CAPÍTULO XIII

—Quinn, te juro que Brown me endosó el arma antes de acceder a que me fuese contigo. Me dijo que a veces las cosas se ponen difíciles.

Quinn asintió con la cabeza y jugueteó con su comida, que era excelente. Pero había perdido el apetito.

—Mira, ya sabes que no ha sido disparada. Y no me has perdido de vista desde Amberes.

Desde luego, tenía razón. Aunque él había dormido doce horas la noche anterior, lo bastante para que alguien pudiese ir en coche desde Amberes a Wavre y regresar con tiempo sobrado. Madame Garnier había dicho que su huésped había salido para trabajar en la Noria aquella mañana, después del desayuno. Y Sam estaba en la cama con él cuando se despertó a las seis. Pero en Bélgica hay teléfonos.

Sam no había llegado a Marchais antes que él; pero sí alguna otra persona. ¿Brown y sus cazadores del FBI? Quinn sabía que también ellos estaban en Europa, respaldados por todas las fuerzas de Policía nacionales. Pero Brown hubiese querido vivo a aquel hombre, capaz de hablar, capaz de delatar a sus cómplices. Tal vez. Empujó su plato a un lado.

—Ha sido un día muy largo —dijo—. Vayámonos a dormir.

Pero yació en la oscuridad, contemplando el techo. Se durmió a media noche; había decidido creer a Sam.

Salieron por la mañana, después del desayuno. Sam se puso al volante.

—¿A dónde vamos, jefe?

—A Hamburgo —dijo Quinn.

—¿Hamburgo? ¿Qué tiene que ver Hamburgo con esto?

—Conozco a un hombre en Hamburgo —fue todo lo que quiso decir él.

Tomaron de nuevo la autopista, hacia el sur para conectar con la E-41 al norte de Namur y seguir después por la recta carretera que pasa por Lieja al este y cruza la frontera alemana en Aquisgrán. El sistema de autopistas belga enlaza perfectamente con las autobahns alemanas y, después de cruzar la frontera, Sam giró hacia el norte y atravesó la casi increíble zona industrial del Ruhr, pasando por Dusseldorf, Duisburg y Essen, para salir por último a las llanuras agrícolas de la Baja Sajonia.

Quinn la sustituyó al volante al cabo de tres horas y, después de otras dos, se detuvieron para almorzar sabrosas salchichas de Westfalia y ensalada de patatas en una de las innumerables Gasthaus que se encuentran cada tres o cuatro kilómetros a lo largo de las carreteras nacionales alemanas. Estaba ya oscureciendo cuando se unieron a las columnas de tráfico que cruzaban los suburbios meridionales de Hamburgo.

La vieja ciudad portuaria hanseática a orillas del Elba era tal como Quinn la recordaba. Encontraron un pequeño hotel, anónimo pero confortable, detrás del Steindammtor, y se registraron en él.

—No sabía que hablases tan bien el alemán —dijo Sam, cuando entraron en su habitación.

—Nunca me lo preguntaste —dijo Quinn.

En realidad, había aprendido el idioma hacía años, porque en los días en que la banda terrorista Baader-Meinhof andaba destrozándolo todo, y su sucesora, la Facción del Ejército Rojo, salía por sus fueros, los secuestros habían sido muy frecuentes, y a veces cruentos, en Alemania. Tres veces, a finales de los años setenta, tuvo que trabajar en casos de secuestro en la República Federal.

Hizo dos llamadas telefónicas, pero le dijeron que el hombre con quien quería hablar no estaría hasta la mañana siguiente.

El general Vadim Vasilievitch Kirpichenko estaba de pie, esperando en el antedespacho. A pesar de su imponente aspecto, se sentía un poco nervioso. Y no porque el hombre a quien deseaba ver fuese inabordable, antes al contrario; además, se habían encontrado varias veces, aunque siempre con carácter formal y en público. Su inquietud se debía a otro factor; pasar por encima de sus superiores de la KGB y pedir una entrevista personal y privada con el secretario general, sin decírselo, era una empresa arriesgada. Si la cosa salía muy mal, su carrera habría terminado.

Un secretario se acercó a la puerta del despacho particular y se quedó plantado allí.

—El secretario general le recibirá ahora, camarada general —dijo, y se apartó a un lado.

Cuando Kirpichenko hubo entrado, el hombre salió de la habitación y cerró la puerta.

El jefe delegado del Primer Directorio, antiguo oficial profesional de información de la sección de espionaje, recorrió la larga habitación en dirección al hombre que estaba sentado detrás de la mesa en el fondo de la estancia. Si a Mijaíl Gorbachov le intrigaba aquella petición de audiencia, no lo manifestó. Saludó al general de la KGB con camaradería, llamándole por su primer nombre y el patronímico, y esperó a que su visitante se explicase.

—Ha recibido usted el informe de nuestra delegación en Londres con referencia a la llamada prueba extraída por los ingleses del cadáver de Simon Cormack.

Era una afirmación, no una pregunta. Kirpichenko sabía que el secretario general tenía que haberla visto. Había pedido que le diesen los resultados de la reunión de Londres en cuanto llegasen. Gorbachov hizo un breve asentimiento con la cabeza.

—Y sabrá usted, camarada secretario general, que nuestros colegas de la sección militar niegan que la fotografía fuese de una pieza de su equipo.

Los programas de cohetes de Baikonur correspondían a los militares. Volvió a asentir con la cabeza. Kirpichenko fue al grano.

—Hace cuatro meses, recibí un informe de mi rezident en Belgrado. Me pareció tan importante que lo marqué para que fuese pasado por el camarada presidente a este despacho.

Gorbachov se puso rígido. Ya estaba. El oficial que tenía delante de él, aunque muy digno, iba tras Kriuchkov. Le conviene que la cosa sea seria, camarada general, pensó. Su rostro permaneció impasible.

—Esperaba recibir instrucciones para investigar el asunto más a fondo. No me ha llegado ninguna. Entonces se me ocurrió pensar que tal vez no había visto usted el informe de agosto; a fin de cuentas, es el mes de vacaciones…

Gorbachov recordó sus interrumpidas vacaciones. Aquellos refuseniks judíos aporreados delante de toda la Prensa occidental en una calle de Moscú.

—¿Trae alguna copia de ese informe, camarada general? —preguntó suavemente.

Kirpichenkó sacó dos hojas de papel, dobladas, del bolsillo interior de su chaqueta. Siempre vestía de paisano; odiaba los uniformes.

—Puede que no exista ninguna relación, secretario general. Espero que sea así. Pero no me gustan las coincidencias. Estoy acostumbrado a no fiarme de ellas…

Mijaíl Gorbachov estudió el informe del comandante Kerkorian, de Belgrado, y frunció el ceño, desconcertado.

—¿Quiénes son esos hombres? —preguntó.

—Cinco industriales americanos. Del llamado Miller sabemos que es de extrema derecha, que aborrece a nuestro país y todo lo que éste representa. El que tiene el nombre de Seanlon es un empresario, lo que los americanos llaman un hustler. Los otros tres fabrican armas perfeccionadísimas para el Pentágono. Con los detalles técnicos que llevan en su cabeza, ¿cómo se expusieron al peligro de un posible interrogatorio al visitar nuestro suelo?

—¿Pero de qué modo vinieron? —preguntó Gorbachov—. ¿En secreto, por transporte militar? ¿Para aterrizar en Odessa?

—Ésta es la coincidencia —precisó el jefe de espionaje—. Lo comprobé con los de control de tráfico de las Fuerzas Aéreas. Al salir el Antonov del espacio aéreo rumano para entrar en la zona de control de Odessa, cambió su plan de vuelo, pasó por encima de Odessa y aterrizó en Bakú.

—¿En Azerbaiján? ¿Qué diablos estaban haciendo en Azerbaiján?

—Bakú, camarada secretario general, es el cuartel general del Alto Mando del Sur.

—Pero es una base militar del máximo secreto. ¿Qué hacían allí?

—No lo sé. Desaparecieron cuando aterrizaron, pasaron dieciséis horas dentro de la base y volvieron a la base aérea yugoslava en el mismo avión. Entonces regresaron a América. Nada de cacería de osos. No eran unas vacaciones.

—¿Algo más?

—Una última coincidencia. Aquel día, el mariscal Koslov estaba en visita de inspección en el cuartel general de Bakú. Una inspección de rutina. Esto es lo que se dice.

Cuando su visitante se marchó, Mijaíl Gorbachov interrumpió todas las llamadas y reflexionó sobre lo que acababa de oír. Era malo. Era malo… casi todo. Había una compensación. Su adversario, el terco general que dirigía la KGB, acababa de cometer un grave error.

Las malas noticias no eran exclusivas de la Plaza Nueva de Moscú. También las había en el lujoso despacho de Steve Pyle en Riad. El coronel Easterhouse dejó la carta de Andy Laing sobre la mesa.

—Ya veo —dijo.

—Dios mío, ese pequeño imbécil todavía puede meternos en un buen lío —protestó Pyle—. Tal vez los registros del ordenador muestran algo diferente de lo que dice él. Pero, si sigue divulgándolo, tal vez los contables del Ministerio, querrán echar un vistazo, un vistazo a fondo. Antes de abril. Bueno, sé que todo esto es aprobado por el propio príncipe Abdul, y por una buena causa, pero ya conoce usted a esa gente. Supongamos que nos retira su protección, que dice que no sabe nada de esto… Son capaces de ello, ¿sabe? Mire, pienso que tal vez debería usted restituir aquel dinero, encontrar fondos en cualquier otra parte…

Easterhouse continuó mirando hacia el desierto con sus pálidos ojos azules. «Es peor que esto amigo mío —pensó—. No hay connivencia del príncipe Abdul, ni aprobación de la Casa Real. Y la mitad del dinero ha sido ya desembolsado para pagar los preparativos que un día restablecerán el orden y la disciplina; sí, el orden y la disciplina, en la loca economía y en las desequilibradas estructuras políticas de todo Oriente Medio». Dudaba de que la casa de Saud, o el Departamento de Estado, lo viesen de esta manera.

—Tenga calma, Steve —aconsejó en tono tranquilizador—. Ya sabe a quién represento aquí. Ellos resolverán el asunto. Se lo aseguro.

Pyle lo acompañó hasta la puerta, pero no se tranquilizó. Incluso la CIA fallaba a veces, se dijo. Demasiado tarde. Si hubiese estado más enterado y leído menos novelas, habría sabido que un alto oficial de la Compañía no podía tener el grado de coronel. Langley no aceptaba ex oficiales del Ejército. Pero él lo ignoraba. Sólo estaba preocupado.

Mientras bajaba a la calle, Easterhouse se dio cuenta de que tendría que volver a los Estados Unidos para celebrar consultas. De todos modos, ya era hora. Todo estaba arreglado, funcionando como una bomba de relojería. Incluso se había adelantado con arreglo al tiempo previsto. Tenía que presentar a sus patronos un informe sobre la situación. Mientras estuviese allí, mencionaría a Andy Laing. Era probable que pudiese comprar a aquel hombre, persuadirle de que se estuviera quieto, al menos hasta abril. No sabía lo equivocado que estaba.

—Estás en deuda conmigo, Dieter, y sólo tú puedes ayudarme.

Quinn se hallaba sentado con su contacto en un bar a dos manzanas de la oficina donde éste trabajaba. El hombre parecía preocupado.

—Por favor, Quinn, trata de comprenderlo. No es sólo cuestión del reglamento de la casa. La propia ley federal prohíbe que los no empleados tengan acceso a la «morgue».

Dieter Lutz era diez años más joven que Quinn, pero más afortunado que éste. Llevaba una brillante carrera. Era reportero distinguido de la revista Der Spiegel, la más importante y prestigiosa revista de Alemania en lo concerniente a asuntos de actualidad.

No siempre había sido igual. Antaño trabajó por su cuenta, ganándose la vida a duras penas, tratando de adelantarse un paso a los demás cuando se presentaba algún caso extraordinario. En aquellos tiempos, se había producido un secuestro que acaparaba los titulares de los periódicos alemanes día tras día. En el momento más delicado de las negociaciones con los secuestradores, se le escapó inadvertidamente algo que a punto estuvo de destruir el trato.

La irritada Policía había querido saber de dónde procedía la filtración. La víctima del secuestro era un gran industrial, un bienhechor del partido, y Bonn había apretado de firme a la Policía. Quinn supo quién era el culpable, pero guardó silencio. El mal estaba hecho, tenía que ser reparado, y la ruina de un joven reportero demasiado entusiasta y poco prudente no iba a mejorar las cosas.

—No hace falta que yo entre —dijo Quinn en tono paciente—. Tú perteneces al personal; tienes derecho a entrar y recoger el material, si es que está allí.

Las oficinas de Der Spiegel se encuentran en el número diecinueve de Brandstwiete, una calle corta que va desde el canal de Donvenfleet y la Ost-West-Strasse. Debajo del moderno bloque de once pisos, dormita la más grande «morgue» de periódicos de Europa. Más de dieciocho millones de documentos están archivados allí. La computadorización del archivo llevaba ya diez años funcionando cuando Quinn y Lutz tomaron su cerveza aquella tarde de noviembre en el bar Don-Strasse. Lutz suspiró.

—Está bien —admitió—. ¿Cuál es el nombre?

—Paul Marchais —dijo Quinn—. Mercenario belga. Luchó en el Congo desde mil novecientos sesenta y cuatro hasta mil novecientos sesenta y ocho. Y cualquier información general sobre los acontecimientos de aquel período.

Los archivos de Julian Hayman en Londres podían haber contenido algo sobre Marchais; pero Quinn no sabía entonces el nombre. Al cabo de unas horas Lutz volvió con un legajo.

—Esto no debería salir de mi poder —explicó—. Y tengo que devolverlo antes de que anochezca.

—Tonterías —respondió amablemente Quinn—. Ve a tu trabajo. Y vuelve dentro de cuatro horas. Estaré aquí. Entonces te lo devolveré.

Lutz se marchó. Sam no había comprendido la conversación en alemán, pero ahora se inclinó para ver lo que Lutz le había dado a Quinn.

—¿Qué estás buscando? —preguntó.

—Quiero ver si ese bastardo tenía algunos compañeros, algunos amigos íntimos —dijo Quinn, y empezó a leer.

El primer recorte era de un periódico de Amberes de 1965. En aquellos días se había producido una situación sumamente emocional para los belgas; los relatos sobre los rebeldes simbas que violaban, torturaban y asesinaban a monjas, curas, plantadores, misioneros, mujeres y niños, muchos de ellos belgas, otorgaron una aureola gloriosa a los mercenarios que sofocaron la rebelión. El artículo estaba en flamenco, pero acompañado de una traducción al alemán.

Marchais, Paul: Nacido en Lieja en 1943, de padre valón y madre flamenca (esto explicaba el apellido francés de un muchacho criado en Amberes). El padre fue muerto durante la liberación de Bélgica en 1944-45, y la madre regresó a su Amberes natal.

Infancia pasada en los barrios bajos de la zona portuaria. Dificultades con la Policía desde la primera adolescencia. Una serie de condenas leves hasta la primavera de 1964. Aparecido en el Congo con el grupo de Leopardos de Jacques Schramme… No se mencionaba la acusación de violación; tal vez la Policía de Amberes guardaba silencio con la esperanza de que volviese y pudiera ser detenido.

En el segundo artículo se le citaba de pasada. Por lo visto, se había apartado de Schramme en 1966 e incorporado al Quinto Comando, bajo el mando de John Peters, como sucesor de Mike Hoare. Este comando estaba compuesto en su mayoría por africanos del Sur (Peters se había apresurado a despedir a casi todos los británicos de Hoare). Tal vez el hecho de hablar flamenco había permitido a Marchais sobrevivir entre los afrikaners, ya que su lengua y la flamenca son bastante parecidas.

Los otros dos recortes hacían referencia a Marchais, o simplemente a un gigante belga llamado Big Paul, que se había quedado después de la disolución del Quinto Comando y la marcha de Peters, y se unió de nuevo a Schramme a tiempo para el motín de Stanleyville de 1967 y la larga marcha hasta Bukavu.

Por último, había incluido Lutz cinco fotocopias de hojas extraídas de la obra clásica de Anthony Mackler, Histoire des Mercenaires, que pusieron a Quinn al corriente de los últimos meses de Marchais en el Congo.

Con la rebelión simba finalmente sofocada, se produjo un golpe en la capital congoleña y el general Mobutu subió al poder. Inmediatamente trató de disolver los diversos comandos de mercenarios blancos. El Quinto, formado por ingleses y sudafricanos, aceptó su disolución. El Sexto, bajo el mando del francés Bob Denard, se negó. En junio de 1967, se amotinó en Stanleyville; Denard recibió un tiro en la cabeza y fue evacuado a Rodesia; Jacques Schramme lo sustituyó. Entonces mandó un grupo mixto de restos del Quinto Comando, hombres del Sexto Comando francés, que se habían quedado sin jefe, y sus propios belgas. Además de varios cientos de reclutas katangueños.

A finales de julio, incapaces de retener Stanleyville, se dirigieron a la frontera, abriéndose paso contra toda oposición, hasta que llegaron a Bukavu, antaño balneario para los belgas, a orillas de un lago. Allí se hicieron fuertes.

Resistieron durante tres meses, pero al fin agotaron las municiones. Entonces cruzaron el puente sobre el lago y pasaron a la vecina república de Ruanda.

Quinn conocía el resto. A pesar de hallarse sin municiones, aterrorizaron al Gobierno ruandés, el cual pensó que, si no lograba apaciguarles, «se apoderarían» de todo el país. El cónsul de Bélgica estaba atribulado. Muchos de los mercenarios belgas habían perdido sus documentos de identidad, por accidente o adrede. Acosado por ellos, el cónsul expidió tarjetas de identidad belgas con los nombres que le daban los interesados. Debió ser entonces cuando Marchais se convirtió en Paul Lefort. Con un poco de ingenio, aquellos documentos podían convertirse luego en permanentes, sobre todo si había existido y muerto allí un Paul Lefort auténtico.

El 23 de abril de 1968, dos aviones de la Cruz Roja repatriaron por fin a los mercenarios. Uno de los aparatos voló directamente a Bruselas, con todos los belgas a bordo. Todos, menos uno. El pueblo belga estaba dispuesto a aclamar a sus mercenarios como héroes; pero no así la Policía, la cual inspeccionó a todos los que bajaban del avión, consultando al mismo tiempo su lista de personas reclamadas por los tribunales. Marchais debió de tomar el otro DC-6, el que dejó su carga humana en Pisa, Zurich y París. Entre los dos aviones, habían transportado a Europa ciento veintitrés mercenarios europeos y sudafricanos.

Quinn se hallaba convencido de que Marchais había viajado en el segundo avión y que estuvo desaparecido durante veintitrés años en los que vivió de humilde y legítimo trabajo. Hasta que fue reclutado para su última misión en el extranjero. Pero lo que él quería era el nombre de alguien que hubiese estado con él en esta última acción. Nada había en los papeles que pudiese darle una pista. Entonces volvió Lutz.

—Una última cosa —dijo Quinn.

—No puedo —protestó Lutz—. Ya están diciendo que estoy preparando un relato retrospectivo sobre los mercenarios. No voy a… Tengo que tratar de la reunión de Ministros de Agricultura del Mercado Común.

—Ensancha tus horizontes —sugirió Quinn—. ¿Cuántos mercenarios alemanes estuvieron presentes en el motín de Stanleyville, en la marcha a Bukavu; en el sitio de Bukavu y en el campo de concentración de Ruanda?

Lutz tomó notas.

—También tengo una mujer y unos hijos que me esperan en casa, ¿sabes?

—Entonces eres un hombre afortunado —dijo Quinn.

La información que pedía ahora era más escueta y Lutz volvió de la «morgue» al cabo de veinte minutos. Esta vez se quedó mientras Quinn leía.

Lo que le había traído era todo lo referente a los mercenarios alemanes, desde 1960 en adelante. Eran al menos una docena. Wilhelm había estado en el Congo, en Watsa. Muerto de las heridas recibidas en una emboscada en la carretera de Paulis. Rolf Steiner estuvo en Biafra; ahora vivía en Munich, pero nunca pisó el Congo. Quinn volvió la página. Siegfried Congo Muller, sí había estado en el Congo desde el principio hasta el final. Murió en África del Sur en 1983.

Había otros dos alemanes. Vivían en Nuremberg y se conocían sus direcciones, pero ambos se habían marchado al disolverse el Quinto Comando en la primavera de 1967, y no se hallaron presentes en el motín del Sexto en Stanleyville, en julio. Sólo quedaba uno.

Werner Bernhardt perteneció al Quinto Comando; y, cuando éste se disolvió se había unido a Schramme. Participó en el motín, en la marcha a Bukavu y en el sitio del balneario del lago. No constaba su dirección.

—¿Dónde podría estar ahora? —preguntó Quinn.

—Si no consta, es que desapareció —dijo Lutz—. Esto ocurría en mil novecientos sesenta y ocho ¿sabes? Y estamos en mil novecientos noventa y uno. Puede estar muerto… o en cualquier parte. La gente así… ya sabes. América Central o del Sur, África del Sur.

—O aquí en Alemania —sugirió Quinn.

Por toda respuesta, Lutz pidió la guía telefónica del bar. Había en ella cuatro columnas de Bernhardt. Y esto sólo en Hamburgo. Hay diez Estados en la República Federal, y todos tienen varias guías de esta clase.

—¿Antecedentes penales? —preguntó Quinn.

—A menos de que se trate de delitos federales, tendrías que pasar por diez autoridades de Policía independientes. No ignoras que, desde después de la guerra, cuando los Aliados tuvieron la bondad de redactar nuestra Constitución, todo está descentralizado aquí. Para que nunca pueda surgir otro Hitler. Seguir la pista a alguien es divertidísimo, y terrible. Ya lo sé, forma parte de mi trabajo. Pero un hombre como ése… Existen pocas probabilidades de encontrarlo. Si quiere desaparecer, desaparece. Y es lo que ha hecho éste. De lo contrario habría sido entrevistado en veintitrés años, aparecido en los periódicos. Pero no hay nada. Si lo hubiese, figuraría en nuestro archivo.

Quinn sólo podía hacer una última pregunta. ¿De dónde procedía el tal Bernhardt? Lutz repasó las hojas.

—De Dortmund —respondió—. Nació y se crió en ese lugar. Tal vez la Policía de allí sepa algo. Pero no te lo dirán. Los derechos humanos, ¿sabes? En Alemania somos muy rigurosos en lo que respecta a los derechos humanos.

Quinn le dio las gracias y le dejó marchar. Sam y él rondaron por la calle en busca de un restaurante prometedor.

—¿A dónde iremos ahora? —preguntó ella.

—A Dortmund —contestó él—. Conozco a un hombre en esa ciudad.

—Conoces a un hombre en todas partes, querido.

A mediados de noviembre, Michael Odell se entrevistó a solas con el presidente Cormack en el Salón Oval. El vicepresidente estaba impresionado por el cambio experimentado por su viejo amigo. Lejos de haberse recobrado después del entierro, John Cormack parecía haberse hundido todavía más.

No era tan sólo su aspecto físico lo que preocupaba a Odell; la antigua fuerza de concentración había desaparecido, su característica penetración se había disipado. Trató de llamar la atención del presidente sobre su agenda.

—Ah, sí —dijo Cormack, haciendo un esfuerzo—. Vamos a echarle un vistazo.

Observó la página correspondiente al lunes.

—Hoy es martes, John —le recordó con mucha amabilidad Odell.

Al volver el presidente las hojas, su amigo vio las gruesas rayas rojas tachando las citas convenidas en una semana. El papeleo podía llevarse dentro de la casa; hoy la Casa Blanca tenía un buen equipo, Cormack había elegido bien. Pero el pueblo americano tiene en gran estima el poder de quien es presidente, jefe del Estado, jefe ejecutivo, jefe supremo de las Fuerzas Armadas; del hombre que, con su dedo, puede apretar el botón de la bomba nuclear. Hay ciertas condiciones… Una de ellas es que tienen derecho a verlo, y con frecuencia. Fue el fiscal general quien tradujo en palabras las preocupaciones de Odell una hora más tarde, en el Salón de Situación.

—No puede estar sentado para siempre en la Mansión —dijo Walters.

Odell les había informado del estado en que había hallado al presidente una hora antes. Sólo se encontraban presentes los seis más íntimos (Odell, Stannard, Walters, Donaldson, Reed y Johnson), más el doctor Armitage, a quien habían pedido que se reuniese con ellos como consejero.

—Ese hombre es una cáscara, una sombra de lo que era hace sólo cinco semanas. ¡Maldita sea! —se lamentó Odell.

Sus interlocutores se mostraban sombríos y deprimidos.

El doctor Armitage explicó que el presidente padecía un trauma post-shock del que parecía incapaz de recobrarse.

—¿Qué quiere decir eso con exactitud? —gruñó Odell.

Armitage explicó en tono paciente, que el jefe ejecutivo sufría un dolor personal tan profundo que le impedía continuar su actividad normal.

Después del secuestro, explicó el psiquiatra, se había producido un trauma parecido, pero no tan fuerte. Entonces, el problema había sido la tensión y la ansiedad derivadas de la incertidumbre y la preocupación; de no saber lo que le ocurría a su hijo, si estaba vivo o muerto, si lo trataban bien o mal, o cuándo sería liberado.

Durante el secuestro, la carga se había aligerado un poco. Por medio de Quinn, había sabido que su hijo al menos estaba vivo. Al acercarse el momento del intercambio, se recobró un tanto.

La muerte de su único hijo, y la manera brutal y salvaje en que le había sido infligida, fueron igual que un golpe físico. Demasiado introvertido para comunicarse con facilidad, demasiado inhibido para mostrar sus íntimos sentimientos, había reprimido su dolor, lo que le había llevado a sucumbir en una continua melancolía que corroía su vigor mental y moral, esa cualidad que los humanos llamamos voluntad.

El comité escuchaba, taciturno. Habían confiado en que el psiquiatra les dijese qué había en la mente del presidente. Lo demás ya lo habían apreciado en las pocas ocasiones en que se mostraba ante ellos; no necesitaban que un médico les dijese lo que estaban viendo. Un hombre apagado, distraído; cansado hasta el extremo del agotamiento, viejo antes de tiempo, carente de energía y de interés. Había habido otros presidentes que estuvieron enfermos mientras desempeñaban su función, y la maquinaria del Estado fue capaz de superarlo. Pero no se había producido nada como esto. Incluso sin las insidiosas y crecientes preguntas de los medios de comunicación, varios de los presentes empezaban también a preguntarse si John Cormack podía, o debía, continuar en su cargo.

Bill Walters escuchaba impasible al psiquiatra. A sus cuarenta y cuatro años, era el miembro más joven del Gabinete, un enérgico y brillante abogado de California. John Cormack lo había traído a Washington como fiscal general, para emplear su talento contra el crimen organizado, buena parte del cual se ocultaba ahora detrás de fachadas corporativas. Los que le admiraban confesaban que podía ser cruel, aun defendiendo la supremacía de la ley; sus enemigos, y tenía unos cuantos, temían su cólera implacable.

Era de aspecto agradable, a veces casi infantil, con su indumentaria juvenil y sus cabellos cortados a la moda. Pero, detrás de su atractivo, podía haber una frialdad, una impasibilidad impenetrables. Los que habían negociado con él sabían que la única señal de que había dado en el clavo era que dejaba de pestañear. Entonces su mirada podía ser desconcertante. Cuando el doctor Armitage salió del salón, rompió el lúgubre silencio.

—Es posible, caballeros, que tengamos que pensar seriamente en la Veinticinco…

Todos sabían de qué iba, pero él había sido el primero en invocar su aplicabilidad. Bajo la Enmienda Veinticinco, un grupo compuesto por el vicepresidente y los miembros más importantes del Gabinete puede comunicar, en forma escrita, a los presidentes del Senado y de la Cámara de Representantes su opinión de que el presidente está incapacitado para desempeñar las funciones y los deberes de su cargo. Sección cuarta de la Enmienda Veinticinco, para ser exactos.

—Sin duda se la ha aprendido de memoria, Bill —replicó Odell.

—Calma, Michael —le aconsejó Don Donaldson—. Bill no ha hecho más que mencionarla.

—Él dimitiría antes de que recurriésemos a eso —dijo Odell.

—Sí —admitió Walters, en tono apaciguador—, por motivos de salud, que están justificadísimos, y con la simpatía y la gratitud de la nación. Sólo tenemos que plantearle la cuestión. No será necesario nada más.

—Pero todavía no —protestó Stannard.

—Escuchen, escuchen —pidió Reed—. Tenemos tiempo. El dolor pasará, es lo más probable. Él se recobrará. Volverá a ser el que era antes.

—¿Y si no ocurre así? —preguntó Walters.

Resiguió con la mirada, sin pestañear, las caras de todos los presentes. Michael Odell se levantó bruscamente. A lo largo de su vida, hubo de participar en algunas luchas políticas; pero había una frialdad en Walters que nunca le gustó. Aquel hombre no bebía y, a juzgar por el aspecto de su mujer, probablemente hacía el amor siguiendo las normas tradicionales.

—Muy bien; no perdamos de vista esto —dijo—. Pero aplacemos la decisión. ¿De acuerdo?

Todos los demás asintieron y se levantaron. Aplazarían la decisión de la Enmienda Veinticinco. Por ahora.

Había sido una combinación de los ricos campos de trigo y de cebada de la Baja Sajonia y de Westfalia, al norte y al este, más las aguas cristalinas que bajaban de los cercanos montes, lo que había hecho de Dortmund una ciudad cervecera. En 1293, el rey Adolfo de Nassau otorgó a los ciudadanos de la pequeña ciudad de la punta sur de Westfalia el derecho a elaborar cerveza.

El acero, los seguros, la Banca y el comercio vinieron mucho después. La cerveza fue el fundamento y, durante siglos, los vecinos de Dortmund la consumieron en su mayor parte. La revolución industrial de mediados y finales del siglo XIX proporcionó el tercer ingrediente además del grano y el agua: los sedientos obreros de las fábricas que proliferaron a lo largo del Valle del Ruhr. Al principio del valle, con vistas al suroeste hasta las lejanas e imponentes chimeneas de Essen, Duisburg y Düsseldorf, se alza la ciudad entre las grandes praderas y los parroquianos. Los padres de la ciudad sacaron provecho de ello; Dortmund se convirtió en la capital cervecera de Europa.

Siete enormes fábricas de cerveza dominaban el comercio: Brinkhoff, Kronen, DAB, Stifts, Ritter, Thier y Moritz. Hans Moritz fue dueño de la penúltima cervecería en importancia y cabeza de una dinastía que se remontaba a ocho generaciones. Pero fue el último individuo que conservó personalmente la propiedad y el control de su imperio, y esto le hizo verdaderamente rico. Por un lado su riqueza y por otro el prestigio de su nombre, hicieron que los salvajes de la banda Baader-Meinhof secuestrasen a su hija Renata. De esto hacía diez años.

Quinn y Sam se alojaron en el Roemischer Kaiser Hotel, en el centro de la ciudad, y Quinn consultó la guía telefónica con pocas esperanzas. Desde luego, la casa no estaba en la guía. Escribió una carta personal en papel de hotel, llamó a un taxi e hizo que fuese entregada en la oficina principal de la cervecería.

—¿Crees que tu amigo estará todavía aquí? —preguntó Sam.

—Estará sin duda alguna —afirmó Quinn—. A menos que esté en el extranjero o en alguna de sus seis casas.

—Le gusta mucho ir de un lado a otro —observó Sam.

—Sí. De esa manera se siente más seguro. La Riviera francesa, el Caribe, el chalet de esquí, el yate…

Había acertado al suponer que la villa a orillas del lago Constanza había sido vendida hacía tiempo; pues fue allí donde tuvo lugar el secuestro.

Se halló de suerte. Estaban comiendo cuando avisaron a Quinn que le llamaban por teléfono.

—¿Herr Quinn?

Reconoció la voz, grave y culta. El hombre hablaba cuatro idiomas. Habría podido ser concertista de piano. Tal vez debió haberlo sido.

—Herr Moritz, ¿está usted en la ciudad?

—¿Recuerda usted mi casa? Debería recordarla. Pasó dos semanas en ella.

—Sí, señor. La recuerdo. Pero no sabía si todavía la conservaba.

—Pues sí. A Renata le encanta; no me permitiría cambiarla. ¿En qué puedo servirle?

—Me gustaría verle.

—Mañana por la mañana. Tomaremos café a las diez y media.

—Allí estaré.

Salieron de Dortmund en dirección sur, por la Ruhrwald Strasse, hasta que dejaron atrás las zonas industriales y comerciales y entraron en el suburbio de Syburg. Allí empezaron las colinas, onduladas y boscosas. En las propiedades del interior de los bosques se hallaban las casas de los ricos.

La mansión de Moritz se alzaba en medio de un parque de ocho hectáreas, al final de un paseo que venía de Hohensyburg Strasse. Al otro lado del valle, el monumento Syburger contemplaba el Ruhr, hacia las agujas de Sauerland.

El lugar era una fortaleza. Una cerca de hierro rodeaba toda la finca, y la puerta de la verja era de acero, accionada por control remoto, y con una cámara de televisión discretamente instalada en un pino próximo. Alguien observó a Quinn al descender del coche y anunciarse en una rejilla de acero junto a la puerta. Al cabo de dos segundos, ésta se abrió, impulsada por motores eléctricos. Cuando el coche pasó, se cerró de nuevo.

—A Herr Moritz le gusta estar aislado —observó Sam.

—Tiene motivos para ello —respondió Quinn.

Aparcó sobre la gravilla de color pardo, delante de la casa estucada de blanco. Un mayordomo uniformado les hizo entrar. Hans Moritz los recibió en el elegante cuarto de estar, donde les esperaba el café en una brillante cafetera de plata. Sus cabellos eran más blancos que la última vez que Quinn lo había visto, y había unas cuantas arrugas más en su cara; pero el apretón de manos fue tan firme y la sonrisa tan grave como siempre.

Apenas se habían sentado cuando se abrió la puerta y apareció en el umbral una joven vacilante. El semblante de Moritz se iluminó. Quinn se volvió para mirarla.

Era bonita sin afectación, tímida hasta el punto de querer pasar inadvertida. Pero sus dedos meñiques terminaban en muñones. «Ahora debía tener veinticinco años», pensó Quinn.

—Renata, querida, éste es Mr. Quinn. ¿Recuerdas a Mr. Quinn? No, claro que no.

Moritz se levantó, se acercó a su hija, le susurró unas palabras al oído y la besó en la cabeza. Ella se volvió y se marchó. Moritz se sentó de nuevo. Su semblante era impasible, pero la agitación de sus dedos revelaba su trastorno interior.

—Ella… nunca se recobró del todo. El tratamiento continúa. Prefiere quedarse en casa, sale raras veces. No se casará… después de lo que le hicieron aquellos brutos…

Sobre el piano de cola Steinbeck había una fotografía, de una niña de catorce años, sonriente y maliciosa, encima de unos esquíes. Había sido tomada un año antes del secuestro. Un año después, Moritz había encontrado a su esposa en el garaje, con los gases del tubo de escape fluyendo del tubo de goma dentro del coche cerrado. Quinn lo había sabido cuando estaba en Londres. Moritz hizo un esfuerzo.

—Discúlpeme. ¿En qué puedo servirle?

—Estoy tratando de encontrar un hombre. Un hombre que vino de Dortmund hace mucho tiempo. Puede que esté todavía aquí, o en Alemania, o muerto o en el extranjero. No lo sé.

—Bueno, hay agencias, especialistas. Desde luego, puedo contratar…

Moritz pensaba que Quinn necesitaba dinero para contratar a unos investigadores privados.

—O podría preguntar al Einwohner Meldeamt.

Quinn meneó la cabeza.

—Dudo de que ellos sepan algo. Es casi seguro de que él no colabora de buen grado con las autoridades. Pero creo que la Policía tal vez no le ha perdido de vista.

Técnicamente hablando, los ciudadanos alemanes que se trasladan de casa dentro del país tienen la obligación de notificar los cambios de domicilio, tanto su antigua residencia como el lugar de su destino, a la oficina de empadronamiento. Como la mayoría de los sistemas burocráticos, funciona mejor en teoría que en la práctica. Aquellos con quienes la Policía, o bien Hacienda, quiere establecer contacto, son con frecuencia los que se resisten a cumplir la norma.

Quinn esbozó los antecedentes del hombre llamado Werner Bernhardt.

—Si se halla todavía en Alemania, por su edad podría ocupar algún empleo —dijo Quinn—. A menos que haya cambiado de nombre, eso significaría que tiene una tarjeta de la Seguridad Social, que paga impuesto sobre la renta… o que alguien lo paga por él. Debido a su historial, podría estar en pugna con la ley.

Moritz reflexionó acerca de ello.

—Si es un ciudadano cumplidor de la ley, e incluso un ex mercenario, puede no haber cometido delito alguno dentro de Alemania, no tendrá antecedentes en la Policía —dijo—. En cuanto al impuesto sobre la renta y la Seguridad Social, sus funcionarios considerarían esto como una información confidencial, y no contestarían a sus preguntas ni a las mías.

—Pero contestarían a un requerimiento de la Policía —dijo Quinn—. Pensé que tal vez tendría usted algún amigo en la Policía urbana o en la del Estado.

—¡Ah! —exclamó Moritz, pues sólo él sabía los donativos que había hecho para obras benéficas de la Policía de la ciudad de Dortmund y del Estado de Westfalia; en cualquier país del mundo, el dinero es poder, y ambas cosas sirven para comprar información—. Deme veinticuatro horas. Le telefonearé.

Cumplió su palabra, pero el tono de su voz, cuando llamó al Roemischer Kaiser a la mañana siguiente después del desayuno, era distante, como si alguien le hubiese hecho una advertencia al darle la información.

—Werner Richard Bernhardt —dijo, como si leyese unas notas—, cuarenta y ocho años, ex mercenario en el Congo. Sí, está vivo y reside en Alemania. Forma parte del personal de Horst Lenzlinger, el comerciante en armas.

—Gracias, ¿dónde podría encontrar a Herr Lenzlinger?

—No es fácil. Tiene una oficina en Bremen; pero vive en las afueras de Oldenburg, en el municipio de Ammerland. Como yo, es un hombre muy reservado. Pero aquí termina el parecido. Tenga cuidado con Lenzlinger, Herr Quinn. Me han dicho que, a pesar de su apariencia de respetabilidad, sigue siendo un gángster.

Dio a Quinn las dos direcciones.

—Gracias —dijo Quinn, tomando nota.

En la línea, se hizo una pausa embarazosa.

—Una última cosa. Lo siento. Es un mensaje de la Policía. Por favor, márchese de Dortmund. Y no vuelva. Esto es todo.

La noticia del papel representado por Quinn en lo ocurrido en la orilla de una carretera de Buckinghamshire se estaba difundiendo. Algunas puertas empezarían a cerrársele en muchos lugares.

—¿Tienes ganas de conducir? —preguntó a Sam, después de hacer las maletas y pagar la cuenta del hotel.

—Claro. ¿Adónde vamos?

—A Bremen.

Ella estudió el mapa.

—Dios mío, está a la mitad del camino de vuelta a Hamburgo.

—Exactamente, a dos tercios. Toma la E-37 para Osnabruck y sigue las señalizaciones. Te gustará.

Aquella tarde, el coronel Robert Easterhouse voló de Djedda a Londres, cambió de avión y siguió en vuelo directo hasta Houston. En el Continental Boeing, mientras cruzaba el Atlántico, pudo leer toda clase de revistas y diarios americanos.

Tres de ellos publicaban artículos sobre el mismo tema, y los razonamientos de sus autores eran muy parecidos. Faltaban doce meses justos para las elecciones presidenciales de noviembre del 1992. En el curso normal de los acontecimientos la nominación del candidato por el partido republicano no habría ofrecido duda. El presidente Cormack habría asegurado su candidatura para la reelección sin oposición alguna.

Pero lo sucedido durante las últimas seis semanas no había sido normal, decían los articulistas a sus lectores como si éstos no lo supiesen. Después describían el efecto que la pérdida de su hijo había producido sobré el presidente Cormack, calificaban su estado de traumático y a él lo presentaban como incapacitado.

Los tres escritores hacían una lista de faltas de concentración, discursos cancelados y apariciones en público no realizadas en la última quincena, desde el entierro en la isla de Nantucket. Uno de ellos llamaba Hombre Invisible al jefe ejecutivo.

Las tres conclusiones eran también similares. ¿No sería mejor que el presidente se retirase en favor del vicepresidente Odell, que dispondría de doce meses en el cargo para preparar la reelección en noviembre de 1992?

A fin de cuentas, razonaba Time, la baza principal de la política extranjera, de defensa y económica de Cormack, el ahorro de cien mil millones de dólares del presupuesto de defensa, con una reducción igual por parte de la URSS, era ya agua pasada.

Según Newsweek, la probabilidad de que el tratado fuese ratificado por el Congreso después de las vacaciones navideñas había quedado «panza arriba».

Easterhouse aterrizó en Houston cerca de la medianoche, después de pasar doce horas en el aire y dos en Londres. Los titulares en el puesto de periódicos del aeropuerto de Houston eran más contundentes: a fin de cuentas, Michael Odell era de Texas, y sería el primer presidente tejano desde Johnson si ocupaba el puesto de Cormack.

La conferencia con el Grupo Álamo estaba señalada para dentro de dos días, en el edificio de Pan-Global. Una limusina de la compañía llevó a Easterhouse al Remington, donde le había sido reservada una suite. Antes de entrar en ella, se puso al corriente de la situación en que se hallaban todos los asuntos. Una vez más; se formulaba la misma pregunta.

El coronel no había sido informado del Plan Travis. No necesitaba saberlo. Pero sí sabía que el cambio del jefe ejecutivo eliminaría el último obstáculo que se oponía a sus propósitos: la ocupación de Riad y de los campos petrolíferos de Hasa por una fuerza americana de rápido despliegue enviada por un presidente dispuesto a ello.

«Fortuito —pensó mientras le invadía el sueño—, muy fortuito».

La pequeña placa de metal en la pared de lo que había sido almacén, al lado de la puerta con paneles de teca, decía simplemente: Thor Spedition AG. Por lo visto, Lenzlinger ocultaba la verdadera naturaleza de su negocio detrás del escudo de una compañía de transportes, aunque no se veían camiones y el olor a fuel no había penetrado nunca en las alfombradas oficinas de la cuarta planta a la que subió Quinn.

Había un zumbador y un portero automático en la entrada, y otro con un circuito cerrado de televisión en el pasillo del cuarto piso. La conversión del almacén situado en una calleja de la zona portuaria, donde se detiene el río Weser en su camino hacia el Mar del Norte para justificar la existencia de la antigua Bremen, no había sido barata.

La secretaria, con la que se encontró en el antedespacho, estaba más en su papel. Si Lenzlinger hubiese tenido algún camión, ella habría podido conducirlo con facilidad.

Ja bitte? —preguntó la mujer, aunque su mirada expresaba claramente que era él y no ella, quien debía suplicar.

—Quisiera hablar un momento con Herr Lenzlinger —dijo Quinn.

Ella anotó el nombre y entró en el santuario privado, cerrando la puerta a su espalda. Quinn tuvo la impresión de que el espejo colocado en el tabique era transparente desde el otro lado. La secretaria volvió a los treinta segundos.

—¿Tiene la bondad de decirme el objeto de su visita, Herr Quinn?

—Deseo tener ocasión de hablar con un empleado de Herr Lenzlinger, un tal Werner Bernhardt.

Ella entró de nuevo en el despacho. Esta vez estuvo ausente un minuto. Cuando volvió, cerró con fuerza la puerta.

—Lo lamento; pero Herr Lenzlinger no puede hablar con usted —dijo en tono rotundo.

—Esperaré —respondió Quinn.

Ella le dirigió una mirada como expresando que lamentaba ser demasiado joven para dirigir un campo de trabajo en el que se encontrase él, y desapareció por tercera vez. Cuando volvió a su mesa, prescindió por completo de su presencia y empezó a escribir furiosamente a máquina.

Entonces se abrió otra puerta del antedespacho y entró un hombre. Habría podido pasar muy bien por un conductor de camión: o por una nevera ambulante. El traje gris pálido estaba bien cortado, hasta el punto de casi disimular los enormes músculos que cubría; el corte de pelo, corto y secado a mano, la loción para después del afeitado y otras muestras de refinamiento no eran baratos. Pero, en el fondo, se advertía que tenía madera de luchador.

—Herr Quinn —dijo hablando de modo pausado—, Herr Lenzlinger no puede recibirle ni contestar a sus preguntas.

—Ya veo que ahora no —convino Quinn.

—Ni ahora ni nunca, Mr. Quinn. Tenga la bondad de marcharse.

Quinn tuvo la impresión de que la entrevista había terminado. Bajó a la calle y cruzó la calzada hasta el sitio donde le esperaba Sam en el coche.

—No se le puede visitar en horas de trabajo —dijo—. Tendré que verlo en su casa. Vayamos a Oldenburg.

Otra ciudad muy antigua, con su puerto fluvial comerciando durante siglos en el río Hunte, fue antaño sede de los condes de Oldenburg. El casco histórico, la Ciudad Vieja, está todavía ceñido por trozos de la muralla y por un foso constituido por una serie de canales enlazados.

Quinn encontró la clase de hotel que prefería, una tranquila posada con patio cercado, llamada la Graf von Oldenburg, en la calle del Espíritu Santo.

Antes de que cerrasen las tiendas, tuvo tiempo de visitar una ferretería y un almacén de artículos de camping; en un quiosco, compró el mapa más grande que pudo encontrar de las tierras circundantes. Después de la cena, sorprendió a Sam al pasar una hora en su habitación atando nudos, cada cincuenta centímetros, en una cuerda de quince metros que había comprado en la ferretería y, por último, sujetando en el extremo de ésta un garfio de tres púas.

—¿Adónde vas a ir? —preguntó ella.

—Sospecho que a subir a un árbol —fue todo lo que quiso decirle.

Se marchó cuando ella dormía todavía, en la oscuridad que precede a la aurora.

Encontró la finca de Lenzlinger una hora más tarde. Estaba al oeste de la ciudad y al sur del gran lago Bad Zwischenahn, entre los pueblos de Portsloge y Janstrat. Era una región completamente llana, que se extendía, sin un solo monte, hacia el oeste y a través del Ems para convertirse en la Holanda del Norte noventa kilómetros más allá.

Cruzado por innumerables ríos y canales, que desaguan la húmeda llanura hacia el mar, la tierra entre Oldenburg y la frontera está salpicada de bosques de hayas, robles y coníferas. La finca de Lenzlinger se hallaba situada entre dos bosques y era una casa señorial fortificada en el centro de un parque de tres hectáreas, cercado en su totalidad por un muro de dos metros y medio.

Quinn, vestido de la cabeza a los pies con prendas verdes de camuflaje y enmascarado el rostro con una red, pasó la mañana tendido sobre la rama de un corpulento roble en el bosque del lado opuesto de la carretera. Sus potentes gemelos le mostraron todo lo que necesitaba saber.

La mansión de piedra gris y sus dependencias exteriores estaban dispuestas en forma de L. El brazo más corto correspondía a la casa principal, de dos pisos más los desvanes. El brazo más largo había sido antaño caballerizas y se había convertido ahora en apartamentos para la servidumbre. Quinn contó cuatro servidores domésticos: un mayordomo, un cocinero y dos encargadas de la limpieza. Lo que más le llamó la atención fueron los dispositivos de seguridad. Eran muchos y caros.

Lenzlinger había empezado como joven traficante a finales de los años cincuenta, vendiendo sobrantes de armas de guerra a quienes quisieran comprárselos. Como no tenía licencia, sus certificados estaban falsificados y no preguntaba a nadie. Corría la era de las guerras coloniales y de las revoluciones del Tercer Mundo. Operando al margen de la ley, se había ganado la vida, pero poco más.

Su gran oportunidad llegó con la guerra civil nigeriana. Estafó más de medio millón de dólares a los biafreños, los cuales, pagaron por bazokas pero recibieron tubos de hierro. Acertó al suponer que estarían demasiado ocupados luchando por sus vidas para venir al norte a ajustarle las cuentas.

A principios de los setenta, consiguió una licencia (Quinn sólo podía adivinar lo que le habría costado) que le permitió abastecer a media docena de grupos beligerantes de África, América Central y Oriente Medio, y todavía le dejaba tiempo para realizar ocasionales operaciones de «mercado negro» (mucho más lucrativas) con la ETA, el IRA y algunos otros. Compraba en Checoslovaquia, Yugoslavia y Corea del Norte, todas ellas necesitadas de monedas fuertes, y vendía a los terroristas. En 1985, suministró nuevas armas norcoreanas a los dos bandos de la guerra entre Irán e Irak. Incluso algunas agencias de información gubernamentales habían empleado su mercancía cuando querían armas de origen desconocido para atribuirlas a los revolucionarios.

Esta carrera le hizo muy rico. También le proporcionó muchos enemigos. Ahora pretendía gozar de lo primero y frustrar a los segundos.

Todas las ventanas, superiores e inferiores, se hallaban protegidas por mecanismos electrónicos. Aunque no podía ver los aparatos, Quinn tenía la seguridad de que las puertas lo estaban también. Esto en cuanto al cinturón interior. El exterior era el muro, el cual cercaba toda la finca sin interrupción y estaba rematado con dos hileras de púas afiladas. Los árboles del parque habían sido podados de manera que las ramas no sobresaliesen de la cerca. Existía algo más, que brillaba bajo los ocasionales rayos de sol, tendido a lo largo del borde de la pared: un alambre, tenso como una cuerda de piano, sostenido por unos aisladores de cerámica, un hilo electrificado, conectado al sistema de alarma, sensible al tacto.

Entre el muro y la casa, se encontraba un terreno descubierto, de cincuenta metros en su parte más estrecha, enfocado por cámaras y vigilado por perros. Vio cómo daban la comida de la mañana a los dos doberman. El que cuidaba de ellos era demasiado joven para ser Bernhardt.

Quinn observó que el Mercedes 600, con ventanillas de cristales ahumados, salía para Bremen a las nueve menos cinco. La nevera ambulante introdujo un personaje embozado y con gorro de piel en el asiento de atrás, se sentó en el de delante, junto al chófer, y el coche arrancó, cruzó la verja de hierro y salió a la carretera. Pasaron justo por debajo de la rama donde estaba tendido Quinn.

Calculó que había cuatro guardaespaldas, tal vez cinco. El chófer parecía uno de ellos, y la nevera ambulante era sin duda otro. Quedaba el que cuidaba de los perros y tal vez alguno más dentro de la casa. ¿Bernhardt?

El punto neurálgico de la seguridad parecía ser una habitación de la planta baja, en el lugar donde las dependencias de la servidumbre se unían a la casa principal. El que cuidaba de los perros entró y salió de ella varias veces, empleando una puerta pequeña que daba directamente al jardín. Quinn dedujo que era muy probable que el guardián de noche pudiese controlar las luces, los monitores de televisión y los perros desde dentro. Al mediodía, Quinn había trazado su plan, bajó del árbol y regresó a Oldenburg.

Sam y él pasaron la tarde de tiendas; él en busca de una furgoneta de alquiler y de varias herramientas; ella, para comprar los objetos de una lista que él le había entregado.

—¿Puedo ir contigo? —preguntó Sam—. Te esperaría fuera.

—No. Un vehículo en aquel terreno, en mitad de la noche, es ya de por sí bastante raro. Dos equivaldrían a un embotellamiento de tráfico.

Después le dijo lo que quería que hiciese.

—Debes estar aquí cuando yo llegue. Sospecho que tendré bastante prisa.

Aparcó junto al muro de piedra a las dos de la mañana. El alto techo de la furgoneta estaba lo bastante cerca de la pared para que pudiese ver claramente por encima de ésta si se subía en él. El lado de la furgoneta llevaba, por si alguien sentía curiosidad, el rótulo en cinta adhesiva de una empresa instaladora de antenas de televisión. Esto explicaría también la escalera de aluminio fijada en la baca del vehículo.

Cuando asomó la cabeza por encima del muro, pudo ver, a la luz de la luna, los árboles desnudos de hojas del parque, los prados de césped que se extendían hasta la casa y la pálida luz en la ventana de la habitación del guarda.

Para la maniobra había elegido un lugar en el que un árbol solitario del interior del parque se hallaba solamente a poco más de dos metros del muro. Se plantó sobre el techo de la furgoneta e hizo girar una y otra vez sobre su cabeza una pequeña caja de plástico sujeta al extremo de un hilo de pescar. Cuando adquirió el impulso suficiente, soltó la cuerda. La caja de plástico describió una parábola perfecta, penetró entre las ramas del árbol y descendió hacia el suelo. La cuerda se puso tirante. Quinn la aflojó lo suficiente para que la caja se quedara colgando del árbol a dos metros y medio por encima del césped; después la sujetó.

Puso el motor en marcha y el vehículo se deslizó silenciosamente junto a la pared, durante cien metros, y se detuvo en el lugar opuesto al cuarto de control del guarda. La camioneta tenía ahora unos soportes de acero en sus costados, algo que dejaría perplejos por la mañana a los de la compañía de alquiler de automóviles. Quinn introdujo en ellos las patas de la escalera, de manera que ésta sobresaliese bastante del muro. Desde el último peldaño, podía saltar al parque, evitando las púas afiladas y el cable sensor. Trepó por la escalera, sujetó la cuerda de seguridad al peldaño superior y esperó. Vio la sombra saltarina de un doberman cruzando un sector del parque iluminado por la luna.

Los sonidos, cuando se produjeron, eran demasiado graves para su oído, pero no para el de los perros. Vio que uno de ellos se detenía, esperaba, escuchaba y, después, corría hacia el lugar donde pendía la caja negra de la cuerda de nailon entre los árboles. El otro le siguió segundos después. Dos cámaras instaladas en la pared de la casa giraron para seguirles. Los perros no volvieron.

Al cabo de cinco minutos, se abrió la puerta pequeña y un hombre se plantó en el umbral. No era el que cuidaba de los perros por la mañana, sino el guardián nocturno.

Lothar, Wotan, was ist den los? —llamó sin levantar la voz.

Ahora, él y Quinn pudieron oír los gruñidos furiosos de los doberman, en alguna parte entre los árboles. El hombre volvió atrás, estudió sus monitores, pero no vio nada. Salió de nuevo con una linterna, sacó una pistola y fue detrás de los perros. Dejando la puerta abierta.

Quinn saltó de la escalera como una sombra, hacia delante, desde una altura de más de tres metros y medio. Cayó rodando sobre sí mismo a la manera de los paracaidistas. Se levantó, corrió entre los árboles, cruzó el prado de césped, entró en el cuarto de control y cerró la puerta por dentro.

Una mirada a los monitores de televisión le dijo que el guardián estaba todavía tratando de recobrar sus doberman, a cien metros de allí y junto al muro. En definitiva, el hombre vería el magnetófono colgando de una rama a dos metros y medio del suelo, y los perros saltando y tratando de morderlo, mientras la cinta emitía una serie ininterrumpida de ladridos y gruñidos. Quinn había tardado una hora en preparar aquella cinta en la habitación del hotel, para consternación de los otros huéspedes. Pero cuando el guardián se diese cuenta del engaño, sería demasiado tarde.

Había otra puerta dentro del cuarto de control, que comunicaba con la casa principal. Quinn subió a la planta donde se hallaban los dormitorios. Seis puertas de madera tallada, probablemente de otras tantas alcobas. Pero las luces que había visto al amanecer indicaban que la habitación del amo debía estar al final del pasillo. Y así era.

Horst Lenzlinger se despertó con la sensación de algo duro y doloroso contra su oreja izquierda. Entonces se encendió la luz de la mesita de noche. El hombre lanzó un grito de cólera; después miró en silencio la cara que se cernía sobre él. Su labio inferior tembló. Era el hombre que había ido a su oficina, y entonces ya no le había gustado su aspecto. Ahora todavía le gustaba menos; pero lo que más le desagradaba era el cañón de la pistola a un centímetro de la oreja.

—Bernhardt —dijo el hombre camuflado—. Quiero hablar con Werner Bernhardt. Telefonee. Hágale venir. Inmediatamente.

Lenzlinger descolgó el teléfono de encima de la mesita de noche, marcó un número y recibió una adormilada respuesta.

—Werner —chilló— ven aquí ahora mismo. Sí, en mi habitación. Date prisa.

Mientras esperaban, Lenzlinger miró a Quinn con una mezcla de miedo y malevolencia. A su lado, sobre la sábana de seda negra, tembló en sueños la joven traída de Vietnam, delgada como un palo; parecía una muñeca deslustrada. Bernhardt llegó, con un suéter polo sobre el pijama. Captó la escena y abrió los ojos asombrados.

Tenía la edad adecuada, poco menos de cincuenta años. Cara cetrina y ruin, cabellos rubios que empezaban a teñirse de gris en las sienes, ojos grises y redondos.

Was ist denn hier, Herr Lenzlinger?

—Yo haré las preguntas —impuso Quinn hablando en alemán—. Dígale que las conteste, de prisa y sin mentir. O necesitará usted una cuchara para recoger sus sesos de la pantalla de la lámpara. No me importaría nada. Dígaselo.

Lenzlinger así lo hizo. Bernhardt asintió con la cabeza.

—¿Estuvo en el Quinto Comando mandado por John Peters?

Ja.

—¿Se hallaba en él durante el motín de Stanleyville, la marcha a Bukavu y el asedio?

Ja.

—¿Conoció a un belga muy corpulento llamado Paul Marchais? Big Paul, le llamaban.

—Sí, lo recuerdo. Vino del Comando Doce, de los hombres de Schramme. Cuando Denard fue herido en la cabeza, todos quedamos bajo el mando de Schramme. ¿Qué más?

—Hábleme de Marchais.

—¿Qué quiere saber de él?

—Todo. ¿Cómo era?

—Grande; enorme: lo menos dos metros. Buen luchador. Había sido mecánico de automóviles.

«Sí —pensó Quinn—, alguien tenía que volver a poner en estado de funcionamiento aquella Ford Transit, alguien que entendiese de motores y de soldaduras». El belga era pues el mecánico.

—¿Quién fue su amigo más íntimo, desde el principio hasta el final?

Quinn sabía que los soldados combatientes, como los policías en funciones, solían formar parejas; conviene poder confiar en alguien cuando las cosas se ponen de verdad difíciles. Bernhardt frunció el ceño, pensativo.

—Sí, había uno. Siempre estaban juntos. Intimaron durante el tiempo que Marchais estuvo en el Quinto. Era sudafricano, podían hablar la misma lengua, ¿sabe? Flamenco o afrikaans.

—¿Cómo se llamaba?

—Pretorius, Janni Pretorius.

A Quinn se le encogió el corazón. África del Sur estaba muy lejos y Pretorius era allí un apellido muy corriente.

—¿Qué fue de él? ¿Volvió a África del Sur? ¿Murió?

—No; lo último que supe de él fue que se había establecido en Holanda. Desde entonces ha pasado mucho tiempo. Mire, no sé dónde se encuentra ahora. Es la verdad, Herr Lenzlinger. Oí decir aquello hace diez años.

—No lo sabe —protestó Lenzlinger—. Ahora aparte esa cosa de mi oreja.

Quinn comprendió que nada más le sacaría a Bernhardt. Asió a Lenzlinger del pijama de seda y lo sacó de la cama de un tirón.

—Iremos a la puerta de la entrada —dijo Quinn—. Despacio y sin meter ruido. Las manos sobre la cabeza, Bernhardt. Pase delante. Si intenta algo, su jefe tendrá un segundo ombligo.

Bajaron en fila india la oscura escalera. Al llegar a la puerta, oyeron que la golpeaban desde fuera; era el hombre de los perros que trataba de entrar.

—Por la puerta de atrás —dijo Quinn.

Se encontraban a la mitad del pasillo que conducía al cuarto de control cuando Quinn tropezó con una silla de roble y se tambaleó. Soltó a Lenzlinger. En un abrir y cerrar de ojos, el rechoncho hombrecillo corrió hacia el vestíbulo principal llamando a gritos a sus guardaespaldas. Quinn derribó a Bernhardt de un culatazo y corrió hacia el cuarto de control y la puerta que daba al parque.

Estaba a medio camino sobre el césped cuando el vocinglero Lenzlinger apareció en la puerta detrás de él, gritando a los perros para que volviesen de donde estaban. Quinn dio media vuelta, apuntó, apretó una vez el gatillo, se volvió y siguió corriendo. El traficante de armas lanzó un chillido de dolor y desapareció en el interior de la casa.

Quinn se metió la pistola en el cinto y llegó a la cuerda de los nudos con diez metros de ventaja sobre los dos doberman. Escaló el muro y mientras ellos saltaban detrás de él, pisó el alambre sensor (provocando estridentes timbrazos de alarma en la casa) y se dejó caer sobre el techo de la furgoneta. Prescindió de la escalera, puso el vehículo en marcha y se alejó a toda velocidad antes de que pudiese organizarse un grupo para perseguirle.

Sam le estaba esperando, según lo prometido, en su coche, delante del Graf von Oldenburg, después de haber cargado las maletas y pagado la cuenta del hotel. Él abandonó la furgoneta y subió al lado de Sam.

—Conduce hacia el oeste —dijo—. Seguiremos la E-22 en dirección a Lier y Holanda.

Los hombres de Lenzlinger estaban en dos coches y podían comunicar por radio entre sí y con la casa. Alguien telefoneó desde ésta al mejor hotel de la ciudad, el City Club, pero le dijeron que Quinn no se había alojado allí. El que llamaba tardó otros diez minutos resiguiendo la lista de hoteles hasta enterarse por el Graf von Oldenburg de que Herr y Frau Quinn habían estado allí y se habían marchado. Pero el hombre obtuvo una descripción aproximada de su automóvil.

Sam había salido de Ofener Strasse y llegó al cinturón de ronda doscientos treinta y nueve cuando un Mercedes gris apareció detrás de ellos. Quinn se deslizó de su asiento y se acurrucó de manera que su cabeza quedase por debajo del marco de la ventanilla. Ella pasó del cinturón a la autopista E-22; el Mercedes la siguió.

—Se está acercando —le informó ella.

—Conduce con normalidad —murmuró Quinn desde su escondrijo—. Dedícales una amable sonrisa y saluda con la mano.

El Mercedes redujo la marcha al colocarse a su lado. Todavía era de noche, y el interior del Ford permanecía invisible desde fuera. Sam volvió la cabeza. No conocía a ninguno de los dos; el cuidador de los perros y la nevera ambulante de la mañana anterior.

Ella los saludó con una brillante sonrisa y un ligero movimiento de la mano. Los hombres la miraron, con semblante hermético. Las personas que huyen asustadas no sonríen ni alzan la mano para saludar. Después de varios segundos, el Mercedes aceleró, hizo un giro en U en la primera encrucijada y volvió hacia la ciudad. Al cabo de diez minutos, Quinn salió de su escondite y se sentó de nuevo.

—Parece que Herr Lenzlinger no te tiene simpatía —dijo Sam.

—Por lo visto no —repuso con voz triste Quinn—. Acabo de darle un susto.