El mariscal Koslov observaba impasible a los cuatro hombres que flanqueaban el mástil de la T de la mesa de conferencias. Los cuatro estaban leyendo los pliegos de alto secreto que tenían delante; sabía que los cuatro eran hombres de confianza, que tenía que confiar en ellos, pues su carrera y tal vez algo más estaban en juego.
Inmediatamente a su izquierda, se hallaba el jefe delegado del Estado Mayor (para el Sur), el cual trabajaba con él en Moscú pero tenía a su cargo todo el sector meridional de la URSS, con sus numerosas repúblicas musulmanas y sus fronteras con Rumanía, Turquía, Irán y Afganistán. A continuación estaba el jefe del Alto Mando Meridional en Bakú, que había volado a Moscú creyendo que se trataba de una conferencia rutinaria del Estado Mayor. Pero ésta nada tenía de rutinaria. Antes de venir a Moscú, hacía siete años, como primer delegado, el propio Koslov había ejercido el mando en Bakú, y el hombre que ahora estaba leyendo el Plan Suvorov debía el ascenso a su influencia.
Delante de ellos se sentaba la otra pareja, también absorta en la lectura. El que estaba más cerca del mariscal era un hombre cuyas lealtad y dedicación serían esenciales si tenía que triunfar el Plan Suvorov, pues se trataba del jefe delegado del GRU, rama de información de las Fuerzas Armadas soviéticas. Siempre a la greña con su gran rival, la KGB, el GRU era responsable de toda la información militar en el interior y en el extranjero, del contraespionaje y de la seguridad interna dentro de las Fuerzas Armadas. Y, lo que era más importante aún para el Plan Suvorov, el GRU controlaba las Fuerzas Especiales, la Spetsnaz, cuya intervención en el comienzo de Suvorov (si se llevaba adelante) sería crucial. Fue la Spetsnaz la que, en el invierno de 1979, voló al aeropuerto de Kabul, asaltó el palacio presidencial, asesinó al presidente afgano e instaló en el poder al títere soviético Babrak Kamal, el cual se apresuró a dirigir un llamamiento, con fecha atrasada, a las fuerzas soviéticas para que entrasen en el país y sofocasen los «disturbios».
Koslov había elegido al delegado porque el jefe del GRU era un antiguo hombre de la KGB introducido en el Estado Mayor Central, y nadie dudaba de que volvía constantemente junto a sus amigos de la KGB para informarles de cuanto podía averiguar en detrimento del alto mando. El hombre del GRU había atravesado Moscú en coche desde el edificio del GRU situado al norte del Aeródromo Central.
Más allá del jefe del GRU, se sentaba otro camarada, que había venido de su cuartel general en los suburbios del norte y cuyos hombres serían vitales para Suvorov: el jefe delegado de la Vozdyshna Dsantiniki Voist o Fuerza Aérea de Asalto, y cuyos paracaidistas tendrían que lanzarse sobre una docena de ciudades nombradas en Suvorov y asegurarlas para establecer el subsiguiente puente aéreo.
De momento no había necesidad de que interviniese la Defensa Aérea de la Patria, la Voiska PVO, puesto que la URSS no corría peligro de ser invadida; ni las Fuerzas de Cohetes Estratégicos, ya que éstos no serían necesarios. En cuanto a los Fusileros Motorizados, la Artillería y los Tanques, el alto mando del Sur disponía de las fuerzas suficientes para la misión.
El hombre del GRU terminó de leer y levantó la cabeza. Pareció que iba a hablar, pero el mariscal alzó la mano y ambos guardaron silencio hasta que los otros tres hubieron concluido. La sesión había empezado tres horas antes, cuando los cuatro leyeron una versión abreviada del informe original de Kaminsky sobre el petróleo. La preocupación con que habían observado sus conclusiones y previsiones fue aumentada por el hecho de que, en los doce meses transcurridos, varias de aquellas previsiones se habían convertido en realidad.
Había ya restricciones en las asignaciones de petróleo; algunas maniobras tuvieron que ser «retrasadas» (canceladas) por falta de gasolina. Las prometidas centrales de energía nuclear no habían vuelto a abrirse, los campos siberianos continuaban produciendo poco más de lo normal y las exploraciones en el Ártico eran todavía desastrosas por falta de tecnología, de mano de obra especializada y de fondos. Glasnost, y la perestroika, y las conferencias de prensa y las exhortaciones del Politburó, estaban muy bien; sin embargo, para la eficacia de Rusia, se necesitaría mucho más que eso.
Después de un breve comentario sobre el informe del petróleo, Koslov les había tendido cuatro ejemplares, uno para cada uno, del Plan Suvorov, preparado en nueve meses, a partir de noviembre anterior, por el comandante general Zemskov. El mariscal había estado estudiando Suvorov durante otros tres meses, hasta que consideró que la situación al sur de sus fronteras había alcanzado un punto que probablemente haría que sus oficiales subordinados fuesen más susceptibles a la audacia del Plan.
Ya habían terminado todos de leer, y levantaron la cabeza con expectación. Ninguno quería ser el primero en hablar.
—Muy bien —dijo precavido el mariscal Koslov—. ¿Algún comentario?
—Bueno —se aventuró a manifestar el jefe delegado del Estado Mayor—; esto nos daría ciertamente una fuente de crudo suficiente para llegar a la mitad del próximo siglo.
—Eso es lo último —dijo Koslov—. ¿Qué opinan de la viabilidad del Plan?
Miró al hombre del alto mando del Sur.
—La invasión y la conquista no representan ningún problema —respondió el capitán general de Bakú—. El plan es brillante desde este punto de vista. La resistencia inicial podría aplastarse con bastante facilidad. En cuanto a la manera de gobernar después a esos bastardos… Desde luego, son unos locos… Tendríamos que emplear medidas durísimas.
—Eso podría arreglarse —dijo con suavidad Koslov.
—Sería necesario emplear tropas rusas étnicas —dijo el paracaidista—. Nosotros las empleamos de todas maneras, junto con ucranianos. Creo que todos sabemos que no podríamos confiar en nuestras divisiones de las repúblicas musulmanas para hacer este trabajo.
Hubo un murmullo de asentimiento. El hombre del GRU levantó la mirada.
—A veces me pregunto si podemos seguir empleando para algo las divisiones musulmanas. Lo cual es otra razón de que me guste el Plan Suvorov. Nos permitiría detener la infiltración del fundamentalismo islámico en nuestras repúblicas meridionales. Secaríamos la fuente. Mi gente del Sur me informa de que, en caso de guerra, probablemente no podríamos confiar en absoluto en nuestras divisiones musulmanas para la lucha.
El general de Bakú no lo discutió.
—Son unos malditos cerdos —gruñó—. Cada día se vuelven peores. En vez de defender el Sur, paso la mitad del tiempo sofocando algaradas religiosas en Tashkent, Samarcanda y Ashkhabad. Me encantaría darle un palo al maldito Partido de Alá en su propia casa.
—Así pues —resumió el mariscal Koslov—, tenemos tres factores positivos. El Plan es viable teniendo en cuenta la larga y poco protegida frontera y el caos que reina allá abajo; nos daría petróleo para medio siglo, y podríamos acabar con los predicadores fundamentalistas de una vez para siempre. ¿Algo en contra…?
—¿Cuál sería la reacción de Occidente? —preguntó el general de paracaidistas—. Los Estados Unidos podrían desencadenar la Tercera Guerra Mundial con este pretexto.
—No lo creo —replicó el hombre del GRU, que tenía más experiencia que los otros en cuestiones de Occidente, pues llevaba años estudiándolas—. Los políticos americanos dependen mucho de la opinión pública, y para la mayoría de las gentes de ese país todo lo malo que les ocurra a los iraníes será poco. Así es como ven las cosas las grandes masas.
Los cuatro conocían bastante bien la historia reciente de Irán. Después de la muerte del Ayatollah Jomeini, el poder había pasado, tras un interregno de enconada lucha política interna en Teherán, al sanguinario juez islámico Khalkhali, a quien se había visto últimamente recreándose en la contemplación de los cadáveres americanos recogidos en el desierto después del fracasado intento de los rehenes de la Embajada de los Estados Unidos.
Khalkhali había tratado de conservar su frágil ascendiente instigando otro reinado de terror dentro de Irán, y empleó para ello las temidas Gasht-e-Sarallah (las Patrullas Sangrientas).
Por último, al ver que los más violentos de estos guardias revolucionarios amenazaban con salirse de su control, los envió al extranjero para realizar una serie de atrocidades terroristas contra los ciudadanos y los bienes americanos en Oriente Medio y en Europa, en una campaña que los tuvo ocupados la mayor parte de los últimos seis meses.
En el momento en que los cinco militares soviéticos se reunieron para considerar la invasión y ocupación de Irán, Khalkhali era odiado por Occidente y por la población iraní, que acabó hartándose de Terror Santo.
—Creo —resumió el hombre del GRU— que, si colgásemos a Khalkhali, el público americano nos regalaría la cuerda. Washington podría irritarse por nuestra intervención militar; pero los congresistas y los senadores oirían las palabras del pueblo y aconsejarían al presidente que no hiciese nada. Y no olviden que actualmente se presume que somos amigos de los yanquis.
Hubo un murmullo divertido alrededor de la mesa, y Koslov participó en él.
—¿De dónde vendrá entonces la oposición? —preguntó.
—Yo creo —dijo el general del GRU— que no procederá de Washington, si lo presentamos a América como un hecho consumado, sino de Novaya Ploshad; el hombre de Stavropol lo rechazará de plano.
(Novaya Ploshad, o Plaza Nueva, es el lugar de Moscú donde se halla la sede del Comité Central, y la mención de Stavropol no era una referencia demasiado halagadora al secretario general, Mijaíl Gorbachov, que procedía de allí).
Los cinco militares, malhumorados, asintieron con la cabeza. El hombre del GRU insistió:
—Todos sabemos que durante doce meses, desde que el maldito Cormack se convirtió en la gran estrella pop de Rusia en Voukovo, los equipos de ambos Ministerios de Defensa han estado trabajando en los detalles de un gran tratado de reducción de armamento. Gorbachov volará a América dentro de dos semanas para ver si puede cerrar el trato y disponer así de recursos suficientes para desarrollar nuestra industria petrolera. Mientras considere que tiene posibilidades de obtener petróleo por este camino, ¿por qué va a poner en peligro su amado tratado con Cormack dándonos luz verde para invadir Irán?
—Y si consigue este tratado, ¿lo ratificará el Comité Central? —preguntó el general de Bakú.
—Él es ahora dueño del Comité Central —gruñó Koslov—. En los últimos dos años, ha sido expurgada casi toda la oposición.
Con esta nota pesimista, pero resignada, terminó la conferencia. Las copias del Plan Suvorov fueron recogidas y guardadas en la caja fuerte del mariscal, y los generales volvieron a sus puestos, dispuestos a guardar silencio, observar y esperar.
Dos semanas después, Cyrus Miller celebró también una conferencia, aunque con un hombre nada más, un amigo y colega de muchos años. Habían vuelto juntos de la guerra de Corea cuando Melville Scanlon era un joven audaz y emprendedor salido de Galveston y con escasos bienes invertidos en unos pequeños barcos petroleros. (Todos los petroleros eran pequeños en aquellos tiempos).
Miller tenía un contrato para suministrar su nuevo carburante para aviones a reacción a las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos, y la entrega debía efectuarse en los muelles del Japón, donde los petroleros de la Marina lo tomarían para llevarlo a la sitiada Corea del Sur. Le dio el contrato a Scanlon, el cual había hecho maravillas, conduciendo sus herrumbrosos barcos a través del Canal de Panamá, recogiendo el AVTUR en California y transportándolo a través del Pacífico. Empleaba los mismos navíos para traer crudo y materias primas de Texas, antes de cambiar de cargamento y dirigirse al Japón. Siempre llevaba cargados sus buques, y Miller recibía gran cantidad de material para convertirlo en AVTUR. Tres tripulaciones de petroleros se habían ahogado en el Pacífico; pero nadie había preguntado y ambos hombres ganaron un montón de dinero antes de que Miller se viese al fin obligado a permitir el uso de sus conocimientos a los «grandes».
Scanlon continuó sus actividades hasta convertirse en importante agente y transportista de petróleo, comprando y transportando cargamentos de crudo por todo el mundo, en particular desde el Golfo Pérsico hasta América. Después de 1981, Scanlon recibió un buen palo cuando los sauditas insistieron en que todos sus cargamentos que saliesen del Golfo debían ser transportados por flota bajo «pabellón árabe», política que en realidad sólo podían imponer en el movimiento de participación en el crudo; es decir, lo que pertenecía al país productor más que a la compañía productora del petróleo.
Pero era precisamente esto lo que Scanlon había estado transportando a América para los sauditas; y tanto le exprimieron que se vio obligado a vender o alquilar sus barcos petroleros a los sauditas y los kuwaitíes a precios nada atractivos. Había sobrevivido; pero no apreciaba a la Arabia Saudita. Todavía le quedaban algunos barcos que hacían la ruta del Golfo a los Estados Unidos, transportando principalmente crudo Aramco, que conseguía escapar a la exigencia de «sólo pabellón árabe».
Miller estaba de pie ante su ventana de cine predilecta, contemplando la ciudad de Houston debajo de él. Esto le hacía sentirse casi como un dios, muy elevado sobre el resto de la Humanidad. En el otro lado de la habitación, Scanlon se retrepó en su sillón de cuero y golpeó con las puntas de los dedos el informe sobre petróleo de Dixon, que había terminado de leer. Como Miller, sabía que el crudo del Golfo acababa de alcanzar los veinte dólares por barril.
—Estoy de acuerdo contigo, viejo amigo. No es posible que la vida de los Estados Unidos de América llegue a depender hasta tal punto de esos bastardos. ¿Qué diablos piensa Washington? ¿No se dan cuenta de lo que hacen? ¿Es que están ciegos?
—No habrá ayuda de Washington, Mel —dijo tranquilamente Miller—. Si quieres cambiar las cosas en esta vida, será mejor que cuides tú mismo de ello. Es algo que hemos aprendido a fuerza de palos, ¿no?
Mel Scanlon sacó un pañuelo y se enjugó la frente. A pesar del aire acondicionado de la oficina, siempre tenía tendencia a sudar. A diferencia de Miller, era adepto de los tradicionales sombreros Stetson, las corbatas de lazo, los alfileres de corbata, las hebillas de cinturón estilo navajo, y las botas de tacones altos. Lástima que no tuviese la figura de un hombre de la frontera, pues era bajo y grueso; pero detrás de su imagen bonachona se ocultaba un cerebro astuto.
—No veo cómo se puede cambiar la situación de estas grandes reservas —bufó—. Los campos de petróleo de Hasa están en Arabia Saudita; esto es un hecho.
—No, no es su situación geográfica; lo que puede modificarse, sino su control político —dijo Miller—, ahí es donde está la capacidad de dictar el precio del petróleo saudí y, por ende, el de todo el mundo.
—¿El control político? ¿Te refieres a otro puñado de árabes?
—No, a nosotros —dijo Miller—. A los Estados Unidos de América. Para que nuestro país pueda sobrevivir, tenemos que controlar el precio mundial del petróleo y reducirlo a una cifra que nos resulte soportable, lo cual sólo es posible si controlamos el Gobierno de Riad. Esta pesadilla de estar a las órdenes de una pandilla de pastores de cabras ya ha durado bastante. Hay que cambiarlo, y Washington no quiere hacerlo. Pero esto sí que podría.
Y alzó un montón de papeles que había en su mesa, protegidos con una cubierta de papel rígido sin ninguna inscripción. Scanlon frunció el ceño.
—No más informes, Cy —protestó.
—Léelo —le apremió Miller—. Mejora tus conocimientos.
Scanlon suspiró y abrió el legajo. La primera página decía simplemente:
«DESTRUCCIÓN Y CAÍDA DE LA CASA DE SAUD»
—Mierda —comentó Scanlon.
—No —dijo tranquilamente Miller—. Terror Santo. Sigue leyendo.
—Islam. La religión del Islam (que significa «entrega a la voluntad de Dios») fue establecida a través de las enseñanzas del profeta Mahoma alrededor del año 622 de nuestra era. Hoy la practican entre ochocientos y mil millones de personas. A diferencia del cristianismo, no tiene sacerdotes consagrados; sus líderes religiosos son laicos respetados por sus cualidades morales o intelectuales. La doctrina de Mahoma se consigna en el Corán.
»Sectas. El noventa por ciento de los musulmanes son de la secta Sunita (ortodoxos). La minoría más importante es la secta chiíta (partidarios). La diferencia crucial es que los Sunitas siguen las declaraciones escritas del Profeta, conocidas como Hadiths (tradiciones) en tanto que los chiítas siguen y otorgan infalibilidad divina a quien, en ese momento, sea su líder (Imán). Los baluartes del chiísmo son Irán (al ciento por ciento) e Irak (cincuenta y cinco por ciento). El seis por ciento de los árabes sauditas son chiítas, una minoría perseguida y llena de odio, cuyo líder está escondido y trabaja principalmente alrededor de los campos petrolíferos de Hasa.
»Fundamentalismo. Aunque existen fundamentalistas sunitas, el verdadero centro del fundamentalismo está en la secta chiíta. Esta secta dentro de otra secta predica la absoluta observancia del Corán tal como fue interpretado por el difunto Ayatollah Jomeini, que no ha sido sustituido.
»Hezb’Allah. En Irán, el verdadero y último credo fundamentalista es el representado por el ejército de fanáticos que se hacen llamar “Partido de Dios” o Hezb’Allah. En otras partes, los fundamentalistas operan bajo diferentes nombres; no obstante, para los fines de este documento, llamaremos a todos Hezb’Allah.
»Objetivos y credos. La filosofía básica es que todo el Islam, y en definitiva el mundo entero, debería volver a la sumisión a la voluntad de Alá, interpretada y exigida por Jomeini. Para ello hay numerosos requisitos previos, tres de los cuales son de interés: todos los gobiernos musulmanes existentes son ilegítimos, porque no se fundan en una entrega incondicional a Alá, es decir, a Jomeini; cualquier coexistencia entre Hezb’Allah y un gobierno musulmán secular es inconcebible; el deber divino de Hezb’Allah es castigar con la muerte a cuantos actúan contra el Islam en todo el mundo; pero de forma especial a los herejes dentro del propio Islam.
»Métodos. El Hezb’Allah decretó hace tiempo que, para conseguir este último objetivo, no debe haber merced, ni compasión, ni piedad, ni limitación, ni vacilación, incluso hasta el punto del automartirio. Llaman a esto Terror Santo.
»Propósito. Inspirar, agrupar, activar, organizar y ayudar a los fanáticos chiítas a asesinar a los seiscientos principales y dominantes miembros de la Casa de Saud, destruyendo así la dinastía y con ella el gobierno de Riad que sería sustituido por un pequeño príncipe dispuesto a aceptar una ocupación militar de los campos de Hasa por los americanos y fijar el precio del crudo en la cantidad “que sugiriesen” los Estados Unidos».
—¿Quién diablos ha escrito esto? —preguntó Scanlon, dejando sobre la mesa el informe, del que sólo había leído la mitad.
—Un hombre que he utilizado como consultor durante los últimos doce meses —explicó Miller—. ¿Quieres conocerlo?
—¿Está aquí?
—Ahí fuera. Ha llegado hace diez minutos.
—Claro —repuso Scanlon—, echaré un vistazo a ese loco.
—En seguida —dijo Miller.
La familia Cormack, mucho antes de que el profesor John Gormack abandonase la academia para meterse en política como congresista por el Estado de Connecticut, siempre había tenido una casa de veraneo en la isla de Nantucket. Él había ido allí por primera vez en compañía de su reciente esposa, cuando era un joven maestro, treinta años atrás, antes de que Nantucket se convirtiese en un lugar de moda, como Martha’s Vineyard y Cape Cod, y le había encantado el ambiente puro y sencillo que se respiraba allí.
Situada al este de Martha’s Vineyard, frente a la costa de Massachusetts, Nantucket tenía entonces su tradicional pueblo de pescadores, su cementerio indio, sus fuertes vientos y sus playas doradas, unas pocas casas de veraneo y no mucho más. Había tierra en venta, y la joven pareja había escatimado y ahorrado para comprar un solar de dos hectáreas en Shawkemo, junto a la franja de Children’s Beach y sobre el borde de la laguna, cerrada, casi por completo, y llamada simplemente el Puerto. Allí había construido John Cormack su casa de madera, cercada con una galería y con tablillas en el tejado. En el interior: muebles de madera desbastada, alfombras de pieles y tapicería a cuadros.
Al pasar el tiempo y disponer de más dinero, hicieron algunas ampliaciones y mejoras. Cuando llegó John a la Casa Blanca, hacía de esto doce meses, y dijo que deseaba pasar las vacaciones de verano en Nantucket, se desencadenó un pequeño huracán sobre la vieja vivienda. Llegaron expertos de Washington, que contemplaron horrorizados la falta de comodidades, de seguridad, de comunicaciones… A su regreso, dijeron que sí, señor presidente, que aquello está muy bien; que sólo tendrán que construir dependencias para un centenar de hombres del Servicio Secreto, una pista para helicópteros, varios bungalows para los visitantes, taquígrafos y personal doméstico (Myra Cormack no tendría manera de seguir haciendo ella las camas). ¡Ah! Y tal vez una o dos antenas parabólicas para los encargados de las comunicaciones… El presidente Cormack no tuvo más remedio que renunciar.
Entonces, en noviembre, se había arriesgado con el hombre de Moscú, invitando a Mijaíl Gorbachov a Nantucket para un largo fin de semana. Y al ruso le había encantado.
Sus hombres de la KGB se mostraron tan disgustados como los del Servicio Secreto, pero ambos líderes se limitaron a decirles que tendrían que aguantarse. Los dos personajes, bien protegidos contra el cortante viento sur de Nantucket (el ruso había traído un gorro de marta cibellina para el americano), dieron largos paseos por las playas, mientras agentes de la KGB y del Servicio Secreto les seguían, y otros se ocultaban entre la marchita hierba y murmuraban a sus transmisores. Un helicóptero desafiaba al viento encima de ellos, y un guardacostas surcaba el agua frente a la zona.
Nadie trató de matar a nadie. Los dos hombres entraron en el pueblo de Nantucket sin anunciarse y los pescadores de Straight Wharf les mostraron las langostas y vieiras recién capturadas. Gorbachov admiró la pesca y le brillaron los ojos. Ambos tomaron juntos una cerveza en un bar del muelle y volvieron andando a Shawkemo, como una pareja compuesta por un bulldog y una cigüeña.
Por la noche, después de comer las langostas asadas en la casa de madera, los expertos en defensa de ambos bandos se reunieron con ellos y los intérpretes y los dos dirigentes completaron los últimos puntos de principios y redactaron su comunicado. El martes se permitió la entrada a la Prensa; siempre había habido una fuerza simbólica «recogiendo» imágenes y palabras, pues a fin de cuentas esto era América, pero el martes llegaron inmensos batallones. Al mediodía, los dos mandatarios salieron a la galería y el presidente leyó el comunicado. En él se anunciaba la firme intención de someter al Comité Central y al Congreso un acuerdo de largo alcance, y radical, para reducir las fuerzas convencionales en todo el mundo. Todavía existían algunos problemas de verificación que había que resolver; pero eso era un trabajo que correspondía a los técnicos, y los detalles específicos sobre los tipos de armas y las cantidades que había que destruir o inutilizar serían difundidas después. El presidente Cormack habló de paz honrosa, de paz con seguridad y de paz con buena voluntad. El secretario Gorbachov asintió enérgicamente con la cabeza al escuchar la traducción. Nadie mencionó entonces, aunque la Prensa lo hizo más tarde de forma prolija, que con el déficit presupuestario de los Estados Unidos, el caos económico soviético y una inminente crisis del petróleo, ninguna de las dos superpotencias podía permitirse continuar la carrera de armamentos.
A tres mil kilómetros, en Houston, Cyrus V. Miller apagó el televisor y miró fijamente a Scanlon.
—Ese hombre va a dejarnos desnudos —dijo con ira contenida—. Ese hombre es peligroso. Ese hombre es un traidor.
Se recobró y se dirigió al intercomunicador que había encima de la mesa.
—Louise, tenga la bondad de hacer pasar al coronel Easterhouse.
Alguien dijo una vez: Todos los hombres sueñan; pero los más peligrosos son los que sueñan con los ojos abiertos. El coronel Robert Easterhouse estaba sentado en la elegante sala de espera del edificio de Pan-Global y contemplaba a través de la ventana la vista panorámica de Houston. Pero sus pálidos ojos azules veían el cielo abovedado y las arenas ocre del Nejd, y él soñaba con controlar el rendimiento de los campos de petróleo de Hasa en beneficio de América y de toda la Humanidad.
Nacido en 1945, tenía tres años cuando su padre aceptó hacer de profesor en la Universidad Americana de Beirut. La capital libanesa era un paraíso en aquella época, elegante, cosmopolita, rica y segura. Él había asistido durante un tiempo a una escuela árabe, y tuvo compañeros de juego franceses y árabes; cuando la familia regresó a Idaho, tenía trece años y hablaba tres idiomas: inglés, francés y árabe.
De nuevo en América, el joven había encontrado que sus condiscípulos eran superficiales, frívolos y asombrosamente ignorantes, obsesionados por el rock and roll y por un joven cantante llamado Presley. Se burlaban de sus historias de cedros oscilantes, de fuertes de los cruzados y de volutas de humo de las fogatas drusas en los pasos de montaña de Chouf. Era aficionado a los libros y ninguno le gustaba más que Los Siete Pilares de la Sabiduría, de Lawrence de Arabia. A los dieciocho años, renunciando a la Universidad y a las citas con las chicas, ingresó voluntario en la 82nd Airborne y estaba todavía en el campamento de reclutas cuando murió Kennedy.
Durante tres años, había sido paracaidista, estuvo tres veces en el Vietnam y salido de allí con las últimas fuerzas en 1973. Los hombres pueden ascender de prisa cuando las bajas son elevadas, y él era el coronel más joven del 82nd cuando se quedó lisiado, no en la guerra sino en un accidente estúpido. Fue en una instrucción de lanzamiento sobre el desierto; se presumía que el terreno era llano y arenoso y que el viento soplaba a cinco nudos. Como de costumbre el «alto mando» había calculado mal. El viento era de más de treinta nudos a nivel del suelo; los hombres se estrellaron contra rocas y en barrancos. Tres muertos y veintisiete heridos.
Las radiografías mostraron más tarde que los huesos de la pierna izquierda de Easterhouse parecían una caja de cerillas desparramadas sobre terciopelo negro. Observó la dificultosa salida de las últimas fuerzas estadounidenses de la Embajada en Saigón (el búnker de Búnker, como le llamaban desde la Ofensiva Ted) en 1975, en un aparato de televisión del hospital. Mientras se hallaba en él cayó en sus manos, por casualidad, un libro sobre ordenadores, y se dio cuenta de que aquellas máquinas si se usaban de la forma adecuada, eran el camino hacia el poder, una manera de corregir la locura del mundo y poner orden y cordura en el caos y la anarquía.
Abandonó a los militares, ingresó en la Universidad y se especializó en informática. Estuvo tres años en Honeywell y se trasladó a IBM. En 1981, cuando el poder en petrodólares de los sauditas, estaba en su apogeo, Aramco había contratado a IBM para construir sistemas de ordenadores a toda prueba, a fin de controlar la producción, movimiento y exportación del petróleo y, sobre todo, los royalties a que les daba derecho un monopolio en Arabia Saudita. Con su dominio de la lengua árabe y siendo un genio en ordenadores, era natural que Easterhouse fuese destinado allí, donde pasó cinco años protegiendo los intereses de Aramco y especializándose en sistemas de seguridad de los ordenadores contra el fraude y la malversación. En 1986, con el colapso de la OPEP, el poder pasó de nuevo a los consumidores, los sauditas se sintieron en peligro y buscaron al tullido genio en informática, que hablaba su idioma y conocía sus costumbres, pagándole una fortuna para que se independizase y trabajase para ellos en vez de hacerlo para IBM y Aramco.
Conocía el país y su historia como un nativo. Ya de muchacho se había entusiasmado con los relatos escritos sobre el Fundador, el destituido jeque nómada Abdul Aziz al Saud, que salió del desierto para tomar por asalto la Fortaleza Musmak de Riad e iniciar su marcha hacia el poder. Le había maravillado la astucia de Abdul Aziz, que había pasado treinta años conquistando las treinta y siete tribus del interior, uniendo el Nejd al Hejaz y al Hadramaut, casándose con las hijas de sus enemigos vencidos y unificando las tribus en una nación… o en algo parecido. Entonces, vio la realidad. Y la admiración se convirtió en desilusión, desprecio y aborrecimiento.
Su trabajo en IBM consistió, entre otras cosas, en impedir detectar fraudes por medio de los ordenadores con sistemas inventados por chicos listos de los Estados Unidos, supervisar la traducción de las operaciones de producción de petróleo en lenguaje contable y, en definitiva, en balances bancarios, y crear sistemas seguros que pudieran ser también integrados en la organización del Tesoro saudita. El libertinaje y la extremada corrupción dieron a su espíritu, básicamente puritano, la convicción de que llegaría un día en que se convertiría en el instrumento para anular la locura y la corrupción de un pueblo que había adquirido enormes riqueza y poder gracias a un extraño accidente del destino; sería él quien restableciese el orden y corrigiese los absurdos desequilibrios de Oriente Medio, de manera que el don de Dios que era el petróleo pudiese utilizarse, en primer lugar, en servicio del Mundo Libre y después, de todos los demás pueblos del mundo.
Podía haber usado sus conocimientos para «arrebañar» una gran fortuna con el producto del petróleo, al igual que hacían los príncipes; pero su moral se lo prohibía. Por consiguiente, para realizar sus sueños, necesitaría el apoyo de hombres poderosos, ayudas y fondos. Y entonces le había llamado Cyrus Miller para derribar el corrompido edificio y entregarlo a América. Lo único que tenía que hacer era persuadir a los bárbaros tejanos de que él era su hombre.
—Coronel Easterhouse —dijo suavemente Louise, interrumpiendo sus reflexiones—. Mr. Miller le recibirá ahora, señor.
Se levantó, se apoyó en su bastón durante unos segundos hasta que se mitigó el dolor y siguió a la secretaria, la cual lo condujo al despacho. Al cerrarse la puerta saludó respetuoso a Miller, el cual le presentó a Scanlon.
Miller fue derecho al grano.
—Coronel, quisiera que mi amigo y colega aquí presente se convenciese, como yo, de la viabilidad de su plan. Respeto su criterio y preferiría que él se interesase lo mismo que nosotros.
Scanlon apreció el cumplido. Easterhouse supo que era mentira. Miller no respetaba el criterio de Scanlon, pero ambos necesitaban sus barcos para transportar en secreto el armamento que les permitiera dar el golpe de Estado. Trataba a Scanlon con respeto.
—¿Ha leído mi informe, señor? —le preguntó Easterhouse.
—Bueno, aquel trozo referente a los muchachos de HezBoll. Ah, sí. Un material pesado, muchos nombres raros. ¿Cómo cree que podrá utilizarlos para derribar la monarquía y, lo que es más importante, entregar a América los campos de petróleo de Hasa?
—Mr. Scanlon, no es posible controlar los campos de petróleo de Hasa y enviar su producto a América, a menos que primero se controle el Gobierno de Riad, a cientos de kilómetros de distancia. Aquel Gobierno debe ser cambiado por un régimen títere, a merced absoluto de sus consejeros americanos. América no puede derribar la Casa de Saud de forma evidente; la reacción árabe sería terrible. Mi plan es incitar a un pequeño grupo de fundamentalistas chiítas, adeptos al Terror Santo, para que realicen la acción. La sola idea de que los jomeinistas han llegado a controlar la península Saudita provocaría oleadas de pánico en todo el mundo árabe. Desde Omán, al sur, y los Emiratos hasta Kuwait; y desde Siria, Irak; Jordania, Líbano, Egipto e Israel, llegarían inmediatamente súplicas, francas o encubiertas, a América para que se interviniese y salvara a todos del Terror Santo.
»He estado dos años montando un sistema computadorizado de seguridad interna para Arabia Saudita, y sé que existe ese grupo de fanáticos del Terror Santo, presidido por un Imán, el cual considera con aborrecimiento patológico al rey, a su grupo de hermanos, a la mafia interior conocida como AlFahd y a toda la familia de tres mil principitos que constituyen la dinastía. El Imán los ha denunciado públicamente a todos como las rameras del Islam, profanadores de los Lugares Santos de La Meca y Medina. Se ha ocultado, pero yo puedo mantenerlo seguro hasta que lo necesitemos. Para ello me basta borrar del ordenador central toda noticia sobre su paradero. También tengo un contacto con él; un miembro desilusionado de la Matawain, la ubicua y odiada Policía Religiosa.
—¿Y qué sacaríamos entregando Arabia Saudita a esos gamberros? —preguntó Scanlon—. Con los ingresos que tiene ahora mismo Arabia Saudita, que ascienden a trescientos millones de dólares diarios… ¡Caray, se volverían locos perdidos!
—Exacto. Y eso es lo que el mundo árabe no podría tolerar. Todos los Estados de aquella zona, a excepción de Irán, pedirían a América que interviniese. Washington recibiría una enorme presión para que enviase la Fuerza de Despliegue Rápido a su base preparada de Omán, en la Mussandam Peninsular, y de allí a Riad, la capital, y a Dharram y Bahrein, para asegurar los campos de petróleo antes de que pudieran ser destruidos para siempre. Entonces tendríamos que quedarnos, al objeto de impedir que volviese a ocurrir aquello.
—¿Y qué será de ese Imán? —preguntó Scanlon.
—Morirá —repuso con toda tranquilidad Easterhouse—, y será sustituido por un pequeño príncipe de la Dinastía que se habrá librado de la matanza gracias a haber sido secuestrado y encerrado en mi casa a tiempo de salvarle. Lo conozco bien; recibió una educación occidental y es proamericano, débil, vacilante y borracho. Pero avalará los llamamientos de los otros árabes, al hacer él uno por radio, desde nuestra Embajada en Riad. Como único miembro superviviente de la Dinastía, podrá pedir a América que intervenga para restablecer la legitimidad. Entonces será un hombre nuestro.
Scanlon reflexionó. Miró el informe.
—¿Y qué hay aquí para nosotros? No me refiero a los Estados Unidos. Quiero decir a nosotros.
Miller intervino. Conocía a Scanlon y sabía cómo reaccionaría.
—Mel, si este príncipe gobierna en Riad y es aconsejado en todo momento por el coronel aquí presente, pronto se romperá el monopolio de Aramco. Podemos esperar nuevos contratos, transportes, importaciones, refinado del petróleo. ¿Y adivinas quién es el primero de la cola?
Scanlon asintió con la cabeza.
—¿Para cuándo está proyectado este… acontecimiento?
—Debe usted saber que el asalto a la Fortaleza de Musmak se produjo en enero de 1902 y la declaración del nuevo reino en 1932. Dentro de quince meses, en la primavera de 1992, el rey y su corte celebrarán el noventa aniversario de lo primero y las bodas de diamantes del reino. Tienen en proyecto celebrar una gran fiesta de mil millones de dólares ante un público mundial. Se está construyendo un nuevo estadio cubierto. Yo estoy encargado de todos los sistemas computadorizados de seguridad: verjas, puertas, ventanas, acondicionamiento de aire. Una semana antes del gran festival habrá un ensayo de gala al que asistirán los seiscientos miembros principales de la Casa de Saud, traídos de todos los rincones del mundo. Entonces será cuando haré que ataquen los terroristas. Las puertas quedarán cerradas por ordenador cuando ellos estén dentro; los quinientos soldados de la Guardia Real habrán recibido municiones defectuosas, importadas en sus barcos junto con los fusiles ametralladores que necesitará el Hezb’Allah para el trabajo.
—¿Y cuando esto haya terminado? —preguntó Scanlon.
—Cuando termine, Mr. Scanlon, no quedará nada de la Casa de Saud. Ni de los terroristas. Pues el estadio se incendiará y las cámaras seguirán rodando hasta que se fundan. Entonces, el nuevo Ayatollah, el presunto Imán Viviente, heredero del espíritu y el alma de Jomeini aparecerá en la televisión y anunciará sus planes al mundo, que habrá acabado de ver lo ocurrido en el estadio. Creo que esto hará que empiecen las peticiones a Washington.
—Coronel —dijo Cyrus Miller—, ¿cuánto dinero necesitará?
—Para empezar a planearlo ahora mismo, un millón de dólares. Más adelante, dos millones para compras en el extranjero y sobornos en divisas fuertes. Dentro de Arabia Saudita, nada. Dentro del país, puedo obtener, de los rivales, un fondo que ascienda a varios miles de millones, y cubrir con él todas las compras internas, así como untar la mano a quien sea necesario.
Miller asintió con la cabeza. El extraño visionario estaba pidiendo granos de anís por lo que se proponía hacer.
—Cuidaré de que lo tenga, señor. Ahora, haga el favor de esperar fuera un poco más. Deseo invitarle a cenar en mi casa.
El coronel Easterhouse se volvió para salir, pero se detuvo en la puerta.
—Hay, o puede haber, un problema. El único factor ingobernable que percibo. Parece que el presidente Cormack es acérrimo partidario de la paz y, por lo que he observado en Nantucket, está empeñado en celebrar un nuevo tratado con el Kremlin. Este tratado no tiene muchas probabilidades de sobrevivir a nuestra acción en la península Saudita. Podría incluso negarse a enviar la Fuerza de Despliegue Rápido.
Apenas salió el visitante, Scanlon lanzó un juramento, haciendo que Miller frunciese el ceño.
—Puede que tenga razón, Cy. ¡Dios mío, si al menos estuviese Odell en la Casa Blanca…!
Aunque elegido personalmente por Cormack para acompañarle en su candidatura, el vicepresidente Michael Odell era también tejano, hombre de negocios, millonario gracias a su propio esfuerzo y mucho más inclinado a la derecha que Cormack. Miller, presa de una pasión desacostumbrada, se volvió y agarró a Scanlon por los hombros.
—Mel, he rezado al Señor acerca de ese hombre; muchas, muchas veces, y le he pedido una señal. Con este coronel y lo que acaba de decir, el Todopoderoso acaba de dármela. Cormack tiene que desaparecer también.
Justo al norte de la capital del juego, Las Vegas, en Nevada, está la vasta base de la Nellis Air Force, donde el juego no figura en parte alguna de la agenda. Pues la base de seis mil hectáreas custodia el campo de pruebas de las armas más secretas de los Estados Unidos, el Tonapah Range, donde cualquier avión particular que penetrase por error en las casi dos mil hectáreas del terreno de pruebas durante una de éstas recibiría probablemente una sola advertencia y sería derribado.
Allí fue donde, una brillante y fría mañana de aquel diciembre, dos grupos de hombres se apearon de un convoy de limusinas. Iban a presenciar la primera exhibición y prueba de una nueva arma revolucionaria. El primer grupo lo componían los fabricantes del Multi-Launch Rocket Vehicle, que era la base del sistema, y acudían acompañados de hombres de las dos corporaciones asociadas que habían construido los cohetes y los programas electrónicos incorporados a ellos. Como la mayoría de las armas modernas, DESPOT, el último modelo de destructor de tanques, no era una máquina sencilla, sino que incluía una red de sistemas complejos, los cuales, en este caso, procedían de tres corporaciones distintas.
Cobb era principal ejecutivo y mayor accionista de Zodiac AFV Inc., una compañía especializada en Vehículos de Guerra Blindados. Para su compañía, y también para su éxito personal, todo dependía de que Despot, creado a sus propias expensas durante siete años, fuese aceptado y comprado por el Pentágono. Tenía pocas dudas acerca de esto; Despot estaba años por delante del sistema Boeing’s Pave Tiger y del más nuevo Tacit Rainbow. Sabía que respondía perfectamente a la principal preocupación de los planificadores de la OTAN: hacer que la primera ola de tanques soviéticos que atacasen la llanura alemana central quedase aislada de la segunda ola.
Sus colegas eran Moir, de Pasadena Avionics, en California, que había construido los componentes Kestrel y Goshawk, y Salkind, de ECK Industries, Inc., de Silicon Valley, cerca de Palo Alto, California. Estos dos hombres y sus corporaciones, se jugaban también mucho en la adopción de Despot por el Pentágono. ECK Industries tenía parte en el bombardero B2 «Stealth» para la Air Force, pero éste era un proyecto seguro.
El equipo del Pentágono llegó con dos horas de retraso, cuando todo estaba a punto. Se componía de doce miembros entre ellos dos generales, y constituían el grupo técnico cuya recomendación sería vital para la decisión del Gobierno. Cuando estuvieron todos sentados bajo la marquesina y delante de la batería de pantallas de televisión, empezó la prueba.
Moir inició el acto con una gran sorpresa. Invitó al público a volverse y observar el cercano desierto. No vieron más que una llanura vacía. Todos estaban intrigados. Moir apretó un botón de su consola. A pocos metros, se produjo una erupción en la desolada planicie. Una gran garra metálica surgió del suelo, se inclinó hacia delante y dio un tirón. De la arena, en la que él mismo se había enterrado, inmune a los aviones de caza y al radar, salió el Despot. Un gran bloque de acero gris sobre ruedas y orugas, sin ventanas, independiente, autosuficiente, invulnerable a cualquier proyectil que no fuese una granada pesada de artillería o una bomba muy potente, y contra ataques nucleares, gases y gérmenes, surgió de la tumba por él excavada y empezó su trabajo.
Los cuatro hombres que se hallaban en el interior pusieron en marcha los motores que accionaban los sistemas, retiraron las pantallas de acero que cubrían las portillas de cristal resistente y sacaron el disco del radar, que les avisaría de cualquier ataque, y las antenas que les ayudarían a guiar los misiles. El equipo del Pentágono quedó impresionado.
—Supongamos —dijo Cobb— que la primera oleada de tanques soviéticos ha cruzado el río Elba y entrado en Alemania Occidental por varios puentes existentes y otros militares tendidos durante la noche. Las fuerzas de la OTAN están resistiendo la primera oleada. Lo cual no es empresa fácil. Pero una segunda oleada de tanques rusos, mucho más numerosa que la primera, sale de su refugio en los bosque de Alemania del Este y se dirige al Elba. Éstos romperán el frente y avanzarán hacia la frontera de Francia. Pero los Despots, desplegados y enterrados en una línea norte-sur a través de Alemania, han recibido órdenes. Encontrar, identificar y destruir.
Apretó otro botón y se abrió una escotilla en el AFV. Desde allí, por una rampa, surgió un cohete delgado como un lápiz. Cincuenta centímetros de diámetro y un tubo de dos metros y medio. Su pequeño motor se encendió y el cohete se elevó en el pálido azul del cielo, en el que, por ser él también azul, se perdió de vista. Los hombres volvieron a prestar atención a las pantallas, donde una cámara de televisión de precisión extraordinaria estaba siguiendo al Kestrel. A los cuarenta y cinco metros, se encendió el turborreactor; entonces, el cohete se apagó y se alejó, mientras unas alas cortas y anchas brotaban de sus costados y unas aletas de cola le daban dirección. El cohete en miniatura empezó a volar como un avión, y siguió alejándose. Moir señaló hacia una gran pantalla de radar. La varilla recorrió el disco, pero ninguna imagen luminosa se reflejó en él.
—El Kestrel está hecho en su totalidad de fibra de vidrio —salmodió orgulloso Moir—. Su motor ha sido construido de derivados de cerámica, resistentes al calor pero que no se reflejan en el radar. Gracias a un poco de tecnología «secreta», podrán comprobar ustedes que es invisible por completo, tanto para los ojos como para las máquinas. Ante el radar, es como un pinzón. Menos aún. Un pájaro puede ser detectado por el radar debido al movimiento de sus alas. El Kestrel no aletea, y este radar es mucho más perfeccionado que todos los que tienen los soviéticos.
En una guerra, el Kestrel, vehículo de suma penetración, se introduciría a una distancia de entre trescientos y setecientos kilómetros detrás de las líneas enemigas. En esta prueba, operaba a una altura de cuarenta y cinco mil metros, a ciento cincuenta kilómetros del lugar de lanzamiento, empezó a trazar un lento círculo, con una duración de diez horas a cien nudos. También comenzó a mirar hacia abajo… electrónicamente. Su serie de sensores entró en juego. Como ave de presa, registró el terreno debajo de él, cubriendo un círculo de tierra de unos cien kilómetros de diámetro.
Los scanners infrarrojos realizaban la búsqueda e interrogaban después con un radar milimétrico.
—Está programado para golpear únicamente si el blanco emite calor, está hecho de acero y se mueve —dijo Moir—. El blanco tiene que emitir calor bastante para ser un tanque, no un coche, un camión o un tren. No caerá sobre una hoguera, una casa con calefacción o un vehículo aparcado, porque no se mueven. No se precipitará sobre reflectores, por la misma razón, no irá a parar a estructuras de ladrillo, madera o caucho, puesto que no son de acero. Ahora caballeros, observen la zona del blanco en esta pantalla.
Se volvieron a la pantalla gigante, cuya imagen les era transmitida desde la cámara de televisión a ciento cincuenta kilómetros. Una extensa zona había sido «montada» como un escenario de Hollywood: con árboles artificiales, chozas de madera, furgonetas, camiones y coches aparcados. Había tanques de goma que, en ese momento, empezaron a arrastrarse, tirados por hilos invisibles. Había hogueras que llamearon al ser rociadas con petróleo. Entonces, un único tanque de verdad empezó a moverse, controlado por radio. Desde cuarenta y cinco mil metros de altura, el Kestrel lo descubrió y reaccionó inmediatamente.
—Caballeros, aquí está la nueva revolución, de la que nos enorgullecemos, creo que con todo merecimiento. En sistemas anteriores, el cazador se lanzaba sobre la presa, destruyéndose también él mismo y toda su costosa tecnología. Un precio excesivo. El Kestrel no lo hace así, sino que llama a Goshawk. Observen el Despot.
El público se volvió de nuevo, a tiempo de ver el ligero resplandor del cohete del misil Goshawk, de un metro, que obedecía ahora a la llamada del Kestrel y se lanzaba hacia el blanco siguiendo las instrucciones de aquél. Salkind comentó:
—El Goshawk subirá a treinta mil metros, se volverá y descenderá. Al pasar a la altura del Kestrel, el Vehículo Pilotado por control remoto transmitirá al Goshawk la última información sobre el blanco. El ordenador a bordo del Kestrel dará la posición del objetivo cuando el Goshawk esté a cero metros de los cuarenta y cinco centímetros más próximos. El Goshawk hará blanco dentro de aquel círculo. Ahora está bajando.
Entre todas las casas, chozas, camiones, furgonetas, coches, hogueras, reflectores clavados en la arena de la zona; entre los tanques de goma, el tanque de acero (un viejo Abrams Mark One) avanzó como dirigiéndose al combate. Hubo un súbito destello y dio la impresión de que el Abrams era golpeado por un puño gigante. Casi en movimiento retardado, se aplastó, sus costados se reventaron, su cañón se alzó como si apuntase acusador al cielo… y estalló como una bola de fuego. Los espectadores lanzaron un suspiro colectivo.
—¿Cuántos explosivos van en la punta del Goshawk? —preguntó uno de los generales.
—Ninguno, general —repuso Salkind—. El Goshawk es como una roca inteligente. Desciende a casi quince mil kilómetros por hora. Aparte de su receptor para captar la información del Kestrel y de su pequeño radar para seguir instrucciones durante los últimos cuatro mil quinientos metros que le permiten dar en el blanco, no tiene tecnología. Por eso es tan barato. Pero el efecto de un proyectil de diez kilos, de acero y con la punta de tungsteno, al alcanzar a esa velocidad un tanque es como… bueno, igual que disparar un balín con una escopeta de aire comprimido a bocajarro contra el lomo de una cucaracha. Ese tanque recibió el equivalente de dos locos Amtrak a ciento cincuenta kilómetros por hora. Sencillamente, quedó aplastado.
La prueba continuó durante otras dos horas. Los fabricantes demostraron que podían reprogramar el Kestrel en vuelo; si le decían que buscase estructuras de acero con agua a ambos lados y tierra en los extremos, atacaría puentes. Si cambiaban el perfil del blanco, daría en trenes, barcazas o columnas de camiones en marcha. Con tal de que se moviesen. Parados, el Kestrel no sabría si se trataba de un camión blindado o de un pequeño cobertizo de acero. Pero sus sensores podían penetrar la lluvia, las nubes, la nieve, el granizo, la escarcha, la niebla y la oscuridad.
Los grupos se dividieron a media tarde y el comité del Pentágono se dispuso a subir a sus automóviles para ir a Nellis y emprender el vuelo a Washington.
Uno de los generales tendió la mano a los fabricantes.
—Conozco bien los tanques —dijo—, y nunca había visto nada tan espantoso en mi vida. Cuenten con mi voto. Esto volverá locos a los de Frunze Street. Ser perseguidos por hombres es bastante malo, pero serlo por un maldito robot… ¡qué pesadilla!
Fue uno de los paisanos quien dijo la última palabra.
—Caballeros, es brillante. El mejor sistema destructor de tanques por control remoto que existe en el mundo. Pero debo decir que, si entra en vigor el nuevo tratado de Nantucket, me parece que nunca lo pediremos.
Cobb, Moir y Salkind comprendieron, al volver en el mismo coche a Las Vegas, que Nentucket les amenazaba, a ellos y a millares de fabricantes de armamento, con la ruina personal y de sus corporaciones.
En la víspera de Navidad, no se trabajaba en Alcántara del Río, pero se bebía mucho y hasta muy tarde. Cuando Antonio cerró por fin su pequeño bar era más de medianoche. Algunos de sus parroquianos vivían en el pueblo; otros iban en coche o a pie a sus casitas de campo desparramadas en las faldas de los montes alrededor del pueblo. Por esto, José Francisco, alias Pablo, pasaba satisfecho por delante de la casa del extranjero alto, sintiendo como única molestia un ligero escozor en la vejiga. No podía seguir adelante sin aliviarse; así que se volvió hacia la pared de cascotes del patio donde estaba aparcado el maltrecho mini-jeep SEAT Terra, se desabrochó la bragueta y satisfizo el segundo gran placer del hombre. Arriba, dormía el individuo alto, y de nuevo tuvo la horrible pesadilla que le había traído a esos lugares.
Estaba empapado en sudor mientras soñaba aquello por centésima vez. Todavía dormido, abrió la boca y gritó:
—¡NO… O… O… O!
Abajo Pablo dio un salto y cayó de espaldas en el camino, mojándose sus pantalones de los domingos. Después, se levantó y echó a correr, vertiendo orina a lo largo de las piernas, todavía desabrochada la bragueta y recibiendo su órgano un desacostumbrado soplo de aire frío. Si el corpulento y ágil forastero iba a ponerse violento, él, José Francisco Echevarría, por la gracia de Dios, no se quedaría allí por nada del mundo. Aquel hombre era cortés, amable y hablaba bien el español, pero había en él algo extraño.
A mediados del siguiente enero, un joven estudiante de primer año bajaba en bicicleta por St. Giles Street de la antigua ciudad británica de Oxford, resuelto a conocer a su nuevo tutor y disfrutando de su primer día entero en Balliol College. Vestía un grueso pantalón de pana y un anorak acolchado para protegerse del frío, pero se había empeñado en llevar sobre ello su capa negra de estudiante de la Universidad de Oxford. La prenda ondeaba al viento. Más adelante se enteraría de que la mayoría de los estudiantes no licenciados no la llevaban a menos que comiesen In Hall; pero, como recién llegado, se enorgullecía de ella. Habría preferido vivir en el College, sin embargo, su familia había alquilado para él una casa de siete habitaciones junto a Woodstock Road. Pasó por delante del Martyrs’ Memorial y entró en Magdalen Street.
Detrás de él, un sedán corriente se detuvo. En él viajaban tres hombres; dos en los asientos delanteros y el otro en la parte de atrás. El tercer hombre se inclinó hacia delante.
—Magdalen Street es de acceso restringido. No pueden pasar coches por ella. Tendrás que continuar a pie.
El que iba al lado del conductor lanzó un juramento en voz baja y se apeó del automóvil. Se deslizó aprisa entre los peatones, para no perder de vista al joven de la bicicleta. Dirigido por el hombre que iba atrás, el coche giró a la derecha hacia Beaumont Street, después a la izquierda hacia Glouscester Street y luego bajó por George Street. Se detuvo al llegar al extremo de Magdalen, en el preciso momento en que el ciclista salía de aquella calle. El estudiante desmontó a los pocos metros en Broad Street, después del cruce, y el coche no se movió. El tercer hombre salió de Magdalen, enrojecido el semblante por el helado viento, miró a su alrededor, vio el coche y se reunió con los que iban en él.
—Maldita ciudad —comentó—, todas las calles son de una sola dirección o están prohibidas para los automóviles.
El hombre de atrás rió entre dientes.
—Por eso los estudiantes usan bicicletas. Tal vez deberíamos hacer lo mismo.
—Calla y sigue vigilando —dijo malhumorado el conductor.
El otro guardó silencio y se ajustó el arma debajo del brazo izquierdo.
El estudiante había desmontado y estaba mirando una cruz hecha de guijarros en mitad de Broad Street. Había aprendido en la guía de la ciudad que, en 1555, fueron quemados vivos dos obispos, Latimer y Ridley, por orden de la reina católica María. Al brotar las llamas, el obispo Latimer había gritado a su compañero mártir: «Consúelate, Master Ridley, y pórtate como un hombre. Hoy, por la gracia de Dios, encenderemos en Inglaterra una vela que no se apagará nunca».
Se refería a la vela de la fe protestante; pero no se sabe lo que respondió el obispo Ridley, porque ya estaba ardiendo. Un año más tarde, en 1556 y en el mismo lugar, sufría igual muerte el arzobispo Cranmer. Las llamas de la hoguera habían chamuscado la puerta de Balliol College a pocos metros de allí. Con posterioridad aquella puerta fue quitada de ese sitio y colocada en la entrada del Inner Quantrangle, donde, todavía hoy, pueden verse con claridad las marcas del fuego.
—Hola —dijo una voz junto al estudiante y éste miró hacia abajo; él era alto y delgado, y ella era bajita, de brillantes ojos negros y rolliza como una perdiz—. Me llamo Jenny. Creo que tenemos el mismo tutor.
El estudiante de veintiún años, que había venido a Oxford para un programa de «Un año en el extranjero» después de seguir dos cursos en Yale, sonrió.
—Hola; yo me llamo Simon.
Cruzaron el arco de entrada del College, empujando el joven su bicicleta. Había estado allí el día anterior para conocer al director, pero entonces fue en coche. Cuando estaban atravesando el arco, se dieron de manos a boca con el amable pero implacable personaje de Tim Ward-Barber, el cual preguntó:
—Nuevo en el College, ¿verdad, señor?
—Pues, sí —repuso Simon—. Es mi primer día en él.
—Entonces, deje que le explique la regla número uno de la vida aquí. Nunca, en ninguna circunstancia, ni drogados, borrachos o medio dormidos, empujamos, llevamos o montamos nuestras bicicletas para atravesar el arco y entrar en el atrio. Tenga la bondad de apoyarla contra la pared junto a las demás, señor.
En las universidades hay cancilleres, directores, rectores, decanos, tesoreros, profesores, lectores, miembros de los consejos de gobierno de las facultades y otros cursos de diversas categorías; pero el portero mayor de un college es sin duda alguna un personaje. Como ex suboficial del 16/5º de Lanceros, Tim había tenido que habérselas con los reclutas en sus buenos tiempos. Cuando volvieron los jóvenes, asintió benévolamente con la cabeza y les dijo:
—Creo que están ustedes con el doctor Keen. La escalera del rincón del patio, el piso más alto.
Cuando llegaron a la cima de la escalera y entraron en la atestada estancia de su tutor en Historia Medieval, se presentaron. Jenny le llamó «profesor», y Simon, «señor». El doctor Keen los miró por encima de las gafas.
—Bueno —dijo en tono alegre—, sólo hay dos cosas que no tolero. Una es que pierdan el tiempo y me lo hagan perder a mí; la otra, que me llamen señor. Doctor Keen será bastante, antes de que pasemos a Maurice. A propósito, Jenny, tampoco, soy profesor. Los profesores tienen sillones y, como podréis ver, yo no los tengo; al menos, ninguno que se halle en buen estado.
Señaló, satisfecho, la colección de muebles destartalados donde se sentaban sus estudiantes, y dijo que se pusieran cómodos. Simon se dejó caer en un butacón Reina Ana, sin patas, que le dejó a ocho centímetros del suelo, y juntos empezaron a considerar a Jan Hus y la revolución husita en la Bohemia medieval. Simon sonrió.
Vio que iba a gustarle Oxford.
Fue pura coincidencia que quince días después Cyrus Miller se encontrase sentado al lado de Lionel Cobb en un banquete para recaudar fondos en Austin, Texas. Aborrecía tales cenas y, por lo general, las evitaba. Ésa estaba dedicada a un político local, y Miller conocía el valor de establecer relaciones en el mundo político, a las que poder apelar más tarde cuando necesitase un favor. Estaba dispuesto a prescindir de su vecino, que no se hallaba en el negocio del petróleo, hasta que Cobb manifestó su rotunda oposición al Tratado de Nantucket y al hombre que estaba detrás, John Cormack.
—Hay que impedir ese maldito tratado —dijo Cobb—. Hace falta persuadir de algún modo al Congreso de que se niegue a ratificarlo.
La noticia del día era que el Tratado se estaba acabando de redactar, sería firmado por los respectivos embajadores en Washington y Moscú en abril, ratificado por el Comité Central en Moscú en octubre, después de las vacaciones de verano, y sometido al Congreso antes de fin de año.
—¿Cree usted que el Congreso lo rechazará? —preguntó Miller con precaución.
El industrial de armamentos dirigió una mirada triste a su quinto vaso.
—No —dijo—. Lo cierto es que las reducciones de armamento son siempre terriblemente populares en la calle; y, a pesar de todos los inconvenientes, Cormack tiene el carisma y la popularidad suficientes para hacerlo aprobar por la fuerza de su personalidad. Yo no soporto a ese hombre, pero eso es una realidad.
Miller admiró el realismo de aquel derrotista.
—¿Conoce usted las condiciones del Tratado? —preguntó.
—Bastante —repuso Cobb—. Se prevé reducir en decenas de miles de millones las asignaciones para la defensa. En ambos lados del Telón de Acero. Se habla de un cuarenta por ciento; bilateral, desde luego.
—¿Son muchos los que piensan como usted? —preguntó Miller.
Cobb se encontraba demasiado ebrio para comprender la intención de aquel interrogatorio.
—Casi toda la industria de defensa —gruñó—. Muchos tendrían que cerrar y sería la ruina total para infinidad de personas y corporaciones.
—Hum. Es una lástima que Michael Odell no sea nuestro presidente —murmuró Miller.
El hombre de Zodiac Inc. lanzó una ronca carcajada.
—¡Oh, qué sueño! Es cosa sabida que se opone a la reducción de armamentos. Pero él seguirá siendo vicepresidente, y Cormack presidente.
—¿De veras? —dijo Miller a media voz.
En la última semana del mes, Cobb, Moir y Salkind se reunieron con Scanlon y Miller, a invitación de este último para una cena privada en una lujosa suite del Remington Hotel de Houston. Mientras tomaban café y coñac, Miller dirigió la conversación hacia el tema de la continuada ocupación del Salón Oval por John Cormack.
—Tiene que marcharse —salmodió Miller, y los otros asintieron con la cabeza.
—Yo no quiero saber nada de asesinatos —se apresuró a manifestar Salkind—. En todo caso, debemos recordar a Kennedy. El efecto de su muerte fue que el Congreso aprobó toda la legislación sobre derechos civiles que él no había conseguido imponer. Resultó del todo contraproducente, si la intención había sido la opuesta. Y fue el propio Johnson quien puso en vigor aquellas leyes.
—Estoy de acuerdo —reconoció Miller—. Este tipo de acción es inconcebible. Pero tiene que haber una manera de obligarle a dimitir.
—Dígame una —le desafió Moir—. ¿Cómo puede conseguir alguien una cosa así? El hombre es invulnerable. No hay ningún escándalo en su vida. El comité electoral se aseguró de ello antes de pedirle que presentase su candidatura.
—Tiene que haber algo —dijo Miller—. Algún talón de Aquiles. Nosotros estamos resueltos, tenemos contactos, poseemos el dinero. Necesitamos un planificador.
—¿Tal vez tu hombre, el coronel? —preguntó Scanlon.
Miller meneó la cabeza.
—Sigue, y seguirá siempre, considerando a cualquier presidente de los Estados Unidos como su comandante en jefe. Tiene que haber otro hombre… en alguna parte…
Lo que estaba pensando, lo que pretendía encontrar era un renegado, sutil, implacable, inteligente y fiel sólo al dinero.