El secuestrador no volvió a llamar hasta las seis de la tarde. Mientras tanto, Sam Somerville y Duncan McCrea contemplaban el teléfono directo casi sin cesar, rezando para que aquel hombre, fuese quien fuese, volviera a llamar y no cortase la comunicación.
Sólo Quinn parecía ser capaz de relajarse. Estaba tumbado en el sofá del cuarto de estar, sin zapatos, leyendo un libro.
—La Anábasis de Jenofonte —informó Sam en voz baja, por el teléfono de su habitación—. Lo trajo de España.
—Nunca había oído hablar de él —refunfuñó Brown en el sótano de la Embajada.
—Es sobre táctica militar —dijo, solícito, Seymour—, y su autor fue un general griego.
Brown gruñó. Sabía que los griegos eran miembros de la OTAN. Pero casi nada más.
La Policía británica estaba mucho más atareada. Dos cabinas telefónicas, una de ellas en Hitchin, pequeña y bonita ciudad provinciana del extremo norte de Hertfordshire, y la otra en la grande y nueva urbanización de Milton Keynes, fueron visitadas por hombres discretos de Scotland Yard en busca de huellas dactilares. Las había a docenas; pero, aunque ellos no lo sabían, ninguna de ellas correspondía al secuestrador, el cual había llevado guantes de goma de color carne.
También se hicieron discretas investigaciones en la vecindad de ambas cabinas, para descubrir si algún testigo había visto que eran utilizados en los instantes específicos en que se hicieron las llamadas. Nadie lo había advertido con tanta precisión. Ambas cabinas se hallaban en hileras de tres o cuatro, y todas en constante uso. Además, los dos lugares habían estado llenos de gente a aquellas horas. Cramer gruñó.
—Llama en los momentos punta. Por la mañana y a la hora del almuerzo.
Las grabaciones de su voz fueron llevadas a un profesor de filología, experto en estilos de lenguaje y en la procedencia de los acentos, pero había sido Quinn quien había hablado más y el académico meneó la cabeza.
—Cubre el micrófono con varias capas de papel de seda o con un paño fino —dijo—. Un procedimiento tosco, pero muy eficaz. No engañaría a los oscilógrafos; pero yo, como las máquinas, necesito más material para discernir las formas de lenguaje.
El comandante Williams le prometió traerle más material cuando el hombre telefonease de nuevo. Durante el día, seis casas fueron sometidas a disimulada vigilancia. Una se hallaba en Londres, las otras cinco en los Home Counties. Todas estaban alquiladas por contratos de seis meses. Al anochecer, dos de ellas habían sido eliminadas; en una de ellas vivía un alto empleado de Banca francés, casado y con dos hijos, y que trabajaba legítimamente para la sucursal en Londres de la Société Generale. La otra era ocupada por un profesor alemán que hacía trabajo de investigación para el British Museum.
Al terminar la semana, las otras cuatro quedarían también descartadas; pero el mercado inmobiliario no cesaba de proporcionar más viviendas «posibles». Todas ellas serían investigadas.
—Si los delincuentes han comprado una casa —dijo Cramer al comité COBRA— o tomado una prestada de un propietario de buena fe, temo que la tarea será imposible. En el segundo caso, no habría el menor rastro; en el primero, dada la cantidad de compras de inmuebles en el South East en un año, agotaríamos nuestros recursos durante meses sin fin.
En privado, Nigel Cramer compartía la opinión de Quinn (la cual había oído en cinta magnetofónica) de que el hombre que telefoneaba parecía un delincuente profesional más que un terrorista político. Sin embargo, la búsqueda entre ambas clases de delincuentes continuaba, y proseguiría hasta que terminase el caso. Aunque los secuestradores fuesen criminales del hampa, podían haber adquirido su metralleta checa de un grupo terrorista. A veces, los dos mundos se entendían.
Si la Policía británica estaba abrumada de trabajo, el problema para el equipo americano del sótano de la Embajada era, por el contrario, la ociosidad. Kevin Brown paseaba arriba y abajo como un león enjaulado. Cuatro de sus hombres estaban en sus literas y los otros cuatro observaban la lámpara que se encendería cuando se emplease el teléfono privado del apartamento de Kensington, cuyo número conocía ahora el secuestrador. La luz se encendió a las seis y dos minutos.
Para sorpresa de todos, Quinn dejó sonar cuatro veces el timbre del teléfono. Después, levantó el aparato y fue el primero en hablar.
—Hola. Me alegro de que haya llamado.
—Como le dije, si quieren que Simon Cormack regrese vivo tendrán que pagarlo.
Era la misma voz, grave, brusca, gutural y apagada por el papel de seda.
—Esta bien, hablemos —accedió Quinn en tono amistoso—. Yo me llamo Quinn. Simplemente Quinn. ¿Puede darme usted su nombre?
—Váyase al diablo.
—Vamos, no quiero decir el nombre verdadero. Ni usted ni yo somos tontos. Cualquier nombre. Sólo para que pueda decirle «Hola, Smith, o Jones…»
—Zack —dijo la voz.
—¿Zeta, a, ce, ca,? De acuerdo. Escuche Zack, tiene que limitar sus llamadas a veinte segundos, ¿eh? Yo no soy un mago. Los espías están escuchando y siguiendo el rastro. Vuelva a llamarme dentro de un par de horas y hablaremos de nuevo. ¿De acuerdo?
—Sí —dijo Zack, y colgó el teléfono.
Los brujos de la central de Kensington habían localizado la llamada en siete segundos. Otra cabina pública, esta vez en el centro de Great Dunmow, condado de Essex, catorce kilómetros al oeste de la autopista M-11 de Londres a Cambridge. Como las otras dos poblaciones, al norte de Londres. Una pequeña ciudad con una pequeña Comisaría de Policía. El agente de paisano llegó al grupo de tres cabinas ochenta segundos después de que se cortase la comunicación. Demasiado tarde. A aquella hora, en que cerraban las tiendas y se abrían los pubs, había por allí un remolino de gente, pero nadie que pareciese ocultarse o que llevase una peluca rojiza, bigote y gafas oscuras. Zack había elegido la tercera hora punta diaria, el atardecer, cuando empieza a oscurecer pero todavía hay algo de claridad, pues las cabinas telefónicas se iluminan por dentro durante la noche.
En el sótano de la Embajada, Kevin Brown estalló.
—¿De parte de quién está este maldito Quinn? —preguntó—. Trata a ese bastardo con guante blanco.
Sus cuatro agentes asintieron al unísono.
En Kensington, Sam y Duncan McCrea casi se preguntaron lo mismo. Quinn se tumbó de nuevo en el sofá, se encogió de hombros y volvió a su libro. A diferencia de los recién llegados, sabía que tenía que hacer dos cosas: Tratar de penetrar la mente de su interlocutor y procurar ganarse la confianza del bruto.
Intuía ya que Zack no era tonto. Hasta ahora no había cometido errores, o a estas horas le habrían pillado. Por consiguiente debía saber que sus llamadas serían intervenidas y localizadas. Quinn no le había dicho ninguna cosa que no supiese ya. Aconsejarle la manera de mantenerse a salvo no le enseñaría nada que Zack no hubiese hecho por su cuenta.
Lo que estaba haciendo no era más que tender un puente, por muy repugnante que fuese esta tarea; colocando los primeros ladrillos de una relación con un asesino que, al menos así lo esperaba, llegaría a creer, sin darse cuenta, que Quinn y él tenían un mismo objetivo, un intercambio, y que las autoridades eran realmente los hombres malos.
De sus años en Inglaterra, sabía Quinn que el acento americano puede sonar a los oídos británicos como el más amable del mundo. Algo que tiene que ver con su manera de arrastrar las palabras. Más cordial que la seca voz inglesa. Había acentuado una pizca aquel tono. Era vital dar a Zack la impresión de que no le «rebajaba», ni se burlaba de él en modo alguno. También era vital que no se le escapase nada que pudiese revelar lo mucho que aborrecía al hombre que estaba crucificando a un padre y a una madre a cinco mil kilómetros de distancia. Y tan persuasivo era que engañó a Kevin Brown.
Pero no a Cramer.
—Ojalá hubiese hecho que ese bastardo hablase un rato más —dijo el comandante Williams—. Uno de nuestros colegas provincianos habría podido verlo o descubrir su coche.
Cramer meneó la cabeza.
—Todavía no —dijo—. Nuestro problema es que los detectives de las pequeñas Comisarías de los condados no están adiestrados para seguir a la gente. Quinn tratará de alargar las conversaciones más adelante, esperando que Zack no lo advierta.
Zack no llamó aquella noche; no lo hizo hasta la mañana siguiente.
Andy Laing se tomó el día libre y voló a Riad por una línea interior saudita. Allí pidió, y se lo concedieron, ser recibido por el director general Steve Pyle.
El bloque de oficinas de SAIB en la capital saudita era muy diferente de la fortaleza de la Legión Extranjera de Djedda. El Banco había gastado allí bastante dinero, construyendo una torre coloreada de mármol, piedra arenisca y granito pulido. Laing cruzó el vasto atrio central a nivel del suelo. Lo único que se escuchaba en él era el resonar de sus tacones sobre el mármol y el murmullo de los chorros de las fuentes refrescantes.
Incluso a mediados de octubre hacía un sofocante calor fuera; pero el patio era como un jardín en primavera. Después de treinta minutos de espera, Laing fue conducido al despacho del director general en el piso más alto, una suite tan lujosa que incluso el presidente de Rockman-Queens, en una rápida visita efectuada seis meses antes, había reconocido que superaba a su propio ático en Nueva York.
Steve Pyle era un ejecutivo corpulento y fanfarrón, que alardeaba de tratar de un modo paternalista a su personal más joven de todas las nacionalidades. Su tez ligeramente colorada indicaba que, si bien el reino de Arabia Saudita podía ser «abstemio» en cuanto se refería al pueblo, su propio mueble bar no carecía de nada.
Saludó a Laing con cordialidad, pero con cierta sorpresa.
—Mr. Al-Haroun no me advirtió que iba usted a venir, Andy —dijo—. Si lo hubiese sabido, habría enviado un coche a buscarle al aeropuerto.
Mr. Al-Haroun era el director de la sucursal de Djedda, el jefe saudita de Laing.
—No se lo dije, señor. Sólo me tomé un día de permiso. Creo que allí tenemos un problema, y quiero someterlo a su consideración.
—Andy, Andy, llámeme Steve. ¿De acuerdo? Me alegro de que haya venido. Y ahora, ¿cuál es el problema?
Laing no traía las hojas del ordenador: si alguien de Djedda estaba comprometido en el fraude, el hecho de llevarse los papeles le habría puesto sobre aviso. Pero había tomado numerosas notas. Pasó una hora explicando a Pyle lo que había descubierto.
—No puede ser mera coincidencia, Steve —arguyó—. Estas cifras no pueden tener explicación, a menos que signifiquen una defraudación de gran importancia.
La campechanía de Pyle se había ido extinguiendo a medida que Laing explicaba la difícil situación. Habían estado sentados en los hundidos sillones de cuero español alrededor de la baja mesa de café de hierro forjado. Pyle se levantó y se dirigió a la pared de cristal ahumado, que ofrecía una vista espectacular del desierto en muchos kilómetros a la redonda. Por último se volvió y se acercó de nuevo a la mesa. Había recobrado su amplia sonrisa y tendía una mano.
—Andy, es usted un joven muy observador. Muy inteligente. Y fiel. Le agradezco que haya venido a plantearme este… problema. —Acompañó a Laing hasta la puerta—. Ahora quiero que deje esto en mis manos. No vuelva a pensar en ello. Lo llevaré yo personalmente. Créame si le digo que llegará usted muy lejos.
Andy Laing salió del edificio del Banco y regresó a Djedda rebosante de orgullo. Había hecho lo que debía. El director general pondría fin a la estafa. Cuando se hubo marchado, Steve Pyle tamborileó con los dedos sobre la mesa durante varios minutos. Después, hizo una sola llamada telefónica.
Zack realizo su cuarta llamada, segunda por la línea privada, a las nueve menos cuarto de la mañana. Fue localizada en Royston, en el norte de Hertfordshire, en el límite del condado con Cambridge. El agente de policía que llegó allí dos minutos más tarde lo hizo con noventa segundos de retraso. Y no había huellas dactilares.
—Quinn, lo diré en pocas palabras. Quiero cinco millones de dólares, y pronto. Billetes pequeños y usados.
—Caray, Zack, eso es un gran montón. ¿Sabe lo que pesaría?
Una pausa. Zack se quedó perplejo porque no esperaba la referencia al peso del dinero.
—Esto es todo, Quinn. No discuta. Si intenta algún truco, le enviaré un par de dedos como aviso.
En Kensington, McCrea sintió náuseas y se dirigió al cuarto de baño. En el camino, tropezó con una mesa de café.
—¿Quién está con usted? —gritó Zack.
—Un entrometido —dijo Quinn—. Ya sabe lo que pasa en estos casos. Esos imbéciles no van a dejarme en paz, ¿no cree?
—Insisto en lo que le he dicho.
—Vamos, Zack, eso no hace falta. Ambos somos profesionales, ¿no? Dejemos las cosas como están, ¿eh? Hacemos lo que tenemos que hacer, ni más ni menos. Se ha agotado el tiempo, cuelgue el aparato.
—Consiga el dinero, Quinn.
—Esto tengo que solucionarlo con el padre del chico. Vuelva a llamarme dentro de veinticuatro horas. A propósito, ¿cómo está el muchacho?
—Muy bien. Hasta ahora.
Zack colgó y salió de la cabina. Había mantenido la comunicación durante treinta y un segundos. Quinn colgó el auricular. McCrea volvió a la habitación.
—Si vuelve usted a hacer esto —dijo suavemente Quinn—, los echaré a los dos de aquí, y que se jodan la CIA y el FBI.
McCrea estaba tan avergonzado que parecía que iba a echarse a llorar.
En el sótano de la Embajada, Brown miró a Collins.
—Su hombre lo ha estropeado —dijo—. ¿Qué ha sido ese ruido en la línea?
Sin esperar respuesta llamó por la línea directa del sótano al apartamento. Sam Somerville se puso al aparato y explicó la amenaza de los dedos cortados y el choque de la rodilla de McCrea con la mesita de café. Cuando colgó, le preguntó Quinn:
—¿Quién era?
—Mr. Brown —dijo ella muy seria—. Mr. Kevin Brown.
—¿Quién es? —preguntó Quinn.
Sam miró a las paredes, con actitud nerviosa.
—El subdirector delegado de la División C.I. del FBI —dijo sin abandonar el tono respetuoso sabiendo que Brown estaba escuchando.
Quinn hizo un ademán de irritación. Sam se encogió de hombros.
Al mediodía se celebró una conferencia en el apartamento. Se suponía que Zack no volvería a telefonear hasta la mañana siguiente, lo cual daba tiempo a los americanos para reflexionar acerca de su exigencia.
Acudió Kevin Brown, con Collins y Seymour. Lo propio hizo Nigel Cramer, que llevó consigo al comandante Williams. Quinn conocía a todos, salvo a Brown y a Williams.
—Puede decir a Zack que Washington acepta —le indicó Brown—. Así lo ha comunicado hace veinte minutos. A mí me indigna; pero ha sido aceptado. Cinco millones de dólares.
—Sin embargo, yo no estoy de acuerdo —dijo Quinn.
Brown lo miró como si no pudiese dar crédito a sus oídos.
—Oh, usted no está de acuerdo, Quinn. Usted no está de acuerdo. El Gobierno de los Estados Unidos acepta las condiciones, pero Mr. Quinn no las acepta. ¿Puedo preguntarle por qué?
—Porque es peligrosísimo acceder a la primera petición del secuestrador —repuso Quinn con hablar pausado—. Si se hace así, él cree que hubiese debido pedir más. El hombre que piensa esto considera que ha sido engañado en cierto modo. Si es un psicópata, se pone furioso. Y sólo tiene el rehén para descargar en él su cólera.
—¿Cree que Zack es un psicópata? —preguntó Seymour.
—Tal vez sí o tal vez no —dijo Quinn—. Pero uno de sus compinches puede serlo. Aunque Zack sea el jefe, y es posible que no lo sea, los locos pueden desmandarse.
—¿Entonces, qué aconseja usted? —preguntó Collins.
Brown lanzó un bufido.
—Todavía es pronto —observó Quinn—. La mayor probabilidad de que Simon Cormack salga indemne de esto depende de que los secuestradores crean dos cosas: que han conseguido sacarle a la familia el máximo que ésta puede pagar, y que sólo verán el dinero si devuelven a Simon vivo e indemne. Y no llegarán a estas conclusiones en pocos segundos. Además, la Policía puede tener todavía posibilidad de descubrirlos.
—Estoy de acuerdo con Mr. Quinn —dijo Cramer—. Esto puede costar un par de semanas. Parece duro; no obstante, es mejor que una acción precipitada y chapucera que pueda llevar a un error de cálculo y a la muerte de un muchacho.
—Yo apreciaré todo el tiempo que pueda usted darme —dijo el comandante Williams.
—¿Y qué diré yo a Washington? —preguntó Brown.
—Dígales —repuso muy tranquilo Quinn— que ellos me pidieron que negociase la liberación de Simon, y que eso es lo que estoy tratando de hacer. Si quieren apartarme del caso, allá ellos. Sólo tienen que decirlo al presidente.
Collins tosió. Seymour miró el suelo. La reunión había terminado.
Cuando Zack telefoneó de nuevo, Quinn se disculpó.
—Mire, traté de hablar personalmente con el presidente Cormack. No ha habido manera. Casi siempre está bajo el efecto de los sedantes. Quiero decir que lo está pasando muy mal.
—Entonces, abrevie y consígame el dinero —gritó Zack.
—Le juro que lo he intentado. Mire, cinco millones es mucho dinero. Él no tiene tanto; todo está en depósitos que se tardarían semanas en cancelar. La verdad es que puedo conseguir novecientos mil ahora mismo…
—Ni hablar —gruñó la voz—. Ustedes, los yanquis, pueden sacarlo de otra parte. Puedo esperar.
—Sí, claro, lo sé —dijo afanosamente Quinn—, usted está seguro. Los polis no han llegado a ninguna parte… hasta ahora. Si pudiese rebajar un poco… ¿Está bien el muchacho?
—Sí.
Quinn tuvo la seguridad de que Zack estaba pensando.
—Tengo que preguntarle una cosa, Zack. Los bastardos que están detrás de mí me están apretando de lo lindo. Pregunte cómo se llamaba el perro favorito del chico, cuando éste tenía diez años. Sólo para saber que está bien. A usted no le costará nada. Y a mí me ayudará mucho.
—Cuatro millones —rebajó Zack—. Es mi última palabra.
Quinn colgó el teléfono. La llamada procedía de St. Neots, una población del sur de Cambridge, al norte de la línea divisoria del condado de Bedfordshire. No se vio a nadie saliendo de la cabina, una entre varias que había delante de la oficina de Correos.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Sam, con curiosidad.
—Apretarle las clavijas —respondió Quinn, y no quiso explicarle nada más.
Hacía unos días que había comprendido que, en este caso, tenía un as de triunfo del que no solían disponer los negociadores. Los bandidos de los montes de Cerdeña o de América Central podían aguantar durante meses o años, si querían. Ninguna redada del Ejército o de la Policía sería capaz de descubrirlos en aquellas montañas llenas de cuevas y matorrales. Su único peligro verdadero podía estar en los helicópteros; pero eso era todo.
En cambio, en este pobladísimo rincón del sureste de Inglaterra, Zack y sus hombres se hallaban en un territorio donde imperaba la ley, es decir, en un territorio hostil. Cuanto más tiempo permaneciesen ocultos, tanto más probable era que fuesen identificados y localizados. Por consiguiente, la presión sobre ellos sería cerrar el trato y largarse. El truco radicaba en lograr que creyesen que habían ganado, que habían hecho el mejor trato posible y que no tenían por qué matar al rehén en su huida.
Quinn contaba con que el resto de la pandilla de Zack (la Policía sabía, por los datos de la emboscada, que eran al menos cuatro) estuviera confinado en su escondrijo. Se impacientarían, sufrirían claustrofobia, acabarían apremiando a su jefe para que cerrase un trato y terminase de una vez, que era el mismo argumento que emplearía Quinn. Atacado desde ambos lados, Zack se sentiría tentado a agarrar lo que pudiese y tratar de escapar. Pero esto no sucedería hasta que la presión sobre los secuestradores se hubiese hecho mucho más fuerte.
Con toda deliberación, había sembrado dos semillas en la mente de Zack: que Quinn era el hombre bueno que trataba de llegar a un trato rápido y estaba siendo obstaculizado por las autoridades (recordó la cara de Kevin Brown y se preguntó si esto era falso del todo), y que Zack se hallaba muy seguro… hasta ahora. Queriendo sugerirle todo lo contrario. Cuanto más turbado fuese el sueño de Zack por las pesadillas del descubrimiento de la Policía, tanto mejor sería.
El profesor de lingüística había llegado a varias conclusiones: que Zack tenía, casi con toda seguridad, entre cuarenta y cinco y poco más de cincuenta años, y de que no le parecía que fuese el jefe de la banda. Todo indicaba que necesitaba consultar a otra persona antes de aceptar las condiciones. Procedía de la clase trabajadora, carecía de buena educación y casi se podía estar seguro de que era oriundo del sector de Birmingham. Pero su acento nativo había sido alterado, en el curso de los años, por largos períodos fuera de Birmingham, tal vez en el extranjero.
Un psiquiatra trató de hacer un retrato del hombre. Estaba, por supuesto, bajo tensión, la cual aumentaba al prolongarse las conversaciones. Su animosidad contra Quinn decrecía al transcurrir el tiempo. Estaba acostumbrado a la violencia: no hubo vacilación ni escrúpulo en su voz cuando habló de cortar los dedos a Simon Cormack. Por otra parte, era lógico y astuto, cauteloso, aunque no pusilánime. Un hombre peligroso, pero que no estaba loco. No era un psicópata, ni un delincuente «político».
Estos informes llegaron hasta David Nigel, quien los transmitió al comité COBRA. De inmediato se enviaron copias a Washington, directamente al comité de la Casa Blanca. Otras copias llegaron al apartamento de Kensington. Quinn las leyó y, cuando hubo terminado, Sam también lo había hecho.
—Lo que no comprendo —dijo ella dejando la última hoja sobre la mesa— es por qué eligieron a Simon Cormack. El presidente procede de una familia rica, pero tiene que haber otros muchachos ricos dando vueltas por Inglaterra.
Quinn, que ya había pensado en esto mientras se hallaba sentado en un bar de España, contemplando la televisión, la miró pero no dijo nada. Ella esperó una respuesta; sin embargo no la obtuvo, lo cual le molestó. También la intrigó. Y descubrió que, con el paso de los días, Quinn la intrigaba cada vez más.
El séptimo día después del secuestro, y el cuarto desde que Zack había hecho su primera llamada, la CIA y el SIS británico retiraron a sus agentes de penetración en la red de las organizaciones terroristas europeas. No había habido noticias de la entrega de una metralleta Skorpio por parte de ellas, y se desechó la idea de que terroristas políticos tuviesen que ver con el asunto. Entre los grupos investigados estaban el IRA y el INLA, ambos irlandeses y en los que tanto la CIA como el SIS tenían «durmientes» cuya identidad no iban a revelarse recíprocamente; la Facción del Ejército Rojo Alemán, sucesora de Baader-Meinhof; las Brigadas Rojas italianas; la Action Directe Francesa; la ETA española-vasca, y la CCC belga. Había grupos más pequeños y todavía más misteriosos, pero fueron considerados poco poderosos para poder montar la operación Cormack.
Al día siguiente, Zack volvió a telefonear. La llamada procedía de una cabina en una estación de servicio de la autopista M-11, justo al sur de Cambridge. Fue identificada en ocho segundos, pero un policía de paisano tardó siete minutos en llegar allí. Dada la multitud de coches y de personas que pasaban por aquel sitio era vano esperar que estuviese todavía en él.
—El perro —dijo con brevedad—, se llamaba Mister Spot.
—Gracias, Zack —respondió Quinn—. Haga que el muchacho siga bien y terminaremos este negocio antes de lo que se imagina. Y tengo noticias; los financieros de Mr. Cormack pueden reunir un millón doscientos mil dólares USA, en efectivo y muy pronto. Vaya por ello, Zack…
—Que le den morcilla —gruñó la voz.
Pero el hombre tenía prisa; se estaba agotando el tiempo. Rebajó la cifra exigida a tres millones. Y se cortó la comunicación.
—¿Por qué no lo ha aceptado, Quinn? —preguntó Sam.
Estaba sentada en el borde de su sillón. El Negociador se había levantado para ir al cuarto de baño. Siempre se lavaba, se vestía, se bañaba, usaba el cuarto de baño y comía inmediatamente después de una llamada de Zack. Sabía que no habría contacto durante un tiempo.
—No es sólo cuestión de dinero —dijo Quinn, disponiéndose a salir de la habitación—. Zack no está todavía maduro. Creería que pretendo estafarle y aumentaría la cifra. Quiero socavarle y poco más; quiero ejercer más presión sobre él.
—¿Y la presión que está sufriendo Simon Cormack? —gritó Sam hacia el pasillo.
Quinn se detuvo y volvió a atrás hasta la puerta.
—Sí —dijo muy serio—, y la que sufren su madre y su padre. No lo he olvidado. Pero, en estos casos, los criminales deben creer, creer de veras, que la comedia ha terminado. Si no es así, se irritan y es el rehén quien lo paga. Lo he visto otras veces. Le aseguro que es mejor llevar las cosas despacio que precipitarse como en un ataque de caballería. Si no se puede solucionar la cuestión en cuarenta y ocho horas, mediante una rápida detención, se convierte en una guerra de desgaste, de los nervios del secuestrador contra los del negociador. Si aquél no obtiene nada, se vuelve loco; si obtiene demasiado y muy aprisa, sospecha que la cosa anda mal y sus compañeros dicen lo mismo. Y también se vuelve loco. Lo cual es muy malo para el rehén.
Sus palabras fueron oídas en cinta magnetofónica, unos minutos más tarde, por Nigel Cramer, el cual asintió con la cabeza en señal de aprobación. En dos casos en los que había intervenido había podido comprobarlo. En uno de ellos, el rehén fue rescatado vivo y bien; en el otro, había sido liquidado por un psicópata resentido y furioso.
Las palabras fueron escuchadas «en directo» en el sótano de la Embajada de los Estados Unidos.
—¡Mierda! —exclamó Brown—. Por el amor de Dios, tiene una oportunidad. Debería recobrar en seguida al muchacho. Después, yo mismo iré a la caza de esos criminales.
—Si se largan, déjalo a la Met —le aconsejó Seymour—, ellos los encontrarán.
—Sí, y un tribunal británico los condenará a «cadena perpetua» en una prisión blanda. ¿Sabe lo que significa aquí cadena perpetua? Catorce años, tiempo libre. Un asco. Oiga una cosa, Señor: Nadie, absolutamente nadie, le hace una cosa así al hijo de mi presidente y se va de rositas. Un día esto será de competencia del FBI, como hubiese debido ser desde el principio. Y yo llevaré el asunto… según las reglas de Boston.
Nigel Cramer fue aquella noche al apartamento. Sus noticias no eran tales. Cuatrocientas personas habían sido interrogadas sin ruido; casi quinientas «observaciones», comprobadas, otras ciento sesenta casas y apartamentos vigilados con discreción. Sin resultado alguno.
El CID de Birmingham registró sus archivos correspondientes a cincuenta años, en busca de delincuentes con antecedentes ciertos de violencia y que hubiesen podido abandonar hacía tiempo la ciudad. Aparecieron ocho «posibles». Todos ellos fueron investigados y descartados. Estaban muertos, se hallaban en la cárcel, o residían sin lugar a dudas en otro país.
Entre los recursos de Scotland Yard poco conocidos por el público, se encuentra el banco de voces. Con la tecnología moderna, las voces humanas pueden descomponerse en una serie de altibajos, que expresan la manera en que el que las pronuncia inhala, exhala, entona, forma sus palabras y las emite. El dibujo que aparece en el oscilógrafo es como una huella dactilar; puede ser cotejado y, si hay una muestra en el archivo, es fácil de identificar.
Con frecuencia, y sin que ellos lo sepan, muchos presuntos delincuentes tienen grabaciones de su voz en el banco de voces. Personas que dicen obscenidades por teléfono, confidentes anónimos y otros individuos que han sido detenidos y «grabados» en la sala de interrogatorios. La voz de Zack no apareció.
Las pruebas materiales tampoco llevaban a ninguna parte: los casquillos, las balas, las huellas de pisadas y las de neumáticos dormían en los laboratorios de la Policía, negándose a revelar sus secretos.
—En un radio de ochenta kilómetros alrededor de Londres, incluida la capital, hay ocho millones de viviendas —dijo Cramer—. Sin contar alcantarillas, almacenes, sótanos, criptas, túneles, catacumbas y edificios abandonados. En una ocasión, hubo un asesino y violador llamado Pantera Negra que vivió en una serie de túneles de una mina abandonada debajo de un parque nacional. Bajaba a sus víctimas allí. Al final… lo pillamos. Lo siento, Mr. Quinn, pero sólo podemos seguir buscando.
Al octavo día, la tensión en el apartamento de Kensington era manifiesta. Afectaba sobre todo a los dos jóvenes; si también la experimentaba Quinn daba pocas muestras de ello. Yacía mucho tiempo en su cama, entre llamadas telefónicas e instrucciones, contemplando el techo, tratando de penetrar en la mente de Zack y, partiendo de esto, decidir la manera de responder a la próxima llamada. Cuando llegase al fin, ¿cómo tendría que hacerse el intercambio? McCrea seguía mostrándose amable; pero empezaba a cansarse. Había llegado a sentir un afecto casi perruno por Quinn; siempre se hallaba dispuesto a hacer un recado, a preparar café o a ayudar en las labores domésticas.
En el noveno día, Sam pidió permiso para ir de compras. Kevin Brown telefoneó desde Grosvenor Square y se lo dio de mala gana. Ella salió del apartamento, por primera vez desde hacía casi dos semanas, tomó un taxi hasta Knightsbridge y pasó cuatro horas magníficas dando vueltas por Harvey Nicholls y Harrods. En este último lugar se compró un elegante bolso de piel de cocodrilo.
Cuando regresó, los dos hombres lo admiraron mucho. También traía un regalo para cada uno de ellos: una pluma chapada en oro para McCrea y un suéter de cachemira para Quinn. El joven agente de la CIA agradeció el obsequio de corazón. Quinn se puso el suéter y se permitió una de sus raras pero deslumbradoras sonrisas. Fue el único momento alegre que compartieron los tres en aquel apartamento.
Ese mismo día, en Washington, el comité de crisis escuchó entristecido al doctor Armitage.
—Cada vez me preocupa más la salud del presidente —dijo al vicepresidente, al consejero de Seguridad, al fiscal general, a tres secretarios y a los directores de FBI y de la CIA—. Siempre ha habido y habrá períodos de tensión en el gobierno del país. Pero esto es personal y mucho más profundo. La mente humana, y más aún el cuerpo, no se encuentran preparados para tolerar durante mucho tiempo tales niveles de ansiedad.
—¿Cuál es su estado físico? —preguntó Bill Walters.
—De enorme cansancio. Necesita medicación para dormir por la noche, si es que duerme. Está envejeciendo de forma visible.
—¿Y su estado mental? —preguntó Morton Stannard.
—Ya han visto cómo trata de llevar los asuntos normales oficiales —les recordó Armitage, y todos asintieron con gesto grave—. Está perdiendo su dominio de las situaciones, su concentración flaquea, a menudo le falla la memoria.
Morton Stannard hizo un compasivo gesto de asentimiento con la cabeza; pero sus ojos entornados eran mucho menos expresivos. Diez años más joven que Donaldson y que Reed, el secretario de Defensa era un ex banquero internacional neoyorquino, un operador cosmopolita a quien gustaba la buena comida, el vino añejo y el arte impresionista francés. Durante un trabajo con el Banco Mundial, se había ganado fama de delicado y eficaz negociador; pero duro de convencer, como pudieron descubrir los países del Tercer Mundo que buscaban créditos exagerados con pocas probabilidades de devolución.
Se había distinguido en el Pentágono en los dos últimos años como riguroso defensor de la eficacia, comprometido en la idea de que el contribuyente debía ganar en defensa lo que pagaba en contribuciones. Se había creado enemigos entre los jefazos militares y la camarilla de la industria de defensa. Entonces se produjo lo de Nantucket, que hizo que cambiasen de bando personas del otro lado del Potomac. Stannard se había puesto al lado de los contratistas de defensa y de los jefes de Estado Mayor que se oponían a las fuertes reducciones de armamento.
Pero, mientras Michael Odell luchaba contra Nantucket de buena fe, Stannard daba prioridad a la consecución de poder e influencia, según la ley del más fuerte imperante en Washington. Su oposición a Nantucket no se debió en su totalidad a motivos filosóficos. Cuando había perdido su caso en el Gabinete, su semblante permaneció impasible; igual que ahora, mientras escuchaba la descripción del empeoramiento de su presidente.
—Pobre hombre, pobre hombre —murmuró Hubert Reed, del Tesoro.
—Un problema más —concluyó el psiquiatra— es que no se trata de un hombre que demuestre sus emociones. No se le nota por fuera. Sin embargo, por dentro… todos lo somos, naturalmente. Al menos los seres normales. Pero él se guarda el sufrimiento. No chilla ni vocifera. La primera dama es diferente; no tiene las tensiones del oficio, acepta mejor la medicación. Aun así, creo que su estado es malo, si no peor. Se trata de su hijo único. Y ello representa una tensión más para el presidente.
Cuando volvió a la Mansión, dejó tras él a ocho hombres muy preocupados.
Fue la curiosidad, más que otra cosa, lo que hizo que Andy Laing se quedase dos noches hasta tarde en su oficina de la sucursal de Djedda del Saudi Arabian Investment Bank y consultase su ordenador. Lo que vio en él le dejó pasmado.
El fraude continuaba. Había habido cuatro transacciones más después de haber hablado con el director general, el cual habría podido impedirlas con una llamada telefónica. La cuenta del granuja estaba colmada de dinero, procedente todo él de fondos públicos sauditas. Laing sabía que la malversación no era extraña entre las autoridades de Arabia Saudita, pero aquellas sumas eran enormes, suficientes para financiar una importante operación comercial o de cualquier otra clase.
Se dio cuenta, sobresaltado, de que Steve Pyle, un hombre al que había respetado, tenía que estar comprometido en ello. No sería la primera vez que un alto ejecutivo bancario se dedicaba a la «rapiña». Pero esto no hacía que su impresión fuese menor. ¡Y pensar que él había comunicado directamente su descubrimiento al culpable! Pasó el resto de la noche en su apartamento, delante de su máquina de escribir portátil. Por casualidad, él no había sido contratado en Nueva York, sino en Londres, donde estaba trabajando para otro Banco americano. Y allí lo encontró Rockman-Queens.
Londres era también la base para las operaciones europeas y del Oriente Medio, la más grande oficina del Banco fuera de Nueva York, donde se hallaba el interventor jefe de Operaciones de Ultramar. Laing sabía cuál era su deber, y envió su informe a aquel interventor, incluyendo cuatro hojas sacadas del ordenador, como prueba de su denuncia.
Si hubiese sido un poco más avisado, habría enviado el paquete por correo ordinario. Pero éste era lento y poco de fiar. Dejó caer el sobre en el «saco» del Banco, que normalmente habría ido en correo directo de Djedda a Londres. Normalmente. Pero, desde su visita de hacía una semana, el director general, había hecho que todo el contenido del saco Djedda pasara por Riad. Al día siguiente, Steve Pyle revisó la correspondencia, sustrajo el informe, envió el resto a su destino y leyó con atención cuanto Laing decía. Cuando terminó, descolgó el teléfono y marcó un número local.
—Coronel Easterhouse, se nos ha presentado un problema. Creo que tendríamos que vernos.
En ambos lados del Atlántico, los medios de comunicación habían dicho ya todo lo que había que decir; entonces lo repitieron una y otra vez, pero las palabras siguieron fluyendo a raudales. Especialistas de todas clases, desde profesores de psiquiatría a médiums, ofrecieron sus análisis y sus consejos a las autoridades. Expertos en espiritismo habían comunicado con el mundo de los espíritus a puerta cerrada, y recibido una variedad de mensajes, todos ellos contradictorios. Ofrecimientos de pagar el rescate, fuese el que fuese, llegaron tanto de particulares como de fundaciones acaudaladas. Los predicadores habían trabajado frenéticamente en los programas de televisión; se montaron vigilias en las escalinatas de iglesias y catedrales. Los que trataban de destacar lo pasaron en grande. Varios cientos de ellos se ofrecieron para remplazar a Simon Cormack, seguros de que el cambio no se efectuaría nunca. El décimo día después de la primera llamada de Zack a Quinn en Kensington, una nueva noticia fue radiada por algunas emisoras al pueblo americano.
Un evangelista residente en Texas, cuyas arcas habían recibido un importante e inesperado donativo de una empresa petrolera, declaró que había tenido una visión de inspiración divina. El atentado contra Simon Cormack, por ende contra su padre el presidente y en consecuencia contra los Estados Unidos, había sido perpetrado por los comunistas. Esto era indudable. El mensaje venido de lo alto fue recogido por las redes nacionales de noticias y se le dedicó un breve espacio. Se habían disparado los primeros tiros del Plan Crockett, se habían echado las primeras semillas.
Despojada de su severo traje de trabajo, que no se había puesto desde su primera noche en el apartamento, la agente especial Sam Somerville era una mujer muy atractiva. Hubo dos ocasiones en su carrera en las que se había valido de su belleza para contribuir a solucionar un caso. En una de ellas, se citó varias veces con un importante funcionario del Pentágono, simulando, al final, que se quedaba dormida de una borrachera en su apartamento. Engañado por su inconsciencia, el hombre había hecho una llamada telefónica sumamente comprometedora, la cual demostró que «concedía» contratos de defensa a fabricantes preferidos y participaba en los beneficios de la operación.
En otro caso aceptó una invitación a cenar de un jefe de la mafia y, mientras viajaban en su coche, escondió un micrófono debajo de la tapicería. Lo que oyó a través de él el FBI dio motivos suficientes para acusar a aquel hombre de varios delitos federales.
Kevin Brown sabía muy bien esto cuando la eligió como agente del FBI para «vigilar» al negociador que la Casa Blanca se empeñaba en enviar a Londres. Esperaba que Quinn se impresionase tanto como aquellos otros y, debilitado de esta forma, confiase a Sam Somerville cualquier idea o intención que no pudiesen captar los micrófonos.
No había contado con que podía ocurrir lo contrario. La undécima noche que pasaban en el apartamento de Kensington, se encontraron los dos en el estrecho pasillo que conducía del cuarto de baño a la habitación de estar. Apenas había espacio para pasar. Cediendo a un impulso, Sam Somerville pasó los brazos alrededor del cuello de Quinn y le besó en la boca. Hacía una semana que quería hacerlo. No se sintió contrariada ni rechazada, antes al contrario, la sorprendió el ardor con que él le devolvió el beso.
El abrazo duró varios minutos, mientras McCrea, ignorante de todo, trajinaba con una sartén en la cocina contigua a la sala de estar. La mano firme y morena de Quinn acarició los brillantes cabellos rubios. Sam sintió menguar su agotamiento y su tensión.
—¿Cuánto más va a durar esto, Quinn? —susurró.
—No mucho —murmuró él—. Unos cuantos días más si todo va bien. Tal vez una semana.
Cuando volvieron al cuarto de estar y McCrea los llamó para comer, éste no se dio cuenta de nada.
El coronel Easterhouse caminó cojeando sobre la mullida alfombra del despacho de Steve Pyle y miró por la ventana. El informe de Laing se hallaba sobre la mesa de café que tenía detrás. Pyle le observó con expresión preocupada.
—Temo que ese joven pueda causar un daño enorme a los intereses de nuestro país —dijo Easterhouse a media voz—. Sin pretenderlo, desde luego. Estoy seguro de que es un joven consciente. Sin embargo…
En su interior, estaba más preocupado de lo que demostraba. Su plan para la matanza y la destrucción de la Casa de Saud, desde la cima a los cimientos, se encontraba en fase de desarrollo y podía ser desbaratado.
El Imán chiíta fundamentalista estaba escondido, a salvo de la Policía de Seguridad, ya que su completo historial en el ordenador de la central había sido borrado, eliminando así todos los contactos, amigos y partidarios del hombre, y los posibles lugares donde podían ser encontrados. El fanático de la Policía Religiosa, Mutawain, mantenía el contacto. El reclutamiento entre los chiítas estaba progresando, pues a los afanosos voluntarios lo único que se les decía era que se preparasen para la acción de gloria imperecedera al servicio del Imán y de Alá.
El nuevo circo estaba siendo preparado según lo previsto. Sus grandes puertas, sus ventanas, las salidas laterales y el sistema de ventilación estaban todos ellos controlados por un ordenador central, programado con un sistema concebido por Easterhouse. Los planes para unas maniobras en el desierto que alejasen de la capital a la mayor parte del Ejército regular saudita la noche del ensayo general estaban muy adelantados. Un general de división egipcio y dos armeros militares palestinos que tenía a sueldo, se hallaban preparados para sustituir las municiones verdaderas de la Guardia Real por las defectuosas, cuando llegase la noche en cuestión.
Las metralletas Piccolo americanas, con sus cargadores y municiones, llegarían en barco a principios del nuevo año, y ya se había dispuesto todo para su almacenamiento y preparación antes de su entrega a los chiítas. Tal como había dicho a Cyrus Miller, sólo necesitaba dólares USA para las compras en el exterior. Las cuentas internas podía liquidarlas en riales.
Esto no era lo que había contado a Steve Pyje. El director general de SAIB había oído hablar de Easterhouse y de su envidiable influencia sobre la familia real, y se había sentido halagado cuando le había invitado a cenar hacía dos meses. Y cuando pudo ver su carnet de la CIA, una perfecta falsificación, se quedó impresionadísimo. ¡Pensar que aquel hombre no trabajaba de forma independiente, sino por cuenta de su Gobierno, y que tan sólo él, Steve Pyle, lo sabía!
—Circulan rumores sobre un plan para derribar la Casa Real —le había dicho Easterhouse en tono grave—. Nosotros lo hemos descubierto e informado al rey Fahd. Su Majestad ha convenido en que sus fuerzas de seguridad y la Compañía trabajen juntas para desenmascarar a los culpables.
Pyle había dejado de comer, boquiabierto de asombro. Sin embargo, todo aquello era muy verosímil.
—Como usted sabe, el dinero lo compra todo en este país, incluida la información. Esto es lo que necesitamos, y no se pueden emplear fondos de la Policía de Seguridad, para el caso de que haya conspiradores en su seno. ¿Conoce al príncipe Abdul?
Pyle había asentido con la cabeza. Era primo del rey y ministro de Obras Públicas.
—El rey lo ha designado como enlace conmigo —dijo el coronel—. El príncipe ha accedido a que los fondos que ambos necesitamos para descubrir la conspiración procedan de su propio presupuesto. No hace falta decir que Washington, al máximo nivel, desea con el mayor ardor que nada le ocurra a un Gobierno que considera como su mejor amigo.
Y así, el Banco, a través de una autoridad bastante crédula, había accedido a participar en la creación del fondo. Lo que había hecho en realidad Easterhouse fue preparar el ordenador del Ministerio de Obras Públicas, que él mismo había montado, y darle cuatro nuevas instrucciones.
La primera era avisar a su propia terminal cada vez que el Ministerio hiciese un giro para liquidar una factura de un contratista. La suma de estas facturas, sobre una base mensual, era enorme; en la zona de Djedda, el Ministerio estaba financiando carreteras, escuelas, hospitales, puertos, estadios deportivos, puentes, pasos elevados, viviendas y bloques de apartamentos.
La segunda instrucción era añadir un diez por ciento a cada liquidación, pero transferir este diez por ciento a su propia cuenta numerada en la sucursal del SAIB en Djedda. Las órdenes tercera y cuarta eran protectoras: si el Ministerio preguntaba alguna vez el saldo de su cuenta en el SAIB, el ordenador de éste daría el total más el diez por ciento. Por último, si le preguntaban directamente, negaría todo conocimiento y borraría su memoria. Hasta el momento, el saldo de la cuenta de Easterhouse era de cuatro mil millones de riales.
Lo que había advertido Laing era el hecho misterioso de que cada vez que el SAIB, por orden del Ministerio, hacía una transferencia a un contratista, otra transferencia de exactamente el diez por ciento de aquella suma pasaba de la cuenta del Ministerio a una cuenta numerada en el mismo Banco.
La estafa de Easterhouse no era más que una variación del truco de la cuarta caja registradora y sólo sería descubierta cuando se hiciese la auditoría anual del Ministerio, en la próxima primavera. Este engaño se funda en el cuento del dueño de un bar americano que, aunque su establecimiento estaba siempre lleno, se convenció de que sus ingresos eran un veinticinco por ciento inferiores a lo que debieran. Entonces contrató al mejor detective privado, el cual se instaló en la habitación de encima del bar, hizo un agujero en el suelo y se pasó una semana boca abajo, observando el bar. Por último informó: «Lamento tener que decirle esto; pero los empleados del bar son gente honrada. Cada dólar y cada centavo que se depositan sobre el mostrador van a parar a una de sus cuatro cajas registradoras». «¿Ha dicho usted cuatro?», preguntó el dueño del bar. «Yo sólo instalé tres».
—No deseamos perjudicar a ese joven —dijo Easterhouse—, pero si se mete en este asunto, si se niega a guardar silencio, ¿no sería prudente enviarle de nuevo a Londres?
—No resulta tan fácil. ¿Cree usted que se iría sin protestar? —preguntó Pyle.
—Seguramente —dijo Easterhouse— cree que este sobre ha llegado a Londres. Si Londres le llama, o usted le dice que le llama, se marchará como un cordero. Y lo único que tiene usted que decir a Londres es que le den un nuevo destino. Motivo: Aquí no se adapta, ha sido grosero con el personal y ha perjudicado la moral de sus colegas. La prueba la tiene usted en sus manos. Si hace las mismas alegaciones en Londres, no hará más que confirmar lo que usted habrá dicho.
Pyle estaba entusiasmado. Eso cubría todas las contingencias.
Quinn era lo bastante experto para saber que, lo más probable era que, no hubiese un micrófono, en su dormitorio, sino dos. Tardó una hora en encontrar el primero y otra en descubrir el segundo. La gran lámpara metálica de mesa tenía un orificio de un milímetro en su pie. Este orificio era inútil, pues el hilo entraba por el lado del pie y el agujero se hallaba debajo. Mascó durante varios minutos un chicle (de los varios que le había dado el vicepresidente Odell para el vuelo transatlántico) y lo aplicó firmemente sobre la abertura.
Al cabo de unos minutos en el sótano de la Embajada, el hombre de ELINT, que se encontraba de guardia en la consola se volvió y llamó a un miembro del FBI. Poco después, Brown y Collins entraron en el puesto de escucha.
—Uno de los micros del dormitorio ha dejado de funcionar —dijo el operario—. El de pie de la lámpara de sobremesa. Debe ser defectuoso.
—¿Un defecto mecánico? —preguntó Collins.
A pesar de las afirmaciones de los fabricantes, la tecnología tenía la costumbre de fallar de cuando en cuando.
—Podría ser —dijo el hombre de ELINT—. No hay manera de saberlo. Parece no estar apagado. Pero su sonido es de casi cero.
—¿Puede haberlo descubierto? —preguntó Brown—. ¿Cabe la posibilidad de que haya introducido algo en él? Es un hijo de perra que se las sabe todas.
—Podría ser —admitió el operario—. ¿Quieren que vayamos allí a verlo?
—No —dijo Collins—. Él nunca habla en el dormitorio. Se está tumbado boca arriba y piensa. De todos modos, tenemos el otro, el del enchufe de la pared.
Aquella noche, la duodécima desde la primera llamada de Zack, Sam entró en la habitación de Quinn, en el extremo del apartamento opuesto a aquel en que dormía McCrea. La puerta dio un chasquido al abrirse.
—¿Qué ha sido esto? —preguntó uno de los hombres del FBI que montaba guardia durante toda la noche junto al operario. El técnico se encogió de hombros.
—Es el dormitorio de Quinn. El pestillo de la puerta, de una ventana. Tal vez va al retrete. O necesita un poco de aire fresco. No se oye ninguna voz. ¿Lo ve?
Quinn estaba tumbado en su cama, silencioso en la casi oscura habitación; las farolas de Kensington proyectaban un débil resplandor dentro de la estancia. Se hallaba completamente inmóvil, contemplando el techo, sin más ropa que el sarong ceñido a su cintura. Cuando oyó el chasquido de la puerta, volvió la cabeza. Sam estaba en el umbral, sin decir palabra. También ella conocía lo de los micrófonos. Sabía que no los había en su propia habitación, pero estaba junto a la de McCrea.
Quinn puso los pies en el suelo, se anudó el sarong y se llevó un dedo a los labios para indicarle que guardase silencio. Se levantó de la cama sin hacer ruido, tomó su magnetófono de la mesita de noche, lo puso en marcha y lo conectó con un enchufe en el zócalo de la pared a dos metros de la cabecera de la cama.
Todavía sin hacer ruido, tomó el gran sillón del rincón, lo puso boca abajo y lo colocó sobre el magnetófono y contra la pared, empleando las almohadas para tapar las rendijas que quedaban entre los brazos del sillón y la pared.
El sillón formaba cuatro lados de un cubo, siendo los otros dos lados el suelo y la pared. En el interior estaba el magnetófono.
—Ahora podemos hablar —murmuró.
—No quiero hablar —susurró Sam y le tendió los brazos.
Quinn se levantó y la llevó a la cama. Ella se incorporó un segundo y se quitó el camisón de seda. Quinn se tumbó a su lado. Diez minutos más tarde, se habían convertido en amantes.
En el sótano de la embajada, el operario y dos hombres del FBI escuchaban inútilmente el sonido que procedía del enchufe de la pared a tres kilómetros de distancia.
—Se ha dormido —dijo el operario.
Los tres escucharon la tranquila y rítmica respiración de un hombre profundamente dormido, registrada la noche anterior cuando Quinn había dejado el magnetófono sobre la almohada. Brown y Seymour entraron en el puesto de escucha. Nada se esperaba aquella noche; Zack había telefoneado a las seis, en la hora punta, desde la estación de ferrocarril de Bedford, donde era imposible que lo viesen.
—No comprendo —dijo Patrick Seymour— que ese hombre pueda dormir así hallándose sometido a una tensión tan fuerte. Yo no he hecho más que dormitar durante un par de semanas y me pregunto si algún día lograré dormir de nuevo a pierna suelta. Debe tener cuerdas de piano en vez de nervios.
El operario bostezó y asintió con la cabeza. En circunstancias normales su trabajo para la compañía, en Inglaterra y en Europa, no requería mucha labor nocturna y, por supuesto, jamás como ahora, noche tras noche.
—Sí. Ojalá pudiese estar haciendo yo lo que está haciendo él.
Brown se volvió sin decir palabra y regresó a la oficina que había sido convertida en su residencia. Llevaba casi catorce días en aquella maldita ciudad y cada vez se convencía más de que la Policía británica no conseguía nada y de que Quinn no hacía más que jugar al ratón y al gato con un ratón que no hubiese debido considerarse como de raza humana. Bueno, Quinn y sus amigos ingleses podían quedarse sentados hasta que se helase el infierno. A él se le había acabado la paciencia. Resolvió reunir su equipo por la mañana y ver si un pequeño trabajo detectivesco a la antigua usanza podía darles una pista. No sería la primera vez que una poderosa fuerza de Policía pasaba por alto algún pequeño detalle.