—Se ha confirmado que la fiesta saudita para celebrar el septuagésimo quinto aniversario de la institución del Reino se celebrará el próximo diecisiete de abril —dijo el coronel Easterhouse al Grupo Álamo aquella mañana.
Estaban sentados en el espacioso despacho de Cyrus Miller, en el último piso de la Pan-Global Tower, en el centro de Houston.
—El estadio de quinientos millones de dólares, enteramente cubierto por una cúpula acrílica de doscientos metros de ancho ha quedado terminado antes del tiempo previsto. La otra mitad de los mil millones de dólares para gloria de la nación se gastará en comida, joyas, regalos, hospitalidad, hoteles y mansiones que acojan a los estadistas del mundo, y en el desfile. Siete días antes del verdadero desfile, antes de que lleguen los cincuenta mil invitados internacionales que se esperan, habrá un ensayo general. El momento culminante del acto será el asalto de una copia en tamaño natural de la antigua Fortaleza de Musmak, tal como era en mil novecientos dos. La estructura quedará a cargo de los más hábiles escenógrafos y constructores de Hollywood. Los «defensores» serán miembros de la Guardia Real y vestirán según el estilo turco de la época. El grupo atacante estará compuesto por cincuenta jóvenes príncipes de la Casa, todos ellos a caballo y bajo el mando de un joven pariente del rey que se parece al jeque Abdul Aziz de mil novecientos dos.
—Muy bien —dijo Scanlon con voz cansina—, me gusta el ambiente local. ¿Qué hay del golpe?
—El golpe se realizará entonces —dijo el coronela. En el gran estadio, el único público en la noche del ensayo serán las seiscientas personas más importantes de la Casa Real, presididas por el propio rey. Serán los padres, tíos, madres y tías de los participantes. Todos estarán agrupados en el recinto real. Cuando salgan los últimos participantes de la representación previa, cerraré por control remoto las puertas de salida. Las de entrada se abrirán para dejar pasar a los cincuenta asaltantes. Lo que no está previsto, salvo por mí, es que irán seguidos de diez camiones rápidos, disfrazados de vehículos militares y aparcados cerca de las puertas de entrada. Estas puertas permanecerán abiertas hasta que haya entrado el último camión y luego se cerrarán por control remoto. Después de esto, nadie podrá salir.
»Los asesinos saltarán de los camiones, correrán hacia el recinto real y empezarán a disparar. Sólo un grupo permanecerá en el campó del estadio para liquidar a los cincuenta príncipes y a los guardias reales “defensores” de la simulada Fortaleza de Musmak, provistos todos ellos de cartuchos de fogueo.
»Los quinientos guardias reales situados alrededor del recinto real tratarán de defender a sus protegidos. Sus municiones serán defectuosas. En la mayoría de los casos, estallarán en la recámara, matando al hombre que sostenga el arma. A otros, se les encasquillará el gatillo. La total aniquilación de la Casa Real quedará terminada en unos cuarenta minutos. Todos los episodios serán filmados por las cámaras de vídeo y enviados a la Televisión saudita; gracias a ella, el espectáculo podrá ser presenciado por la mayoría de los Estados del Golfo.
—¿Cómo va a conseguir que la Guardia Real acceda al cambio de sus municiones? —preguntó Moir.
—En Arabia Saudita, la seguridad es una obsesión —respondió el coronel—, y por esa misma razón los cambios en el procedimiento son constantes. Con tal de que las órdenes parezcan auténticas, son obedecidas. En este caso, les serán dadas en un documento preparado por mí y redactado sobre la firma auténtica del ministro del Interior, que obtuve en una hoja en blanco. No me pregunten cómo. El general de división Al-Shakry, de Egipto, está al mando del polvorín. Él suministrará los proyectiles defectuosos; más adelante, Egipto deberá tener acceso al petróleo saudí a un precio que pueda pagar.
—¿Y el ejército regular? —preguntó Salkinder—. Son cincuenta mil hombres.
—Sí, pero no todos ellos están en Riad. Las unidades con base en la capital habrán ido de maniobras a ciento cincuenta kilómetros de distancia, para volver a Riad un día después del ensayo general. Los vehículos militares son cuidados por palestinos, parte de los numerosos técnicos extranjeros que están en el país para realizar los trabajos que no pueden hacer los sauditas. Ellos inmovilizarán el transporte, dejando abandonados en el desierto a nueve mil soldados de Riad.
—¿Y qué precio piden los palestinos? —preguntó Cobb.
—La posibilidad de nacionalización —dijo Easterhouse—. Aunque la infraestructura técnica de Arabia Saudita depende del cuarto de millón de palestinos empleados en todos los estamentos, siempre se les ha negado la nacionalidad. Por mucha fidelidad que pongan en servir, nunca pueden conseguirla. En cambio, con el nuevo régimen, podrán adquirirla sin más requisito que seis meses de residencia. Esta medida traerá a un millón de palestinos al sur desde la Orilla de Gaza, Jordania y el Líbano, para residir en su nueva patria al sur del Nefude, trayendo la paz al norte del Oriente Medio.
—¿Y después de la matanza? —preguntó Cyrus Miller, que no quería perder tiempo en eufemismos.
—En las últimas fases del tiroteo dentro del estadio, se producirá un incendio —dijo suavemente el coronel Easterhouse—. Esto ha sido ya arreglado. Las llamas prenderán rápidamente en la estructura, liquidando a los restos de la Casa Real y a sus asesinos. Las cámaras seguirán rodando hasta el final, y después aparecerá el propio Imán en la pantalla.
—¿Qué va a decir? —preguntó Moir.
—Lo bastante para aterrorizar a todo el Oriente Medio y a Occidente. A diferencia del difunto Jomeini, que siempre hablaba despacio, este hombre es un agitador. Cuando hace uso de la palabra, se exalta, pues transmite el mensaje de Alá y de Mahoma y quiere que le oigan.
Miller, comprensivo, asintió con la cabeza. También él tenía la convicción de ser un portavoz divino.
—Cuando haya terminado de amenazar a todos los regímenes seculares y sunitas ortodoxos alrededor de las fronteras sauditas con su inminente destrucción, prometiendo emplear todos los ingresos diarios de cuatrocientos cincuenta millones de dólares al servicio del Terror Santo y destruir los campos petrolíferos de Hasa si se viese frustrado, todos los reinos, emiratos y repúblicas, desde Omán en el sur hasta la frontera turca en el norte, pedirán a gritos la ayuda de Occidente. Y esto significa América.
—¿Y qué hay de ese príncipe saudita prooccidental que va a sustituirle? —preguntó Cobb—. Si fracasa…
—No fracasará —dijo rotundamente el coronel—. Si bien los camiones del Ejército y los cazas y bombarderos de la Fuerzas Aéreas habrán estado inmovilizados cuando podían haber evitado la matanza, volverán a entrar en servicio a tiempo para acudir a la llamada del príncipe. Los palestinos cuidarán de esto.
»El príncipe Khalidi Ben Sudaidi pasará por mi casa al dirigirse al ensayo general. Tomará una copa. De esto no hay duda, pues es un alcohólico. La bebida estará drogada. Durante tres días será retenido por dos de mis criados yemenitas en el sótano. Allí preparará unas cintas de vídeo y de radio anunciando que está vivo, que es el sucesor legítimo de su tío, y pidiendo la ayuda americana para restaurar la legitimidad. Adviertan la frase, caballeros: los Estados Unidos intervendrán, no para dar un contragolpe, sino para restablecer la legitimidad con la ayuda plena de todo el mundo árabe.
»Entonces llevaré al príncipe, para su protección, a la Embajada de los Estados Unidos, obligando a éstos a intervenir en el asunto quieras que no, ya que la Embajada tendrá que defenderse contra la chusma chiíta que pedirá que les sea entregado el príncipe. La Policía religiosa, el Ejército y el pueblo todavía necesitarán un fulminante para volverse contra los usurpadores chiítas y eliminarlos hasta el último hombre. Este fulminante será la llegada de la primera unidad aerotransportada de los Estados Unidos.
—¿Y qué pasará después, coronel? —preguntó despacio Miller—. ¿Tendremos lo que queremos, el petróleo para América?
—Todos tendremos todo lo que queremos, caballeros. Los palestinos, una patria; los egipcios, una cuota de petróleo para que sus masas no pasen hambre. El tío Sam, el control de las reservas sauditas y kuwaitíes y, con él, el del precio mundial del petróleo en beneficio de toda la Humanidad. El príncipe se convertirá en el nuevo rey, un tonto borrachín que me tendrá siempre a su lado. Solamente los sauditas saldrán perdiendo, y volverán a sus cabras.
»Los Estados árabes sunitas aprenderán la lección de unos vecinos tan próximos. Enfrentados al furor de los chutas, al haber estado tan cerca de la victoria y sido derrotados, los Estados seculares no tendrán más remedio que perseguir y destruir el fundamentalismo para no caer víctimas de él. Dentro de cinco años, habrá una enorme medialuna de paz y prosperidad desde el Mar Caspio hasta el Golfo de Bengala.
Los Cinco de Álamo guardaron silencio. Dos de ellos pretendían tan sólo desviar la corriente de petróleo saudita hacia América. Los otros tres habían convenido en seguir adelante. Acababan de escuchar un plan para reorganizar una tercera parte del mundo. A Moir y a Cobb se les ocurrió pensar, a diferencia de los otros tres y sin duda del coronel, que Easterhouse era un ególatra completamente desequilibrado. Se daban cuenta, demasiado tarde, de que estaban en una montaña rusa, sin posibilidad de frenar o de apearse.
Cyrus Miller invitó a Easterhouse a un almuerzo en privado en el comedor contiguo.
—¿No hay problemas, coronel? —preguntó, mientras comían melocotones tiernos de su invernadero—. ¿De veras no hay problemas?
—Podría haber uno, señor —dijo con cautela el coronel—. Faltan ciento cuarenta días para la Hora H. Lo bastante para que una sola filtración pudiese echarlo todo a perder. Hay un joven, ex empleado de un Banco… Ahora vive en Londres. Se llama Laing. Quisiera que alguien le dijese unas palabras.
—Cuénteme —pidió Miller—. Hábleme de Mr. Laing.
Quinn y Sam llegaron a la ciudad holandesa de Groningen a las dos horas y media de haber salido de Oldenburg. La capital de la provincia del mismo nombre, como la ciudad alemana del otro lado de la frontera, data de los tiempos medievales y tiene un corazón, la Ciudad Vieja, protegido por un canal circular. En épocas antiguas, los habitantes podían refugiarse en el centro y levantar sus catorce puentes para encerrarse detrás de sus murallas de agua.
El concejo decretó sabiamente que la Ciudad Vieja no podía ser destruida por el auge industrial y la obsesión por el hormigón de mediados del siglo XX. Por el contrario, fue renovada y restaurada: un círculo de kilómetro y medio de callejones, plazas y paseos, en su mayoría empedrados, para peatones, con iglesias, mercados, restaurantes y hoteles. A indicación de Quinn, Sam se dirigió a De Doelen Hotel, en Grote Markt, y se registraron en él.
En la Ciudad Vieja hay pocos edificios modernos, pero uno de ellos es el bloque de ladrillos rojos, de cinco pisos, de Rade Markt, donde se halla la Comisaría de policía.
—¿Conoces a alguien aquí? —preguntó Sam, cuando se estaban acercando al edificio.
—Conocía a alguien —dijo Quinn—, aunque puede que se haya retirado. Espero que no sea así.
Nó lo era. El joven oficial rubio de la mesa de recepción lo confirmó. Sí, el inspector De Groot era ahora inspector jefe y estaba al mando de la Gemeente Politic ¿A quién debía anunciar?
Quinn pudo oír el grito que sonó en el teléfono cuando el policía llamó al piso de arriba. El joven sonrió.
—Parece que le conoce, meneer.
Fueron conducidos sin pérdida de tiempo a la oficina del inspector jefe De Groot, el cual los estaba esperando y se adelantó para recibirlos. Era un hombre corpulento como un oso, de cabellos ralos. Vestía de uniforme pero calzaba zapatillas para aliviar unos pies que habían recorrido muchos kilómetros de calles empedradas a lo largo de treinta años.
La Policía holandesa tiene dos ramas, la Gemeente o Policía de la Comunidad, y la rama criminal, conocida por Recherche. De Groot tenía el aspecto de lo que era, un jefe de Policía de la Comunidad cuyos modales y complexión paternales le habían valido, hacía tiempo, entre el pueblo y sus propios agentes, el apodo de Papá De Groot.
—Quinn, cielo santo, Quinn. Ha pasado mucho tiempo desde Assen.
—Catorce años —dijo Quinn, estrechándole la mano y presentándole a Sam.
No mencionó que ella pertenecía al FBI. No tenía jurisdicción en el reino de los Países Bajos, y no estaban allí con carácter oficial. Papá De Groot pidió que les sirviesen café (era poco más de la hora del desayuno) y preguntó qué les traía a la ciudad.
—Estoy buscando a un hombre —dijo Quinn—. Creo que puede vivir en Holanda.
—¿Tal vez un antiguo amigo? ¿Alguien de los viejos tiempos?
—No, no le conozco.
La animación de los ojos chispeantes de De Groot no menguó; pero el hombre revolvió su café un poco más despacio.
—Oí decir que te habías retirado de Lloyds —dijo.
—Cierto —respondió Quinn—. Mi amiga y yo sólo tratamos de hacer un favor a unos amigos.
—¿Buscando a algún desaparecido? —preguntó De Groot—. Una actividad nueva para ti. Bueno. ¿Cómo se llama y dónde vive?
De Groot le debía un favor. En mayo de 1977, un grupo de fanáticos del sur de las Molucas, tratando de reintegrar su antigua patria a la ex colonia holandesa de Indonesia, había buscado publicidad para su causa secuestrando un tren y una escuela en la próxima Assen. Había cincuenta y cuatro pasajeros en el tren y un centenar de niños en la escuela. Estas cosas eran nuevas en Holanda; en aquella época no tenía equipos de rescate de rehenes.
Era el primer año que Quinn trabajaba en Lloyds, empresa especializada en asuntos de esta clase. Fue enviado como consejero, junto con dos apacibles sargentos del SAS británico, contribución oficial de Londres. Assen es una pequeña población próxima al límite de la provincia de Groningen.
De Groot había estado al mando de la Policía local; los hombres del SAS colaboraron con el Ejército holandés.
De Groot había escuchado al delgado americano que parecía comprender a los hombres violentos que se habían introducido en el tren y en la escuela. Les advirtió de lo que era probable que ocurriese cuando los soldados entraran y los terroristas abriesen fuego. De Groot ordenó a sus hombres que hiciesen lo que aconsejaba el americano, y dos conservaron la vida gracias a esto. Tanto el tren como la escuela fueron en definitiva tomados por asalto; seis terroristas y seis pasajeros murieron a causa de los disparos. Ningún soldado ni policía resultó muerto.
—Se llama Pretorius, Janni Pretorius —dijo Quinn.
De Groot frunció los labios.
—No es un nombre muy corriente aquí —dijo—. Tal vez la guía de teléfonos podría ayudarnos, si es que figura en ella. ¿Sabes en qué ciudad o pueblo vive?
—No. Pero no es holandés. Es sudafricano de nacimiento y supongo que nunca se ha nacionalizado aquí.
—Entonces es un problema —dijo De Groot—. No tenemos una lista general de todos los extranjeros que viven en Holanda. Los derechos civiles ¿sabes?
—Es un ex mercenario que estuvo en el Congo. Yo había pensado que, con semejantes antecedentes y siendo Holanda un país qué no simpatiza con aquellas actividades, lo tendría inscrito en alguna parte.
De Groot meneó la cabeza.
—No es seguro. Si se encuentra aquí de forma clandestina, no puede constar en ningún archivo, o le habríamos expulsado por entrada ilegal. Si está de manera legítima, tuvieron que darle una tarjeta cuando entró; pero después de esto, si no ha cometido ningún delito penado por las leyes holandesas, habrá podido moverse por el país con toda libertad sin comprobaciones de clase alguna. Forma parte de nuestros derechos civiles.
Quinn asintió con la cabeza. Conocía la obsesión de Holanda por los derechos civiles. Aunque benévola con los ciudadanos cumplidores de la ley, también tendía un camino de rosas a los viciosos y los degenerados. Por eso la adorable y vieja Amsterdam se había covertido en la capital europea de los traficantes de drogas, terroristas y realizadores de películas de pornografía infantil.
—¿Cómo podría un hombre así conseguir la entrada y el permiso de residencia en Holanda?
—Bueno, podría obtenerlo casándose con una muchacha holandesa. Esto le daría incluso el derecho a nacionalizarse. Después podría desaparecer.
—¿Y la Seguridad Social, o el Fisco, o el servicio de Inmigración?
—No te dirían nada —dijo De Groot—. El hombre tendría derecho a su intimidad. Incluso para que me lo dijeran a mí, necesitaría entablar una causa criminal contra el sujeto para justificar el motivo de mi petición. Y no puedo hacerlo.
—¿No hay alguna manera en que puedas ayudarme? —preguntó Quinn.
De Groot miró fijamente a través de la ventana.
—Tengo un sobrino en el BVD —dijo—. Tendría que ser algo oficioso… Tu hombre tal vez constara en sus listas.
—Pregúntaselo, por favor —rogó Quinn—. Te lo agradecería mucho.
Mientras Quinn y Sam subían por la Oosterstraat, buscando un lugar donde almorzar, De Groot telefoneaba a su sobrino en La Haya. El joven Koos de Groot era agente del Binnenlandse Veiligheids Diesnt, el pequeño Servicio de Seguridad Interior de Holanda. Aunque sentía gran afecto por su corpulento tío, que solía darle de escondidas billetes de diez guilder cuando era muchacho, costó bastante persuadirle. Averiguar datos del ordenador del BVD no era cosa que un policía de la Comunidad de Groningen pidiese cada día de la semana.
A la mañana siguiente, De Groot telefoneó a Quinn y se encontraron una hora más tarde en la Comisaría de policía:
—Es un buen pájaro tu Pretorius —dijo De Groot, estudiando sus notas—. Parece que nuestra BVD se interesó lo bastante en él, cuando llegó a Holanda hace diez años, para registrar sus detalles, por si acaso. Algunos de ellos (los que le beneficiaban) los facilitó él mismo; otros fueron obtenidos de recortes de periódicos. Jan Pieter Pretorius, nació en Bloemfontein en 1942; tiene, pues, cuarenta y nueve años. Dio como profesión la de pintor de rótulos.
Quinn asintió con la cabeza. Alguien había repintado la Ford Transit, escrito el rótulo de «Productos Hortícolas Barlow» en los lados y pintado cestas de manzanas en el interior de la ventanilla de atrás. Imaginó que Pretorius era también el especialista en bombas cuyo artefacto había incendiado la Transit en el granero. Sabía que no podía haber sido Zack. En el almacén de Babbidge, Zack había olido el mazapán y creído que podía ser Semtex. El Semtex es inodoro.
—Volvió a África del Sur en 1968, después de, abandonar Ruanda; entonces trabajó durante una temporada como guardia de seguridad en una mina de diamantes de De Beers en Sierra Leona.
Sí, aquel hombre podía distinguir los diamantes de la pasta y sabía lo que era la circonita.
—Viajó a París hace doce años, conoció a una muchacha holandesa que trabajaba para una familia francesa y se casó con ella. Esto le dio acceso a Holanda. Su suegro lo colocó como barman; parece que el suegro tiene dos bares. La pareja se divorció hace cinco años, pero Pretorius había ahorrado lo bastante para montar su propio bar. Ahora lo dirige y vive encima de él.
—¿Dónde? —preguntó Quinn.
—En una población llamada Den Bosch. ¿La conoces?
Quinn meneó la cabeza.
—¿Y cómo se llama el bar?
—De Gouden Leeuw, el León de Oro —dijo De Groot.
Quinn y Sam le dieron efusivamente las gracias y se fueron. Cuando hubieron salido, De Groot miró por la ventana y los vio cruzar la Rade Markt y dirigirse a su hotel. Apreciaba a Quinn, pero le preocupaba su investigación. Tal vez todo era legal y no tenía por qué preocuparse. Sin embargo, no le gustaba que Quinn, en una caza del hombre, viniese a su ciudad para enfrentarse con un mercenario sudafricano… Suspiró y descolgó el teléfono.
—¿Lo has encontrado? —preguntó Quinn, mientras salían de Groningen en dirección al sur.
Sam estaba estudiando el mapa de carreteras.
—Sí. Está muy al sur, cerca de la frontera belga. Únanse a Quinn y visiten los Países Bajos —dijo ella.
—Tenemos suerte —manifestó Quinn—. Si Pretorius era el segundo secuestrador en la banda de Zack, hubiésemos podido estar camino de Bloenfontein.
La autopista E-35 discurría recta como una flecha hacia el sursureste hasta Zwolle, donde Quinn giró y tomó la carretera A-50 que llevaba al sur, pasando por Apeldoorn, Arnhem, Nimega y De Bosch. En Apeldoorn, Sam se puso el volante. Quinn inclinó hacia atrás el respaldo de su asiento hasta dejarlo casi horizontal, y se quedó dormido. Seguía durmiendo cuando se produjo el choque, y fue su cinturón de seguridad lo que le salvó la vida.
Exactamente al norte de Arnhem y al oeste de la carretera, está el club de vuelo sin motor de Terlet. A pesar de la época del año, el día era brillante y soleado, cosa lo bastante rara en Holanda en el mes de noviembre como para atraer a los entusiastas. El conductor del camión que circulaba por el carril exterior se hallaba tan distraído observando el planeador que volaba sobre la carretera delante de él, inclinándose para el aterrizaje, que no advirtió que se desviaba hacia el carril interior.
Sam se vio encerrada entre los postes levantados a lo largo del borde del arenoso páramo a su derecha y la mole del oscilante monstruo a su izquierda. Trató de frenar y casi lo consiguió. Pero el bamboleante remolque dio un coletazo a la parte delantera del Sierra y lo lanzó de la carretera como se echa una mosca de un capirotazo de encima de una carpeta. El conductor del camión ni siquiera se dio cuenta y siguió su camino.
El Sierra subió al bordillo al tratar Sam de volverlo a la carretera, y lo habría conseguido de no haber sido por los postes verticales que se alineaban junto a aquél. La rueda delantera chocó con uno de ellos y Sam perdió el control del coche, el cual descendió por el talud, estuvo a punto de volcar, recobró el equilibrio y acabó hundiéndose hasta el eje en la blanda y mojada arena del páramo.
Quinn enderezó su asiento y miró a Sam. Ambos estaban impresionados pero ilesos. Salieron del automóvil. Encima de ellos, coches y camiones pasaban a gran velocidad hacia el sur, hacia Arnhem. Todo el terreno era plano a su alrededor; era muy fácil verlos desde la carretera.
—El cacharro —dijo él.
—¿Qué?
—La Smith and Wesson. Dámela.
Quinn envolvió la pistola y sus proyectiles en uno de los pañuelos de seda que llevaba Sam en su neceser y enterró el bulto debajo de un arbusto a diez metros del coche, grabando en su memoria el lugar donde quedó acuito en la arena. A los dos minutos, un Range Rover de la Rijkspolitie, Policía de tráfico holandesa, se detuvo sobre el talud.
Los agentes parecieron preocupados y después se mostraron aliviados al ver que estaban ilesos, y les pidieron la documentación. Treinta minutos más tarde, fueron depositados con su equipaje en el patio trasero del gris edificio de hormigón de la Jefatura de Policía, en la Beek Straat de Arnhem. Un sargento los condujo a un locutorio donde tomó numerosas notas. Terminó pasada la hora del almuerzo.
El representante de la agencia de alquiler de coches había tenido poco trabajo aquel día (los turistas suelen escasear a mediados de noviembre) y se alegró de recibir una llamada en su oficina de Heuvelink Boulevard de una dama americana que preguntaba por una agencia de automóviles. Su satisfacción menguó un poco cuando se enteró de que un Sierra de su compañía había sufrido un accidente en la A-50, en Terlet, pero recordó la recomendación de su empresa de no perdonar esfuerzo, y así lo hizo.
Fue a la jefatura de Policía y conversó con el sargento. Ni Quinn ni Sam pudieron entender una palabra. Por suerte, ambos holandeses hablaban inglés.
—El equipo de recuperación de la Policía traerá el Sierra de donde está… aparcado —dijo—. Yo haré que sea recogido aquí y llevado a los talleres de nuestra compañía. Según sus documentos, están asegurados a todo riesgo. ¿Fue alquilado el coche en Holanda?
—No; en Ostende, Bélgica —dijo Sam—. Hacíamos turismo.
—Ah —murmuró el hombre, y pensó: papeleo, mucho papeleo—. ¿Desean alquilar otro coche?
—Sí —dijo Sam.
—Puedo ofrecerles un buen Opel Ascona; pero tendrá que ser por la mañana. Ahora lo están poniendo a punto. ¿Se alojan en algún hotel?
Respondieron que no; pero el servicial sargento hizo una llamada por teléfono y les dieron una habitación doble en el Rijn Hotel. El cielo se había nublado de nuevo; la lluvia empezó a caer. El hombre de la agencia los condujo a lo largo de un kilómetro y pico junto al dique de Rijnkade hasta el hotel, los dejó allí y prometió que el Opel estaría delante de la puerta del establecimiento a las ocho de la mañana siguiente.
El hotel se hallaba vacío en sus dos tercios y les dieron una gran habitación doble en la parte delantera, con vistas al río. La corta tarde tocaba a su fin, la lluvia azotaba las ventanas; la gran masa gris del Rin fluía en dirección al mar. Quinn acercó un sillón a la ventana y miró hacia el exterior.
—Tendría que telefonear a Kevin Brown —dijo Sam—. Comunicarle lo que hemos descubierto.
—Yo no lo haría —opinó Quinn.
—Se pondrá furioso.
—Bueno, puedes decirle que hemos encontrado a uno de los secuestradores y lo hemos dejado en lo alto de una noria con una bala disparada por otra persona en el cráneo. Puedes decirle que hemos llevado ilegalmente una pistola a través de Bélgica, Alemania y Holanda. ¿Quieres explicarle todo esto por un teléfono público?
—Tienes razón. Voy a tomar unas notas.
—Hazlo —aprobó él.
Sam buscó en el mueble bar, encontró media botella de vino tinto y llevó un vaso a Quinn. Después, se sentó a la mesa y empezó a escribir en papel con membrete del hotel.
A tres millas río arriba, envuelta en la penumbra del crepúsculo, pudo distinguir Quinn la gran estructura negra del viejo puente de Arnhem, el puente donde, en setiembre de 1944, el coronel John Frost y un puñado de paracaidistas británicos lucharon durante cuatro días y murieron tratando de contener a los Panzers SS con fusiles de cerrojo y pistolas Sten, mientras el Cuerpo Treinta atacaba en vano desde el sur para liberarlos en el extremo norte del puente. Quinn levantó su vaso en dirección a las viguetas de acero que se confundían con el cielo lluvioso.
Sam advirtió su acción y se acercó a la ventana. Miró hacia el dique.
—¿Ves a algún conocido? —preguntó.
—No —dijo Quinn—. Ya han pasado.
Ella se inclinó para mirar calle arriba.
—No veo a nadie.
—Pasaron hace mucho tiempo.
La joven frunció el ceño, intrigada.
—Eres un hombre muy enigmático, caballero Quinn. ¿Qué ves tú que yo no pueda ver?
—No mucho —respondió al tiempo que se levantaba—. Y nada que sirva de gran cosa. Veamos lo que pueden ofrecernos en el comedor.
El Ascona llegó a las ocho en punto, junto con el amable sargento y dos motoristas de la Policía.
—¿A dónde se dirigen, Mr. Quinn? —preguntó el sargento.
—A Vlissingen, Flushing —contestó con gran sorpresa de Sam—. Vamos a tomar el ferry.
—Bien —dijo el sargento—, que tengan un buen viaje. Mis colegas les guiarán hasta la autopista del suroeste.
En la salida a la autopista, los motoristas se detuvieron y observaron cómo se perdía de vista el Opel. Quinn tuvo otra vez aquella impresión que había sentido en Dortmund.
El general Zvi ben Shaul se hallaba sentado detrás de su mesa y levantó la mirada del informe que estaba leyendo para fijarla en los dos hombres que tenía delante. Uno de ellos era el jefe del departamento Mossad, que abarcaba Arabia Saudita y toda la península desde la frontera iraquí al norte hasta la costa de Yemen del Sur. Era un feudo territorial. La especialidad del otro hombre no conocía fronteras y era, a su modo, incluso más importante, en especial para la seguridad de Israel. Abarcaba a todos los palestinos dondequiera que estuviesen. Era él quien había escrito el informe que se hallaba ahora sobre la mesa del director.
A algunos de aquellos palestinos les habría encantado conocer el edificio donde se estaba celebrando la reunión. Como muchos curiosos, incluidos numerosos gobiernos extranjeros, los palestinos se imaginaban todavía que el cuartel general del Mossad seguía estando en los suburbios del norte de Tel Aviv. Pero, desde 1988, su nueva sede era un gran edificio moderno en el centro de esa ciudad, detrás de una esquina de Rehov Shlomo Ha’melekh (Calle del Rey Salomón) y cerca de la casa ocupada por AMAN, el servicio de información militar.
—¿Puede conseguir algo más? —preguntó el general a David Gur Arieh, el experto palestino.
El hombre sonrió y se encogió de hombros.
—Usted siempre quiere más, Zvi. Mi fuente de información es un operario de bajo nivel, un técnico de los talleres de automóviles del Ejército saudita. Esto es lo que le dijeron. El ejército estará aislado tres días en el desierto durante el próximo mes de abril.
—Esto huele a golpe de Estado —dijo el hombre que dirigía el departamento saudí—. ¿Deberíamos sacarles nosotros las castañas del fuego?
—Si alguien derribase al rey Fahd y ocupase su puesto, ¿quién podría ser? —preguntó el director.
El experto saudí alzó los hombros.
—Otro príncipe —dijo—. No uno de los hermanos, sino alguien de la generación más joven. Son codiciosos. Por muchos miles de millones que saquen a través de la Comisión de Cuotas del Petróleo, todavía quieren más. No; es posible que lo quieran todo. Y, desde luego, los más jóvenes tienden a ser más… modernos, más occidentalizados. Tal vez sería para bien. Ya es hora de que se marchen los viejos.
No era la idea de un hombre más joven gobernando en Riad lo que intrigaba a Ben Shaul. Era lo que se le había escapado al técnico palestino que había dado las noticias a Gur Arieh. El año próximo, se había jactado, los palestinos tendremos derecho a nacionalizarnos aquí.
Si esto era verdad, si esto era lo que llevaban en la cabeza los anónimos conspiradores, las perspectivas resultaban asombrosas. Semejante ofrecimiento por parte de un nuevo Gobierno saudita significaría el traslado de un millón de palestinos sin tierras y sin hogar desde Israel, Gaza, la Costa Oeste y el Líbano a una nueva vida mucho más al sur. Cauterizada la llaga de Palestina, Israel, con su energía y su tecnología, podía establecer con sus vecinos una relación tal vez beneficiosa y de gran provecho. Éste había sido el sueño de los fundadores, desde Weizmann y Ben Gurion. Ben Shaul, a quien habían contado este sueño de pequeño, nunca creyó que pudiera convertirse en realidad. Pero…
—¿Va a decírselo a los políticos? —preguntó Gur Arieh.
El director pensó en cómo disputarían los miembros del Knesset, hilando fino en cuestiones semánticas y teológicas, mientras su servicio trataba de decirle por qué lado del cielo salía el sol. Todavía faltaba mucho para abril. Si lo hiciese, se produciría alguna filtración. Cerró la carpeta.
—Todavía no —respondió—; sabemos muy poco. Cuando sepamos más, se lo diré.
En su fuero interno, había decidido tomarlo con calma.
A menos que se queden dormidos, los visitantes de Den Bosch se enfrentan a un juego de ingenio inventado por los que planificaron la ciudad. Podría llamarse «Encuentre el camino para llegar al centro de la población». Si gana, el visitante hallará la Plaza del Mercado y una zona donde aparcar. Si pierde, un sistema laberíntico de calles de una sola dirección le llevan de nuevo al cinturón de ronda.
El centro de la ciudad es un triángulo; el lado noroeste es el río Dommel; al noreste, el canal Zuid-Willemsvaart, y el tercero, el sur, la muralla de la ciudad. Sam y Quinn ganaron al tercer intento, llegaron al mercado y reclamaron su premio: una habitación en el Central Hotel.
Ya en ella, Quinn consultó la guía telefónica. Sólo figuraba un bar León de Oro, en una calle llamada Jans Straat. Salieron y echaron a andar. La recepción del hotel les había entregado un plano del centro de la ciudad, pero Jans Straat no constaba en él. Varios ciudadanos que estaban en la plaza menearon la cabeza para manifestar su ignorancia. Incluso el policía de la esquina tuvo que consultar su manoseada guía de la ciudad. Por fin dieron con la calle.
Era un callejón estrecho que discurría entre el St. Jans Sing, el antiguo camino de sirga junto al Dommel, y la paralela Molenstraat. Toda la zona era vieja, la mayor parte se remontaba a trescientos años atrás. Muchas casas habían sido restauradas y remozadas con buen gusto, conservando sus bellas estructuras de ladrillo y sus puertas y ventanas antiguas, pero bien adaptadas a los nuevos y elegantes apartamentos interiores. No así en St. Jans Straat.
Tenía apenas la anchura de un coche y los edificios se apoyaban unos contra otros para sostenerse. Había dos bares en ella, pues antaño los gabarreros que transportaban sus mercancías por el Dommel y a lo largo de los canales habían atracado allí para mitigar su sed.
El Gouden Leeuw estaba en el lado de la calle, a veinte metros del camino de sirga, y era una estrecha casa de dos pisos con un rótulo descolorido que anunciaba su nombre. La planta baja tenía una sola ventana en arco, y sus pequeños cristales eran opacos y de color. A su lado estaba la puerta que daba acceso al bar. Se hallaba cerrada. Quinn tocó el timbre y esperó. Ningún ruido, ningún movimiento. El otro bar de la calle se encontraba abierto. Todos los bares de Den Bosch lo estaban.
—¿Y ahora qué? —preguntó Sam.
Calle abajo, un hombre que estaba junto a la ventana del otro bar bajó el periódico, los miró y volvió a alzarlo. Al lado del León de Oro había una puerta de madera de dos metros de altura, la cual parecía dar acceso a un pasaje que conducía a la parte de atrás de la casa.
—Espera aquí —dijo Quinn.
Saltó por encima de la puerta en un segundo y se dejó caer al otro lado. Pocos minutos después, Sam oyó un tintineo de cristales y el ruido de unos pasos. La puerta del bar se abrió desde dentro. Quinn apareció en el umbral.
—Ven —le indicó.
Ella entró en la casa y él cerró la puerta. No había luces; el bar era sombrío, iluminado tan sólo por la claridad del día que se filtraba por la ventana de colores.
El local era pequeño. La barra formaba una L alrededor de la ventana. Desde la puerta, un pasillo discurría junto a la barra hasta el ángulo de la L, donde se convertía en un espacio un poco más amplio donde beber, cerca del fondo del local. Detrás de la barra se hallaba la acostumbrada colección de botellas y, sobre ella, hileras de vasos de cerveza vueltos boca abajo, así como tres palancas de porcelana de Delft para extraer cerveza de barril. En el fondo había una puerta, por la que había entrado Quinn. Conducía a un pequeño lavabo, cuya ventana había roto para entrar, y también a una escalera que subía a la vivienda.
—Tal vez está arriba —sugirió Sam.
Pero no estaba. Era un apartamento-estudio, muy pequeño, sólo una sala de estar-dormitorio, con una cocinita en un hueco, y un diminuto cuarto de baño-retrete. En una pared pendía un cuadro de un paisaje que podía ser de Transvaal, y en la habitación había varios recuerdos africanos, un televisor y una cama sin hacer. Ningún libro. Quinn registró los armarios y el pequeño desván. Pretorius no se hallaba en parte alguna. Bajaron la escalera.
—Ya que hemos irrumpido en su bar, podríamos tomar una cerveza —sugirió Sam.
Pasó detrás del mostrador, tomó dos vasos y tiró de una de las palancas de porcelana. Los vasos se llenaron de cerveza espumosa.
—¿De dónde viene esta cerveza? —preguntó Quinn.
Sam miró debajo del mostrador.
—Los tubos cruzan el suelo —dijo.
Quinn encontró la trampa debajo de una estera, al fondo del local. De allí descendía una escalera de madera y, junto a ella, había un interruptor. A diferencia del bar, el sótano era espacioso.
Toda la casa y sus vecinas estaban sostenidas por los arcos abovedados de ladrillos que constituían los sótanos. Los tubos por los que subía la cerveza se hallaban conectados a unos modernos barriles de acero, que por lo visto se bajaban hasta allí por la trampa. No siempre había sido así.
En un extremo del sótano aparecía una alta y ancha reja de acero. Más allá, discurría el canal Dieze, que después pasaba por debajo de Molenstraat Años atrás, los barriles de cerveza eran transportados en barcas de poco calado a lo largo del canal, introducidos a través de la puerta enrejada y colocados debajo del bar. En aquellos tiempos, los camareros tenían que bajar y subir continuamente la escalera para servir la cerveza a los parroquianos.
Todavía se conservaban tres de aquellos antiguos barriles, colocados sobre soportes de ladrillo en la parte más amplia formada por los arcos, y todos ellos tenían una espita en la parte inferior. Como por distracción, Quinn abrió uno de los grifos; un chorro de vieja cerveza agria brotó a la luz de la lámpara. Con el segundo ocurrió lo mismo. Abrió el tercero con la punta del pie. El líquido brotó amarillo y turbio, pero se volvió rosado.
Quinn tuvo que dar tres empujones para volcar el barril. Cuando éste cayó con un fuerte chasquido, su contenido se derramó en el suelo de ladrillos. Parte de este contenido era los últimos litros de cerveza rancia que nunca habían llegado al bar. Pero en medio del charco yacía un hombre boca arriba, abiertos los ojos sin vida a la luz de la única lámpara, con un orificio en una sien y el de salida en la otra. Por su altura y su corpulencia, calculó Quinn que podía ser el hombre de la Skorpion. Si lo era, había matado a un sargento británico y a dos agentes americanos del Servicio Secreto en Shotover Plain.
Otro hombre, en el sótano, apuntó su pistola a la espalda de Quinn y habló en holandés. Quinn se volvió. El hombre había bajado por la escalera, ahogado el murmullo de sus pisadas por el ruido del barril al caer. Lo que dijo en realidad, fue:
—Buen trabajo, meneer; ya ha encontrado a su amigo. Nosotros no lo habíamos conseguido.
Otros dos descendían los peldaños. Vestían uniforme de la Policía de la Comunidad holandesa. El de la pistola iba de paisano; era sargento de la Recherche.
—Me pregunto —dijo Sam, mientras eran conducidos a la Comisaría de Policía de Tolbrug Straat—, si hay un mercado para la antología definitiva de las comisarías de Policía.
Por casualidad, la Comisaría de Den Bosch está justo delante de la Groot Zieken Gasthouse (literalmente, Pensión de Enfermos Graves), a cuyo depósito de cadáveres fue llevado Jan Pretorius para esperar la autopsia.
El inspector jefe Dykstra no había concedido gran importancia al aviso que Papá De Groot le había dado por teléfono la mañana anterior. Que un norteamericano estuviese buscando a un sudafricano no tenía por qué resultar sospechoso. A la hora del almuerzo, había enviado a uno de sus sargentos, el cual encontró cerrado el León de Oro e informó de ello.
Un cerrajero del barrio les había franqueado la entrada; pero todo parecía estar en orden. Allí no se veían señales de lucha ni nada anormal. Si Pretorius quería cerrar su establecimiento y marcharse, estaba en su perfecto derecho. El propietario del otro bar, más abajo y al otro lado de la calle, manifestó que creía que el León de Oro estaba abierto a eso del mediodía. Con el tiempo que hacía, era normal que la puerta se hallase cerrada. No había visto entrar o salir del León de Oro a ningún cliente, pero esto no era de extrañar; el negocio estaba flojo.
Fue el sargento quien pidió que le dejasen vigilar el bar durante un poco más de tiempo, y Dykstra accedió. Había valido la pena; el americano llegó veinticuatro horas después.
Dykstra dirigió un mensaje al laboratorio de la Gerenchtelijk en Voorburg, principal laboratorio de patología del país. Al enterarse de que se trataba de una herida de bala y de un extranjero, enviaron al doctor Veerman en persona, el más distinguido patólogo forense de Holanda.
Por la tarde, el inspector Dykstra escuchó pacientemente la explicación de Quinn, que dijo que había conocido a Pretorius hacía catorce años, en París, y que deseaba encontrarlo para estrecharle la mano, en recuerdo de los viejos tiempos, al visitar como turista Holanda. Si Dykstra no se lo creyó, mantuvo impasible el rostro. Pero hizo averiguaciones. El BVD de su país confirmó que el sudafricano había estado en París en aquella época; los ex patronos Hartford de Quinn dijeron que sí, que Quinn había dirigido aquel año su oficina en París.
El coche alquilado fue traído del Central Hotel y registrado a fondo. Ningún arma. También se inspeccionó su equipaje. Tampoco hallaron arma alguna. El sargento declaró que ni Quinn ni Sam llevaban armas cuando los encontró en el sótano. Dykstra creía que Quinn había matado al sudafricano el día anterior, antes de que el sargento montase la guardia, y que volvió porque había olvidado algo que podía estar en los bolsillos del muerto. Pero, si éste era el caso, ¿por qué había visto el sargento que trataba de entrar por la puerta de la calle? Si había cerrado la puerta después de matar al sudafricano, habría podido volver a entrar. Era desconcertante. Pero de una cosa estaba seguro; el hecho de haberse conocido los dos hombres en París no era la razón de la visita.
El profesor Veerman llegó a las seis y terminó antes de la medianoche. Cruzó la calle y tomó un café con el fatigado inspector jefe Dykstra.
—¿Bueno y qué, profesor?
—Recibirá el dictamen completo a su debido tiempo —dijo el doctor.
—Nada más que en líneas generales, por favor.
—Está bien. Muerte por una fuerte lesión del cerebro producida por una bala, probablemente de nueve milímetros, disparada a corta distancia; orificio de entrada en la sien izquierda y de salida en la derecha. Debería buscar un agujero en la madera, en alguna parte de aquel bar.
Dykstra asintió con la cabeza.
—¿Hora de la muerte? —preguntó—. Tengo detenidos a dos americanos que descubrieron el cadáver, cuando, según dicen, iban a hacer una visita amistosa. Aunque entraron por la fuerza en el bar para encontrarlo.
—Ayer al mediodía —manifestó el profesor—. Con un margen de dos horas antes o después. Lo sabré más adelante, cuando se hayan terminado los análisis.
—Pero los americanos estaban en la Comisaría de Policía de Arnhem ayer al mediodía —dijo Dykstra—. Esto es indiscutible. Su coche sufrió un accidente a las diez, y los soltaron a las cuatro para que se alojasen en el Rijn Hotel. Pudieron salir del hotel aquella noche, venir aquí, cometer el hecho y volver allá antes del amanecer.
—Imposible —sentenció el profesor, al tiempo que se levantaba—. Aquel hombre no murió después de las dos de la tarde de ayer. Si estaban en Arhem, son inocentes. Lo siento. Los hechos cantan.
Dykstra lanzó una maldición. Su sargento debió de montar la guardia media hora después de que el asesino saliese del bar.
—Mis colegas de Arnhem me han dicho que, cuando se marcharon ayer, se disponían a tomar el ferry en Vlissingen —dijo a Sam y a Quinn al ponerles en libertad en la madrugada.
—Es verdad —repuso Quinn, recogiendo su manoseado equipaje.
—Les agradecería que se quedaran allí —dijo el inspector jefe—. Mr. Quinn, mi país recibe con los brazos abiertos a los extranjeros, pero parece que, dondequiera que vaya usted, la Policía holandesa tiene que hacer horas extraordinarias.
—De veras lo siento —dijo con sinceridad Quinn—. En vista de que hemos perdido el último ferry y puesto que tenemos hambre y estamos cansados, ¿podríamos acabar de pasar la noche en nuestro hotel y partir por la mañana?
—Muy bien —aceptó Dykstra—. Haré que dos de mis hombres les acompañen para salir de la ciudad.
—Empiezo a sentirme como una reina —dijo Sam al entrar en el cuarto de baño, ya de regreso en el Central Hotel.
Cuando salió, Quinn se había marchado. Volvió a las cinco, guardó la Smith and Wesson en el fondo del neceser de Sam y durmió un par de horas hasta que llegó el café de la mañana.
El viaje hasta Flushing transcurrió sin novedad. Quinn se hallaba sumido en profundas reflexiones. Alguien estaba liquidando a los mercenarios uno tras otro, y ahora él ya no sabía a dónde ir. Salvo tal vez… de nuevo a los archivos. Quizá pudiera sacar algo más de ellos, pero era muy poco probable. Con Pretorius muerto, la pista se había enfriado como un bacalao que llevase una semana muerto, y olía igual de mal.
Un coche de la Policía de Flushing se encontraba cerca de la rampa del ferry con destino a Inglaterra. Los dos agentes observaron cómo subía despacio el Opel Ascona y se introducía en el casco del buque; no obstante, esperaron a que se cerrasen las puertas y el ferry entrase en el estuario de Wester Schelde, antes de ir a informar a sus superiores.
El viaje fue tranquilo. Sam escribió sus notas, ahora buena conocedora de las Comisarías de Policía europeas; Quinn leyó el primer periódico de Londres que veía en diez días. Le pasó inadvertido un párrafo cuyo titular decía: «¿Una importante reorganización en la KGB?» Era un reportaje del corresponsal de Reuter diciendo que, según fuentes bien informadas, se preveían cambios en la cima de la Policía secreta soviética.
Quinn esperaba en la oscuridad del pequeño jardín de Carlyle Square, al igual que había hecho durante las dos horas anteriores, inmóvil como una estatua y sin que nadie reparase en él. La sombra proyectada por un frondoso codeso lo protegía de la luz de la farola: su cazadora negra y su inmovilidad hacían el resto. La gente pasaba a pocos palmos de él, pero no lo veía.
Eran las diez y media; los moradores de esta plaza elegante de Chelsea volvían de cenar en los restaurantes de Knightsbridge y de Mayfair. David y Carina Frost viajaban en la parte trasera de su viejo Bentley, en dirección a su casa. A las once llegó el hombre a quien esperaba Quinn.
Aparcó, su coche en una zona reservada a los vecinos, al otro lado de la calle, subió los tres peldaños de la escalera que había ante su vivienda e introdujo la llave en la cerradura. Quinn estaba a su lado antes de que él se volviese.
—Julian.
Julian Hayman giró sobre sus talones, alarmado.
—Dios mío, Quinn, no hagas eso. Podría haberte derribado.
Años después de haber dejado el Regimiento, Hayman seguía estando en muy buena forma. Pero los que había pasado en la ciudad le habían suavizado un poco, muy poco. Quinn pasó aquellos años cultivando viñedos bajo el sol abrasador Se abstuvo de sugerir que, llegado el caso, la cosa podría haber sido al revés.
—Necesito volver a tus archivos, Julian.
Hayman se había recobrado del susto. Movió enérgicamente la cabeza.
—Lo siento, viejo. Pero esta vez es imposible. Eres tabú, ¿sabes? La gente ha estado murmurando… en nuestro círculo… sobre el caso Cormack. No puedo arriesgarme. No hay nada que hacer.
Quinn comprendió que era así. La pista había terminado. Se volvió para marcharse.
—A propósito —le gritó Hayman desde lo alto de la escalera—. Ayer almorcé con Barney Simkins. ¿Te acuerdas del viejo Barney?
Quinn asintió con la cabeza. Barney Simkins, uno de los directores de Broderick-Jones, la empresa de seguros de Lloyd’s para la que había trabajado Quinn durante diez años en toda Europa.
—Me reveló que alguien estuvo llamando, preguntando por ti.
—¿Quién?
—No lo sé. Barney dijo que el hombre se mostraba muy reservado. Sólo le indicó que, si querías ponerte en contacto con él, publicases un pequeño anuncio en el International Herald Tribune, edición de París, cualquier día a partir de los próximos diez, y lo firmases Q.
—¿No dio ningún nombre? —preguntó Quinn.
—Sólo uno, viejo. Un nombre raro. Zack.