CAPÍTULO V

David Weintraub estuvo fuera de Washington exactamente veinte horas. En el vuelo de ocho horas de Rota a Andrews, ganó ocho gracias a la diferencia de horario, y aterrizó en la estación de Maryland del ochenta y nueve Puente Aéreo Militar a las cuatro de la mañana. Durante aquel período, dos Gobiernos, en Washington y en Londres, habían estado virtualmente asediados.

Hay pocas cosas tan impresionantes como las fuerzas combinadas de los medios de comunicación del mundo, cuando han perdido completamente el sentido de moderación. Su apetito es insaciable; su metodología, brutal.

Los aviones que salían de los Estados Unidos para Londres, o para cualquier otro aeropuerto británico, estaban atestados desde las puertas de entrada hasta los retretes, al enviar cada empresa de noticias americana digna de este nombre un equipo a la capital británica. Al llegar, se volvían locos; continuamente tropezaban con obstáculos y no tenían nada que decir. Londres había convenido con la Casa Blanca no pasar de la primera y escueta declaración. Desde luego, no era gran cosa.

Reporteros y equipos de televisión montaban guardia delante de la solitaria casa de Woodstock Road, como si sus puertas pudiesen abrirse y salir por ellas el joven desaparecido. Pero siguieron herméticamente cerradas mientras el equipo del Servicio Secreto, por orden de Creighton Burbank, empaquetaba hasta el último objeto y se preparaba para marcharse.

El forense de Oxford City, haciendo uso de las facultades previstas en la Sección veinte de la Coroners Amendment Act, entregó los cuerpos de los dos agentes muertos del Servicio Secreto, en cuanto los patólogos del Home Office hubieron terminado con ellos. Técnicamente, fueron entregados al embajador Charles Fairweather en representación de los parientes más próximos; en realidad, fueron escoltados por un alto miembro del personal de la Embajada hasta la base de la USAF en la próxima Upper Heyford, donde una guardia de honor presenció cómo se embarcaban los féretros en un transporte con destino a la Base de Andrews, acompañados de los otros diez agentes que casi habían sido atropellados por los periodistas al salir de la casa en Summertown.

Volvían a los Estados Unidos, para ser recibidos por Creighton Burbank y empezar los largos interrogatorios a fin de descubrir qué era lo que había andado mal. Nada tenían ya que hacer en Inglaterra.

Incluso cuando fue cerrada la casa de Oxford, un pequeño y desalentado grupo de reporteros siguió esperando frente a ella, por si ocurría cualquier cosa allí. Unos cuantos persiguieron en la ciudad universitaria a todos los que habían conocido a Simon Cormack: profesores, condiscípulos, personal de la Universidad, camareros, atletas. Otros dos americanos que estudiaban en Oxford, aunque en diferentes colegios, tuvieron que esconderse. La madre de uno de ellos, localizada en América, tuvo la bondad de declarar que traería inmediatamente a su hijo a casa, para que estuviese seguro en el centro de Miami. Le dedicaron un párrafo en los periódicos y apareció en un concurso de la televisión local.

El cuerpo del sargento Dunn fue entregado a su familia, y la Policía de Thames Valley preparó un entierro con todos los honores.

Todas las piezas de prueba fueron llevadas a Londres. El material militar fue a parar al Royal Armoured Research and Development Establishment de Fort Halstead, en las afueras de Sevenoaks, Kent, donde se identificaron rápidamente las municiones de la Skorpion, haciendo hincapié en la probabilidad de que terroristas europeos estuviesen comprometidos en el suceso. Esto no se hizo público.

Las otras pruebas pasaron a poder del laboratorio de la Policía Met en Fulham, Londres. Consistían en hojas de hierba aplastadas y manchadas de sangre, terrones de barro, moldes de las huellas de neumáticos, el gato, moldes de pisadas, las balas extraídas a los tres cadáveres y fragmentos de cristal del parabrisas del automóvil que seguía al corredor. Antes de la noche del mismo día de los hechos, parecía como si hubiese pasado una aspiradora por Shotover Plain.

El coche fue llevado en un camión a la Sección de Vehículos de la Brigada de Delitos Graves, pero mucho más interesante era la camioneta Transit recobrada del incendiado granero. Los expertos trajinaron entre las vigas carbonizadas hasta que salieron negros como el hollín. La herrumbrosa cadena del granjero fue desprendida de la verja como si fuese una cascara de huevo, pero lo único que pudo averiguarse fue que había sido cortada con una sierra corriente para metales. Una pista más importante eran las huellas del sedán que había salido de aquel campo después del suceso.

La destrozada camioneta Transit fue llevada a Londres por una grúa y hecha pedazos poco a poco. Las placas de matrícula eran falsas, pero los delincuentes habían hecho un buen trabajo; los números correspondían a una camioneta fabricada aquel año.

La camioneta fue investigada; al menos estaban seguros de que había sido puesta a punto por un mecánico competente. Alguien había tratado de borrar los números del chasis y del motor empleando una muela de carburo de tungsteno, que podía adquirirse en cualquier ferretería, aplicada a un taladro mecánico. No había bastado. Los números quedaban grabados en el metal y un examen espectroscópico reveló su impresión más profunda en el interior del metal.

El ordenador central de vehículos de Swansea dio el número de matrícula original y el nombre del último propietario conocido. Según el ordenador, éste vivía en Nottingham. Se visitó su domicilio; el hombre se había trasladado sin dejar señas. Con gran reserva, se inició la búsqueda de aquel hombre.

Nigel Cramer informó cada hora al comité COBRA, y sus oyentes informaron a su vez a los diversos departamentos. Langley autorizó a Lou Collins, su hombre en Londres, a confesar que también ellos estaban valiéndose de todos y cada uno de los agentes de infiltración que podían tener en los grupos terroristas europeos. Eran bastantes. Los servicios de contraespionaje y antiterroristas de todos los países en que existían tales grupos, ofrecieron asimismo toda la ayuda posible. La caza se había intensificado al máximo, pero sin dar todavía ningún resultado positivo. Y los secuestradores no habían establecido contacto. Desde el momento en que se tuvieron las primeras noticias, fueron interferidas las líneas telefónicas de Kidlington, Scotland Yard, la Embajada de los Estados Unidos en Grosvenor Square y todas las oficinas oficiales. Hubo que reclutar más personal telefónico. Por ellos se supo que el público británico estaba tratando realmente de ayudar. Cada llamada era comprobada; casi todas las otras investigaciones criminales quedaron suspendidas. Entre los miles de llamadas, las había de tipos estrafalarios, de fantasiosos, de bromistas, de optimistas, de gente alentadora, de personas solícitas y de locos.

El primer filtro era la línea de los operadores de las centralitas; después, los miles de agentes de policía que escuchaban con suma atención y convinieron en que el objeto en forma de cigarro que se había visto en el cielo podía ser muy importante y debería ser puesto en conocimiento de la Primera Ministra. El último colador correspondía a los oficiales de policía que interrogaban a quienes consideraban que ofrecían alguna posibilidad. Entre ellos se hallaban dos conductores que por la mañana habían visto la camioneta verde entre Wheatley y Stanton St. John. Pero todo se acababa en el granero.

Nigel Cramer había resuelto unos cuantos casos en su tiempo; pasó de simple agente a detective, y realizó este trabajo durante treinta años. Sabía que los delincuentes dejaban huellas; cada vez que uno toca algo, deja un pequeño rastro. El buen policía sabía encontrarlo, y más con la tecnología moderna, si prestaba bastante atención. Sólo se requería tiempo; pero él no lo tenía. Había intervenido en algunos casos urgentes, aunque ninguno tanto como éste.

También sabía que, a pesar de toda la tecnología del mundo, el detective que triunfaba era, por lo general, el que tenía más suerte. Casi siempre intervenía la suerte cuando se «solucionaba» un caso; buena suerte para el detective y mala para el delincuente. Si no la había, éste podía escapar. Sin embargo, uno podía crear su propia «suerte», y Nigel dijo a sus desparramados equipos que no pasaran nada por alto, absolutamente nada, por muy tonto o fútil que pudiese parecer. Pero, después de veinticuatro horas, empezó a pensar, como sus colegas de Thames Valley, que no iba a ser un caso «rápido». Los secuestradores habían escapado, y encontrarlos supondría un trabajo duro.

Y estaba el otro factor: el rehén. Que fuese el hijo del presidente era una cuestión política, no de la Policía. El hijo del jardinero era también una vida humana. Para perseguir a hombres con un saco de dinero robado, o a asesinos, se iba derecho al objetivo. En un caso de secuestro, la caza tenía que ser muy sigilosa. Si se asustaba mucho a los secuestradores, éstos, a pesar de su inversión de tiempo y de dinero para cometer el delito, podían echar a correr, dejando el rehén muerto detrás de ellos. Así lo dijo a un sombrío comité poco antes de que fuera medianoche en Londres. Una hora más tarde, en España, David Weintraub estaba tomando un vaso de vino con Quinn. Cramer, el poli británico, no sabía nada de ello. Todavía.

Scotland Yard reconocerá en privado que sostiene con la Prensa británica mejores relaciones de lo que a veces parece. En asuntos pequeños, con frecuencia se irritan mutuamente; pero cuando el problema es grave de verdad, los directores y los dueños de los periódicos que reciben una petición en serio suelen acceder y mostrarse reservados. El asunto es «grave» cuando vidas humanas o la seguridad nacional se encuentran en peligro. Por tal razón algunos casos de secuestro han sido llevados sin publicidad alguna, aunque los directores conociesen casi todos los detalles.

En este caso, debido al avispado y joven reportero de Oxford, se había levantado ya la liebre; poco podía hacer la Prensa británica para guardar reserva. Pero Sir Peter Imbert, el comisario, se reunió personalmente con ocho propietarios y veinte directores de periódicos y con los jefes de los dos canales de televisión y de doce emisoras de radio. Arguyó que, dijera lo que dijera la Prensa extranjera, lo más probable era que los secuestradores, escondidos en algún lugar de Gran Bretaña, escucharan la radio británica, vieran la televisión británica y leyeran los periódicos británicos. Pidió que no se publicasen reportajes disparatados en el sentido de que la Policía los estaba cercando y que el asalto de su fortaleza era inminente. Ésta era el tipo de noticia que podía aterrorizarlos e inducirles a matar a su rehén. Los hombres de la Prensa accedieron.

Era de madrugada en Londres. Mucho más al sur, un VC20A volaba sobre las oscuras Azores, con destino a Washington.

En realidad, los secuestradores estaban escondidos. Atravesando Buckingham la mañana anterior, el Volvo había cruzado la autopista M-1 al este de Milton Keynes y girado hacia el sur en dirección a Londres, uniéndose al gran torrente de vehículos que rodaban a aquella hora hacia la capital, y perdiéndose entre los enormes camiones y los coches que se dirigían al sur desde sus hogares en Buckinghamshire, Bedfordshire y Hertfordshire y hacia Londres. Al norte de la capital, el Volvo había entrado en la M-25, la gran autopista orbital que rodea la ciudad a unos cuarenta kilómetros de su centro. Desde la M-25, las carreteras arteriales que enlazan las provincias a Londres se extendían como los radios de una rueda.

El Volvo había tomado en definitiva uno de estos radios y, antes de las diez de la mañana, entró en el garaje de una casa solitaria en una avenida flanqueada de árboles a un kilómetro y medio del centro de una pequeña población a menos de sesenta kilómetros, en línea recta, de Scotland Yard. La casa había sido bien elegida; no tan aislada como para despertar interés con su compra, ni demasiado cerca de vecinos curiosos. Tres kilómetros antes de que el Volvo llegase a ella, el jefe del equipo ordenó a los otros tres que se agachasen por debajo del nivel de las ventanillas. Los dos de la parte de atrás, uno encima del otro, se cubrieron con una manta. Cualquiera que hubiese estado mirando habría visto un hombre solo, en traje de calle y con barba, cruzando la verja con su coche y metiéndolo en el garaje.

La puerta de éste se abrió automáticamente por un mando a distancia desde dentro del coche y fue cerrada de la misma manera. Sólo entonces permitió el jefe que sus acompañantes se levantasen y se apearan. El garaje formaba parte integrante de la casa y se llegaba a él por una puerta de comunicación.

Los cuatro hombres volvieron a ponerse los monos negros y las negras máscaras antes de abrir el portaequipajes. Simon Cormack estaba aturdido, tenía desenfocada la visión y cerró los ojos con fuerza al cegarle la luz de una linterna. Antes de que pudiese adaptar la mirada, le cubrieron la cabeza con una capucha de sarga negra. No vio nada de sus secuestradores.

Medio inconsciente, fue introducido en la casa y bajado al sótano, el cual había sido preparado: limpio, blanco, con suelo de hormigón, una luz en el techo resguardada por un globo de material irrompible, una cama de acero atornillada al suelo y un retrete con tapa de plástico. Había una mirilla en la puerta; ésta se cerraba por fuera y estaba asegurada con dos cerrojos de acero.

Los hombres no eran brutales; se limitaron a depositar al joven sobre la cama, y el gigante le mantuvo inmóvil mientras uno de los otros le sujetaba el tobillo con una manilla, no tan apretada como para causarle gangrena, pero sí lo bastante para que no pudiese deslizar el pie. El hombre cerró la otra manilla. Por ella pasaba una cadena de acero de tres metros que fue sujetada sobre sí misma. El otro extremo de la cadena estaba ya amarrado alrededor de una pata de la cama. Entonces lo dejaron solo. No le habían dicho una palabra, ni nunca se la dirían.

El joven esperó media hora antes de atreverse a arrancarse la capucha. No sabía si ellos estaban todavía allí, aunque había oído cerrarse una puerta y chirriar unos cerrojos. Tenía las manos libres, y se quitó la capucha muy despacio. Nadie le golpeó, nadie le gritó. Pestañeó al recibir la luz; después acomodó la visión y miró a su alrededor. Su memoria estaba confusa. Recordó haber corrido sobre la blanda y elástica hierba y visto una camioneta verde y un hombre que cambiaba un neumático; dos figuras de negro acercándose a él, el estruendo de un tiroteo, el impacto, la sensación de un peso sobre él y de la hierba en su boca.

Recordó la puerta abierta de la camioneta, su intento de gritar, sus miembros temblorosos, los colchones en el interior del vehículo, el hombrón sujetándole, algo dulce y aromático sobre su boca, y después nada. Hasta ahora. Hasta esto. De pronto comprendió. Con la comprensión, vino el miedo. Y también la soledad, el aislamiento total. Trató de ser valiente, pero las lágrimas del temor subieron a sus ojos y gotearon de ellos.

—¡Oh, papá! —murmuró—. Papá, lo siento. Ayúdame.

Si Whitehall tenía problemas con la ola de llamadas telefónicas y de preguntas por parte de la Prensa, la presión sobre la Casa Blanca era tres veces mayor. La primera declaración de Londres sobre el suceso había llegado a las siete de la tarde, hora de Londres, y la Casa Blanca había sido advertida de su llegada una hora antes. Pero no eran más que las dos de la tarde en Washington, y la reacción de los medios de comunicación americanos había sido frenética.

Craig Lipton, secretario de Prensa de la Casa Blanca, se pasó una hora en el Salón del Gabinete, recibiendo instrucciones acerca de lo que tenía que decir. Lo malo estaba en que era muy poco. Se podía confirmar el hecho del secuestro, así como la muerte de dos hombres del Servicio Secreto. Además de explicar que el hijo del presidente era un buen atleta, especialista en cross-country, y que estaba realizando una carrera de entrenamiento cuando fue secuestrado.

Desde luego, no era mucho. No hay percepción retrospectiva más brillante que la de un periodista defraudado. Creighton Burbank, aun reconociendo que no criticaría al presidente ni culparía al propio Simon, dejó bien claro que no iba a permitir que se crucificase a su Servicio por fallar en la protección, cuando él había pedido más hombres. Se llegó a un compromiso que no engañaría a nadie.

Jim Donaldson señaló que, como secretario de Estado, tenía que mantener relaciones con Londres y que, en todo caso, cualquier fricción violenta entre las dos capitales serviría de poco y podría causar graves daños; insistió en que Lipton recalcase que un sargento de la Policía británica había sido también asesinado. Se convino en esto, aunque en definitiva el cuerpo de Prensa de la Casa Blanca le prestó poca atención.

Poco después de las cuatro de la tarde Lipton se enfrentó con una Prensa vocinglera e hizo su declaración. El acto era transmitido en directo por la televisión y la radio. En cuanto terminó, se armó el gran alboroto. Él dijo que no podía responder a más preguntas. Fue como si una víctima del Coliseo de Roma hubiese dicho a los leones que, en realidad, era un débil cristiano. El jaleo aumentó. Muchas preguntas no pudieron escucharse, pero algunas llegaron a los oídos de cien millones de americanos y dejaron su semilla. ¿Culpaba la Casa Blanca a los británicos? Pues bueno, no… ¿Por qué no? ¿Acaso no eran ellos los encargados de la seguridad en su país? Bueno, sí; pero… Entonces, ¿culpaba la Casa Blanca al Servicio Secreto? No exactamente… ¿Por qué había allí sólo dos hombres custodiando al hijo del presidente? ¿Cómo podía éste correr casi solo en un descampado? ¿Era verdad que Creighton Burbank había presentado la dimisión? ¿Habían dicho ya algo los secuestradores? A esta última pregunta habría podido responder con alivio que «no»; sin embargo, le estaban ya incitando a salirse de sus instrucciones. Ésta era la cuestión. Los reporteros pueden oler a un portavoz que se escapa lo mismo que un queso Limburger.

Por fin consiguió Lipton retirarse, bañado en sudor y resuelto a volver a Grand Rapids. La furia de trabajo en la Casa Blanca se estaba agotando con rapidez. Los locutores y periodistas dirían lo que les viniese en gana, con independencia de las respuestas dadas a sus preguntas. Al anochecer, el tono de la Prensa se estaba volviendo hostil a Gran Bretaña.

En la Embajada británica en Massachussetts Avenue, el agregado de Prensa, que había tenido noticias de la CIA, hizo una declaración. Aun expresando el sentimiento y la indignación de su país por lo ocurrido, hizo observar dos cosas: que la Policía de Thames Valley había representado un papel secundario porque se lo habían pedido los americanos, y que el sargento Dunn había sido el único que había disparado dos veces contra los secuestradores, a costa de su vida. No era lo que se esperaba, pero fue un buen párrafo. También hizo que Creighton Burbank gruñese irritado. Ambos sabían que aquella petición, en realidad exigencia, había procedido de Simon Cormack a través de su padre, pero no podían decirlo.

El Grupo de Crisis, los profesionales, estuvo reunido durante todo el día en la Sala de Situación del sótano, estudiando la información que venía de COBRA, en Londres, e informando al piso de arriba cuando era necesario. La NSA había reforzado su intervención de todas las comunicaciones telefónicas con Gran Bretaña, para el caso de que los secuestradores hiciesen una llamada vía satélite. Los científicos del comportamiento del FBI, en Quantico, elaboraron una lista de los retratos psíquicos de anteriores secuestradores y redactaron un estudio de las cosas que los secuestradores de Cormack podían hacer o no hacer, junto con largas relaciones de los pros y los contras para las autoridades inglesas y americanas. Quantico esperaba ser enviado a Londres en masa, y sus hombres estaban perplejos por la demora, aunque ninguno de ellos había operado nunca en Europa.

En el Salón del Gabinete, el comité ministerial vivía a base de nervios, café y tabletas sedantes. Era la primera crisis grave desde que el presidente había asumido su cargo, y los políticos de edad mediana estaban aprendiendo de forma muy dura la primera regla de comportamiento en tiempo de crisis: te va a costar muchas horas sin dormir; por consiguiente, duerme mientras puedas. Los miembros del Gabinete, que se habían levantado a las cuatro de la mañana, estaban todavía despiertos a medianoche.

A aquella hora, el VC20A se encontraba sobre el Atlántico, muy al oeste de las Azores. Le faltaban tres horas y media para llegar a tierra, y menos de cuatro para el aterrizaje. En el espacioso compartimiento de atrás, los dos veteranos, Weintraub y Quinn, estaban conciliando el sueño. Más atrás, y también durmiendo, se hallaba la tripulación de tres hombres que había llevado el reactor a España, mientras la de «recambio» lo conducía ahora a casa.

Los hombres que estaban en el Salón del Gabinete reflexionaban sobre el personaje llamado Quinn, tal como apareció en los archivos de Langley, con adiciones al Pentágono. Había nacido en una granja de Delaware, perdido a su madre a los diez años, y ahora tenía cuarenta y seis. Ingresó en Infantería a los dieciocho, en 1963; al cabo de dos años, fue transferido a las Fuerzas Especiales. Cuatro meses después lo enviaron a Vietnam. Había pasado cinco años allí.

—Parece que nunca usa su nombre de pila —se lamentó Reed, el del Tesoro—. Aquí dice que incluso sus amigos íntimos le llaman Quinn. Solamente Quinn. Es extraño.

—El extraño es él —observó Bill Walters, que estaba más adelantado en la lectura—. También dice aquí que odia la violencia.

—No hay nada extraño en esto —replicó Jim Donaldson, el abogado de New Hampshire que era secretario de Estado—. Yo también odio la violencia.

A diferencia de su predecesor, George Schultz, que tenía fama de usar en ocasiones una palabra de cuatro letras, Jim Donaldson era de lo más ceremonioso, característica que a menudo le había hecho víctima de las tomaduras de pelo de Michael Odell.

Delgado y anguloso, todavía más alto que John Cormack, parecía un flamenco que iba a un entierro, y nunca se le había visto sin su terno de color gris carbón, cadena de reloj de oro y cuello duro blanco. Odell, siempre que quería ridiculizar al remilgado abogado de Nueva Inglaterra, mencionaba deliberadamente las funciones corporales y, a cada mención, Donaldson fruncía la estrecha nariz con un gesto de disgusto. Su actitud respecto a la violencia era parecida a su disgusto por la grosería.

—Sí —dijo Walters—, pero usted no ha leído la página dieciocho.

Donaldson la leyó, y lo propio hizo Michael Odell. El vicepresidente silbó.

—¿Hizo eso? —preguntó—. Habrían tenido que darle la Medalla del Congreso.

—Se necesitan testigos para que se otorgue la Medalla del Congreso —observó Walters—. Como ven ustedes, nada más que dos hombres sobrevivieron en aquel encuentro en el Mekong, y Quinn llevó al otro sobre la espalda a lo largo de sesenta kilómetros. Después, el hombre murió de sus heridas en el hospital militar del Cuerpo de la Marina de los Estados Unidos en Danang.

—Sin embargo —dijo Hubert Reed en tono animado—, ganó una Estrella de Plata, dos de Bronce y cinco Corazones Púrpura —como si resultar herido fuese divertido cuando le daban a uno más galones.

—Con todas sus medallas de campaña, ese tipo tendría que haber alcanzado una alta graduación —murmuró Odell—. Pero aquí no dice cómo se conocieron Weintraub y él.

No lo decía. Weintraub tenía ahora cincuenta y cuatro años, ocho más que Quinn. Había ingresado en la CIA a los veinticuatro. Acabó sus estudios en 1961, hizo su instrucción en la Granja, como se le llamaba a Camp Peary, a orillas del río York en Virginia, y fue a Vietnam como oficial provincial GS12 en 1965, por la misma época en que el joven Boina Verde llamado Quinn llegaba de Fort Bragg.

Durante 1961 y 1962, diez equipos A de las Fuerzas Especiales de los Estados Unidos habían sido desplegados en la provincia de Darlac para construir aldeas estratégicas y fortificadas con la participación de los campesinos, aplicando la teoría «oil-spot» desarrollada por los ingleses para vencer a las guerrillas comunistas en Malasia, por el procedimiento de negar a los terroristas el apoyo legal, pertrechos, comida, casas seguras, información y dinero. Los americanos le llamaban política de «corazones y mentes». Bajo la dirección de las fuerzas especiales, daba resultado.

En 1964, Lyndon Johnson subió al poder. El Ejército arguyó que las Fuerzas Especiales debían volver a depender de él y no de la CIA. Se salieron con la suya, lo cual significó el fin de aquella política, aunque tardó otros dos años en derrumbarse. Weintraub y Quinn se conocieron en aquellos dos años. El hombre de la CIA se ocupaba en obtener información sobre el Vietcong, cosa que hacía con habilidad y astucia. Aborrecía los métodos de hombres como Irving Moss (al que no había conocido, porque estaban en partes diferentes de Vietnam), aunque sabía que estos métodos eran a veces usados en el programa Phoenix del que él formaba parte.

Las Fuerzas Especiales eran progresivamente apartadas del programa de fortificación de aldeas y enviadas en misiones de busca y destrucción en el corazón de la jungla. Los dos hombres se conocieron en un bar, tomando cerveza. Quinn tenía veintiún años y hacía uno que estaba allí; el hombre de la CIA tenía veintinueve años y también llevaba un año en Vietnam. Encontraron una causa común en la creencia de que el alto mando del Ejército no iba a ganar la guerra sólo con material militar. Weintraub descubrió que le gustaba mucho aquel joven e intrépido soldado. Podía ser autodidacta, pero tenía un cerebro de primera clase y había aprendido a hablar con fluidez el vietnamita, cosa muy rara entre los militares. Permanecieron en contacto. La última vez que Weintraub vio a Quinn fue durante la carrera hacia Son Tay.

—Aquí dice que el muchacho estuvo en Son Tay —comentó Michael Odell—. Son (hijo) ¿de qué?

—Con un historial como éste, me pregunto por qué no llegó nunca a oficial —dijo Morton Stannard—. El Pentágono tiene algunos hombres con las mismas condecoraciones ganadas en Vietnam. Y ascendieron a la primera oportunidad.

David Weintraub habría podido decírselo; pero le faltaba todavía media hora para aterrizar. Después de recobrar el control de las Fuerzas Especiales, los militares ortodoxos, que las odiaban porque no podían comprenderlas, redujeron su papel durante los seis años hasta 1970, confiando cada vez más su programa de «corazones y mentes» así como las misiones de «busca y destrucción», al ARVN survietnamita… Con pésimos resultados.

A pesar de todo, los Boinas Verdes siguieron adelante, tratando de combatir al Vietcong con cautela y astucia en vez de con bombardeos masivos y devastación, lo cual hacía que el VC consiguiese más reclutas. Había proyectos como Omega, Sigma, Delta y Blackjack. Quinn estaba en Delta, al mando de «Charging Charlie» Beckwith, que más tarde, en 1977, montó la Fuerza Delta en Fort Bragg y pidió a Quinn que dejara París y volviera a incorporarse al Ejército.

Lo malo de Quinn era que creía que las órdenes eran súplicas. A veces no estaba de acuerdo con ellas. Y prefería operar a solas, lo cual no lo hacía muy recomendable para asumir las funciones de un oficial. Fue ascendido a cabo a los seis meses y a sargento a los diez. Después volvió a ser soldado raso; luego, otra vez a sargento, y más adelante soldado… Estuvo subiendo y bajando como un yo-yo.

—Me parece que tengo aquí la respuesta a su pregunta, Morton —dijo Odell—. Algo que ocurrió después de Son Tay —rió entre dientes—. Ese tipo rompió la mandíbula a un general.

El Quinto Grupo de Fuerzas Especiales salió por fin de Vietnam el 31 de diciembre de 1970, tres años antes de la retirada militar a gran escala, donde participó el coronel Easterhouse, y cinco años antes de la embarazosa evacuación, por el tejado de la Embajada, de los últimos americanos que quedaban en el país. Son Tay fue en noviembre de 1970.

Se habían tenido noticias de un número de prisioneros de guerra americanos que se encontraban en la cárcel de Son Tay, a treinta y seis kilómetros de Hanoi. Se decidió que las Fuerzas Especiales fuesen allí y los rescatasen. Era una operación complicada y de gran riesgo. Los cincuenta y ocho voluntarios procedían de Fort Bragg, Carolina de Norte, y venían de la base de la Erlin Air Force en Florida, para entrenamiento en la jungla. Necesitaban una persona que hablase el vietnamita con fluidez. Weintraub, que participaba en la empresa en el servicio de información, dijo que conocía a uno. Quinn se incorporó al resto del grupo en Thailandia, y volaron allá juntos.

La operación era mandada por el coronel Arthur «Bull» Simons; pero el grupo de vanguardia que entró directamente en el recinto de la prisión estaba bajo el mando del capitán Dick Meadows. Quinn iba con ellos. A los pocos segundos de su llegada, un pasmado guardián norvietnamita les dijo que los americanos habían sido trasladados… hacía dos semanas. Los soldados de las Fuerzas Especiales salieron ilesos, salvo por unas pocas heridas superficiales.

De nuevo en la base, Quinn reprochó a Weintraub la mala información. El hombre de la CIA protestó diciendo que los espías sabían que los americanos habían sido sacados de allí y lo habían dicho al general en jefe. Quinn se dirigió al club de oficiales, se acercó al bar y rompió la mandíbula al general. Desde luego, se echó tierra al asunto. Un buen abogado defensor habría podido dar al traste con la carrera del general por un acto semejante. Quinn fue degradado de nuevo a soldado raso, y volvió a casa con los demás. Dimitió una semana después y pasó al seguro.

—Ese hombre es un rebelde —dijo Donaldson con disgusto al tiempo que cerraba la carpeta—. Es un perdedor, un inconformista, y violento por añadidura. Creo que podemos habernos equivocado.

—También tiene un historial sin parangón en lo que se refiere a negociaciones en casos de secuestro —observó el fiscal general Bill Walters—. Aquí dice que es muy hábil y sutil para tratar con secuestradores. Personalmente, o aconsejando a otros, liberó a catorce rehenes en Irlanda, Francia, Holanda, Alemania e Italia.

—Lo único que queremos —dijo Odell— es que traiga a Simon Cormack sano y salvo. A mí no me importa que pegue a los generales o que tenga una oveja por amante.

—Por favor —suplicó Donaldson—. A propósito, olvidaba una cosa. ¿Por qué se marchó?

—Se retiró —respondió Brad Johnson—. Algo referente a la muerte de una niña en Sicilia, hace tres años. Cobró su paga por despido, liquidó sus pólizas y se compró una finca en el sur de España.

Un ayudante del Centro de Comunicaciones asomó la cabeza por la puerta. Eran las cuatro de la mañana, veinticuatro horas después de que les hubiesen levantado a todos de la cama.

—El DDO y su compañero acaban de aterrizar en Andrews —dijo.

—Tráiganlo aquí inmediatamente —ordenó Odell—, y hagan que el DCI, el director del FBI y Mr. Kelly estén también aquí cuando ellos lleguen.

Quinn llevaba todavía la ropa con que había salido de España. Para protegerse del frío, se había puesto un suéter que sacó de la bolsa de arpillera. Sus pantalones, casi negros, pertenecientes a su único traje, le bastaban para asistir a la misa en Alcántara del Río, pues en los pueblos de Andalucía la gente se viste todavía de negro para ir a misa. Pero estaban arrugadísimos. El suéter había conocido mejores tiempos. Quinn llevaba, además, una barba de tres días.

Los miembros del comité tenían mejor aspecto. Habían recibido ropa limpia, camisas y trajes planchados, que les fueron enviados desde sus lejanos hogares. Y había lavabos en la puerta contigua. Weintraub no paró ni una sola vez el coche desde Andrews hasta la Casa Blanca; Quinn parecía una piltrafa.

Weintraub entró el primero, se apartó a un lado para dejar pasar a su amigo y cerró la puerta. Los políticos de Washington miraron a Quinn en silencio. El hombre alto se acercó sin decir palabra a la silla del extremo de la mesa, se sentó sin ser invitado a hacerlo y dijo:

—Soy Quinn.

El vicepresidente Odell carraspeó.

—Mr. Quinn, le hemos pedido que viniese porque pensamos encargarle la tarea de negociar la liberación de Simon Cormack.

Quinn asintió con la cabeza. Suponía que no le habían traído desde tan lejos para hablarle de fútbol.

—¿Tienen datos de última hora sobre la situación en Londres? —preguntó.

Fue un alivio para el comité que el hombre fuese tan pronto al grano. Brad Johnson empujó hacia él un mensaje recibido por teletipo. Quinn lo estudió en silencio.

—¿Café, Mr. Quinn? —preguntó Hubert Reed.

Los secretarios del Tesoro no servían normalmente café, pero él se levantó y se dirigió a la cafetera que estaba ahora junto a la pared. Habían bebido mucho café.

—No le ponga leche —pidió Quinn, sin dejar de leer—. ¿No han establecido ellos ningún contacto?

No había necesidad de preguntar quiénes eran «ellos».

—No —dijo Odell—. Silencio total. Desde luego, se han recibido cientos de llamadas falsas. Algunas en Inglaterra. Sólo en Washington, hemos registrado mil setecientas. Los locos lo están pasando en grande.

Quinn siguió leyendo. Weintraub le había dado todos los antecedentes durante el vuelo. Ahora se ponía al día de las últimas noticias. Por desgracia eran muy pocas.

—Mr. Quinn, ¿tiene usted alguna idea de quién pudo hacer esto? —inquirió Donaldson.

Quinn levantó la cabeza.

—Caballeros, hay cuatro clases de secuestradores. Sólo cuatro. Los mejores, desde nuestro punto de vista, serían los aficionados. Planifican mal. Si consiguen apoderarse del rehén, dejan huellas. No es muy difícil localizarlos. Tienen poco aguante, lo cual puede ser peligroso. Casi siempre intervienen los equipos de liberación de rehenes, los burlan y liberan sano y salvo al secuestrado. Pero éstos no eran aficionados.

Nadie se lo discutió. Todos le prestaban atención.

—Los peores son los maníacos; gente como la banda de Manson. Son inaccesibles, ilógicos. No buscan nada material; matan por divertirse. Lo bueno, en nuestro caso, es que los hombres que lo han hecho no parecen maníacos. Los preparativos fueron meticulosos, y la operación se llevó a cabo con precisión.

—¿Y las otras dos clases? —preguntó Bill Walters.

—De las otras dos, la peor es la de los fanáticos, políticos o religiosos. Sus exigencias son a veces literalmente imposibles de cumplir. Buscan la gloria y, sobre todo, la publicidad. Tienen una causa. Algunos son capaces de morir por ella, pero todos son capaces de matar. Nosotros podemos pensar que su causa es una locura, pero ellos no lo creen. Y no son estúpidos; sólo están llenos de odio contra el orden establecido y, por consiguiente, contra su víctima, que procede de éste. Matan para hacerse ver, no en defensa propia.

—¿Cuál es la cuarta clase? —preguntó Morton Stannard.

—La de los delincuentes profesionales —dijo Quinn, sin vacilar—. Quieren dinero, y son los más fáciles. Han hecho una gran inversión, centrada ahora en el rehén. No destruirán fácilmente esa inversión.

—¿Y los de nuestro caso? —preguntó Odell.

—Sean quienes sean, tienen una gran desventaja, lo cual puede ser para bien o para mal. Los tupamaros de América Central y del Sur, la Mafia en Sicilia, la Camorra en Calabria, los hombres de la montaña en Cerdeña o el Hezb’Allah en el sur de Beirut, todos ellos operan en un medio nativo y seguro. No necesitan matar porque no tienen prisa. Pueden aguantar eternamente. En cambio, estos hombres se esconden en Inglaterra, un medio para ellos muy hostil. Tienen que estar sufriendo ya una fuerte tensión. Querrán hacer en seguida el trato y largarse, lo cual es bueno. Pero también pueden estar frenéticos, por el miedo a un inminente descubrimiento, y echar a correr, dejando un cadáver tras de sí. Y esto, claro, es muy malo.

—¿Negociaría usted con ellos? —preguntó Reed.

—Si es posible, sí. Si establecen un contacto, alguien tiene que hacerlo.

—Me repugna pagar dinero a una chusma como esa —dijo Philip Kelly, de la Brigada Criminal del FBI.

Había gente de muy diversa procedencia en el FBI. Kelly venía del Departamento de Policía de Nueva York.

—Los delincuentes profesionales, ¿son más compasivos que los fanáticos? —preguntó Brad Johnson.

—Ningún secuestrador es compasivo —se apresuró a responder Quinn—. Es el delito más asqueroso del Código. Esperemos que éstos actúen por codicia.

Michael Odell miró a sus colegas. Hubo una serie de lentas muestras de asentimiento.

—Mr. Quinn, ¿intentará usted negociar la liberación de este muchacho?

—Suponiendo que los secuestradores se pongan en contacto, sí. Pero hay condiciones.

—Desde luego. Dígalas.

—No voy a trabajar para el Gobierno de los Estados Unidos. Éste colaborará conmigo en todo lo necesario, pero yo trabajaré para los padres. Sólo para ellos.

—De acuerdo.

—Operaré en Londres, no aquí. Está demasiado lejos. No se hablará de mí en absoluto, no habrá la menor publicidad de ninguna clase. Dispondré de un apartamento y de las líneas telefónicas que necesite. Y tendré prioridad en el proceso de negociación; esto hay que aclararlo con Londres. No quiero enemistarme con Scotland Yard.

Odell miró al secretario de Estado.

—Creo que conseguiremos que el Gobierno británico acceda a esto —dijo Donaldson—. Ellos tienen primacía en la investigación criminal, la cual continuará de forma paralela a cualquier negociación directa. ¿Algo más?

—Operaré a mi manera, yo decidiré cómo hay que manejar a esa gente. Es posible que haya que dar dinero. Debo tenerlo a mi disposición. Mi trabajo es conseguir que vuelva el muchacho. Nada más. Cuando esté libre, pueden ustedes perseguirlos hasta el fin del mundo.

—Oh, lo haremos —aseguró Kelly, en tono suave pero amenazador.

—El dinero no es problema —dijo Hubert Reed—. Ya comprenderá que no pondremos ningún límite a lo que haya que pagar.

Quinn guardó silencio, aunque comprendió que decir tal cosa a los secuestradores era lo peor que se podía hacer.

—No quiero que me apremien, me acosen, ni me den iniciativas privadas… Y, antes de salir, deseo ver al presidente Cormack. En privado.

—Está hablando del presidente de los Estados Unidos —dijo Lee Alexander, de la CIA.

—Es también el padre del rehén —puntualizó Quinn—. Necesito saber cosas acerca de Simon Cormack que sólo él puede decirme.

—Está muy trastornado —explicó Odell—. ¿No puede ahorrarle esto?

—Sé por experiencia que los padres suelen querer hablar con alguien, aunque sea un desconocido. Tal vez incluso prefieren un desconocido. Confíen en mí.

Quinn dijo esto sabiendo que no podía esperarlo. Odell suspiró.

—Veré lo que puedo hacer. Jim, ¿quiere usted explicar esto a Londres? Anuncieles que Quinn va para allá. Dígales que es esto lo que queremos. Que alguien cuide de proporcionarle ropa nueva. Mr. Quinn, ¿quiere usar el lavabo, que está al final del pasillo, para refrescarse un poco? Yo llamaré al presidente. ¿Cuál es la manera más rápida de ir a Londres?

—El Concorde saldrá de Dulles dentro de tres horas —dijo Weintraub, sin vacilar.

—Se suspende la sesión —decidió Odell, y se levantó.

Todos hicieron lo mismo.

Nigel Cramer había tenido noticias del comité COBRA de Whitehall a las diez de la mañana. El Driver and Vehicle Licensing Centre, de Swansea, acababa de dar una pista. Un individuo con nombre idéntico al del desaparecido ex propietario de la Transit había comprado y matriculado otra camioneta, una Sherpa, un mes antes. Ahora tenían una dirección, en Leicester. El comandante Williams, jefe de SO 13 y encargado oficialmente de la investigación, se dirigía allí en un helicóptero de la Policía. Si el hombre ya no era dueño de la Transit, tenía que haberla vendido a alguien. Nunca se había denunciado su robo.

Después de la conferencia, Sir Harry Marriott se llevó a Cramer aparte.

—Washington quiere llevar las negociaciones, si es que llegan a entablarse —dijo—. Están enviando un hombre para ello.

—Debo insistir en que la Met tiene primacía en todas las zonas —respondió Cramer—. Quiero emplear dos hombres de la Rama de Información Criminal como negociadores. Esto no es territorio americano.

—Lo siento —dijo Sir Harry—; pero tengo que desautorizarle en esta cuestión. He hablado de eso con Downing Street. Si ellos lo quieren así, creemos que tenemos que acceder.

Cramer se sintió ofendido, pero había hecho su protesta. La pérdida de su primacía en la negociación hacía que estuviese más resuelto que nunca a poner fin al secuestro descubriendo a los delincuentes por medio de un trabajo policial.

—¿Puedo preguntar cómo se llama ese hombre, señor ministro del Interior?

—Dicen que se llama Quinn.

—¿Quinn?

—Sí. ¿Le suena su nombre?

—Desde luego, señor ministro. Trabajó para una empresa de Lloyds. Creía que se había retirado.

—Sí; pero Washington dice que ha vuelto. ¿Es bueno?

—Buenísimo. Tiene un historial excelente en cinco países, incluida Irlanda hace años. Yo le conocí en aquella ocasión; la víctima era un ciudadano británico, un hombre de negocios secuestrado por unos renegados del IRA.

En su fuero interno, Cramer se sintió aliviado. Había temido que enviasen a algún teórico del comportamiento que se habría sorprendido al descubrir que los británicos conducían por la izquierda.

—Magnífico —dijo Sir Harry—. Entonces creo que debemos acceder a esto de buen grado. Y prestarles nuestra total colaboración. ¿De acuerdo?

El ministro del Interior, que también había oído hablar de la CIA, aunque habría pronunciado esta palabra en tono despectivo, no se sintió contrariado por la petición de Washington. A fin de cuentas, si la cosa acababa mal…

Quinn fue conducido al despacho particular de la segunda planta de la Mansión una hora después de salir del Salón del Gabinete. Le acompañó el propio Odell, no a través de los setos de acebo y de boj de la Rosaleda, cuyos magnolios estaban desnudos bajo el frío otoñal. Como había cámaras Long Tom apostadas a unos ochocientos metros del jardín, fueron por el corredor del sótano, que conducía a una escalera que llevaba al pasillo de la planta baja de la Mansión.

El presidente Cormack estaba correctamente vestido, con un traje oscuro; pero se le veía pálido y cansado; las arrugas junto a la boca eran más profundas y mostraba las ojeras producidas por el insomnio. Estrechó la mano a sus visitantes e hizo una seña con la cabeza al vicepresidente, el cual se retiró.

Invitó con un ademán a Quinn a sentarse, y él lo hizo en su sillón de detrás de la mesa. Era un mecanismo defensivo, creador de una barrera que pretendía ser inflexible. Se disponía a hablar cuando Quinn se le anticipó:

—¿Cómo se encuentra Mrs. Cormack?

No «la primera dama». Sólo Mrs. Cormack, su esposa. Esto le sorprendió.

—Oh, está durmiendo. Ha sido un golpe terrible. Se le ha administrado un sedante —hizo una pausa—. Usted ya ha pasado por esto antes de ahora, Mr. Quinn.

—Muchas veces, señor.

—Bueno, como puede ver, a pesar de la pompa y de las circunstancias, no soy más que un hombre, un hombre muy preocupado.

—Sí, señor. Lo sé. Hábleme de Simon, por favor.

—¿De Simon? ¿Qué quiere saber de él?

—Su manera de ser. Cómo reaccionará… a esto. ¿Por qué lo tuvo usted tan tarde en su vida?

No había nadie en la Casa Blanca que se hubiese atrevido a hacer esta pregunta. John Cormack lo miró por encima de la mesa. Él era alto, pero aquel hombre le igualaba con su metro ochenta y siete. Llevaba un pulcro traje gris, corbata a rayas, camisa blanca… Todo prestado; pero el presidente no lo sabía. Recién afeitado, de tez tostada por el sol. Una cara angulosa, unos fríos ojos grises, una impresión de fuerza y de paciencia.

—¿Tan tarde? Bueno, no lo sé. Me casé cuando ya había cumplido treinta años; Myra tenía veintiuno. Yo era entonces un joven profesor… y pensamos crear una familia al cabo de dos o tres años. Pero no fue así. Esperamos. Los médicos dijeron que no había una causa… Entonces, después de diez años de matrimonio, vino Simon. Yo tenía entonces cuarenta, y Mira, treinta y uno. No tuvimos más hijos… Solamente Simon.

—Lo quiere usted mucho, ¿verdad?

El presidente Cormack miró sorprendido a Quinn. Había sido una pregunta completamente inesperada. Sabía que Odell estaba apartado de sus retoños pues eran ya mayores; pero nunca se le había ocurrido pensar en lo mucho que quería a su hijo único. Se levantó, pasó alrededor de la mesa y se sentó en el borde de una silla, mucho más cerca de Quinn.

—Mr. Quinn, él lo es todo para mí, para nosotros. Haga que vuelva a casa.

—Hábleme de su infancia, de cuando era un chiquillo.

El presidente se levantó de un salto.

—Tengo una fotografía —dijo con aire triunfal.

Se dirigió a un armario y volvió con una foto enmarcada. En ella aparecía en una playa un robusto niño de cuatro o cinco años, con calzón de baño y sosteniendo un cubo y una pala. El orgulloso padre estaba agachado detrás de él y sonreía.

—Fue tomada en Nantucket en 1975. Yo acababa de ser elegido para el Congreso en New Haven.

—Hábleme de Nantucket —pidió amablemente Quinn.

El presidente Cormack habló durante una hora. Esto pareció animarle. Cuando Quinn se levantó para marcharse, escribió un número en una hoja de bloc y se la dio.

—Éste es el número de mi teléfono particular. Muy pocas personas lo conocen. Puede llamarme de día o de noche… —le tendió la mano—. Que tenga suerte, Mr. Quinn. Que Dios le acompañe.

Estaba tratando de dominarse. Quinn saludó con la cabeza y se apresuró a marcharse. Había visto este efecto antes de ahora. Era terrible.

Mientras Quinn estaba todavía en el lavabo, Philip Kelly había vuelto al Edgar J. Hoover Building, donde sabía que su subdirector ayudante le estaría esperando. Kevin Brown y él tenían mucho en común, y por esto había insistido en su nombramiento.

Cuando entró en su despacho, su ayudante estaba allí, leyendo la ficha de Quinn. Kelly le señaló con la cabeza mientras tomaba asiento.

—De modo que éste es nuestro hombre. ¿Qué le parece?

—Fue bastante valiente en combate —reconoció Brown—. Por lo demás, poca cosa. Casi lo único que me gusta de él es su nombre.

—Bueno —dijo Kelly— nos lo han colocado aquí por encima del Bureau. Don Edmonds no se opuso. Tal vez piense que si todo acaba mal… No obstante, los papanatas que han hecho esto han vulnerado al menos tres leyes de los Estados Unidos. El FBI sigue teniendo jurisdicción, aunque esto haya ocurrido en territorio británico. Y no quiero que ese «yo-yo» opere por su cuenta sin ninguna supervisión, sea quien sea el que diga lo contrario.

—De acuerdo —convino Brown.

—El hombre del FBI en Londres, Patrick Seymour. ¿Lo conoce?

—He oído hablar de él —gruñó Brown—. Cuentan que está a partir un piñón con los ingleses. Tal vez demasiado.

Kevin Brown procedía de la fuerza de Policía de Boston y era irlandés como Kelly, cuya admiración por Inglaterra y los ingleses hubiese podido escribirse en el dorso de un sello de correos y aún habría sobrado espacio. Y no es que simpatizase con el IRA; había detenido a dos traficantes de armas que negociaban con el IRA y que habrían ido a la cárcel de no haber sido por los tribunales.

Era un policía de la vieja escuela, que no admitía tratos con los delincuentes, fuesen de la clase que fuesen. También se acordaba de su infancia en los barrios bajos de Boston, cuando escuchaba con los ojos muy abiertos las historias que le narraba su abuela de personas que murieron con la boca verde de tanto comer hierba durante el hambre de 1849, y de los ahorcamientos y fusilamientos de 1916. Pensaba en Irlanda, país que nunca había visitado, como una tierra nebulosa y de onduladas colinas cubiertas de vegetación, animada por los violinistas y los cantores, donde poetas como Yeats y O’Faolain vagabundeaban y componían. Sabía que Dublín estaba lleno de bares acogedores, en los que la gente pacífica se sentaba a beber cerveza de malta ante fogatas de turba, absorta en las obras de Joyce y de O’Casey.

Le habían dicho que Dublín tenía un grave problema de drogas entre los adolescentes, pero estaba convencido de que no era más que propaganda de Londres. Había oído a primeros ministros irlandeses suplicando en suelo americano que no se enviase más dinero al IRA; bueno, la gente podía opinar como quisiera. Y él tenía su opinión. El hecho de ser un perseguidor de los delitos no significaba que tuviesen que gustarle las personas a quienes consideraba eternas perseguidoras de la tierra de sus antepasados. Al otro lado de la mesa, Kelly tomó una decisión.

—Seymour es amigo de Buck Revell, pero éste se encuentra enfermo. El director me ha encargado del asunto, en lo que atañe al FBI. Y yo no quiero que ese Quinn se pase de la raya. Deseo que reúna usted un buen equipo y que tomen el avión del mediodía y vayan allí. Llegarán unas horas después que el Concorde; pero eso no importa. Alójese en la Embajada. Dirá a Seymour que está usted encargado de esto, por si se produce una emergencia.

Brown se levantó, complacido.

—Una cosa más, Kevin. Cuídese de que un agente especial no pierda de vista a Quinn. Ni de día ni de noche. He de saber todo lo que hace.

—Tengo la persona adecuada —dijo hoscamente Brown—. Una buena agente, tenaz y lista. Y además bien parecida. La agente Sam Somerville. Yo mismo le daré instrucciones… en seguida.

En Langley, David Weintraub se estaba preguntando cuándo podría volver a dormir. Durante su ausencia, el trabajo se había amontonado sobre su mesa. Buena parte de él tenía que ver con datos sobre todos los grupos conocidos de terroristas que actuaban en Europa; noticias de última hora, agentes de infiltración en aquellos grupos, paradero conocido de miembros importantes, posibles incursiones en Gran Bretaña durante los cuarenta días anteriores… Sólo la lista de los epígrafes parecía interminable. Y casi lo fue también la explicación del jefe de la Sección Europea que instruyó a McCrea.

—Encontrará a Lou Collins, de nuestra Embajada —le dijo—; pero él nos mantendrá fuera del círculo interior. Debemos tener a alguien cerca de ese Quinn. Tenemos que identificar a los secuestradores, y no me disgustaría que pudiésemos hacerlo antes que los ingleses. Y en particular antes que el FBI. Sí, los ingleses son amigos, pero me gustaría que la Agencia se apuntase este tanto. Si los secuestradores son extranjeros, esto nos dará ventaja; tenemos más datos de los extranjeros que el FBI, y tal vez que los ingleses. Si Quinn se huele algo, algo acerca de ellos, y se le escapa una palabra, usted nos lo comunicará en seguida.

El agente McCrea estaba asustado. Era un GS 12, llevaba diez años en la Agencia desde que lo habían reclutado en el extranjero (su padre había sido un hombre de negocios en América Central). En el extranjero había ocupado dos veces posiciones; pero nunca en Londres. La responsabilidad era enorme, pero también lo era la oportunidad que se le ofrecía.

—Con… confíe en mí, señor.

Quinn había insistido en que nadie conocido de la Prensa lo acompañase al Aeropuerto Internacional Dulles. Había salido de la Casa Blanca en un coche corriente, conducido por su escolta, un oficial del Servicio Secreto, vestido de paisano. Quinn se había hundido en el asiento de atrás, casi tocando el suelo, al pasar entre los periodistas agrupados en Alexander Hamilton Place, en el extremo este del complejo de la Casa Blanca y mucho más lejos del Ala Oeste. La gente de la Prensa miró el coche, no vio nada importante y no lo tomó en cuenta.

En Dulles, Quinn pasó por el control de pasaportes, acompañado siempre de su escolta, que se negaba a abandonarle hasta verlo dentro del Concorde, y que hizo que se arqueasen dos cejas al mostrar su tarjeta de identidad de la Casa Blanca para pasar a su vez. Pero al menos sirvió a Quinn para algo. Entró en la duty free shop, donde compró varios artículos de tocador, camisas, corbatas, ropa interior, calcetines, un impermeable, una maleta y un pequeño magnetófono con una docena de pilas y carretes. Cuando llegó el momento de pagar, señaló con el pulgar al hombre del Servicio Secreto.

—Mi amigo lo abonará con su tarjeta de crédito —dijo.

Aquella lapa se despegó de él ante la puerta del Concorde. La azafata británica mostró su asiento a Quinn, en la parte de delante del avión, sin prestarle más atención que a cualquier otro pasajero. Él se acomodó en su asiento junto al pasillo. Al poco rato, alguien se sentó en la butaca de la misma fila al otro lado del pasillo. Él miró a la recién llegada. Era una mujer rubia, de cabellos cortos y brillantes, de unos treinta y cinco años, con una cara bella y enérgica. Su traje pecaba un poquitín de severo, los tacones eran más bajos de lo que correspondía a su figura.

El Concorde se situó en la pista de despegue, se detuvo, tembló y se lanzó a toda velocidad. Se alzó el pico del ave de rapiña, las garras de las ruedas de atrás perdieron contacto, el suelo se inclinó cuarenta y cinco grados y Washington se perdió en la lejanía.

Había algo más en aquella mujer. Dos orificios diminutos en la solapa del traje, de esos que pueden haber sido hechos por un imperdible. Uno de esos imperdibles que pueden sujetar una tarjeta de identidad de las usadas en el Departamento de Información. Quinn se inclinó sobre el pasillo.

—¿De qué departamento viene usted?

—¿Perdón?

—El FBI. ¿De qué departamento del FBI es usted?

Ella tuvo el acierto de ruborizarse. Se mordió el labio y reflexionó un momento. Bueno, más pronto o más tarde tendría que saberse.

—Lo siento, Mr. Quinn. Me llamo Somerville. Agente Sam Somerville. Me han dicho que…

—No hace falta, Miss Sam Somerville. Sé lo que le han dicho.

Se apagaron las luces de «no fumar». Los adictos de atrás encendieron sus cigarrillos. Se acercó una azafata, repartiendo copas de champaña. El hombre de negocios que estaba junto a la ventanilla, a la izquierda de Quinn, tomó la última. La azafata se volvió para alejarse. Quinn la detuvo, se disculpó, tomó la bandeja de plata, quitó el tapetito que la cubría y la levantó. Como si fuese un espejo, observó en ella las filas de atrás. Sólo tardó siete segundos. Después dio las gracias a la perpleja azafata y le devolvió la bandeja.

—Cuando se apaguen las luces de «abróchense los cinturones», será mejor que diga a aquel jovencito de Langley de la fila veintiuno que venga a sentarse aquí —dijo a la agente Somerville.

Al cabo de cinco minutos ella volvió con el joven de la fila veintiuna. Estaba colorado y confuso, echándose atrás los lacios cabellos rubios y esforzándose en sonreír con campechanía.

—Lo siento, Mr. Quinn. No quería molestarle. Sólo que me dijeron…

—Sí, lo sé. Siéntese —señaló un asiento vacío de la fila de delante—. Se ve en seguida cuando a uno le molesta el humo de los cigarrillos en los asientos de atrás.

—¡Oh!

El joven se sentó con aire sumiso.

Quinn miró a través de la ventanilla. El Concorde giraba sobre la costa de Nueva Inglaterra, preparándose para adquirir velocidad supersónica. Todavía no habían salido de América, y ya estaban faltando a las promesas. Eran las diez y cuarto, horario del Este, y las tres y cuarto en Londres. Faltaban tres horas para llegar a Heathrow.