El doctor Barnard rehusó emplear los servicios de los cien jóvenes agentes de Policía que le ofreció la jefatura de Thames Valley para buscar pistas en las carreteras y en sus márgenes. Opinaba que las investigaciones masivas eran buenas para descubrir el cuerpo oculto de un niño asesinado, o incluso el arma de un crimen, como un cuchillo, una pistola o una cachiporra.
Pero, para este trabajo, se necesitaba habilidad, paciencia y una extremada delicadeza. Se sirvió tan sólo de sus especialistas de Fulham.
Registraron una zona en un radio de cien metros alrededor del punto donde había estallado el artefacto; pero resultó excesiva. Todas las pruebas fueron encontradas dentro del círculo de treinta metros de diámetro. Literalmente a gatas, sus hombres recorrieron centímetro a centímetro la zona señalada, llevando bolsas de plástico y pinzas.
Cada fragmento de fibra, de tela o de cuero, por diminuto que fuese, era recogido y metido en las bolsas. Algunos tenían cabellos, hilos u otras materias adheridas. Incluso tallos de hierba tronchados fueron tomados como referencia. Con sensibles detectores de metal, se registraron con toda minuciosidad la carretera, las cunetas y los campos circundantes, donde resultó inevitable tropezar con una abundante colección de clavos, botes de hojalata, tornillos oxidados, tuercas, cerrojos y hasta una reja de arado herrumbrosa.
La separación y la clasificación vendrían más tarde. Ocho grandes cubos de plástico de los que se usan para basura quedaron llenos de finas bolsas también de plástico y fueron enviados a Londres. La zona ovalada desde el lugar donde se hallaba Simon Cormack al morir hasta el punto donde dejó de rodar, en el corazón del círculo más grande, fue tratada con especial cuidado. Transcurrieron cuatro horas antes de que pudiese ser levantado el cadáver.
Primero lo fotografiaron desde todos los ángulos concebibles, desde lejos, a media distancia y en primer plano. Sólo cuando todas las hierbas que rodeaban el cuerpo hubieron sido examinadas y las únicas que quedaban por revisar eran las que estaban debajo, permitió el doctor Barnard que pies humanos pisaran el suelo para acercarse al fallecido muchacho. Un saco de plástico abierto quedó extendido al lado del cuerpo, y los restos de Simon Cormack fueron levantados con delicadeza y colocados encima. Luego, plegaron y cerraron el saco y lo colocaron sobre una camilla, la cual fue introducida a su vez en un cesto que pendía de un helicóptero, y enviada al laboratorio de autopsias.
La muerte se había producido en la zona rural de Buckinghamshire, uno de los tres condados que están bajo la jurisdicción de la Policía de Thames Valley. Y así fue como después de muerto, volvió Simon Cormack a Oxford, al Hospital de Radcliffe, cuyas instalaciones pueden compararse incluso con las del Guy’s Hospital de Londres.
Desde Guy’s vino un amigo y colega del doctor Barnard, un hombre que había trabajado en muchos casos y establecido una íntima relación profesional con él. A menudo, eran considerados como un equipo, aunque estaban especializados en disciplinas diferentes. El doctor Ian Mcdonald era un distinguido patólogo del gran hospital londinense, también al servicio del Home Office y era requerido en múltiples ocasiones por Scotland Yard, cuando se encontraba disponible. Fue él quien recibió el cadáver de Simon Cormack en el Radcliffe.
Durante todo el día, mientras los agentes registraban la hierba de la orilla de la A-421, se realizaron continuas consultas entre Londres y Washington sobre la forma en que habría que dar la noticia a los medios de comunicación y al mundo. Se convino en que la declaración sería hecha por la Casa Blanca y confirmada inmediatamente por Londres. En ella se diría simplemente que se había convenido su intercambio en condiciones de secreto total, tal como habían exigido los secuestradores, que se había pagado un rescate no especificado y que ellos faltaron a su palabra. Las autoridades británicas, respondieron a una llamada telefónica anónima, acudieron a una carretera de Buckinghamshire y encontraron allí a Simon Cormack muerto.
Inútil decir que la condolencia de la reina, del Gobierno y del pueblo al presidente y al pueblo americano no podía ser más sincera y sentida, y que se estaba realizando una investigación sin parangón en la historia, a fin de identificar, encontrar y detener a los culpables. Sir Harry Marriott insistió de modo inflexible en que la frase referente al acuerdo para el intercambio debía incluir estas siete palabras: «… entre las autoridades americanas y los secuestradores». La Casa Blanca, aunque de mala gana, accedió a ello.
—Los medios de comunicación nos van a despellejar —gruñó Odell.
—Bueno, fue usted quien quiso que interviniese Quinn —dijo Philip Kelly.
—En realidad, fueron ustedes quienes quisieron a Quinn —replicó Odell a Lee Alexander y a David Weintraub, que estaban sentados con ellos en el Salón de Situación—. A propósito, ¿dónde está él ahora?
—Detenido —informó Weintraub—. Los ingleses se negaron a que fuese alojado en territorio soberano de los Estados Unidos, dentro de la Embajada. El MI-5 ha alquilado una casa de campo en Surrey. Quinn se encuentra allí.
—Bueno, tendrá que explicar muchas cosas —dijo Hubert Reed—. Los diamantes han desaparecido; los secuestradores han desaparecido, y el pobre muchacho está muerto. ¿Cómo murió exactamente?
—Los ingleses están tratando de averiguarlo —dijo Brad Johnson—. Kevin Brown explica que fue como si le hubiese alcanzado un bazooka, precisamente delante de ellos, pero que no vieron nada que se pareciese a un bazooka. Tal vez pisó una mina.
—¿En una carretera de una región casi desierta? —se extrañó Stannard.
—Como les he dicho, la autopsia revelará lo que ocurrió.
—Cuando los ingleses hayan terminado de interrogar a Quinn, creo que deberíamos hacer que volviese aquí —opinó Kelly—. Tenemos que hablar con él.
—El subdirector delegado de su división lo está haciendo ya —dijo Weintraub.
—Si se niega a venir, ¿podemos obligarle a hacerlo? —preguntó Bill Walters.
—Sí, señor fiscal general, podemos hacerlo —repuso Kelly—. Kevin Brown cree que puede estar comprometido de algún modo. No sabemos cómo… todavía. Pero si enviamos un exhorto pidiendo la entrega de un testigo presencial, creo que los ingleses nos lo harán llegar en avión.
—Esperaremos otras veinticuatro horas, para ver lo que descubren los británicos —decidió al fin Odell.
La declaración de Washington fue comunicada a las cinco de la tarde, hora local, y conmovió a los Estados Unidos como nada les había conmovido desde los asesinatos de Bobby Kennedy y Martin Luther King. Los medios de comunicación se enfurecieron, debido en gran parte a la negativa del secretario de Prensa, Craig Lipton, a contestar las doscientas preguntas complementarias que tenían que hacerle: Quién había gestionado el rescate, a cuánto ascendía, en qué forma debía pagarse, cómo se había entregado y por quién, por qué no se había intentado detener a los secuestradores en el acto de la entrega, si había algún micro oculto en el paquete del dinero, qué grado de negligencia cabía imputar a las autoridades que habían seguido con tanta torpeza la pista de los secuestradores hasta el punto de que pudieran matar al muchacho en su huida; si culpaba la Casa Blanca a Scotland Yard, y en caso contrario ¿por qué no? ¿Cuál era la razón de que los Estados Unidos no hubieran dejado el asunto en manos de Scotland Yard? ¿Se logró obtener alguna descripción de los secuestradores? ¿Eran éstos acosados por la Policía británica? Las preguntas se sucedían hasta el infinito. Craig Lipton decidió dimitir antes de que lo linchasen.
En Londres llevaban cinco horas de adelanto en relación con el horario de Washington, pero la reacción fue muy parecida; los programas de televisión quedaron interrumpidos para dar las noticias que dejaron pasmada a la nación. Las centralitas telefónicas de Scotland Yard, del Home Office, de Downing Street y de la Embajada de los Estados Unidos no daban abasto. Equipos de periodistas que se disponían a marcharse a casa alrededor de las diez de la noche recibieron órdenes de quedarse hasta las cinco de la mañana para preparar ediciones de última hora. Al amanecer, montaban guardia delante del Hospital de Radcliffe, de Grosvenor Square, de Downing Street y de Scotland Yard. En helicópteros alquilados, se cernieron sobre el tramo desierto de carretera entre Fenny Stratford y Buckingham, para fotografiar, al amanecer, la calzada desnuda, las últimas barreras y los coches de la Policía aparcados allí.
Fueron pocos los que durmieron. Impulsados por una súplica personal de Sir Harry Marriot para que se diesen prisa, el doctor Barnard y su equipo trabajaron durante toda la noche. El científico forense había abandonado por fin la carretera al anochecer, seguro de que nada más podía encontrar allí. Diez horas de búsqueda dejaron aquel círculo de treinta metros más limpio que ningún otro pedazo de tierra en Inglaterra. Lo que había dado aquel suelo reposaba en una serie de cubos grises de plástico junto a la pared de su laboratorio. Para él, y para su equipo, había llegado la velada de los microscopios.
Nigel Cramer pasó la noche en una habitación vulgar y desnuda de una granja Tudor, oculta en la carretera más próxima por un cinturón de árboles, en el corazón de Surrey. A pesar de su elegante exterior, la vieja casa estaba bien equipada para los interrogatorios. El Servicio de Seguridad británico empleaba sus antiguas bodegas como centro de adiestramiento para tan delicados asuntos.
Brown, Collins y Seymour insistieron en hallarse presentes. Cramer no se opuso; tenía instrucciones de Sir Harry Marriott de colaborar con los americanos donde y cuando fuese posible. Toda la información que pudiese dar Quinn sería en todo caso conocida por ambos gobiernos. Una serie de cintas alimentaban los magnetófonos colocados sobre la mesa al lado de ellos.
Quinn tenía una larga y lívida contusión en un lado de la mandíbula inferior y un chichón en la parte de atrás de la cabeza. Todavía iba en mangas de camisa, ahora sucia. Le habían quitado los zapatos, el cinturón y la corbata. Iba sin afeitar y parecía agotado. Pero respondió a las preguntas con calma y claridad.
Cramer empezó por el principio: ¿Por qué había abandonado el apartamento de Kensington? Quinn lo explicó. Brown le miraba echando chispas por los ojos.
—¿Tenía alguna razón, Mr. Quinn, para creer que una o varias personas desconocidas podían tratar de entrometerse en el rescate, poniendo en peligro a Simon Cormack?
Nigel Cramer empleaba las frases rituales.
—Mi instinto —respondió Quinn.
—¿Sólo su instinto, Mr. Quinn?
—¿Puedo hacerle una pregunta, Mr. Cramer?
—No le prometo contestarla.
—La cartera que contenía los diamantes tenía un micrófono oculto, ¿no es verdad?
La expresión de los cuatro hombres que estaban en la estancia le dio la respuesta.
—Si yo hubiese ido al lugar de la cita con aquel maletín —explicó Quinn—, se hubieran dado cuenta y habrían matado al chico.
—Lo hicieron de todos modos, sabihondo —gruñó Brown.
—Sí, lo hicieron —dijo tristemente Quinn—. Confieso que no creía que lo iban a hacer.
Cramer volvió al momento de su salida del apartamento. Quinn les habló de Marylebone, de la noche pasada en el hotel, de las condiciones que había puesto Zack para la cita y de cómo dejó establecida la fecha tope. Para Cramer, el meollo estaba en el encuentro en la fábrica abandonada. Quinn le describió el coche, un Volvo sedán, y le dio el número de matrícula. Ambos supusieron, con razón, que las placas habían sido cambiadas para aquel encuentro y sustituidas de nuevo después. Lo propio cabía decir del disco del impuesto de circulación pegado al parabrisas. Aquellos tipos habían demostrado ser muy cuidadosos.
Sólo podía describir a los hombres tal como los había visto, enmascarados y con holgados trajes deportivos. Había uno, el cuarto, al que ni siquiera vio, pues se había quedado en el escondrijo dispuesto a matar a Simon Cormack a una llamada telefónica, o si sus colegas no volvían antes de una hora determinada. Describió el físico de los dos hombres a los que había visto de pie: Zack y el pistolero. Mediana estatura, complexión normal. Lamentaba no poder dar más detalles.
Identificó la metralleta Skorpion y, desde luego, el almacén de Babbidge. Cramer salió de la habitación para llamar por teléfono. Un segundo equipo forense de Fulham visitó el almacén antes del amanecer y pasó la mañana allí. Lo único que encontraron fue una bolita de mazapán y unas huellas perfectas de neumáticos en el polvo. Éstas servirían al fin de identificar el Volvo abandonado, pero eso no ocurriría hasta dos semanas después.
La casa empleada por los secuestradores merecía un interés particular. Un paseo enarenado (Quinn había oído el crujido de la arena) de unos diez metros desde la verja hasta la puerta del garaje, el cual se hallaba integrado en la casa y cuya puerta se abría automáticamente; una casa con sótano de hormigón (los agentes de la propiedad inmobiliaria podrían ayudar en esto). Pero en cuanto a la dirección en relación con Londres, la ignoraba. La primera vez había viajado en el portaequipajes; y la segunda, enmascarado y tumbado en el suelo debajo del asiento de atrás. En cuanto al tiempo que habían durado los viajes, una hora y media el primero y dos horas el segundo. Si habían seguido un camino indirecto, la casa podía hallarse en cualquier parte; en el mismo corazón de Londres o a setenta kilómetros en cualquier dirección.
—No podemos acusarle de nada —informó Cramer al ministro del Interior la mañana siguiente—. Ni siquiera podemos retenerlo más tiempo. Y, francamente, considero que no debemos hacerlo. No creo que esté comprometido en el asesinato.
—Bueno, parece que nos ha metido en un buen lío —concluyó Sir Harry.
La presión de Downing Street para que se hallase alguna pista se estaba intensificando.
—Así parece —admitió el oficial de Policía—. Pero, si aquellos criminales estaban resueltos a matar al muchacho y, contemplando ahora de forma retrospectiva, parece que lo estaban, podían haberlo hecho en cualquier momento, antes o después de recibir los diamantes, en el sótano, en la carretera o en algún páramo solitario de Yorkshire. Y a Quinn con él. El misterio radica en por qué dejaron vivir a Quinn y por qué soltaron al muchacho para matarlo después. Se diría que trataban de presentarse como los hombres más odiosos del mundo.
—Muy bien —suspiró el ministro del Interior—. Mr. Quinn no nos interesa. ¿Le retienen todavía los americanos?
—Técnicamente, es un invitado —recalcó Cramer.
—Bueno, pueden dejarle volver a España cuando quieran.
Mientras estaban hablando, Sam Somerville discutía con Kevin Brown. Collins y Seymour estaban presentes en el elegante salón de la casa señorial:
—¿Para qué diablos quiere verle? —preguntó Brown—. Fracasó. Es un desastre.
—Escuche —pidió la joven agente—, en aquellas tres semanas, intimé más que nadie con él. Si hay algo que no ha dicho, señor, tal vez yo podría sonsacarle.
Brown se mostró indeciso.
—Nada perderíamos con ello —terció Seymour.
Brown asintió con la cabeza.
—Está abajo. Treinta minutos.
Aquella tarde, Sam Somerville tomó el avión regular de Heathrow a Washington, y aterrizó poco después de anochecer.
Cuando ella salió de Heathrow, el doctor Barnard estaba sentado en su laboratorio de Fulham, contemplando una pequeña colección de restos desparramados sobre una blanca hoja de papel que había encima de una mesa. Estaba muy cansado. Desde la urgente llamada a su pequeña casa de Londres, hasta después de amanecer el día anterior, no había parado de trabajar. Mucho de aquel trabajo recayó en sus ojos, que escudriñaron a través de lupas y microscopios. Pero si se los frotó al finalizar aquella tarde, fue más a causa de la sorpresa que del agotamiento.
Ahora sabía lo que había pasado, cómo había ocurrido y cual había sido el efecto. El análisis químico de las manchas sobre la tela y el cuerpo acababa de revelar con exactitud la composición química del explosivo. La extensión del destrozo producido por la quemadura y él impacto le habían mostrado la cantidad empleada, su colocación y la manera en que se había provocado la explosión. Desde luego, faltaban ciertos detalles. Algunos no se sabrían nunca; se habían evaporizado, estaban perdidos para siempre, no existían ya. Otros surgirían de los propios restos del cuerpo, y él había estado en constante contacto con Ian McDonald, que permanecía trabajando en Oxford. Los resultados le llegarían dentro de poco. Pero sabía lo que estaba mirando, aunque para unos ojos inexpertos no había sino más que un montón de minúsculos fragmentos.
Algunos de ellos constituían restos de una pequeña batería, de origen identificado. Otros eran diminutos pedazos de una cubierta aislante de cloruro de polivinilo, de origen identificado. Y unos trozos de latón retorcidos correspondían a lo que había sido un pequeño pero eficaz pulsorreceptor. Ni rastro de detonador. Estaba seguro al cien por ciento; pero quería estarlo en un doscientos por ciento. Tendría que volver a la carretera y empezar de nuevo. Uno de sus ayudantes se asomó a la puerta.
—El doctor McDonald le llama por teléfono desde Radcliffe.
El patólogo también había estado trabajando desde la tarde anterior, en una tarea que muchos encontrarían espantosa y que, no obstante, para él, estaba llena de fascinación detectivesca, más que cualquier otra que pudiese imaginar. Vivía para su profesión, hasta el punto de que, en vez de limitarse a examinar los restos de víctimas de explosiones de bombas, asistía a cursos y conferencias, al alcance de muy pocos, sobre fabricación y desactivación de estos artefactos, que se daban en Fort Halstead. Deseaba saber, no solamente lo que estaba buscando, sino también lo que era y lo que parecía.
Antes de tocar el cadáver, había estudiado las fotos durante dos horas. Después, le había quitado cuidadosamente la ropa, él mismo, sin confiar la tarea a sus ayudante. Primero los zapatos deportivos; después, los calcetines. El resto lo cortó con unas finas tijeras. Cada prenda fue empaquetada y enviada a Barnard en Londres. Llegó a Fulham al amanecer.
Cuando el cuerpo estuvo desnudo, fue radiografiado de la cabeza a los pies. El doctor estudió las placas durante una hora y detectó cuarenta partículas no humanas. Después, extendió sobre el cadáver unos polvos adherentes que extrajeron de la piel una docena de partículas sumamente diminutas. Algunas eran de hierba o de barro; otras eran de algo diferente. Un segundo coche de la Policía llevó esta triste cosecha al doctor Barnard, en Fulham.
Hizo una autopsia externa, dictando sus observaciones a un magnetófono, con su tonillo escocés. No empezó a cortar hasta que estaba a punto de amanecer. Lo primero era sajar todo el «tejido relevante», el cual correspondía a la parte media del cuerpo, que lo había perdido casi todo, desde las dos costillas inferiores hasta la cresta de la pelvis. En la materia sajada se encontraban las pequeñas partículas que habían quedado ocho pulgadas de espina dorsal inferior, que habían cruzado el cuerpo y la pared del abdomen hasta chocar con el pantalón.
La autopsia, en el sentido de determinación de la causa de la muerte, no planteaba ningún problema. Destrozo, por una explosión, de la columna vertebral y del abdomen. Pero hacía falta algo más. El doctor McDonald sometió de nuevo la materia extraída a los rayos X, con mayor detalle. Sí, allí había cosas, algunas tan diminutas que desafiarían a las pinzas. La carne y el hueso extraídos fueron por último «disueltos» en una infusión de enzimas para crear una espesa «sopa» de tejidos humanos diluidos, hueso incluido. La centrifugación separó los últimos desechos, una onza de trocitos de metal.
Cuando esta onza estuvo en condiciones de ser examinada, el doctor McDonald eligió el trozo más grande, el que había sido descubierto en la segunda radiografía, profundamente incrustado en un pedazo de hueso y enterrado dentro del bazo del joven. Lo estudió durante un rato, silbó y telefoneó a Fulham. Barnard se puso al aparato.
—Stuart, me alegro de que me llames. ¿Tienes algo nuevo para mí?
—Sí. Aquí hay una cosa que quiero que veas. Si no me equivoco, es algo que nunca había encontrado hasta ahora. Creo que sé lo que es; pero apenas puedo creerlo.
—Emplea un coche patrulla. Mándamelo en seguida —se limitó a responder Barnard.
Al cabo de un par de horas, los dos hombres hablaron de nuevo. Ahora era Barnard el que había llamado.
—Si estabas pensando lo qué creo que pensabas, llevabas razón —dijo.
Barnard tenía sus doscientos por ciento.
—¿No podría venir de alguna otra parte? —preguntó McDonald.
—No. No hay manera de que esto vaya a parar a manos de nadie, salvo las de los fabricantes.
—Maldición —exclamó en voz baja al patólogo.
—Punto en boca, amigo —dijo Barnard—. Nosotros a lo nuestro, ¿eh? Mi informe estará en poder del ministro del Interior por la mañana. ¿Puedes hacer tú lo mismo?
McDonald miró su reloj. Hacía treinta y seis horas que le habían levantado de la cama. Tendría que aguantar otras doce.
—No dormiré más. Barnard mata al sueño —dijo, parodiando a Macbeth—. Está bien, lo tendrá sobre la mesa a la hora del desayuno.
Aquella noche entregó el cuerpo, o las dos partes de él, al forense. Por la mañana, el forense de Oxford abriría y suspendería la encuesta, lo cual le permitiría entregar el cadáver al pariente más próximo, en este caso el embajador Fairchild, como representante del presidente John Cormack.
Mientras los dos científicos británicos redactaban sus dictámenes durante la noche, Sam Somerville era recibida, a petición propia, por el comité reunido en el Salón de Situación en los sótanos del Ala Oeste. Ella había acudido directamente al director del FBI, quien accedió después de hablar por teléfono con el vicepresidente Odell.
Cuando Sam entró en la habitación, todos estaban ya allí. Nada más faltaba David Weintraub, que se encontraba en Tokio hablando con su colega. Se sintió intimidada; aquellos hombres eran los más poderosos del país; sólo se les veía en la televisión o en los periódicos. Respiró hondo, levantó la cabeza y se dirigió al extremo de la mesa. El vicepresidente Odell le indicó una silla.
—Siéntese, señorita.
—Tenemos entendido que quiere pedirnos que dejemos en libertad a Mr. Quinn —dijo el fiscal general, Bill Walters—. ¿Podemos preguntarle por qué?
—Caballeros, sé que alguien puede sospechar que Mr. Quinn tuvo algo que ver en la muerte de Simon Cormack. Les pido que me crean. Estuve en íntimo contacto con él en aquel apartamento, durante tres semanas, y estoy convencida de que trató por todos los medios que el joven fuese liberado sano y salvo.
—Entonces, ¿por qué escapó? —preguntó Philip Kelly.
No le gustaba que sus jóvenes agentes fuesen traídos ante el comité para exponer sus opiniones.
—Porque hubo dos filtraciones inesperadas a la Prensa cuarenta y ocho horas antes de que él se marchase; porque llevaba tres semanas tratando de ganarse la confianza de aquel monstruo, y lo había conseguido. Porque estaba convencido de que Zack echaría a correr si no conseguía llegar hasta él solo y desarmado, sin que pudiesen seguirle las autoridades británicas o americanas.
Nadie dejó de comprender que, al decir «autoridades americanas» se refería a Kevin Brown. Kelly frunció el entrecejo.
—Persiste la sospecha de que haya estado implicado de alguna manera —dijo—. No sabemos cómo, pero hay que comprobarlo.
—No podía estarlo, señor —dijo Sam—. Cabría en lo posible, si él se hubiese ofrecido como negociador, pero fue aquí donde se tomó la decisión de pedírselo. Él ni siquiera quería venir. Y desde el momento en que Mr. Weintraub le vio en España, siempre ha estado en compañía de alguien durante las veinticuatro horas del día. Y todo lo que habló con los secuestradores, ustedes lo escucharon.
—Salvo en las últimas cuarenta y ocho horas antes de que apareciese en una carretera —dijo Morton Stannard.
—¿Pero por qué había de hacer un trato con los secuestradores durante aquel tiempo, si no era para la liberación de Simon Cormack? —preguntó.
—Porque dos millones de dólares es mucho dinero para un hombre pobre —sugirió Hubert Reed.
—Si hubiese querido desaparecer con los diamantes —insistió ella—, todavía le estaríamos buscando.
—Bueno —intervino Odell de forma inesperada—, él fue al encuentro de los secuestradores solo y desarmado, salvo por unos trozos de mazapán. Si no los conocía ya, se necesitaban muchas agallas para esto.
—Las sospechas de Mr. Brown quizá no sean del todo infundadas —apoyó Jim Donaldson—. Pudo establecer contacto y hacer un trato. Ellos matan al chico, a él le respetan la vida, y se llevan las piedras. Más tarde se reúnen y se reparten el botín.
—¿Por qué habían de hacerlo? —preguntó Sam, ahora más atrevida, al ver que el vicepresidente parecía estar de su parte—. Ellos tenían los diamantes, podían matarlo a él también. Y aunque no lo hiciesen, ¿por qué habían de repartir los diamantes con él? ¿Se habrían fiado ustedes de ellos?
Ninguno se habría fiado de unos hombres semejantes. Se hizo un silencio mientras reflexionaba.
—Si se le permite marcharse, ¿qué piensa hacer? ¿Volver a su viñedo de España? —preguntó Reed.
—No, señor; quiere ir tras los bandidos. Quiere perseguirlos y acabar con ellos.
—Alto ahí, agente Somerville —dijo indignado Kelly—. Este trabajo corresponde al FBI. Caballeros, ya no tenemos que andarnos con discreción para proteger la vida de Simon Cormack. Este asesinato es perseguible según nuestras leyes, como lo fue el perpetrado en aquel barco de recreo, el Achille Lauro. Estamos situando equipos en Gran Bretaña y en Europa, con la colaboración de todas las autoridades de policía nacionales. Queremos capturarlos y lo conseguiremos. Mr. Brown controla las operaciones de fuera de Londres.
Sam Somerville jugó su última carta.
—Pero, caballeros, si Quinn no estaba implicado en el negocio, fue quien se acercó más a ellos, los vio y les habló. Y si estaba involucrado, sabrá dónde tiene que ir. Podría ser nuestra pista mejor.
—¿Quiere decir que le dejemos marchar y le sigamos? —preguntó Walters.
—No, señor; quiero decir que me permitan ir con él.
—Señorita… —Michael Odell se inclinó hacia delante para verla mejor—. ¿Sabe usted lo que está diciendo? Ese hombre ha matado antes de ahora… Sí, en combate… Pero si está comprometido, podría matarla.
—Lo sé, señor vicepresidente. Y ésta es la cuestión. Yo creo que es inocente y estoy dispuesta a correr el riesgo.
—¡Hum…! Está bien, permanezca en la ciudad, Miss Somerville. Tendrá noticias nuestras. Hemos de discutir esto en privado —dijo Odell.
El ministro del Interior, Marriott, pasó una mañana agitada leyendo los dictámenes de los doctores Bernard y McDonald. Después, llevó los dos a Downing Street. A la hora del almuerzo volvió al Home Office. Nigel Cramer le estaba esperando.
—¿Ha visto esto? —preguntó Sir Harry.
—He leído copias, señor ministro.
—Es espantoso, de lo más desalentador. Si llegase a divulgarse… ¿Sabe usted dónde está el embajador Fairweather?
—Sí. Se encuentra en Oxford. El forense le entregó el cadáver hace una hora. Creo que el avión Número Uno de las Fuerzas Aéreas está esperando en Upper Heyford para llevar el ataúd a los Estados Unidos. El embajador esperará a que despegue y después volverá a Londres.
—¡Hum! Tendré que pedir al Foreign Office que prepare una entrevista. No quiero que nadie vea copias de esto. Es un asunto horroroso. ¿Alguna noticia sobre la persecución de los criminales?
—No mucho, señor. Quinn dijo muy claro que ninguno de los otros secuestradores a quienes vio pronunció una palabra. Podrían ser extranjeros. Se está buscando el Volvo en todos los puertos y aeropuertos importantes en conexión con Europa. Temo que puedan haber escapado. Desde luego la busca de la casa continúa. Ya no hay que andar con discreción; esta noche haré un llamamiento al público, si a usted le parece bien. Una casa aislada, con garaje, un sótano y un Volvo de un color determinado: alguien debió ver algo.
—Sí, hágalo. Y téngame al corriente —aceptó el ministro del Interior.
Aquella noche, en Washington, una tensa Sam Somerville recibió en su apartamento de Alexandria una citación para que acudiese al Hoover Building.
Fue conducida al despacho de Philip Kelly, su jefe, para enterarla de la decisión de la Casa Blanca.
—Bien, agente Somerville, se ha salido con la suya. Las altas autoridades dicen que vuelva a Inglaterra y ponga en libertad a Mr. Quinn. Pero esta vez se quedará con él, permanecerá a su lado durante todo el tiempo. Y tendrá informado a Mr. Brown de todo cuanto él haga y de los sitios a los que vaya.
—Sí, señor. Gracias, señor.
Llegó justo a tiempo para tomar el Red Eye de la noche para Heathrow.
El avión sufrió un ligero retraso en su salida del Dulles International. A pocos kilómetros de allí, en Andrews, el Número Uno de las Fuerzas Aéreas estaba aterrizando con el ataúd de Simon Cormack. A aquella hora, y en toda América, los aeropuertos interrumpieron sus actividades para guardar dos minutos de silencio.
El aparato en que viajaba Sam, tomó tierra en Heathrow al amanecer. Era el amanecer del cuarto día después del asesinato.
Irving Moss fue despertado temprano aquella mañana por el timbre del teléfono. La llamada sólo podía proceder de una fuente, la única que conocía ese número. Miró su reloj: las cuatro de la mañana, las diez de la noche anterior en Houston. Anotó la larga lista de precios, todos ellos en dólares y centavos USA, borró los ceros que indicaban un espacio en el mensaje y, de acuerdo con el día del mes, colocó las líneas de números contra líneas preparadas de letras.
Cuando terminó de descifrar el mensaje, contrajo las mejillas hacia adentro. Tendría que cuidar de algo más, de algo imprevisto. Sin demora.
Aloysius «Al» Fairweather Jr., embajador de los Estados Unidos en la Corte de San Jaime, había recibido la comunicación enviada por el Foreign Office la noche anterior, a su regreso de la base de Upper Heyford de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos. Fue un día triste: obtener permiso del juez de instrucción de Oxford para hacerse cargo del cuerpo del hijo de su presidente; recoger el ataúd de los forenses locales, que habían hecho todo lo que habían podido con pocas esperanzas de éxito, y enviar la trágica carga a Washington por el Número Uno de las Fuerzas Aéreas.
Llevaba casi tres años en aquel puesto, para el que lo designó la nueva Administración, y sabía que había actuado bien, incluso como sucesor del incomparable Charles Price, de los años Reagan. Pero las cuatro últimas semanas constituyeron una pesadilla que ningún embajador debería tener que soportar.
La petición del Foreign Office le intrigó, pues no era para ver al ministro de Asuntos Exteriores, con el que trataba normalmente, sino al ministro del Interior, Sir Harry Marriott. Conocía a Sir Harry, como a la mayoría de los ministros británicos, lo bastante para prescindir del tratamiento en privado y emplear el nombre de pila. Pero ir al Home Office a la hora del desayuno era algo desacostumbrado, y el mensaje del Foreign Office no daba ninguna explicación. Su largo Cadillac negro entró en Victoria Street a las nueve menos cinco.
—Mi querido Al. —Marriott rebosaba cortesía, aunque con la gravedad requerida por las circunstancias—. Creo que no he de decirle la enorme impresión que ha sufrido todo el país durante los últimos días.
Fairweather asintió con la cabeza. No dudaba de que la reacción del Gobierno británico y la del pueblo, era sincera. Durante días, la cola de los que acudían a firmar en el Libro de Pésame en el vestíbulo de la Embajada daba dos vueltas a Grosvenor Square. Cerca del borde superior de la primera página estaba la sencilla firma «Elisabeth R», seguida de las de todo el gabinete, de los dos arzobispos, de los líderes de todas las demás Iglesias y de miles de hombres eminentes y oscuros.
Sir Harry le tendió sobre la mesa dos dictámenes con cubiertas de papel manila.
—Quería que viese esto primero, en privado, y le sugiero que lo haga ahora. Creo que hay asuntos que deberíamos discutir antes de que usted se marche.
El dictamen del doctor McDonald era el más breve, y lo tomó el primero. Simon Cormack había muerto a causa de grandes destrozos en la espina dorsal y el abdomen, causados por la explosión de un pequeño pero concentrado artefacto cerca de la base de la espalda. Al morir, llevaba la bomba sobre su persona. Seguía una explicación, pero en términos técnicos, sobre su constitución, su estado de salud, la última comida consumida, etcétera.
El doctor Barnard tenía más cosas que decir. La bomba que Simon Cormack había llevado sobre su cuerpo había estado oculta en el ancho cinturón que ceñía y que le había sido dado por los secuestradores para sujetar los pantalones vaqueros, que también le habían proporcionado ellos.
El cinturón era (había sido) de siete centímetros y medio de anchura, y se componía de dos tiras de cuero cosidas por los bordes. Se sujetaba en la parte delantera por una pesada hebilla de diez centímetros de longitud y un poco más ancha que el propio cinturón, adornada con la imagen repujada de la cabeza de un toro. Era el tipo de cinturón que se vendía en tiendas especializadas en equipos del Oeste o de camping. Aunque parecía maciza, la hebilla había estado en realidad hueca.
El explosivo lo constituía una lámina de dos onzas de Semtex, compuesta en un cuarenta y cinco por ciento de penta tetro éter nitrato (o PETN), otro cuarenta y cinco por ciento de RDX y el diez por ciento de plastificante. Había tenido siete centímetros de longitud y algo menos de cuatro de anchura, y había sido insertada entre las dos tiras de cuero del cinturón, exactamente sobre la espina dorsal del joven.
Dentro del plástico se había introducido un detonador en miniatura, más tarde extraído de un fragmento de vértebra enterrado a su vez en el bazo. Estaba deformado; pero era todavía reconocible… e identificable.
Un alambre conectaba el explosivo y el detonador con una pila de litio a un lado del cinturón, parecida a las que se emplean en los relojes digitales, y no más grande que éstas. Había estado dentro de un hueco en el interior de la doble tira de cuero. El mismo alambre se extendía hasta el receptor oculto dentro de la hebilla, desde la cual, otro alambre, la antena, daba la vuelta al cinturón entre las capas de cuero.
El receptor no debía ser mayor que una caja de cerillas, y recibía probablemente unos 72,15 megahertzios, una señal enviada desde un pequeño transistor, el cual, desde luego, no fue encontrado en el lugar del crimen; pero era con toda seguridad una cajita de plástico más pequeña que un paquete de cigarrillos, con un solo botón que se apretaba con la yema del pulgar para efectuar la detonación. Alcance: algo más de trescientos metros.
Al Fairweather no podía ocultar que se hallaba impresionadísimo.
—Dios mío, Harry, esto es… satánico.
—Una tecnología complicada —convino el ministro del Interior—. El aguijón está en la cola. Lea el resumen.
—¿Y por qué? —preguntó el embajador cuando levantó al fin la cabeza—. En nombre de Dios, Harry, ¿por qué? ¿Y cómo lo hicieron?
—En cuanto a cómo lo hicieron, no hay más que una explicación. Los criminales simularon que dejaban a Simon Cormack en libertad. Debieron seguir en el coche durante un rato, dar la vuelta y acercarse a pie a aquel tramo de carretera desde los campos. Probablemente se ocultaron detrás de una de aquellas arboledas que se encuentran a doscientos metros de la carretera, y por tanto dentro del radio de acción del transmisor. Ahora hay gente registrando las arboledas por si hay huellas de pisadas. En cuanto a por qué, no lo sé, Al. Ninguno de nosotros lo sabe. No obstante, los científicos se muestran rotundos en sus afirmaciones. Y no se equivocan. De momento, yo sugeriría que su dictamen siguiese siendo absolutamente confidencial. Hasta que sepamos más. Estamos tratando de descubrirlo. Tengo la seguridad de que su gente querrá también intentarlo antes de que nada se haga público.
Fairweather se levantó y cogió sus copias de los dictámenes.
—No voy a enviar esto por correo —dijo—. Lo llevaré personalmente esta tarde en avión.
El ministro del Interior lo acompañó hasta la planta baja.
—¿Se da cuenta de lo que esto podría significar si se supiese? —preguntó.
—No hace falta que lo subraye —repuso Fairweather—. Habría algaradas. Tengo que llevar los informes a Jim Donaldson y tal vez a Michael Odell. Ellos tendrán que decírselo al presidente. ¡Dios mío, qué situación!
El coche de alquiler de Sam Somerville estaba donde lo había dejado en el aparcamiento de Heathrow. En él fue directamente a la casa señorial de Surrey. Kevin Brown leyó la carta que ella traía y se puso furioso.
—Está cometiendo un error, agente Somerville —sentenció—. El director Edmonds está cometiendo también un error. El hombre que tenemos abajo sabe más de lo que dice; siempre lo ha sabido y siempre lo sabrá. Me repugna dejarlo suelto, debería ser enviado en avión a los Estados Unidos… esposado.
Pero la firma de la carta era inconfundible. Brown mandó a Moxon que fuera al sótano en busca de Quinn. Todavía llevaba las esposas; tendrían que quitárselas. No se había lavado ni afeitado y se hallaba hambriento. El equipo del FBI empezó a salir de la casa para devolverla a sus dueños. En la puerta, Brown se volvió a Quinn.
—No quiero volver a verlo más, Quinn. Salvo entre rejas. Y creo que un día podré hacerlo.
En el trayecto de vuelta a Londres, Quinn guardó silencio mientras Sam le contaba el resultado de su viaje a Washington y la decisión de la Casa Blanca de permitirle hacer lo que quisiera con tal de que ella le acompañase.
—Anda con cuidado, Quinn. Esos hombres tienen que ser como bestias. Lo que hicieron al muchacho fue una salvajada…
—Fue algo peor —dijo Quinn—. Fue ilógico. Esto es lo que no puedo comprender. No tiene sentido. Ellos tenían todo lo que querían. Podían marcharse tranquilamente. ¿Por qué volver atrás para matar al joven?
—Porque son unos sádicos —respondió Sam—. Ya conoces a esa gente; has tenido que tratar con los de su clase durante años. No conocen la compasión. Disfrutan causando dolor. Pensaban matarlo desde el principio…
—Entonces, ¿por qué no lo hicieron en el sótano? ¿Por qué no me mataron también a mí? ¿Por qué no emplearon una pistola, un cuchillo o una cuerda? ¿Por qué?
—Nunca lo sabremos. A menos que logremos encontrarlos. Y tienen todo el mundo para desaparecer en él. ¿Adónde quieres ir?
—Al apartamento —dijo Quinn—. Tengo mis cosas allí.
—Y yo también —agregó Sam—. Me fui a Washington con lo que llevaba puesto.
Conducía hacia el norte por Warwick Road.
—Has ido demasiado lejos —observó Quinn, que conocía Londres como un taxista—. Tuerce a la derecha en Cromwell Road, el próximo cruce de calles.
El semáforo estaba en rojo. Delante de ellos, iba un largo Cadillac negro con la banderola de los Estados Unidos. El embajador Fairweather viajaba en la parte de atrás, estudiando un informe mientras se dirigían al aeropuerto. Levantó la mirada, observó a la pareja sin reconocerla y siguió su camino.
Duncan McCrea se encontraba en el apartamento, como si le hubiese pasado por alto el torbellino de los últimos días. Recibió a Quinn igual que un perro al reunirse con su amo.
Dijo que aquel mismo día, más temprano, Lou Collins había enviado a limpiar el piso. Los encargados de ello no eran hombres con plumeros. Limpiaron de micrófonos las habitaciones. El apartamento estaba «quemado» en lo concerniente a la Compañía y ésta no podía ya emplearlo. Habían dicho a McCrea que se quedase, hiciese los bártulos y devolviese las llaves al casero cuando se marchara a la mañana siguiente. Estaba a punto de empaquetar la ropa de Sam y de Quinn cuando éstos llegaron.
—Bueno, Duncan, o nos quedamos aquí o tenemos que ir a un hotel. ¿Le importa que pasemos con usted la última noche?
—Desde luego, no hay problema. La Agencia les invita. Pero lo siento mucho, mañana por la mañana debemos dejar libre el local.
—Con dormir hoy será suficiente —dijo Quinn; estuvo tentado a revolver los cabellos del joven en un gesto paternal; la sonrisa de McCrea era contagiosa—. Necesito bañarme, afeitarme, comer y descansar unas diez horas.
McCrea fue a la tienda de Mr. Patel en el otro lado de la calle y volvió con dos grandes bolsas. Preparó filetes, patatas fritas y ensalada, con dos grandes botellas de vino tinto. A Quinn le conmovió observar que había elegido vino de Rioja; no de Andalucía, pero sí el de más cerca de allí que había podido encontrar.
Sam no consideró necesario mantener el secreto sobre sus amores con Quinn. Entró en la habitación de éste detrás de él, y si el joven McCrea les oía cuando hiciesen el amor, ¿qué importaba? Después de la segunda vez, ella se quedó dormida, con la cara apoyada en el pecho de él. Quinn puso una mano sobre su nuca y ella murmuró al sentir el contacto.
Pero el Negociador no podía dormir, a pesar de su cansancio yacía boca arriba, como en tantas noches anteriores, contemplando el techo y pensando. Había algo en aquellos hombres del almacén, algo que había pasado por alto. Lo descubrió de madrugada. El hombre de detrás de él sostenía la Skorpion con naturalidad, fruto de la práctica, no con la tensión y la precaución de los que no están acostumbrados a las armas cortas; parecía tranquilo, relajado, confiado, sabiendo que podía apuntar y disparar la metralleta en una fracción de segundo. Su actitud, su aplomo… Quinn había visto aquello antes.
—Era un soldado —dijo a media voz en la oscuridad.
Sam murmuró «Hum», pero siguió durmiendo. Había algo más, algo que había visto al pasar por delante de la portezuela del Volvo para meterse en el portaequipajes. No podía recordarlo y por fin se quedó dormido.
Por la mañana, Sam se levantó antes, y volvió a su habitación para vestirse. Duncan McCrea debió verla salir del dormitorio de Quinn, pero no hizo comentarios. Le preocupaba más que sus invitados tuviesen un buen desayuno.
—La noche pasada… olvidé los huevos —gritó, y bajó corriendo la escalera para ir a buscarlos al colmado de la esquina que abría temprano.
Sam llevó a Quinn el desayuno en la cama. Estaba sumido en honda reflexión. Ella se había acostumbrado a sus cavilaciones y lo dejó solo. «Los limpiadores de Lou Collins no habían hecho una buena limpieza», pensó. Las habitaciones estaban llenas de polvo después de cuatro semanas de descuido.
A Quinn no le importaba el polvo. Estaba observando una araña en lo alto del rincón más alejado de su habitación. La pequeña criatura ató cuidadosamente los dos últimos hilos de una telaraña por lo demás perfecta, comprobó que cada hebra estuviese en su lugar y después se deslizó hasta el centro y se sentó a esperar. Fue este último movimiento de la araña lo que recordó a Quinn el pequeño detalle que se le resistía la noche pasada.
El comité de la Casa Blanca tenía sobre la mesa los dictámenes completos de lo doctores Barnard y McDonald. Estaban estudiando el primero de ellos. Uno tras otro, terminaron el resumen y se echaron atrás en sus sillones.
—Malditos bastardos —dijo, furioso, Michael Odell.
Hablaba en nombre de todos. El embajador Fairweather se hallaba sentado al otro extremo de la mesa.
—¿Hay alguna posibilidad —preguntó el secretario de Estado, Donaldson— de que los científicos británicos estén equivocados? Me refiero al origen.
—Dicen que no —respondió el embajador—. Nos han invitado a enviar a quienes queramos para comprobarlo; pero son muy competentes. Temo que se encuentran en lo cierto.
Como había dicho Sir Harry Marriott, el aguijón estaba en la cola, en el resumen. Todos los componentes, había dicho el doctor Barnard, con la plena conformidad de sus colegas militares de Fort Halstead, los alambres de cobre, sus fundas de plástico, el Semtex, el receptor, la pila, el metal y el cinturón de cuero, eran de fabricación soviética.
Admitía la posibilidad de que aquellos artículos, aunque confeccionados en la Unión Soviética, cayesen en manos de otros fuera de la URSS. Pero la clave estaba en el microdetonador. Estos detonadores en miniatura, no mayores que un clip de sujetar papeles, se emplean, solamente, dentro del programa espacial soviético en Baikonur. Se utilizan para dar cambios infinitesimales de dirección a los vehículos Salyut y Soyuz al maniobrar para acoplarse en el espacio.
—Pero es absurdo —protestó Donaldson—. ¿Por qué habían de hacerlo?
—Son muchas las cosas que carecen de lógica en este embrollo —dijo Odell—. Si esto es verdad, no veo cómo podía Quinn saberlo. Parece que le estuvieron engañando todo el tiempo, que nos estuvieron engañando a todos.
—La cuestión es saber qué vamos a hacer ahora —preguntó el secretario del Tesoro, Reed.
—El entierro se celebra mañana —recordó Odell—. Primero tenemos que atender esto. Después decidiremos cómo hemos de actuar con nuestros amigos rusos.
Durante cuatro semanas, Michael Odell había descubierto que la autoridad de presidente en funciones iba recayendo más y más sobre él. Los hombres que estaban ahora alrededor de la mesa habían llegado también a aceptar su liderazgo, como si fuese el auténtico jefe de la nación.
—¿Cómo está el presidente —preguntó Walters— desde… que le dieron la noticia?
—Según el médico, mal —respondió Odell—. Muy mal. Si el secuestro fue bastante terrible para él, la muerte de su hijo, y producida de esta manera, ha sido como una bala en el vientre.
Al oír la palabra, «bala», todos los que estaban alrededor de la mesa pensaron lo mismo. Pero nadie se atrevió a decirlo.
Julian Hayman tenía la misma edad de Quinn y ambos se conocían desde que éste vivió en Londres y trabajó para la empresa de seguros especializada en protección y en rescate de rehenes. Sus mundos se habían superpuesto, pues Hayman, ex comandante del SAS, dirigía una compañía dedicada al suministro de sistemas de alarma y a la protección personal, incluidos los guardaespaldas. Su clientela era exclusiva, acaudalada y cautelosa. Se trataba de personas que tenían motivos para recelar, o no habrían pagado tanto por los servicios de Hayman.
La oficina en Victoria, a la que guio Quinn a Sam a media mañana, después de dejar el piso y despedirse de Duncan McCrea, era discreta y estaba muy protegida.
Quinn le pidió a la muchacha que se sentase junto a la ventana de un café, calle abajo, y le esperase.
—¿Por qué no puedo ir contigo? —preguntó ella.
—Porque él no te recibiría. Tal vez ni siquiera tenga ganas de verme a mí. Sin embargo, espero que lo haga, pues hicimos juntos un largo camino. No le gustan los extranjeros, a menos que paguen bien, y nosotros no estamos en condiciones de hacerlo. En cuanto a las damas del FBI, le causan temor.
Quinn se anunció por el teléfono de la puerta, sabiendo que era observado por la cámara de televisión que se hallaba encima de la puerta. Cuando ésta se abrió, caminó directamente hasta el fondo del local, pasando por delante de dos secretarias que ni siquiera le miraron. Julian Hayman estaba en su despacho, en el extremo de la planta baja. La habitación era tan elegante como el hombre que la ocupaba. No tenía ventanas. Tampoco las tenía Hayman.
—Bien, bien, bien —dijo éste con voz cansina—. Ha pasado mucho tiempo, soldado. —Tendió una mano lánguida—. ¿Qué te trae a mi humilde morada?
—Información —dijo Quinn.
Explicó a Hayman lo que quería.
—En otros tiempos, querido amigo, no habría habido problema. Pero las cosas cambian, ¿sabes? Lo cierto es que hoy se habla mucho de ti, Quinn. Eres persona non grata, dicen en el club. No exactamente el personaje del mes, sobre todo entre los tuyos. Lo siento, muchacho, pero eres mala noticia, no puedo ayudarte.
Quinn descolgó un teléfono que había sobre la mesa y apretó varios botones. Sonó el timbre en el otro extremo de la línea.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Hayman; el tono cansino de su voz, había desaparecido.
—Nadie me vio entrar aquí —dijo Quinn—, pero la mitad de Fleet Street va a verme salir.
—Daily Mail —respondió una voz en el teléfono.
Hayman alargó una mano y cortó la comunicación. Muchos de sus mejores clientes eran corporaciones americanas que actuaban en Europa, y prefería no tener que dar complicadas explicaciones.
—Eres un bastardo, Quinn —dijo débilmente—. Siempre lo fuiste. Está bien; un par de horas en el archivo, pero te encerraré allí. No quiero que falte nada.
—¿Crees que te haría una cosa así? —preguntó muy amable Quinn.
Hayman le condujo al sótano, donde estaba el archivo.
En parte por su negocio, en parte por interés personal, Julian Hayman había reunido, en el curso de los años, un archivo completísimo de delincuentes de todas clases. Asesinos, ladrones de Bancos, gángsters, estafadores, vendedores de drogas, traficantes de armas, terroristas, secuestradores; banqueros, contables, abogados, políticos y policías «venales». Muertos, vivos, en la cárcel o simplemente desaparecidos, constaban en su archivo si habían aparecido alguna vez en letra impresa, y a menudo incluso sin este requisito. Aquella caverna se extendía debajo de todo el edificio.
—¿Alguna sección en particular? —preguntó Hayman, encendiendo las luces.
Los muebles archivadores se extendían en todas direcciones, y en ellos sólo estaban las fichas y las fotografías. Los datos principales constaban en el ordenador.
—La de mercenarios —dijo Quinn.
—¿En el Congo?
—En el Congo, en Yemen, en el sur del Sudán, en Biafra o en Rodesia.
—Desde aquí hasta allí —dijo Hayman, señalando diez metros de archivadores metálicos, cuya altura era un poco menor a la de un hombre—. El índice está al final.
Quinn estuvo allí cuatro horas; pero nadie le molestó. La fotografía mostraba a cuatro hombres, todos blancos. Se encontraban agrupados delante de un jeep, en una estrecha y polvorienta carretera, flanqueada por unos arbustos que parecían africanos. Podían distinguirse varios soldados negros detrás de ellos. Todos vestían uniforme camuflado de campaña y botas altas. Tres llevaban sombreros con ramas. Tres portaban fusiles ametralladores FLN belgas. Su camuflaje era del tipo leopardo, predilecto de los europeos, y no de la variedad rayada empleada por los ingleses y los americanos.
Quinn puso la foto sobre la mesa, debajo de la lámpara y encontró una lupa de gran aumento en un cajón. A través de ella, apareció más claro el tatuaje en el dorso de la mano izquierda de uno de aquellos hombres, a pesar del tono sepia de la vieja fotografía. Representaba una tela de araña, con ésta agazapada en el centro.
Continuó revisando el archivo, pero no encontró nada más que fuese de interés. Nada que evocase algún recuerdo. Tocó el timbre para que le abriesen.
En el despacho de Hayman, éste alargó la mano para tomar la fotografía.
—¿Quiénes son? —le preguntó Quinn.
Hayman estudió el dorso de la foto. Como todas las demás fotografías y fichas de su colección, estaba marcada con un número de siete cifras. Marcó el número en la consola del ordenador que tenía sobre la mesa. Todos los datos resplandecieron en la pantalla.
—Vaya, has pillado a unos buenos tipos, viejo —leyó en la pantalla—. La fotografía fue tomada casi con certeza en la provincia de Maniema, Congo oriental, ahora Zaire, en el invierno de mil novecientos sesenta y cuatro. El hombre de la izquierda es Jacques Schramme, Black Jack Schramme, el mercenario belga.
Se fue animando mientras explicaba. Era su especialidad.
—Schramme fue uno de los primeros. Luchó contra las tropas de las Naciones Unidas en la tentativa de secesión de Katanga, desde mil novecientos sesenta hasta mil novecientos sesenta y dos. Cuando perdieron, tuvo que huir y refugiarse en Angola, a la sazón portuguesa y bajo el dominio de la ultraderecha. Previa invitación, volvió en el otoño de mil novecientos sesenta y cuatro para ayudar a sofocar la rebelión simba. Reconstituyeron su antiguo Grupo Leopardo y contribuyó a la pacificación de la provincia de Maniema. Éste es el hombre. ¿Algo más?
—Los otros —solicitó Quinn.
—¡Hum! El de la derecha es otro belga, el comandante Wauthier. En aquella época estuvo al mando de un contingente de reclutas katangueños y de unos veinte mercenarios blancos, en Watsa. Debía hallarse de visita. ¿Te interesan los belgas?
—Tal vez.
Quinn volvió a pensar en el Volvo, cuando se encontraba en el almacén. Al pasar por delante de la portezuela abierta, había percibido un olor a humo de cigarrillo. No a Marlboro ni a Dunhill. Más bien a Gaullois francés. O a Bastos, la marca belga. Zack no fumaba; le había olido el aliento.
—El que no lleva sombrero, el de en medio, es Roger Lagillarde, también belga. Murió en una emboscada simba en la carretera de Punia. Esto es seguro.
—¿Y el alto? —inquirió el Negociador—. El gigante.
—Sí, es muy alto —convino Hayman—. Debe medir un metro noventa y ocho como mínimo. Con la complexión de un toro. Aquí tendría poco más de veinte años. Lástima que volviese la cabeza. Con la sombra del sombrero de camuflaje, apenas puede apreciarse su cara. Probablemente no se conocía su nombre. Sólo su apodo: Big Paul. Esto es cuanto aquí se dice.
Apagó la pantalla. Quinn había estado garabateando en un bloc. Empujó su dibujo sobre la mesa.
—¿Habías visto esto alguna vez?
Hayman miró el dibujo de la tela de araña, con la araña en el centro. Se encogió de hombros.
—¿Un tatuaje? Lo llevan jóvenes gamberros, punks, hinchas del fútbol. Es muy corriente.
—Recuerda —dijo Quinn—. Bélgica, digamos hace treinta años.
—Ah, espera un momento. ¿Cómo diablos le llamaban? Araignée, esto es. No puedo recordar cómo llaman a la araña en flamenco, sino sólo en francés.
Jugueteó con sus llaves durante unos segundos.
—La red negra, la araña roja en el centro. ¿Llevado en el dorso de la mano izquierda?
Quinn trató de recordar. Estaba pasando por delante de la portezuela del pasajero del Volvo, para meterse en el portaequipajes. Zack iba detrás de él. El hombre que estaba en el asiento del conductor se había inclinado para observarle a través de las rendijas de la máscara. Un hombrón; casi tocaba el techo estando sentado. Inclinándose… se apoyaba en la mano izquierda… Y se había quitado el guante para fumar.
—Sí —dijo Quinn—, esto es.
—Un grupo insignificante —dijo Hayman en tono desdeñoso, leyendo en la pantalla—. Una organización de extrema derecha formada en Bélgica a finales de los años cincuenta y principios de los sesenta. Opuestos a la descolonización de la única colonia belga, el Congo. Antinegros, desde luego, y antisemitas; nada nuevo. Reclutaba jóvenes inadaptados y gamberros, rateros, chusma. Especializados en arrojar piedras contra los escaparates de las tiendas de los judíos, abroncar a los oradores izquierdistas, dar palizas a algunos miembros liberales del Parlamento. En definitiva, se extinguió. Desde luego, la disolución de los imperios europeos dio origen a toda clase de grupos de esta especie.
—¿El movimiento era flamenco o valón? —preguntó Quinn.
Sabía que Bélgica tiene dos grupos culturales: los flamencos, concentrados sobre todo en la mitad norte próxima a Holanda, y que hablan flamenco, y los valones del sur, cerca de Francia, los cuales se expresan en francés. Bélgica es un país bilingüe.
—En realidad, ambas cosas —dijo Hayman, después de consultar la pantalla—. Pero aquí dice que empezó y fue siempre más fuerte en la ciudad de Amberes. Por consiguiente, creo que podemos decir que era flamenco.
Cualquier otra mujer habría estado echando espumarajos de furia por haber tenido que esperar cuatro horas y media. Por suerte para Quinn, Sam era una agente experimentada y había hecho su aprendizaje en servicios de vigilancia, que era lo más aburrido del mundo. Ahora estaba tomando su cuarta taza de horrible café.
—¿Cuándo tienes que devolver el coche? —preguntó Quinn.
—Esta noche. Pero puedo prorrogar el alquiler.
—¿Puedes entregarlo en el aeropuerto?
—Sí. ¿Por qué?
—Vamos a volar a Bruselas.
Ella pareció afligida.
—Por favor, Quinn, ¿tenemos que ir volando? Por supuesto que tomo el avión cuando no tengo más remedio; pero, si puedo lo evito… Me da miedo, y ya he tenido que volar demasiado en los últimos tiempos.
—Está bien —se avino él—. Devuelve el coche en Londres. Tomaremos el tren y el aerodeslizador. De todos modos, tendremos que alquilar un coche belga. Podemos hacerlo en Ostende. Y necesitaremos dinero. No tengo tarjetas de crédito.
—¿Qué?
Era la primera vez que oía decir esto.
—No las necesito en Alcántara del Río.
—Está bien, iremos al Banco. Extenderé un cheque y espero que tendré dinero suficiente en mi cuenta corriente de los Estados Unidos.
Mientras se dirigían al Banco, ella encendió la radio. Había una música triste. Eran las cuatro de la tarde en Londres y ya oscurecía. Muy lejos, al otro lado del Atlántico, la familia Cormack estaba enterrando a su hijo.