Zack llamó más tarde que de costumbre, a las diez y veinte de la mañana. Si el día anterior se mostró furioso por el asunto del asalto a la granja de Bedfordshire, ahora estaba casi histérico de cólera.
Nigel Cramer había tenido tiempo de avisar a Quinn, por teléfono desde su coche, mientras se dirigía a toda velocidad a Scotland Yard. Cuando el Negociador colgó el aparato, fue la primera vez que Sam lo vio realmente agitado. Empezó a andar arriba y abajo por el apartamento sin decir palabra; los otros dos le observaban temerosos. Habían oído la esencia de la llamada de Cramer, y tenían la impresión de que todo iba a fracasar de algún modo, en alguna parte.
La espera de la llamada por la línea privada, sin saber siquiera si los secuestradores habían oído el programa radiado, o cómo reaccionarían de haberlo escuchado, hacía que Sam se sintiese mareada por la tensión. Cuando por fin sonó el teléfono, Quinn respondió con su acostumbrado y tranquilo buen humor. Zack ni siquiera se molestó con preámbulos.
—Bueno, esta vez lo ha echado todo a perder, maldito yanqui. ¿Me ha tomado por un imbécil? Pues bien, el imbécil es usted, amigo. Al menos es lo que parecerá cuando entierren el cadáver de Simon Cormack…
La impresión y la sorpresa fingidas por Quinn sonaron de modo convincente.
—Zack, ¿de qué diablos me está hablando? ¿Qué es lo que se ha echado a perder?
—No me venga con ésas —gritó el secuestrador, levantando más la ronca voz—. Si no ha oído la noticia, pregunte a sus amigos de la Policía. Y no pretenda que fue una mentira, pues vino de su propia maldita Embajada…
Quinn persuadió a Zack de que le dijese lo que había oído, aunque ya lo sabía. El hecho de relatarlo hizo que Zack se calmase un poco. Y su tiempo se estaba agotando.
—Es una mentira, Zack, un camelo. Cualquier intercambio debe hacerse entre usted y yo, amigo. Solos y desarmados. Nada de aparatos electrónicos, ni trucos, ni policía, ni soldados. Donde usted diga y a la hora que diga. Ésta es la única manera que voy a tolerar.
—Sí; pero es demasiado tarde. Su gente quiere un cadáver, y es lo que van a tener.
Estaba a punto de colgar. Por última vez. Quinn sabía que si cortaba la comunicación, todo habría terminado. Al cabo de unos días, o de unas semanas, alguien entraría en su casa, o en su piso; un encargado de limpieza, un vigilante, un agente de la propiedad inmobiliaria… Y allí estaría. El hijo único del presidente, con un tiro en la cabeza, o estrangulado, en estado de descomposición…
—Por favor, Zack, espere unos segundos más…
El sudor empapaba el rostro de Quinn; era la primera vez en veinte días que mostraba la enorme tensión a que estaba sometido, Sabía lo cerca que se hallaba del desastre.
En la central de Kensington, un grupo de operarios de telecomunicaciones y de oficiales de policía contemplaban los monitores y escuchaban la furiosa voz en la línea; en Cork Street, en el subsuelo del elegante Mayfair, cuatro hombres del MI 5 estaban inmóviles en sus sillas, mientras la cinta del magnetófono giraba y giraba registrando las palabras iracundas que resonaban en la estancia.
En los sótanos de la Embajada de los Estados Unidos, en Grosvenor Square, había dos ingenieros de ELINT y tres agentes del FBI, además de Lou Collins, de la CIA, y Patrick Seymour, representante del FBI. La noticia de la emisión de la mañana hizo que se reunieran en aquel lugar, previendo algo como lo que estaban oyendo ahora y que agravaba la situación.
El hecho de que todas las emisoras de radio de la nación, incluida City Radio, hubiesen pasado dos horas desmintiendo la falsa noticia recibida a la hora del desayuno por una emisora, servía de poco. Todos sabían que, por más que siguiesen negándola, no cambiaría nada. Como dijo Hitler, la mentira más grande es la que todo el mundo cree.
—Por favor, Zack, deje que hable yo mismo con el presidente Cormack. Sólo le pido veinticuatro horas más. Después de todo este tiempo, no lo eche todo a rodar. El presidente tiene autoridad para decir a esos imbéciles que se marchen de aquí y que el asunto quede entre usted y yo. Sólo nosotros dos… Somos los únicos que podemos arreglarlo. Cuanto le pido, después de veinte días, es solamente uno más… Veinticuatro horas, Zack, deme veinticuatro horas…
Hubo una pausa en la línea. En alguna parte, en las calles de Aylesbury, Buckinghamshire, un joven detective caminaba con naturalidad en dirección a las cabinas telefónicas.
—Mañana a esta hora —dijo finalmente Zack, y colgó el teléfono.
Salió. Acababa de doblar la esquina cuando el policía de paisano surgió de un callejón y miró hacia las cabinas. Todas estaban vacías. No había descubierto a Zack por ocho segundos.
Quinn colgó el teléfono, se acercó al largo diván y se tumbó en él de espaldas, con las manos cruzadas detrás de la cabeza. Clavó la mirada en el techo.
—Mr. Quinn… —dijo McCrea, un tanto vacilante.
A pesar de las repetidas veces que Quinn le había dicho que apease el tratamiento, el joven y tímido agente de la CIA se empeñaba en tratarle como a su maestro.
—Cállese —le ordenó Quinn, de forma rotunda.
El alicaído McCrea, que había querido preguntarle si quería café, fue a la cocina y preparó tres tazas. A la tercera, el teléfono «ordinario» repicó. Era Cramer.
—Bueno, todos lo hemos oído —dijo—. ¿Cómo se siente?
—Mal —repuso Quinn—. ¿Alguna noticia sobre el origen de la emisión?
—Todavía no —manifestó Cramer—. La muchacha que recibió la llamada se halla todavía en la Comisaría de Policía de Holborn. Jura que era una voz americana; pero ¿cómo podía saberlo? Jura también que el hombre adoptó un tono oficial muy convincente, que otorgaba veracidad a lo que estaba diciendo. ¿Quiere una transcripción de la noticia?
—Ahora es un poco tarde —arguyó Quinn.
—¿Qué va usted a hacer? —preguntó Cramer.
—Rezar un poco. Ya pensaré en algo.
—Que tenga suerte. Ahora debo ir a Whitehall. Estaremos en contacto.
Después, llamaron de la Embajada. Seymour. Felicitaciones por la manera en que Quinn había llevado el asunto… Si podemos hacer algo… «Eso es lo malo —pensó Quinn—. Alguien está haciendo demasiado». Pero no lo dijo.
Estaba tomando su café bajo el diván y llamó a la Embajada. Le respondieron al punto desde el sótano. Otra vez Seymour.
—Necesito hablar con el vicepresidente Odell por una línea secreta —dijo—, y ha de ser ahora mismo.
—Bueno, Quinn, se está informando a Washington de lo que acaba de ocurrir aquí. Dentro de un momento lo habrán grabado todo. Creo que tendríamos que dejar que se enterasen bien de lo ocurrido y discutiesen…
—O hablo de forma reservada con Michael Odell dentro de diez minutos, o lo haré por la línea normal —advirtió Quinn en tono cauteloso.
Seymour lo pensó. La línea normal era insegura. NSA captaría la llamada con sus satélites, así como la GCH, y también los rusos…
—Le hablaré y le pediré que conteste a su llamada —decidió Seymour.
Diez minutos después, Michael Odell se puso al teléfono. Eran las seis y cuarto de la mañana en Washington y estaba todavía en su residencia del Observatorio Naval. Pero le habían despertado media hora antes.
—¿Qué diablos está pasando, Quinn? Acabo de enterarme de una maldita llamada falsa a una emisora de radio…
—Señor vicepresidente —dijo pausadamente Quinn—, ¿hay algún espejo cerca de usted?
Un momento de asombro y después:
—Sí, creo que sí.
—Si se mira a él, verá la nariz en su cara, ¿no?
—¿Pero qué significa esto? Bueno, sí, puedo ver la nariz en mi cara.
—Pues tan seguro como que la está viendo, Simon Cormack va a ser asesinado dentro de veinticuatro horas…
Dejó que las palabras se filtrasen en la mente de aquel hombre aterrorizado, sentado en el borde de su cama en Washington.
—A menos que…
—Bueno, Quinn, diga lo que tenga que decir.
—A menos que tenga en mis manos el paquete de diamantes, por valor de dos millones de dólares, mañana al amanecer, hora de Londres. Esta llamada ha sido registrada en cinta magnetofónica. Buenos días, señor vicepresidente.
Colgó el teléfono. En el otro extremo de la línea, el vicepresidente de los Estados Unidos de América usó durante varios minutos un lenguaje que le habría costado los votos de la Mayoría Moral, si estos buenos ciudadanos hubiesen tenido oportunidad de escucharle. Cuando terminó, llamó a la telefonista.
—Busque a Morton Stannard —dijo—. En su casa, dondequiera que esté. Pero PÓNGAME CON ÉL.
Andy Laing se sorprendió de que volviesen a llamarle tan pronto del Banco. La cita era para las once de la mañana, y llegó allí diez minutos antes. Le hicieron pasar, no al despacho del interventor, sino al del director general. El interventor se encontraba también allí. Con un ademán, el director invitó a Laing a sentarse en el sillón que estaba delante de su mesa. Después se levantó, se acercó a la ventana, contempló durante un rato los pináculos de la ciudad, se volvió y habló en tono grave y helado.
—Ayer, Mr. Laing, vino a ver a mi colega aquí presente, después de abandonar Arabia Saudita usted sabrá por qué medios, y formuló graves acusaciones contra la integridad de Mr. Steve Pyle.
Laing se inquietó. ¿Mr. Laing? ¿Por qué no «Andy»? Siempre usaban el nombre de pila en el Banco, en parte por el ambiente familiar que Nueva York quería crear.
—Y traje un montón de impresos del ordenador para confirmar lo que había descubierto —puntualizó cauteloso.
Pero tenía revuelto el estómago. Algo andaba mal. El director general agitó una mano, en señal de desestimación de las pruebas de Laing.
—Ayer recibí también una extensa carta de Steve Pyle. Y hoy he sostenido con él una larga conversación telefónica. Para mí, y para el interventor aquí presente, está perfectamente claro que es usted un truhán, Laing, y un malversador de fondos.
Laing no podía dar crédito a sus oídos. Miró al interventor, pidiendo auxilio. El hombre miró al techo.
—Sé la historia —dijo el director general—, toda la historia. La verdadera historia.
Como para aclararle la memoria, le contó lo que ahora sabía que era la verdad. Laing había estado malversando dinero de la cuenta de un cliente, el Ministerio de Obras Públicas. No una gran cantidad, en términos sauditas, pero sí bastante importante: el uno por ciento de cada factura pagada por el Ministerio a los contratistas. Por desgracia, Mr. Amin no había repasado las cifras; pero Mr. Al-Haroun descubrió los defectos y avisó a Mr. Steve Pyle.
El director general en Riad, en un exceso de benevolencia, trató de salvar la carrera de Laing limitándose a insistir en que devolviese hasta el último real a la cuenta del Ministerio, pero él no lo había hecho.
La reacción de Laing a esta extraordinaria prueba de solidaridad de un colega, y sin duda indignado por perder su dinero, había sido pasar la noche en la sucursal de Djedda, falsificando los registros para «demostrar» que una suma mucho mayor había sido malversada con la colaboración del propio Steve Pyle.
—Pero la grabación que traje… —protestó Laing.
—Todo es falso, desde luego. Aquí tenemos las grabaciones auténticas. Esta mañana hice que el ordenador central de aquí hiciese una comprobación del de Riad. Los verdaderos datos son los que están sobre mi mesa. Muestran con toda claridad lo ocurrido. El uno por ciento que defraudó usted ha sido restituido. Era el único dinero que faltaba. Gracias a Dios, o mejor dicho, gracias a Steve Pyle, se ha salvado la reputación del Banco en Arabia Saudita.
—Pero no es verdad —protestó Laing con demasiada vehemencia—. Lo que se llevaban Pyle y su cómplice desconocido era el diez por ciento de las cuentas del Ministerio.
El director general dirigió a Laing una fría mirada, y después otra a las pruebas recién llegadas de Riad.
—Al —preguntó—, ¿ha echado usted en falta el diez por ciento en alguna partida?
El interventor negó con la cabeza.
—Además, esto sería absurdo —dijo—. Con sumas tan grandes en juego, y tratándose de un Ministerio importante de aquel país, un uno por ciento podría disimularse. Pero nunca el diez. La auditoría anual, que debe realizarse en abril, habría descubierto el fraude. ¿Y a dónde habría ido usted a parar? A una inmunda cárcel saudita para toda la vida. Suponemos que el Gobierno saudita estará todavía allí en abril, ¿no?
El director general esbozó una sonrisa glacial. La cosa era demasiado evidente.
—Temo —concluyó el interventor— que podemos dar por terminado el caso. Steve Pyle no sólo nos ha hecho un gran favor, sino que también se lo ha hecho a usted, Mr. Laing. Le ha salvado de estar largo tiempo en la cárcel.
—Cosa que creo que tendría bien merecida —comentó el director general—. Pero aquí no podemos imponerle esta pena. Además, no nos gusta el escándalo. Enviamos empleados a muchos Bancos del Tercer Mundo y eso nos perjudicaría. Pero usted, Mr. Laing, ha dejado de prestar servicio en esta entidad. La carta de despido está sobre la mesa, delante de usted. Desde luego, no recibirá ninguna indemnización, ni daremos de usted buenas referencias. Ahora, tenga la bondad de marcharse.
Laing comprendió que había sido sentenciado. Nunca volvería a trabajar en un Banco, en ningún lugar del mundo. Sesenta segundos después, estaba en la acera de Lombard Street.
En Washington, Morton Stannard había escuchado la furia de Zack al desenrollarse las bobinas sobre la mesa de conferencias del Salón de Situación, en el cual se había refugiado el comité para eludir las cámaras de Long Tom que enfocaban sin cesar las ventanas del Salon del Gabinete.
La noticia de Londres sobre un intercambio inminente había hecho resurgir el frenesí de la Prensa en Washington. Desde antes del amanecer, la Casa Blanca había recibido un alud de llamadas pidiendo información y, una vez más, el portavoz no sabía cómo salir del paso.
Cuando al fin se agotó la grabación, los ocho miembros presentes guardaron silencio. Estaban impresionadísimos.
—Los diamantes —gruñó Odell—. ¿Dónde diablos están?
—Se encuentran listos —se apresuró a responder Stannard—. Pido disculpas por el exceso de optimismo que mostré. Yo no entiendo de estos asuntos; me imaginaba que arreglar un envío así requeriría menos tiempo. Pero ya están dispuestos un poco menos de veinticinco mil piezas de pesos diversos, todas auténticas y valoradas en algo más de dos millones de dólares.
—¿Dónde están? —inquirió Hubert Reed.
—En la caja fuerte de la oficina del Pentágono, en Nueva York, que cuida de nuestros sistemas de compra en la Costa Este. Por razones evidentes, es una caja muy segura.
—¿Y el envío a Londres? —preguntó Brad Johnson—. Sugiero que utilicemos una de nuestras bases aéreas en Inglaterra. No nos interesa tener problemas con la Prensa en Heathrow, ni nada parecido.
—Dentro de una hora tengo que reunirme con un experto de las Fuerzas Aéreas —dijo Stannard—. Él nos aconsejará la mejor manera de llevar allí el paquete.
—Necesitaremos que un coche de la Compañía espere a-su llegada y los conduzca al apartamento de Quinn —decidió Odell—. Cuide de esto, Lee. A fin de cuentas, el apartamento es suyo.
—No hay problemas —repuso Lee Alexander, de la CIA—. Haré que Lou Collins vaya a recibirles en la base aérea donde aterricen.
—Mañana al amanecer, hora de Londres —concretó el vicepresidente—. En Londres, en Kensington, al amanecer. ¿Conocemos ya los detalles del intercambio?
—No —dijo el director del FBI—. Sin duda Quinn los ultimará todos de acuerdo con nuestra gente.
Las Fuerzas Aéreas propusieron emplear un caza a reacción de un solo asiento para la travesía del Atlántico; un F-15 Eagle.
—Tiene la autonomía necesaria si lo proveemos de paquetes FAST —informó el general de las Fuerzas Aéreas a Morton Stannard en el Pentágono—. La mercancía tiene que ser entregada a la base de la Guardia Nacional en Trenton, New Jersey, no más tarde de las dos de la madrugada.
El piloto elegido para la misión era un experto coronel con más de siete mil horas de vuelo en el F-15. En las últimas horas de la mañana, el Eagle fue preparado en Trenton como pocas veces lo había sido durante toda su existencia, y los paquetes FAST se instalaron en las cámaras de toma de aire de babor y de estribor. Estos paquetes, a pesar de su nombre[1], no aumentarían la velocidad del Eagle; son las siglas de Fuel And Sensor Tactical, y en realidad son depósitos de carburante que permiten mayor autonomía.
Sin ellos, el Eagle lleva diez mil kilos de carburante, que le dan una autonomía de cuatro mil quinientos kilómetros. Los dos mil kilos suplementarios de cada FAST la aumentan hasta cinco mil quinientos veinte kilómetros.
En la sala de navegación, el coronel Bowers estudió su plan de vuelo mientras tomaba un bocadillo. Desde Trenton hasta la base de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos en Upper Hayford, en las afueras de la ciudad de Oxford, había cuatro mil novecientos kilómetros. Los meteorólogos le informaron de la fuerza del viento a su altitud elegida de quince mil metros, y calculó que haría el trayecto en cinco horas veinticuatro minutos volando a Mach .95, y todavía le sobrarían veinte mil kilos de carburante.
A las dos de la tarde, un gran avión nodriza KC 135 se elevó de la base Andrews de las Fuerzas Aéreas, en las afueras de Washington, y se dirigió a una cita en el aire con el Eagle, a catorce mil metros sobre la costa oriental.
En Trenton, hubo un último retraso. El coronel Bowers se había puesto su traje de vuelo y estaba dispuesto a despegar a las tres de la tarde, cuando la larga limusina negra de las oficinas del Pentágono en Nueva York cruzó la verja principal. Un funcionario civil, acompañado de un general de las Fuerzas Aéreas, entregó al coronel Bowers una cartera plana y una hoja de papel con el número de la combinación de la cerradura.
Acababa de hacerlo cuando otra limusina sin distintivos entró en la base. Hubo una agitada conferencia sobre la pista entre los dos grupos de funcionarios. En definitiva, la cartera y la hoja de papel fueron recuperadas de manos del coronel Bowers y llevadas a la parte de atrás de uno de los coches.
Allí se abrió la cartera. Su contenido, un paquete plano de terciopelo negro, de veinticinco por treinta centímetros y siete y medio de grueso, fue trasladado a una nueva cartera, la cual entregaron al impaciente coronel.
Los aviones de caza no suelen llevar carga; pero en éste se había preparado una cavidad debajo del asiento del piloto, en la que fue introducida la cartera. El coronel despegó a las tres y treinta y uno de la tarde.
Subió rápidamente a catorce mil metros, llamó al avión nodriza y «llenó» sus depósitos de carburante para iniciar el viaje a Inglaterra bien abastecido. Después de repostar, se elevó a quince mil doscientos metros; puso rumbo hacia Upper Heyford y aceleró hasta alcanzar la velocidad Mach .95, justo por debajo de la barrera del sonido. Recibió su esperado viento de cola del oeste cuando estaba encima de Nantucket.
Mientras proseguía la conferencia en la pista de Trenton, un Jumbo de las líneas regulares había despegado de Kennedy con destino a Heathrow, Londres. En la sección Club viajaba un joven alto y bien parecido, que habían enlazado con este avión desde otro procedente de Houston. Trabajaba para una importante compañía petrolífera denominada Pan-Global y se sentía orgulloso de que su patrono, el propietario de la empresa, le hubiese confiado una misión tan delicada.
No tenía la menor idea del contenido del sobre que llevaba en el bolsillo interior de su chaqueta, que rehusó entregar a la azafata. Ni quería saberlo. Sólo estaba seguro de que debía contener documentos de gran importancia para la corporación, ya que no había sido enviado por correo ordinario ni como paquete postal.
Sus instrucciones eran claras; las había repetido muchas veces. Tenía que ir a cierta dirección, un día determinado (mañana) a una hora determinada. No debía tocar el timbre, sino solamente introducir el sobre en el buzón y volver al aeropuerto de Heathrow y a Houston. Cansado, pero sencillo. No bebía alcohol. Era la hora del cóctel, la comida tardaría un rato, y se distrajo mirando por la ventanilla.
Si se vuela de oeste a este en un día de invierno, oscurece muy de prisa. Después de dos horas en el aire, el cielo había adquirido un fuerte color púrpura y las estrellas se veían con claridad. Entonces divisó, muy por encima de su avión, un punto rojo que se movía a través de las múltiples estrellas y en la misma dirección que aquél. Aunque él no lo sabía, ni lo sabría nunca, estaba contemplando el brillante reactor F-15 Eagle del coronel Bowers, cuando los dos hombres volaban hacia la capital británica para misiones diferentes y sin que ninguno de los dos supiera lo que llevaba.
El coronel fue el primero en llegar. Aterrizó en Upper Heyford, según lo previsto, a la una cincuenta y cinco, hora local, turbando el sueño de los moradores al dar el último giro hacia las luces que se aproximaban. La torre de control indicó al coronel el camino que tenía que seguir, hasta que al fin se detuvo en, un brillante círculo de luces dentro de un hangar cuyas puertas se cerraron en el momento de pararse los motores. Cuando el piloto levantó la cubierta, se acercó el comandante de la base acompañado de un paisano… que fue quien habló.
—¿Coronel Bowers?
—Sí, señor.
—¿Trae un paquete para mí?
—Traigo una cartera. Debajo de mi asiento.
Se estiró rígidamente, salió de la cabina y bajó por la escalera de acero al suelo del hangar. «¡Vaya una manera de ver Inglaterra!», pensó. El hombre de paisano subió y asió la cartera. Alargó una mano para que el piloto le diese el papel con la combinación de la cerradura. Diez minutos más tarde, Lou Collins se hallaba de nuevo en el automóvil de la Compañía, dirigiéndose a Londres. Llegó al apartamento de Kensington a las cuatro y diez. Las luces continuaban encendidas; nadie había dormido. Quinn estaba tomando café en el cuarto de estar.
Collins dejó la cartera sobre la mesa baja, consultó la hoja de papel y manejó los discos. Sacó el paquete plano y casi cuadrado envuelto en terciopelo, y lo tendió a Quinn.
—Aquí lo tiene, al amanecer —dijo.
Quinn sopesó el envoltorio. Un poco más de un kilo, unas tres libras.
—¿Quiere que lo abra? —preguntó Collins.
—No hace falta —respondió Quinn—. Si son trozos de cristal o de pasta, todos o alguno de ellos, alguien quitará la vida a Simon Cormack.
—No lo harán —aseguró Collins—. No. Son auténticos. ¿Cree que él llamará?
—Esperemos que lo haga —dijo Quinn.
—¿Y el intercambio?
—Tendremos que convenirlo hoy.
—¿Cómo va a hacerlo, Quinn?
—A mi manera.
Se fue a su habitación a fin de tomar un baño y vestirse. Para muchas personas, el último día de octubre iba a ser durísimo.
El joven de Houston aterrizó a las seis cuarenta y cinco de la mañana, hora de Londres, y llevando nada más que un pequeño neceser. Pasó rápidamente por la Aduana y entró en el vestíbulo del Edificio Número Tres. Comprobó su reloj y vio que tenía que esperar tres horas. Tiempo para emplear el lavabo, refrescarse, desayunar y coger un taxi hacia el centro del West End Londinense.
A las nueve cincuenta y cinco, se presentó en la puerta de la alta e imponente casa de apartamentos a una manzana de Great Cumberland Place, en el distrito de Marble Arch. Había llegado cinco minutos antes de la hora. Le dijeron que fuese puntual. Desde el otro lado de la calle, en un coche aparcado, un hombre le observaba; pero él no lo sabía. Caminó arriba y abajo durante cinco minutos. A las diez en punto, introdujo el grueso sobre en el buzón de la casa de apartamentos. No había allí ningún portero para recogerlo. Cayó sobre la esterilla de detrás de la puerta.
Seguro de que había hecho lo que le ordenaron, el joven americano bajó hacia Bayswater Road y pronto detuvo un taxi para que le llevase a Heathrow.
Apenas había doblado la esquina cuando el hombre del coche aparcado se apeó, cruzó la calle y entró en la casa de apartamentos. Vivía allí desde hacia varias semanas. Su permanencia en el coche tuvo por objeto asegurarse de que el mensajero observaba las instrucciones y que no le habían seguido.
El hombre recogió el sobre, tomó el ascensor hasta la octava planta, entró en su apartamento y abrió la misiva. Pareció satisfecho mientras leía, resolló al respirar y el aire silbó al pasar por las torcidas ventanas de su nariz. Ahora tenía Irving Moss lo que creía que serían sus instrucciones finales.
En el apartamento de Kensington, la mañana transcurría en silencio. La tensión era casi tangible. En las centrales telefónicas de Cork Street y Grosvenor Square, los oyentes permanecían encorvados sobre sus máquinas, esperando que Quinn dijese algo o que McCrea o Sam Somerville abriesen la boca. Pero los altavoces permanecían en silencio. Quinn había dejado bien claro que si Zack no llamaba, la cosa habría terminado. Tendrían que empezar la búsqueda de una casa abandonada y un cadáver.
Y Zack no llamaba.
A las diez y media, Irving Moss salió de su piso de Marble Arch, sacó del garaje su coche de alquiler y se dirigió a la estación de Paddington. Su barba, crecida en Houston durante las fases de planificación, había cambiado la forma de su cara. Su pasaporte canadiense estaba perfectamente falsificado y le había permitido entrar sin dificultad en la República de Irlanda y, de allí, pasar al ferry e ir a Inglaterra. Su permiso de conducir, también canadiense, hizo que pudiese alquilar sin problemas un coche a largo plazo. Había vivido muy tranquilo y sin llamar la atención, durante semanas, detrás del Marble Arch, como uno entre más de un millón de extranjeros en la capital británica.
Era un individuo hábil, capaz de dejarse caer en casi cualquier ciudad y perderse de vista en ella. Además conocía bien Londres. Sabía cómo funcionaban allí las cosas. Los sitios donde podía obtener lo que quería o necesitaba; poseía contactos en los bajos fondos y era lo bastante listo y experto para no cometer errores que pudiesen llamar la atención de las autoridades.
La carta procedente de Houston le ponía al día acerca de una serie de detalles que no habían podido exponerse en mensajes cifrados en forma de listas de precios de productos comerciales. Había también otras instrucciones en la carta, pero lo más interesante era el informe de situación procedente del Ala Oeste de la Casa Blanca; en particular sobre el empeoramiento del estado del presidente John Cormack durante las últimas tres semanas.
Por último, estaba el resguardo de la consigna de la estación de Paddington, donde recogería algo que sólo podía cruzar el Atlántico a mano. Cómo había ido de Houston a Londres, no lo sabía ni quería saberlo. No necesitaba enterarse. Sabía que había llegado hasta él, y ahora lo tenía en su poder. A las once de la mañana empleó el resguardo.
Al empleado de la estación de ferrocarril no le llamó la atención. A lo largo del día, cientos de paquetes, bolsas de mano y maletas eran consignadas en su oficina para su custodia y otros cientos eran retirados. Sólo cuando transcurrían más de tres meses, los paquetes no reclamados eran retirados de los estantes y abiertos. Si sus dueños no podían identificarlos se destruían. El resguardo presentado esa mañana por el hombre silencioso de gabardina gris no era más que uno entre muchos. El encargado buscó en los estantes. Encontró el bulto numerado, una pequeña maleta de fibra, y lo entregó. Había sido pagado de antemano. Cuando anocheciese, se habría olvidado de la transacción.
Moss llevó la maleta a su apartamento, forzó las cerraduras baratas y examinó el contenido. Todo estaba allí, tal y como le habían dicho. Miró su reloj. Le sobraban tres horas antes de que tuviese que salir.
Había una casa en una calle tranquila de las afueras de una población situada a menos de sesenta kilómetros del centro de Londres. A una hora determinada, pasaría en coche por delante de aquella casa, como venía haciendo a días alternos, y la posición del cristal de la ventanilla del conductor, cerrado, bajado a medias o bajado del todo, diría a la persona que estaba observando lo que debía saber. Hoy, por primera vez, la ventanilla estaría completamente abierta. Conectó uno de sus videos S/M comprados en la ciudad (eran muy obscenos; pero sabía dónde adquirir lo que le interesaba), al aparato de televisión y se sentó para divertirse un rato.
Cuando Andy Laing salió del Banco, casi no sabía lo que hacía. Pocos hombres pasan por la experiencia de ver toda su carrera, trabajada y sostenida durante años de esfuerzo, hecha añicos a sus pies sin que hubiera remedio alguno. La primera reacción fue de incomprensión; la segunda, de indecisión.
Laing caminó sin rumbo por las estrechas calles y ocultas plazuelas disimuladas entre el bullicioso tráfico de la City de Londres, el kilómetro cuadrado más antiguo de la capital y centro del mundo comercial y bancario del país. Pasó frente a los muros de monasterios donde antaño resonaron los cánticos de los Greyfriars, los Whitefriars y los Blackfriars; por delante de las casas de los gremios donde solían reunirse los mercaderes para discutir en torno a los asuntos mundiales mientras Enrique VIII hacía ejecutar a sus esposas en la Torre; cruzó ante las delicadas y pequeñas iglesias diseñadas por Wren después del Gran Incendio de 1666.
Los hombres que pasaban por su lado, y el número creciente de jóvenes atractivas, estaban pensando en los precios de los artículos, en comprar mucho o poco, o en las oscilaciones de la Bolsa, que podían significar una tendencia o sólo una variación pasajera. Empleaban ordenadores en lugar de plumas de ave; pero el resultado de su trabajo seguía siendo el mismo que había sido durante siglos: comercio, la compra y la venta de cosas que hacían otras personas. Era un mundo que había captado la imaginación de Andy Laing diez años atrás, cuando estaba terminando sus estudios, un mundo en el que jamás volvería a entrar.
Consumió un ligero desayuno en un pequeño bar de una calle llamada de Crutched Friars, donde los monjes caminaron un día con una pierna atada a la espalda para sufrir a mayor gloria de Dios. Y pensó en lo que tendría que hacer.
Terminó su café y tomó el metro para volver a su apartamento-estudio de Beaufort Street, Chelsea, donde había guardado, con toda prudencia, fotocopias de las pruebas que había traído de Djedda. Cuando un hombre no tiene nada que perder, puede ser muy peligroso. Laing decidió escribirlo todo, desde el principio hasta el fin, incluir copias de sus impresos, que sabía que eran auténticos, y enviar un ejemplar a cada miembro de la junta directiva del Banco en Nueva York. La identidad de los miembros de la junta era pública y notoria; sus direcciones comerciales estarían en el Who’s Who de los Estados Unidos.
No veía motivo para tener que sufrir en silencio. «Que Steve Pyle se preocupase un poco para variar», pensó. Remitió al director general en Riad una carta personal diciéndole lo que se disponía a hacer.
Zack llamó al fin a la una y veinte de la tarde, la hora punta del almuerzo, mientras Laing estaba terminando su café y Moss contemplaba arrobado una nueva película sobre corrupción de menores recién llegada de Amsterdam. Se hallaba en una de las cuatro cabinas públicas instaladas en la pared trasera de la oficina de Correos de Dunstable, siempre al norte de Londres.
Quinn se había lavado y vestido al salir el sol, que aquel día podía verse de verdad, resplandeciendo en un cielo azul, aunque el aire era un poco fresco. Ni McCrea ni Sam pensaron en preguntarle si tenía frío; pero él se había puesto unos jeans, su nuevo suéter de casimir sobre la camisa y una chaqueta de cuello con cremallera.
—Quinn, ésta es la última llamada…
—Zack, viejo amigo, estoy contemplando un frutero, un frutero grande, lleno ¿sabes de qué? Lleno hasta el borde de diamantes, resplandecientes y centelleantes como si estuviesen vivos. Vamos a cumplir el trato, Zack. Ahora mismo.
La imagen mental suscitada por estas palabras había interrumpido el discurso de Zack.
—Bien —dijo la voz por teléfono—. Éstas son las instrucciones…
En la central de Kensington, en Cork Street y Grosvenor Square reinó un silencio pasmado entre los oyentes. O Quinn sabía muy bien lo que estaba haciendo o iba a dar lugar a que el secuestrador colgase el teléfono. La voz de Quinn prosiguió sin hacer ninguna pausa.
—Puedo ser un bastardo, Zack, pero soy el único bastardo en este maldito lío en quien puede confiar, y va a confiar en mí. ¿Tiene un lápiz?
—Sí. Ahora escuche, Quinn…
—Escuche usted, amigo. Quiero que vaya a otra cabina y me llame dentro de cuarenta segundos a este número. Tres siete cero, uno dos cero cuatro. Ahora …¡vaya!
Dijo la última palabra gritando. Sam Somerville y Duncan McCrea dirían más tarde en la encuesta que se quedaron tan pasmados como los que escuchaban por la línea. Quinn colgó el teléfono, agarró la cartera (los diamantes estaban todavía dentro de ella, no en un frutero) y salió corriendo del cuarto de estar. Al cruzar la puerta, se revolvió y gritó:
—¡Quedaos aquí!
La sorpresa, el grito, el tono autoritario, hicieron que permaneciesen como clavados en sus sillones durante cinco segundos vitales. Cuando llegaron a la puerta del apartamento, oyeron que la llave giraba en la cerradura por el lado de fuera. Por lo visto la había colocado allí antes del amanecer.
Quinn prescindió del ascensor y bajó corriendo la escalera en el momento en que el primer grito de McCrea resonaba a través de la puerta, seguido de una fuerte patada a la cerradura. Entre los que escuchaban, se advertía ya un caos naciente que pronto se convertiría en tremenda confusión.
—¿Qué diablos está haciendo? —murmuró un policía a otro en la central de Kensington.
El otro se encogió de hombros.
Quinn se hallaba bajando los tres tramos de escalera hasta el vestíbulo. La encuesta mostraría que el americano del puesto de escucha en el apartamento del sótano no se movió, porque no era ésa su función, sino la de registrar, cifrar y radiar las voces del apartamento a Grosvenor Square, para su descifrado y digestión por los oyentes del sótano. Por consiguiente, se quedó donde estaba.
Quinn cruzó el vestíbulo quince segundos después de haber colgado el teléfono. El portero inglés, que estaba en su cabina, levantó la mirada, saludó con la cabeza y volvió a su número del Daily Mirror. Quinn empujó la puerta de la calle, que se abría hacia afuera, la cerró, dejó caer una cuña de madera que había tallado a solas en el lavabo y la introdujo debajo de la puerta de una fuerte patada. Entonces cruzó corriendo la calle, esquivando el tráfico.
—¿Qué quieren decir con eso de que él se ha ido? —gritó Kevin Brown en el puesto de escucha de Grosvenor Square.
Había estado sentado allí toda la mañana, esperando como todos, británicos y americanos, la próxima y tal vez última llamada de Zack. Al principio, los sonidos que llegaban de Kensington habían sido tan sólo desconcertantes; oyeron el golpe del teléfono al ser colgado, la voz de Quinn gritando «Quedaos aquí», y después una serie de golpes, gritos confusos de McCrea y Somerville. Luego, otra serie de golpes regulares, como si alguien diese patadas a una puerta.
Sam Somerville había vuelto al cuarto de estar, gritando «Se ha ido, Quinn se ha ido» a los micrófonos ocultos. La pregunta de Brown se recibió en el puesto de escucha, pero Somerville no tuvo posibilidad de oírla. Brown agarró frenético el teléfono que le conectaba con su agente especial en Kensington.
—Agente Somerville —vociferó al ponerse ella al aparató—, vaya tras él.
En aquel momento, la quinta patada de McCrea rompió la cerradura de la puerta del apartamento. El hombre bajó corriendo la escalera seguido de Sam. Ambos iban en zapatillas.
La tienda de verduras y de platos preparados de la acera de enfrente, cuyo número había encontrado Quinn en la guía telefónica de Londres que se hallaba en el cuarto de estar, se llamaba Bradshaw, por el apellido del hombre que la había inaugurado, pero ahora era propiedad de un caballero indio llamado Mr. Patel. Quinn había observado desde el otro lado de la calle cómo preparaba la exhibición de frutas en el exterior y desaparecía en el interior para atender a un parroquiano.
Quinn llegó a la acera opuesta treinta y tres segundos después de haber colgado el teléfono a Zack. Esquivó a dos transeúntes y entró en la tienda como un huracán. El teléfono estaba sobre el mostrador, junto a la caja registradora, detrás de la cual se hallaba Mr. Patel.
—Unos muchachos le están robando naranjas —dijo Quinn, sin preámbulos.
En aquel momento sonó el teléfono. Ante el conflicto entre una llamada telefónica y un robo de naranjas, Mr. Patel reaccionó como un buen gujeratí y salió corriendo a la acera. Quinn cogió el auricular.
La central de Kensington había reaccionado de prisa, y la encuesta demostraría que habían hecho cuanto pudieron. Pero perdieron varios de los cuarenta segundos a causa de la sorpresa y, además, habían tenido un problema técnico. Su conexión era con la línea privada del apartamento. Siempre que se recibía una llamada en aquel número, su mecanismo electrónico podía recorrer la línea hacia atrás para establecer el origen de la llamada. Entonces, el ordenador revelaba el emplazamiento de la cabina a la que correspondía el número del teléfono desde el que se había llamado. De seis a diez segundos.
Tenían ya conocimiento del número desde el que había llamado Zack; pero, al cambiar de cabina, aunque estaban una al lado de la otra en Dunstable, lo perdieron. Y lo que era todavía peor, él llamaba ahora a otro número de Londres que no tenían intervenido. La única ventaja que tenían era que el número que había dictado Quinn a Zack estaba todavía en la central de Kensington. Sin embargo, había que empezar por el principio, recorriendo sus mecanismos de busca de la llamada los veinte mil números de la central. Descubrieron el teléfono de Mr. Patel cincuenta y ocho segundos después de que Quinn lo hubiese dictado, y luego conectaron con el segundo número de Dunstable.
—Tome este número Zack —dijo Quinn, sin preámbulos.
—¿Qué diablos significa esto? —gruñó Zack.
—Nueve tres cinco, tres dos uno cinco —dijo inexorablemente Quinn—. ¿Lo tiene?
Hubo una pausa mientras Zack escribía.
—Ahora lo haremos todo nosotros, Zack. Los he despistado a todos. Sólo usted y yo; los diamantes contra el muchacho. Sin trucos, le doy mi palabra. Llámeme a este número dentro de sesenta minutos o dentro de noventa si no contesto la primera vez. No está intervenido.
Colgó el teléfono. En la central, los que estaban escuchando oyeron las palabras «… minutos o dentro de noventa si no contesto la primera Vez. No está intervenido».
—El muy bastardo le ha dado otro número —dijo el técnico de Kensington a los dos oficiales de la Policía Metropolitana que estaban con él. Uno de ellos estaba ya telefoneando al Yard.
Quinn salió de la tienda y vio a Duncan McCrea al otro lado de la calle tratando de abrir la atrancada puerta de la casa. Sam se hallaba detrás, agitando los brazos y gesticulando. El portero se reunió con ellos, rascándose los ralos cabellos. Dos coches pasaron por la calle en el lado opuesto. A donde estaba Quinn se acercaba un motorista. El Negociador bajó de la acera, y se puso delante de aquel hombre, levantando los brazos y agitando el maletín con la mano izquierda. El motorista frenó, se balanceó, patinó y se detuvo.
—¡Eh! ¿Qué diablos…?
Quinn le dirigió una simpática sonrisa mientras se agachaba junto al manillar. Un corto y fuerte puñetazo en los riñones completó el trabajo. Al doblarse hacia delante, el joven del casco, Quinn lo levantó de su máquina, pasó la pierna derecha sobre ésta, metió la marcha y arrancó. Salió disparado calle abajo cuando McCrea estaba a punto de agarrarle la chaqueta.
McCrea se quedó plantado en la calle, con aire pesaroso y afligido. Sam se reunió con él. Se miraron y… volvieron al bloque de apartamentos. La manera más rápida de hablar con Grosvenor Square era subir de nuevo al tercer piso.
—Conque esas tenemos —dijo Brown cinco minutos más tarde después de escuchar a McCrea y a Somerville que le llamaron desde Kensington—. Hay que encontrar a ese bastardo. Y lo encontraremos.
Sonó otro teléfono. Era Nigel Cramer, desde Scotland Yard.
—Su Negociador se las ha pirado —dijo en tono rotundo—. ¿Puede usted decirme cómo? He llamado al apartamento, pero están comunicando.
Brown se lo dijo en treinta segundos. Cramer gruñó. Todavía estaba resentido por el asunto de la granja de Green Meadow, y siempre lo estaría; pero los sucesos le habían hecho olvidar su deseo de quitarse de delante a Brown y al FBI.
—¿Ha tomado su gente el número de la moto? —preguntó—. Puedo movilizar todas las fuerzas en su busca.
—Hay algo mejor que esto —declaró Brown con satisfacción—. El maletín que lleva. Contiene un transmisor.
—¿QUÉ?
—Un transmisor acoplado, invisible, una verdadera obra de arte —explicó Brown—. Lo hicimos montar en los Estados Unidos y cambiamos la cartera que nos había dado el Pentágono, antes de que el avión despegase la noche pasada.
—Comprendo —comentó Cramer reflexivo—. ¿Y el receptor?
—Está aquí —dijo Brown—. Ha llegado en avión al amanecer. Uno de mis muchachos fue a Heathrow a recogerlo. Tiene un radio de acción de tres kilómetros. Por consiguiente, tenemos que movernos. Quiero decir ahora mismo.
—Esta vez, Mr. Brown, tendrá usted la bondad de mantenerse en contacto con los coches patrulla de la Met. No puede practicar detenciones en esta ciudad. Eso es cosa mía. ¿Tiene radio su coche?
—Claro.
—Conéctela, por favor. Estaremos al habla y nos reuniremos con usted, si nos dice dónde está.
—No hay problema; le doy mi palabra.
La limusina de la Embajada salió de Grosvenor Square una hora más tarde. La conducía Chuck Moxon, y los colegas que viajaban a su lado tenían un receptor D/F, una cajita como un televisor en miniatura, salvo que en la pantalla aparecía un punto brillante en vez de imagen. Cuando la antena, que se alzaba ahora por encima de la portezuela del pasajero, captase la señal del transmisor D/F de la cartera de Quinn, una línea se extendería desde aquel punto hasta el borde de la pantalla. El conductor del coche tendría que maniobrar de manera que aquella línea en la pantalla señalase derecho al frente, al centro del capó. Y seguiría esa dirección. El transmisor sería activado por control remoto desde dentro de la limusina.
Bajaron de prisa por Park Lane, cruzaron Knightsbridge y entraron en Kensington.
—Activen —ordenó Brown.
El operario oprimió un botón. La pantalla no respondió.
—Siga activando cada treinta segundos hasta que establezca conexión —indicó Brown—. Chuck, dé una vuelta por Kensington.
Moxon tomó por Cromwell Road; después, se dirigió al sur por Gloucester Road en dirección a Old Brompton Road. La antena captó una señal.
—Está detrás de nosotros y se dirige hacia el norte —informó el colega de Moxon—. Distancia aproximada: dos kilómetros.
Treinta segundos más tarde, Moxon cruzaba de nuevo Cromwell Road, y se dirigía al norte por Exhibition Road hacia Hyde Park.
—Delante de nosotros, y va hacia el norte —dijo el operario.
—Diga a los muchachos de azul que lo tenemos —indicó Brown.
Moxon informó por radio a la Embajada y, a medio camino por Edgeware Road, se les acercó por detrás un Rover de la Policía Metropolitana.
En la parte de atrás de la limusina, junto a Brown, estaban Collins y Seymour.
—Debí pensarlo —dijo de mala gana Collins—, debí pensar en aquel tiempo perdido.
—¿Qué tiempo perdido? —preguntó Seymour.
—¿Recuerda aquel atasco en la avenida de Winfield House hace tres semanas? Quinn arrancó quince minutos antes que yo; pero llegó a Kensington sólo tres minutos antes. Yo no puedo compararme con un taxista de Londres en las horas punta del tráfico. Él tuvo que detenerse en alguna parte, hacer algunos preparativos.
—No podía proyectar esto hace tres semanas —objetó Seymour—. No sabía cómo iban a desarrollarse las cosas.
—Ni tenía por qué saberlo —comentó Collins—. Usted ha leído su historial. Ha estado en combate el tiempo suficiente para preparar la retirada en caso de que algo ande mal.
—Ha girado hacia la derecha y ha entrado en St. John’s Wood —dijo el operario.
En la plaza circular de Lord, el coche de la Policía se puso a su lado con la ventanilla abierta.
—Se dirige hacia el norte por allí —dijo Moxon, señalando Finchley Road arriba.
Otro coche patrulla se reunió con ellos y rodaron hacia el norte a través de Swiss Cottage, Hendon y Mill Hill. La distancia se redujo a trescientos metros y observaron el tráfico que tenían delante, buscando una pequeña motocicleta en la que iba un hombre alto que no llevaba casco.
Cruzaron Mill Hill Circus a sólo cien metros detrás del transmisor y subieron la cuesta hasta Five Ways Corner. Entonces se dieron cuenta de que Quinn debía de haber cambiado otra vez de vehículo. Adelantaron a dos motoristas que no emitían ninguna señal, y dos potentes motos les alcanzaron, pero el D/F que buscaban seguía precediéndoles con regularidad. Cuando la señal dio la vuelta a Five Ways X y entró en la A-1 en dirección a Hertfordshire, vieron que su objetivo era ahora un Volkswagen Golf GTI descubierto, cuyo conductor llevaba un grueso gorro de piel que le cubría la cabeza y las orejas.
Lo primero que recordaba Cyprian Fothergill de los acontecimientos de aquel día, era que, al dirigirse a su linda casita en el campo, detrás de Borehamwood, fue súbitamente alcanzado por un enorme automóvil negro que realizó un violento giro delante de él, obligándole a frenar y detenerse en el arcén. A los pocos segundos, según contaría después a sus boquiabiertos amigos del club, tres hombretones saltaron del coche, rodearon el suyo y le apuntaron con grandes pistolas. Entonces, un coche de la Policía se había detenido detrás, y después otro. Cuatro simpáticos guardias se apearon y dijeron a los americanos (bueno, tenían que ser americanos, y muy gordos) que guardasen sus pistolas o serían desarmados.
Después, recordaba (y ahora todo el bar le prestaba absoluta atención) que uno de los americanos le había arrancado el gorro de la cabeza y gritado: «Bueno, cabezota, ¿dónde está él?» Mientras, uno de los polis levantaba el asiento de atrás y sacaba una cartera que le costó una hora convencerles de que no la había visto en su vida.
El americano alto y de cabellos grises que parecía estar al mando del grupo del automóvil negro, arrancó la cartera de manos del policía, la abrió y miró al interior. Estaba vacía; después de todo aquello, estaba vacía. Un jaleo tan enorme por una cartera vacía… Como quiera que fuera, los americanos maldecían igual que soldados, empleando un lenguaje que él, Cyprian, nunca había oído y esperaba no volver a oír jamás. Entonces intervino el sargento británico, que estaba fuera de sus casillas…
A las dos y veinticinco de la tarde, el sargento Kidd volvió a su coche patrulla para responder a las insistentes llamadas por radio.
—Tango Alpha… —empezó a decir.
—Tango Alpha, aquí el subcomisario delegado Cramer. ¿Quién es usted?
—Sargento Kidd, señor. Brigada F.
—¿Qué han conseguido, sargento?
Kidd miró al acorralado Volkswagen, a su asustado conductor, a los tres hombres del FBI que examinaban la cartera vacía, a otros dos yanquis que permanecían apartados mirando el cielo y a tres de sus propios colegas tratando de tomar declaraciones.
—Un buen lío, señor.
—Sargento Kidd, escuche con atención. ¿Han capturado a un americano muy alto que acaba de robar dos millones de dólares?
—No, señor —dijo Kidd—. Hemos capturado a un peluquero marica que acaba de mearse en los calzones.
—¿Quiere decir… que ha desaparecido?
Aquel grito, chillido o alarido, resonó con diferentes tonos y acentos, en el espacio de una hora, en un apartamento de Kensington, en Scotland Yard, en Whitehall, en el Home Office, en Downing Street, en Grosvenor Square y en el Ala Oeste de la Casa Blanca.
—No puede desaparecer.
Pero había podido.