Quinn y Sam pasaron casi tres horas abrazados, haciendo el amor o conversando en voz baja. Ella fue quien llevó la voz cantante, hablando de sí misma y de su carrera en el FBI. También avisó a Quinn sobre el abrasivo Kevin Brown, que la había elegido para esta misión y se había instalado en Londres, con un equipo de ocho hombres para «no perder de vista las cosas».
Después, la joven se sumió en un profundo sueño sin soñar nada. Era la primera vez en quince días que dormía tan bien. Hasta que Quinn la despertó.
—La cinta dura nada más que tres horas —murmuró—. Se acabará dentro de quince minutos.
Ella lo besó de nuevo, se puso el camisón y regresó de puntillas a su dormitorio. Quinn apartó el sillón de la pared, gruñó unas cuantas veces en obsequio del micrófono de la pared, cerró el magnetófono, volvió a meterse en la cama y esta vez durmió de veras. Los sonidos registrados en Grosvernor Square eran los de un hombre que dormía y cambiaba de posición, dando media vuelta y durmiéndose de nuevo. El operario y dos agentes del FBI miraron la consola y volvieron a sus naipes.
Zack llamó a las nueve y media. Parecía más brusco y hostil que el día anterior, un hombre cuyos nervios empezaban a flaquear, un hombre que sentía aumentar la presión y había decidido ejercer alguna por su propia cuenta.
—Está bien, bastardo, ahora escúcheme. Basta de palabrerías. Ya estoy harto. Aceptaré sus malditos dos millones de dólares, y no hablemos más. Si me pide alguna otra cosa, le enviaré un par de dedos; tomaré un martillo y un cortafrío y los emplearé sobre la mano derecha del chico… Veremos lo que piensa Washington de usted después de esto…
—Tranquilícese, Zack —suplicó ansioso Quinn—. Tendrá su dinero. Ha ganado. La noche pasada les dije que recogiesen los dos millones o que yo abandonaría. ¿Dice usted que está cansado? Yo ni siquiera he dormido, esperando su llamada…
Zack pareció calmarse al pensar que había alguien que tenía los nervios más destrozados que él.
—Otra cosa —gruñó—. No quiero dinero. Nada en efectivo. Ustedes tratarían de introducir un micro en la maleta. Diamantes. Así es como…
Habló durante diez segundos más y colgó. Quinn no tomó notas. No necesitaba hacerlo. Todo había quedado registrado. La llamada había sido localizada en una de tres cabinas públicas situadas en Saffron Walden, una población mercado del oeste de Essex, junto a la autopista M-11 de Londres a Cambridge. Un policía de paisano tardó diez minutos en pasar por delante de las cabinas, pero todas estaban vacías. El hombre que había telefoneado se había perdido entre la muchedumbre.
Mientras tanto, Andy Laing estaba almorzando en el restaurante de los ejecutivos de la sucursal de Djedda del SAIB. Su compañero era su amigo y colega, el director de Operaciones paquistaní, Mr. Amin.
—Estoy muy intrigado, amigo mío —dijo el joven paquistaní—. ¿Qué está sucediendo?
—No lo sé —contestó Laing—. Dímelo tú.
—¿Sabes la bolsa de correspondencia que se envía a diario de aquí a Londres? Mandé una carta urgente en la que incluía algunos documentos. Necesito en seguida una respuesta. Me pregunto cuándo la tendré. ¿Por qué no ha llegado? Pregunté en la oficina de correspondencia por qué no había contestación. Me dijeron algo muy extraño.
Laing dejó el cuchillo y el tenedor sobre la mesa.
—¿Qué te dijeron, viejo amigo?
—Que todo ha sufrido un retraso. Cuantos paquetes salen de aquí para Londres son enviados a las oficinas de Riad, donde los retienen un día antes de remitirlos.
Laing perdió el apetito. Sentía un nudo en la boca del estómago y no era de hambre.
—¿Cuándo te dijeron que había empezado esto?
—Hace una semana, según creo.
Laing salió del restaurante y se dirigió a su despacho. Había sobre su mesa un mensaje del director de la sucursal, Mr. Al-Haroun. Mr. Pyle deseaba verle en Riad sin dilación.
Tomó el avión de media tarde de Saudia. Durante el viaje, se habría dado de patadas. La precaución está muy bien, pero si hubiese enviado sus papeles a Londres por correo ordinario… Había remitido la carta personalmente al jefe de Contabilidad, y su sobre, dirigido a él, con su caligrafía distintiva, se habría distinguido en seguida entre las desparramadas sobre la mesa de Steve Pyle. Fue introducido en el despacho de éste inmediatamente después de que el Banco cerrase sus puertas al público.
Nigel Cramer fue a ver a Quinn a la hora del almuerzo, en Londres.
—Ha cerrado el trato por dos millones de dólares —dijo.
Quinn asintió con la cabeza.
—Le felicito —manifestó Cramer—. Trece días es muy poco tiempo para esta clase de cosas. A propósito, mi buen psiquiatra ha escuchado la conversación de esta mañana. Tiene la impresión de que el hombre habla en serio, bajo una fuerte presión para salir de esto.
—Tendrá que esperar unos cuantos días más —anunció Quinn—. Todos nos veremos obligados a esperar. Habrá oído usted que pide diamantes en vez de dinero. Se tardará algún tiempo en reunidos. ¿Alguna pista sobre el lugar donde se esconde?
Cramer negó con la cabeza.
—Lamento decirlo. Todas las viviendas en alquiler concebibles han sido comprobadas. O no están en una casa corriente, o la han comprado. O tomado de prestado.
—¿No hay posibilidad de comprobar las compras? —preguntó.
—Temo que no. El volumen de inmuebles que se venden y compran en el sureste de Inglaterra es enorme. Hay miles y miles que son poseídos por extranjeros, por corporaciones o compañías extranjeras cuyos representantes, abogados, Bancos, etcétera, actuaron en su nombre al efectuarse la venta. Como este apartamento, por ejemplo.
Una pulla dirigida a Lou Collins y a la CIA, que estaban escuchando.
—A propósito, hablé con uno de nuestros hombres en el distrito de Hatton Garden, y éste trató con un contacto en el sector comercial de los diamantes. Quienquiera que sea, su hombre es entendido en diamantes. O lo es uno de sus colegas. Lo que pidió es fácil de comprar y de vender. Y pesa poco. Alrededor de un kilo, tal vez un poco más. ¿Ha pensado usted en la manera de hacer el intercambio?
—Desde luego —dijo Quinn—. Me gustaría realizarlo yo mismo. No quiero micrófonos ocultos; ellos pensarán probablemente en esto. No creo que traigan a Simon a la cita, por lo que todavía podrían matarlo si les hiciésemos una jugarreta.
—No se preocupe, Mr. Quinn. Es evidente que nos gustaría agarrarlos, pero comparto su punto de vista; No habrá trucos por nuestra parte; ni actitudes heroicas.
—Gracias —repuso Quinn.
Estrechó la mano del hombre de Scotland Yard, el cual fue a informar de los progresos al comité COBRA que se reunía a la una.
Kevin Brown llevaba toda la mañana encerrado en su oficina en el sótano de la Embajada. A la hora de abrir las tiendas, había enviado a dos de sus hombres a comprar una serie de cosas que necesitaba: un gran mapa a escala del sector que estaba al norte de Londres en un radio de ochenta kilómetros, una hoja de plástico transparente del mismo tamaño, alfileres para mapas, lápices de diferentes colores. Reunió a su equipo de detectives y extendió el plástico sobre el mapa.
—Bien, veamos las cabinas telefónicas que ha estado usando ese sujeto. Léalas una a una, Chuck.
Chuck Moxon estudió su lista.
—Primera llamada: Hitchin, condado de Bertfordshire.
—Bien, tenemos Hitchin… aquí.
Clavó un alfiler en Hitchin.
Zack había hecho ocho llamadas en trece días. Se hallaba a punto de realizar la novena. Brown fue clavando un alfiler en el punto de origen de cada comunicación. Momentos antes de las diez, uno de los dos hombres del FBI que estaban en el puesto de escucha asomó la cabeza por la puerta.
—Acaba de telefonear de nuevo. Amenazando con cortar los dedos a Simon con un cortafrío.
—¡Maldita sea! —rugió Brown—. Ese imbécil de Quinn lo echará todo a rodar. Sabía lo que haría. ¿De dónde ha venido la llamada?
—De un lugar llamado Saffron Walden —informó el joven.
Cuando estuvieron los nueve alfileres en su sitio, Brown trazó un perímetro de la zona que limitaban en una forma irregular, abarcando trozos de cinco condados. Entonces tomó una regla y unió los extremos a sus puntos opuestos del otro lado del dibujo. Aproximadamente en el centro, apareció una red de líneas cruzadas. La punta sudeste era Great Dunmow, Essex; al norte estaba St. Neots, Cambridgeshire, y al oeste Milton Keynes, en Buckinghamshire.
—La zona más densa de las líneas cruzadas está aquí —dijo Brown, señalando con la punta del dedo—, al este de Biggleswade, condado de Bedfordshire. Ninguna llamada desde esa zona. ¿Por qué?
—¿Demasiado cerca de la base? —sugirió uno de los hombres.
—Podría ser, muchacho, podría ser. Miren, quiero que se encarguen de estas dos poblaciones, Biggleswade y Sandy, que son las más próximas al centro geográfico de la red. Vayan allí y visiten a todos los corredores de fincas que tengan oficinas en estas ciudades. Háganse pasar por posibles clientes, en busca de lugares retirados para escribir un libro o algo parecido. Escuchen lo que les digan… Tal vez alguna casa que pronto quedará libre o que habría podido alquilar tres meses atrás si alguien no se les hubiese anticipado. ¿Comprenden?
Todos asintieron con la cabeza.
—¿Debemos comunicárselo a Mr. Seymour? —preguntó Moxon—. Quiero decir que tal vez Scotland Yard ha estado ya en aquellas zonas.
—Yo me encargaré de Mr. Seymour —dijo Brown, en tono tranquilizador—. Él y yo nos entendemos muy bien. Pero es posible que los polis hayan estado allí y que algo se les haya pasado por alto. Tal vez sí, o tal vez no. Lo comprobaremos.
Steve Pyle saludó a Laing, fingiendo su acostumbrada afabilidad.
—Bueno… le he llamado, Andy, porque acabo de recibir de Londres la orden de que los visite usted. Parece que esto podría ser el principio de un avance en su carrera.
—Claro —dijo Laing—. ¿Tiene algo que ver esta orden de Londres con el informe que les envié y que nunca llegó a su destino porque fue interceptado en este despacho?
Pyle dejó de mostrarse afable.
—Está bien. Es usted listo, tal vez demasiado listo. Pero se ha estado metiendo en cosas que no le importan. Traté de avisarle. Pero no, usted tenía que seguir jugando a detective privado. Bien, le seré franco. Soy yo quien le traslada de nuevo a Londres. Aquí no sirve, Laing. No me gusta su trabajo. Va a volver allí. Eso es todo. Tiene siete días para poner sus cosas en orden. Su pasaje ha sido ya reservado. Siete días a partir de ahora.
Si hubiese sido más viejo, más maduro, Andy Laing quizás habría jugado sus cartas con más frialdad. Pero le irritaba que un hombre de la alta situación de Pyle en el Banco pudiese estar robando dinero a sus clientes para enriquecerse. Y tuvo la ingenuidad propia de un joven colérico, la convicción de que triunfaría la Justicia. Se dirigió a la puerta.
—¿Siete días? ¿El tiempo suficiente para que arregle usted las cosas en Londres? No. Volveré allí, sí, pero mañana mismo.
Llegó a tiempo para tomar el último avión de la noche con destino a Djedda. Cuando estuvo allí, fue derecho al Banco. Guardaba su pasaporte en el cajón de arriba de su mesa, junto con otros documentos valiosos; los robos en los apartamentos de los europeos en Djedda eran frecuentes, y el Banco constituía un lugar más seguro. Al menos se presumía que lo era. El pasaporte había desaparecido.
Aquella noche hubo una disputa entre los cuatro secuestradores.
—Bajad vuestras malditas voces —silbó Zack en varias ocasiones—. Baissez les voix, merde.
Sabía que sus hombres estaban llegando al límite de su paciencia. Siempre era peligroso emplear un material humano semejante. Después de segregar tanta adrenalina en el secuestro en las afueras de Oxford, habían permanecido encerrados día y noche en una casa, bebiendo cerveza de latas que él había comprado en las estaciones de servicio de la autopista, manteniéndose ocultos todo el tiempo, oyendo sonar una y otra vez el timbre de la puerta antes de que se marchase al fin el que llamaba. La tensión nerviosa había sido muy fuerte, no eran hombres con recursos mentales suficientes para abstraerse en la lectura o en la reflexión. El corso escuchaba programas pop en francés durante todo el día, intercalados con breves noticiarios. El sudafricano silbaba de modo discordante durante horas y horas, y siempre la misma tonada: Marie Morais. El belga observaba la televisión, de la que no podía entender nada. Lo que más le gustaba eran las películas de dibujos.
La disputa fue por la decisión de Zack de cerrar el trato con el negociador llamado Quinn y terminar el asunto con un rescate de dos millones de dólares.
El corso se oponía y, como los dos hablaban francés, el belga tendía a ponerse de su parte. El sudafricano estaba harto de aquello, quería volver a casa y estaba de acuerdo con Zack. El principal argumento del corso era que podrían aguantar indefinidamente. Zack sabía que esto no era verdad, pero comprendía que existía el riesgo de crear una situación muy peligrosa si les decía que empezaban a perder la chaveta y no serían capaces de aguantar seis días más de tedio e inactividad.
Por consiguiente, trató de infundirles tranquilidad. A fin de apaciguarlos, les dijo que se habían comportado muy bien y que dentro de pocos días serían todos muy ricos. Pensar en aquella cantidad de dinero les calmó, y se sometieron. Zack se alegró de que todo el mundo hubiese terminado sin llegar a las manos. A diferencia de los tres hombres de la casa, su problema no era el tedio sino la tensión. Cada vez que conducía el gran Volvo por las atestadas autopistas, sabía que una comprobación casual por parte de la Policía, un roce con otro coche, un momento de distracción, podía ser causa de que un agente con gorra azul se plantase junto a su ventanilla y se preguntase por qué llevaba peluca y un bigote postizo. Su disfraz podía pasar inadvertido en una calle bulliciosa, pero no a quince o veinte centímetros.
Cada vez que entraba en una de aquellas cabinas telefónicas, tenía miedo de que algo marchase mal, de que localizasen la llamada más de prisa que de costumbre, de que un policía de paisano estuviese a pocos metros de él, escuchando la voz de alarma en su radio personal y dirigiéndose a la cabina. Zack llevaba un arma y sabía que la emplearía para escapar. Si lo hacía, tendría que abandonar el Volvo, siempre aparcado a unos centenares de metros de donde se hallaba, y huir a pie. Incluso algún idiota del público podía tratar de agarrarle. Había llegado a un punto en que, cuando veía a un guardia pasando por las concurridas calles que elegía para sus llamadas telefónicas, se le encogía el estómago.
—Ve a dar la cena al muchacho —dijo al sudafricano.
Simon Cormack llevaba quince días en su celda subterránea, y trece desde que había contestado la pregunta sobre tía Emily y sabido que su padre estaba tratando de sacarle de allí.
Ahora se daba cuenta de lo que era un confinamiento solitario y se preguntaba cómo se podía sobrevivir meses e incluso años en él. Pero en las prisiones occidentales, los reclusos solitarios tenían al menos material para escribir, libros, a veces televisión, algo con que ocupar la mente. Él no disponía de nada. No obstante, era un muchacho duro se hallaba decidido a no venirse abajo.
Hacía ejercicio con regularidad, obligándose a dominar la letargia del prisionero, haciendo flexiones diez veces al día, ejercicio de piernas una docena de veces. Todavía llevaba su ropa deportiva y sabía que debía oler de un modo espantoso. Empleaba con sumo cuidado el cubo que le servía de retrete, para no ensuciar el suelo, y celebraba que lo cambiasen cada dos días.
La comida era casi siempre igual, por lo general frita o fría; pero suficiente. Desde luego, no tenía nada para afeitarse, por lo que mostraba una barba y un bigote incipientes. Le había crecido el cabello y trataba de peinarlo con los dedos. Pidió, y al fin se lo dieron, un cubo de plástico de agua fría y una esponja. Nunca había pensado lo mucho que podía agradecer un hombre la oportunidad de lavarse. Se había desnudado, pasando sus shorts por la cadena del tobillo para que no se mojasen, y se había lavado de pies a cabeza con la esponja, frotándose la piel con fuerza para tenerla limpia. Después de esto, se sintió transformado. Pero no intentó nada para escapar. La cadena era irrompible, y la puerta, sólida y cerrada por fuera con cerrojo. Entre sus ejercicios, trataba de tener ocupada la mente de varias maneras: recitando todas las poesías que podía recordar, simulando dictar su autobiografía a un taquígrafo invisible a fin de poder evocar todo lo que le había pasado en sus veintiún años de vida. Y pensaba en casa, en New Haven, en Nantucket, en Yale y en la Casa Blanca. Pensaba en su madre y en su padre y en cómo estarían. Si al menos pudiese decirles que se encontraba bien, en buena forma, habida cuenta de… Sonaron tres fuertes golpes en la puerta. Cogió su capucha negra y se la puso. La hora de la cena. ¿O era la del desayuno…?
Aquella misma noche, pero después de que Simon Cormack se quedó dormido y mientras Sam Somerville yacía en brazos de Quinn y el magnetófono respiraba frente al enchufe de la pared, a cinco husos horarios al oeste, el comité de la Casa Blanca se reunió a última hora. Aparte de los acostumbrados miembros del Gabinete y jefes de departamento, asistieron también Philip Kelly, del FBI, y David Weintraub, de la CIA.
Oyeron las grabaciones de Zack al telefonear a Quinn, el tono ronco del criminal británico y la voz tranquilizadora del americano tratando de apaciguarle, como habían hecho casi cada día durante una quincena.
Cuando Zack hubo terminado, Hubert Reed estaba pálido de indignación.
—Dios mío —exclamó— un martillo y un cortafrío. Ese hombre es una bestia.
—Sí, lo sabemos —comentó—. Al menos se ha convenido ahora el precio del rescate. Dos millones de dólares. En diamantes. ¿Alguna objeción?
—Ninguna —repuso Jim Donaldson—. El país lo pagará de buen grado, por el hijo del presidente. Sólo me sorprende que se haya tardado dos semanas.
—En realidad, no es mucho tiempo, o al menos así me lo han dicho —dijo el fiscal general, Bill Walters.
Don Edmonds, del FBI, asintió con la cabeza.
—¿Tenemos que escuchar de nuevo el resto, las grabaciones del apartamento? —preguntó el vicepresidente Odell.
Todos contestaron que no.
—Juez, hablemos de lo que Mr. Cramer, el hombre de Scotland Yard, dijo a Quinn. ¿Algún comentario de su gente?
Don Edmonds miró de soslayo a Philips Kelly, pero respondió en nombre del FBI.
—Nuestra gente de Quantico se halla de acuerdo con sus colegas británicos —afirmó—. Ese Zack está ya harto, quiere terminar el asunto, hacer el intercambio. La tensión se revela en su voz; y ésa es la causa de sus amenazas. También se muestran de acuerdo con los analistas de allí en otra cosa. En que Quinn parece haber establecido cierta clase de cautelosa empatía con esa bestia de Zack. Parece que sus esfuerzos, desarrollados durante dos semanas —y miró a Jim Donaldson mientras decía esto—, para mostrarse como el hombre que trata de ayudar a Zack y presentarnos a todos los demás, de aquí y de allí, como los tipos malos que crean problemas, han dado resultado. Zack tiene un poco de confianza en Quinn, pero en nadie más. Esto puede ser crucial en la operación de entrega del muchacho sano y salvo. Al menos es lo que dicen los analistas de la voz y los psiquiatras del comportamiento.
—Dios mío, qué tarea tener que ser amable con una hez como ésa —observó Jim Donaldson con repugnancia.
David Weintraub, que había estado mirando al techo, dirigió los ojos al secretario de Estado. Para mantener a esos políticos en sus cargos, habría podido decir, pero no lo dijo, él y los suyos tenían que tratar a veces con criaturas tan malas como Zack.
—Está bien, amigos —resumió Odell—, seguiremos adelante con el trato. Al fin eso nos corresponde a nosotros; por consiguiente, hagámoslo deprisa. Mi opinión personal es que ese Mr. Quinn ha hecho un buen trabajo. Si podemos recobrar al muchacho sano y salvo, se lo deberemos a él. Ahora pasemos a los diamantes. ¿Dónde vamos a conseguirlos?
—En Nueva York —respondió Weintraub—. Es el centro de diamantes del país.
—Morton, usted es de Nueva York. ¿Tiene algunos contactos discretos a los que pueda acudir de prisa? —preguntó Odell al ex banquero Morton Stannard.
—Por supuesto —contestó—. Cuando yo estaba en el Rockman-Queens teníamos varios clientes muy bien situados en el comercio de diamantes. Y discretísimos… Tienen que serlo. ¿Quiere que me ocupe yo de esto? ¿Qué me dice del dinero?
—El presidente ha insistido en pagar él personalmente el rescate; no quiere que se haga de otra manera —explicó Odell—. Pero no sé por qué tiene que preocuparse por estos detalles. Hubert, ¿puede el Tesoro hacer un préstamo personal al presidente hasta que éste liquide fondos que tiene en depósito?
—No es problema —dijo Hubert Reed—. Tendrá usted el dinero, Morton.
El comité levantó la sesión. Odell tenía que ver al presidente en la Mansión.
—Dese prisa, Morton —dijo—. Quiero que hablemos de esto dentro de dos o tres días. Será estupendo.
En realidad, se necesitarían siete.
Andy Laing no pudo conseguir una entrevista con Mr. Al-Haroun, el director de la sucursal, hasta la mañana siguiente. Pero no perdió la noche.
Mr. Al-Haroun se enfrentó al fin con él, se mostró todo lo amable que puede mostrarse un árabe bien educado delante de un irritado occidental. El asunto le producía un enorme pesar, era sin duda una situación desgraciada cuya solución yacía en la falda del misericordioso Alá; nada le complacería tanto como devolver a Mr. Laing su pasaporte, que había guardado aquella noche a requerimiento específico de Mr. Pyle. Se dirigió a su caja fuerte y extrajo de ella, con sus delgados y morenos dedos, el pasaporte verde de los Estados Unidos. Se lo devolvió a su dueño.
Laing se calmó, le dio las gracias con el más formal y cortés «Ashkurak» y se retiró. Hasta que regresó a su oficina, no se le ocurrió hojear el pasaporte.
En Arabia Saudita, los extranjeros no necesitan sólo un visado de entrada, sino también uno de salida. El suyo, antes válido sin límite de tiempo, había sido cancelado. El sello de la oficina de Control de Inmigración de Djedda era Jedda a todas luces auténtico. Sin duda, se dijo con amargura, Mr. Al-Haroun tenía un amigo en aquella oficina. A fin de cuentas, era así como se hacían las cosas en el país.
Consciente de que no había manera de volver atrás, Andy Laing decidió seguir adelante. Recordó algo que le había dicho en una ocasión el director de Operaciones Mr. Amin.
—Amin, amigo mío, ¿no me comentó una vez que tenía un pariente en el Servicio de Inmigración? —le preguntó.
Amin no vio ninguna trampa en la pregunta.
—Es cierto. Un primo.
—¿En qué oficina se halla destinado?
—Ah, no aquí, amigo mío. Está en Dharram.
Dharram no se encontraba cerca de Djedda, a orillas del Mar Rojo, sino en el extremo este del país, junto al Golfo Pérsico. A última hora de la mañana, Andy Laing llamó por teléfono al señor Zulfiquar Amin, en su despacho de Dharram.
—Soy Steve Pyle, director general del Saudi Arabian Investment Bank —dijo—. En este momento tengo a uno de mis ejecutivos solventando unos negocios en Dharram. Tiene que volar esta noche a Bahrein, para un asunto urgente. Pero hay una gran contrariedad. Me dice que su visado de salida ha caducado. Ya sabe usted lo que se tarda en estas cosas si se llevan por los cauces normales… Me pregunto si, en vista de lo mucho que apreciamos a su primo… Además, Mr. Laing es un hombre muy generoso…
Aprovechando la hora del almuerzo, Andy Laing volvió a su apartamento, hizo sus bártulos y tomó el avión de las tres de la tarde con destino a Dharram. El señor Zulfiquar Amin le estaba esperando. La renovación del visado de salida le costó dos horas de espera y mil riales.
El señor Al-Haroun advirtió la ausencia del director de Crédito y marketing aproximadamente cuanto éste tomó el avión para Dharram. Llamó al aeropuerto de Djedda, pero a la oficina de vuelos internacionales. Allí no había rastro de Mr. Laing. Intrigado, telefoneó a Riad. Pyle preguntó si se podía impedir que Laing tomase cualquier avión, incluso para vuelos nacionales.
—Temo, querido colega, que esto es imposible —dijo el señor Al-Haroun, que no quería decepcionar a nadie—. Pero puedo preguntar a mi amigo si ha salido en algún vuelo nacional.
Laing fue localizado en Dharram en el preciso instante en que cruzaba la frontera del contiguo Emirato de Bahrein. Allí fue fácil tomar un avión de British Airways que hacía escala en el trayecto de Mauricio a Londres. Como Pyle no sabía que había conseguido un nuevo visado de salida, esperó hasta la mañana siguiente, y entonces pidió a la sucursal de un Banco en Dharram que buscasen por toda la ciudad y descubriesen lo que estaba haciendo Laing allí. Lo hicieron durante tres días y no descubrieron nada.
Tres días después de que el secretario de Defensa recibiese el encargo de encontrar los diamantes que exigía Zack, informó al comité de Washington de que la tarea requería más tiempo del previsto. Tenía el dinero a su disposición; éste no era el problema.
—Miren ustedes —dijo a sus colegas—, yo no entiendo nada de diamantes. Pero mis contactos en el gremio, y poseo tres, todos muy discretos y comprensivos, me dicen que el número de piedras necesarias es muy considerable. El secuestrador ha pedido diamantes «mezclados» de un quinto a medio quilate, y de mediana calidad. Estas piedras según me han dicho, valen entre doscientos cincuenta y trescientos dólares el quilate. Para mayor seguridad, calculen el precio de doscientos cincuenta dólares. Estamos pues hablando de unos ocho mil quilates.
—¿Y cuál es el problema? —preguntó Odell.
—El tiempo —dijo Morton Stannard—. A un quinto de quilate por piedra, esto significaría cuarenta mil. A medio quilate, dieciséis mil piedras. Con una mezcla de diferentes pesos, digamos veinticinco mil piedras. Es mucho para recogerlo tan de prisa. Tres hombres están comprando furiosamente, al tiempo que tratan de no armar ruido.
—¿Cuánto se tardará aún en conseguir que estén listas para el envío? —preguntó Brad Johnson.
—Otro día, tal vez dos —dijo el secretario de Defensa.
—Haga todo lo que pueda, Morton —gruñó Odell—. Se ha cerrado el trato. No podemos dejar que ese chico y su padre esperen mucho más tiempo.
—En el momento en que estén en una bolsa, pesados y autentificados, los tendrá usted —prometió Stannard.
A la mañana siguiente, Kevin Brown recibió en la Embajada la llamada de uno de sus hombres.
—Puede que hayamos dado con una pista, jefe —informó el agente, de modo liso y llano.
—No diga más por teléfono, muchacho. Venga aquí ahora mismo. Dígamelo a la cara.
El agente estaba en Londres al mediodía. Lo que tenía que comunicar era más que interesante.
Al este de las poblaciones de Biggleswade y Sandy, ambas situadas en la autopista A-1 de Londres hacia el norte, el condado de Bedfordshire linda con el de Cambridgeshire. La zona está cruzada solamente por carreteras de segundo orden y caminos vecinales, no tiene poblaciones grandes y está principalmente dedicada a la población agrícola. En el sector próximo al lindero del condado no hay más que unos pocos pueblos con antiguos nombres ingleses, como Potton, Tadlow, Wrestlingworth y Gamlingay.
Entre dos de estos pueblos y en lugar aislado, se encuentra una vieja casa de campo, destruida en parte por el fuego, pero que conserva un ala amueblada y habitable. Está en un valle no profundo y conduce a ella un estrecho camino.
El agente había descubierto que, dos meses antes, la casa había sido alquilada por un pequeño grupo de presuntos «bohemios rústicos» que decían que querían volver a la naturaleza, llevar una vida sencilla y confeccionar cacharros de barro y cestas de mimbre.
—La cuestión es —dijo el agente— que disponían de dinero en efectivo para el alquiler; no parecen vender muchos cacharros; pero tienen dos jeeps que se hallan en los graneros. Y no tratan con nadie.
—¿Cuál es el nombre de esta casa? —preguntó Brown.
—Green Meadow Farm, jefe.
—Muy bien tendremos luz de día suficiente si no perdemos tiempo. Iremos a echar un vistazo a Green Meadow Farm.
Quedaban dos horas de luz solar cuando Kevin y Brown, acompañados por el agente aparcaron su coche en la entrada de un camino e hicieron el resto a pie. Guiados por el policía que había hecho el descubrimiento, se acercaron con suma precaución, empleando los árboles para resguardarse, hasta que salieron de la arboleda sobre el valle. Desde allí se arrastraron diez metros hasta el borde de una elevación y miraron hacia abajo. La casa de campo estaba debajo de ellos, negra la parte dañada por el fuego, a la luz de la tarde de otoño, y el débil resplandor de una lámpara de petróleo brotando de una ventana de la otra ala.
Mientras observaban, un hombre corpulento salió de la casa y se dirigió a uno de los tres graneros. Pasó diez minutos allí y después volvió a la vivienda. Brown observó el complejo de edificaciones con unos gemelos de gran alcance. Por el camino a su izquierda llegó un potente vehículo japonés todo terreno. Aparcó delante de la granja y un hombre se apeó de él. Miró cauteloso a su alrededor, observando el borde del valle por sí había algún movimiento. No descubrió ninguno.
—¡Maldición! —exclamó Brown—. Cabellos rojizos, gafas.
El conductor del jeep entró en la casa y, al cabo de unos segundos salió con el hombre corpulento. Esta vez llevaban consigo un gran Rottweiler. La pareja entró en el mismo granero, pasó allí diez minutos y salió. El hombre corpulento fue a guardar el jeep en otro granero y cerró la puerta.
—Cacharros rústicos. ¡Y un cuerno! —dijo Brown—. Hay algo o alguien en ese maldito granero. Apuesto diez contra cinco a que es un joven.
Volvieron atrás y se resguardaron en la arboleda. Caía la tarde.
—Coja la manta del portaequipajes —indicó Brown— y quédese aquí. Vigilará durante toda la noche. Yo volveré con el equipo antes de que salga el sol… si es que sale el sol alguna vez en este maldito país.
Al otro lado del valle, estirado sobre una rama de un roble gigantesco, un hombre con uniforme de camuflaje permanecía inmóvil. También él tenía unos gemelos potentes, con los cuales había observado desde su posición los movimientos entre los árboles del lado opuesto. Cuando Kevin Brown y su agente se retiraron del borde de la tierra alta y se introdujeron en el bosque, sacó una pequeña radio del bolsillo y habló en voz baja y tono apremiante durante varios segundos. Era el veintiocho de octubre. Habían transcurrido diecinueve días desde que Simon Cormack fue secuestrado, y diecisiete después de la primera llamada de Zack al apartamento de Kensington.
Aquella tarde telefoneó de nuevo, confundiéndose con las apresuradas multitudes de Luton.
—¿Qué diablos sucede, Quinn? Han pasado tres días.
—Tómelo con calma, Zack. Es por los diamantes. En esto nos pilló desprevenidos, viejo amigo. Se necesitaba tiempo para reunir esta clase de mercancía. Se lo dije a los de Washington, con duras palabras. Se están dando toda la prisa que pueden, pero caray, Zack, veinticinco mil piedras, todas buenas y sin dejar rastro… se necesita un poco de…
—Sí. Bueno, dígales tan sólo que les doy dos días más y que, en otro caso, recibirán a su muchacho dentro de un saco. Dígaselo.
Colgó. Los expertos diagnosticaron más tarde que tenía los nervios muy alterados. Estaba llegando al punto en que podía sentir la tentación de hacer daño el chico, a causa de su frustración, o porque pensara que le estaban engañando de alguna manera.
Kevin Brown y su equipo eran buenos y estaban bien armados. Avanzaron, formando cuatro parejas, en las únicas cuatro direcciones desde las que podían atacar la casa de campo. Dos hombres lo hicieron por la otra orilla del camino, saltando de mata en mata. Las otras tres parejas descendieron desde el bosque y por los campos inclinados, en completo silencio. Era esa hora, justo antes del amanecer, en que la luz es más engañosa, en que el ánimo de la presa está en su punto más bajo; la hora del cazador.
La sorpresa fue total. Chuck Moxon y su compañero tomaron el granero sospechoso. Moxon hizo saltar el candado; su compañero entró rondando y poniéndose en pie sobre el suelo polvoriento del granero, con la pistola en la mano. Aparte de un generador de petróleo, de algo parecido a un horno y de un banco lleno de objetos de cristal de los que se emplean en química, allí no había nada. Brown y los otros seis hombres, que tomaron la casa de campo, tuvieron más suerte. Dos parejas entraron por las ventanas, rompiendo los cristales y los marcos, se pusieron en pie sin detenerse y subieron corriendo la escalera hacia los dormitorios.
Brown y la pareja restante entraron por la puerta. La cerradura saltó al primer golpe de almádena.
Al calor de las ascuas de la chimenea de la larga cocina, el hombre corpulento había estado durmiendo en su sillón. Su trabajo era vigilar durante toda la noche, pero el aburrimiento y el cansancio hicieron presa en él. Al oír el estallido de la puerta, se levantó de un salto y se fue a agarrar una escopeta del calibre doce que se encontraba sobre la mesa de pino. Casi lo consiguió. Pero el grito de «¡Quieto!» desde la puerta y la visión de un hombrón que le apuntaba directamente al pecho con una Colt del cuarenta y cinco hicieron que se detuviese en seco. Escupió y levantó despacio las dos manos.
Arriba, el pelirrojo estaba en la cama con la única mujer del grupo. Ambos se despertaron al romperse abajo las ventanas y la puerta. Ella chilló; él corrió hacia la puerta del dormitorio y se encontró con el primer hombre de FBI en el rellano. Estaban demasiado cerca el uno del otro para poder emplear armas de fuego; ambos rodaron juntos por el suelo en la oscuridad y lucharon hasta que otro americano pudo distinguir quién era cada uno y golpear al pelirrojo en la cabeza con la culata de su Colt.
El cuarto miembro del grupo de la casa de campo fue sacado de su dormitorio, pestañeando, unos segundos más tarde; era un joven flaco de cabellos lacios. Todos los del FBI llevaban linternas en los cinturones. Tardaron dos minutos más en examinar los otros dos dormitorios y comprobar que sólo había allí cuatro personas. Kevin Brown hizo que les metiesen a todos en la cocina cuyas lámparas fueron encendidas. Los observó con asco.
—Bueno. ¿Dónde está el muchacho? —preguntó.
Uno de sus hombres miró por la ventana.
—Jefe, tenemos compañía.
Unos cincuenta hombres estaban descendiendo al valle y dirigiéndose a la casa de campo desde todos los lados. Llevaban botas altas y vestían de azul. Una docena de ellos tiraban de la correa de otros tantos perros alsacianos. En una de las dependencias exteriores, el Rotweiler rugió furioso ante aquella intrusión. Un Range Rover blanco con distintivos azules llegó dando saltos por el camino y se detuvo a diez metros de la puerta rota. Un hombre de edad mediana, que lucía uniforme azul con botones de plata y condecoraciones, y gorra con galones, se apeó del vehículo. Penetró en el zaguán sin decir palabra, entró en la cocina y miró a los cuatro prisioneros.
—Bueno, se los entregamos —dijo Brown—. Él está en alguna parte. Y esos malvados saben dónde.
—Exactamente, ¿quiénes son ustedes? —inquirió el hombre de azul.
—Sí, claro.
Kevin Brown sacó su tarjeta del FBI. El inglés la miró con atención y se la devolvió.
—Mire usted —dijo Brown—, lo que hemos hecho…
—Lo que ha hecho usted, Mr. Brown —dijo el jefe de Policía de Bedfordshire con furia contenida—, es dar al traste con la mayor operación contra la droga que se estaba realizando en este condado y que, según temo, nunca podremos ya llevar a cabo. Esa gente son traficantes de ínfimo nivel y un químico. El pez gordo y la mercancía se estaban esperando de un día para otro. Y ahora, ¿tendrán la bondad de volver a Londres?
A aquella hora, Steve Pyle estaba con el señor Al-Haroun en el despacho de éste en Djedda, después de volar a la costa a consecuencia de una inquietante llamada telefónica.
—¿Qué se llevó en concreto? —preguntó por cuarta vez.
Al-Haroun se encogió de hombros. Estos americanos eran todavía peores que los europeos. Siempre tenían prisa.
—Ah, yo no soy experto en esas máquinas —dijo—; pero mi vigilante nocturno dice que…
Se volvió al vigilante nocturno saudita y le habló en árabe. El hombre respondió, extendiendo los brazos para indicar la dimensión de algo.
—Dice que, cuando yo devolví a Mr. Laing su pasaporte, debidamente alterado, el joven pasó la mayor parte de aquella misma noche en la sala de ordenadores y se marchó antes del amanecer con una gran cantidad de papel impreso. Acudió al trabajo a la hora normal, pero sin los papeles.
Steve Pyle regresó a Riad muy preocupado. Ayudar a su Gobierno y a su país era una cosa, pero sin que se manifestase en una investigación de la contabilidad. Pidió una reunión urgente con el coronel Easterhouse.
El arabista le escuchó muy tranquilo y asintió varias veces con la cabeza.
—¿Cree usted que ha llegado a Londres? —preguntó.
—No sé cómo lo habrá hecho; pero ¿en qué otro sitio podría estar?
—¡Hum! ¿Podría examinar su ordenador central durante un rato?
El coronel pasó cuatro horas en la consola del principal ordenador de Riad. No era un trabajo difícil, ya que disponía de todas las claves de acceso. Cuando terminó, todos los registros computadorizados habían sido borrados y creados otros nuevos.
Nigel Cramer recibió el primer informe por teléfono desde Bedford a media mañana, mucho antes de que llegase la relación escrita. Cuando telefoneó a Patrick Seymour en la Embajada, estaba enfurecido. Brown y su equipo se hallaban todavía en la carretera del sur.
—Patrick, siempre hemos sostenido una magnífica relación, pero esto es intolerable. ¿Quién diablos se imagina él que es? ¿Dónde cree que está?
Seymour se hallaba en una posición insostenible. Llevaba tres años fomentando una excelente colaboración entre el FBI y el Yard, que había heredado de Darrel Mills. Asistió a cursos en Inglaterra y organizó visitas de los altos oficiales de la Policía Metropolitana al edificio Hoover, para formar esas relaciones que, en una crisis, pueden ahorrar montañas de papel.
—¿Qué hacía en la granja?
Cramer se calmó y se lo dijo. El Yard había recibido hacía meses el soplo de que se estaba montando en Inglaterra una nueva y muy importante operación sobre drogas. Después de una paciente investigación se logró identificar aquella granja como su base. Hombres de la Brigada Secreta de su Departamento habían estado vigilando semana tras semana, en relación con la Policía de Bedford. El hombre al que buscaban era un magnate de la heroína nacido en Nueva Zelanda y reclamado por doce países, pero resbaladizo como una anguila. La buena noticia era que se esperaba que se mostrase con un gran cargamento de coca para su manipulación y subsiguiente reparto; la mala noticia era que ya no se acercaría a aquel lugar.
—Lo siento, Patrick, pero no tendré más remedio que pedir al ministro del Interior que haga que Washington le ordene volver a casa.
—Bueno, si tiene que hacerlo, hágalo —dijo Seymour.
Hágalo, pensó, mientras colgaba el teléfono.
Cramer tenía otra tarea que desempeñar, todavía más urgente. La de impedir que la historia apareciese en los periódicos, en la radio o en la televisión. Aquella mañana necesitaba pedir una enorme dosis de buena voluntad a los propietarios y directores de los medios de comunicación.
El comité de Washington recibió el informe de Seymour a las siete de la mañana, en su primera reunión del día.
—Bueno, descubrió una buena pista y la siguió —protestó Philip Kelly.
Don Edmonds le dirigió una mirada de advertencia.
—Debió haber colaborado con Scotland Yard —dijo el secretario de Estado, Jim Donaldson—. En este momento no podemos enturbiar las relaciones con las autoridades británicas. ¿Qué voy a decirle a Sir Harry Marriott cuando solicite la destitución de Brown?
—Escuche —titubeó el secretario del Tesoro, Reed—, ¿por qué no proponemos un compromiso? Brown se excedió en su celo, y lo lamentamos. Pero creemos que Quinn y los ingleses conseguirán pronto la liberación de Simon Cormack. Cuando esto ocurra, necesitaremos un grupo fuerte para escoltar al muchacho de vuelta a casa. Brown y su equipo deberían disponer de una prórroga de unos pocos días para realizar esta misión. ¿Tal vez hasta el fin de esta semana?
Donaldson asintió con la cabeza.
—Si, Sir Harry podría aceptarlo. A propósito, ¿cómo está el presidente?
—Animado —informó Odell—. Casi optimista. Le dije hace una hora que Quinn había obtenido otra prueba de que Simon está vivo y por lo visto bien; ha sido la sexta vez que Quinn ha hecho que los secuestradores lo demostrasen. ¿Y qué hay de los diamantes, Morton?
—Los tendré al anochecer —repuso Morton Stannard.
—Que un avión rápido esté preparado y esperando —ordenó el vicepresidente Odell.
El secretario de Defensa, Stannard, asintió con la cabeza y tomó una nota.
Andy Laing consiguió al fin entrevistarse con el interventor después de la hora del almuerzo. El hombre era también americano y había estado recorriendo las sucursales europeas durante los últimos tres años.
Escuchó con gesto grave y creciente consternación lo que el joven ejecutivo de Djedda tenía que decirle. Después revisó con ojos rápidos las hojas de ordenador extendidas sobre su mesa. Cuando terminó, se echó atrás en su sillón, hinchó las mejillas y sopló ruidosamente.
—Por Dios que son unas acusaciones muy graves. Y sí, parecen tener fundamento. ¿Dónde se aloja usted en Londres?
—Todavía tengo un apartamento en Chelsea —dijo Laing—. He estado allí desde mi llegada. Por suerte, las personas a quienes lo tenía arrendado se trasladaron hace dos semanas.
El interventor anotó la dirección y el número de teléfono.
—Tendré que consultar con el director general de aquí y tal vez con el presidente en Nueva York, antes de echarle esto en cara a Steve Pyle. Permanezca cerca del teléfono durante un par de días.
Lo que ninguno de los dos sabía era que el correo de la mañana procedente de Riad contenía una carta confidencial de Steve Pyle al director general en Londres de Operaciones de Ultramar.
La Prensa británica hizo honor a su palabra; pero Radio Luxemburgo tiene su sede en París y la noticia de un jaleo importante entre sus vecinos anglosajones del oeste era demasiado buena para los oyentes franceses y no podían pasarla por alto.
Nunca se supo de dónde vino el chivatazo, salvo que había sido dado por teléfono y por una voz anónima. Pero la oficina en Londres lo investigó y confirmó que el secreto observado por la Policía de Bedford daba credibilidad a la historia. Fue radiada aquel mismo día en el noticiario de las cuatro.
Casi nadie lo oyó en Inglaterra, pero sí el corso. Silbó, sorprendido, y fue en busca de Zack. El inglés lo escuchó con atención, hizo varias preguntas en francés y palideció de cólera.
Quinn lo sabía ya, y esto fue una suerte porque tuvo tiempo de preparar la respuesta si le llamaba Zack. Así lo hizo, justo después de las siete de la tarde y en un ataque de furor.
—Bastardo embustero. Dijo que no habría payasadas de cowboy por parte de la Policía ni de nadie más. Me mintió…
Quinn protestó diciendo que no sabía de qué le hablaba Zack; habría sonado a falso saber todos los detalles sin un recordatorio. Zack se lo dijo en tres irritadas frases.
—Pero eso no tiene nada que ver con usted —le gritó Quinn—. Los franchutes lo entendieron mal, como de costumbre. Fue una operación sobre drogas lo que falló. Ya conoce usted a esos tipos de la Brigada Antidroga: ellos lo hicieron. No les estaban buscando a ustedes, buscaban cocaína. Hace una hora que ha venido aquí un hombre de Scotland Yard, y echaba chispas. Por el amor de Dios, Zack, ya conoce usted los medios de comunicación. Si les diéramos crédito, Simon ha sido visto en ochocientos lugares diferentes y ustedes han sido apresados cincuenta veces…
Era aceptable. Quinn contaba con que Zack había pasado tres semanas leyendo montones de tonterías en los periódicos sensacionalistas y que sentía un profundo desprecio por la Prensa. En efecto, el secuestrador se calmó. Estaba en una cabina de la estación de autobuses de Linslade y se agotaba el tiempo de hablar por teléfono.
—Será mejor que no sea verdad, Quinn. Será mejor —advirtió. Y colgó.
Sam Somerville y Duncan McCrea estaban pálidos de miedo cuando terminó la conversación telefónica.
—¿Dónde están esos malditos diamantes? —preguntó Sam.
Pero aún no había llegado lo peor. Como la mayoría de los países, Inglaterra tiene una serie de programas de radio a la hora del desayuno, una mezcla de palique intrascendente por parte del artista invitado, música pop, noticias breves y trivialidades por teléfono. Las noticias son recortes de última hora arrancados de los teletipos, a los que dan forma jóvenes redactores y se ponen ante las narices del presentador. El ritmo de los programas es tal que las cuidadosas y repetidas comprobaciones realizadas por los reporteros investigadores de la «artillería pesada» del domingo brillan por su ausencia.
Cuando un americano telefoneó a la atareada mesa de noticias del programa Good Morning de City Radio, la llamada fue recibida por una joven aprendiza, la cual confesó después entre lágrimas que no había puesto en duda la afirmación de su interlocutor de que era el consejero de Prensa de la Embajada de los Estados Unidos y que tenía que darle una primicia auténtica. Ésta fue leída en tono excitado por el conductor del programa setenta segundos más tarde.
Nigel Cramer no lo oyó, pero sí su hija adolescente.
—Papá —gritó ésta desde la cocina—, ¿vas a detenerlos hoy?
—¿Detener a quién? —preguntó su padre, que se estaba poniendo el abrigo en el recibidor.
Su coche oficial esperaba junto a la acera.
—A los secuestradores… ya sabes.
—Lo dudo. ¿Por qué lo preguntas?
—Lo ha dicho la radio.
Cramer sintió como un fuerte golpe en el estómago. Volvió atrás y entró en la cocina. Su hija estaba untando mantequilla en una tostada.
—¿Qué ha dicho exactamente la radio? —preguntó con voz muy tensa.
Ella se lo refirió. Que la liberación de Simon Cormack mediante rescate estaba señalada para aquel día y que las autoridades confiaban en poder detener a los secuestradores. Cramer salió corriendo, subió a su coche, cogió el teléfono del tablero y empezó a hacer una serie de frenéticas llamadas en cuanto el automóvil hubo arrancado.
Era demasiado tarde. Zack no había oído el programa, pero sí lo oyó el sudafricano.