CAPÍTULO VI

Simon Cormack pasó las primeras veinticuatro horas de su cautiverio en total aislamiento. Los expertos habrían dicho que esto formaba parte del proceso de ablandamiento, una manera de que el rehén pueda meditar largamente sobre su soledad y su impotencia. Y también un modo de hacerle sentir hambre y cansancio. Un rehén lleno de energía, dispuesto a discutir y a quejarse, o incluso a proyectar la fuga, crea problemas a sus secuestradores. En cambio, una víctima reducida a la impotencia y que agradezca patéticamente los pequeños favores es mucho más fácil de manejar.

A las diez de la mañana del segundo día, más o menos a la misma hora en que Quinn entraba en el Salón del Gabinete en Washington, Simon dormitaba agitado cuando oyó un chasquido en la mirilla de la puerta del sótano. Al mirar hacia allí, pudo distinguir un solo ojo que le estaba observando; su cama se encontraba justo enfrente de la puerta, y ni siquiera colocándose a la mayor distancia que le permitía la cadena podía hacer que no le viesen a través del ventanillo.

Al cabo de unos segundos, oyó el chirrido de los dos cerrojos al ser descorridos. La puerta se abrió unos diez centímetros y asomó por ella una mano enguantada de negro. Sujetaba una cartulina blanca en la que aparecía escrito en letras mayúsculas y con un rotulador un mensaje dirigido a él. CUANDO OIGA TRES LLAMADAS A LA PUERTA PÓNGASE LA CAPUCHA. ¿COMPRENDIDO? RESPONDA.

Simon dejó pasar varios segundos, sin saber qué hacer. La cartulina fue agitada con impaciencia.

—Sí —dijo—. Comprendo. Tres llamadas y me pongo la capucha.

La cartulina fue retirada y sustituida por otra. Esta decía: DOS LLAMADAS Y PUEDE QUITARSE DE NUEVO LA CAPUCHA – NADA DE TRUCOS, O MORIRÁ.

—También lo comprendo —gritó a la puerta.

Retiraron la cartulina. Se cerró la puerta. Al cabo de unos segundos, sonaron tres fuertes llamadas. El joven, con gran sumisión, agarró la gruesa capucha negra que estaba sobre la cama y se la puso; no sólo sobre la cabeza, sino hasta cubrirle los hombros; colocó las manos encima de las rodillas y esperó, temblando de miedo. El material era tan grueso que no podía oír nada; sólo tuvo la impresión de que alguien llevando zapatos de suela blanda había entrado en el sótano.

El secuestrador que acababa de entrar iba otra vez vestido de negro de la cabeza a los pies y llevaba una máscara a través de la cual sólo los ojos eran visibles. A pesar de que Simon Cormack no podía ver nada. Sin duda obedecía órdenes del jefe. El hombre dejó algo cerca de la cama y se retiró. Simon oyó que se cerraba la puerta y eran corridos los cerrojos: después, dos claros golpes. Se quitó despacio la capucha. En el suelo había una bandeja de plástico y, en ellas un plato también de plástico, un cuchillo, un tenedor y un vaso del mismo material. En el plato había salchichas, alubias cocidas, tocino y un trozo de pan. El vaso estaba lleno de agua.

Simon se encontraba hambriento, pues no había comido nada desde la noche anterior a su carrera. Sin pensarlo, gritó: «Gracias». Inmediatamente se habría dado de patadas: No debía dar las gracias a aquellos bastardos. No se daba cuenta, en su ignorancia, de que el «síndrome de Estocolmo» estaba empezando a producir efecto; esa extraña empatía que se establece entre la víctima y sus carceleros, de manera que vuelve su ira contra las autoridades que permitieron que aquello sucediese y que continúe, en vez de dirigirla contra los secuestradores.

Comió hasta la última migaja, bebió despacio el agua, con profunda satisfacción. Y se quedó dormido. Una hora más tarde, se invirtió la operación y fue retirada la bandeja. Simon empleó el retrete por cuarta vez; después, se tumbó en la cama y pensó en su casa, en lo que podían estar haciendo por él.

Mientras yacía allí, el comandante Williams volvió de Leicester a Londres y se presentó ante el subjefe delegado Cramer en la oficina de éste en Scotland Yard. Por razones de conveniencia, el cuartel general de la Met en el Yard se halla a sólo cuatrocientos metros de la Oficina del Gabinete.

El ex propietario de la camioneta Transit había estado en la Comisaría de Policía de Leicester bajo custodia; un hombre asustado y, según se descubrió, inocente. Afirmó que su camioneta Transit no había sido nunca robada ni vendida, sino que había quedado destruida en un accidente dos meses atrás. Como entonces se estaba mudando de casa, había olvidado notificarlo a la Jefatura de Tráfico de Swansea.

Paso a paso, el comandante Williams había comprobado la declaración. Aquel hombre, del ramo de la construcción, había ido a recoger dos chimeneas de mármol de un traficante del sur de Londres. Al doblar una esquina cerca del edificio en demolición del que habían sido arrancadas las chimeneas, chocó con una excavadora. La excavadora ganó. La camioneta Transit, que conservaba a la sazón su color azul original, quedó destrozada. Aunque los daños visibles habían sido pocos, concentrados más bien en la parte del radiador, el chasis había quedado torcido.

El hombre volvió solo a Nottingham; la compañía aseguradora había examinado el vehículo en el patio de una empresa local de recuperación y declaró que no podía repararse; pero se había negado a indemnizarle, porque la póliza no cubría el riesgo, y menos teniendo en cuenta que él había sido el culpable del choque contra la excavadora. Muy entristecido, aceptó veinte libras por la chatarra, al ofrecérselos por teléfono la empresa de recuperación, y no había vuelto a Londres.

—Alguien volvió a llevarla a la carretera —dijo Williams.

—Bien —dijo Cramer—. Ya hemos avanzado algo. Todo coincide. Los muchachos del laboratorio afirman que alguien trabajó en el chasis con un soldador. También la pintura verde había sido aplicada sobre la primitiva celulosa azul. Una torpe pintura con spray. Descubra quién lo hizo y a quién vendieron la camioneta.

—Voy a Balham —anunció Williams—. La empresa de recuperación de coches accidentados se encuentra allí.

Cramer volvió a su trabajo. Una montaña de trabajo, procedente de doce equipos diferentes. Habían llegado casi todos los informes de los técnicos forenses y eran brillantes hasta donde podían alcanzar. Lo malo era que no llegaban lo bastante lejos. Las balas extraídas de los cadáveres coincidían con los casquillos de la Skorpion, lo cual no era de extrañar. No habían aparecido más testigos en la zona de Oxford. Los secuestradores no dejaron huellas dactilares ni de otra clase, salvo las de los neumáticos. Pero no servían para nada; tenían la furgoneta, aunque destrozada por el fuego. Nadie había visto a ninguna persona cerca del granero. Las huellas del sedán que partían de éste habían sido identificadas en lo que se refería a la marca y al modelo; pero podían corresponder a un millón de coches de su clase.

Una docena de policías del condado investigaban, con ayuda de agentes del Estado, las viviendas alquiladas durante los últimos seis meses y que reunieran las condiciones de aislamiento que podía convenir a los secuestradores. La Met estaba haciendo lo mismo dentro de Londres, por si los delincuentes se hubiesen ocultado en la propia capital. Esto significaba la investigación de miles de contratos de alquiler de viviendas.

Se buscaban sobre todo los alquileres con pago al contado. Pero los había a cientos. Habían salido ya a la luz una docena de picaderos, dos de ellos alquilados por celebridades de la nación.

Informadores del hampa, «soplones», estaban siendo interrogados por si habían oído rumores de un grupo de villanos conocidos que preparase un gran golpe, o de delincuentes notorios que hubiesen desaparecido de pronto de sus madrigueras. Los bajos fondos estaban siendo revueltos a más no poder; pero esto no había dado resultado… hasta ahora.

Tenía un montón de declaraciones de personas que «habían visto» a Simon Cormack, algunas creíbles, otras con ciertas posibilidades, y muchas inverosímiles. Todas eran investigadas. Había otro montón de transcripciones de mensajes telefónicos de gente que pretendía tener en su poder al hijo del presidente de los Estados Unidos. Ocurría lo mismo: unos eran cosa de locos y otros parecían auténticos. Cada uno de los que habían llamado había sido tratado en serio y se le había pedido que mantuviese el contacto. Pero Cramer tenía la impresión de que los verdaderos secuestradores seguían guardando silencio y haciendo sudar a las autoridades. Era lo mejor que podían hacer.

En el sótano, se había dispuesto una habitación especial, donde un equipo de la Brigada de Investigación Criminal, los que solían actuar de negociadores en los casos de secuestro en Gran Bretaña, esperaban que se produjese algo definitivo, y hablaban tranquila y pacientemente con los simuladores. Algunos de éstos habían sido ya detenidos y serían acusados a su debido tiempo.

Nigel Cramer se acercó a la ventana y miró hacia abajo. Las aceras de Victoria Street estaban llenas de reporteros, a los que tenía que evitar cada vez que salía hacia Whitehall. Pasaba entre ellos metido en su coche, con las ventanillas herméticamente cerradas. Y le gritaban a través del cristal, pidiéndole un poco de información. La oficina de Prensa de la Met se estaba volviendo loca.

Miró su reloj y suspiró. Si los secuestradores aguantaban unas cuantas horas más, el americano, Quinn, se encargaría del asunto. Había sido rechazado su criterio acerca de esto, y no le gustaba. Había leído el historial de Quinn, que le había prestado Lou Collins de la CIA, y se pasó dos horas con el jefe ejecutivo de la empresa de seguros de Lloyd que había empleado a Quinn, usando de su extraño pero eficaz talento durante diez años. Lo que había aprendido le produjo sentimientos confusos. El hombre era bueno, pero heterodoxo. A ninguna fuerza de Policía le gusta trabajar con un inconformista, por mucho talento que tenga. Decidió no ir a Heathrow a recibir a Quinn. Lo vería después, y le presentaría a los dos inspectores que debían acompañarle y aconsejarle en la negociación, si ésta llegaba a producirse. Ahora debía volver a Whitehall e informar a COBRA… de muy poco. No, estaba claro que no iba a ser un asunto «rápido».

El Concorde había encontrado viento de cola a veinte mil metros, y llegó a Londres a las seis de la tarde, quince minutos antes de la hora prevista. Quinn asió su pequeña maleta y se dirigió por el túnel hacia la zona de llegadas, seguido de Somerville y de McCrea. Dentro del túnel esperaban pacientemente dos silenciosos hombres vestidos de gris. Uno de ellos dio un paso adelante.

—¿Mr. Quinn? —preguntó en voz baja.

Quinn asintió con la cabeza. El hombre no le mostró la tarjeta de identidad, al estilo americano. Presumió que sus modales y su aspecto indicarían que representaba a las autoridades.

—Le estábamos esperando, señor —continuó—. Si quiere usted acompañarme… Mi colega le llevará la maleta.

Sin esperar ninguna réplica, echó a andar por el túnel, se apartó de la corriente de pasajeros en la entrada del pasillo principal y penetró en un pequeño despacho que no tenía más que un número en la puerta. El otro hombre, más alto y con todo el aire de ser un ex suboficial, dirigió a Quinn un amable saludo con la cabeza, y tomó su maleta. En el despacho, el primer hombre hojeó rápidamente el pasaporte de Quinn y los de «sus ayudantes», sacó un sello del bolsillo interior, estampilló los tres documentos y dijo:

—Bien venido a Londres, Mr. Quinn.

Salieron del despacho por otra puerta y bajaron unas escaleras hacia el coche que estaba esperando. Pero si Quinn creía que iban a llevarle directamente a Londres, se equivocaba. Lo condujeron a la «suite» de los VIP. Quinn entró y miró contrariado a su alrededor. Discreción, había dicho. Allí brillaba por su ausencia. Había representantes de la Embajada americana, del Home Office británico, de Scotland Yard, del Foreign Office, de la CIA, del FBI y, si no se equivocaba, de Woolworths y de Coca-Cola. Estuvieron veinte minutos.

El trayecto hacia Londres en caravana fue aún peor. Él viajaba delante, en una limusina americana de media manzana de longitud, con un gallardete sobre el guardabarros delantero. Dos motoristas abrían paso entre el tráfico de primera hora de la mañana. Detrás venía Lou Collins, transportando (e instruyendo) a su colega de la CIA, Duncan McCrea. Dos coches atrás, Patrick Seymour hacía lo mismo con Sam Somerville. Los británicos seguían en sus Rovert, Jaguar y Granada.

Se dirigieron a Londres por la autopista M-4, entraron en la North Circular y bajaron por Finchley Road. Después de la plaza de Lords, el coche que iba en cabeza giró hacia Regent’s Park, siguió durante un rato el Outer Circle y penetró en un majestuoso portal, entre dos guardias de seguridad que saludaron.

Durante todo el trayecto, Quinn había estado contemplando las luces de una ciudad que conocía tan bien como cualquier otra del mundo, y mejor que la mayoría de ellas. Guardó silencio hasta que, al fin, incluso el engreído ministro-consejero se calló. Cuando los coches se dirigieron hacia el pórtico iluminado de una mansión palaciega, Quinn habló. En realidad, sería más adecuado decir que «ladró». Se inclinó hacia delante (estaba a mucha distancia del conductor) y gritó al oído del chófer.

—Detenga el coche.

El conductor, un infante de Marina americano, se sorprendió tanto que frenó en seco. El automóvil de atrás fue menos rápido. Hubo un tintineo de cristales de luces delanteras y traseras. Más atrás, el chófer del Home Office, para evitar una colisión, se metió entre los rododendros. La comitiva se detuvo, en un movimiento como de acordeón. Quinn se apeó y contempló la mansión. Un hombre se hallaba de pie en el último escalón del pórtico.

—¿Dónde estamos? —preguntó Quinn.

Lo sabía muy bien. El diplomático se apeó a su vez del asiento de atrás. Le habían avisado de cómo era Quinn. No quiso creerles. Algunos de los que viajaban más atrás se estaban acercando para reunirse con ellos.

—En Winfield House, Mr. Quinn. Y ese señor es el embajador Fairweather que espera para recibirle. Todo está dispuesto. Tendrá usted una suite… Todo ha sido arreglado.

—Pues desarréglenlo —dijo Quinn.

Abrió el portaequipajes, agarró su maleta y echó a andar por el paseo.

—¿A dónde va usted, Mr. Quinn? —gritó el diplomático.

—Vuelvo a España —declaró Quinn.

Lou Collins se plantó delante de él. Había hablado con David Weintraub por la línea privada mientras el Concorde estaba en el aire. «Es un bastardo extraño», le había dicho el DDO; pero dele todo lo que le pida.

—Tenemos un apartamento —dijo en voz baja—. Muy privado, muy discreto. A veces lo empleamos para los primeros interrogatorios a los desertores del bloque soviético. Otras, para hombres de Langley que nos visitan. El DDO se aloja allí.

—Dirección —dijo Quinn.

Collins se la facilitó. Una callejuela en Kensington. Quinn le dio las gracias y siguió andando. Un taxi pasaba por el Outer Circle. Quinn lo paró, murmuró unas instrucciones al chófer y desapareció.

Tardaron quince minutos en salir de la maraña del tráfico. Lou Collins hizo que McCrea y Somerville subiesen a su coche y los condujo a Kensington.

Quinn pagó el taxi y observó el bloque de apartamentos. De todas maneras iban a escucharle. Tratándose de un piso de la Compañía, los micros estarían ya instalados, ahorrando muchas excusas tontas y trabajos de redecoración. El número que él buscaba estaba en el tercer piso. Cuando tocó el timbre, le abrió un hombre de la Compañía, corpulento y de baja graduación. El guardián.

—¿Quién es usted? —preguntó.

—El que se va a quedar aquí —dijo Quinn, entrando—. Y usted se marchará.

Recorrió el apartamento, observando el cuarto de estar, el dormitorio grande y otros dos más pequeños. El guardián estaba hablando frenéticamente por teléfono; le pusieron en comunicación con Lou Collins en el coche de éste, y el hombre se sometió. Malhumorado, recogió sus bártulos. Collins y los dos sabuesos llegaron tres minutos después que Quinn, el cual había elegido el dormitorio principal. Patrick Seymour había seguido a Collins. Quinn contemplo a los cuatro.

—¿Esos dos tendrán que vivir conmigo? —preguntó, señalando con la cabeza a la agente especial Somerville y al GS 12 McCrea.

—Sea razonable, Quinn —le pidió Collins—. Estamos tratando de liberar al hijo del presidente. Todo el mundo quiere saber lo que pasa. No se conformarán. Las autoridades no le permitirán vivir aquí como un monje, sin decirles nada.

Quinn reflexionó un momento.

—Está bien. ¿Qué harán ustedes dos aparte de husmear?

—Podemos serle útiles, Mr. Quinn —dijo McCrea en tono suplicante—. Buscar cosas…, ayudar.

Con sus cabellos lacios, su constante sonrisa y su aire tímido, parecía mucho más joven de sus treinta y cuatro años. Su aspecto correspondía a un estudiante universitario y no a un agente de la CIA. Ahora habló Sam Somerville.

—Soy buena cocinera —manifestó—. Ahora que ha visto la residencia y todo su personal, necesitará alguien que sepa guisar. Estando donde estamos, habría de todos modos alguien que observase.

Por primera vez desde que lo habían conocido, Quinn esbozó una sonrisa. Somerville pensó que esto transformaba un poco al enigmático veterano.

—Está bien —dijo a Collins y a Seymour—: En cualquier caso, tendrán micros ocultos en todas las habitaciones. Ustedes dos vayan y ocupen los dormitorios restantes.

Volvió a Collins y Seymour al alejarse los jóvenes por el pasillo.

—Esto es todo. No quiero más invitados. Tendré que hablar con la Policía británica. ¿Quién es el encargado del asunto?

—El comisario delegado Cramer. Nigel Cramer. El número dos del Departamento SO. ¿Lo conoce?

—Me suena el nombre —dijo Quinn.

En aquel momento, lo que sonó fue el teléfono. Collins lo cogió, escuchó y tapó el micrófono con la mano.

—Es Cramer —dijo—. Está en Winfield House. Fue allí para encontrarse con usted. Quiere venir aquí. ¿De acuerdo?

Quinn asintió con la cabeza. Collins habló con Cramer y le comunicó que podía venir. Cramer llegó al cabo de veinte minutos en un coche sin distintivos de la Policía.

—¿Mr. Quinn? Soy Nigel Cramer. Nos vimos una vez, por poco tiempo.

Entró en el apartamento con paso cauteloso. No conocía su existencia como refugio de la Compañía. Sabía que la CIA lo abandonaría cuando terminase este asunto, y tomaría otro.

Quinn recordó a Cramer en cuanto le vio la cara.

—En Irlanda, hace años, el asunto Don Tidey. Usted era entonces jefe de la Brigada Antiterrorista.

—SO 13, sí. Posee usted buena memoria, Mr. Quinn. Creo que tenemos que hablar.

Quinn condujo a Cramer al cuarto de estar, le invitó a sentarse, ocupó un sillón delante de él e hizo un ademán señalando toda la habitación, para indicar que era seguro que había micrófonos ocultos. Lou Collins podía ser un buen hombre; pero ningún espía es nunca tan amable. El policía británico asintió gravemente con la cabeza. Se daba cuenta de que se hallaba en territorio americano en el corazón de su propia capital; pero todo lo que tenía que decir sería comunicado por él a COBRA.

—Según la frase que ustedes emplean en América, deje que ponga las cartas boca arriba, Mr. Quinn. La Policía Metropolitana tiene primacía en la investigación de este delito. Su Gobierno se halla de acuerdo con esto. Hasta ahora no hemos descubierto gran cosa; pero estamos en el principio y trabajando de firme.

Quinn asintió con la cabeza. Había trabajado muchas veces en habitaciones con micrófonos y hablado por líneas telefónicas intervenidas. Siempre se hacía un esfuerzo por mantener la conversación normal. Comprendió que Cramer hablaba sabiendo que sus palabras serían registradas; de ahí su pedantería.

—Pedimos la primacía en el proceso de negociación y se nos negó a petición de Washington. Tengo que aceptarlo, aunque no me guste. También he recibido instrucciones en el sentido de prestarle toda la colaboración que pueden ofrecer la Met y todos nuestros departamentos oficiales. Y la tendrá. Le doy mi palabra.

—Se lo agradezco mucho, Mr. Cramer.

Sabía que esto sonaba afectadísimo; pero de alguna manera las bobinas empezaban a girar.

—Bien. ¿Qué es lo que desea saber?

—En primer lugar los antecedentes. Lo último que leí fue en Washington… —miró su reloj; y vio que eran las ocho de la tarde en Londres—. Hace más de siete horas. ¿Han establecido ya algún contacto los secuestradores?

—Que nosotros sepamos, no —repuso Cramer—. Ha habido llamadas, desde luego. Algunas evidentemente falsas; otras no con tanta evidencia, y una docena dignas de consideración. En estos últimos casos, pedimos alguna prueba de que tenían realmente a Simon Cormack en su poder…

—¿Cómo? —preguntó Quinn.

—Haciéndoles una pregunta a la que tenían que responder. Sobre algo acaecido durante los nueve meses que Simon ha pasado en Oxford y que sería difícil descubrir. Nadie volvió a llamar para dar la respuesta adecuada.

—Cuarenta y ocho horas no es mucho tiempo para establecer el primer contacto —observó Quinn.

—De acuerdo —admitió Cramer—. Pueden comunicar por correo, con una carta o una cinta magnetofónica; en cualquier caso, deberían de estar en camino. O por teléfono. Si es lo primero, lo traeremos aquí, aunque deseo que nuestros técnicos echen primero un vistazo al papel, el sobre, las envolturas y el escrito, por si hay huellas dactilares, de saliva o de otra clase. Creo que es justo, ¿no? Aquí no hay instalaciones de laboratorio.

—Muy justo —reconoció Quinn.

—Pero, si el primer contacto es por teléfono, ¿cómo piensa usted solucionarlo, Mr. Quinn?

Quinn formuló sus exigencias. Un anuncio público en el programa de «noticias a las diez» pidiendo a quien tuviese en su poder a Simon Cormack que se pusiese en contacto con la Embajada americana, y solamente con ella, por medio de una serie de números de teléfono. Un equipo de telefonistas en una centralita, en el sótano de la Embajada, se encargaría de eliminar las llamadas que se veían eran falsas y pasaría las que pudieran ser auténticas a este apartamento.

Cramer miró a Collins y a Seymour, los cuales asintieron con la cabeza. Montarían la centralita de varias líneas en la Embajada, dentro de la próxima hora y media, antes de que se emitiese el noticiario. Quinn prosiguió:

—Su personal de telecomunicaciones puede averiguar el origen de cada llamada al llegar ésta a la Embajada, y tal vez detener a algún bromista lo bastante estúpido para no emplear un teléfono público o para alargar demasiado la comunicación. No creo que los verdaderos secuestradores sean tan torpes.

—De acuerdo —dijo Cramer—. Hasta ahora, se han mostrado más listos.

—La transmisión debe hacerse sin interrupciones y a uno de los teléfonos de este piso. Hay tres, ¿verdad?

Collins asintió. Uno de ellos estaba en línea directa con su despacho, que se hallaba en el edificio de la Embajada.

—Utilice éste —dijo Quinn—. Cuando yo haya establecido contacto con los verdaderos secuestradores, suponiendo que lo establezca, quiero poder darles otro número, correspondiente a una línea que no le llegue a nadie más que a mí.

—Tendrá usted esa línea dentro de hora y media —prometió Cramer—, un número que jamás ha sido utilizado. Desde luego, tendremos que intervenirlo; pero no se notará en absoluto. Por último, quisiera que dos inspectores jefes detectives viviesen aquí con usted, Mr. Quinn. Son buenos policías y tienen mucha experiencia. Un hombre no puede estar despierto las veinticuatro horas del día.

—Lo siento, pero me niego a ello —dijo Quinn.

—Podrían serle de gran ayuda —insistió Cramer—. Si los secuestradores son británicos, será necesario tener en cuenta acentos regionales, palabras en argot, muestras de tensión o desesperación en la voz del interlocutor, pequeñas pistas que sólo otro británico puede descubrir. No dirán nada, se limitarán a escuchar.

—Pueden oír la conversación —dijo Quinn—; de todos modos, ustedes registrarían cuanto se dijese. Hágalo pasar por los expertos en lenguaje, añada sus propios comentarios sobre lo mal que lo estoy haciendo y tráigame los resultados. Pero yo trabajo solo.

Cramer apretó un poco los labios. Pero obedecía las órdenes. Se puso en pie para marcharse. Quinn se levantó también.

—Le acompañaré hasta su coche —dijo.

Todos sabían lo que significaba esto: en la escalera no había micrófonos. Al llegar a la puerta, Quinn indicó con un movimiento de cabeza a Seymour y Collins que se quedaran donde estaban. Ellos lo hicieron de mala gana. Ya en la escalera, Quinn murmuró al oído de Cramer.

—Sé que no le gusta este sistema. Tampoco yo estoy en la gloria. Confíe en mí. No voy a perder a ese muchacho si puedo evitarlo. Ustedes oirán todo lo que se diga por teléfono. Mi propia gente me oirá también. Esto es como una emisora de radio.

—Está bien, Mr. Quinn, tendrá usted todo lo que yo pueda ofrecerle. Se lo prometo.

—Una última advertencia… —habían llegado a la calle, donde esperaba el coche de la Policía—. No los espante. Si telefonean y mantienen la comunicación demasiado rato, no envíe automóviles a toda velocidad a la cabina telefónica…

—Sabemos esto, Mr. Quinn. Pero haremos que hombres vestidos de paisano se dirijan al lugar del que proceda la llamada. Serán muy discretos, casi invisibles. Si logramos descubrir el número del coche o tener una descripción del físico del hombre, esto podría acortar un par de días la operación.

—Sobre todo, que no les vean —recomendó Quinn—. El hombre de la cabina telefónica estará bajo una horrible presión. No queremos que cese el contacto. Esto podría significar que lo han cortado y echado a correr hacia el bosque, dejando un cadáver tras de sí.

Cramer asintió con la cabeza, le estrechó la mano y subió a su coche.

A la media hora, llegaron los operarios, ninguno de ellos con uniforme de Telecomunicaciones, pero presentando sus tarjetas de identidad profesional. Quinn los recibió con amabilidad. Sabía que venían de MI 5, el servicio de seguridad. Pusieron manos a la obra. Eran hábiles y trabajaban de prisa. Pero la labor más importante se estaba haciendo en la central telefónica de Kensington.

Uno de los operarios, que había desprendido la base del teléfono del cuarto de estar, arqueó un poco una ceja. Quinn fingió no advertirlo. Al tratar de insertar un «micro», el hombre se había encontrado con que ya había uno allí. Pero las órdenes son órdenes; colocó su micrófono junto al americano, estableciendo una nueva relación angloamericana en miniatura. A las nueve y media de la noche, Quinn tenía su línea «relámpago», la línea superprivada (para el público) por la que hablaría con el secuestrador si llegaba a ponerse en comunicación con él. La segunda línea fue conectada de modo permanente a la centralita de la Embajada para los secuestradores «posibles». La tercera la dejaron para llamadas corrientes.

Mayor trabajo se estaba realizando en el sótano de la Embajada, en Grosvenor Square. Diez líneas ya existentes fueron sustituidas. Diez jóvenes damas, unas americanas y otras inglesas, se quedaron sentadas, esperando.

La tercera operación se realizaba en la central de Kensington, donde la Policía montó una oficina para controlar las llamadas que llegasen con destino a la línea privada de Quinn. Como Kensington era una de las nuevas centrales electrónicas, la localización sería rápida, de ocho a diez segundos. A su salida de la central, las llamadas por la línea privada tendrían otras dos derivaciones, una con el centro de comunicaciones de MI 5 en Cork Street, Mayfair, y la otra con el sótano de la Embajada de los Estados Unidos. Cuando se lograse establecer contacto con el secuestrador, se transformaría de centralita telefónica en puesto de escucha.

El operario americano de Lou Collins llegó treinta segundos después de marcharse el grupo británico, para remover todos los micros recién instalados por los ingleses y sintonizar los propios. Así, cuando Quinn hablase fuera del teléfono, solamente sus compañeros americanos le estarían escuchando. «Un buen trabajo», observó Seymour a su colega del MI 5 una semana después, mientras bebía en el Brooks’s Club.

A las diez de la noche, el locutor Sandy Gall, de ITN, miró fijo a la cámara mientras se extinguían los sones del carillón del Big Ben, y pronunció el mensaje dirigido a los secuestradores. Los números de teléfono a los que llamar permanecieron en la pantalla mientras se daban las últimas noticias sobre el secuestro de Simon Cormack, las cuales eran en realidad muy pocas.

En el cuarto de estar de una casa tranquila, a sesenta kilómetros de Londres, cuatro hombres, silenciosos y tensos, observaban la emisión. El jefe traducía rápidamente al francés para dos de ellos. Uno era belga y el otro corso. El cuarto no necesitaba que le tradujesen nada. Su inglés era bueno; pero con el fuerte acento de su África del Sur natal.

Los dos europeos no hablaban inglés en absoluto, y el jefe les había prohibido a todos que saliesen de la casa antes de que el asunto hubiese terminado. Tan sólo él salía y entraba. Siempre por el garaje y siempre en el sedán Volvo, que ahora tenía neumáticos nuevos y placas de matrícula diferentes. Ahora las originales y legítimas. Nunca salía sin su peluca, su barba, su bigote y sus gafas oscuras. Durante sus ausencias, los otros tenían órdenes de no mostrarse, ni siquiera en las ventanas, y desde luego de no abrir la puerta a nadie.

Al pasar el locutor a las situación en Oriente Medio, uno de los europeos hizo una pregunta. El jefe meneó la cabeza.

—Mañana —respondió en francés—, mañana por la mañana.

Más de doscientas llamadas fueron recibidas aquella noche en el sótano de la Embajada. Todas fueron atendidas con cuidado y cortesía; pero a Quinn no le pasaron más que siete. Respondió a todas ellas con amabilidad, llamando «amigo» o «camarada» a su interlocutor, explicando que, por desgracia, «los suyos» tenían que cumplir la enojosa formalidad de comprobar que el que llamaba tenía de verdad a Simon Cormack; siempre muy cortés, les hacía una pregunta sencilla y les pedía que volviesen a llamar cuando tuvieran la respuesta. Nadie lo hizo. En una pausa, entre las tres y la salida del sol, dormitó durante cuatro horas.

Sam Somerville y Duncan McCrea estuvieron con él toda la noche. Sam mencionó su «actuación» por teléfono.

—La cosa todavía no ha empezado —repuso en tono tranquilo.

Pero la tensión sí que había comenzado. Los dos jóvenes la estaban experimentando ya.

Poco después de medianoche, tras haber tomado el Jumbo del mediodía, hora de Washington, Kevin Brown y un equipo escogido de ocho agentes del FBI, llegaron a Heathrow. Avisado de ello, el desesperado Patrick Seymour estaba allí para recibirles. Había puesto al oficial al corriente de la situación a las once de la noche, hora en la que había salido para el aeropuerto. Tuvo que hablarle de la instalación de Quinn en el refugio que él había escogido, en vez de hacerlo en Winfield House, y le explicó todo lo referente al montaje de las intercepciones telefónicas.

—Sabía que le gustaba el jaleo —gruñó Brown, al enterarse del cisco que había armado en el paseo de Winfield House—. Tenemos que vigilar a ese bastardo o hará toda clase de trucos. Vayamos a la Embajada. Dormiremos en literas en el sótano. Si ese tipo se tira un pedo, quiero oírlo, fuerte y claro.

Seymour maldijo para sus adentros. Había oído hablar de Kevin Brown y habría preferido ahorrarse su visita. Ahora, pensó, la cosa iba a ser peor de lo que había temido. Cuando llegaron a la Embajada a la una y media de la mañana, se estaba recibiendo la llamada falsa número ciento seis.

Otras personas dormían poco aquella noche. Dos de ellas eran el comandante Williams, de SO 13, y un hombre llamado Sidney Sykes. Pasaban las horas enfrentándose en la sala de interrogatorios de la comisaría de Policía de Wandsworth, en el sur de Londres. Un segundo oficial presente era el jefe de la Sección de Vehículos de la Brigada de Delitos Graves, cuyos hombres habían descubierto a Sykes.

Por ser éste un ladronzuelo, los dos hombres sentados delante de él estaban ejerciendo una presión enorme, y al terminar la primera hora, se hallaba asustadísimo. Después, las cosas fueron de mal en peor.

La Sección de Vehículos, siguiendo una descripción dada por el albañil de Leicester, había localizado la empresa de recuperación que sacó a la arruinada Transit de su abrazo letal con la excavadora. Una vez establecido que el vehículo tenía el chasis torcido y no podía aprovecharse, la compañía de recuperación ofreció devolverlo a su propietario. Pero, como los gastos de llevarlo de nuevo a Leicester eran superiores a su valor, el hombre había rehusado. El equipo de recuperación lo vendió a Sykes como chatarra, ya que éste tenía un solar para coches destrozados. Los investigadores de la Sección de Vehículos habían pasado el día revolviendo aquel depósito.

Encontraron un barril lleno en sus tres cuartas partes de aceite negro y sucio. Del fondo habían salido veinticuatro placas de matrícula, doce de ellas perfectamente emparejadas, todas confeccionadas en el taller de Sykes y tan auténticas como un billete de tres libras. Un escondrijo debajo de las tablas del suelo de la destartalada oficina del detenido había contenido un fajo de treinta documentos de registro de vehículos, todos ellos pertenecientes a coches y camiones que habían dejado de existir salvo sobre el papel.

El negocio sucio de Sykes consistía en adquirir vehículos destrozados y rechazados por los aseguradores, decir al dueño que informaría a Swansea de que el automóvil ya no debía ser considerado más que como una masa de chatarra, e informar entonces a Swansea de todo lo contrario: de que había comprado el vehículo a su anterior propietario. El ordenador de Swansea archivaría entonces el «hecho». Si el coche quedaba realmente borrado, Sykes se hacía con una documentación legítima, que podía ser aplicada a un vehículo en funcionamiento, de marca y tipo parecido, el cual había sido «birlado» de algún aparcamiento por uno de los socios de dedos largos de Sykes. Con nuevas placas, que coincidiesen con el número de matrícula del vehículo desaparecido, el coche robado podía venderse. El detalle final era rascar los números originales de chasis y de motor, grabar otros nuevos y untarlos con grasa y polvo para engañar al cliente inexperto. Desde luego, esto no engañaba a la Policía; pero como estas ventas se hacían al contado y en metálico, Sykes podía negar más tarde que había visto alguna vez el coche. Imposible que lo hubiese vendido.

Una variación de este timo era tomar una camioneta como la Transit, en buena forma salvo por el chasis torcido, cortar el trozo deformado, sustituirlo por una barra metálica de la misma longitud y poner de nuevo el vehículo en la calle. Una operación ilegal y peligrosa, pero estos coches y camionetas tenían bastantes posibilidades de rodar varios miles de millas más antes de descomponerse.

Enfrentado a las declaraciones del constructor de Leicester, la empresa de recuperación que le había vendido la Transit, como chatarra, por veinte libras, y las impresiones de los números de chasis y motor antiguos y verdaderos, e informado del fin con que se había utilizado la camioneta, Sykes se dio cuenta de que estaba realmente en grave apuro y resolvió decir la verdad.

Recordó, después de estrujar su memoria, que el hombre que había comprado la Transit estuvo rondando un día por el patio, hacía de esto seis semanas, y que, al preguntarle qué hacía allí, le dijo que buscaba una camioneta barata. Por casualidad, Sykes acababa de componer el chasis de la Transit y de pintar ésta de verde. Una hora más tarde, el vehículo salió de su taller mediante el pago de trescientas libras en efectivo. Nunca había vuelto a ver a aquel hombre. Los quince billetes de veinte libras los había gastado hacía tiempo.

—¿Descripción? —preguntó el comandante Williams.

—Estoy tratando de recordarlo —gimió Sykes.

—Procure hacerlo —le apremió Williams—; con ello, el resto de su vida será mucho más fácil.

Mediana estatura, complexión también mediana. Menos de cincuenta años. Cara y modales toscos, su voz no era «distinguida» y el acento le identificaba como no londinense. Cabellos rojizos; podía ser una peluca, pero muy buena. De todos modos, llevaba sombrero a pesar del calor de finales de agosto. Bigote, más oscuro que el cabello; tal vez postizo; pero muy bueno en caso de serlo. Y gafas oscuras. No de sol, solamente de color azul, con montura de concha.

Los tres hombres pasaron dos horas más con el dibujante de la Policía. Williams llevó el retrato robot a Scotland Yard, justo antes de la hora del desayuno, y lo mostró a Nigel Cramer, el cual lo presentó al comité COBRA a las nueve de aquella misma mañana. Lo malo fue que el retrato podía corresponder a cualquiera. Y aquí se acababa la pista.

—Sabemos que la furgoneta fue compuesta por otro mecánico mejor después de Sykes —dijo Cramer al comité—, y que un pintor de rótulos puso el nombre de la compañía frutera Barlow en cada lado del vehículo. Debieron guardarlo en alguna parte, en un garaje con instrumentos de soldadura. Pero si hiciésemos un llamamiento al público, los secuestradores se enterarían y podrían ponerse nerviosos, echar a correr y dejar el cadáver de Simon Cormack en cualquier lugar.

Se convino en enviar la descripción a todas las comisarías de Policía del país; pero no comunicarla a la Prensa ni al público.

Andrew «Andy» Laing pasó la noche estudiando las relaciones de las operaciones bancarias, cada vez más intrincadas, hasta que, justo antes del amanecer, su perplejidad dio paso a la creciente certidumbre de que se hallaba en lo cierto y no había otra explicación.

Andy Laing era el jefe de la sección de Crédito y Marketing de la sucursal en Djedda del Saudi Arabian Investment Bank, una institución establecida por el Gobierno saudita para manejar la mayor parte de las astronómicas sumas de dinero que circulan por aquellos andurriales.

Aunque de propiedad saudita y con una junta directiva compuesta casi toda ella por sauditas, el personal del SAIB era en su mayoría extranjero y aportado por el American Rockman-Queens Bank de Nueva York, de donde había venido Laing.

Era joven, avispado, concienzudo y ambicioso; ansiaba hacer una buena carrera en la Banca y disfrutarla con su estancia temporal en Arabia Saudita. La paga era mejor que en Nueva York; tenía un departamento atractivo y varias amigas entre la numerosa comunidad de expatriados en Djedda; no le preocupaban las restricciones en el consumo de alcohol, y se llevaba bien con sus colegas.

A pesar de que la oficina principal de SAIB se hallaba en Riad; la sucursal donde más se trabajaba era la de Djedda, capital comercial y de negocios de Arabia Saudita. Normalmente, Laing habría salido ya del edificio blanco y almenado, que parecía un fuerte de la Legión Extranjera más que un Banco, y echado a andar hacia la Hyatt Regency para tomar una copa antes de las seis. Pero le faltaba estudiar dos carpetas y, en vez de dejarlo para la mañana siguiente, prefirió trabajar una hora más.

Por eso se encontraba todavía sentado a su mesa cuando el viejo recadero árabe empujaba el carrito lleno de hojas arrancadas del ordenador del Banco, las cuales tenía que distribuir en las correspondientes oficinas de los ejecutivos para que las examinaran al día siguiente. En estas hojas estaban registradas las transacciones del día realizadas en los diversos departamentos del Banco. Pacientemente, el viejo depositó un fajo de impresos sobre la mesa de Laing, saludó con la cabeza y se retiró. Laing le gritó un alegre «Shukran» (se enorgullecía de ser cortés con el personal saudita) y siguió trabajando.

Cuando hubo terminado, miró las hojas que tenía al lado y lanzó un gruñido. Le habían dado unos papeles equivocados. Éstos eran los registros de entradas y salidas de las cuentas corrientes más importantes depositadas en el Banco. Correspondían al director de Operaciones, no al de Crédito y Marketing. Tomó los pliegos y los llevó al despacho vacío del director de Operaciones, Mr. Amin, su colega de Pakistán.

Entonces miró las comunicaciones y algo le llamó la atención. Se detuvo, volvió atrás y empezó a hojear los papeles con detenimiento. En cada uno de ellos aparecía la misma pauta. Puso en marcha su ordenador y le pidió que reprodujese las cuentas de dos clientes. Siempre la misma pauta.

De madrugada estaba seguro de que no había duda. Lo que estaba mirando tenía que ser un fraude importante. Las coincidencias eran demasiado extrañas. Volvió a dejar los impresos sobre la mesa de Mr. Amin y resolvió volar a Riad a la primera oportunidad para entrevistarse con su compatriota americano, el director general Steve Pyle.

Mientras Laing se dirigía a su domicilio por las oscuras calles de Djedda, a ocho husos horarios al oeste de la Casa Blanca, el comité estaba escuchando al doctor Nicholas Armitage, experto psiquiatra del comportamiento que acababa de llegar al Ala Oeste procedente de la Mansión.

—Caballeros, tengo que decirles que la impresión ha afectado a la primera dama en grado mucho mayor que al presidente. Todavía está tomando fármacos bajo la supervisión de su médico. Sin duda el presidente tiene más entereza; pero temo que la tensión está empezando ya a manifestarse y que los signos delatores del trauma causado por el secuestro de su hijo empiezan también a ser visibles.

—¿Qué signos, doctor? —preguntó Odell, sin andarse con rodeos.

El psiquiatra, a quien no gustaba que le interrumpiesen y que nadie lo hacía cuando daba conferencias a los estudiantes, carraspeó.

—Deben ustedes comprender que, en estos casos, la madre puede tener el aliento de las lágrimas, incluso del histerismo. Con frecuencia, el padre sufre más, porque, aparte de la ansiedad normal por el hijo secuestrado, experimenta un profundo sentimiento de culpabilidad, la convicción de que ha sido en cierto modo responsable, de que hubiese debido hacer más, tomar más precauciones, ser más cuidadoso.

—Esto es ilógico por completo —protestó Morton Stannard.

—Aquí no estamos hablando de lógica —dijo el doctor—. Estamos hablando de los síntomas de un trauma, agravado por el hecho de que el presidente estaba… está muy unido a su hijo, lo ama profundamente. Añadan a esto el sentimiento de impotencia, la imposibilidad de hacer algo. Al no haber establecido contacto los secuestradores, ni siquiera sabe si el muchacho está vivo o muerto. Todavía ha pasado poco tiempo; sin embargo, su situación no mejorará.

—Los secuestros como éste pueden durar semanas —comentó Jim Donaldson—. Ese hombre es nuestro jefe ejecutivo. ¿Qué cambios podemos esperar?

—La tensión cederá un poco cuando se produzca el primer contacto, si es que se produce, y se obtengan pruebas de que Simon está vivo —auguró el doctor Armitage—. Pero el alivio no durará mucho. Con el paso del tiempo, su estado empeorará. Sufrirá una tensión enorme, la cual lo conducirá a la irritabilidad. Padecerá insomnio, aunque eso puede remediarse con medicamentos. Por último, descuidará los asuntos propios de su cargo…

—En este caso, el gobierno del maldito país —concluyó Odell.

—Y falta de concentración, pérdida de la memoria en asuntos oficiales. En una palabra, caballeros, la mitad o más de la mente del presidente estará obsesionada con su hijo, y otra parte de su pensamiento la ocupará la preocupación por su esposa. En algunos casos, incluso después de la liberación de un hijo secuestrado, ha habido padres que han necesitado meses, incluso años, de terapia postrauma.

—En otras palabras —dijo el fiscal general Bill Walters—, tenemos medio presidente, o tal vez menos.

—Oh, vamos —intervino el secretario del Tesoro, Reed—, este país ha tenido presidentes sobre la mesa de operaciones o incapacitados en el hospital. Bastará con que nos encarguemos del gobierno, llevemos las cosas como él las habría llevado, molestemos a nuestro amigo lo menos posible…

Su optimismo provocó poco entusiasmo. Brad Johnson se levantó.

—¿Por qué diablos no establecerán contacto esos bastardos? —preguntó—. Han pasado casi cuarenta y ocho horas.

—Al menos tenemos un negociador que está esperando su primera llamada —dijo Reed.

—Y también una fuerte presencia en Londres —añadió Walters—. Mr. Brown y su equipo del FBI llegaron allí hace dos horas.

—¿Qué demonios está haciendo la Policía británica? —murmuró Stannard—. ¿Por qué no pueden encontrar a esa gentuza?

—Como acaban de decir, todavía no han pasado cuarenta y ocho horas —observó el secretario de Estado, Donaldson—. Inglaterra no es tan grande como los Estados Unidos; pero, con sus cincuenta y cuatro millones de habitantes, hay muchos sitios donde ocultarse. ¿Recuerdan cuánto tiempo retuvo el Ejercito Simbiótico de Liberación a Patty Hearst, con todo el FBI dándoles caza? Meses.

—Veamos las cosas como son, amigos —dijo Odell, con voz cansina—, el problema es que nada más podemos hacer. Éste era el problema. Nadie podía hacer nada.

El muchacho del que hablaban estaba viviendo su segunda noche de cautiverio. Pero él no sabía que, había alguien que se la pasaba de guardia en el pasillo, delante de su celda. El sótano de la casa de las afueras podía estar hecho de hormigón; pero si el muchacho decidía chillar y gritar, los secuestradores estaban preparados para dominarlo y amordazarlo. No cometió ese error. Resuelto a calmar su miedo y a comportarse con dignidad, en la medida de lo posible, hizo dos docenas de ejercicios gimnásticos, mientras un ojo escéptico le observaba a través de la mirilla. No tenía reloj (se lo había quitado para correr) y estaba perdiendo la noción del tiempo. La luz se hallaba constantemente encendida; no obstante, cuando calculó que sería la medianoche (se equivocó en dos horas) se tumbó y acurrucó en la cama, se cubrió la cabeza con la delgada manta para protegerse lo más posible del resplandor de la bombilla, y se durmió. Al mismo tiempo, la última docena de llamadas falsas eran recibidas en la Embajada de su país, a sesenta kilómetros de allí, en Grosvenor Square.

Kevin Brown y su equipo de ocho hombres no tenían ganas de dormir. Después del vuelo sobre el Atlántico, sus relojes corporales se regían todavía por la hora de Washington, o sea cinco menos que en Londres.

Brown insistió en que Seymour y Collins le mostrasen la centralita telefónica del sótano y puesto de escucha de la Embajada, donde, en una oficina al final del complejo, los técnicos americanos (no se había permitido la entrada a los ingleses) habían montado altavoces en la pared para recibir los sonidos registrados por los diversos micros en el apartamento de Kensington.

—Hay dos micros en el cuarto de estar —informó Collins de mala gana.

No veía la razón de que tuviese que explicar las técnicas de la Compañía al hombre del FBI, pero debía cumplir las órdenes y, en cualquier caso, el apartamento de Kensington estaba «quemado» desde un punto de vista operacional.

—Si un agente importante de Langley usara aquel lugar como base, desde luego los micros serían desactivados; pero si estuviésemos interrogando allí a un soviético, los micrófonos invisibles serían menos turbadores que un magnetófono funcionando sobre la mesa. El cuarto de estar sería el lugar preferente para los interrogatorios. También hay otros dos en el dormitorio principal. Quinn duerme allí, aunque no en este momento, como escucharán ustedes. Y se han puesto otros en las dos habitaciones restantes y en la cocina.

»Por respeto a Miss Somerville y a nuestro agente McCrea, hemos desactivado los de los dos dormitorios más pequeños. Ahora bien, si Quinn entrase en uno de ellos para alguna conversación confidencial, los reactivaríamos tocando aquí y aquí.

Indicó dos botones en la consola principal. Brown asintió con la cabeza.

—De todos modos, si él hablase a uno de los dos fuera del alcance de los micrófonos, supongo que nos informarían de ello, ¿no?

Collins y Seymour asintieron.

—Para eso están allí —añadió Seymour.

—Aquí tenemos tres teléfonos —siguió diciendo Collins—. Uno es la nueva línea directa. Quinn sólo la empleará cuando esté convencido de que habla con los auténticos secuestradores, y por ningún otro motivo. Toda conversación por esta línea será interceptada en la centralita de Kensington por los ingleses y transmitida a este altavoz. En segundo lugar, existe una comunicación directa con esta habitación, y es la que está empleando ahora para hablar con uno que creemos que es un bromista, pero que puede no serlo. Esta conexión pasa también por la centralita de Kensington. Y aquí se encuentra la tercera línea, una línea corriente de salida y entrada, también interceptada pero que no es probable que utilice, a menos que quiera telefonear a otra parte.

—¿Quiere usted decir que los ingleses están escuchando también todo esto? —preguntó Brown, en tono severo.

—Nada más que lo que pase por las líneas telefónicas —dijo Seymour—. Tenemos que contar con su colaboración para los teléfonos; las centralitas son suyas. Además, pueden ayudarnos en las maneras de hablar, los defectos de lenguaje, los acentos regionales. Y, desde luego, la localización de las llamadas tiene que ser hecha por ellos, partiendo de la central de Kensington. Nosotros no poseemos una línea que no pueda ser intervenida desde el apartamento a este sótano.

Collins tosió.

—Disponemos de ella —dijo—; pero sólo funciona para los micros de las habitaciones. Tenemos dos pisos en aquella manzana. Todo lo que recogen los micrófonos de las habitaciones es transmitido por comunicación interior a nuestro segundo y más pequeño apartamento en el sótano. Ahora tengo un hombre allá abajo. En la planta subterránea, se mezcla el sonido, se transmite por radio en onda corta al piso de arriba, donde lo reciben, lo aclaran y nos lo envían aquí abajo.

—¿Lo transmiten por radio, a una distancia de tan sólo kilómetro y medio? —preguntó Brown.

—Señor, mi agencia se entiende muy bien con los ingleses. Pero ningún servicio secreto del mundo transmitiría información reservada por líneas que pasan por debajo de una ciudad a la que no controla.

A Brown le gustó aquello.

—Conque los ingleses pueden oír las conversaciones telefónicas, pero no lo que se habla en la habitación, ¿eh?

En realidad, se equivocaba. En cuanto MI 5 supo lo del apartamento de Kensington, se enteró de que a dos inspectores jefes de la Metropolitan no se les había permitido vivir en él y que sus propios micrófonos ocultos habían sido eliminados, calcularon que tenía que haber un segundo apartamento americano allí, para transmitir los interrogatorios de los soviéticos al control de la CIA en cualquier otra parte. Al cabo de una hora, los aparatos registradores del bloque de apartamentos habían descubierto la pequeña habitación en el sótano. A media noche, un equipo de fontaneros encontró los hilos de conexión instalados en el sistema de calefacción central y los interceptaron en un apartamento de la planta baja, a cuyo inquilino se pidió cortésmente que se tomase unas vacaciones para el servicio de Su Majestad. Al salir el sol, todo el mundo estaba escuchando a todo el mundo.

El hombre de ELINT (información electrónica) de Collins, que estaba en la consola, alzó los auriculares de sus oídos.

—Quinn ha terminado con el que llamaba —dijo—. Ahora hablarán entre ellos. ¿Quiere oírlo, señor?

—Claro —repuso Brown.

El operario hizo que la conversación del cuarto de estar de Kensington pasara de los auriculares al altavoz de la pared. Se oyó la voz de Quinn:

—… muy bien. Gracias, Sam. Con leche y azúcar.

—¿Cree que volverá a llamar, Mr. Quinn? (McCrea)

—No. Parecía posible, pero me olió mal. (Quinn)

Los hombres del sótano de la Embajada se volvieron para marcharse. Se habían instalado camas en varias oficinas próximas. Brown quería estar siempre al pie del cañón. Designó a dos de sus ocho hombres para que hiciesen la guardia nocturna. Eran las dos y media de la mañana.

Las mismas conversaciones, por teléfono y en el cuarto de estar, habían sido escuchadas y registradas en el centro de comunicaciones de MI 5 en Cork Street. En la central de Kensington, la Policía oyó solamente la llamada telefónica, la localizó en ocho segundos en una cabina de Paddington y envió a un agente de paisano de la Comisaría de Paddington Green a la cabina, que estaba a unos doscientos metros. Detuvo a un viejo con antecedentes de enajenación mental.

A las nueve de la mañana del tercer día, una de las muchachas de Grosvenor Square recibió otra llamada. La voz era inglesa, seca, breve.

—Póngame con el Negociador.

La joven palideció. Nadie había usado nunca esta palabra. Mantuvo su tono amable.

—Ahora mismo, señor.

Quinn levantó el aparato mientras sonaba el primer timbrazo. La muchacha dijo, en un rápido murmullo:

—Alguien pregunta por el Negociador. No ha dicho más.

Al cabo de medio segundo, se establecía la comunicación. La voz grave, tranquilizadora, de Quinn, sonó en los altavoces.

—¿Quería hablar conmigo?

—Usted desea que le devuelvan a Simon Cormack, pero el precio será alto. Muy alto. Ahora escúcheme…

—No, amigo mío, escúcheme usted. Hoy he recibido ya una docena de llamadas falsas. No puede imaginarse cuántos locos andan sueltos por el mundo. Hágame un favor; conteste a una sencilla pregunta…

En Kensington, los indicadores localizaron la llamada en ocho segundos. Hitchin, Hertfordshire…, una cabina pública en… la estación de ferrocarril. Cramer lo supo en el Yard diez segundos más tarde; la Policía de la Comisaría de Hitchin tardó más en ponerse en marcha. Su hombre saltó a un coche medio minuto después, y fue dejado transcurrido un minuto a dos esquinas de la estación. Se dirigió andando a las cabinas telefónicas. Llegó a los ciento cuarenta y un segundos de haber empezado la llamada. Demasiado tarde. El hombre había comunicado durante medio minuto y estaba ya a tres calles de distancia, perdido entre el gentío de la mañana.

McCrea miró sorprendido a Quinn.

—Le ha colgado —dijo.

—Tenía que hacerlo —le contestó Quinn lacónico—. Cuando yo hubiese terminado de hablar, habría pasado el tiempo.

—Si le hubiese entretenido —comentó Sam Somerville—, la Policía habría podido pillarle.

—Si es el hombre que nos interesa, quiero que se confíe, no asustarlo… todavía —dijo Quinn, y guardó silencio.

Parecía relajado; sus dos acompañantes estaban tensos, mirando muy fijos el teléfono, como si fuese a sonar de nuevo. Quinn sabía que el hombre no podía acudir a otra cabina antes de un par de horas. En su vida de combatiente, hacía mucho tiempo que había aprendido esto: Si lo único que puedes hacer es esperar, relájate.

En Grosvenor Square, Kevin Brown había sido despertado por uno de sus hombres y corrió al puesto de escucha, a tiempo para oír las últimas palabras de Quinn:

¿…es el nombre de aquel libro? Contésteme a esto y vuelva a llamarme. Estaré esperando, amigo. Adiós.

Collins y Seymour se reunieron con él, y los tres escucharon la repetición. Después conectaron el altavoz de pared y les llegó lo que decía Sam Somerville.

—Bien —gruñó Brown.

Entonces oyeron la respuesta de Quinn.

—¡Imbécil! —exclamó Brown—. Dos minutos más y habrían pillado a ese bastardo.

—Habrían pillado a uno —observó Seymour—. Los otros todavía tienen al muchacho.

—Por eso mismo. Había que prenderlo y hacer que revelase el sitio donde se ocultan —sentenció Brown, golpeando con un puño la palma de la otra mano.

—Probablemente tienen fijado un plazo. Es algo que nosotros solemos hacer, para el caso de que uno de los nuestros caiga en una trampa. Si ése no volviese a su escondrijo dentro de, digamos, noventa minutos, habida cuenta del tráfico, los otros sabrían que lo habían cogido. Despacharían al muchacho y desaparecerían.

—Mire usted, señor, esos hombres no tienen nada que perder —añadió Seymour, para irritación de Brown—. Aunque se descubriesen y devolviesen a Simon, pasarían en la cárcel el resto de su vida. Porque mataron a dos hombres del Servicio Secreto y a un policía inglés.

—Ojalá sepa ese Quinn lo que está haciendo —dijo Brown mientras salía.

A las diez y cuarto hubo tres suaves llamadas a la puerta de la celda de Simon Cormack. Él se puso la capucha. Cuando se la quitó, vio una cartulina apoyada en la pared, junto a la puerta.

CUANDO ERAS PEQUEÑO E IBAS DE VACACIONES A NANTUCKET, TU TÍA EMILY SOLÍA LEERTE SU LIBRO PREDILECTO. ¿QUÉ LIBRO ERA?

Simon miró la cartulina. Sintió una oleada de alivio. Alguien estaba en contacto. Alguien había hablado con su padre en Washington. Alguien estaba tratando de rescatarle. Se esforzó en dominarlas, pero las lágrimas acudieron a sus ojos. Le estaban observando a través de la mirilla. Sorbió; no tenía pañuelo. Pensó en su tía Emily, la hermana mayor de su padre, tan elegante con sus vestidos largos de algodón; le llevaba de paseo por la playa, le hacía sentarse sobre la hierba y le leía cosas de animalitos que hablaban como seres humanos y se comportaban como perfectos caballeros. Sorbió de nuevo y gritó la respuesta a la mirilla. Ésta se cerró, la puerta se abrió un poco y una mano enguantada de negro asomó por la rendija y retiró la cartulina.

El hombre de la voz cascada volvió a llamar a la una y media de la tarde. La conexión con la Embajada fue inmediata. La llamada se localizó en once segundos: una cabina en unas galerías comerciales de Milton Keynes, Buckinghamshire. Cuando el policía de paisano de la Comisaría de Milton Keynes llegó a la cabina y miró a su alrededor, hacía noventa segundos que el hombre se había ido. Al hablar por teléfono, no había perdido tiempo.

—El libro —dijo— se titula El Viento entre los Sauces.

—Muy bien, amigo, usted es el hombre con quien esperaba hablar. Ahora anote este número, cuelgue y llámeme desde otra cabina. Es una línea privada, en la que sólo yo puedo escuchar. Tres-siete-cero, cero-cero-cuatro-cero.

De nuevo colgó el aparato. Esta vez levantó la cabeza y habló a la pared.

—Collins, puede decir a Washington que tenemos a nuestro hombre. Simon está vivo. Quieren hablar. Puede desmontar la centralita telefónica en la Embajada.

Le oyeron perfectamente. Todos le oyeron. Collins usó su línea secreta con Weintraub, en Langley, y éste se lo dijo a Odell, el cual lo comunicó al presidente. A los pocos minutos, se dijo a las telefonistas de Grosvenor Square que podían retirarse. Hubo una última llamada, de una voz lastimera, gemebunda.

—Somos el Ejército de Liberación Proletaria. Tenemos a Simon Cormack. A menos que América destruya todas sus armas nucleares…

La voz de la telefonista no pudo ser más melosa.

—Encanto —dijo—, anda y que te zurzan.

—Ha vuelto a hacerlo —dijo McCrea—. Le ha colgado el teléfono.

—Tiene razón —observó Sam—. Esa gente puede estar loca. Si los trata de esta manera, ¿no pueden enfadarse y hacer daño a Simon Cormack?

—Es posible —dijo Quinn—; pero confío estar en lo cierto y creo que lo estoy. No se trata de terroristas políticos. Ojalá éste no sea más que un asesino profesional.

Los otros se quedaron pasmados.

—¿Qué hay de bueno en un asesino profesional? —preguntó Sam.

—No mucho —reconoció Quinn, parecía extrañamente aliviado—, pero el profesional sólo trabaja por dinero. Y hasta ahora, él no lo tiene.