Después de la llamada por radio del moribundo del Servicio Secreto americano, muchas cosas empezaron a ocurrir a enorme velocidad y con ritmo acelerado. El secuestro del hijo único del presidente había ocurrido a las siete y cinco de la mañana. El mensaje radiado fue anotado a las siete y siete. Aunque había empleado una longitud de onda «dedicada» (exclusiva), había hablado con claridad. Afortunadamente, ninguna persona no autorizada estaba escuchando las frecuencias de la Policía a aquella hora. La llamada fue oída en tres lugares.
En la casa alquilada junto a la Woodstock Road se hallaban los otros diez hombres del equipo del Servicio Secreto encargado de custodiar al hijo del presidente durante el año de su estancia en Oxford. Ocho estaban todavía en la cama; pero dos se habían levantado ya, entre ellos el oficial de guardia de noche que escuchaba la frecuencia dedicada.
El director del Servicio Secreto, Creighton Burbank, había protestado desde el principio, diciendo que el hijo del presidente no debía estudiar en el extranjero durante su mandato. Pero su advertencia había sido desoída por Cormack, el cual no veía motivo para privar a su hijo de su deseo de pasar un año en Oxford. Burbank se había tragado sus objeciones y pidió que se enviase un equipo de cincuenta hombres a Oxford.
Y de nuevo había cedido John Cormack a las súplicas de su hijo («Dame un respiro, papá, o pareceré una res expuesta en una feria de ganado con cincuenta gorilas a mi alrededor»), y el equipo había quedado al fin reducido a doce. La Embajada en Londres alquiló una villa grande y aislada al norte de Oxford, y colaboró durante meses con las autoridades británicas. Contrató a tres servidores británicos de absoluta confianza: un jardinero, una cocinera y una señora para la limpieza de la casa y el lavado de la ropa. El objeto había sido dar a Simon Cormack la oportunidad de disfrutar de una manera normal de sus días de estudiante.
El equipo tuvo siempre un mínimo de ocho hombres de guardia, pues cuatro tenían permiso los fines de semana. Los hombres de guardia formaban cuatro parejas; tres para cubrir en otros tantos turnos, las veinticuatro horas del día, y una para escoltar a Simon a todas partes cuando se alejaba de Woodstock Road. El Servicio había amenazado con retirarse si no se les permitía llevar sus armas; pero los ingleses tenían una norma según la cual ningún extranjero podía llevar armas encima en suelo británico. Se llegó a un compromiso típico: fuera de la casa, un sargento británico’ armado de la Rama Especial estaría en el coche. Técnicamente, los americanos operarían bajo sus auspicios y podrían llevar armas. Era una ficción; pero los hombres de la Rama Especial, naturales de Oxfordshire, eran guías muy útiles y las relaciones con ellos habían llegado a ser muy amistosas. El sargento británico fue quien se había apeado del asiento trasero del automóvil caído en la emboscada y trató de usar su Smith and Wesson antes de ser derribado en Shotover Plain.
A los pocos segundos de recibirse la llamada del moribundo, en la casa de Woodstock Road se armó un griterío al lanzarse el resto del equipo a los otros dos coches y salir a toda velocidad hacia Shotover Plain. Todos conocían el camino que el corredor había de seguir. El oficial de guardia se quedó con otro en la casa y realizó dos llamadas telefónicas urgentes. Una de ellas a Washington, a Creighton Burbank, que se hallaba durmiendo profundamente a aquella hora de la mañana, con una diferencia de cinco respecto a Londres; la otra al asesor legal de la Embajada de los Estados Unidos en Londres, el cual se estaba afeitando en su casa de St. John’s Wood.
El asesor legal de las Embajadas americanas es siempre el representante del FBI y, en Londres, es un cargo importante. El enlace entre las agencias encargadas de hacer cumplir la ley en los dos países es constante. Patrick Seymour había sucedido a Darrell Mills hacía dos años, tenía buena relación con los ingleses y le gustaba su trabajo. Su reacción inmediata fue palidecer intensamente y precipitarse a hacer una atropellada llamada a Donald Edmonds, director del FBI y a quien pilló durmiendo a pierna suelta en su residencia de Chevy Chase.
El segundo oyente de la llamada por radio del moribundo fue un coche patrulla de la Thames Valley Police, fuerza que cubría los viejos condados de Oxfordshire, Berkshire y Buckinghamshire. Aunque el equipo americano, con su escolta de la Rama Especial, estaba siempre cerca de Simon Cormack, la TVP seguía la norma de tener uno de sus coches a poco más de un kilómetro de distancia, para poder acudir a la «primera llamada». El coche patrulla tenía conectada la frecuencia dedicada, circulaba por Headington en aquel momento y cubrió el kilómetro y pico en cincuenta segundos. Alguien diría después que el sargento y el conductor debieron pasar sin detenerse por el lugar de la emboscada y tratar de alcanzar a la furgoneta en fuga. Una visión retrospectiva de las cosas. Pero con tres cuerpos yaciendo en el camino de Shotover, se detuvieron para ver si podían prestar ayuda y tal vez recibir alguna declaración. Era demasiado tarde para ambas cosas.
El tercer puesto de escucha fue la Jefatura de Policía de Thames Valley en el pueblo de Kidlington. La agente Janet Wren estaba a las siete y media fuera de servicio, después del turno de noche, y bostezaba cuando la ronca voz con acento americano sonó en el aparato de radio junto a su cama. Se quedó tan aturdida que pensó por un instante que podía ser una broma pesada. Entonces consultó una lista de información y pulsó una serie de teclas en el ordenador que tenía a su izquierda. Al momento se encendió la pantalla y aparecieron una serie de instrucciones que la aterrorizada muchacha empezó a seguir al pie de la letra.
Después de una larga colaboración, un año antes, entre la Policía de Thames Valley, Scotland Yard, el Ministerio del Interior británico, la Embajada de los Estados Unidos y el Servicio Secreto, la operación de protección conjunta de Simon Cormack había sido denominada Operación Yankee Doodle. Las rutinas habían sido computadorizadas, lo mismo que los procedimientos que se debían seguir en cualquiera de las numerosas contingencias; por ejemplo, que el hijo del presidente se viese envuelto en una pendencia de bar, una lucha callejera, un accidente de circulación, una manifestación política, o cayese enfermo o desease pasar un tiempo lejos de Oxford, en otro país. La agente Wren había activado la clave «secuestro», y el ordenador le respondió.
A los pocos momentos, el oficial de guardia estaba a su lado, pálido de espanto e iniciando una serie de llamadas telefónicas. Una de ellas al superintendente jefe del Criminal Investigation Department (CID), que se encargó de comunicarlo a su colega el superintendente jefe de la Rama Especial de TVP. El hombre de Kidlington llamó también al subjefe (ACC) de Operaciones, que estaba comiendo dos huevos escalfados cuando recibió la llamada en su casa. Escuchó muy atento y lanzó una serie de órdenes y preguntas.
—¿Dónde exactamente?
—En Shotover Plain, señor —dijo el inspector jefe de Kidlington—. Delta Bravo está en el lugar del suceso. Han hecho volver atrás a un coche particular que venía de Wheatley, a otros dos corredores y a una dama con un perro procedentes de Oxford. Los dos americanos han muerto y también el sargento Dunn.
—¡Jesús! —exclamó el ACC de Operaciones.
Esto iba a ser la mayor crisis en su carrera y, estando al frente de Operaciones, lo más delicado del trabajo policíaco, a él correspondía enderezarlo. Nada de andarse con chiquitas. Puso manos a la obra.
—Envía allí a cincuenta hombres uniformados como mínimo. Con postes, mazos y cintas. Quiero que el lugar quede cerrado… ahora mismo. Por todos los medios. Y bloqueen el camino. Tiene dos salidas, ¿no?… ¿Pudieron salir por el extremo de Oxford?
—Delta Bravo dice que no —respondió el hombre de la Jefatura—. Ignoramos el tiempo que transcurrió desde la agresión hasta la llamada del americano. Pero si no fue mucho, Delta Bravo estaba en la carretera, en Headington, y dice que nadie pasó por allí viniendo de Shotover. Las huellas de neumáticos nos lo dirán; allí hay mucho barro.
—Concéntrense en bloquear los caminos de norte a sur en el lado este —dijo el ACC—. Yo hablaré con el jefe. ¿Está mi coche en camino?
—Tendría que encontrarse ya ahí —dijo Kidlington.
Y allí se encontraba. El ACC miró por la ventana del cuarto de estar y vio su coche, que normalmente habría llegado cuarenta minutos más tarde, deteniéndose junto a la acera.
—¿Quién va para allá? —preguntó.
—Los del CID, los de la Rama Especial, los SOCO y ahora agentes de uniforme —dijo Kidlington.
—Saque a todos los detectives de los otros casos y que se ocupen nada más que de éste —dijo el ACC—. Yo iré derecho a Shotover.
—¿Dónde debemos poner barreras? —preguntó el oficial de guardia de la Jefatura.
El ACC reflexionó. Las barreras son más fáciles de imaginar que de colocar. En aquellos condados, todos muy históricos y con una población muy densa, hay un laberinto de caminos vecinales, carreteras secundarias y senderos que enlazan las ciudades, pueblos y aldeas de la región. Si se extendía demasiado la red, el número de caminos de tercer orden que sería necesario bloquear se multiplicaría hasta cientos; si se extendía poco, se reduciría la distancia que tendrían que recorrer los secuestradores para escapar.
—En el borde de Oxfordshire —ordenó el ACC.
Colgó el teléfono y llamó a su superior, el comisario jefe. En todos los condados británicos la actividad cotidiana de las fuerzas de policía criminal depende del ACC de Operaciones. El jefe puede intervenir o no en el trabajo policíaco; pero su tarea concierne sobre todo a la política, la moral, la imagen pública y las relaciones con Londres. El ACC miró su reloj mientras hacía la llamada. Eran las siete y treinta y uno de la mañana.
El comisario jefe de Thames Valley vivía en una hermosa rectoría transformada, en el pueblo de Bleychingdon. Enjugándose la mermelada de los labios, pasó del cuarto donde estaba desayunando a su despacho para ponerse al teléfono. Cuando oyó la noticia, se olvidó del desayuno. Serían muchos los que verían trastornada su mañana aquel día nueve de octubre.
—Ya veo —dijo después de escuchar los detalles—. Sí, siga usted adelante. Yo… telefonearé a Londres.
Sobre la mesa de su despacho había varios teléfonos. Uno de ellos comunicaba directamente con la oficina del subsecretario de la Sección F4 del Home Office, el Ministro del Interior británico, del que dependen las fuerzas de Policía metropolitanas y del campo. A aquella hora, el alto funcionario no estaba en su oficina; pero pasaron la comunicación a su domicilio particular en Fulham, Londres. El burócrata lanzó un desacostumbrado juramento, hizo dos llamadas telefónicas y se dirigió en seguida al gran edificio blanco de Queen Anne’s Gate, junto a Victoria Street, donde estaba su Ministerio.
Una de las llamadas fue al oficial de guardia de la Sección F4 para decirle que se olvidase de todas las demás cuestiones y movilizase inmediatamente a todo su personal. No le explicó la razón. Todavía no sabía cuántas personas estaban enteradas de la matanza de Shotover Plain; pero, como buen funcionario que era, no iba a aumentar su número si podía evitarlo.
La otra llamada era preceptiva. La hizo al subsecretario permanente, el más alto funcionario de todo el Home Office. Por suerte, los dos hombres vivían en el casco de Londres y no a kilómetros de distancia en los suburbios residenciales, y se encontraron en el Ministerio a las siete cincuenta y uno. Sir Harry Marriott, ministro del Interior en el Gobierno conservador, se reunió con ellos a las ocho y cuarto. Le pusieron al tanto de lo que sucedía. Su reacción inmediata fue telefonear al número diez de Downing Street e insistir en hablar personalmente con Mrs. Thatcher.
La llamada fue recibida por el secretario particular. Hay innumerables «secretarios» en Whitehall, sede de la administración británica; unos son realmente ministros; otros, altos funcionarios; algunos, auxiliares personales, y unos pocos hacen trabajos de secretaría. Charles Powell pertenecía al penúltimo grupo. Sabía que la Primera Ministra llevaba ya una hora trabajando en el despacho particular contiguo, llenando resmas de papel cuando sus colegas andaban todavía en pijama. Era su costumbre. Powell sabía también que Sir Harry era uno de sus más íntimos colegas y amigos. Habló un momento con ella, y se puso al aparato sin tardanza.
—Primera Ministra, tengo que verla. Ahora. Tengo que ir a verla sin perder un instante.
Margaret Thatcher frunció el entrecejo. La hora y el tono eran desacostumbrados.
—Sí es así, venga, Harry —accedió.
—Dentro de tres minutos estaré ahí —dijo la voz por teléfono.
Sir Harry Marriot colgó el aparato. Abajo, su coche le estaba esperando para el viaje de quinientos metros. Eran las ocho y once de la mañana.
Los secuestradores eran cuatro. El pistolero, que ahora iba sentado junto al chófer, dejó la Skorpion entre sus pies y se quitó la máscara de lana. Debajo de ella, llevaba todavía peluca y bigote postizo. Se quitó unas gafas de gruesa montura y sin cristales. A su lado estaba el conductor, que era el jefe del grupo; también llevaba peluca y una barba postiza. Eran disfraces temporales, pues tenían que viajar varios kilómetros con un aspecto natural.
En la parte de atrás, los otros dos reducían a Simon Cormack, que se defendía violentamente. No representaba problema. Uno de los hombres era muy corpulento y se limitó a sujetar al joven americano con un abrazo de oso, mientras el otro, delgado y nervudo, le aplicaba un paño empapado en éter. La camioneta saltó al salir del camino del embalse a la carretera asfaltada, en dirección a Wheatley, y el ruido en la parte de atrás cesó al sumirse en la inconsciencia el hijo del presidente.
Rodaron cuesta abajo a través de Littleworth, con sus casitas de campo desparramadas, y después fueron directos hacia Wheatley. Se cruzaron con una carretilla eléctrica que repartía la tradicional leche fresca para el desayuno y, cien metros más adelante, el conductor de la camioneta percibió la breve imagen de un muchacho repartidor de periódicos que les estaba mirando. Al salir de Wheatley, pasaron a la carretera A-40 de Oxford, rodaron en dirección a la ciudad durante quinientos metros, torcieron a la derecha y, siguiendo la carretera secundaria B-4027, cruzaron los pueblos de Forest Hill y Stanton St. John.
La camioneta cruzó ambas poblaciones a velocidad normal, llegó a la encrucijada de New Inn Farm y siguió hacia Inslip. Pero, como a un kilómetro y medio de New Inn, justo antes de Fox Covert, se detuvo ante la verja de una granja a mano izquierda. El hombre que viajaba al lado del conductor se apeó de un salto, abrió con una llave el candado de la puerta (había sustituido el candado del granjero por otro de ellos diez horas antes), la camioneta entró y sólo tuvo que recorrer diez metros para llegar al medio derruido granero situado detrás de unos árboles y que los secuestradores habían reconocido dos semanas antes. Eran las siete dieciséis de la mañana.
Brillaba ya la luz del día, y los cuatro hombres trabajaron de prisa. El pistolero abrió la puerta del granero y sacó el gran sedán Volvo que había estado aparcado allí desde la medianoche. La camioneta verde entró y el conductor se apeó, trayendo consigo la Skorpion y dos máscaras de lana. Comprobó la parte delantera de la camioneta, para asegurarse de que no habían dejado nada olvidado, y cerró la portezuela. Los otros dos hombres abrieron la puerta de atrás, sacaron al inconsciente Simon Cormack y lo introdujeron en el espacioso portaequipajes del Volvo, provisto de grandes agujeros para su ventilación. Los cuatro raptores se despojaron de los monos negros y aparecieron vestidos como respetables hombres de negocios: traje oscuro, camisa de cuello abrochado y corbata. Conservaron sus pelucas, bigotes y gafas. La otra ropa fue depositada en el portaequipajes con Simon, y la Skorpion fue depositada en el suelo de la parte trasera del Volvo, debajo de una manta.
El conductor de la camioneta y jefe del grupo se puso al volante del Volvo y esperó. El hombre delgado colocó los explosivos en la camioneta y el gigante cerró la puerta del granero. Ambos subieron a la parte de atrás del Volvo, el cual se dirigió a la puerta que conducía a la carretera. El pistolero la cerró cuando hubo salido el coche, recobró su candado y volvió a colocar la oxidada cadena del granjero. Había sido cortada, pero ahora colgaba sin que aquello se advirtiese. El Volvo había dejado huellas en el barro, pero esto no podía remediarse. Los neumáticos eran corrientes y pronto serían cambiados. El pistolero subió y se colocó al lado del conductor. El coche se encaminó hacia el norte. Eran las siete veintidós de la mañana. El ACC de Operaciones decía en aquel momento «Jesús».
Los secuestradores fueron luego en dirección noroeste cruzando el pueblo de Islip, y pasaron a la recta A-421, girando noventa grados a la derecha en dirección a Bicester. Atravesaron esta agradable población mercado del noreste de Oxfordshire a velocidad normal y siguieron por la A-421 hacia la capital de Condado de Buckingham. En las afueras de Bicester, un gran Range Rover de la Policía apareció detrás de ellos. Uno de los hombres que iban atrás murmuró una advertencia y se agachó para asir la Skorpion. El conductor le dijo que se estuviese quieto y prosiguió a la velocidad reglamentaria. A cien metros delante de ellos, un rótulo decía «Bien venidos a Buckinghamshire». El límite del condado. Al ver aquella señal, el Range Rover redujo la marcha, se detuvo atravesado en la carretera y sus hombres empezaron a descargar barreras de acero. El Volvo siguió su marcha y pronto desapareció. Eran las ocho y cinco. En Londres, Sir Harry Marriott estaba levantando el teléfono para llamar a Downing Street.
La Primera Ministra británica es una dama sumamente humana, mucho más que los cinco varones que la habían precedido en el cargo de forma inmediata. Aunque capaz de conservar la calma mejor que cualquiera de ellos bajo presiones extremas, está muy lejos de ser inmune a las lágrimas. Sir Harry contó luego a su esposa que, cuando le dio la noticia, sus ojos se humedecieron, se cubrió la cara con las manos y murmuró: «¡Oh, Dios mío! ¡Pobre hombre!»
—Así estamos —dijo Sir Harry a Debbie—, enfrentándonos con la crisis más endiablada con los yanquis desde Suez, y ella pensó ante todo en el padre. No en el hijo, fíjate bien, sino en el padre.
Sir Harry no tenía hijos y no ocupaba todavía su cargo en enero de 1982, por lo que, a diferencia del secretario hoy retirado del Gabinete, Robert Armstrong, que no se habría sorprendido, no pudo presenciar la angustia de Margaret Thatcher cuando se le comunicó la desaparición de su hijo Mark en el desierto argelino durante el Rally Paris-Dakar. Entonces, en el secreto de la noche, ella había llorado de dolor, de ese dolor puro y especial que sienten los padres cuando su hijo está en peligro. Mark Thatcher había sido encontrado vivo, seis días después, por una patrulla.
Cuando levantó la cabeza, se había recobrado y apretado un botón del intercomunicador.
—Charlie, quiero que me haga una llamada personal al presidente Cormack. De mi parte. Diga a la Casa Blanca que es para un asunto urgente y que no puede esperar. Sí, desde luego sé qué hora es en Washington.
—Tal vez el embajador americano, por medio del secretario de Asuntos Exteriores, podría… —se aventuró a sugerir Sir Harry Marriott.
—No, lo haré yo misma —insistió la Primera Ministra—. Usted tendrá la bondad de convocar la COBRA, Harry. Informe cada hora, por favor.
No hay nada que sea en especial caliente en la llamada Línea Caliente entre Downing Street y la Casa Blanca. En realidad es un enlace telefónico exclusivo vía satélite, pero con aparatos para perturbar las intervenciones externas en ambos extremos, de manera que la reserva queda asegurada. La comunicación por esta línea suele tardar unos cinco minutos en establecerse. Margaret Thatcher empujó sus papeles a un lado, miró a través de los cristales a prueba de bala de las ventanas de su despacho particular y esperó.
Shotover Plain era un auténtico hormiguero de actividad. Los dos hombres del coche patrulla Delta Bravo sabían muy bien que tenían que impedir que otros se acercasen al camino, y proceder ellos mismos con sumo cuidado al examinar los tres cuerpos por si daban alguna señal de vida. Cuando vieron que no era así, se apartaron de ellos. Las investigaciones se hallan con frecuencia entorpecidas desde el principio si se destruye alguna prueba que podría ser preciosa para los forenses, o si un pie hunde un cartucho en el barro, borrando toda huella dactilar que podría todavía contener.
Los hombres uniformados habían acordonado la zona, todo el camino desde Littleworth cuesta abajo hacia el este, pasando por el puente de acero que cruza la Ring Road entre Shotover y Oxford City. Dentro de esta zona, los SOCO, Scene of Crime Officers, observaban todos los detalles. Descubrieron que el sargento SB británico había disparado dos veces; un detector de metales encontró un proyectil en el barro delante de él: había caído de rodillas y disparado al mismo tiempo. No pudieron encontrar la otra bala. Era probable que hubiese herido a uno de los secuestradores y así lo harían constar en su informe. (En realidad no era así, pero ellos lo ignoraban).
Estaban los casquillos de la Skorpion, veintiocho, todos en el mismo charco; cada uno fue fotografiado donde se hallaba, recogido con unas pinzas y enviado a los muchachos del laboratorio. Uno de los americanos estaba todavía caído detrás del volante del coche; el otro yacía donde había muerto, junto a la portezuela de atrás, con las manos ensangrentadas sobre los tres orificios de su abdomen y el micro colgando de ellas. Todo fue fotografiado desde numerosos ángulos, antes de que se quitase nada de allí. Los cadáveres fueron trasladados al hospital de Radcliffe, mientras un patólogo del Home Office acudía a toda prisa desde Londres.
Las huellas sobre el barro eran de especial interés: la producida por Simon Cormack al caer con dos hombres encima de él; las de los zapatos de los secuestradores (resultarían ser zapatos deportivos corrientes e inidentificables) y las de los neumáticos del vehículo en que habían huido, el cual se identificó en seguida como alguna clase de camioneta. Y estaba el gato, nuevo y que había podido ser adquirido en cualquiera de los almacenes de la cadena Unipart. Al igual que los cartuchos de nueve milímetros de la Skorpion, no contenía huellas dactilares.
Había treinta detectives en acción: un trabajo fatigoso, pero vital, que proporcionó algunos datos. Doscientos metros al este del embalse, junto al camino de Littleworth, había dos casitas de campo. El ama de una de ellas, que estaba haciendo el té, oyó un ruido «como de disparos» a eso de las siete, pero no vio nada. Un hombre de Littleworth había visto pasar una camioneta verde en dirección a Wheatley, poco después de las siete. Antes de las nueve, los detectives encontraron al muchacho repartidor de periódicos y al conductor del carrito de la leche; el chico estaba en el colegio, y el lechero se hallaba tomando su desayuno.
Éste fue el mejor testigo. Según él, la camioneta verde era una Ford Transit abollada, con el rótulo de Barlow en el costado. El gerente de Barlow declaró que no había ninguna camioneta suya a esa hora en aquella zona. Justificó el destino de todas las de la empresa. La Policía sabía ya cómo era el vehículo en que habían huido los secuestradores; ordenó su búsqueda. No dio ninguna razón; sólo había que encontrarla. Nadie la relacionó con un granero incendiado en la carretera de Islip… todavía.
Otros detectives exploraron los alrededores de la casa de Summertown, llamando a las puertas de Woodstock Road y sus cercanías. ¿Había visto alguien coches o camionetas aparcados? ¿Descubrieron a alguien observando la casa en cuestión? Siguieron el camino que había recorrido Simon para entrar hasta el centro de Oxford y salir por el otro lado. Unas veinte personas dijeron que habían visto al joven corredor seguido por unos hombres en un coche, pero éste resultó siempre el del Servicio Secreto.
A las nueve, el ACC de Operaciones volvió a sentir una impresión que le era familiar: el asunto no tendría rápida solución, no se produciría ningún descubrimiento afortunado, no habría capturas inmediatas. Fuesen quienes fuesen, estarían lejos. El jefe de Policía, uniformado, se reunió con él en Shotover Plain y observó el trabajo de los equipos.
—Parece que Londres quiere encargarse de esto —dijo el Jefe.
El ACC gruñó. Era un desaire; pero les libraba de una responsabilidad enorme. Las preguntas sobre el pasado serían bastante enojosas, pero fracasar en el futuro…
—Al parecer —continuó—, Whitehall cree que los secuestradores se han marchado ya de nuestro terreno. Es posible que quieran que se ocupe del caso la Policía metropolitana. ¿Ha venido alguien de la Prensa?
El ACC meneó la cabeza.
—Todavía no, señor; pero no se estará quieta durante mucho tiempo. Esto es demasiado gordo.
No sabía que la dama que paseaba al perro, el cual había sido alejado a patadas del lugar del suceso por los hombres de Delta Bravo a las siete y dieciséis, había visto dos de los tres cadáveres, corrió a casa aterrorizada y lo contó a su marido. Ignoraba también que éste trabajaba en la imprenta del Oxford Mail. Su trabajo aunque era el de técnico en impresión, creyó, al llegar, que debía mencionarlo al director.
La llamada de Downing Street fue recibida por el primer oficial de guardia del Centro de Comunicaciones de la Casa Blanca, situado en el sótano del Edificio Ejecutivo, el Ala Oeste, junto a la Sala de Situación. Fue registrada a las tres y treinta y cuatro de la mañana, hora de Washington. Al oír quién era la persona que llamaba, el oficial de guardia se atrevió a avisar al agente de más categoría del Servicio Secreto en el turno de noche, que estaría en su puesto en la Mansión.
El hombre del Servicio Secreto se encontraba en aquel momento recorriendo la Sala Central, muy cerca de los apartamentos privados de la segunda planta. Respondió cuando el teléfono colocado en su mesa, frente al dorado ascensor de la Primera Familia, sonó discretamente.
—¿Que ella quiere, qué? —murmuró—. ¿Saben esos ingleses cuál es la hora de aquí?
Escuchó un poco más. No podía recordar cuándo había sido la última vez que alguien había despertado al presidente a una hora semejante. Debió ocurrir, pensó, cuando estalló alguna guerra o cosa semejante. Tal vez ahora se trataba de esto. Burbank podía hacerle pasar un mal rato si lo entendía mal. Por otra parte… era la Primera Ministra británica quien…
—Voy a colgar, ya le llamaré —dijo a la sala de comunicaciones. Se comunicó a Londres que habían ido a despertar al presidente; que esperasen. Así lo hicieron.
El agente de guardia del Servicio Secreto, llamado Lepinsky, cruzó la puerta de la sala de espera del oeste y se detuvo asustado ante la del dormitorio de Cormack. Respiró hondo y llamó con suavidad. No obtuvo respuesta. Probó el tirador. La puerta no estaba cerrada con llave. Pensando que se estaba jugando su carrera, entró en la habitación. Pudo distinguir dos cuerpos que dormían en la gran cama de matrimonio. Sabía que el presidente era el que estaba más cerca de la ventana. Pasó de puntillas alrededor del lecho, identificó la chaqueta del pijama de algodón color marrón y sacudió del hombro al presidente.
—Señor presidente… ¿Tiene la bondad de despertar, señor?
John Cormack se despertó, reconoció al hombre plantado temerosamente ante él, miró a su esposa y no encendió la luz.
—¿Qué hora es, señor Lepinsky?
—Las tres y media, señor. Lo siento… Señor presidente, la Primera Ministra de Gran Bretaña le llama por teléfono. Dice que no puede esperar. Lo lamento, señor.
John Cormack pensó durante un momento; después sacó las piernas de la cama con sumo cuidado, para no despertar a Myra. Lepinsky le tendió una bata. Después de casi tres años en el poder, Cormack conocía bastante bien a la Primera Ministra británica. La había visto dos veces en Inglaterra, la segunda en una parada de dos horas en su viaje de regreso de Voukovo, y ella había estado en dos ocasiones en los Estados Unidos. Ambos eran personas resueltas, se entendían bien. Si era ella quien llamaba, tenía que ser algo importante. Más tarde recuperaría el sueño perdido.
—Vuelva a su sitio, Mr. Lepinsky —dijo en voz baja—. No se preocupe, ha hecho bien en despertarme. Recibiré la llamada en mi despacho.
El despacho del presidente (tiene varios pero solamente uno en las habitaciones de la Familia) está entre su dormitorio y el Salón Oval, el cual se encuentra debajo de la rotonda central. Como las del dormitorio, sus ventanas dan a los jardines en dirección a Pennsylvania Avenue. Cerró la puerta de comunicación, encendió la luz, pestañeó varias veces, se sentó a su mesa y levantó el teléfono. Al cabo de diez segundos, la Primera Ministra dijo:
—¿Se ha puesto ya alguien al habla con usted?
Cormack sintió como una punzada en el estómago.
—No… nadie. ¿Por qué?
—Creo que Mr. Edmonds y Mr. Burbank deben saberlo a estas horas —dijo ella—. Lamento tener que ser la primera…
Entonces se lo dijo. Él apretó el teléfono con fuerza y se quedó mirando las cortinas, sin verlas. Se le secó la boca y no pudo tragar saliva. Oyó las frases… Todo, se estaba haciendo todo… Los mejores equipos de Scotland Yard… No podrían escapar… Él dijo que sí, que muchas gracias, y colgó el teléfono. Era como si le hubiesen dado un fuerte puñetazo en el pecho. Pensó en Myra, que seguía durmiendo. Tendría que decírselo, y sería terrible para ella.
—¡Oh, Simon! —murmuró—. Simon, hijo mío.
Comprendió que no podría enfrentarse solo a aquella situación. Necesitaba que llegase un amigo mientras él cuidaba de Myra. Después de varios minutos, llamó a la telefonista, manteniendo firme la voz.
—Llame al vicepresidente Odell, por favor. Sí, ahora.
En su residencia del Observatorio Naval, Michael Odell fue también despertado de la misma manera por un hombre del Servicio Secreto. La orden era inequívoca, aunque no explicada. «Ten la bondad de venir directamente a la Mansión. Segundo piso. Al despacho. Ahora, Michael, ahora mismo, por favor».
El vicepresidente tejano oyó que se cortaba la línea, colgó su propio teléfono, se rascó la cabeza y desenvolvió un chicle de menta. Esto le ayudaba a concentrarse. Pidió su coche y fue en busca de su ropa. Odell era viudo, dormía solo y allí no había nadie que le molestase. Diez minutos más tarde, en pantalones, zapatos y un suéter sobre la camisa, se hallaba en el asiento trasero de la limusina, contemplando el cogote rapado del conductor de Marina o las luces nocturnas de Washington, hasta que apareció la mole iluminada de la Casa Blanca. Evitó el Pórtico Sur y la Entrada Sur, ambos muy grandes, y entró en el corredor de la planta baja por la puerta más pequeña del extremo occidental. Dijo al conductor que esperase, que no tardaría mucho. Se equivocaba. Eran las cuatro y siete.
En Inglaterra, la solución de las crisis de máxima importancia corresponde a un comité convocado con suma rapidez y cuyos miembros varían según la naturaleza de la crisis. Lo que no varía es su lugar de reunión. El salón de conferencias elegido es casi siempre el Cabinet Office Briefing Room, una tranquila sala con aire acondicionado, dos plantas por debajo del nivel del suelo y del Cabinet Office adyacente a Downing Street. Por las iniciales, estos comités son llamados COBRA.
Sir Harry Marriott y su personal habían tardado poco más de una hora en hacer que sus «cuerpos», como llamaba él a los componentes de su equipo, saliesen de sus respectivos despachos, tomasen sus trenes de cercanías y se presentasen en el Cabinet Office. Él ocupó la presidencia, a las nueve cincuenta y seis de la mañana.
El secuestro era claramente un delito de competencia de la Policía, que estaba bajo las órdenes del Home Office. Pero, en este caso, había otras muchas ramificaciones. Aparte del Home Office, estaba el ministro de Estado del Foreing Office, que trataría de mantener las relaciones con el Departamento de Estado de Washington y, por ende, con la Casa Blanca. Además, si Simon, Cormack había sido hecho desaparecer en Europa, su compromiso sería vital en el terreno político. Dependiendo del Foreing Office, estaba el Secret Intelligencie Service, o MI-6, o «la Empresa», cuya intervención se debería a la posibilidad de que grupos terroristas extranjeros tuviesen que ver con el asunto. Su representante había venido, cruzando el río, de Century House, y después informaría al «Jefe».
También dependiente del Home Office, además de la Policía, estaba el Security Service MI-5, la rama de contraespionaje que tenía bastante interés en lo referente al terrorismo, sobre todo en lo que podría afectar internamente a Gran Bretaña. Su hombre había venido de Curzon Street, en Mayfair, donde las fichas de candidatos estaban siendo ya examinadas a docenas y se llamaba a una serie de «durmientes» para que contestasen a una pregunta en particular candente: ¿Quién?
Había un alto funcionario del Ministerio de Defensa, encargado del regimiento Special Air Service, en Hereford. Si se daba el caso de que Simon Cormack y sus secuestradores fuesen localizados rápidamente y se produjese una situación de «fortaleza» (asedio), el SAS podía ser necesario para la liberación del rehén, que era una de sus arcanas especialidades. No hacía falta decir a nadie que la tropa que debía estar preparada de forma permanente para salir en media hora (en este caso le tocaba el turno a la número Siete, los paracaidistas del Escuadrón B) había pasado discretamente a la Alerta Ámbar (diez minutos), y sus tiempos libres, de dos horas a una hora.
Se encontraba un hombre del Ministerio de Transportes, que controlaba los puertos y aeropuertos de Gran Bretaña. En relación con los Guardacostas y las Aduanas. Su departamento montaría la vigilancia de aquellos puntos, pues lo más importante, de momento, era mantener a Simon Cormack dentro del país, para el caso de que los secuestradores tuviesen otras ideas. Había hablado ya con el Departamento de Comercio e Industria, que dejó bien claro que examinar todos los contenedores cerrados y sellados que iban a salir del país era literalmente imposible. Sin embargo, cualquier avión particular, yate o embarcación de recreo, barca de pesca, caravana o embarcación-vivienda que fuesen a hacerse a la mar con una caja grande a bordo o con alguien tendido en una camilla, o simplemente drogado e inconsciente, se encontraría con un agente de Aduana o con un guardacostas que mostraría más que un interés rutinario.
Pero el hombre clave era el que se sentaba a la derecha de Sir Harry: Nigel Cramer.
A diferencia de las jefaturas y las autoridades de Policía de los condados, la fuerza policial de Londres, la Policía metropolitana, conocida como «la Met», está bajo el mando, no de un jefe, sino de un alto comisario, y es la fuerza más numerosa del país. El alto comisario, en este caso Sir Peter Imbert, es ayudado en su labor por cuatro subcomisarios, cada uno de los cuales se halla a cargo de uno de los cuatro departamentos. El segundo de éstos es Specialist Operations, o SO.
El departamento SO tiene trece ramas, que van de la uno a la catorce, porque la cinco, sin que se conozca la razón, no existe. Entre las trece se encuentran la Brigada Secreta, la Brigada de Delitos Graves, la Brigada Volante, la Brigada de Fraudes y la Brigada de Delitos Regionales. Además, la Rama Especial (contraespionaje), la Rama de Información Criminal (SO 11) y la Rama Antiterrorista (SO 13).
El hombre designado por Sir Peter Imbert para representar a la Met, en el comité COBRA era el subcomisario delegado del Departamento SO, Nigel Cramer. A partir de ese momento, informaría en dos direcciones: hacia arriba, a su subcomisario y al propio alto comisario; hacia un lado, al comité COBRA. Por su parte, recibiría información del oficial investigador, el I.O., el cual, a su vez emplearía todas las ramas y brigadas del departamento.
Se necesita decisión política para superponer la Met, a una fuerza provincial; pero la Primera Ministra había tomado ya esta decisión, justificada por la sospecha de que Simon Cormack podía muy bien estar fuera de la zona de Thames Valley, y Sir Harry Marriott acaba de informar de aquella decisión al jefe de aquel sector. Los hombres de Cramer se encontraban ya en las afueras de Oxford.
Había dos invitados no británicos en COBRA. Uno de ellos era Patrick Seymour, el hombre del FBI en la Embajada; el otro era Lou Collins, el oficial de enlace de la CIA en Londres. Su inclusión era más que mera cortesía; estaban allí para que pudiesen enterar a sus organizaciones del grado de esfuerzo que se estaba realizando en Londres para remediar aquel atropello, y tal vez contribuir con cualquier dato que pudiese descubrir su gente.
Sir Harry abrió la sesión con un informe conciso de lo que se sabía hasta entonces. Habían transcurrido tres horas justas desde el secuestro. En este momento, creía necesario hacer dos presunciones. Una de ellas era que Simon Cormack había sido sacado de Shotover Plain y estaba ahora secuestrado en un lugar secreto; la segunda era que los delincuentes eran terroristas de alguna especie que todavía no habían establecido contacto alguno con las autoridades.
El hombre de Información Secreta dijo que sus agentes estaban tratando de ponerse en contacto con varios colaboradores infiltrados en los grupos terroristas europeos conocidos, en un intento de identificar al que estaba detrás del secuestro. Tardaría algunos días en lograrlo.
—Estos agentes de infiltración llevan vidas muy peligrosas —añadió—. No podemos telefonearles sin más y preguntar por Jimmy. Tendrán que celebrarse reuniones secretas en diversos lugares durante la próxima semana, para ver si podemos descubrir alguna pista.
El hombre del Servicio de Seguridad añadió que su departamento estaba haciendo lo mismo con grupos del interior del país, que podían estar implicados o saber algo. Dudaba de que los autores fuesen nacionales. Aparte del IRA y el INLA, ambos irlandeses, las Islas Británicas tenían un buen número de tipos misteriosos, pero el grado de profesionalismo cruel mostrado en Shotover Plain parecía excluir a los ruidosos descontentos de costumbre. Sin embargo, sus propios agentes de infiltración serían también puestos en acción.
Nigel Cramer dijo que era probable que las primeras pistas se obtuvieran del examen forense o de algún testigo casual que todavía no había sido interrogado.
—Sabemos cómo era la camioneta que utilizaron —dijo—. Una vieja Ford Transit pintada de verde y que llevaba en ambos lados el rótulo, conocido en Oxfordshire, de la compañía Barlow Fruit. Se la vio pasar por Wheatley en dirección este, lejos del lugar del crimen, unos cinco minutos después de ser cometido. Y no era una camioneta de Barlow; esto ha quedado demostrado. El testigo no se fijó en el número de matrícula. Como es natural, se está realizando una intensa búsqueda para hallar a cualquier otra persona que pueda haber visto esa furgoneta, la dirección que llevaba o los hombres que iban en el asiento delantero. Parece que eran dos, sólo vagas sombras detrás del cristal; pero el lechero cree que uno de ellos llevaba barba.
«Como cuerpos del delito, tenemos un gato, huellas perfectas de los neumáticos de la camioneta (los hombres de Thames Valley determinaron el lugar exacto donde había estado el vehículo) y una colección de casquillos procedentes al parecer de una metralleta. Serán enviados a los peritos militares de Fort Halstead. Lo propio se hará con las balas que se extraigan de los cadáveres de los dos hombres del Servicio Secreto y del sargento Dunn de la Rama Especial de Oxford. Fort Halstead nos lo dirá con toda seguridad; pero, a primera vista, parece que se trata de un arma de los países del Pacto de Varsovia. Casi todos los grupos terroristas europeos, salvo el IRA, emplean armas del bloque del Este.
»Los técnicos de Oxford son buenos, pero voy a hacer que traigan todas las piezas de prueba a nuestros propios laboratorios de Fulham. Thames Valley seguirá buscando testigos.
»Por consiguiente, caballeros, tenemos cuatro direcciones en las que investigar. La furgoneta desaparecida; testigos que estuvieran en el lugar del delito; o cerca de él; las pruebas que los secuestradores dejaron atrás, y una búsqueda, que realizarán los agentes de Thames Valley, de cualquiera que se hubiese visto observando la casa de Woodstock Road. Por lo visto… —y miró a los dos americanos— Simon Cormack estuvo haciendo la misma carrera cada mañana a la misma hora durante varios días seguidos.
En ese momento sonó el teléfono. Era para Cramer, el cual se puso al aparato, hizo algunas preguntas, escuchó unos minutos y regresó a la mesa.
—He designado a Peter Williams, jefe de la SO 13, la Rama Antiterrorista, como oficial investigador. Era él. Cree que tenemos la camioneta.
El dueño de Whitehill Farm, cerca de Fox Covert en la carretera de Islip, llamó a los bomberos a las ocho y diez, al ver que salían humo y llamas de un viejo granero de madera de su propiedad. Estaba situado en un prado cerca de la carretera; pero a unos quinientos metros de su casa de campo, y raras veces lo visitaba. Los bomberos de Oxford acudieron de inmediato, pero demasiado tarde para salvar el granero. El granjero había contemplado impotente cómo consumían las llamas la estructura de madera, derribando primero el techo y después las paredes.
Cuando los bomberos estaban sofocando el fuego, observaron lo que parecían ser los restos de una camioneta debajo de las vigas carbonizadas. Eran las ocho cuarenta y uno. El granjero había afirmado rotundamente que no guardaba ningún vehículo en el granero. Temiendo que pudiese haber alguien, gitanos, vagabundos o incluso excursionistas, dentro de la furgoneta, los bomberos retiraron las vigas. Cuando pudieron acercarse al vehículo, miraron en su interior, pero no encontraron ningún cadáver. Sin embargo, eran sin duda alguna, los restos de una Transit.
Al volver a su cuartel, un avispado oficial de bomberos había oído por radio que la Policía de Thames Valley estaba buscando una Transit, pues se creía que había participado en un «delito con uso de armas de fuego» aquella mañana temprano. Y telefoneó a Kidlington.
—Temo que no haya quedado nada utilizable —dijo Cramer—. Probablemente se quemaron los neumáticos y se borraron todas las huellas digitales. Sin embargo, los números del motor y del chasis no se habrán visto afectados. Mis hombres de la Sección de Vehículos van hacia allí. Si hay algo, y si existe la menor cosa que pueda sernos útil, lo sabremos.
La Sección de Vehículos de Scotland Yard pertenece a la Brigada de Delitos Graves, que es parte del Departamento SO.
El COBRA continuó reunido, pero algunos de sus principales miembros se marcharon a sus asuntos, dejando el sitio a subordinados que les informarían si había alguna novedad. La presidencia fue ocupada por un joven funcionario del Home Office.
En unas circunstancias perfectas, cosa que jamás se da, Nigel Cramer habría preferido mantener a la Prensa al margen del asunto, al menos durante un tiempo. A las once de la mañana, Clive Empson, del Oxford Mail, estaba en Kidlington, pidiendo información sobre un tiroteo y unas muertes en Shotover a eso del amanecer. Le sorprendieron tres cosas. Una de ellas fue que lo llevaron pronto al superintendente jefe de detectives, el cual le preguntó dónde se había enterado de la noticia. Él se negó a decirlo. La segunda fue que reinaba un ambiente de verdadero miedo entre los oficiales jóvenes de la Jefatura de Policía de Thames Valley. La tercera consistió en que no le dijeron nada. Tratándose de un doble asesinato (la mujer del impresor sólo había visto dos cadáveres), la Policía habría pedido normalmente la colaboración de la Prensa y formulado una declaración; y tal vez incluso habría ofrecido una conferencia informativa.
Mientras regresaba a Oxford, reflexionó sobre todas estas cosas. Unos muertos por «causas naturales» irían a parar al depósito de cadáveres de la ciudad; pero, si habían sido asesinados a tiros, tendrían que ser objeto de los procedimientos más refinados del Hospital de Radcliffe. Por casualidad tenía una agradable aventura con una enfermera de ese centro; no estaba en la sección de «cadáveres» pero podía conocer a alguien que perteneciese a ella.
A la hora del almuerzo, le dijeron que existía un gran jaleo en el Radcliffe. Había tres cadáveres en el depósito; dos de ellos parecían americanos y el otro era un policía inglés; venía un médico forense de Londres, y alguien de la Embajada americana. Esto le intrigó.
Si se hubiese tratado de hombres de servicio en la cercana base de Upper Heyford, habrían venido al hospital miembros uniformados de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos; si fueran turistas americanos, se habría presentado alguien de la Embajada. Pero ¿porqué no habían querido decirle nada en Kidlington? Pensó en Simon Cormack, que todo el mundo sabía que estaba estudiando en el lugar desde hacía nueve meses, y fue al Balliol College. Allí se encontró con una linda estudiante galesa llamada Jenny.
Ella le confirmó que Simon Cormack no había asistido aquel día a clase, pero no le dio importancia. Probablemente se estaba matando con sus carreras de cross-country. ¿Corriendo? Sí, era la mayor esperanza para derrotar a Cambridge en diciembre. Realizaba unas carreras brutales de entrenamiento cada mañana. Casi siempre por Shotover Plain.
Clive Empson tuvo la impresión de que algo le había llovido del cielo. Acostumbrado a la idea de pasarse la vida buscando temas para el Oxford Mail, vio de pronto las luces brillantes de Fleet Street, en Londres, que le estaban llamando. No iba desencaminado; pero supuso que Simon Cormack había sido asesinado. Ésta fue la noticia que envió a un importante periódico de Londres a última hora de la tarde. Aquello obligó al Gobierno a hacer una declaración.
Las personas enteradas de Washington confiesan a veces, con absoluta reserva, a sus amigos británicos, que darían el brazo derecho para tener el sistema británico de gobierno…
El sistema británico es bastante sencillo. La reina es la jefa del Estado y permanece en su sitio. El jefe del Gobierno es el Primer Ministro, que siempre es el líder del partido que gana las elecciones generales. Esto tiene dos ventajas. El jefe ejecutivo de la nación no puede estar a la greña con una mayoría del partido político adversario en el Parlamento (lo cual facilita una legislación necesaria aunque no siempre popular) y el Primer Ministro entrante, después de ganar los comicios, es casi siempre un político hábil y experimentado en el aspecto nacional y, probablemente, ex ministro de una administración anterior. La experiencia, la práctica, el conocimiento de cómo ocurren las cosas y de cómo hay que hacer que sucedan, le acompañan siempre.
Londres tiene una tercera ventaja. Detrás de los políticos se encuentra una serie de funcionarios civiles importantes que, en la mayoría de los casos, sirvieron en la última administración, en la anterior y en la que precedió a ésta. Como hay una docena de ellos que llevan un centenar de años en la cima, estos «mandarines» son una ayuda vital para los nuevos triunfadores. Se hallan enterados de lo que ocurrió la última vez y por qué, conservan los archivos, saben dónde están colocadas las minas.
En Washington, el presidente cesante se lleva casi todo consigo: la experiencia, los consejeros y las memorias, o al menos aquellas que no ha rasgado algún coronel complaciente. El recién llegado empieza sin conocer el terreno, a menudo sin más experiencia en el gobierno que la adquirida en la delimitación de su Estado. Lleva su propio equipo de consejeros, los cuales suelen estar tan despistados como él, y no distinguen muy bien los campos de fútbol de los campos de minas. Esto explica que bastantes reputaciones en Washington queden pronto lisiadas para siempre.
Así, cuando el pasmado vicepresidente Odell salió de la Mansión y cruzó hacia el Ala Oeste a las cinco y cinco de aquella mañana de octubre, se dio cuenta de que no tenía ninguna seguridad acerca de lo que debía hacer o de a quién convenía preguntar.
—No puede llevar solo este asunto, Michael —le había dicho el presidente—. Trataré de cumplir los deberes de mi cargo. Permaneceré en el Salón Oval. Pero no me es posible presidir el Comité de crisis. Estoy demasiado interesado en el asunto… Devuélvamelo, Michael, haga que regrese mi hijo.
Odell era un hombre mucho más emotivo que John Cormack. Nunca había visto, ni creía que volvería a ver, a su irónico, seco y académico amigo, tan trastornado. Abrazó a su presidente y le juró que se haría todo lo necesario. Cormack había regresado al dormitorio, donde el médico de la Casa Blanca estaba administrando un sedante a la afligida primera dama.
Odell se sentó en el sillón central de la mesa de la Sala del Gabinete, pidió café y empezó a hacer llamadas telefónicas. El secuestro se había realizado en Inglaterra; es decir, en el extranjero; necesitaría al secretario de Estado. Llamó a Jim Donaldson y le despertó. No le explicó la razón, sino que se limitó a decirle que viniese en seguida al Salón del Gabinete. Donaldson protestó. Dijo que iría a las nueve.
—Ha de ser ahora mismo, Jim. Es una emergencia. Y no llame al presidente para comprobarlo. Él no puede responder a su llamada y me ha pedido que me encargue del asunto.
Mientras fue gobernador de Texas, Michael Odell consideró siempre la política exterior como un libro cerrado. Pero llevaba el tiempo suficiente en Washington, y como vicepresidente, para haber recibido innumerables lecciones sobre problemas extranjeros; y había aprendido mucho. Los que apreciaban la imagen deliberadamente campechana que Odell gustaba de cultivar, se equivocaban de medio a medio, y era frecuente que tuvieran que lamentarlo luego. Michael Odell no se había ganado la confianza y el respeto de un hombre como John Cormack porque fuese tonto. En realidad, era muy inteligente.
Llamó a Bill Walters, fiscal general y jefe político del FBI, el cual se hallaba levantado y se había vestido ya, porque había recibido una llamada de Don Edmonds, director del Bureau. Estaba enterado.
—Voy en seguida, Michael —dijo—. Quiero que Don Edmonds acuda también. Necesitaremos la experiencia del FBI. Además, el hombre de Don en Londres le informará cada hora. Nos hace falta estar al corriente de las noticias. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —repuso Odell con alivio—. Traiga a Edmonds.
Cuando estuvo todo el grupo reunido a las seis de la mañana, hallábanse también allí Hubert Reed, del Tesoro (responsable del Servicio Secreto); Morton Stannard, secretario de Defensa; Brad Johnson, consejero de Seguridad Nacional, y Lee Alexander, director de la CIA. Esperando por si los necesitaban, estaban Don Edmonds, del FBI, Creighton Burbank, del Servicio Secreto, y el director delegado de Operaciones de la CIA.
Lee Alexander sabía que, aunque fuese director de la CIA, su cargo era político, no la culminación de una carrera como oficial de información. El hombre que dirigía todo el sector operacional de la Agencia era el DDO. David Weintraub esperaba fuera con los otros.
Don Edmonds había traído también a uno de sus hombres más importantes. El director del FBI tenía tres subdirectores ejecutivos, a cuyo cargo se encontraban, respectivamente, los Servicios de Aplicación de la Ley, Administración e Investigaciones. El subdirector de Investigaciones, Buck Revell, estaba enfermo. Dentro de Investigaciones existían tres secciones: Información, Enlaces Internacionales (a la que pertenecían Patrick Seymour, en Londres) e Investigación Criminal. Edmonds había traído a este último, Philip Kelly.
—Sería mejor que les hiciésemos entrar a todos —sugirió Brad Johnson—, ya que, de momento, saben más que nosotros.
Todos se mostraron de acuerdo. Más tarde, los expertos formaron el Grupo de Gestión de la Crisis, que se reunió en el Salón de Situaciones de la planta baja, contiguo al Centro de Comunicaciones para mayor facilidad y reserva. Todavía más tarde, los hombres del gabinete se refugiaron allí, cuando las cámaras con teleobjetivo de la Prensa empezaron a molestarles a través de las ventanas del Salón del Gabinete y desde el otro lado de la rosaleda.
Primero escucharon a Creigton Burbank, un hombre colérico que culpó rotundamente a los ingleses del desastre. Les dijo cuanto le había comunicado su propio equipo en Summertown, un informe que lo abarcaba todo hasta la salida del corredor de Woodstock Road aquella mañana y lo que habían visto y aprendido más tarde sus hombres en Shotover Plain.
—Tenemos dos hombres muertos —gritó—, dos viudas y tres huérfanos de quienes cuidar. Y todo porque esos bastardos no son capaces de realizar una operación de seguridad. Deseo que conste en acta, caballeros, que mi Servicio pidió repetidas veces que Simon Cormack no pasara un año en el extranjero, y advirtió que necesitábamos allí cincuenta agentes, no una docena.
—De acuerdo, tenía usted razón —dijo Odell, para apaciguarlo.
Don Edmonds acababa de recibir una llamada del hombre del FBI en Londres, Patrick Seymour. Informó de todo lo que debía saberse, hasta el fin de la primera reunión de COBRA que acababa de terminar.
—¿Qué ocurre exactamente en un caso de secuestro? —preguntó con suavidad Reed.
De todos los consejeros del presidente Cormack que se hallaban en el salón, Hubert Reed era considerado como el menos adecuado para hacer frente a las duras luchas internas políticas que suelen ser inherentes al poder en Washington.
Era un hombre bajo y afable, cuyo aire de timidez, incluso de indefensión, era acentuado por las gafas que hacían que sus ojos pareciesen los de un búho. Había heredado un gran caudal y empezado su carrera en Wall Street como director de un fondo de pensiones con una agencia de bolsa importante. Su fino olfato para las inversiones le había convertido en un financiero de primer orden cuando tenía poco más de cincuenta años y, en época reciente, había administrado los fondos de la familia Cormack, lo cual motivó que los dos hombres se conociesen y se hiciesen amigos.
Había sido su genialidad financiera lo que hizo que Cormack le invitase a Washington, donde había conseguido, en el Tesoro, contener, dentro de ciertos límites el creciente déficit presupuestario americano. Mientras se tratase de cuestiones de finanzas, Hubert Reed se hallaba como pez en el agua; pero cuando informaban de alguna «dura» operación de la Agencia Antidroga o del Servicio Secreto, ambos subagencias del Tesoro, se sentía incomodísimo.
Don Edmonds miró a Kelly, que era el especialista en crímenes.
—Por regla general, a menos que los secuestradores y su escondrijo puedan ser descubiertos pronto, establecen contacto y piden un rescate. Después, se intenta negociar la liberación del rehén. Desde luego, las investigaciones continúan, para tratar de localizar el paradero de los delincuentes. Si esto falla, hay que acudir a la negociación.
—En este caso, ¿con quién? —preguntó Stannard.
Se hizo un silencio. América tiene algunos de los sistemas de alarma más perfeccionados del mundo. Sus científicos han inventado sensores infrarrojos que pueden detectar el calor de un cuerpo desde varios kilómetros de altura sobre la superficie de la tierra. Hay sensores de ruidos que pueden percibir la respiración de una rata a la distancia de un kilómetro. Existen sensores de movimiento y de luz que son capaces de captar una colilla de cigarrillo en su espacio interior. Pero nada puede igualar el sistema sensor de la CIA que opera en Washington. Había estado ya dos horas en funcionamiento y ahora buscaba una realización suprema.
—Necesitamos estar presentes allí —aconsejó Walters—. No vamos a dejar esto por completo en manos de los británicos. Tenemos que hacer algo, algo positivo, algo para recobrar a ese muchacho.
—¡Por mil diablos, sí! —Estalló Odell—. Podemos decir que ellos perdieron al muchacho, aunque el Servicio Secreto insista en que un policía británico ocupó un asiento de atrás… —Burbank le miró echando chispas—. Tenemos motivo. Podemos insistir en participar en la investigación.
—Difícilmente podemos enviar un equipo del Departamento de Policía de Washington para que sustituya a Scotland Yard en sus dominios —observó el fiscal general Walters.
—Bueno. ¿Y qué me dicen de la negociación? —preguntó Brad Johnson.
Los profesionales siguieron guardando silencio. Johnson estaba infringiendo con todo descaro las reglas de la CIA. No querían comprometerse. Odell habló, para disimular la vacilación de todos.
—Si ha de irse a una negociación —preguntó—, ¿quién es el mejor negociador del mundo en cuestión de liberación de rehenes?
—En Quantico —se aventuró Kelly— tenemos el grupo de Ciencia del Comportamiento, del Bureau. Son los que cuidan de las negociaciones en casos de secuestros en América. Son los más capacitados que tenemos aquí…
—He preguntado quién es el mejor del mundo —repitió el vicepresidente.
—El que mayores triunfos ha logrado en casos de secuestro en todo el mundo —informó Weintraub hablando de un modo pausado— es un hombre llamado Quinn. Lo conozco. Mejor dicho, lo conocí una vez.
Diez pares de ojos se fijaron en el hombre de la CIA.
—Descríbalo —ordenó Odell.
—Es americano —dijo Weintraub—. Al licenciarse del Ejército, ingresó en una compañía de seguros de Hartford. Al cabo de dos años, lo enviaron a presidir su delegación en París, que abarcaba a todos sus clientes de Europa. Se casó y tuvo una hija. Su esposa, francesa, y su hija murieron en un accidente en la autopista sin peaje a la salida de Orleáns. Entonces le dio por la bebida, Harford lo despidió, se recuperó y entró a trabajar para una empresa aseguradora de Lloyd en Londres, especializada en seguridad personal y, por ende, en negociaciones para la liberación de rehenes.
»Si no recuerdo mal, pasó diez años en ella, desde 1978 hasta 1988. Luego, se retiró. Hasta entonces había dirigido él mismo, o bien aconsejado en los lugares donde tenía problemas de lenguaje, más de una docena de liberaciones de rehenes en toda Europa, que, como saben ustedes, es la escuela del secuestro del mundo desarrollado. Creo que habla tres idiomas además del inglés y que conoce Gran Bretaña y el continente europeo como la palma de su mano.
—¿Es el hombre que nos conviene? —preguntó Odell—. ¿Podría dirigir esto desde los Estados Unidos?
Weintraub se encogió de hombros.
—Usted ha preguntado quién era el mejor del mundo, señor vicepresidente —observó, y hubo asentimiento de alivio alrededor de la mesa.
—¿Dónde está ahora? —preguntó Odell.
—Creo que vive retirado en el sur de España, señor. Todo debe constar en los archivos de Langley.
—Vaya a buscarlo, Mr. Weintraub —dijo Odell—. Traiga aquí a ese Mr. Quinn. Cueste lo que cueste.
A las siete de la tarde de aquel día, las primeras noticias estallaron como una bomba en las pantallas de televisión. En TVE un locutor contó atropelladamente al público español los sucesos de aquella mañana en las afueras de la ciudad de Oxford. Los hombres que estaban en el bar de Antonio, en Alcántara del Río, observaron en silencio. Antonio sirvió al hombre alto un vaso de vino de la casa.
—Mala cosa —dijo en tono compasivo.
El hombre alto no apartó la mirada de la pantalla.
—No es asunto mío —dijo.
David Weintraub partió de la base de la Air Force de Andrews, en las cercanías de Washington, a las diez de la mañana, hora local, en un USAF BC20A, versión militar del Gulfstream Three. Con el depósito de carburante lleno, sus dos motores Rolls Royce Spey 511 podían bastar para un trayecto de seis mil quinientos kilómetros, con treinta minutos de reserva. Cruzó el Atlántico, a una altura de trece mil metros y una velocidad de setecientos cincuenta kilómetros por hora, en siete horas y media, con un favorable viento de cola.
Habida cuenta de la diferencia de seis horas respecto a los Estados Unidos, eran las once treinta de la noche cuando el DDO se apeó en Rota, la base aérea de la Marina de los Estados Unidos junto a la bahía de Cádiz, en Andalucía. Se trasladó inmediatamente a un helicóptero SH2F Sea Sprite de la Marina que le estaba esperando y que se elevó en dirección este antes de que él se hubiese sentado. La cita estaba concertada en la ancha y lisa playa llamada de Casares, y allí le estaba esperando el joven agente venido de Madrid en un automóvil de la Delegación de la CIA en Madrid. Era un descarado e inteligente joven recién salido de la escuela de adiestramiento de Camp Peary, Virginia, y trataba de impresionar al DDO. Weintraub suspiró.
Cruzaron con atención Manilva, el agente Sneed preguntó dos veces el camino y encontró Alcántara del Río poco después de medianoche. Más difícil de encontrar fue la casita enjalbegada en las afueras de la población, pero un complaciente campesino les indicó dónde estaba.
La vivienda se encontraba a oscuras cuando el automóvil se detuvo y Sneed paró el motor. Se apearon, observando la casita de campo envuelta en sombras y Sneed trató de abrir la puerta. No estaba cerrada con llave. Entraron directamente en el amplio y fresco cuarto de estar de la planta baja. A la luz de la luna, Weintraub pudo distinguir lo que era una habitación de soltero: alfombras de piel de vaca sobre baldosas de piedra, poltronas, una mesa antigua de roble español, una pared cubierta de estantes con libros.
Sneed empezó a buscar el interruptor de la luz. Weintraub observó que había tres lámparas de petróleo y comprendió que estaba perdiendo el tiempo. Debía haber un generador diésel fuera de la casa para producir electricidad para la cocina y el cuarto de baño, y que probablemente se cerraba al ponerse el sol. Sneed estaba todavía buscando a tientas de un lado a otro. Weintraub dio un paso adelante. Sintió la punta del cuchillo exactamente debajo del lóbulo de la oreja derecha y se detuvo en seco. El hombre había bajado por la escalera embaldosada del dormitorio sin hacer el menor ruido.
—Ha pasado mucho tiempo desde Son Tay, Quinn —dijo Weintraub, en voz baja.
La punta del cuchillo se apartó de su yugular.
—¿Qué pasa, señor? —preguntó en tono animado Sneed desde el otro lado de la habitación.
Una sombra se movió sobre las baldosas, se encendió una cerilla y la lámpara de petróleo de encima de la mesa iluminó la estancia. Sneed dio un salto. Al comandante Krekorian, de Belgrado, le habría encantado verle.
—Un viaje fatigoso —dijo Weintraub—. ¿Te importa que me siente?
Quinn se envolvía en un paño de algodón de cintura para abajo, como un sarong oriental. De cintura para arriba, estaba desnudo, flaco, endurecido por el trabajo. Sneed se quedó boquiabierto al ver las cicatrices.
—Me aparté de todo esto, David —dijo Quinn, y se sentó a la mesa, delante del DDO—. Estoy retirado.
Empujó un vaso y la jarra de vino tinto hacia Weintraub, el cual se sirvió, bebió e inclinó la cabeza en señal de aprobación. Un vino tinto fuerte. Jamás habría ido a parar a las mesas de los ricos. Un vino para campesinos o soldados.
—Por favor, Quinn.
Sneed estaba asombrado. Los DDO no decían «por favor». Sólo daban órdenes.
—No iré —declaró Quinn.
La luz iluminó a Sneed y su chaqueta desabrochada. La llevaba así adrede para que se viese la culata de la pistola sobresaliendo de la funda colgada sobre la cadera. Quinn ni siquiera lo miró. Se dirigió a Weintraub.
—¿Quién es ese imbécil? —preguntó en tono suave.
Weintraub dijo al joven con voz firme:
—Sneed, vaya a ver si están bien los neumáticos.
Sneed salió. Weintraub suspiró.
—Quinn, aquel asunto en Taormina. La niña. Lo sabemos. No tuviste la culpa.
—¿No puedes entenderlo? Me salí de esto. He terminado. Para siempre. Has hecho el viaje en vano. Busca a otro.
—No hay otro. Los ingleses tienen gente, buena gente. Pero Washington dice que necesitamos un americano. Y nosotros no disponemos de nadie que pueda compararse contigo en cuanto al conocimiento de Europa.
—Washington quiere guardarse las espaldas —replicó Quinn—. Como siempre. Necesitan una cabeza de turco, para el caso de que las cosas marchen mal.
—Sí, tal vez sea así —reconoció Weintraub—. Por última vez, Quinn. No es por Washington, ni por la nación, ni siquiera por el muchacho. Es por sus padres. Necesitan al mejor hombre. Dije al comité que ése eras tú.
Quinn miró a su alrededor, estudiando sus pocos pero apreciados bienes, como si tal vez no hubiese de verlos nunca más.
—Tengo un precio —dijo al fin.
—Dilo —pidió sencillamente el DDO.
—Que recojáis mis uvas. Que recojáis mi cosecha.
Salieron de la casa diez minutos más tarde, Quinn cargado con un saco de arpillera, vistiendo pantalón oscuro y camisa y calzando zapatos de lona, sin calcetines. Sneed abrió la portezuela del coche. Weintraub se puso al volante y Quinn se sentó a su lado.
—Usted quédese aquí —dijo Weintraub a Sneed—. Recoja sus uvas.
—¿Qué? —exclamó Sneed.
—Ya lo ha oído. Vaya al pueblo por la mañana, alquile algunos trabajadores y haga que vendimien la cosecha de este hombre. Yo diré al jefe de la Delegación en Madrid que todo está en regla.
Empleó una radio manual para llamar al Sea Sprite, que daba vueltas sobre la playa de Casares cuando ellos llegaron. Subieron al helicóptero y volaron a través de la aterciopelada oscuridad en dirección a Rota, y después a Washington.