CAPÍTULO XII

Lo enterraron en Prospect Hill, el cementerio de la isla de Nantucket, y el frío viento de noviembre soplaba desde el norte a través del Sound.

La ceremonia religiosa se celebró en la iglesia episcopaliana de Fair Street, demasiado pequeña para todos los que deseaban asistir. La familia del presidente ocupaba los dos primeros bancos; detrás estaban los miembros del Gabinete y, en el fondo, otros dignatarios. A petición de la familia, fue un oficio sencillo y privado; a los embajadores y delegados extranjeros se les pidió que asistiesen a los funerales que se celebrarían más adelante en Washington.

El presidente pidió incluso a la Prensa que se abstuviese de asistir, pero unos cuantos periodistas se presentaron de todos modos. Los isleños (en aquella estación no había nadie de vacaciones allí) tomaron al pie de la letra el deseo del presidente. Incluso los hombres del Servicio Secreto, que no se distinguen por sus exquisitos modales, se sorprendieron al verse superados por los ceñudos y silenciosos nantuckeños que, sin hacer ruido, quitaron de en medio a varios cámaras y velaron las películas.

El ataúd fue llevado a la iglesia desde la única funeraria de la isla en Union Street, donde estuvo depositado desde su llegada en un C-130 militar (el aeródromo era demasiado pequeño para que pudiesen aterrizar los Boeing 747) hasta el comienzo del oficio.

Cuando la ceremonia se hallaba a la mitad, empezaron a caer las primeras lluvias, abrillantando el tejado de pizarra gris de la iglesia, lavando las ventanas de colores y los bloques de piedra rosa y gris del edificio.

Terminado el oficio, el ataúd fue depositado en un coche fúnebre, que emprendió a paso lento el trayecto de ochocientos metros hasta el Hill, saliendo de Fair Street, traqueteando sobre el empedrado irregular de Main, y subiendo por New Mill Street a Cato Lane. El séquito caminó bajo la lluvia, precedido por el presidente, que miraba como aturdido el ataúd envuelto en la bandera a pocos pasos delante de él. Su hermano menor sostenía a la llorosa Myra Cormack.

El camino era flanqueado por los vecinos de Nantucket, descubiertos y callados. Allí estaban los tenderos que habían vendido pescado, carne, huevos y verduras a la familia, y los dueños de docenas de buenos restaurantes que les habían servido sus especialidades. Allí se encontraban las caras morenas de los viejos pescadores que antaño habían enseñado a nadar, a bucear y a pescar al muchacho de cabellos de estopa, o le habían llevado a recoger vieiras frente al Faro de Sankaty.

El guarda y el jardinero estaban llorando en la esquina de Fair Street y Main, a donde habían acudido para ver por última vez al muchacho que aprendió a correr por las duras playas mojadas por la marea, desde Coatue hasta Creat Point y de vuelta hasta Siasconset Beach. Pero las víctimas de las bombas no deben ser contempladas por ojos vivientes, y el ataúd había sido cerrado.

En Prospect Hill, entraron en la mitad protestante del cementerio, pasando por delante de tumbas centenarias de hombres que habían ido con sus pequeñas barcas a la caza de la ballena, cuyas barbas tallaban luego a la luz de lámparas de aceite en las largas noches invernales. Después llegaron al nuevo sector dónde había sido preparada la sepultura.

Los asistentes fueron entrando y llenaron el lugar, colocándose en filas, y el viento sopló en aquel espacio abierto, después de cruzar el Sound y la ciudad, agitando cabellos y bufandas. Ninguna tienda, ningún taller, ningún bar estaban abiertos aquel día. Ningún avión aterrizó en el aeródromo y ningún ferry atracó en el puerto. Los isleños se habían desconectado del mundo para llorar a un hijo, aunque fuese adoptivo. El pastor empezó a recitar palabras antiguas, y el viento se llevaba su voz.

Allá en lo alto, un gerifalte solitario que bajaba del Ártico como un copo de nieve arrastrado por una ráfaga de aire miró hacia abajo, vio todos los detalles con sus increíbles ojos, y su único grito de alma perdida fue también llevado por el viento.

La lluvia, que había cesado durante el oficio, volvió a caer de nuevo, a rachas y chaparrones. Las aspas frenadas del Viejo Molino crujieron camino abajo. Los hombres de Washington temblaban y se arrebujaban en sus gruesos abrigos. El presidente permanecía inmóvil, mirando con gran fijeza lo que quedaba de su hijo, insensible al frío y a la lluvia.

A un metro de él, estaba la primera dama, surcado su rostro por la lluvia y las lágrimas. Cuando el predicador llegó a «la Resurrección y la Vida futura», se tambaleó como si fuese a caer.

A su lado, un hombre del Servicio Secreto, con el abrigo desabrochado para tener a su alcance la pistola colgada debajo del sobaco izquierdo, de pelo cortado a cepillo y de una corpulencia de jugador de rugby, prescindió del protocolo y de las ordenanzas, para rodearle los hombros con el brazo derecho. Ella se apoyó en él y lloró sobre la mojada chaqueta.

John Cormack permanecía solo, aislado en sus pensamientos y en su dolor, incapaz de salir de su estado ausente.

Un fotógrafo, más listo que los demás, tomó una escalera de un patio que se hallaba a unos cuatrocientos metros de distancia y subió al viejo molino de madera de la esquina de South Prospect Street y South Mill Street. Antes de que nadie advirtiese que usaba un teleobjetivo, y a la luz del único rayo de sol que se filtraba entre las nubes, tomó una foto, sobre las cabezas de la multitud, del grupo que estaba junto a la tumba.

Fue una fotografía que daría la vuelta a América y a todo el mundo. Mostraba la cara de John Cormack como nadie la había visto hasta entonces; la cara de un hombre envejecido, enfermo, cansado, agotado. Un hombre que ya no podía aguantar más, un hombre dispuesto a abandonar.

Más tarde, en la entrada del cementerio, los asistentes fueron pasando por delante de los Cormack. Nadie sabía qué decir. El presidente asentía con la cabeza, como si lo comprendiese, y estrechaba formalmente las manos.

Después de los pocos familiares próximos, pasaron sus más íntimos amigos y colegas, presididos por los seis miembros del Gabinete que formaban el núcleo del comité que trataba de resolver la crisis en su nombre.

Michael Odell se detuvo un momento, intentando encontrar algo que decir; después meneó la cabeza y se alejó. La lluvia repicaba sobre su cabeza gacha, pegando los gruesos cabellos grises al cráneo.

La perfecta diplomacia de Jim Donaldson fue igualmente desarmada por sus emociones; también él lo único que pudo hacer fue mirar con muda compasión a su amigo, estrechar su mano fláccida y seca, y seguir adelante.

Bill Walters, el joven fiscal general, disimuló lo que sentía adoptando una actitud ceremoniosa.

—Señor presidente —murmuró—, le acompaño en su sentimiento. Lo lamento, señor.

Morton Stannard, el banquero de Nueva York trasladado al Pentágono, era el más viejo de los presentes. Había asistido a muchos entierros, de amigos y colegas, pero a ninguno como aquél. Iba a decir algo convencional; no obstante, sólo pudo farfullar:

—Dios mío, cuánto lo siento, John.

Brad Johnson, el académico negro y consejero de Seguridad Nacional, se limitó a mover la cabeza, como pasmado.

Hubert Reed, del Tesoro, sorprendió a los que estaban cerca de los Cormack. No era un hombre expansivo, demasiado tímido para las francas demostraciones de afecto; un soltero que nunca había sentido la necesidad de una esposa o de unos hijos. Pero miró muy fijo a John Cormack a través de los mojados cristales de las gafas, le tendió la mano, y entonces, en un impulso, alargó ambos brazos y rodeó con ellos a su viejo amigo. Después, como sorprendido por su propia emotividad, se volvió y se alejó presuroso para reunirse con los otros, que tomaban sus coches para ir al aeropuerto.

La lluvia disminuyó de nuevo y dos hombres vigorosos empezaron a arrojar tierra mojada en la fosa. Todo había terminado.

Quinn comprobó el horario del ferry que salía de Dover para Ostende y se encontró con que se les había escapado el último del día. Pasaron la noche en un tranquilo hotel y tomaron el tren de Charing Cross por la mañana.

La travesía fue normal y, avanzada la mañana, Quinn alquiló un Ford azul mediano en una agencia local. Se dirigieron al antiguo puerto flamenco que había sido centro comercial a orillas del Escalda desde antes que navegase Colón.

Bélgica está entrelazada por un sistema muy moderno de espléndidas autopistas; las distancias son cortas y se recorren en poco tiempo. Quinn eligió la E-5, al este de Ostende, pasó por el sur de Brujas y Gante y, después, se dirigió hacia el noreste por la A-3 y llegó al centro de Amberes a tiempo para un almuerzo tardío.

Europa era un territorio desconocido para Sam. Quinn parecía saber por dónde iba. Ella le había oído hablar francés con fluidez en varias ocasiones, durante las pocas horas que llevaban en el país. Lo que no había percibido era que, cada vez antes de hacerlo, Quinn había preguntado a los flamencos si les importaba que les hablase en francés. Por regla general, los flamencos hablan un poco el francés; pero les gusta que se lo pregunten primero. Sólo para dejar bien claro que no son valones.

Se alojaron en un pequeño hotel de la Italie Lei y doblaron la esquina para ir a almorzar a uno de los muchos restaurantes que flanquean por ambos lados la De Keyser Lei.

—¿Qué estás buscando exactamente? —preguntó Sam mientras comían.

—A un hombre —dijo Quinn.

—¿Qué clase de hombre?

—Lo sabré cuando lo vea.

Después del almuerzo, Quinn consultó a un taxista, en francés, y arrancaron. Se detuvo en una tienda de arte e hizo en ella dos compras; también adquirió un plano de la ciudad en un quiosco y celebró otra conferencia con el conductor. Sam oyó las palabras Falcon Rui y después Schipper Straat. El chófer le dirigió una mirada burlona.

La Falcon Rui resultó ser una ruinosa calle donde había varias tiendas de prendas de vestir baratas. En una de ellas compró Quinn un jersey de marinero, un pantalón de lona y unas botas toscas. Lo metió todo en una bolsa de yute y siguieron hacia Schipper Straat. Por encima de los tejados, pudo ver Sam los extremos de unas grandes grúas, indicadoras de que se encontraban cerca del muelle.

Quinn salió de Falcon Rui y entró en un laberinto de estrechas y sucias calles que parecían constituir una zona de casas viejas y sórdidas entre la Falcon Rui y la River Schelde. Se cruzaron con varios hombres de rudo aspecto que daban la impresión de ser marineros mercantes. Había un escaparate iluminado a la izquierda de Sam. Ella lo miró. Una joven robusta, sin más ropa que un pantalón muy corto y un sujetador estaba reclinada en un sillón.

—¡Jesús, Quinn, éste es el barrio de las luces rojas! —protestó Sam.

—Lo sé —dijo él—. Ésta fue la dirección que pregunté al taxista.

Siguió caminando, mirando a derecha e izquierda los rótulos de las tiendas. Aparte de los bares y de los escaparates iluminados donde se exhibían las prostitutas, había pocos establecimientos. Pero encontró tres de los que buscaba en el espacio de doscientos metros.

—¿Salones de tatuaje? —preguntó ella.

—Estamos en la zona portuaria —dijo simplemente él—. El puerto equivale a marineros, y los marineros significan tatuajes. También significan bares y muchachas y chulos que viven de ellas. Volveremos esta noche.

El senador Bennett Hapgood se levantó de su escaño del Senado cuando le tocó el turno y se dirigió al estrado. El día después del entierro de Simon Cormack, ambas cámaras del Congreso americano habían hecho constar una vez más su indignación y su repulsa por lo que había ocurrido la semana anterior en una carretera solitaria de la lejana Inglaterra.

Todos los oradores habían pedido que se tomasen las medidas necesarias para descubrir a los culpables y someterlos a la justicia. A la justicia americana. Costara lo que costara. El presidente de la Cámara golpeó la mesa con su martillo.

—El senador por Oklahoma tiene la palabra —salmodió.

Bennett Hapgood no estaba considerado un peso fuerte dentro del Senado. Los escaños no habrían estado muy concurridos si se hubiese debatido otra cuestión. Y no era que se creyese que el joven senador por Oklahoma tuviese mucho que añadir. Pero lo tenía. Pronunció las palabras habituales de condolencia, de indignación por lo ocurrido y de deseos de que los culpables fuesen llevados ante los tribunales. Después hizo una pausa y reflexionó sobre lo que iba a decir.

Sabía que era una apuesta, una apuesta muy arriesgada. Le habían dicho algo importante, pero no tenía pruebas de ello. Si se equivocaba, sus compañeros senadores le humillarían como a un patán que empleaba palabras serias sin ninguna seriedad.

Sin embargo, sabía que tenía que seguir adelante o perder el apoyo de su nuevo e imponente fiador.

—Pero tal vez no hemos de buscar muy lejos para descubrir a los culpables de este acto diabólico.

Los graves murmullos de la sala cesaron de repente. Los que estaban en los pasillos, dispuestos a marcharse, se detuvieron y se volvieron.

—Quisiera preguntar una cosa. ¿No es cierto que la bomba que mató a aquel joven, al hijo único de nuestro presidente, fue diseñada, hecha y probablemente montada dentro de la Unión soviética? ¿No venía de Rusia aquel artefacto?

Su demagogia natural le habría llevado más lejos. Pero el debate se desintegró en confusión y alboroto. Los medios de comunicación formularon su pregunta a la nación al cabo de diez minutos. Durante dos horas, la Administración contestó con evasivas. Después tuvo que reconocer el contenido del resumen del dictamen del doctor Barnard.

Al anochecer, el furor ciego e intenso contra alguien desconocido, que había crecido como un río desbordado entre la gente de Nantucket el día anterior, había encontrado ahora un blanco. Multitudes de espontáneos asaltaron y destrozaron las oficinas de las líneas Aeroflot soviéticas, en el número seiscientos treinta de la Quinta Avenida, en Nueva York, antes de que la Policía pudiese acordonar el edificio. El personal aterrorizado corrió escaleras arriba para protegerse de la chusma; pero fue rechazado por los oficinistas de los pisos superiores. Consiguieron escapar, justo con los otros que se hallaban en el edificio, gracias a la ayuda de los bomberos, que acudieron cuando los locales de Aeroflot fueron incendiados y hubo que evacuar toda la casa.

La Policía de Nueva York llegó justo a tiempo al número ciento treinta y seis de la Calle 67 Este, donde residía la misión soviética en las Naciones Unidas. Un tropel de neoyorquinos trató de forzar la entrada en la calle acordonada; aunque por fortuna para los rusos, los agentes de uniforme azul se mantuvieron firmes.

La Policía de Nueva York se encontró luchando con una muchedumbre empeñada en hacer algo con lo que simpatizaban en privado muchos de sus agentes.

Lo propio ocurrió en Washington. La Policía de la capital fue alertada y custodió la Embajada soviética y el Consulado en Phelps Place con el tiempo justo. Frenéticas llamadas telefónicas del embajador soviético al Departamento de Estado fueron contestadas diciendo que el informe británico estaba siendo todavía examinado y podía resultar falso.

—Deseamos ver ese informe —insistió el embajador Yermakov—. Es mentira. Lo afirmo categóricamente. Es mentira.

Las agencias Tass y Novosti, lo mismo que todas las Embajadas soviéticas del mundo, publicaron, bien avanzada la noche, una rotunda negativa de las conclusiones del dictamen Barnard, acusando a Londres y a Washington de una cruel y deliberada calumnia.

—¿Cómo diablos se ha filtrado esto? —preguntó Michael Odell—. ¿Cómo diablos pudo enterarse ese Hapgood?

No había respuesta. Ninguna organización importante, y menos un Gobierno, puede funcionar sin una hueste de secretarias, taquígrafos, escribientes y mensajeros; cualquiera de ellos puede revelar un documento confidencial.

—Una cosa es segura —murmuró Stannard, de Defensa—. Después de esto, el Tratado de Nantucket puede darse por muerto. Ahora tendremos que revisar nuestros presupuestos de defensa sobre la base de que no habrá reducciones de armamento.

Quinn había empezado a recorrer los bares del laberinto de estrechas calles que arrancaba de la Schipperstraat. Llegó allí a las diez de aquella noche y permaneció hasta que los bares cerraron justo antes del amanecer, un esbelto marinero que parecía medio borracho, farfullaba en francés, pero tomaba un vasito de cerveza en cada bar. Hacía frío en la calle, y las casi desnudas prostitutas temblaban junto a sus estufas eléctricas o delante de los aparatos de acondicionamiento de aire en sus escaparates. A veces, terminaban su turno, se ponían un abrigo y salían para ir a uno de los bares, tomar una copa y gastar las acostumbradas bromas procaces a los camareros y a los clientes.

La mayoría de los establecimientos tenían nombres como Las Vegas, Hollywood o California, esperando sus optimistas dueños que unos nombres evocadores de un esplendor extranjero atrajesen a los marineros errantes ilusionados por encontrar aquella opulencia detrás de las astilladas puertas. En su mayoría, eran locales mugrientos; pero se estaba caliente y servían buena cerveza.

Quinn había dicho a Sam que tendría que esperar, en el hotel o en el coche aparcado a dos esquinas de distancia en Falcon Rui. Ella prefirió el coche, que no impidió que recibiese numerosas proposiciones a través de las ventanillas.

Quinn bebía despacio, observando la riada de nativos y extranjeros que fluía por aquellas calles y sus bares. En su mano izquierda, hecho con tinta china comprada en la tienda de arte y ligeramente tiznado para que pareciese viejo, aparecía el dibujo de la telaraña negra con la araña roja en su centro. Durante toda la noche, observó otras manos izquierdas, pero no vio nada como aquello.

Subió por la Guit Straat y Pauli Plein, tomando una caña de cerveza en cada uno de los bares; después volvió a Schipperstraat y empezó de nuevo el recorrido. Las muchachas pensaban que quería una mujer y le costaba decidirse. Los clientes varones hacían caso omiso de él, ya que también ellos iban sin cesar de un lado a otro. Sólo un par de camareros, en su tercera visita, menearon la cabeza y sonrieron.

—¿De nuevo aquí? ¿No ha habido suerte?

Tenían razón, pero en otro sentido. No tenía suerte y, antes del amanecer, se reunió con Sam en el coche. Ella se encontraba medio dormida, con el motor en marcha para que funcionase la calefacción.

—¿Y ahora qué? —preguntó Sam mientras volvían al hotel.

—Comer, dormir, comer y empezar de nuevo mañana por la noche —dijo él.

Ella se mostró muy erótica durante la mañana que pasaron en la cama, sospechando que tal vez Quinn se había dejado tentar por alguna de las muchachas que se exhibían en Schipperstraat. No había sido así, pero no vio motivo para desengañarla.

Lionel Cobb se entrevistó con Cyrus Miller, a petición propia, en el piso alto de Pan-Global, en Houston, aquel mismo día.

—Quiero salirme de esto —dijo lisa y llanamente—. La cosa ha ido demasiado lejos. Lo que le sucedió a aquel joven fue horrible. Mis asociados piensan lo mismo. Usted dijo que nunca llegaríamos a esto, Cyrus. Dijo que bastaría el secuestro para… que cambiasen las cosas. Jamás creímos que el muchacho muriera… Pero lo que le hicieron esos brutos… fue horrible…, inmoral…

Miller se levantó de detrás de su mesa y lo miró echando chispas.

—No me dé lecciones sobre moralidad, muchacho. No se atreva nunca a hacerlo. Yo tampoco quería que sucediese esto; pero todos sabíamos que tenía que ocurrir. También usted, Lionel Cobb; Dios sabe que usted también. Y tenía que ser. A diferencia de usted, yo recé implorando la guía divina; a diferencia de usted, pasé noches de rodillas rezando por aquel joven.

»Y el Señor me respondió, amigo mío. El Señor dijo: Es mejor que un corderito vaya al matadero que no que perezca todo el rebaño. No estamos hablando aquí de un hombre, Cobb; estamos hablando de la seguridad, de la supervivencia, de la vida misma de todo el pueblo americano. Y el Señor me dijo: Lo que debe ser, será. Ese comunista de Washington tiene que ser derribado antes de que destruya el templo del Señor, el templo que es esta nuestra tierra entera. Vuelva a su fábrica, Lionel Cobb, vuelva a ella y convierta las rejas de arado en las espadas que debemos esgrimir para defender a nuestra nación y destruir a los anticristos de Moscú. Y guarde silencio, señor. No me hable nunca más de moral, porque ésta es la obra del Señor y Él me ha hablado.

Lionel Cobb regresó a su fábrica muy impresionado.

Mijaíl Sergeivitch Gorbachov tuvo también un enfrentamiento serio aquel día. Una vez más, había periódicos occidentales desparramados sobre la larga mesa de conferencias que ocupaba casi toda la habitación, con ilustraciones que contaban parte de la historia y grandes titulares que resumían el resto. Solamente estos últimos necesitaban ser traducidos al ruso. Las traducciones del Ministerio de Asuntos Exteriores estaban prendidas en cada periódico.

Sobre su mesa, se hallaban asimismo informes que no necesitaban traducción. Estaban en ruso y procedían de embajadores en todo el mundo, de cónsules generales y de los propios corresponsales de la URSS en el extranjero. Incluso en los países satélites del Este europeo se habían producido manifestaciones antisoviéticas. Las negativas de Moscú eran constantes y sinceras. Sin embargo…

Como ruso y como apparatchik del Partido con años de experiencia, Mijaíl Gorbachov no era lerdo en cuestiones de realpolitik. Sabía todo lo referente a las falsas informaciones. ¿Acaso no había montado el Kremlin un departamento entero dedicado a ello? ¿Acaso no existía en la KGB todo un directorio dedicado a sembrar sentimientos antioccidentales mediante mentiras oportunas o, lo que era aún más perjudicial, medias verdades? Pero este caso de falsa información era increíble. Esperó con impaciencia al hombre a quien había citado. Era casi medianoche y había tenido que cancelar un fin de semana de caza de patos en los lagos del norte, así como la picante comida georgiana, una de sus dos grandes pasiones. El hombre llegó cuando acababan de dar las doce.

Un secretario general de la URSS no podía esperar que el presidente de la KGB fuese un tipo afectuoso y simpático; no obstante, la cara del capitán general Vladimir Kriuchkov expresaba una fría crueldad que Gorbachov encontraba desagradable.

Cierto que él había ascendido a aquel hombre desde el tercer puesto de delegado del presidente cuando había conseguido, hacía tres años, la destitución de su viejo antagonista Chebrikov. Tuvo pocas alternativas. Uno de los cuatro delegados tenía que ocupar la plaza vacante, y el historial de Kriuchkov como abogado le había parecido bastante para ofrecerle el cargo. Pero después empezó a alimentar reservas.

Reconocía que tal vez se había dejado llevar por su deseo de convertir la URSS en un «Estado socialista fundado en la ley», un Estado en el que la Ley fuese suprema, concepto antiguamente considerado como burgués por el Kremlin. Habían sido bastante frenéticos aquellos primeros días de octubre de 1988 cuando convocó una súbita reunión extraordinaria del Comité Central e inauguró su propia Noche de los Cuchillos Largos contra sus adversarios. Tal vez, en sus prisas, había pasado por alto unas cuantas cosas, como los antecedentes de Kriuchkov.

Éste había trabajado como fiscal bajo Stalin, un oficio impropio de personas remilgadas, y fue de los que intervinieron en la salvaje represión del levantamiento húngaro de 1956. Ingresó en la KGB en 1967. En Hungría había conocido a Andropov, que presidió la KGB durante quince años. El propio Andropov designó a Chebrikov como su sucesor, y éste eligió luego a Kriuchkov para presidir la sección de espionaje en el extranjero, el Primer Directorio. Tal vez él, el secretario general, no supo tener en consideración las antiguas fidelidades.

Ahora miró la alta y abombada frente, los ojos gélidos, las gruesas patillas grises y la hosca boca torcida hacia abajo, y se dio cuenta de que aquel hombre podía ser, a fin de cuentas, su adversario.

Gorbachov salió de detrás de la mesa y le estrechó la mano, en un apretón seco y firme. Como siempre que hablaba, mantuvo un fuerte contacto visual, con el que parecía buscar alguna muestra de falsedad o de timidez. A diferencia de la mayoría de sus predecesores, se alegraba de no hallar ninguna de ambas cosas. Señaló los informes de ultramar. El general asintió con la cabeza. Los había visto todos, y algo más. Esquivó la mirada de Gorbachov, el cual dijo:

—Vayamos al grano. Sabemos lo que ellos están diciendo. Es mentira. Nuestras negativas continuarán. No podemos permitir que prevalezca esta falsedad. ¿Pero de dónde procede? ¿En qué se funda?

Con la punta de los dedos, Kriuchkov golpeó desdeñoso el montón de reportajes occidentales. Aunque antiguo residente de la KGB en Nueva York, odiaba a América.

—Camarada secretario general, parece que se funda en un dictamen británico del científico que realizó el estudio de la manera en que murió aquel americano. O el hombre mintió, o bien otros tomaron su informe y lo alteraron. Sospecho que es una artimaña de los americanos.

Gorbachov volvió detrás de su mesa y se sentó de nuevo. Eligió con mucho cuidado sus palabras.

—¿Podría haber… en todo caso… algo de verdad en esta acusación?

Vladimir Kriuchkov se quedó pasmado. Dentro de su propia organización, existía un departamento que diseñaba, inventaba y confeccionaba en sus laboratorios los ingenios más diabólicos para acabar con la vida o, simplemente, para incapacitar a personas. Pero ahora no se trataba de esto; no habían montado ninguna bomba para ser ocultada en el cinturón de Simon Cormack.

—No, camarada, no; seguro que no.

Gorbachov se inclinó hacia delante y golpeó la carpeta.

—Averigüelo —ordenó—, de una vez para siempre. Sí o no; averigüelo.

El general asintió con la cabeza y salió. El secretario general se quedó mirando la larga habitación. Necesitaba (tal vez sería más exacto decir «había necesitado») el Tratado de Nantucket más de lo que se imaginaba el Salón Oval. Sin él, su país se enfrentaba al espectro del bombardero invisible Stealth B2 y a la pesadilla de tener que encontrar trescientos mil millones de rublos para reconstruir la red de defensa antiaérea. Hasta que se agotase el petróleo.

Quinn lo vio la tercera noche. Era bajo y robusto, con las orejas hinchadas y la nariz aplastada de un pugilista. Estaba sentado al final de la barra del Montana, una sucia tasca en Oude Mann Straat, la que con acierto llamaban Calle del Viejo. Había otra docena de hombres en el bar, pero ninguno le hablaba y él no parecía desear que lo hiciesen.

Sostenía su cerveza con la mano derecha y tenía en la izquierda un cigarrillo liado a mano, y en el dorso el dibujo de la telaraña negra. Quinn pasó por delante de la barra y se sentó en el penúltimo taburete antes del de aquel hombre.

Ambos permanecieron así en silencio durante un rato. El púgil miró a Quinn, pero no pareció prestarle más atención. Transcurrieron diez minutos. El hombre lió otro cigarrillo. Quinn le ofreció fuego. El púgil asintió con la cabeza, pero no le dio las gracias de palabra. Un hombre hosco y receloso, con quien no era fácil entablar conversación.

Quinn miró al camarero y señaló su vaso. Le trajo otra botella. Entonces señaló el vaso vacío del cliente que tenía al lado y arqueó una ceja. El hombre meneó la cabeza, hurgó en un bolsillo y pagó su consumición.

Quinn lanzó un suspiro interior. La cosa no marchaba. Aquel fulano parecía un pendenciero de taberna, un pequeño rufián, ni siquiera tenía los sesos suficientes para ser un alcahuete, aunque no se necesita mucho para esto. Lo probable era que no hablase francés y, desde luego, era hombre de pocos amigos. Pero su edad coincidía, poco menos de cincuenta años, y tenía el tatuaje. Valía la pena probar.

Quinn salió del bar y encontró a Sam en el coche a dos manzanas de distancia. Le dijo en voz baja lo que quería que hiciese.

—¿Has perdido el juicio? —Se escandalizó ella—. No puedo hacerlo. Tengo que recordarte, Mr. Quinn, que soy hija de un pastor de Rockcastle.

Pero sonreía al decirlo.

Diez minutos más tarde, Quinn estaba sentado de nuevo en su taburete del bar cuando entró ella. Se había subido tanto la falda que debía llevar la cinturilla debajo de los sobacos; pero cubierta con su jersey de cuello polo. Había empleado todo el paquete de Kleenex de la guantera para dar a su ya abundante pecho unas dimensiones desmesuradas. Avanzó contoneándose y se sentó en el taburete entre Quinn y el púgil. Éste la miró. Lo propio hicieron todos los demás, salvo. Quinn.

Ella se estiró y beso a Quinn en la mejilla; después le lamió la oreja. Él siguió sin hacerle caso. El púgil volvió a fijar la mirada en su vaso, pero desviándola en ocasiones hacia el pecho que sobresalía de la barra. El camarero se acercó, sonrió y dirigió a la mujer una mirada interrogadora.

—Whisky —pidió ella.

Es una palabra internacional, y el hecho de pronunciarla no revela el país de origen del que la pronuncia. Él le preguntó en francés si quería hielo; ella no le comprendió; pero asintió vivamente con la cabeza. El camarero puso el hielo. La mujer brindó por Quinn, quien tampoco ahora le hizo ningún caso. Sam se encogió de hombros, se volvió al bruto y brindó por él. El bravucón de taberna se sorprendió y correspondió al brindis.

Con gran deliberación, Sam abrió la boca y se pasó la lengua por el brillante labio inferior. Estaba seduciendo descaradamente al bruto. Éste le sonrió, mostrando unos dientes rotos. Sin esperar más, ella se inclinó y le besó en los labios.

Con un golpe de revés, Quinn la hizo caer del taburete al suelo, se levantó y se abalanzó hacia el púgil.

—¿Qué diablos te propones, metiéndote con mi chica? —gruñó en un francés de borracho.

Sin esperar respuesta, lanzó un gancho de izquierda que alcanzó al bestia en la mandíbula y le derribó sobre el serrín del suelo.

El hombre cayó bien, pestañeó, se puso de nuevo en pie y acometió a Quinn. Sam, siguiendo las instrucciones de éste, se precipitó hacia la puerta y salió. El barman levantó rápidamente el teléfono que había debajo del mostrador, marcó el uno cero uno, que es el número de la Policía. Cuando le respondieron, murmuró «Riña en un bar» y dio la dirección.

Siempre hay coches patrulla rondando por aquel distrito, y muy en especial durante la noche, y el primer Sierra blanco con la palabra POLITIE pintada en azul en los lados llegó al cabo de cuatro minutos. Dos agentes de uniforme se apearon del coche, seguidos de otros dos que llegaron en un segundo automóvil veinte segundos después.

Es sorprendente el daño que dos buenos luchadores pueden causar en un bar en cuatro minutos. Quinn sabía que podía vencer al matón, que era lento a causa de la bebida y de los cigarrillos. Pero dejó que el hombre le diese un par de puñetazos en las costillas, para que se animase, y después le largó un fuerte gancho de izquierda debajo del corazón para frenarle un poco. Cuando pareció que el hombre más bajo iba a retirarse, Quinn se le echó encima para ayudarle un poco.

En un doble abrazo de oso, ambos contendientes derribaron la mayor parte de los muebles del bar, rodando sobre el serrín en un revoltijo de patas de sillas, mesas volcadas, vasos y botellas.

Cuando llegó la Policía, fueron detenidos en el acto. La jefatura de Policía de aquel sector corresponde a la Zona Oeste P/1 y la Comisaría más próxima está en la Blindenstraat. Los dos coches patrulla los llevaron allí, por separado, al cabo de un par de minutos, y los entregaron al sargento de guardia, Klopper. El barman calculó los daños e hizo una declaración desde detrás del mostrador. No hacía falta detenerle; tenía un negocio al que atender. Los agentes dividieron por dos la suma calculada como importe del estropicio y se la hicieron firmar.

Los detenidos a causa de riñas son siempre separados en Blindenstraat. El sargento Klopper metió al púgil, a quien conocía bien de anteriores encuentros, en el desnudo y manchado Wachtkamer de detrás de su mesa. A Quinn le hicieron sentar en un duro banco de la zona de recepción, mientras era examinado su pasaporte.

—Americano, ¿eh? —dijo Klopper—. No debería usted mezclarse en riñas, señor Quinn. A ese Kuyper le conocemos bien; siempre se mete en follones. Esta vez lo pagará. Él le pegó primero, ¿no?

Quinn meneó la cabeza.

—En realidad, yo le pegué.

Klopper estudió la declaración del barman.

—¡Hum! Ja, el barman dice que los dos tuvieron la culpa. Lo siento. Ahora tendré que retenerlos a usted y al otro tipo. Por la mañana comparecerán ante el Magistraat. Por los daños causados en el bar.

El Magistraat significaba papeleo. Cuando, a las cinco de la mañana, compareció en la Comisaría una elegante dama americana, severamente vestida y con un fajo de billetes para pagar los perjuicios al Montana, el sargento Klopper se sintió aliviado.

—Paga usted la mitad correspondiente al americano por los daños causados, ¿ja? —preguntó.

—Págalo todo —dijo Quinn desde su banco.

—¿Paga también la parte de Kuyper, señor Quinn? Es un gamberro, siempre entrando y saliendo de aquí desde que era un muchacho. Un largo historial, aunque siempre por cosas pequeñas.

—Paga también por él —dijo Quinn a Sam, y ella lo hizo—. Ya que no se debe nada, ¿querrá usted mantener la acusación, sargento?

—Realmente, no. Pueden marcharse.

—¿Puede venir él también? —dijo Quinn, señalando al Wachtkamer y el bulto dormido de Kuyper al que podía ver a través de la puerta.

—¿Quiere que salga él?

—Claro, somos compañeros.

El sargento arqueó una ceja, sacudió a Kuyper para despertarlo y le dijo que el americano había pagado su parte de los daños, lo cual le era muy beneficioso, pues en otro caso habría pasado de nuevo una semana en la cárcel. Pero ahora podía marcharse. Cuando el sargento Klopper levantó la mirada, la dama se había ido. El americano rodeó a Kuyper con un brazo y juntos bajaron, tambaleándose, la escalera de la Comisaría. Para gran alivio del sargento.

En Londres, dos hombres tranquilos se reunieron a la hora del almuerzo en un discreto restaurante donde los camareros les dejaron solos después de servirles la comida. Ambos se conocían de vista, o mejor dicho, por fotografía. Cada uno sabía cómo se ganaba el otro la vida. Si un curioso hubiese tenido el descaro de preguntar, se habría enterado de que el inglés era un funcionario del Foreign Office y el otro el agregado cultural auxiliar de la Embajada soviética.

Lo que nunca habría sabido, por muchos antecedentes que hubiese consultado, era que el funcionario del Foreign Office era jefe delegado de la Sección soviética de Century House, cuartel general del Servicio Secreto británico; ni que el hombre que decía cuidar de las visitas del Coro del Estado de Georgia era el rezident delegado de la KGB dentro de la misión. Uno y otro sabían que estaban allí con la aprobación de sus respectivos Gobiernos, que la reunión se celebraba a petición de los rusos y que el jefe del SIS había reflexionado muchísimo antes de permitirla. Los ingleses preveían con toda claridad lo que iban a pedir los rusos.

Cuando el camarero retiró los restos de las chuletas de cordero y se fue en busca del café, el ruso hizo su pregunta.

—Temo que sí, Vitali Ivanovitch —respondió con gravedad el inglés.

Habló durante varios minutos, resumiendo las conclusiones del dictamen forense de Barnard. El ruso pareció impresionado.

—Esto es imposible —comentó al fin—. El mentís de mi Gobierno es del todo sincero.

El hombre del Servicio Secreto guardó silencio. Podía haber dicho que, si uno se acostumbra a mentir, cuando al fin dice la verdad es difícil que le crean. Pero no lo dijo. Sacó una fotografía del bolsillo interior de su chaqueta. El ruso la estudió.

Había sido ampliada muchas veces de su tamaño original. Era de un objeto que en ella tenía diez centímetros de longitud. Un microdetonador de Paikonur.

—¿Fue encontrado en el cuerpo?

El inglés asintió con la cabeza.

—Incrustado en un fragmento de hueso introducido en el bazo.

—Yo no soy técnico para juzgarlo —objetó el ruso—. ¿Puedo quedarme con esto?

—Para eso lo he traído —dijo el hombre del SIS.

Como respuesta, el ruso suspiró y sacó una hoja de papel del bolsillo. El inglés la miró y arqueó una ceja. Era una dirección en Londres. El ruso encogió los hombros.

—Un pequeño gesto —dijo—; algo de lo que tuvimos conocimiento.

Los hombres pagaron la cuenta y se separaron. Cuatro horas más tarde, la Rama Especial y la brigada Antiterrorista asaltaron una casa medio aislada en Mill Hill, deteniendo a cuatro miembros de una unidad de servicio activo del IRA y apoderándose de materiales suficientes para haber provocado una docena de explosiones de bombas en la capital.

Quinn propuso a Kuyper que buscasen un bar que todavía estuviese abierto y bebiesen una copa para celebrar su puesta en libertad. Esta vez no hubo objeciones. Kuyper no le guardaba rencor por la riña; en realidad, se había estado aburriendo y la pelea le levantó el ánimo. El hecho de que el otro hubiese pagado su multa era un aliciente más. Por otra parte, su resaca necesitaba el alivio de otra cerveza, y si aquel hombre alto pagaba…

Su francés era lento pero aceptable. Parecía comprender el idioma más que hablarlo, Quinn se presentó como Jacques Degueldre, de nacionalidad francesa y padres belgas, que había estado muchos años trabajando en barcos de la Marina mercante francesa.

Mientras tomaba la segunda cerveza, Kuyper advirtió el tatuaje en el dorso de la mano de Quinn y mostró orgullosamente el suyo para compararlo.

—Aquellos eran buenos tiempos, ¿eh? —comentó sonriendo Quinn.

Kuyper rió entre dientes al recordarlo.

—Rompí unas cuantas cabezas aquellos días —contó con satisfacción—. ¿Dónde te incorporaste tú?

—En el Congo, en mil novecientos sesenta y dos —dijo Quinn.

Kuyper frunció el ceño, tratando de imaginar cómo podía uno ingresar en la organización Araña en el Congo. Quinn se inclinó hacia delante, con aire de conspirador.

—Luché allí desde el sesenta y dos al sesenta y siete —confesó—. Con Schramme y Vauthier. Por entonces, en aquel sitio eran todos belgas. En particular flamencos. Los mejores, combatientes del mundo.

Eso gustó a Kuyper. Asintió gravemente con la cabeza.

—Les dimos una lección a aquellos bastardos negros, te lo aseguro.

Esto le gustó todavía más a Kuyper.

—Yo estuve a punto de ir —dijo, pesaroso, pues resultaba evidente que había perdido una gran oportunidad de matar a muchos africanos—. Pero estaba en la cárcel.

Quinn pidió otra cerveza, la séptima.

—Mi mejor amigo procedía de aquí —dijo—. Había cuatro con el tatuaje de la Araña. Pero él era el mejor. Una noche fuimos todos a la ciudad, encontramos un salón de tatuaje y ellos me iniciaron, considerando que ya había pasado las pruebas. Tienes que recordarle de aquí. Big Paul.

Kuyper le dio vueltas al nombre, pensó durante un rato, frunció el entrecejo y meneó la cabeza.

—Paul… ¿qué más?

—Que me aspen si me acuerdo. Ambos teníamos entonces veinte años. Hace mucho tiempo de esto. Nosotros sólo le llamábamos Big Paul. Era muy alto, de casi dos metros. Corpulento como un roble. Debía pesar cien kilos o más. Maldita sea… ¿Cuál era su apellido?

Los ojos de Kuyper se iluminaron.

—Le recuerdo —dijo—. Sí, un buen pegador. Tuvo que marcharse, ¿sabes? Antes de que le pillara la poli. Por eso se fue a África. Los bastardos le acusaban de violación. Espera… ¡Marchais! Éste era el nombre: Paul Marchais.

—Claro —exclamó Quinn—. ¡El viejo Paul!

Steve Pyle, director general del SAIB en Riad, recibió la carta de Andy Laing diez días después de haber sido enviada. La leyó en la intimidad de su despacho y, cuando la dejó, le temblaba la mano. Aquello se estaba convirtiendo en una pesadilla.

Sabía que los nuevos datos en el ordenador del Banco resistirían toda comprobación electrónica; el trabajo del coronel para borrar los antiguos y sustituirlos por otros había sido casi genial. Pero… ¿Y si le ocurría algo al ministro, príncipe Abdul? ¿Y si el Ministerio hiciese su auditoría de abril y el príncipe rehusase admitir que había aprobado la recaudación de fondos? Y él, Steve Pyle, sólo podía contar con la palabra del coronel…

Trató de hablar por teléfono con el coronel Easterhouse, pero había salido; Pyle no sabía que estaba en las montañas del norte, cerca de Ha’il, haciendo planes con un imán chiíta que tenía la mano de Alá sobre su cabeza y los zapatos del Profeta en sus pies. Pasarían tres días antes de que pudiese ponerse en contacto con el coronel.

Quinn atiborró a Kuyper de cerveza hasta mediada la tarde. Tenía que andarse con cuidado. Si el hombre no bebía bastante, jamás superaría su cautela y su hosquedad naturales, lo suficiente para soltar la lengua; pero, si bebía demasiado, perdería sencillamente el conocimiento. Era de esta clase de bebedor.

—Dejé de verlo en mil novecientos sesenta y siete —dijo Quinn, refiriéndose a su desaparecido y mutuo amigo Paul Marchais—. Yo me fui de allí cuando las cosas se pusieron feas para los mercenarios. Apuesto que él no lo hizo. Probablemente murió en alguna zanja inundada por la lluvia.

Kuyper rió entre dientes, miró a su alrededor y se dio unos golpecitos en el lado de la nariz, en el ademán de los tontos que creen saber algo especial.

—Volvió —dijo en tono alegre—. Salió de allí. Regresó aquí.

—¿A Bélgica?

—Sí. Debió ser en mil novecientos sesenta y ocho. Yo acababa de salir de chirona. Lo vi con mis propios ojos.

«Veintitrés años —pensó Quinn—. Podía estar en cualquier parte».

—Me gustaría tomar una cerveza con Big Paul, para recordar los viejos tiempos —murmuró.

Kuyper meneó la cabeza.

—Imposible —dijo con voz de borracho—. Desapareció. Tuvo que hacerlo, a causa de la Policía y de todo lo demás. Lo último que supe de él fue que estaba trabajando en una feria, en algún lugar del sur.

Cinco minutos más tarde, se había dormido. Quinn volvió al hotel, tambaleándose un poco. También necesitaba dormir.

—Ya es hora de que te ganes el sustento —dijo a Sam—. Ve a la oficina de información de Turismo y pregunta por las ferias, parques de atracciones y cosas parecidas. En el sur del país.

Eran las seis de la tarde. Durmió doce horas.

—Hay dos —le dijo ella mientras desayunaban en su habitación—. Uno es Bellewaerde. Está en las afueras de Ieper, en el extremo oeste, cerca de la costa y de la frontera francesa. El otro es Walibi, en la periferia de Wavre. Se halla al sur de Bruselas. He traído folletos.

—No creo que los folletos anuncien que tengan un ex mercenario del Congo en su personal —comentó Quinn—. Aquel cretino dijo «en el sur». Probaremos primero en Walibi. Estudia la ruta y larguémonos de aquí.

Momentos antes de las diez, cargó en el coche su saco de viaje de lona, su nueva bolsa de yute y el más numeroso equipaje de Sam. En cuanto entraron en la red de autopistas, viajaron rápidos hacia el sur, dejando atrás Mechelen; rodearon Bruselas por el cinturón de ronda y rodaron de nuevo hacia el sur por la E-40 hacia Wavre. Más allá de la ciudad vieron el rótulo del parque de atracciones.

Desde luego, estaba cerrado. Todas las instalaciones parecían tristes bajo el frío invernal, con los coches de choque cubiertos con lonas, los pabellones helados y vacíos, la lluvia gris goteando de las vigas de la montaña rusa y el viento metiendo hojas pardas y mojadas en la cueva de Alí Babá. Debido a la lluvia, incluso los trabajos de mantenimiento estaban en suspenso. Tampoco había nadie en la oficina de administración. Entraron en un café que había carretera abajo.

—¿Y ahora qué? —preguntó Sam.

—Iremos a visitar a Mr. Van Eyck en su casa —dijo Quinn y pidió la guía telefónica local.

La cara jovial del director del parque de atracciones, Bertie van Eyck, aparecía en primera página del folleto, sobre un mensaje de bienvenida a todos los visitantes. Como era un apellido flamenco, y Wavre estaba en el corazón del país de habla francesa, tan sólo había tres Van Eyck en la guía. Uno de ellos se llamaba Albert de nombre. Bertie. Una dirección fuera de la ciudad. Almorzaron y se dirigieron allí en el coche. Quinn tuvo que preguntar varias veces la dirección.

Era una, casa agradablemente aislada en la orilla de un largo camino vecinal llamado Chemin des Charrons. La señora Van Eyck abrió la puerta y llamó a su marido, que pronto apareció con una chaqueta de punto y en zapatillas. Desde detrás de él, llegó el sonido de un programa deportivo de la televisión. Aunque flamenco por su nacimiento, Bertie van Eyck estaba metido en un negocio relacionado con el turismo y hablaba francés al igual que la propia lengua. Su inglés era también perfecto. Advirtió a primera vista que sus visitantes eran americanos y les dijo:

—Sí, soy Van Eyck. ¿En qué puedo servirles?

—Espero que pueda hacerlo, señor —dijo Quinn, adoptando la actitud campechana e inocente que había engañado a la muchacha del Blackwood’ Hotel—. Mi esposa y yo estamos en Bélgica tratando de encontrar a parientes del viejo país. Mire, mi abuelo materno procedía de Bélgica; por consiguiente, tengo primos en estos parajes y pensé que si podía encontrar a uno o dos de ellos, sería estupendo poder contárselo a la familia cuando volvamos a los Estados Unidos…

Hubo un griterío en la televisión. Van Eyck pareció visiblemente contrariado. El líder de la Liga belga, el Tournai, jugaba contra el campeón de Francia, el Saint Etienne; un partido cumbre que no podía perderse ningún aficionado al fútbol.

—Lo lamento, pero no tengo ningún pariente americano —empezó a decir.

—No, señor, no me ha comprendido. Me han dicho en Amberes que un sobrino de mamá podía estar trabajando en estos lugares en un parque de atracciones. Se llama Paul Marchais.

Van Eyck frunció el entrecejo y movió la cabeza.

—Conozco a todo mi personal. No hay nadie que se llame así.

—Un hombretón al que llaman Big Paul. Casi dos metros, con unos hombros así de anchos y un tatuaje en la mano izquierda…

Ja, ja, pero no se llama Marchais. Querrá decir Paul Lefort.

—Bueno, tal vez me he equivocado —dijo Quinn—. Creo recordar que su madre, hermana de mi mamá, se casó dos veces; sin duda por esto cambió su apellido. ¿Sabe por casualidad dónde reside?

—Espere un momento, por favor.

Bertie van Eyck volvió al cabo de dos minutos con un trozo de papel. Después regresó a su partido de fútbol. Tournai acababa de marcar y él se lo había perdido.

—Jamás había visto —dijo Sam, mientras volvían a la ciudad de Wavre— una caricatura tan espantosa de un cabezota americano de visita en Europa.

Quinn le hizo un guiño.

—Pero ha dado resultado, ¿no?

Encontraron la pensión de Madame Gamier detrás de la estación del ferrocarril. Estaba anocheciendo. La mujer era una viuda flaca y bajita que, de arranque, comenzó por decir a Quinn que no tenía ninguna habitación vacante. Pero se ablandó cuando él le dijo que no buscaba habitación, sino simplemente una oportunidad de hablar con su viejo amigo Paul Lefort. Su francés era tan fluido que ella lo tomó por francés.

—Pero, ha salido, monsieur. Ha ido a trabajar.

—¿En el Walibi? —preguntó Quinn.

—Naturalmente. La Noria. Revisa el motor durante los meses de invierno.

Quinn hizo un ademán gálico de frustración.

—Nunca encuentro a mi amigo —se lamentó—. A principios del mes pasado vine al parque y él se hallaba de vacaciones.

—Oh, no de vacaciones, monsieur. Su pobre madre murió. Una larga enfermedad. Él la cuidó hasta el fin. En Amberes.

Esto era lo que él había contado. Durante la segunda mitad de setiembre y todo el mes de octubre había estado fuera de su pensión y de su lugar de trabajo. Apuesto a que fue así, pensó Quinn, pero sonrió y dio las gracias a Madame Garnier, y recorrieron los cuatro kilómetros de regreso al parque de atracciones.

Estaba tan abandonado como seis horas antes; pero ahora, en la oscuridad, parecía una ciudad fantasma. Quinn escaló la verja exterior y ayudó a Sam a pasar sobre ella. Contra el oscuro terciopelo del cielo nocturno, pudo ver las vigas negras de la Noria, la estructura más alta del parque.

Pasaron delante del desmantelado tiovivo, cuyos viejos caballos de madera estarían ahora almacenados; el templete abandonado; el quiosco cerrado de los bocadillos. La Noria se alzaba sobre ellos en la noche.

—Quédate aquí —murmuró Quinn.

Dejó a Sam en la sombra y se encaminó al pie de la máquina.

—Lefort —llamó suavemente.

No hubo respuesta.

Los asientos dobles, colgando de sus barras de acero, estaban cubiertos de lona para proteger el interior. No había nadie en los asientos más próximos al suelo, ni debajo de ellos. Tal vez el hombre se encontraba agazapado en la sombra, esperándolos. Quinn miró hacia atrás.

A un lado de la estructura estaba la caseta de la máquina que albergaba el motor eléctrico. Era grande, de acero pintado de verde, y encima de ella, estaba la cabina de control, pintada de amarillo. Las puertas de ambas se hallaban entornadas. No se oía ruido en la dinamo. Quinn la tocó ligeramente. Persistía en ella un calor residual.

Subió a la cabina de control, encendió una luz piloto sobre la consola, estudió las palancas y apretó un interruptor. Debajo de él, la máquina zumbó y cobró vida. Metió la marcha y puso la palanca de delante en «despacio». Frente a él, la rueda gigantesca empezó a girar en la oscuridad. Halló un control de iluminación, lo tocó y la base de la rueda quedó bañada en una luz blanca.

Quinn descendió y se detuvo ante la rampa, mientras los asientos se balanceaban en silencio a su lado. Sam se reunió con él.

—¿Qué estás haciendo? —murmuró.

—En la caseta del motor había una funda de lona correspondiente a los asientos —dijo él.

A su derecha, la cestilla que había estado en lo más alto de la rueda empezó a aparecer. El hombre que se encontraba dentro no disfrutaba del viaje.

Yacía tumbado en el suelo, con su enorme cuerpo llenando la mayor parte del espacio destinado a dos pasajeros, la mano tatuada reposaba fláccida sobre la panza; la cabeza estaba apoyada hacia atrás en el asiento, y los ojos sin vida contemplaban las vigas y el cielo. Pasó lentamente por delante de ellos, a pocos palmos de distancia. Tenía la boca entreabierta, y los dientes, manchados de nicotina, lucían húmedos a la luz de los focos. En el centro de su frente aparecía un orificio redondo, oscurecidos los bordes con huellas de quemadura. Pasó e inició la subida hacia el cielo nocturno.

Quinn regresó a la cabina de control y detuvo la noria en su posición anterior, de modo que el único asiento ocupado quedaba en lo alto, fuera del alcance de las miradas. Paró el motor, apagó las luces y cerró ambas puertas; tomó la llave de contacto y las de las dos puertas y las arrojó a lo lejos en el lago. La funda de lona no utilizada quedó encerrada dentro de la caseta del motor. Quinn estaba pensativo; cuando miró a Sam, la vio pálida e impresionada.

Para salir de Wavre y volver a la autopista, pasaron de nuevo por el Chemin des Charrons y por delante de la casa del director del parque de atracciones, que acababa de perder a uno de sus empleados. Empezó a llover de nuevo.

Al cabo de un kilómetro escaso, descubrieron el hotel Domame des Champs, con sus luces dando la bienvenida a los viajeros a través de la mojada oscuridad.

Cuando se registraron en el hotel, Quinn sugirió a Sam que se bañase antes que él. Ella no se opuso. Mientras estaba en la bañera, él revisó su equipaje. El Valpak de los trajes no presentó problemas; la piel de la maleta era blanda, y sólo tardó treinta segundos en registrarlo.

El neceser cuadrado y de cantos duros era pesado. Quinn sacó toda la serie de sprays para el cabello, champú, perfumes, cosméticos, espejos, cepillos y peines. Todavía pesaba mucho. Midió su profundidad desde el borde hasta la base por fuera y, después, por dentro. Hay motivos para que las personas aborrezcan viajar en avión, y una máquina de rayos X puede ser uno de ellos. Había una diferencia de cinco centímetros en aquéllas mediciones. Quinn tomó su cortaplumas y encontró la rendija en el fondo interior del estuche.

Transcurridos diez minutos, Sam salió del cuarto de baño cepillándose los mojados cabellos. Iba a decir algo cuando vio lo que había sobre la cama, y se detuvo. Se le descompuso el semblante.

No era lo que tradicionalmente se llama un arma de mujer. Era un revólver Smith and Wesson del 38, de cañón largo, y las balas que estaban a su lado sobre la colcha tenían la punta hueca. Un arma para impresionar a cualquiera.