CAPÍTULO III

Marzo, 1991

A cuarenta y cinco kilómetros al noroeste de Oklahoma City, se halla la penitenciaría federal conocida como El Reno, y cuyo nombre oficial, es el de «Instituto Correccional Federal». Para expresarlo de modo menos formal, digamos que se trata de una de las prisiones de régimen más severo de América, una «chirona de primera», según la jerga criminal. Al despuntar una fría mañana de mediados de marzo, se abrió una puertecilla recortada en la imponente puerta principal, y salió un hombre.

Era de mediana estatura, gordo, pálido por el encierro; se hallaba sin blanca y muy amargado. Miró a su alrededor, no vio gran cosa (allí hay poco que ver), se volvió en dirección a la ciudad y empezó a andar. Arriba, unos ojos invisibles en las torres de guardia le observaron con poco interés y después desviaron la mirada.

Otros ojos lo contemplaron con mucha más atención desde un coche aparcado. La limusina se hallaba a una discreta distancia de la puerta principal, lo bastante lejos para que no pudiese distinguirse su número de matrícula. El hombre que vigilaba a través de la ventanilla de atrás bajó los gemelos y murmuró:

—Viene en esta dirección.

Diez minutos después, el hombre gordo pasó por delante del coche, lo miró y siguió andando. Pero era un profesional y sus antenas hicieron que se activase su sistema de alarma. Estaba a cien metros del automóvil cuando éste se puso en marcha y se detuvo a su lado. Se apeó de él un joven bien plantado, atlético y de agradable aspecto.

—¿Mr. Moss?

—¿Quién quiere saberlo?

—Mi patrono, señor. Desea ofrecerle una entrevista.

—Supongo que no tiene nombre —dijo el hombre gordo.

El otro sonrió.

—Todavía no, señor. Pero tenemos un coche con calefacción, un avión particular y buenas intenciones. Veamos las cosas como son, Mr. Moss. ¿Tiene algún otro lugar adonde ir?

Moss pensó. Aquel coche y aquel hombre no olían a la Compañía (CIA) ni al Bureau (FBI), sus acérrimos enemigos. Y, en efecto, no tenía otro lugar adonde ir. Subió a la parte trasera del coche, el joven se sentó a su lado y el automóvil se dirigió, no hacia Oklahoma City, sino hacia el aeropuerto Wiley Post, al noroeste.

En 1966, cuando tenía veinticinco años, Irving Moss había sido joven oficial provincial (un GS 12) de la CIA, recién salido de los Estados Unidos, y trabajó en Vietnam en el programa Phoenix dirigido por la CIA. Eran los años en que las Fuerzas Especiales, los Boinas Verdes, estaban inculcando sus fructíferos programas en el delta del Mekong al ejército survietnamita, que había tratado de persuadir a los campesinos de que no cooperasen con el Vietcong con mucha menos habilidad y humanidad. La gente de Phoenix tenía que establecer enlace con el ARVN mientras los Boinas Verdes realizaban más y más misiones de busca y destrucción, llevando a menudo prisioneros del Vietcong, o sospechosos de serlo, para ser interrogados por el ARVN bajo la égida de la gente de Phoenix. Entonces fue cuando Moss descubrió tanto su afición secreta como su verdadero talento.

Siendo más joven, le había desconcertado y deprimido su propia falta de sexualidad, y ahora recordaba con la misma amargura las burlas de que había sido objeto en su adolescencia. También se había quedado perplejo (los años cincuenta fueron una era de relativa inocencia entre los adolescentes) al observar que podía excitarse inmediatamente al oír un grito humano. Para un hombre semejante, las discretas y permisivas junglas de Vietnam eran una cueva de Aladino de placer. Nada más que con su unidad vietnamita de retaguardia, había podido erigirse en principal interrogador de los sospechosos, ayudado por un par de cabos survietnamitas de parecida mentalidad.

Habían sido para él tres años estupendos, que terminaron un día de 1969 en que un alto, duro y joven sargento de los Boinas Verdes había salido inesperadamente de la jungla, con el brazo izquierdo, sangrando. Había sido enviado por su oficial para que lo curasen. El joven guerrero observó durante unos segundos el trabajo de Moss, se volvió sin decir palabra y con la mano derecha, descargó un puñetazo contra el puente de su nariz. Los médicos de Denang habían hecho todo lo posible; pero los huesos del tabique estaban tan destrozados que tuvieron que enviarle al Japón. Ni siquiera allí, la cirugía plástica pudo evitar que el puente de su nariz se quedase ancho y plano. Y las fosas habían quedado tan perjudicadas que todavía silbaba y resoplaba al respirar, en especial cuando estaba excitado. Nunca volvió a ver al sargento; no había habido ningún comunicado oficial, y consiguió barrer su pista y permanecer en la Agencia. Hasta 1983. Aquel año estuvo en Honduras con la CIA para ayudar al movimiento de la Contra. Estuvo supervisando una serie de campamentos en la jungla, a lo largo de la frontera con Nicaragua, donde los contras, muchos de ellos antiguos partidarios del expulsado y aborrecido dictador Somoza, realizaban misiones esporádicas a través de la frontera y entraban en la tierra que antaño habían gobernado. Un día, uno de estos grupos regresó con un muchacho de trece años, que no era sandinista, sino sólo un joven campesino.

El interrogatorio se desarrolló en un claro de bosque a cuatrocientos metros del campamento de la Contra; pero, en el silencioso aire tropical, los enloquecidos gritos pudieron oírse claramente desde el campamento. Nadie durmió. De madrugada, cesaron al fin los alaridos. Moss regresó como si estuviese drogado, se tumbó en su litera y se sumió en un profundo sueño. Dos jefes de sección nicaragüenses salieron sin hacer ruido del campamento, se adentraron en la jungla y volvieron al cabo de veinte minutos para pedir una entrevista a su superior. El coronel Rivas les recibió en su tienda donde estaba escribiendo unos informes a la luz del sibilante Petromax. Los dos guerrilleros hablaron con él durante varios minutos.

—No podemos trabajar con ese tipo —concluyó el primero—. Hemos hablado con los muchachos, y están de acuerdo, coronel.

—Es un malvado —añadió el otro—. Un animal.

El coronel Rivas suspiró. Antaño había sido miembro de los Escuadrones de la Muerte de Somoza, había sacado de la cama a sindicalistas y descontentos. Presenció unas cuantas ejecuciones e incluso participó en algunas de ellas. Pero un chiquillo… Cogió su radio. No le interesaba un motín ni una deserción en masa. Poco después del amanecer, un helicóptero militar americano aterrizó en el campamento y bajó de él un hombre corpulento y moreno que resultó ser el recién nombrado jefe delegado de la Sección Latinoamericana de la CIA, que viajaba para familiarizarse con su nuevo territorio. Rivas acompañó al americano a la jungla y los dos volvieron al cabo de unos minutos.

Irving Moss se despertó al golpear alguien con un pie la pata de su litera. Miró con ojos nublados a un hombre con verde uniforme de campaña que le estaba observando.

—Moss, queda despedido —dijo el hombre.

—¿Quién diablos es usted? —preguntó.

El visitante se lo dijo.

—Uno de ellos —gruñó Moss.

—Sí, uno de ellos. Y usted queda despedido. De Honduras y de la Agencia.

Mostró a Moss una hoja de papel.

—Esto no viene de Langley —protestó Moss.

—No —dijo el hombre—, esto viene de mí. Y yo vengo de Langley. Recoja sus cosas y suba al helicóptero.

Treinta minutos después, David Weintraub vio cómo se elevaba el helicóptero en el cielo de la mañana. En Tegucigalpa, Moss fue recibido por el jefe de la Sección, el cual se mostró fríamente formal y cuidó personalmente de enviarle en avión a Miami y Washington. Nunca volvió a Langley. En el National de Washington, le dieron sus papeles y le dijeron que se perdiese de vista. Durante cinco años en que menudearon las ofertas, trabajó para diversos dictadores, cada vez menos aceptables, de Oriente Medio y de América Central, y después organizó operaciones de drogas para Noriega, de Panamá. Fue un error. La Agencia contra La Droga de los Estados Unidos le puso en la lista negra.

Pasaba por el aeropuerto de Heathrow de Londres en 1988 cuando unos guardianes de la ley británica, engañosamente corteses, se plantaron delante de él y le preguntaron si podían hablar unas palabras a solas. Las «palabras» se referían a un arma corta que llevaba oculta en la mayor de sus maletas. El procedimiento de extradición se tramitó a la máxima velocidad y, a las tres semanas, aterrizaba de nuevo en los Estados Unidos. Lo juzgaron y le impusieron una pena de tres años. Por no ser reincidente, habría podido cumplirla en una penitenciaría «blanda». Pero, mientras esperaba que le notificasen la sentencia, dos hombres celebraron un discreto almuerzo en el selecto Metropolitan Club de Washington.

Uno de ellos era un individuo robusto apellidado Weintraub, recién ascendido al cargo de subdirector de Operaciones de la CIA. El otro era Oliver «Buck» Revell, un alto ex piloto aviador de la Marina y subdirector ejecutivo (de Investigaciones) del FBI. También había sido jugador de fútbol en su juventud, pero no jugó el tiempo suficiente para que le machacasen el cerebro. Había alguno en el edificio Hoover que decía que todavía le funcionaba muy bien. Esperando a que Revell terminase su bistec, Weintraub le mostró una carpeta y varias fotografías, Revell cerró la carpeta y se limitó a decir:

—Ya veo.

De modo inexplicable, Moss había cumplido su condena en El Reno, donde se albergaban también algunos de los más crueles asesinos, violadores y concusionarios de los que se encontraban bajo llave en América. Cuando salió, sentía un odio patológico contra la Agencia, el Bureau, los ingleses… Y eso sólo para empezar.

En el aeropuerto de Wiley Post, la limusina cruzó la verja principal y se detuvo junto a un Learjet que estaba esperando. Aparte de su número de matrícula, que Moss grabó en seguida en su memoria, no llevaba ningún otro distintivo. Cinco minutos después estaba en el aire, dirigiéndose al sur y un poco hacia el oeste. Moss supo aproximadamente el rumbo que seguían, orientándose por el sol de la mañana. Estaba seguro de que se dirigían a Texas.

Muy cerca de Austin empieza lo que los tejanos llaman Hill Country. Allí era donde el dueño de Pan-Global tenía su casa de campo, en una extensión de diez mil hectáreas al pie de los montes. La mansión miraba al sureste y tenía vistas panorámicas sobre la gran llanura de Texas, hacia la lejana Galveston y el Golfo. Además de dependencias para el servicio, bungalows para los invitados, una piscina y un campo de tiro, la finca disponía de una pista de aterrizaje. En ella aterrizó el Learjet poco antes del mediodía.

Moss fue conducido a un bungalow de madera de jacarandá, le dieron media hora para bañarse, afeitarse y cambiarse de ropa, y después lo llevaron a la mansión y a un fresco despacho resguardado por cortinas. Dos minutos más tarde se enfrentó a un viejo alto y de cabellos blancos.

—¿Mr. Moss? —inquirió el hombre—, ¿Mr. Irving Moss?

—Sí, señor —dijo Moss.

Olió dinero en abundancia.

—Yo soy Miller —dijo el hombre—. Cyrus V. Miller.

Abril

La reunión se celebraba en el Salón del Gabinete, que se hallaba más allá del despacho del secretario particular y en el mismo pasillo del Salón Oval. Como la mayoría de la gente, la primera vez que el presidente John Cormack vio el famoso salón, quedó sorprendido por su pequeñez. El Salón del Gabinete, con su gran mesa octogonal debajo del retrato de George Washington pintado por Stuart, daba más espacio para extender papeles y apoyar los codos.

Aquella mañana, John Cormack había convocado a su Gabinete Privado de amigos íntimos y consejeros de confianza para considerar el texto definitivo del Tratado de Nantucket. Los detalles habían sido elaborados, se habían determinado los procedimientos de verificación, y los expertos habían asentido de mala gana (menos dos viejos generales y tres miembros del Pentágono que prefirieron dimitir); pero Cormack quería oír los últimos comentarios de su equipo particular.

Tenía sesenta años y estaba en el apogeo de sus facultades intelectuales y políticas, disfrutando sin disimulo de la popularidad y la autoridad de un cargo que nunca había esperado ostentar. Cuando la crisis alcanzó al Partido Republicano en el verano de 1988, el comité electoral del partido buscó desesperadamente a alguien que aceptase la candidatura. La mirada colectiva se había fijado en este congresista de Connecticut, vástago de una rica y distinguida familia de Nueva Inglaterra, que había decidido dejar su fortuna familiar a una serie de fundaciones y actuar de profesor en Cornell, hasta que empezó a dedicarse a la política en Connecticut, cuando estaba cerca de los cuarenta años.

John Cormack pertenecía al ala liberal de su partido, y había sido un virtual desconocido en la mayor parte del país. Sus íntimos amigos sabían que era un hombre resuelto, honrado y humano, y aseguraron al comité electoral que estaba «limpio» como la nieve recién caída. No era considerado como una personalidad en televisión (ahora atributo indispensable de todo candidato); pero lo eligieron a pesar de todo. Para los medios de comunicación, su causa era desesperada. Y entonces, en cuatro meses de campaña por todo el país, el desconocido había hecho cambiar el panorama. Olvidando la tradición, miró fijamente a la cámara y dio respuestas directas a todas las preguntas, lo que, en teoría, era una receta segura para el desastre. Molestó a algunos, pero de modo especial a la derecha, que no podía depositar sus votos en otra parte. En cambio, logró complacer a muchos más. Insistió, como condición indispensable, en elegir personalmente al vicepresidente. Y él, protestante y con un apellido del Úlster, escogió a Michael Odell, americano de origen irlandés y católico de Texas.

Eran muy diferentes, Odell se inclinaba mucho más a la derecha, y había sido gobernador de su Estado, Pero a Cormack le gustaba y confiaba en aquel hombre de Waco, mascador de chicle. Por alguna razón, la combinación había dado resultado; los electores se inclinaron, por estrecho margen, a favor del hombre a quien la Prensa gustaba (equivocadamente) de comparar con Woodrow Wilson, el último profesor presidente de América, y su compañero de candidatura, el cual dijo con todo descaro a Dan Rather: «Bueno, no siempre estoy de acuerdo con mi amigo John Cormack, pero, qué diablos, esto es América y aplastaré a quien diga que no tiene derecho a expresar lo que piensa».

Y la cosa resultó. La combinación del recto hombre de Nueva Inglaterra, con su enérgica y persuasiva palabra, y el engañosamente popular suroccidental, conquistó los votos vitales de los negros, los hispanos y los irlandeses, y salió triunfante. Desde que asumió el cargo, Cormack hizo que Odell interviniese en las tomas de decisiones al más alto nivel. Ahora, se hallaban sentados frente a frente para discutir un tratado que Cormack sabía que disgustaba profundamente a Odell. Flanqueando al presidente estaban otros cuatro amigos íntimos: Jim Donaldson, secretario de Estado; Bill Walters, fiscal general; Hubert Reed, del Tesoro, y Morton Stannard, de Defensa.

A un lado y a otro de Odell, se encontraban Brad Johnson, brillante negro de Missouri que había dado clases sobre defensa en Cornell y era ahora consejero de Seguridad Nacional, y Lee Alexander, director de la CIA, que había sustituido al juez Bill Webster pocos meses después de la investidura de Cormack. Su presencia se debía a que si los soviéticos pretendían incumplir las cláusulas del tratado, América necesitaría saber, a través de sus satélites y de su comunidad de información, cuáles eran los triunfos que tenían en la mano.

Cuando los ocho hombres leyeron las cláusulas finales, ninguno de ellos tuvo la menor duda de que era uno de los tratados más polémicos que firmarían nunca los Estados Unidos de América. Existía ya una fuerte oposición por parte de la derecha y de las industrias de defensa. En 1988, bajo el régimen de Reagan, el Pentágono había accedido a reducir treinta y tres mil millones de dólares en gastos planificados, para establecer un presupuesto total de defensa de doscientos noventa y nueve mil millones. Para los años fiscales de 1990 a 1994, se dijo a los Servicios que recortasen el gasto planificado en treinta y siete mil cien, cuarenta y un mil trescientos, cuarenta y cinco mil trescientos y cincuenta mil setecientos millones de dólares respectivamente. Pero esto sólo habría limitado el crecimiento del gasto en un dos por ciento al año. El Tratado de Nantucket preveía reducciones grandes en el gasto de defensa y, si los recortes en el crecimiento habían causado problemas, Nantucket produciría verdadero furor.

La diferencia estaba, según recalcó repetidas veces Cormack, en que las reducciones anteriores no habían sido planificadas con vistas a reducciones reales por parte de la URSS. En Nantucket, Moscú se había avenido a reducir sus propias fuerzas en un grado inaudito. Además, Cormack sabía que las superpotencias tenían pocas alternativas. Desde que había subido al poder, él junto con Reed, había luchado contra el creciente presupuesto y los déficits comerciales de América, los cuales se estaban saliendo de control, amenazando con destrozar la prosperidad, no solamente de los Estados Unidos, sino de todo el mundo occidental. Se había dado cuenta, por los análisis de sus expertos, de que la URSS estaba en la misma situación, aunque por diferentes razones, y lo había planteado con toda franqueza a Mijaíl Gorbachov: Yo necesito reducir gastos y usted necesita emplearlos en otras cosas. El ruso se había encargado del resto de los países del Pacto de Varsovia; Cormack convenció a la OTAN, primero a los alemanes, después a los italianos, a los miembros más pequeños y, por último, a los británicos. Los términos, a grandes rasgos, eran éstos:

Tierra. La URSS convenía en reducir sus actuales fuerzas en Alemania del Este, potencial puerta de invasión hacia el oeste a través de la llanura central alemana, a la mitad de sus veintiuna divisiones de combate de todas las categorías. No serían licenciadas, sino que las retirarían más allá de la frontera polaco-soviética y no las llevarían de nuevo al oeste. Todas ellas eran divisiones de primera categoría. En primer lugar, la URSS reduciría el número de soldados de todo el Ejército soviético en un cuarenta por ciento.

—¿Comentarios? —preguntó el presidente.

Stannard, del Pentágono, que como era natural tenía las más graves reservas sobre el tratado (la Prensa había especulado ya sin éxito sobre su dimisión), levantó la cabeza.

—Para los soviéticos, éste es el meollo del tratado, porque su Ejército es su servicio principal —dijo, citando textualmente al presidente del Estado Mayor Conjunto, pero sin hacerlo constar—. Al hombre de la calle le parecerá fantástico; los alemanes orientales están ya convencidos de que lo es. Pero la cosa no es tan buena como parece. En primer lugar, la URSS no puede mantener sus ciento diecisiete divisiones actuales sin recurrir en gran medida a sus grupos étnicos meridionales, me refiero a los musulmanes, y nosotros sabemos que les encantaría licenciarlos a todos. Por otra parte, lo que espanta a nuestros planificadores no es un Ejército soviético irregular, sino una tropa mucho menos numerosa, pero de profesionales. Un pequeño ejército profesional es mucho más útil que uno grande compuesto de brutos, que es lo que ellos tienen.

—Pero si son encerrados dentro de la URSS —replicó Johnson—, no podrán invadir Alemania Occidental. Y, en el caso de que volviesen a introducirlos en Alemania del Este, vía Polonia, ¿dejaríamos de advertirlo?

—No —dijo rotundamente el hombre de la CIA—. Aparte de los satélites, que pueden ser engañados por camiones y trenes camuflados, tanto nosotros como los ingleses tenemos demasiados intereses en Polonia para no descubrirlo. Y los alemanes orientales tampoco quieren convertirse en zona de guerra. Probablemente nos lo dirían también ellos.

—Está bien. ¿Y a qué renunciamos nosotros? —preguntó Odell.

Johnson respondió:

—A algunas tropas, no muchas. Los soviéticos retiran diez divisiones de quince mil hombres cada una. Nosotros tenemos trescientos veintiséis mil en Europa Occidental. Lo recortamos y dejaremos menos de trescientos mil por primera vez desde mil novecientos cuarenta y cinco. Con veinticinco mil de los nuestros contra ciento cincuenta mil de los de ellos, todavía es buena cosa; una proporción de seis a uno, cuando aspirábamos a que fuese de cuatro a uno.

—Sí —objetó Stannard—, pero tenemos que acceder también a no activar nuestras dos nuevas divisiones pesadas, una blindada y la otra de Infantería mecanizada.

—¿Qué ahorramos, Hubert? —preguntó con suavidad el presidente.

Prefería dejar que hablasen los demás, escuchar con atención, hacer unos breves y casi siempre atinados comentarios y después decidir. El secretario del Tesoro apoyó Nantucket. Facilitaría mucho sus balances.

—Tres mil quinientos millones en la división blindada y tres mil cuatrocientos millones en la Infantería —dijo—; pero éstos no son más que costes iniciales. Después ahorraremos trescientos millones de dólares al año al no tener que sufragar gastos de mantenimiento. Y ahora que se retirará el Despot, otros diecisiete mil millones de las proyectadas trescientas unidades.

—Pero Despot es el mejor sistema antitanque del mundo —protestó Stannard—. Por mil diablos que lo necesitamos.

—¿Para destruir tanques que habrán sido retirados al este de Brest-Litovsk? —preguntó Johnson. Si reducen a la mitad sus tanques en Alemania del Este, podemos hacerles frente con lo que tenemos, los aviones A-10 y las unidades antitanques de tierra. Además, podemos construir más defensas estáticas con parte de lo que ahorremos. Eso está permitido por el Tratado.

—A los europeos les gusta —dijo Donaldson, el secretario de Estado—. Ellos no tienen que reducir su potencial humano y verán desaparecer diez u once divisiones soviéticas de delante de sus ojos. Parece que en tierra salimos ganando.

—Consideremos las fuerzas marítimas —sugirió Cormack.

La URSS había convenido en destruir, bajo supervisión, la mitad de su flota submarina: todos sus submarinos nucleares de las clases Hotel, Eco y Noviembre, y todos los diésel-eléctricos Juliets, Foxtrots, Whiskys: Romeos y Zulus. Pero, como se apresuró a señalar Stannard, sus viejos submarinos nucleares eran ya arcaicos e inseguros, con fugas constantes de neutrones y de rayos gamma, y los otros que habían de retirar eran viejos modelos. Después de esto, los rusos podían concentrar sus recursos y sus mejores hombres en las clases Sierra, Mike y Akula, técnicamente mucho mejores y por consiguiente más peligrosos.

Sin embargo, reconoció que ciento cincuenta y ocho submarinos eran mucho metal y que los objetivos de guerra antisubmarina de América quedarían drásticamente reducidos, simplificando la tarea de llevar los convoyes a Europa si el globo estallaba algún día.

Todos sabían que los submarinos condenados a destrucción eran de ataque contra los barcos. Los que llevaban misiles, los boomers no fueron mencionados, en parte porque las armas nucleares estaban comprendidas en el Tratado sobre Fuerzas Nucleares Estratégicas de 1989, sucesor del Tratado de INF de 1988, y en parte porque los boomers de Rusia «no eran serios» según la jerga del Departamento de Marina. El armamento nuclear de Rusia había estado siempre instalado principalmente en tierra, y ello por una razón muy rusa. Gran Bretaña y América dejaban que los capitanes de sus submarinos rondasen de un lado a otro durante meses sin identificarse ni señalar su posición. Confiaban en ellos. En cambio, Moscú no se atrevía a hacerlo, a pesar de la presencia de comisarios políticos en sus propios submarinos, los repelentes Zampolits. Así, cada veinticuatro horas, los submarinos rusos tenían que levantar una antena y gritar: «¡Estamos aquí, madre!»; y los americanos, agradecidos, tomaban nota de la posición y los seguían.

Por último, Moscú había accedido a desguazar el primero de sus cuatro portaaviones clase Kiev y no construir más, concesión poco importante ya que les resultaban demasiado caros para mantenerlos.

El elemento más costoso en todo presupuesto de guerra convencional es el grupo de portaaviones. Empieza con cuatro mil millones de dólares de coste del portaaviones, que transporta ochenta aviones, a treinta millones de dólares, y cuarenta millones en sistemas de armamento; y esto, cada uno de los navíos. Entonces viene una pantalla de destructores, fragatas y helicópteros antisubmarinos para protegerlo, más submarino de ataque bajo el agua, con observadores Orion P-3 describiendo un amplio círculo. Según el Tratado de Nantucket, los Estados Unidos podían conservar los recientes portaaviones Abraham Lincoln y George Washington; pero tendrían que desguazar el Midway y el Coral Sea (destinado a desaparecer, pero conservado para ser incluido en el Tratado), además de los un poco menos antiguos Forrestal y Saratoga, con los aviones que transportaban, los cuales, una vez desactivados, necesitarían tres o cuatro años para volver a estar en condiciones de combate.

—Los rusos dirán que han eliminado un dieciocho por ciento de nuestra capacidad de atacar a su madre patria —gruñó Stannard—, y todo lo que habrán dado ellos serán ciento cincuenta y ocho submarinos costosísimos de mantener.

Pero el Gabinete, viendo un ahorro de veinte mil millones al año como mínimo, la mitad en personal y la otra mitad en maquinaria, aceptó lo referente a la Marina en el Tratado, con el voto en contra de Odell y de Stannard. La clave estaba en el Aire, Cormack sabía que era el argumento decisivo para Gorbachov. Bien mirado, América salía ganando en tierra y mar, • ya que no pretendía ser el agresor; sólo quería asegurarse de que la URSS no pudiese asumir ese total. Pero, a diferencia de Stannard y Odell, Cormack y Donaldson sabían que muchos ciudadanos soviéticos creían de buena fe que Occidente se arrojaría un día al Rodina, y esto incluía a sus líderes.

Por el Tratado de Nantucket, Occidente dejaría de fabricar el caza americano TFX, o F-18, y el europeo Multi-Role Combat Fighter para Italia, Alemania Federal, España y Gran Bretaña. Un proyecto conjunto; Moscú no trabajaría más en el Mig-31. También desguazarían el Blackjack, la versión Tupolev del bombardero americano B-1, y el cincuenta por ciento de sus aviones nodriza, todo lo cual reducía de forma masiva, la amenaza estratégica por aire a Occidente.

—¿Cómo sabemos que no construirán el Backfire en alguna otra parte? —inquirió Odell.

—Tendremos inspectores oficiales en la fábrica Tupolev —informó Cormack—. Y es muy difícil que puedan montar una nueva fábrica Tupolev en otra parte. ¿No le parece, Lee?

—Sí, señor presidente —admitió el director de Información Central; y después de una pausa agregó—: También tenemos agentes entre el personal clave de Tupolev.

—¡Oh! —dijo Donaldson, impresionado—. Como diplomático, no quiero saberlo.

Algunos sonrieron. Donaldson tenía fama de ser muy gazmoño.

El presidente Cormack era tradicionalista en la forma de tratamiento. No le gustaba el uso recíproco del nombre de pila. Lo utilizaba para hablar a todos sus colegas del Gabinete; pero ninguno podía dirigirse a él en forma que no fuese Señor Presidente. En privado, nada más que Odell, Reed, Donaldson y Walters podía llamarle John, porque eran amigos de mucho tiempo.

En lo referente al Aire, lo malo para América del tratado de Nantucket era que tenía que abandonar el bombardero B-2A Stealth, un avión de potencial revolucionario, ya que estaba construido de manera que era invisible para las pantallas de radar y podía soltar sus bombas nucleares cómo y cuándo quisiera. Los rusos le tenían mucho miedo. Para Mijaíl Gorbachov, era la única concesión de los Estados Unidos que permitiría la ratificación del Tratado. También eliminaría la necesidad de gastar un mínimo de trescientos mil millones de rublos para reconstruir el sistema de Defensa Antiaérea de la patria, el alabado Voiska-PVO, que se suponía que detectaría todo ataque inminente contra el país. Era éste el dinero que quería invertir en nuevas fábricas, tecnología y petróleo.

Para América, Stealth era un proyecto de cuarenta mil millones de dólares, por lo que sería un gran ahorro, pero su cancelación representaría la pérdida de cincuenta mil puestos de trabajo en la industria de defensa y no le quedaría más remedio que gastar parte de aquel ahorro en la fundación de nuevas industrias para reparar aquel daño social.

—Tal vez deberíamos seguir adelante con esto y dejar que quebrasen aquellos bastardos —sugirió Odell.

—Michael —dijo amablemente Cormack—, entonces tendrían que ir ellos a la guerra.

Al cabo de doce horas, el Gabinete aprobó el Tratado de Nantucket y empezó la fatigosa tarea de intentar convencer al Congreso, a la industria, a las finanzas, a los medios de comunicación y al pueblo de que era lo más conveniente. La democracia es así. Cien mil millones de dólares habían sido recortados del presupuesto de Defensa.

Mayo

A mediados de mayo, los cinco hombres que habían cenado en el Remington Hotel en enero último se habían constituido, a sugerencia de Miller, en el Grupo Álamo, en memoria de los que habían luchado en 1836 por la independencia de Texas en El Álamo contra las fuerzas mejicanas del general Santa Ana. Al proyecto de derribar el reinado de Saud le habían puesto el nombre de Plan Bowie, por el del luchador con cuchillo Jim Bowie, que había muerto en El Álamo. El intento de desestabilizar por completo al presidente Cormack mediante una campaña pagada de rumores en las camarillas, los medios de comunicación, el pueblo y el Congreso era denominado Plan Crockett, por el apellido de David Crockett, pionero y luchador contra los indios, que también había muerto allí. Ahora se reunieron con objeto de considerar el proyecto de Irving Moss para perjudicar a John Cormack hasta el punto de que se sometiese a la exigencia de abandonar su cargo. Era el Plan Travis, por el nombre del jefe de los defensores de El Álamo.

—Hay partes de esto que me estremecen —dijo Moir, golpeando con la punta de los dedos su ejemplar.

—También a mí —concordó Salkind—. Las últimas cuatro páginas. ¿Tenemos que ir tan lejos?

—Caballeros, amigos —dijo Miller, con voz cavernosa—, comprendo muy bien su preocupación, incluso su aversión. Pero les pido que consideren lo que está en juego. Corremos un peligro mortal. No sólo nosotros, sino toda América. Ya han visto los términos propuestos por el Judas de la Casa Blanca para privar a nuestra tierra de sus defensas y congraciarse con el anticristo de Moscú. Ese hombre debe marcharse antes de que destruya nuestro amado país y nos hunda a todos en la ruina. Y muy en particular a ustedes, que se enfrentan a una bancarrota. Mr. Moss, aquí presente, me ha asegurado, con referencia a las últimas páginas, que llegaríamos a esto. Cormack debe marcharse antes de que sea inevitable.

Irving Moss, que vestía un traje blanco, estaba sentado al extremo de la mesa y guardaba silencio. Algunas partes de su plan no las había escrito en el proyecto, pues eran cosas que sólo podía mencionar en privado a Miller. Respiraba por la boca, para evitar los graves silbidos causados por su nariz. Miller sorprendió de pronto a cuantos se hallaban allí.

—Amigos, busquemos la guía de Aquel que lo sabe todo. Recemos juntos.

Ben Salkind dirigió una rápida mirada a Peter Cobb, el cual se limitó a arquear las cejas. Cyrus Miller apoyó ambas manos sobre la mesa, cerró los ojos y levantó la cara hacia el techo. No agachaba la cabeza, ni siquiera cuando se dirigía al Todopoderoso. A fin de cuentas, eran confidentes íntimos.

—Señor —salmodió el magnate del petróleo—, escucha nuestra súplica, escucha a estos verdaderos y fieles hijos de esta gloriosa tierra que Tú creaste y confiaste a nuestra custodia. Guía nuestras manos, alienta nuestros corazones, enséñanos a tener valor para realizar la tarea que nos espera y que estamos seguros de que merece tu bendición. Ayúdanos a salvar a tu país elegido y a tu pueblo predilecto…

Prosiguió en ese mismo estilo durante varios minutos y después guardó silencio unos cuantos minutos más. Cuando bajó la mirada y observó a los cinco hombres que le acompañaban, ardió en sus ojos el entusiasmo de quienes no tienen dudas.

—Caballeros. Él ha hablado. Está con nosotros en nuestra empresa. Debemos seguir adelante, sin retroceder jamás, por nuestro país y nuestro Dios.

Los otros cinco poco podían hacer, salvo asentir con la cabeza en señal de aprobación. Una hora más tarde, Irving Moss tuvo una conversación privada con Miller en el despacho de éste. Dejó bien claro que había dos elementos vitales que él no podía conseguir. Uno de ellos era una pieza de tecnología soviética de gran complejidad; el otro era una fuente de información secreta dentro de los círculos más privados de la Casa Blanca. Explicó la razón. Miller lo aceptó con aire reflexivo.

—Cuidaré de ambas cosas —dijo—. Tiene su presupuesto y el pago al contado de sus honorarios. Lleve adelante el Plan sin dilaciones.

Junio

El coronel Easterhouse fue recibido por Miller en la primera semana de junio. Había estado ocupado en Arabia Saudita; pero la llamada era inequívoca. Por tanto, voló de Djedda a Nueva York vía Londres, y de allí directo a Dallas. Un coche le esperó puntual y lo trasladó al aeródromo privado W.P. Hobby al sureste de la ciudad, desde donde el Learjet lo llevó al rancho, que veía por primera vez. Su informe era optimista y fue bien recibido. Podía decir que su intermediario en la Policía Religiosa se había demostrado entusiasmado con el concepto de un cambio de gobierno en Riad y había establecido contacto con el Imán fugitivo de los fundamentalistas chiítas, cuando Easterhouse le reveló su escondrijo secreto. El hecho de que el Imán no hubiese sido traicionado demostraba que el fanático de la Policía Religiosa era digno de confianza.

El Imán había escuchado la proposición (hecha sin mencionar nombres, ya que nunca habría aceptado que un cristiano como Easterhouse se convirtiese en instrumento de la voluntad de Alá) y se mostró también muy entusiasmado.

—La cuestión es, Mr. Miller, que los fanáticos de Hezb’Allah no han intentado hasta ahora apoderarse de la ciruela madura de Arabia Saudita, prefiriendo tratar primero de derrotar y anexionarse Irak, empresa en la que han fallado. La razón de su paciencia es que temían y con acierto, que si trataban de derribar la Casa de Saud provocarían una furiosa reacción de los hasta ahora vacilantes Estados Unidos. Éstos siempre han creído que Arabia Saudita caería de su parte en el momento adecuado. El Imán parece aceptar que la primavera próxima (la fiesta de las Bodas de Diamantes ha sido definitivamente señalada para el mes de abril) será la elegida por Alá como el momento adecuado.

Durante la fiesta, numerosas delegaciones de las treinta y siete tribus más importantes del país acudirían a Riad para rendir su homenaje a la Casa Real. Entre éstas se hallarían las tribus de la región de Hasa, trabajadores del campo petrolífero, que eran en su mayoría de la secta chiíta. Confundidos entre ellos estarían los doscientos asesinos escogidos por el Imán, desarmados hasta que les fuesen distribuidas las metralletas y las municiones, transportadas en secreto en uno de los petroleros de Scanlon.

Easterhouse pudo informar al fin de que un alto oficial egipcio (los consejeros militares egipcios representaban un papel crucial en todos los niveles técnicos del Ejército Saudita) había dicho que, si su país superpoblado y escaso de dinero tenía acceso al petróleo saudita después del golpe de Estado, se aseguraría de que le fuesen servidas municiones defectuosas a la Guardia Real, la cual se vería entonces impotente para defender a sus señores. Miller, con aire reflexivo, asintió con la cabeza.

—Ha hecho usted un buen trabajo, coronel —dijo, y cambió de tema—. Dígame, ¿cuál sería la reacción soviética al dominio de Arabia Saudita por los americanos?

—De suma inquietud, me parece a mí —repuso el coronel.

—¿Lo bastante para poner fin al Tratado de Nantucket, del cual sabemos ahora todas las condiciones? —preguntó Miller.

—Creo que sí —dijo Easterhouse.

—¿Qué grupo, dentro de la Unión Soviética, tendría más motivos para que le disgustase el Tratado y todas sus condiciones, y desearía verlo anulado?

—El Estado Mayor Central —dijo el coronel sin vacilar—. Su posición en la URSS es como la de nuestros jefes de Estado Mayor y la industria de defensa en una pieza. El Tratado reducirá su poder, su prestigio, su presupuesto y su número en un cuarenta por ciento. No creo que puedan recibirlo de buen grado.

—Extraños aliados —murmuró Miller—. ¿Hay alguna manera de establecer un discreto contacto con ellos?

—Yo… tengo algunas relaciones —aventuró con cautela Easterhouse.

—Deseo que haga uso de ellas —dijo Miller—. Diga tan sólo que hay intereses poderosos en los Estados Unidos que hacen que a muchas personas les repugne tanto como a ellos el Tratado de Nantucket, y que creen que podría ser abortado desde el campo americano y desearían conferenciar acerca de ello.

El reino de Jordania no es particularmente prosoviético; pero el rey Hussein hace tiempo que pisa un terreno muy delicado para mantenerse en su trono en Ammán y, en ocasiones, ha comprado armamento soviético aunque su Legión Árabe Hachemita es armada principalmente por Occidente. Sin embargo, existe en Ammán un equipo de consejeros militares soviéticos compuesto de treinta hombres, dirigido por el agregado de defensa de la Embajada rusa. Easterhouse, que asistió una vez a la prueba de unas armas soviéticas en el desierto al este de Akaba, en interés de sus patronos sauditas, había conocido a aquel hombre. Al pasar por Ammán en su viaje de regreso, Easterhouse se detuvo en la capital.

El agregado de defensa, coronel Kutuzov, que Easterhouse estaba convencido de que pertenecía al GRU, se encontraba todavía allí, y celebraron una cena en privado. El americano se sorprendió al ver la rapidez de la reacción. Dos semanas después, alguien se puso en contacto con él en Riad y le dijo que cierto caballero estaría encantado de reunirse con sus «amigos» en circunstancias de máxima discreción. Recibió un grueso paquete de instrucciones de viaje, que remitió a Houston sin abrirlo.

Julio

De todos los países comunistas, Yugoslavia es el menos riguroso en materia de turismo, hasta el punto de que los visados de entrada pueden obtenerse con pocas formalidades al llegar al aeropuerto de Belgrado. Hacia mediados de julio, cinco hombres llegaron a esa ciudad el mismo día; pero de direcciones distintas y en vuelos diferentes. Procedían, respectivamente, de París, Roma, Viena, Londres y Frankfurt. Como todos llevaban pasaporte americano, ninguno había necesitado visados en aquellas capitales. En Belgrado, todos pidieron y recibieron visados para una semana de inofensivo turismo; uno a media mañana, dos a la hora del almuerzo y dos por la tarde. Todos dijeron a los oficiales de servicio que iban a cazar el oso y el venado en el famoso coto de caza de Karadjordjevo, cuyo pabellón era una antigua fortaleza a orillas del Danubio, muy favorecida por los occidentales ricos, y que había albergado una vez al vicepresidente americano George Bush. Al serles expedidos los visados, dijeron que pasarían una noche en el lujoso hotel Petrovaradin de Novy Sad, a ochenta kilómetros al noroeste de Belgrado. Cada hombre tomó un taxi para ir a aquel hotel.

El turno de los oficiales de visados cambiaba a la hora del almuerzo, de modo que solamente uno de los viajeros pasó por el oficial Pavlic, que era un espía a sueldo de la KGB soviética. Dos horas después de que Pavlic acabase su turno, un informe de rutina llegó a la mesa del residente soviético en su despacho de la Embajada, en el centro de Belgrado.

Pavel Kerkorian no estaba en muy buena forma; se había acostado tarde (no del todo a causa del servicio; pues, como su esposa estaba gorda y se quejaba sin cesar, había buscado consuelo en una muchacha rubia bosnia a la que encontraba irresistible). Además había almorzado copiosamente, esto sí que en cumplimiento del deber, con un miembro del Comité Central yugoslavo, buen bebedor, al que esperaba reclutar. A punto estuvo de dejar a un lado el informe de Pavlic. Los americanos estaban viniendo en un gran número a Yugoslavia; comprobarlos a todos ellos sería imposible. Pero el nombre le llamó la atención. No el apellido, que era bastante corriente. ¿Dónde había hallado antes el nombre de pila «Cyrus»?

Lo encontró de nuevo, una hora más tarde, sin salir de su oficina. Un número atrasado de la revista Forbes contenía un artículo sobre Cyrus V. Miller. A veces chiripas como ésta cambian el destino. Aquello carecía de sentido, y el comandante armenio de la KGB quería que las cosas lo tuviesen. ¿Por qué un hombre de casi ochenta años, conocido por ser patológicamente anticomunista, venía a cazar el oso en Yugoslavia, viajando en una línea aérea regular, cuando era lo bastante rico para cazar donde quisiera de América del Norte y viajar en un reactor particular? Llamó a dos miembros de su personal, jóvenes recién llegados de Moscú, y esperó que no fuesen como el perro del hortelano. (Hacía muy poco, en un cóctel, había comentado a un hombre de la CIA, que en los momentos actuales no se podían tener buenos ayudantes. Y el hombre se mostró de acuerdo).

Los jóvenes agentes de Kerkorian hablaban serbo-croata, pero él les aconsejó que confiasen en su conductor, un yugoslavo que sabía por dónde iba. Aquella tarde le llamaron desde una cabina telefónica del Hotel Petrovaradin, y el comandante se enfadó, porque era seguro que los yugoslavos lo tenían intervenido. Les dijo que fuesen a otra parte.

Estaba a punto de irse a casa cuando le llamaron de nuevo, esta vez desde una humilde posada a pocos kilómetros de Novy Sad. No era un americano, le dijeron, sino que eran cinco. Había la posibilidad de que hubiesen coincidido en el hotel; mas parecían conocerse. Gracias a una propina dada en recepción, tenían copias de las tres primeras páginas de los pasaportes de los americanos. Un microbús iría a recogerlos por la mañana, dijeron los agentes. ¿Y qué tenían que hacer ellos ahora? Kerkorian les dijo que se quedasen allí. Toda la noche. Quería saber a dónde iban y con quién se encontraban.

«Les está bien empleado —pensó mientras se iba a casa—. Esos jovenzuelos lo tienen todo demasiado fácil». Probablemente no era nada, pero les aportaría una experiencia. Estuvieron de vuelta al día siguiente, a mediodía, cansados, sin afeitar, pero triunfales. Lo que tenían que decirle dejó pasmado a Kerkorian. El microbús había llegado con puntualidad y los cinco americanos subieron a él. El guía iba de paisano, pero tenía todo el aspecto de un militar… y ruso por añadidura. En vez de dirigirse al pabellón de caza, el vehículo llevó a los cinco americanos de regreso a Belgrado y directamente a la base aérea de Batanjica. No habían exhibido sus pasaportes en la entrada. El guía sacó cinco pases del bolsillo y cruzaron la barrera.

Kerkorian conocía Batanjica; era la más grande base aérea yugoslava, situada a veinte kilómetros al noroeste de Belgrado, ciertamente no en la ruta turística de los americanos. Entre otras cosas, no cesaban de aterrizar allí transportes militares soviéticos, que traían suministros para el numeroso grupo de consejeros militares de ese país residentes en Yugoslavia, lo cual significaba que había un equipo de ingenieros rusos en la base, uno de los cuales trabajaba para él. Aquel hombre llevaba el control del cargamento. Diez horas después, Kerkorian envió un informe «relámpago» a Yazenevo, en el cuartel general del Primer Directorio de la KGB, rama exterior del espionaje. Fue derecho a la mesa del jefe delegado del Directorio, general Vadim Kirpichenko, quien hizo varias investigaciones en la URSS y envió un informe extenso a su presidente, general Chebrikov.

Lo que explicaba Kerkorian era que los cinco americanos habían sido acompañados desde el microbús hasta el reactor de transporte Antonov 42, que acababa de llegar de Odessa con un cargamento, y había regresado otra vez al lugar de procedencia. Un informe ulterior del residente en Belgrado explicaba que los americanos habían vuelto por el mismo camino veinticuatro horas más tarde, pasaron una segunda noche en el Hotel Petrovaradin y salieron después juntos de Yugoslavia, sin haber cazado un solo oso. Kerkorian fue encomiado por su diligencia.

Agosto

El calor envolvía la Costa del Sol como una manta. En las playas, un millón de turistas daban vueltas y más vueltas sobre sí mismos como un trozo de carne en una parrilla, untándose cremas y aceites y tostándose valerosos. Trataban de adquirir un intenso color caoba en sus dos preciosas semanas de vacaciones; pero la mayoría de las veces, lo único que lograban era ponerse colorados como langostas. El cielo tenía un azul tan pálido que era casi blanco, y la brisa del mar se había convertido en un céfiro suave.

Hacia el oeste, la enorme muela del Peñón de Gibraltar se alzaba en la cálida neblina, resplandeciendo a una distancia de veintidós kilómetros; las descoloridas vertientes de hormigón construidas por los Ingenieros Reales para captar la lluvia y alimentar las cisternas subterráneas, parecían la cicatriz de un leproso en el flanco del Peñón.

En los montes que se hallaban detrás de la playa de Casares, el aire era un poco más fresco, pero no mucho; el verdadero alivio sólo se sentía al amanecer y momentos antes de ponerse el sol. Debido a ello, los viñadores de Alcántara del Río se levantaban a las cuatro de la mañana para trabajar seis horas antes de que el sol les obligase a refugiarse en la sombra. Después de almorzar, dormían la tradicional siesta española al amparo de sus gruesas, frescas y enjalbegadas paredes hasta las cinco. Después volvían a trabajar hasta que se extinguía la luz alrededor de las ocho.

Las uvas maduraban y engordaban bajo el sol. Todavía no había llegado la época de la vendimia, pero este año habría una buena cosecha. Antonio, en su bar, llevó la jarra de vino al extranjero, como de costumbre, y sonrió.

—¿Será buena la cosecha? —preguntó.

—Sí —dijo el hombre alto, también con una sonrisa—, este año la cosecha será muy buena. Todos podremos pagar nuestras cuentas en el bar.

Antonio se mondó de risa. Todo el mundo sabía que el extranjero era dueño de una buena tierra y pagaba siempre al contado.

Agosto

Dos semanas más tarde, Mijaíl Sergeivitch Gorbachov no estaba de humor para bromas. Aunque solía ser afable, y gozaba la reputación de poseer un buen sentido del humor y mostrarse campechano con sus subordinados, podía tener también momentos de mal genio, como cuando los occidentales predicaban sobre derechos civiles o cuando se sentía defraudado por alguien a su servicio. Estaba sentado en el séptimo y último piso del edificio del Comité Central, en Novaya Ploshad (Plaza Nueva) y miraba con irritación los informes desparramados sobre el escritorio. Es una habitación larga y estrecha, de dieciocho por seis metros, con la mesa del secretario general en el extremo opuesto al de la puerta; él se sienta de espaldas a la pared; todas las ventanas que dan a la plaza están alineadas a su izquierda y cubiertas con cortinas de malla y colgaduras de terciopelo. A lo largo de la habitación está la acostumbrada mesa de conferencias en forma de T.

A diferencia de muchos de sus predecesores, Gorbachov ha preferido una decoración sencilla y alegre; la mesa es de pálida madera de haya, así como el sillón que la preside, y está flanqueada por dieciséis sillas rectas pero cómodas; ocho a cada lado. Sobre esta mesa era donde había desparramado los informes recogidos por su amigo y colega, el ministro de Asuntos Exteriores Edward Shevarnadze, a requerimiento del cual había vuelto de mala gana de sus vacaciones en Yalta, Crimea. Pensó enfurecido lo mucho mejor que estaría chapaleando en el mar con su nieta Aksaina que sentado en Moscú leyendo aquella basura.

Hacía más de seis años de aquel frío día de marzo de 1985 en que Chernenko bajó al fin de su pedestal y él se encumbró con rapidez casi pasmosa (a pesar de que había intrigado y estaba preparado para ello) hasta el puesto más alto. Seis años durante los cuales había tratado de agarrar por el cogote a su amado país y hacerle entrar por la fuerza en la última década del siglo XX con un aire digno y de triunfo, en condiciones iguales a las del capitalista Occidente.

Como todos los buenos rusos, admiraba y aborrecía a Occidente por su prosperidad, su poder económico, su aplomo casi desdeñoso. A diferencia de la mayoría de los rusos, no había estado dispuesto a aceptar, durante años, que las cosas no pudieran cambiar nunca en su patria, que la corrupción, la pereza, la burocracia y el letargo fueran parte del sistema, y que, porque lo habían sido siempre, tuvieran que seguir siéndolo. Ya de joven, supo que tenía la energía y el dinamismo necesarios para cambiar la situación, si se le daba una oportunidad. Éste había sido su móvil esencial, su fuerza impulsora, a lo largo de todos aquellos años de estudio y de trabajo para el Partido en Stavropol: la convicción de que un día se le presentaría esa oportunidad.

La había tenido durante seis años y ahora se daba cuenta de que, incluso él, había infravalorado la oposición y la inercia. Los primeros años habían sido arriesgados; tuvo que andar por una cuerda muy floja, y corrió el peligro de romperse la cabeza una docena de veces.

La limpieza del Partido había sido lo primero; cortar la madera muerta, echar a los intransigentes… Bueno, a casi todos ellos. Ahora sabía que mandaba en el Politburó y en el Comité Central; sabía que sus hombres controlaban las desperdigadas secretarías del Partido en todas las repúblicas de la Unión, compartían su convicción de que la URSS solamente podría competir con Occidente si era económicamente fuerte. Por esto la mayoría de sus reformas eran en cuestiones económicas y no morales.

Como acérrimo comunista, creía que su país tenía una superioridad moral; esto no hacía falta demostrarlo. Pero era lo bastante listo para no engañarse sobre las fuerzas económicas de ambos campos. Ahora, con la crisis del petróleo, de la que estaba muy bien enterado, necesitaba recursos masivos para bombearlo en Siberia y en el Ártico, lo cual significaba reducirlos en otros sectores. Eso era lo que había conducido a Nantucket y a su inevitable enfrentamiento con su propio cuerpo militar.

Como cualquier líder soviético, sabía que los tres pilares del poder eran el Partido, el Ejército y la KGB, y nadie podía medirse con dos al mismo tiempo. Ya era bastante malo estar a la greña con sus generales; pero ser apuñalado por la espalda por la KGB resultaba intolerable. Los informes que tenía sobre la mesa, recogidos por el ministro de Asuntos Exteriores de los medios de comunicación occidentales y debidamente traducidos, eran los que menos deseaba, sobre todo cuando la opinión pública americana todavía podía hacer que el Congreso rechazase el Tratado de Nantucket e insistiese en la fabricación del desastroso (para Rusia) bombardero Stealth.

Personalmente, no tenía mucha simpatía por los judíos que querían abandonar la madre patria, de la cual lo habían recibido todo. No consideraba antirrusos a los disidentes. Pero le indignaba que lo que se había hecho fuera deliberado, no accidental, y sabía quién estaba detrás de todo aquello. Todavía se hallaba dolido por la cruel cinta de vídeo que atacaba a su esposa por los años de jarana que había pasado en Londres y que fue emitida por las cadenas de Moscú. También sabía quién había estado detrás de ello. La misma gente. El predecesor del hombre al que había citado y a quien estaba ahora esperando.

Llamaron a la puerta situada a la derecha de la librería y en el fondo de la habitación. Su secretario particular asomó la cabeza e hizo un simple ademán afirmativo. Gorbachov levantó una mano para indicarle que esperase un momento.

Volvió a su mesa escritorio y se sentó detrás de ella. Encima del tablero sólo había tres teléfonos y una escribanía de ónice color crema. Después, asintió con la cabeza. El secretario abrió la puerta de par en par.

—El camarada presidente, camarada secretario general —anunció el joven y se retiró.

El recién llegado vestía uniforme de gala, como debía ser, y Gorbachov dejó que recorriese toda la habitación sin saludarle. Después se levantó y señaló los papeles desparramados.

El general Vladimir Kriuchkov, presidente de la KGB, había sido íntimo amigo, protegido y con las mismas ideas de su predecesor, el fanático ultraconservador Viktor Chebrikov. El secretario general había hecho destituir a Chebrikov durante la gran purga realizada en otoño de 1988, librándose así de su más poderoso enemigo en el Politburó. Pero no tuvo más remedio que designar al primer presidente delegado (Kriuchkov) como su sucesor. Una destitución era bastante; dos habría sido demasiado. Incluso en Moscú existen límites.

Kriuchkov miró los paneles y arqueó una ceja.

Bastardo, pensó Gorbachov.

—No había necesidad de apalearlos delante de las cámaras —dijo Gorbachov, yendo como de costumbre al grano sin preámbulos—. Seis cámaras de televisión occidentales, ocho reporteros de radio y veinte periodistas de diarios y revistas, la mitad de ellos americanos. Tuvimos menos publicidad para la Olimpíada de 1984.

Kriuchkov arqueó una ceja.

—Los judíos estaban realizando una manifestación ilegal, mi querido Mijaíl Sergeivitch. Personalmente, yo me encontraba entonces de vacaciones. Pero creo que mis oficiales del Segundo Directorio actuaron como debían hacerlo. Aquella gente se negó a dispersarse cuando se lo ordenaron, y mis hombres usaron los métodos acostumbrados.

—Fue en la calle. Era asunto de la Milicia.

—Se trataba de elementos subversivos. Estaban haciendo propaganda antisoviética. Fíjese en las pancartas. Esto es asunto de la KGB.

—¿Y toda esa concurrencia de la Prensa extranjera?

El jefe de la KGB se encogió de hombros.

—Esas comadrejas se meten en todas partes.

«Sí, si se les da el soplo», pensó Gorbachov. Se preguntó si aquel asunto podría ser pretexto para destituir a Kriuchkov; pero lo pensó mejor. Se necesitaría a todo el Politburó para despedir al presidente de la KGB, y nunca lo echarían porque un puñado de judíos hubieran sido apaleados. Sin embargo, estaba irritado y dispuesto a decir lo que pensaba, y así lo hizo durante cinco minutos. Kriuchkov apretó los labios en silencio. No le gustaba que un hombre más joven, aunque fuese su superior, le echase un rapapolvo. Gorbachov había salido de detrás de la mesa; los dos hombres eran de la misma estatura, bajos y robustos. La mirada del gran mandatario era, como de costumbre, firme. Entonces fue cuando Kriuchkov cometió un error.

Tenía en el bolsillo un informe del hombre de la KGB en Belgrado, ampliado con cierta pasmosa información recogida por Kirpichenko en el Primer Directorio. Era en verdad lo bastante importante para presentarlo al secretario general. Al diablo, pensó el irritado jefe de la KGB; puede esperar. Y se guardó el informe de Belgrado.

Septiembre

Irving Moss se había establecido en Londres, pero, antes de salir de Houston, convino una clave personal con Cyrus Miller. Sabía que los monitores de la National Security Agency en Fort Meade escrutaban constantemente el éter, interceptando miles de millones de palabras en conferencias telefónicas desde el extranjero, y que los bancos de los ordenadores las cribaban para entresacar cuestiones de interés. Por no hablar de la gente del GCHQ británico, de los rusos y de casi todos cuantos podían montar un puesto de escucha. Pero el volumen del tráfico comercial es tan grande que, a menos que algo destaque como sospechoso, probablemente será pasado por alto. La clave de Moss se fundaba en listas de precios de las lechugas, transmitidos desde la soleada Texas al brumoso Londres. Anotaba la lista de precios que recibía por teléfono, suprimía las palabras, retenía los números y, relacionándolos con la fecha del calendario, los descifraba a base de una antigua tabla de la que solamente él y Cyrus Miller tenían copias.

Aquel mes había aprendido tres cosas: que la pieza de tecnología soviética estaba en las últimas fases de su preparación y sería entregada dentro de quince días; que la fuente de información que había pedido en la Casa Blanca había sido localizada, comprada y pagada; y que debía seguir adelante con el Plan Travis proyectado. Quemó las hojas y sonrió. Sus honorarios dependían de la planificación, la activación y el triunfo. Ahora podía reclamar la segunda tajada.

Octubre

El curso de otoño en la Universidad de Oxford tiene una duración de ocho semanas y, como los estudiantes se rigen por los preceptos de la lógica, las llaman Primera Semana, Segunda Semana, Tercera Semana, etcétera. Numerosas actividades se practican después de terminar el curso (en particular los ejercicios de atletismo, las representaciones teatrales y los coloquios), en la Semana Novena. Bastantes estudiantes se presentan antes de empezar el ciclo, para preparar sus estudios, instalarse o iniciar su entrenamiento, en el período llamado Semana Cero.

El dos de octubre, primer día de la Semana Cero, había una bandada de pájaros tempraneros en el Vincent’s Club, bar y lugar predilecto de los estudiantes atletas, entre los que había uno alto y delgado llamado Simon, que se preparaba para su tercer y último curso en Oxford, según el programa de «Un año en el extranjero». Le saludó una voz alegre desde detrás de él.

—Hola, joven Simon. ¿Ya de regreso?

Era el comodoro del Aire, John De’Ath, tesorero del Jesús College y del Athletics Club, que incluía el equipo de crosscountry. Simon sonrió.

—Sí, señor.

—¿Para perder la grasa acumulada en las vacaciones de verano? —dijo sonriendo el oficial retirado de la Air Force. Dio una palmada en el estómago inexistente del estudiante—. Buen chico. Es nuestra gran esperanza para darle un palo a Cambridge en diciembre, en Londres.

Todo el mundo sabía que el gran rival deportivo de Oxford era la Universidad de Cambridge, el adversario que había que tener siempre en cuenta en cualquier competición deportiva.

—Voy a empezar la serie de carreras mañaneras y volveré a estar en forma, señor —dijo Simon.

Y, en efecto, inició una serie de fatigosas carreras por la mañana, comenzando por hacer siete kilómetros y subiendo hasta dieciocho en el transcurso de la semana. Como de costumbre, la mañana del miércoles nueve, sacó la bicicleta de su casa de Woodstock Road, en la parte sur de Summertown, al norte de Oxford, y pedaleó hacia el centro de la ciudad. Pasó por delante del Martyr’s Memorial y de la iglesia de St. Mary Magdalen, giró a la izquierda, hacia Broad Street, donde estaba su propio colegio, Balliol, y bajó por Holywell y Longwall para salir a Higt Street. Un último giro a la izquierda le llevó hasta la verja del Magdalen College.

Allí desmontó, encadenó la bici a la verja para mayor seguridad, y empezó a correr. Cruzó el Magdalen Bridge sobre el Cherweel y bajó por St. Clement’s hasta The Plain. Ahora se dirigía hacia el este. A las seis y media de la mañana, el sol empezaba a elevarse delante de él, y aún tendría que correr unos siete kilómetros para salir de los últimos suburbios de Oxford.

Trotó a través de New Headington para cruzar la Ring Road de dos direcciones por el puente de acero que conduce a Shotover Hill. No había nadie más que corriese con él. Estaba casi solo. Al final de Old Road empezaba la pendiente de la colina y sintió el dolor del corredor de fondo. Las nervudas piernas le llevaron cuesta arriba hasta la Shotover Plain. Allí terminaba la carretera y empezaba la pista, llena de profundos hoyos, llenos de agua, de la lluvia de la noche pasada. Pasó a la orilla herbosa, gozando con el alivio de la hierba bajo los pies; cesó el dolor y sintió el entusiasmo de la libertad en la carrera.

Detrás de él, un coche sedán corriente salió de entre los árboles de la colina y, al abandonar el asfalto, empezó a saltar en los baches. Los hombres que iban en él conocían el camino, y les horrorizaba. Un trecho de quinientos metros, flanqueado de guijarros grises, hasta el embalse, y vuelta a la carretera asfaltada para ir cuesta abajo hasta el pueblo de Wheatley, pasando por la aldea de Littelworth.

Cien metros antes del embalse, el camino se estrechaba y un fresno gigantesco se erguía junto a la calzada. Allí estaba aparcada la camioneta, en la orilla de su propia dirección. Era un usado Ford Transit verde que llevaba en el costado un rótulo de «Barlow’s Orchard Produce». No había en ello nada desacostumbrado. A primeros de octubre, las camionetas de Barlow recorrían toda la región para servir las manzanas dulces de Oxfordshire a las verdulerías. Cualquiera que hubiese mirado a la parte de atrás de la camioneta (invisible para los hombres del coche, ya que estaba de cara a ellos) habría visto que estaba llena de cestas de manzanas. Pero no se habría dado cuenta de que las cestas eran en realidad unas hábiles pinturas pegadas al interior de las ventanillas gemelas.

La camioneta había pinchado el neumático delantero del lado de afuera. Un hombre estaba agachado junto a la rueda levantada por un gato, tratando de soltarla con una llave. Parecía absorto en su trabajo. El joven llamado Simon estaba en la orilla opuesta del camino lleno de baches y siguió corriendo.

Al llegar a la altura de la parte delantera de la camioneta, ocurrieron dos cosas con sorprendente rapidez. La puerta de atrás se abrió y dos hombres, ambos vestidos de negro y enmascarados, saltaron del vehículo, se lanzaron sobre el sorprendido corredor y lo derribaron. El hombre de la llave se volvió y se irguió. Debajo del inclinado sombrero, iba también enmascarado y la llave no era tal, sino una metralleta Skorpion checa. Inmediatamente abrió fuego contra el parabrisas del sedán que se hallaba a unos veinte metros.

El hombre que iba al volante murió en el acto, alcanzado en la cara. El coche se desvió y se paró. El hombre del asiento de atrás reaccionó como un gato, abriendo la portezuela saltando y rodando dos veces por el suelo, antes de incorporarse en posición de «fuego». Hizo dos disparos con su Smith and Wesson chato de nueve milímetros. El primero erró por una cuarta, el segundo quedó tres metros corto; pues, al disparar, la ráfaga de balas de la Skorpion le alcanzó en el pecho. No había tenido posibilidad de salvación.

El hombre que iba al lado del conductor saltó del automóvil un segundo después que el que iba atrás. La portezuela quedó abierta de par en par y el hombre trató de disparar, a través de la ventanilla abierta, contra el de la metralleta; pero tres proyectiles le dieron directamente en el estómago, haciéndole caer de espaldas.

Cinco segundos después, el pistolero estaba de nuevo junto al conductor de la camioneta, los otros dos habían arrojado al estudiante en la parte de atrás de la Transit y cerrado la puerta, la camioneta se había desprendido del gato, y, dando rápidamente marcha atrás, viró para volver al camino en dirección a Wheatley.

El agente del Servicio Secreto se estaba muriendo; pero era muy valeroso. Centímetro a centímetro, se arrastró hacia la puerta abierta del coche, agarró el micrófono debajo del tablero y transmitió con voz ronca su último mensaje. Prescindió de señales y de claves; no tenía tiempo para ello. Cuando llegaron en su ayuda, al cabo de cinco minutos, estaba muerto. Lo que había dicho era:

—Socorro… necesitamos ayuda… Alguien acaba de secuestrar a Simon Cormack.