CAPÍTULO X

Quinn había arrojado la cartera a la parte de atrás del Golf descubierto treinta segundos antes de doblar la esquina de la calle donde estaba el bloque de apartamentos. Cuando la había abierto, tras recibirla de Low Collins antes del amanecer, no había visto ningún aparato de transmisión; pero no esperaba verlo. Fuese quien fuese la persona que había preparado la cartera en el laboratorio, habría sido lo bastante lista para no dejar huellas visibles de la implantación. Quinn había apostado a que habría algo allí que indicaría a la Policía la dirección del lugar de su cita con Zack.

Mientras aguardaba ante un semáforo, abrió las cerraduras, guardó el paquete de diamantes debajo de su cerrada chaqueta de cuero y miró alrededor. El Golf estaba parado junto a él. Su conductor, con los oídos tapados por el gorro de piel, no se había dado cuenta de nada.

Antes de recorrer un kilómetro, Quinn abandonó la moto. Al no llevar el casco obligatorio, era probable que llamase la atención a algún policía. Delante del Brompton Oratory, detuvo un taxi, dijo al chófer que se dirigiese a Marylebone y se apeó en George Street, terminando el trayecto a pie.

Llevaba en los bolsillos todo lo que había podido sacar del apartamento sin llamar la atención: su pasaporte estadounidense y su permiso de conducir (aunque éstos pronto serían inútiles, cuando se diese la voz de alerta), un fajo de billetes británicos tomado del bolso de Sam, su navaja de hojas múltiples y unos alicates de la caja de herramientas. En una farmacia de Marylebone High Street compró unas gafas de cristal neutro y, en una tienda de artículos para caballero, un sombrero de tweed y una Burberry.

Hizo otras compras en una repostería, en una quincallería y en una tienda de artículos de viaje. Miró su reloj; habían transcurrido cincuenta y cinco minutos desde que colgó el teléfono en la frutería de Mr. Patel. Entró en Blandford Street y encontró una cabina telefónica que buscaba en la esquina de Chiltern Street. Había dos y ocupó la segunda, cuyo número se había aprendido de memoria tres semanas antes y acababa de dictar a Zack hacía una hora. El timbre sonó en el momento exacto.

—Bueno, bastardo, ¿qué diablos se propone ahora?

Zack estaba receloso e irritado.

Quinn le explicó en unas cuantas frases breves lo que había hecho. Zack le escuchó en silencio.

—¿Dice la verdad? —preguntó—. Porque si no, ese muchacho puede todavía pagarlo con la vida.

—Mire, Zack, francamente me importa un bledo que le capturen a usted o no. Sólo una cosa me preocupa: devolver el muchacho a su familia, sano y salvo. Y tengo debajo de mi chaqueta diamantes por valor de dos millones de dólares, que me imagino le interesan. He despistado a los sabuesos porque no paraban de entrometerse, pasándose de listos. Por consiguiente, ¿quiere o no quiere hacer el intercambio?

—Se ha agotado el tiempo —dijo Zack— me voy.

—Le hablo desde una cabina de Marylebone —dijo Quinn—; pero está en su derecho al no confiar en mí. Llámeme a este mismo número esta tarde y deme los detalles. Iré solo, desarmado y con las piedras, dondequiera que sea. Como soy un fugitivo, será mejor que llame cuando sea ya de noche. Digamos a las ocho.

—Está bien —gruñó Zack—. Pero no falle.

Fue el momento en que el sargento Kidd tomó la radio de su coche para hablar con Nigel Cramer. A los pocos minutos, todas las Comisarías de Policía de la zona metropolitana recibían la descripción de un hombre e instrucciones para que los agentes se mantuviesen alerta. Debían localizar al sospechoso pero sin acercarse a él; comunicarlo a la Comisaría y seguirle a distancia. No se dio ningún nombre, ni se explicó la razón de que se buscase a aquella persona.

Quinn salió de la cabina telefónica, volvió a Blandford Street y fue hasta el Blackwood’s Hotel. Era uno de esos hoteles antiguos, situados en los callejones de Londres, que habían evitado ser comprados y adecentados por las grandes cadenas hoteleras, una casa cubierta de hiedra, de veinte habitaciones, con paneles y ventanas saledizas, y un fuego encendido en la chimenea de ladrillos de una sala de recepción con esteras cubriendo las desiguales tablas del suelo. Quinn se acercó a la joven de agradable aspecto que estaba detrás del mostrador.

—Hola —dijo con una amplia sonrisa.

Ella le miró y sonrió a su vez. Alto, un poco encorvado, con su sombrero de tweed, su Burberry y una bolsa de viaje de piel de becerro, tenía todo el aire del turista americano.

—Buenas tardes, señor. ¿En qué puedo servirle?

—Pues sí, espero que pueda hacerlo, señorita. Mire, acabo de llegar de los Estados Unidos en un avión de la British Airways, mi línea predilecta de siempre. ¿Y sabe usted lo que han hecho? Perder mi equipaje; sí, señora, y enviarlo a Frankfurt por error.

Ella puso cara de compadecerle.

—Bueno, lo recuperarán y me lo entregarán en veinticuatro horas. El único problema es que todos los papeles referentes al viaje están en mi maleta pequeña, y aunque le parezca extraño, no puedo recordar en qué hotel tengo habitación reservada. Pasé una hora con una empleada de las líneas aéreas repasando nombres de hoteles de Londres… Ya sabe cuántos hay… Pero no puedo recordarlo y tengo que esperar a que llegue mi maleta. Por consiguiente, lo único que pude hacer fue venir en taxi a la ciudad, y el conductor me dijo que en este hotel estaría muy bien… ¿Podría darme una habitación para esta noche? A propósito, me llamo Harry Russell…

Ella estaba conmovida. Aquel hombre alto parecía desconsolado por el extravío de su equipaje y por su imposibilidad de recordar el nombre del hotel donde tenía reservada habitación. Ella había visto muchas películas y pensó que se parecía un poco al caballero que anda siempre en busca de conquistas. Pero éste hablaba más bien como el señor de Dallas que llevaba la plumita en el sombrero. No se le ocurrió dudar de él, ni siquiera pedirle un documento de identidad. Normalmente, en Blackwoods no admitían huéspedes sin equipaje ni reserva, pero haber perdido el equipaje, y no recordar el nombre del hotel, y todo por culpa de una compañía de aviación inglesa… Repasó la hoja de habitaciones libres; la mayoría de sus huéspedes eran clientes regulares de provincias, y unos pocos, residentes fijos.

—Sólo queda una habitación disponible, Mr. Russell, pequeña y en la parte de atrás… Lo siento…

—Lo mismo da, señorita. Oh, puedo pagarle en efectivo; cambié algunos dólares en el aeropuerto…

—Mañana por la mañana, Mr. Russell —tomó una llave de cobre—. Arriba, en el segundo piso.

Quinn subió la escalera de gastados peldaños, encontró el número once y entró en la habitación. Pequeña, limpia y cómoda. Más que suficiente. Se quitó los shorts, sacó el despertador que había comprado en la ferretería, lo puso a las seis y se durmió.

—Bueno, ¿por qué diablos lo hizo? —preguntó el ministro del Interior, Sir Harry Marriott.

Acababa de oír en su despacho del último piso del Home Office toda la historia contada por Nigel Cramer. Había hablado diez minutos por teléfono con Downing Street, y la dama que reside no había parecido muy complacida.

—Sospecho que creyó que no podía confiar en nadie —dijo Cramer con delicadeza.

—No en nosotros, supongo —dijo el ministro—. Pero hemos hecho todo lo posible.

—No, no en nosotros —corroboró Cramer—. Estaba a punto de realizar el intercambio con este hombre, Zack. En los casos de secuestro, ésta es siempre la fase más peligrosa. Tiene que llevarse con extremada delicadeza. Después de aquellas dos filtraciones de información en programas de radio, uno francés y otro británico, parece que prefirió terminar él solo el asunto. Desde luego, no podemos permitirlo. Tenemos que encontrarlo, señor ministro del Interior.

A Cramer todavía le escocía que le hubiesen quitado el primer papel en la negociación y tuviese que limitarse a la investigación.

—No me imagino cómo pudo escapar —se lamentó el ministro del Interior.

—Si yo hubiese tenido a dos de mis hombres en aquel apartamento, no habría podido hacerlo —le recordó Cramer.

—Sí; bueno, eso es agua pasada. Búsquelo; pero sin ruido, de forma discreta.

La opinión particular del ministro del Interior era que, si Quinn podía liberar él solo a Simon Cormack, todo podía darse por bien empleado. Inglaterra podría enviarlos a los dos a América lo antes posible. Pero si los americanos lo echaban a perder, mejor que fuesen ellos, y no él, quienes cargasen con el muerto.

A la misma hora, Irving Moss recibió una llamada telefónica de Houston. Anotó la lista de precios de los productos hortícolas de Texas, colgó el teléfono y descifró el mensaje. Después silbó, asombrado. Cuanto más pensaba en ello, más se daba cuenta de que sólo tendría que hacer un pequeño cambio en sus propios planes.

Después en la carretera de Hill Mill, Kevin Brown se dirigió hecho una furia al apartamento de Kensington. Patrick Seymour y Lou Collins le acompañaron. Durante varias horas interrogaron juntos a sus colegas más jóvenes.

Sam Somerville y Duncan McCrea explicaron con todo detalle lo ocurrido aquella mañana, cómo había sucedido y por qué ellos no lo habían previsto. Como siempre, el aire compungido de McCrea era para desarmar a cualquiera.

—Si ha restablecido el contacto con Zack, se halla por completo fuera de control —concluyó Brown—. Si emplean un sistema de comunicación entre dos cabinas telefónicas públicas, no hay manera de que los ingleses puedan interferir las comunicaciones. No podemos saber lo que se proponen.

—Tal vez están arreglando el intercambio de Simon Cormack por los diamantes —apuntó Seymour.

Brown gruñó.

—Cuando esto termine, voy a ajustarle las cuentas a ese tipo listo.

—Si vuelve con Simon Cormack —observó Collins—, nos sentiremos felices de llevarle las maletas al aeropuerto.

Se convino en que Somerville y McCrea se quedaran en el apartamento por si se daba el caso de que Quinn telefonease. Las tres líneas permanecerían abiertas… e intervenidas, para recibir su llamada. Los tres hombres más viejos volvieron a la Embajada; Seymour para establecer enlace con Scotland Yard sobre la marcha de lo que ahora se había convertido en dos búsquedas en lugar de una; los otros, con el único objeto de esperar y escuchar.

Quinn se despertó a las seis, se lavó y se afeitó con los nuevos artículos de tocador que había comprado el día anterior en High Street, consumió una cena ligera, recorrió los doscientos metros que le separaban de la cabina de Chiltern Street y llegó a ésta a las ocho menos diez. Había una anciana en ella; pero colgó y salió a las ocho menos cinco. Quinn se metió en la cabina y permaneció de espaldas a la calle, simulando examinar la guía telefónica, hasta que sonó el timbre a las ocho y dos minutos.

—¿Quinn?

—Sí.

—Eso de que se ha escapado puede ser verdad o puede no serlo. Si es un truco, lo pagará caro.

—No es ningún truco. Dígame cuándo y dónde tengo que ir.

—Mañana por la mañana, a las diez. A las nueve le llamaré a este número y le diré en que sitio. Contará con el tiempo justo para llegar allí a las diez. Mis hombres tendrán vigilado el lugar desde el amanecer. Si aparece la poli o el SAS, si hay el menor movimiento en el lugar, lo veremos y nos largaremos. Simon Cormack estará muerto cuando vuelva a llamarle. Usted no nos verá; nosotros sí le veremos, así como a cualquiera que aparezca por allá. Si trata de engañarme, dígales esto a sus amigos, tal vez pillen a uno de nosotros, o a dos, pero será demasiado tarde para el muchacho.

—Se hará como usted dice, Zack. Iré solo. Y nada de trucos.

—Ni aparatos electrónicos, ni indicadores de dirección, ni micrófonos. Le registraremos. Si lleva algo de eso, el muchacho lo pagará.

—Ya le he dicho que nada de trucos. Sólo yo y los diamantes.

—Esté en esa cabina a las nueve.

Se oyó un chasquido y se cortó la comunicación. Quinn salió de la cabina y volvió a su hotel. Contempló durante un rato la televisión; después vació su bolsa de viaje y trabajó durante dos horas con lo que había comprado por la tarde. Se durmió antes del amanecer y se levantó cuando el despertador sonó a las siete.

La simpática recepcionista se hallaba de servicio en el momento en que Quinn se acercó al mostrador, a las ocho y media en punto. Él llevaba sus gafas de gruesa montura, el sombrero de tweed y la Burberry abrochada hasta el cuello. Explicó que tenía que ir a Heathrow a recoger su equipaje y que deseaba pagar la cuenta y dejar la habitación.

A las nueve menos cuarto, llegó a la cabina telefónica. Esta vez no podía haber ninguna anciana. Estuvo en ella durante quince minutos, hasta que sonó el teléfono a las nueve, con toda exactitud. La voz de Zack era ronca, debido a su propia tensión.

—Jamaica Road, Rotherhithe —dijo.

Quinn no conocía aquel sector, pero había oído hablar de él. La antigua zona portuaria, convertida en parte en elegantes casas y apartamentos nuevos para los «yuppies» que trabajaban en la City, pero con otras zonas todavía medio ruinosas, con tinglados y almacenes abandonados.

—Prosiga.

Zack le dio la dirección. Bajar desde Jamaica Road por una calle que conducía al Támesis.

—Es un almacén de acero de un solo piso, abierto por los dos extremos. El nombre de Babbidge está todavía escrito en las puertas. Despida el taxi en la entrada de la calle. Baje solo. Entre por la puerta sur. Camine hasta el centro de la nave y espere. Si alguien le sigue, no comparecemos.

Se cortó la comunicación. Quinn salió de la cabina y arrojó su bolsa de viaje vacía en un cubo de la basura. Miró a su alrededor, buscando un taxi. Nada; era la hora punta de la mañana. Al cabo de diez minutos, logró hallar uno en Marylebone High Street y se hizo llevar a la estación del Metro de Marble Archa. A aquella hora, un taxi tardaría siglos en cruzar las serpenteantes calles de la City y pasar sobre el Támesis hasta Rotherhithe.

Tomó el metro en dirección este hasta el Bank; después la línea del norte por debajo del Támesis hasta London Bridge. Era una estación importante y había taxis en el patio. Llegó a Jamaica Road cincuenta y cinco minutos después de que Zack colgase el teléfono.

La calle por la que éste le había dicho que tenía que bajar era estrecha y sucia. Estaba desierta. A un lado, almacenes deteriorados a punto para una nueva urbanización, daban al río. Al otro lado, fábricas abandonadas y cobertizos de hierro prensado. Sabía que le estaban observando desde alguna parte. Caminó por el centro de la calle. El almacén de acero, con el desvaído nombre de Babbidge sobre la puerta, se hallaba al final. Entró.

Seiscientos metros de longitud y unos veinticinco de anchura. Cadenas herrumbrosas pendían de las vigas; el suelo era de hormigón, estropeado por años de abandono. La puerta por la que había entrado permitía el paso de un peatón; pero no el de un vehículo; la del otro extremo era lo bastante alta y ancha para que pudiese cruzarla un camión. Anduvo hasta el centro de la nave y se detuvo. Se quitó las gafas y el sombrero de tweed y los arrojó a un lado. Ya no los necesitaba. O saldría de allí habiendo cerrado el trato por Simon Cormack o necesitaría, a fin de cuentas, que le escoltase la Policía.

Esperó una hora, sin moverse en absoluto. A las once, el gran Volvo apareció en el extremo del almacén y avanzó despacio hacia donde él se hallaba. Se detuvo a doce metros de distancia, con el motor todavía funcionando. Había dos hombres en el asiento delantero, ambos enmascarados, de manera que sólo se veían sus ojos a través de unas estrechas rendijas.

A su espalda, adivinó más que oyó el susurro de unos zapatos deportivos sobre el suelo de hormigón. Miró con naturalidad por encima del hombro. Un tercer hombre estaba allí; llevaba un mono negro, sin ninguna insignia, y un pasamontañas cubriéndole la cabeza. Se mostraba alerta, apoyándose en las puntas de los pies, con una metralleta apuntando hacia abajo, pero presta a ser utilizada en caso necesario.

Se abrió la portezuela delantera del Volvo y otro hombre se apeó de él. Mediana estatura, complexión mediana. Dijo:

—¿Quinn?

Era la voz de Zack. Inconfundible.

—¿Trae los diamantes?

—Los tengo aquí.

—Entréguemelos.

—¿Ha traído al chico, Zack?

—No sea tonto. ¿Cree que voy a cambiarlo por una bolsa de trocitos de vidrio? Primero examinaremos las piedras. Y esto requiere tiempo. Un pedazo de cristal, una pieza de pasta… y habrá dado al traste con todo. Si los diamantes son auténticos, le entregaré al muchacho.

—Lo que me imaginaba. Pero no vale.

—No juegue conmigo, Quinn.

—No es un juego, Zack. Tengo que ver a Simon. Yo podría darle trozos de vidrio. No se los daré. Sin embargo usted quiere estar seguro. Yo también quiero estarlo de que no me va a entregar un cadáver.

—No lo haré.

—Necesito convencerme. Por lo tanto, he de ir con usted.

Desde detrás de la máscara, Zack miró a Quinn con incredulidad. Lanzó una ronca carcajada.

—¿Ha visto al hombre que está detrás de usted? Una palabra mía, y le volaría la cabeza. Entonces nos llevaríamos las piedras.

—Pueden intentarlo —sugirió Quinn—. ¿Sabe lo que es esto?

Abrió su impermeable hasta abajo, tomó algo que pendía cerca de su cintura y lo levantó.

Zack estudió a Quinn y el aparato que llevaba sujeto sobre la pechera de su camisa, y juró en voz baja pero violentamente.

Desde debajo del esternón hasta la cintura, Quinn llevaba una caja de madera que antes había contenido bombones de licor. Los bombones habían desaparecido, así como la tapa del estuche. El fondo de la caja formaba un contenedor plano sujeto al pecho con esparadrapo.

En el centro, estaba la bolsa de terciopelo de los diamantes, flanqueada a ambos lados por una masa como un cuarto de kilo de una substancia beige pegajosa. Un brillante cable eléctrico verde estaba introducido en una de aquellas masas, mientras el otro extremo estaba conectado a una pinza de madera que sostenía Quinn con la mano izquierda. Pasaba por un agujerito abierto en la madera y salía entre las mordazas de la pinza.

También había en la caja de bombones una pila PP3 de nueve voltios, conectada a otro brillante cable verde. En una dirección, este cable unía las dos masas de substancia parda a la batería; en la otra, el hilo pasaba hasta la mordaza opuesta de la pinza. Las dos mandíbulas estaban separadas por un trozo de lápiz. Quinn contrajo los dedos; el trozo de lápiz cayó y repiqueteó en el suelo.

—Falso —dijo Zack, sin convicción—. Esto no es real.

Quinn arrancó con la mano derecha un trocito de la substancia parda, hizo con él una bolita y la arrojó al suelo hacia Zack. Este se agachó lo recogió y la olió. Un fuerte olor a mazapán llenó sus fosas nasales.

—Semtex —comentó.

—Esto es checo —manifestó Quinn—. Yo prefiero RDX.

Zack estaba lo bastante enterado para saber que todas las gelatinas explosivas tenían un aspecto y un olor parecidos al inofensivo mazapán de las confiterías. Pero ahí terminaba el parecido. Si su hombre abría fuego, morirían todos. En la caja había plástico bastante para barrer el suelo del almacén, levantar el tejado y desparramar los diamantes al otro lado del Támesis.

—Sabía que era un bastardo —dijo Zack—. ¿Qué quiere ahora?

—Recoger el lápiz, ponerlo en su sitio, meterme en el portaequipajes del coche, y que usted me conduzca a ver al muchacho. Nadie me siguió, ni nadie me seguirá. Yo no puedo reconocerle, ahora ni nunca. Está bastante seguro. Cuando compruebe que el chico está vivo, desmontaré esto y le daré las piedras. Podrá examinarlas y marcharse una vez se muestre satisfecho. El joven y yo quedaremos presos. Al cabo de veinticuatro horas, usted hará una llamada anónima. Vendrán los polis y nos liberarán. La cosa es clara y sencilla, y ustedes podrán largarse con toda tranquilidad.

Zack pareció indeciso. No era su plan, pero aquel hombre había sido más astuto que él, y lo sabía. Metió la mano en un bolsillo y sacó una caja negra y plana.

—Levante la mano y mantenga abiertas esas mordazas. Voy a comprobar si lleva algún aparato electrónico.

Se acercó y pasó el detector por el cuerpo de Quinn, de la cabeza a los pies. Cualquier circuito eléctrico, como el de un indicador de dirección o de un micro sobre el cuerpo de Quinn habría hecho que el detector emitiera una fuerte señal. La batería de la bomba estaba dormida. La cartera original habría activado el detector.

—Está bien —admitió Zack, echándose atrás un metro; Quinn pudo oler el sudor de aquel hombre—. No lleva nada. Ponga el lápiz en su sitio y métase en el portaequipajes.

Así lo hizo. La última luz que vio fue antes de que la gran tapa rectangular del maletero se cerrase encima de él. En el suelo, estaban los agujeros hechos tres semanas antes, para que Simon Cormack pudiese respirar. Aquello era sofocante, pero tolerable y, a pesar de la estatura de Quinn, lo bastante amplio para que cupiese, siempre y cuando permaneciera acucurrado en posición fetal; lo cual significaba que casi se sentía mareado por el olor a almendras.

Aunque él no lo vio, el coche dio un giro en U y el pistolero corrió y subió al asiento de atrás. Los tres hombres se quitaron las máscaras y los monos, los cuales arrojaron a la parte de atrás sobre la metralleta Skorpion. Llevaban camisa, corbata y chaqueta. Cuando estuvieron listos, el coche salió del almacén. Zack llevaba ahora el volante, y se dirigió al escondrijo.

Tardaron una hora y media en llegar al garaje de la casa situada a sesenta kilómetros de Londres. Zack conducía siempre a la velocidad debida. Sus compañeros permanecían rígidos y silenciosos en sus asientos. Habían salido de la casa por primera vez en tres semanas.

Cuando se cerró la puerta del garaje, los tres se pusieron los monos y las máscaras, y uno de ellos se metió en la casa para avisar al cuarto. Cuando estuvieron listos, Zack abrió el portaequipajes del Volvo. Quinn se hallaba entumecido y pestañeó bajo la luz eléctrica del garaje. Había quitado el lápiz de entre las mordazas de la pinza y lo sostenía con los dientes.

—Está bien, está bien —admitió Zack—. No hace falta que haga tal cosa. Vamos a mostrarle al muchacho. Pero póngase esto para andar por la casa.

Sacó una capucha. Quinn asintió con la cabeza. Zack se la cubrió con aquella. Cabía la posibilidad de que tratasen de apoderarse de él, pero sólo necesitaría una fracción de segundo para soltar las mordazas abiertas de la pinza. Le condujeron, con la mano izquierda levantada, a través de la casa; recorrieron un breve pasillo y descendieron por una escalera que llevaba al sótano. Oyó tres fuertes golpes en una puerta y, después, una pausa. Entonces crujió la puerta al abrirse y Quinn fue empujado al interior de una habitación. Se quedó plantado allí y escuchó el chirrido de unos cerrojos.

—Puede quitarse la capucha —dijo la voz de Zack.

Hablaba a través de la mirilla de la puerta del sótano. Quinn se despojó de la prenda con la mano derecha. Estaba en un sótano desnudo: suelo de hormigón, paredes de hormigón; tal vez era una bodega transformada para un nuevo uso. Sobre una cama de hierro junto a la pared del fondo, estaba sentada la figura desgarbada, con la cabeza y los hombros cubiertos por otra capucha negra. Sonaron dos golpes en la puerta. Como obedeciendo a una orden, la figura de la cama se quitó la capucha.

Simon Cormack contempló asombrado al hombre que estaba cerca de la puerta, con el impermeable desabrochado y sosteniendo una pinza en la mano izquierda. Quinn contempló a su vez al hijo del presidente.

—Hola, Simon. ¿Estás bien, muchacho?

Una voz de su país.

—¿Quién es usted? —murmuró el joven.

—Bueno, soy el Negociador. Estábamos muy preocupados por ti. ¿Te encuentras bien de verdad?

—Sí, estoy… muy bien.

Hubo tres llamadas. El joven se puso la capucha. Se abrió la puerta. Apareció Zack. Enmascarado. Armado.

—Bien, ahí le tiene. Ahora, los diamantes.

—Claro —dijo Quinn—. Usted ha cumplido el trato. Yo lo cumpliré también.

Introdujo de nuevo el lápiz entre las mordazas de la pinza y dejó que ésta colgase de sus cables sobre la cintura. Se quitó la gabardina y arrancó la caja de madera de encima de su pecho. Extrajo del centro de ella el paquete plano de terciopelo que contenía las piedras y lo tendió a Zack, el cual lo cogió y se lo dio a un hombre que estaba detrás de él en el pasillo. Seguía apuntando a Quinn con su pistola.

—También me llevaré la bomba —dijo—. No va abrirse paso con ella para salir de aquí.

Quinn guardó los cables y la pinza en el espacio libre de la caja abierta y arrancó los hilos de la substancia parda. Los alambres no tenían detonadores en sus extremos. Quinn tomó un trozo de la substancia parda y se lo llevó a la boca.

—Nunca me ha gustado el mazapán —dijo—. Demasiado dulce para mí.

Zack contempló el conjunto de artículos caseros de la caja que sostenía con su mano libre.

—¿Mazapán?

—El mejor que puede encontrarse en Marylebone High Street.

—Debería matarle, Quinn.

—Podría hacerlo, pero espero que no lo haga. No hace falta, Zack. Ya tiene lo que quería. Como le dije, los profesionales sólo matan cuando tienen que hacerlo. Examine tranquilamente los diamantes, huyan y dejen que el muchacho y yo permanezcamos aquí hasta que telefonee a la Policía.

Zack cerró la puerta y corrió los cerrojos. Habló a través de la mirilla.

—Tengo que reconocer una cosa, yanqui. Tiene pelotas.

Entonces se cerró la mirilla. Quinn se volvió al joven sentado sobre la cama y le quitó la capucha. Después se sentó al lado del chico.

—Ahora será mejor que te ponga al corriente. Dentro de pocas horas, si todo marcha bien, saldremos de aquí y emprenderemos el regreso a casa. A propósito, tus padres te mandan abrazos.

Revolvió los cabellos enmarañados del joven. Los ojos de Simon Cormack se llenaron de lágrimas, al no poder contener el llanto. Trató de enjugarlas con la manga de la camisa a cuadros; pero fue inútil. Quinn rodeó con un brazo los delgados hombros y recordó un día muy lejano en las junglas del Mekong, la primera vez que participó en un combate, cómo había sobrevivido mientras otros morían, y cómo el alivio que sintió después hizo brotar las lágrimas de sus ojos, sin poder contenerlas.

Cuando Simon dejó de llorar y empezó a acribillarle a preguntas, Quinn tuvo ocasión de examinar al joven. Barbudo, con bigote, sucio, pero por lo demás en buena forma. Le habían alimentado y tuvieron el decoro de darle ropa nueva: camisa, pantalón vaquero y un ancho cinturón de cuero con hebilla de metal repujado para sostenerlo; prendas de campo pero adecuadas para un frío mes de noviembre.

Pareció que se había iniciado una disputa en el piso de arriba. Quinn podía oír vagamente unas voces fuertes, entre las que destacaba la de Zack. Los sonidos eran demasiado confusos para que pudiese distinguir las palabras, pero el tono resultaba bastante claro. El hombre estaba furioso. Quinn frunció el ceño; no había comprobado los diamantes (no habría sabido distinguir los verdaderos de los falsos), pero ahora rezó para que nadie hubiese sido lo bastante estúpido para meter unos cuantos vidrios entre las gemas.

En realidad, no era éste el motivo de la disputa. Después de varios minutos, las voces se calmaron. En uno de los dormitorios del piso alto (los secuestradores procuraban evitar las habitaciones de la planta baja durante el día, a pesar de las gruesas cortinas de malla que las cubrían), el sudafricano se hallaba sentado ante una mesa subida allí para la ocasión. La mesa estaba cubierta con una colcha, la bolsa de terciopelo se encontraba vacía sobre la cama, y los cuatro hombres contemplaban arrobados la pequeña montaña de diamantes sin tallar.

Empleando una espátula, el sudafricano empezó a «dividir» el montón en otros más pequeños y en otros más pequeños todavía, hasta que hubo dividido la montaña en veinticinco pequeños montículos. Hizo un ademán a Zack para que eligiese uno. Zack se encogió de hombros y tomó uno de en medio, más o menos mil piedras de las veinticinco mil que había sobre la mesa.

Sin decir palabra, el sudafricano empezó a recoger los otros veinticuatro montones y los introdujo uno a uno en una bolsa de lona que se cerraba con cordones. Cuando sólo quedó el montón escogido, encendió una potente lámpara sobre la mesa, sacó del bolsillo una lupa de joyero, tomó unas pinzas con la mano derecha y levantó la primera piedra hacia la luz. Después de varios segundos, gruñó y asintió con la cabeza, dejando caer el diamante en la abierta bolsa de lona. Tardaría seis horas en examinar las mil piedras.

Los secuestradores habían elegido bien. Los diamantes de mejor calidad, incluso los pequeños, van casi siempre acompañados de un certificado de origen cuando se lanzan al mercado por la Organización Central de Ventas que domina el comercio mundial de los diamantes, y por la que pasa más del ochenta y cinco por ciento de las piedras que van de las minas al mercado. Incluso la URSS, con sus minas siberianas, es lo bastante inteligente para no romper este lucrativo cártel. Las grandes piedras de inferior calidad también suelen ser vendidas con un certificado de procedencia.

Pero al escoger mezclas de gemas de mediana calidad de un quinto a medio quilate, los secuestradores trabajaban en un sector del comercio que es casi incontrolable. Estas piedras son el pan de cada día de los joyeros detallistas de todo el mundo; cambian de manos en paquetes de varios cientos y sin certificado. Cualquier joyero puede adquirir honradamente una remesa de unos cuantos centenares, sobre todo si le es ofrecida con un diez o un quince por ciento de descuento sobre el precio de mercado. Colocadas en las hoyas alrededor de piedras más grandes, serían absorbidos por la corriente comercial.

Los diamantes sin tallar no brillan y resplandecen como los tallados y pulidos que aparecen al final del proceso. Dan la impresión de trozos de vidrio, con una superficie lechosa y opaca. Pero no pueden ser confundidos con el cristal por un técnico que posea una mediana habilidad y una cierta experiencia.

Los diamantes auténticos tienen un aspecto jabonoso y claramente distintivo en la superficie y son inmunes al agua. Si un trozo de cristal se sumerge en agua, las gotas permanecen en la superficie durante varios segundos; en un diamante, se escurren al instante, dejando la piedra seca.

Además, examinados con lupa, los diamantes tienen una cristalografía triangular perceptible en la superficie. El sudafricano estaba buscando esta característica, para asegurarse de que no habían sido engañados con trozos de vidrio pulido con arena o con el sucedáneo típico, circón (circonita en joyería).

Mientras él trabajaba, el senador Bennett R. Hapgood se puso en pie en el podio levantado al aire libre en los grandes jardines del Hancock Centre, en el corazón de Austin, y observó a la multitud con satisfacción.

Delante de él podía ver la cúpula del Capitolio de Texas, el segundo en dimensiones de la nación, después del de Washington, resplandeciendo bajo el sol de la mañana. La asistencia habría podido ser más numerosa, considerando la gran publicidad pagada que había anunciado este importante almuerzo, pero los medios de comunicación, local, estatal y nacional, estaban bien representados, y esto le complacía.

Levantó las manos en el saludo boxer de victoria para agradecer la salva de aplausos de sus simpatizantes, la cual había empezado al terminar las laudatorias palabras de presentación. Al proseguir los cánticos de las animadoras y sentirse el público obligado a unirse a ellos, meneó la cabeza con bien simulada incredulidad ante semejante honor y alzó de nuevo las manos, con las palmas hacia fuera, en un ademán indicador de que un insignificante y joven senador por Oklahoma no era merecedor de tal ovación.

Cuando cesaron las aclamaciones, tomó el micrófono y empezó su discurso. No llevaba notas escritas; había ensayado muchas veces sus palabras desde que fue invitado a inaugurar, y a convertirse en presidente, del nuevo movimiento que pronto invadiría América.

—Amigos míos, hermanos americanos… de todas partes.

Aunque su público actual estaba compuesto casi exclusivamente por tejanos, él apuntaba a un auditorio mucho más numeroso a través de la lente de la cámara de televisión.

—Podemos proceder de partes diferentes de nuestra gran nación. Podemos vivir en ambientes distintos, diversos estilos de vida, albergar especiales esperanzas, temores y aspiraciones. Pero una cosa poseemos en común, dondequiera que estemos, hagamos lo que hagamos: todos, hombres, mujeres y niños, somos patriotas de este gran país…

La afirmación era innegable y los aplausos lo confirmaron.

—Por encima de cualquier otra cosa, todos queremos que nuestra nación sea fuerte (más aplausos) y orgullosa… (éxtasis).

Habló durante una hora. Los noticiarios de la tarde, en todos los Estados Unidos, emplearían entre treinta segundos y dos minutos, según los gustos. Cuando terminó y se sentó, con la brisa agitando apenas sus cabellos blancos como la nieve, ahuecados con el secador y fijados con laca, contrastaban con la tez tostada por el sol de hombre de la frontera. El movimiento de Ciudadanos para una América Fuerte había sido lanzado con buen pie.

Consagrado, en términos generales, a la regeneración del orgullo y el honor nacionales a través de la fuerza (se pasó por alto la idea de que nunca habían degenerado de forma perceptible), el CAF se oponía específicamente al Tratado de Nantucket en su totalidad y exigía su rechazo en el Congreso.

El enemigo que amenazaba su orgullo y su honor por medio de la fuerza había sido identificado con suma claridad y de modo indiscutible: era el comunismo. En otras palabras, el socialismo que se extendía en tantas partes; desde los programas de ayuda médica y de bienestar, hasta los aumentos de impuestos. Estos compañeros de viaje del comunismo, que trataban de engañar al pueblo americano con el control de armamento a los niveles más bajos, no eran mencionados expresamente, pero sí de manera implícita. La campaña sería realizada en todos los campos: oficinas regionales, montañas de información para los medios de comunicación, cabildeos en el ámbito nacional y del electorado, y apariciones en público de verdaderos patriotas que hablarían contra el Tratado y su progenitor… Oblicua referencia al atribulado hombre de la Casa Blanca.

Cuando la multitud fue invitada a gustar de las barbacoas repartidas alrededor de la periferia del parque, y debidas a la generosidad de un filántropo y patriota local, el Plan Crockett, la segunda campaña para desestabilizar a John Cormack y obligarle a dimitir, se había puesto en marcha.

Quinn y el hijo del presidente pasaron una noche agitada en el sótano. El muchacho usó la cama a insistencia del Negociador; pero no pudo dormir. El hombre se sentó en el suelo, apoyada la espalda en la dura pared, y habría dormitado de no ser por las preguntas de Simon.

—¿Mr. Quinn?

—Quinn. Solamente Quinn.

—¿Vio usted a mi padre?

—Claro. Él me dijo lo de tía Emily… y Mr. Spot.

—¿Cómo estaba?

—Bien. Desde luego, preocupado. Hablamos inmediatamente después del secuestro.

—¿Y a mamá? ¿La vio también?

—No; estaba con el médico de la Casa Blanca. Inquieta, pero bien.

—¿Saben que yo me encuentro sin daño?

—Hace un par de días que les dije que todavía estabas vivo. Ahora procura dormir un poco.

—Bueno… ¿Cuándo se imagina que saldremos de aquí?

—Depende. Espero que, por la mañana, ellos se marcharán y escaparán. Si llaman por teléfono doce horas más tarde, la Policía británica debería llegar pocos minutos después. Todo depende de Zack.

—¿Zack? ¿Es el jefe?

—Sí.

A las dos de la mañana el excitadísimo joven agotó por fin las preguntas y se durmió. Quinn permaneció despierto, esforzándose en identificar los ahogados sonidos de arriba. Eran casi las cuatro de la mañana cuando sonaron tres fuertes golpes en la puerta.

Simon sacó las piernas de la cama y murmuró:

—Las capuchas.

Ambos se las pusieron para no poder ver a los secuestradores. Entonces entró Zack en la celda, seguido de otros dos hombres. Cada uno de ellos llevaba unas esposas. Zack señaló con la cabeza a los dos cautivos. Hicieron que se volviesen y les esposaron por la espalda. Lo que no sabían éstos era que el examen de los diamantes había terminado antes de la medianoche a plena satisfacción de Zack y de sus cómplices. Los cuatro hombres pasaron la noche limpiando la casa de arriba a abajo. Toda superficie que pudiese contener huellas dactilares había sido restregada, y borrados cuantos rastros pudieron imaginar. No se molestaron en sacar del sótano la cama fijada en el suelo ni el trozo de cadena con que Simon estuvo sujeto a ella durante más de tres semanas. Su preocupación no era que alguien pudiese identificar un día el lugar como el escondrijo de los secuestradores, sino que quienes llegasen allí no pudiesen descubrir nunca su identidad.

Libraron a Simon Cormack de su cadena y ambos hombres fueron conducidos arriba; y a través de la casa, llegaron al garaje, donde esperaba el Volvo, cuyo portaequipajes se encontraba repleto con bolsas de viaje de los secuestradores y no quedaba en él ningún espacio libre. Quinn fue obligado a tumbarse en el suelo de la parte de atrás del automóvil, y lo cubrieron con una manta. Se sentía incómodo, pero optimista.

Si los secuestradores hubiesen pretendido matarlos a los dos, el sótano habría sido el lugar adecuado. Zack había dicho que los dejarían allí y que luego, desde el extranjero, llamaría a la Policía para que los liberase. Era evidente que no iban a hacerlo así. Sospechó, con razón, que los secuestradores no querían que se descubriese su escondrijo, al menos de momento. Quinn permaneció en el suelo del sedán y respiró lo mejor que pudo a través de la gruesa capucha.

Sintió la presión de los cojines sobre él, al ser obligado Simon Cormack a tenderse en el asiento de atrás. También fue cubierto con una manta. Los dos hombres más pequeños subieron a la parte trasera del coche, y se sentaron en el borde del asiento, con el delgado cuerpo de Simon detrás de sus espaldas y apoyando los pies en el de Quinn. El gigante ocupó el asiento del pasajero y Zack se colocó en el volante.

A una orden suya, los cuatro se quitaron las máscaras y las blusas de los trajes deportivos y las arrojaron por las ventanillas al suelo del garaje. Zack puso el motor en marcha y abrió la puerta. Salió marcha atrás y luego cerró el garaje, giró a fin de tomar la calle y aceleró. Nadie había visto el coche. Todavía era de noche; faltaban un par de horas para el amanecer.

El coche siguió una marcha regular durante aquellas dos horas. Quinn no tenía idea de dónde estaban ni a qué sitio iban. A eso de las seis (más tarde se establecería que debían ser las seis menos pocos minutos), el automóvil redujo la marcha y se detuvo. Nadie había hablado durante el viaje. Todos permanecían erguidos en sus asientos, con sus trajes de calle y sus corbatas, en absoluto silencio. Cuando se detuvieron, Quinn oyó que se abría una portezuela de atrás y los dos pares de pies se levantaron de su cuerpo. Alguien lo arrastró fuera del coche, tirándole de los tobillos. Sintió hierba mojada debajo de sus manos esposadas y supo que estaba en la orilla de una carretera, en alguna parte. Se puso de rodillas y después se levantó. Oyó que dos hombres volvían a subir al vehículo y que se cerraba la portezuela.

—¡Zack! —gritó—. ¿Y el muchacho?

Zack estaba de pie en la carretera junto a la puerta abierta del conductor y le miraba por encima del coche.

—Quince kilómetros carretera arriba —dijo—, en el arcén, lo mismo que usted.

Se oyó el zumbido de un potente motor y el crujido de la gravilla bajo las ruedas. El coche desapareció. Quinn sintió el frío de la mañana de noviembre en el torso cubierto por la camisa. En cuanto el coche se hubo alejado, puso manos a la obra.

El duro trabajo en los viñedos le había mantenido en forma. Tenía estrechas las caderas igual que un joven, como si tuviera quince años menos, y largos los brazos. Cuando le habían puesto las esposas, habían tensado los tendones de las muñecas al objeto de conseguir el máximo espacio al aflojarlos. Bajando las esposas lo más que pudo sobre las manos, deslizó éstas por la espalda y debajo del trasero. Entonces se sentó sobre la hierba, pasó las muñecas hasta las corvas, sacudió los pies para quitarse los zapatos y pasó una pierna y después la otra entre los sujetos brazos. Con las manos ahora delante del pecho, se quitó la capucha.

La carretera era larga, estrecha y recta, y estaba completamente desierta a la hora del crepúsculo matutino. Se llenó los pulmones de aire fresco y miró a su alrededor, buscando alguna morada humana. No había ninguna. Se puso los zapatos, se levantó y empezó a correr por la carretera en la dirección que había tomado el automóvil.

Al cabo de tres kilómetros, encontró una estación de servicio a la izquierda, un pequeña gasolinera con anticuados surtidores accionados a mano y una pequeña oficina. Derribó la puerta de tres patadas y encontró un teléfono sobre un estante, detrás de la silla del operario. Levantó el auricular con las dos manos, aplicó el oído para asegurarse de que funcionaba, soltó el aparato y marcó el prefijo cero uno de Londres, y después el número del teléfono privado del departamento de Kensington.

En Londres, bastaron tres segundos para que se produjese el caos. Un técnico británico de la central de Kensington saltó de su silla y empezó a buscar el origen de la llamada. Lo obtuvo en nueve segundos.

En el sótano de la Embajada de los Estados Unidos, el hombre de guardia de ELINT lanzó un grito al encenderse la luz roja de delante de su cara y sonar en sus auriculares el timbre de un teléfono. Kevin Brown, Patrick Seymour y Lou Collins, saltaron de las literas donde estaban dormitando y corrieron al puesto de escucha.

—Conecte los altavoces —gritó Seymour.

En el apartamento, Sam Somerville había estado dormitando en el sofá predilecto de Quinn, porque se hallaba al lado del teléfono. McCrea dormía en uno de los sillones. Era la segunda noche que pasaban de esa manera.

Cuando sonó el teléfono, Sam se despertó de pronto, aunque tardó dos segundos en saber qué aparato era el que llamaba. El rojo botón luminoso de la línea privada se lo dijo. Levantó el auricular al tercer timbrazo.

—¿SÍ?

—¿Sam?

La voz grave en el otro extremo de la línea era inconfundible.

—¡Oh, Quinn! —exclamó ella—. ¿Está bien?

En el sótano de la Embajada, sin que pudiesen oírle, Brown bufó:

—¡Al diablo con Quinn! ¿Qué hay del chico?

—Sí. Me han soltado. Ahora deben estar liberando a Simon o tal vez lo hayan hecho ya. Pero más arriba de la carretera.

—¿Dónde estás, Quinn?

—No lo sé. En una destartalada estación de servicio, en una carretera recta. El número de este teléfono es ilegible.

—Un número de Bletchley —dijo el técnico de la central de Kensington—. Ya está… Ya lo tengo. Siete cuatro cinco cero uno.

Su colega se hallaba hablando con Nigel Cramer, que había pasado la noche en Scotland Yard.

—¿Dónde diablos se encuentra? —gritó.

—Un momento… Aquí. Tubbs Gross Garage, en la A-421, entre Fenny Stradford y Buckingham.

En el mismo momento, Quinn vio un bloc de facturas de la estación de servicios. Allí constaba la dirección, y la dio a Sam. Unos segundos más tarde, se cortó la comunicación. Sam y Duncan McCrea bajaron corriendo a la calle, donde Lou Collins había dejado un coche de la CIA por si lo necesitaban los que estaban a la escucha en el apartamento. Arrancaron. McCrea conducía el coche y Sam consultaba el mapa.

Nigel Cramer y seis agentes de policía salieron de Scotland Yard en dos coches patrulla que, haciendo ulular las sirenas, subieron por Whitehall y bajaron por el Mall para tomar Park Lane y la carretera que sale de Londres por el norte. Al mismo tiempo, dos grandes automóviles partieron a toda velocidad de Grosvenor Square, llevando a Kevin Brown, Lou Collins, Patrick Seymour y seis hombres del FBI con sede en Washingtpn.

La A-421, entre Fenny Stratford y la capital del condado de Buckingham, situada a dieciocho kilómetros más al oeste es una carretera larga y casi recta, desprovista de pueblos y aldeas, que discurre entre llanos campos de cultivo, salpicados a veces de arboledas. Quinn corrió hacia el oeste, que era la dirección tomada por el coche. La primera luz del día empezó a filtrarse entre las nubes grises, proporcionando una visibilidad que iba en aumento y se notaba cada trescientos metros. Entonces, vio la delgada figura que corría hacia él en la penumbra y oyó el zumbido de motores acercándosele de prisa por detrás. Volvió la cabeza: vio un coche de la Policía británica, y luego otro. Delante de él, un par de automóviles negros americanos y a continuación, un auto de la Compañía, sin distintivo. Los que iban en el primer coche lo vieron y redujeron la marcha; debido a la estrechez de la carretera, los que iban detrás la redujeron también.

Ninguno de los que ocupaban los coches había visto la figura que llegaba corriendo en dirección contraria. Simon Cormack había logrado también pasar las manos delante del cuerpo y consiguió recorrer más de ocho kilómetros en el tiempo en que Quinn no había cubierto aún siete. Claro que él no llamó por teléfono. Debilitado por su cautiverio, deslumbrado por su liberación, corría despacio y haciendo eses. El primer automóvil, que era el de la Embajada, se puso al lado de Quinn.

—¿Dónde está el muchacho? —rugió Brown desde el asiento delantero.

Nigel Cramer saltó del coche patrulla rojo y blanco y le hizo la misma pregunta. Quinn se detuvo, llenó de aire los pulmones y señaló hacia delante con la cabeza.

—Allí —jadeó.

Entonces lo vieron. Ya fuera de sus vehículos y en la carretera, el grupo de americanos y el oficial de policía inglés corrieron hacia el chico, que se hallaba a doscientos metros. El coche de McCreay Sam Somerville se detuvo en seco detrás de Quinn, el cual se había parado. Ya no podía hacer nada más. Sintió que Sam venía corriendo por detrás y le agarraba el brazo. Ella le dijo algo; pero nunca pudo recordar qué había sido.

Simon Cormack, al ver que se acercaban sus salvadores, dejó de correr y avanzó andando.

Sólo un centenar de metros le separaban de los policías de dos naciones cuando murió.

Los testigos dirían más tarde que el brillante destello blanco pareció durar varios segundos. Más tarde los científicos explicarían que, en realidad, había durado tres milésimas de segundo, pero que esta clase de destellos permanecen en la retina humana durante varios segundos. La bola de fuego que acompañó a aquel rayo duró medio segundo y envolvió a toda la tambaleante figura.

Cuatro de los que lo vieron, todos ellos hombres experimentados y que no se impresionaban con facilidad, tuvieron que recibir asistencia médica cuando describieron cómo había sido levantado el joven y proyectado veinte metros en dirección a ellos, como un muñeco de trapo, volando primero y saltando y rodando después convertido en un conjunto de miembros descoyuntados. Todos sintieron la onda expansiva.

La mayoría convendría, al recordarlo, que aquello parecía ocurrir a cámara lenta, durante y después del crimen. Los recuerdos acudían en fragmentos y los pacientes interrogadores escuchaban, e iban hilvanándolos hasta que tenían una continuidad; por lo general, unas partes se superponían a otras.

Allí estaba Nigel Cramer, inmóvil como una roca, pálido cual la cera, repitiendo «¡Oh, Dios mío, Dios mío!» una y otra vez. Un mormón del FBI cayó de rodillas al borde de la carretera y empezó a rezar. Sam Somerville lanzó un grito, hundió la cara en la espalda de Quinn y estalló en llanto. Duncan McCrea estaba detrás de ellos dos, de rodillas en el suelo, con la cabeza inclinada sobre una acequia y apoyándose sobre las manos hundidas en el agua, sacudido por violento vómito.

Los testigos dirían que Quinn había permanecido inmóvil, adelantado por el grupo principal, pero capaz de ver lo ocurrido en la carretera. Agitaba la cabeza incrédulo y murmuraba: «No… no… no». Un sargento británico de cabellos grises fue el primero en romper la inmovilidad causada por la impresión, y avanzó hacia el cuerpo destrozado que se hallaba a sesenta metros de ellos. Fue seguido por varios hombres del FBI, entre los cuales iba Kevin Brown, pálido y tembloroso; y después Nigel Cramer y tres hombres más del Yard. Miraron el cadáver en silencio. A continuación se impuso la rutina del oficio.

—Despejen la zona, por favor —ordenó Nigel Cramer, en un tono que no admitía discusión—. Caminen con mucho cuidado.

Todos retrocedieron hacia los coches.

—Sargento, vaya al Yard, quiero que el CEO venga aquí, en helicóptero, antes de una hora. Fotógrafos, forenses, el mejor equipo que tenga Fulham. Ustedes —se dirigió a los hombres del segundo coche— sitúense más arriba y más abajo de la carretera, para bloquearla. Convoquen a los agentes locales; quiero que se pongan barreras más allá del garaje en esa dirección, y hasta Buckingham en aquella otra. Que nadie entre en este tramo de carretera hasta nueva orden, salvo aquellos a quienes yo se lo permita.

Los agentes designados para ocupar el tramo de más allá del cadáver, tuvieron que ir andando por los campos durante un trecho, a fin de no pisar fragmentos y corriendo después carretera arriba para detener a los vehículos que se acercasen. El segundo coche patrulla se dirigió al este, hacia la estación de servicio de Tubbs Cross, para bloquear la carretera en la otra dirección. El primer coche patrulla fue empleado para el uso de su radio.

Dentro de sesenta minutos, la Policía de Buckingham, al oeste, y la de Bletchley, al este, cerrarían por completo la carretera con barreras de acero. Una fuerza de la Policía local se desplegaría en los campos para impedir el paso a los curiosos que tratasen de acercarse a campo traviesa. Al menos esta vez no habría Prensa durante un tiempo. Podían cerrar la carretera hasta un colector de aguas residuales capaz de disuadir a los reporteros provincianos locales.

A los cincuenta minutos, un helicóptero de la Policía Metropolitana voló sobre los campos, guiado por la radio del coche patrulla, para depositar en la carretera, detrás de los automóviles, a un hombre bajito y con cara de pájaro llamado doctor Barnard, oficial jefe de Explosivos de la Met, un hombre que, gracias a los atentados con bombas del IRA en la principal isla británica, había examinado más escenarios de explosión de lo que habría deseado. Traía consigo, además de su «bolsa de los trucos», como le gustaba llamarla, una fantástica reputación.

Decían del doctor Barnard que, partiendo de fragmentos tan minúsculos que casi podían engañar a un cristal de aumento, era capaz de reconstituir una bomba hasta el punto de identificar la fábrica que había hecho sus componentes y el hombre que los había montado. Escuchó a Nigel Cramer durante varios minutos, asintió con la cabeza y dio órdenes a la docena de hombres que se habían apeado del segundo y del tercer helicópteros. El equipo de los laboratorios forenses de Fulham.

Impasibles, echaron manos a la obra, y la maquinaria de la ciencia de averiguación de crímenes se puso en marcha.

Mucho antes de eso, Kevin Brown, tras mirar al cadáver de Simon Cormack, había regresado al punto donde se hallaba todavía Quinn. Se hallaba lívido de espanto y de ira.

—¡Bastardo! —rugió; los dos hombres eran altos y se miraron a los ojos—. Ha sido culpa suya. Usted es el causante de esto, y se lo haré pagar.

El puñetazo sorprendió a los dos hombres más jóvenes del FBI que estaban a su lado y que le sujetaron de los brazos, tratando de calmarle. Quinn debió prever el golpe, pero no intentó esquivarlo. Todavía con las manos esposadas, lo recibió de lleno en la mandíbula. Fue lo bastante fuerte para hacerle caer hacia atrás; entonces, su cabeza dio contra el borde del techo del coche que tenía a su espalda, y se derrumbó sin conocimiento.

—Métanlo en el coche —gruñó Brown, cuando hubo recobrado su dominio.

Cramer no podía detener al grupo americano. Seymour y Collins gozaban de inmunidad diplomática; dejó que volviesen a Londres en sus dos automóviles quince minutos más tarde; pero les advirtió que necesitaría que le entregasen a Quinn, el cual no gozaba de inmunidad, para interrogarle en Londres. Seymour le dio palabra de que podría disponer de él. Cuando ya se habían ido, Cramer usó el teléfono de la estación de servicio para llamar a Sir Harry Marriott a su casa y darle la noticia. El teléfono era más seguro que un mensaje radiado de la Policía.

El político quedó impresionadísimo. Pero siguió portándose como un político.

—Mr. Cramer, según las autoridades británicas, ¿estuvimos de algún modo envueltos en todo esto?

—No, señor ministro del Interior. Desde el momento en que Quinn escapó de aquel apartamento, actuó enteramente por su cuenta. Llevó las cosas como quiso, sin comprometernos a nosotros ni a su pueblo. Eligió actuar solo, y fracasó.

—Comprendo —dijo el ministro del Interior—. Tendré que informar inmediatamente a la Primera Ministra. De todos los aspectos… —quería decir que las autoridades británicas no habían tenido la menor intervención en el asunto—. De momento, mantengan apartados a los medios de comunicación, cueste lo que cueste. En el peor de los casos, habremos de decir que Simon Cormack ha sido encontrado asesinado. Pero todavía no. Y, desde luego, téngame al corriente de todos los sucesos, por pequeños que sean.

Esta vez la noticia llegó a Washington por sus propias fuentes de información en Londres. Patrick Seymour telefoneó al vicepresidente Odell por una línea secreta. Pensando que la llamada sería del hombre de enlace del FBI en Londres para anunciarle la liberación de Simon Cormack, Michael Odell no reparó en la hora: las cinco de la mañana en Washington. Cuando oyó lo que Seymour tenía que decirle, palideció intensamente.

—Pero… ¿cómo? ¿Por qué? ¡En nombre de Dios! ¿Por qué?

—No lo sabemos, señor —dijo la voz desde Londres—. El muchacho había sido liberado sano y salvo. Corría hacia nosotros y se hallaba a unos noventa metros cuando ocurrió aquello. No sabemos lo que fue. Pero él está muerto, señor vicepresidente.

El comité se reunió al cabo de una hora. Todos sus miembros se sintieron enfermos a causa de la impresión que les causó la noticia. La cuestión era: ¿Quién se lo diría al presidente? Correspondió a Michael Odell como presidente del comité: el hombre a quien, veinticuatro días antes, John Cormack había dicho «Devolvédmelo». Con el corazón en un puño, fue del Ala Oeste a la Mansión.

No hubo necesidad de despertar al presidente Cormack. Había dormido poco en las tres semanas y media últimas, despertándose a menudo antes del amanecer y pasando a su despacho particular en un intento de concentrarse en documentos oficiales. Al enterarse de que el vicepresidente deseaba verle, el presidente Cormack entró en el Salón Oval Amarillo y dijo que le recibiría allí.

El Salón Oval Amarillo se halla en la segunda planta y es una espaciosa sala de recepción entre el despacho y el Salón del Tratado. Más allá de sus ventanas, dominando los jardines de Pennsylvania Avenue, está el Balcón de Truman. Ambos se encuentran situados en el centro geométrico de la Mansión, debajo de la cúpula y justo encima del Pórtico Sur.

Odell entró. El presidente Cormack estaba en el centro de la estancia, de cara a él. Odell guardaba silencio. No se atrevía a decirlo. La expresión se borró de la faz del presidente.

—¿Y… qué, Michel? —dijo con voz ronca.

—El… Simon… ha sido encontrado. Lamento decir que ha muerto.

El presidente Cormack no movió un solo músculo. Cuando habló, su voz era llana; clara pero fría.

—Déjeme solo, por favor.

Odell se volvió y se marchó. Entró en el Centre Hall, cerró la puerta y se dirigió a la escalera. Detrás de él, oyó un solo grito, como el de un animal herido y presa de dolor mortal. Se estremeció y siguió andando.

Lepinsky, del Servicio Secreto, se encontraba en el fondo del salón, junto a una mesa contra la pared, y tenía el teléfono en la mano.

—Es la Primera Ministra británica, señor vicepresidente —dijo.

—Yo contestaré. Oiga, soy Michael Odell… Sí, Primera Ministra, acabo de decírselo… No, señora; ahora no puede recibir llamadas. Ninguna llamada.

Hubo una pausa en la línea.

—Lo comprendo —dijo entonces ella, a media voz—. ¿Tiene un lápiz y un papel a mano?

Odell hizo un ademán a Lepinsky, el cual le tendió su bloc. Odell escribió lo que le dictó ella.

El presidente Cormack recibió la hoja de papel a la hora en que los washingtonianos, ignorantes de lo que había sucedido, estaban preparando el desayuno. Él permanecía todavía en su despacho, envuelto en una bata de seda, contemplando aturdido la mañana gris a través de las ventanas. Su esposa seguía durmiendo; más tarde se enteraría, cuando se despertase. Despidió al criado con un movimiento de cabeza y abrió la hoja doblada del bloc de Lepinsky.

Sólo decía: Samuel, XVIII, 33.

Al cabo de varios minutos, se levantó y se dirigió a la librería donde guardaba algunos libros personales, entre ellos la Biblia familiar que llevaba las firmas de su padre, de su abuelo y de su bisabuelo. Encontró el versículo hacia el final del Libro de Samuel.

«Turbóse entonces el rey, y subiendo a la estancia que había sobre la puerta, lloraba y decía: “¡Absalón, hijo mío! ¡Hijo mío! ¡Quién me diera que fuera yo el muerto en vez de ti! ¡Oh Absalón, hijo mío, hijo mío!”».