo no lo tenía —dijo de pronto Sam.
—¿No tenías, qué?
—El bolso. Estaba desayunando en el bar y tú quisiste que hablásemos arriba. Dejé olvidado mi bolso sobre el banco. Tuve que volver allí para buscarlo, temiendo que me lo hubiesen robado. Ojalá hubiese sido así.
—Sí. Lo único que oyeron fue que yo decía al taxista que nos llevase a la Rue de Chalon y nos dejase en la esquina de la calle. Y la palabra «bar». Había dos en aquella callejuela.
—¿Pero, cómo diablos pudieron poner eso en mi bolso? —preguntó ella—. No me separé de él desde que lo compré.
—Ése no era tu bolso, sino una copia exacta —dijo Quinn—. Alguien lo vio, lo copió e hizo el cambio. ¿Cuántas personas estuvieron en el apartamento de Kensington?
—¿Después de que tú te marchases? Mucha gente. Estuvieron Cramer y los ingleses, Brown, Collins, Seymour y otros tres o cuatro agentes del FBI. Yo estuve en la Embajada, en aquella casa señorial de Surrey donde te retuvieron durante un tiempo, fui a los Estados Unidos y volví… caray, he estado con él en todas partes.
—Y se tarda cinco minutos en vaciar el bolso auténtico, poner el contenido en el falso y efectuar el cambio.
—¿A dónde quiere ir, amigo? —preguntó el conductor.
No había que pensar en el Hotel du Colisée; los asesinos debían saber de él. Pero no del garaje donde había aparcado el Opel. Había estado allí solo, sin Sam y sin su bolso letal.
—Place de Madeleine —dijo—, esquina Chauveau-Lagarde.
—Tal vez tendría que volver a los Estados Unidos, Quinn, y contarles lo que hemos descubierto. Podría acudir a nuestra Embajada aquí y pedir que me acompañen dos agentes. Washington tiene que saber lo que nos dijo Zack.
Quinn contemplaba las calles por las que pasaban. El taxi subía ahora por la Rue Royale. Dio un rodeo a la Madeleine y los dejó ante la entrada del garaje. Quinn dio una buena propina al taxista.
—¿A dónde vamos? —preguntó Sam cuando estuvieron en el Opel y se dirigieron al sur, cruzando el Sena, hacia el Barrio Latino.
—Tú vas al aeropuerto —dijo Quinn.
—¿Para volar a Washington?
—De ninguna manera. Escucha, Sam; ahora más que nunca, no debes ir allí sin protección. Los que están detrás de esto son mucho más poderosos que un puñado de ex mercenarios, los cuales no eran más que delincuentes a sueldo. Todo lo que ocurría en nuestro bando era comunicado a Zack. Estaba enterado de los movimientos de la Policía, de las intenciones de Scotland Yard, de Londres y de Washington. Todo se hallaba programado, incluso la muerte de Simon Cormack.
»Cuando el muchacho corrió por aquella carretera, alguien tenía que estar subido en uno de los árboles con el detonador. ¿Cómo sabía que tenía que estar allí? Porque a Zack se le decía exactamente lo que tenía que hacer en cada ocasión, incluida la liberación de nosotros dos. La razón de que no me matase fue que no le dijeron que lo hiciese. No creía que tuviese que matar a nadie.
—Pero él dijo —protestó Sam— que fue aquel americano el que lo montó todo y le pagó; el hombre a quien llamaba el gordo.
—¿Y quién daba las órdenes al gordo?
—¡Oh! Quieres decir que hay alguien más detrás del gordo.
—Tiene que haberlo —dijo Quinn—. Una persona poderosa, muy poderosa. Encumbrada. Nosotros sabemos lo que ocurrió y cómo ocurrió, pero no el porqué ni la procedencia de la orden. Supongamos que vuelves ahora a Washington y les cuentas lo que oíste decir a Zack. ¿Qué les ofrecerás? La declaración de un secuestrador, de un delincuente, de un mercenario, ahora convenientemente muerto. Un hombre asustado por las consecuencias de lo que había hecho, tratando de comprar su libertad echando la culpa a sus colegas y devolviendo los diamantes, urdiendo una historia inventada por él desde el principio hasta el fin.
—¿Entonces, a dónde iremos ahora?
—Tú te ocultarás. Yo iré detrás del corso. Él es la clave, el empleado del gordo, el que confeccionó el cinturón mortal y se lo puso a Simon. La cosa está clara. Se ordenó a Zack que alargase seis días más las negociaciones, cambiando su petición de dinero en diamantes, porque la nueva ropa todavía no estaba a punto. Aún no se daban las condiciones debidas; las cosas iban demasiados aprisa, tenían que retrasarse. Si yo pudiese pillar vivo a Orsini y hacerle hablar, él debe saber cómo se llama su patrono. Cuando tengamos el nombre del gordo, podremos ir a Washington.
—Deja que vaya contigo, Quinn. Fue el trato que hicimos.
—Fue el trato que hizo Washington. Y lo doy por rescindido. Todo cuanto nos dijo Zack fue registrado por aquel micro que llevabas en el bolso. Ellos saben que nosotros lo sabemos. Ahora son ellos los que nos dan caza a ti y a mí. A menos que podamos dar el nombre del gordo. Entonces, los cazadores se convertirán en cazados. El FBI cuidará de ello. Y la CIA.
—¿Y dónde me esconderé, y por cuánto tiempo?
—Hasta que yo te diga, de alguna manera, que estás a salvo. En cuanto al lugar, Málaga. Tengo amigos en el sur de España que cuidarán de ti.
París, como Londres, tiene dos aeropuertos. El noventa por ciento de los vuelos a ultramar salen por Charles de Gaulle, en el norte de la capital. Pero los aviones con destino a España y Portugal parten todavía del viejo aeropuerto de Orly, en el sur. Para aumentar la confusión, París cuenta también con dos terminales separadas, cada una de ellas al servicio de un aeropuerto diferente. Los autobuses de Orly salen de Maine-Montparnasse, en el Barrio Latino. Quinn llegó allí treinta minutos después de haber salido de la Madeleine, aparcó y condujo a Sam al vestíbulo principal.
—¿Y qué dices de mi ropa, de las cosas que he dejado en el hotel? —se lamentó ella.
—Olvídalas. Si los asesinos no están ahora vigilando el hotel, es que son estúpidos. Y no lo son. ¿Tienes tu pasaporte y tus tarjetas de crédito?
—Sí. Siempre las llevo encima.
—Está bien. Ve a aquel Banco y saca todo el dinero que te permite tu cuenta de crédito.
Mientras Sam estaba en el Banco, Quinn empleó lo que le quedaba de dinero en efectivo para comprarle un billete de París a Málaga. El vuelo de las doce cuarenta y cinco había salido ya; pero había otro a las cinco treinta y cinco de la tarde.
—Su amiga tendrá que esperar cinco horas —dijo la joven que despachaba los billetes—. Los autobuses salen de la Puerta J cada veinte minutos para la terminal sur de Orly.
Quinn le dio las gracias, cruzó el vestíbulo hasta el Banco y entregó a Sam su billete. Ella había sacado cinco mil dólares y Quinn se quedó con cuatro mil.
—Ahora te llevaré al autobús —dijo Quinn—. Estarás más segura en Orly que aquí, en el caso de que ellos comprueben las salidas de los aviones. Cuando llegues, te dirigirás derecha al control de pasaportes y entrarás en el departamento de ventas libres de impuestos. Allí es más difícil que te localicen. Cómprate un nuevo bolso, un saco de viaje, alguna ropa; tú sabrás lo que necesitas. Entonces espera el vuelo y no lo pierdas. Yo haré que alguien vaya a recibirte en Málaga.
—Pero no hablo español, Quinn.
—No te preocupes; toda aquella gente habla inglés.
Al llegar al autobús, Sam rodeó con los brazos el cuello de Quinn.
—Lo siento, Quinn. Te habrías desenvuelto mejor tú solo.
—Tú no tuviste la culpa, pequeña. —Quinn le hizo volver la cara y la besó, sin que nadie les prestase atención, era una escena bastante corriente en las terminales—. Además, sin ti no habría tenido la Smith and Wesson. Y creo que puedo necesitarla.
—Cuídate mucho —murmuró ella.
Un viento helado soplaba en el Boulevard de Vaugirard. Los bultos pesados que quedaban fueron introducidos en la parte inferior del autobús y subieron los últimos pasajeros. Sam tiritó en los brazos de él. Quinn acarició los brillantes cabellos rubios sobre su pecho.
—Estaré bien. Confía en mí. Te llamaré por teléfono dentro de un par de días. Entonces, de alguna manera, podremos volver sanos y salvos a casa.
Observó cómo descendía el autobús por el bulevar y respondió al saludo de la manita que se agitaba en la ventanilla de atrás. Después, el vehículo dobló la esquina y se perdió de vista.
A doscientos metros de la terminal y al otro lado de Vaugirard, hay una gran oficina de Correos. Quinn compró unas hojas de cartón y papel de envolver en una tienda de objetos de escribir y entró en Correos. Con un cortaplumas y cinta adhesiva, papel y un cordel, hizo un sólido paquete con los diamantes y lo envió certificado y con sello de urgencia al embajador Fairweather, en Londres.
Desde una cabina de teléfono internacional, llamó a Scotland Yard y dejó un mensaje para Nigel Cramer. Consistía en una dirección próxima a East Grinstead, Sussex. Por último, telefoneó a un bar de Estepona. El hombre con el que habló no era español sino un cockney de Londres.
—Sí, está bien, amigo —dijo la voz por teléfono—, cuidaremos de la damita por ti.
Una vez atados los últimos cabos, Quinn fue a recoger su coche, llenó el depósito hasta el borde en la estación de servicio más próxima y se dirigió al cinturón de ronda entre el intenso tráfico de la hora del almuerzo. Dos horas después de hacer su llamada telefónica a España, estaba en la autopista A-6 en dirección a Marsella. Se detuvo para cenar en Beaune. Después, se reclinó en el asiento de atrás del automóvil y recuperó un poco de sueño atrasado. Eran las tres de la mañana cuando reemprendió su viaje hacia el sur.
Mientras él dormía, un hombre estaba sentado en el restaurante San Marco, al otro lado de la calle y frente al Hotel du Coliséé, vigilando la puerta principal de éste. Se encontraba desde el mediodía, para sorpresa, y después enojo, del personal. Había pedido el almuerzo, permaneció allí toda la tarde y después encargó la cena. Para los camareros, parecía estar leyendo tranquilamente en su puesto junto a la ventana.
A las once, el restaurante se dispuso a cerrar. El hombre salió y entró en el Royal Hotel, instalado en la casa contigua. Explicando que estaba esperando a un amigo, tomó asiento junto a la ventana del vestíbulo y continuó su vigilancia. A las dos de la mañana se dio al fin por vencido.
Se dirigió a la oficina de Correos de la Rue du Louvre, que está abierta las veinticuatro horas del día e hizo una llamada personal. Permaneció en la cabina hasta que le llamó la telefonista.
—Allo, monsieur —dijo ella—. La persona a quien llama está al aparato. Hable, Castelblanc.