CAPÍTULO PRIMERO

Noviembre, 1989

El invierno había llegado pronto aquel año. Ya a finales de mes, las primeras avanzadas de un viento crudo venido de las estepas del noreste azotaba los tejados para probar las defensas de Moscú.

El cuartel general del Estado Mayor soviético se encuentra en el número diecinueve de Frunze Ulitsa y es una edificación de piedra gris de los años treinta, delante de su mucho más moderno anexo, de ocho pisos, al otro lado de la calle. Plantado detrás de su ventana, en lo más alto del viejo edificio, el jefe del Estado Mayor soviético contemplaba las ráfagas heladas y su humor era tan desapacible como el naciente invierno.

El mariscal Ivan K. Koslov tenía sesenta y siete años, dos más de la edad reglamentaria de retiro; pero, en la Unión Soviética, como en todas partes, los que dictaban las leyes nunca creen que les atañen a ellos. Al empezar el año, había sucedido al veterano mariscal Akhromeyev, para sorpresa de la mayoría de la jerarquía militar. Los dos hombres se parecían como un huevo a una castaña. Akhromeyev había sido un intelectual bajito y de cutis fino. Koslov era un brusco gigantón de cabellos blancos, un soldado hijo, nieto y sobrino de soldados. Aunque antes de su ascenso, solamente ocupaba el tercer puesto después del jefe, pasó por delante de los dos que le precedían, los cuales se retiraron en silencio. Nadie tenía la menor duda acerca de la causa de que hubiese llegado a la cima; desde 1987 hasta 1989 había supervisado sigilosa y hábilmente la retirada soviética de Afganistán, una maniobra que había sido realizada sin escándalos, ni derrotas graves y, lo que era más importante, sin pérdida ostensible de prestigio nacional, a pesar de que los lobos de Alá habían estado mordiendo los talones de los rusos durante todo el camino hasta el puerto de montaña de Salang. La operación le había proporcionado mucha fama en Moscú, atrayendo sobre su persona la atención del propio secretario general del Partido.

Pero, si había cumplido su deber, ganándose con ello el bastón de mariscal, también se había jurado en privado no volver a mandar jamás a su amado Ejército soviético en una retirada, diciéndose que, a pesar de la exagerada propaganda, Afganistán había sido una derrota. Y era la perspectiva de otra derrota amenazadora lo que causaba su pésimo humor mientras contemplaba, a través del doble cristal, las ráfagas horizontales de diminutas partículas de hielo que repicaban de tanto en tanto en su ventana.

La clave de su estado de ánimo estaba en un informe que había sobre su mesa, un informe que él mismo había pedido a uno de sus más brillantes protegidos, un joven comandante general a quien había traído al Estado Mayor desde Kabul. Kaminsky era un académico, un pensador profundo, y también un genio en organización. El mariscal le había otorgado el segundo puesto en importancia en el campo de la logística. Como todos los hombres con experiencia de combate, Koslov sabía mejor que la mayoría que las batallas no se ganan con valor o sacrificio, ni siquiera por los generales más astutos; se ganan teniendo los mecanismos adecuados en el lugar adecuado y en el momento adecuado, y disponiendo de muchos de ellos.

Todavía recordaba con amargura cómo, siendo un soldado de dieciocho años, había observado a la soberbiamente equipada blitzkrieg alemana romper las defensas de la madre patria, mientras el Ejército Rojo, desangrado por las purgas de Stalin de 1938, y equipado con armas antiguas, había tratado de contener la marea. Su propio padre había muerto tratando de defender una posición imposible en Esmolensko, luchando con fusiles de cerrojo contra los rugientes regimientos panzer de Guderian. Se había jurado, que la próxima vez tendrían el equipo adecuado y en abundancia. Había consagrado buena parte de su carrera militar a aquel concepto, y ahora presidía los cinco servicios de la URSS: el Ejército de Tierra, la Marina, las Fuerzas Aéreas, las Fuerzas de Cohetes Estratégicos y la Defensa Aérea de la patria. Y todos ellos se hallaban en peligro de sufrir un gran desastre a causa del informe de trescientas páginas que estaba sobre su mesa.

Lo había leído dos veces, a lo largo de la noche, en su espartano apartamento de Kutuzovsky Prospekt, y de nuevo esta mañana en su despacho, donde había llegado a las siete y descolgado el teléfono. Se apartó de la ventana, volvió a su sitio en la cabecera de la mesa de conferencias, en forma de T, y revisó una vez más las últimas páginas del informe.

RESUMEN. Por consiguiente, la cuestión no es que se prevé que el planeta agotará el petróleo dentro de los próximos veinte o treinta años; sino que la Unión Soviética agotará definitivamente el petróleo en los siete u ocho años próximos. La clave de este hecho se halla en la tabla de Reservas Probadas consignada más arriba, en este informe y, de modo más concreto, en la columna de cifras titulada razón R/P. La razón Reservas es a Producción se obtiene tomando la producción anual de petróleo de una nación y dividiendo esta cifra por las reservas conocidas de aquella nación, expresada generalmente en miles de millones de barriles.

Las cifras, a finales de 1985 (lamento tener que decir que son cifras occidentales, porque todavía tenemos que fiarnos de la información occidental para saber lo que pasa en Siberia, a pesar de mis íntimos contactos con nuestra industria del petróleo), muestran que aquel año extrajimos sesenta y un mil millones de barriles de crudo, y nos dan catorce años de reservas aprovechables, presumiendo que se produzca la misma cifra durante todo este período. Pero este cálculo es optimista, ya que nuestra producción, y por consiguiente nuestro gasto de reservas, se ha tenido que aumentar desde aquel año. Actualmente, tenemos reservas para siete u ocho años.

Hay dos razones para el aumento de la demanda. Una de ellas está en el incremento de la producción industrial, principalmente en el sector de los bienes de consumo, exigida por el Politburó desde la introducción de las nuevas reformas económicas; la otra radica en el consumo excesivo e inútil de gasolina por parte de esas industrias, no solamente las tradicionales, sino también las nuevas. Nuestra industria manufacturera en general no puede ser más ineficaz desde el punto de vista de la energía y, en muchos sectores, el empleo de maquinaria anticuada tiene un efecto devastador. Por ejemplo, un automóvil ruso pesa tres veces más que su equivalente americano; no debido, según se dice, a nuestros crudos inviernos, sino a que nuestras fábricas de acero no pueden producir láminas de metal lo bastante delgadas. Necesitamos más energía eléctrica producida por el petróleo de la que se requiere en Occidente para fabricar un coche, y éste gasta más gasolina desde que empieza a circular.

ALTERNATIVAS. Los reactores nucleares suelen proporcionar el once por ciento de la electricidad de la URSS, y nuestros planificadores habían contado con que las centrales nucleares iban a darnos el veinte por ciento, o más, en el año dos mil. Hasta Chernobyl. Desgraciadamente, el cuarenta por ciento de nuestra capacidad nuclear era generada por instalaciones que empleaban el mismo sistema que Chernobyl. Desde entonces, la mayoría han sido cerradas para ser «modificadas» (es poquísimo probable que vuelvan a abrirse), y otras que estaban en construcción han visto paradas las obras. Como resultado de ello, nuestra producción nuclear, en términos de porcentaje, no sólo no ha doblado la cifra, sino que ha bajado a siete, y sigue descendiendo.

Tenemos las reservas de gas natural más grandes del mundo; pero el problema es que el gas está localizado principalmente en el extremo de Siberia, y no basta con extraerlo del suelo. Carecemos de la vasta e imprescindible infraestructura de tuberías y rejillas para llevarlo de Siberia a nuestras ciudades, fábricas y centrales de energía.

Recordará usted que, a principios de los años setenta, cuando los precios del petróleo experimentaron una astronómica subida después de la guerra de Yom Kippur, ofrecimos a Europa occidental suministrarle, a largo plazo, gas natural por medio de tuberías. Esto nos habría permitido disfrutar de la red que necesitábamos y que los europeos estaban dispuestos a financiar. Pero, como América no iba a beneficiarse de ello, los Estados Unidos cortaron de raíz la iniciativa, amenazando con fuertes sanciones comerciales a quienes cooperasen con nosotros, y el proyecto quedó en nada. Entonces, desde el llamado «deshielo», aquel plan habría podido ser políticamente aceptable; pero ahora los precios del petróleo son bajos en Occidente, y no les hace falta nuestro gas. Cuando la escasez de petróleo haga que los precios vuelvan a subir en Occidente hasta un nivel en el que puedan necesitarlo, será demasiado tarde para la URSS.

Así pues, ninguna de las alternativas factibles funcionará en la práctica. El gas natural y la energía nuclear no vendrán en nuestro auxilio. La inmensa mayoría de nuestras industrias y las de nuestros países amigos, que dependen de nosotros para la energía, están condicionadas sin remedio a carburantes y productos derivados del petróleo.

LOS ALIADOS. Un breve apartado para mencionar a nuestros aliados en Europa central, los Estados a quienes los propagandistas occidentales llaman nuestros «satélites». Aunque su producción total (principalmente del pequeño campo rumano de Ploesti) asciende a dos mil millones de barriles al año, esto es como una gota de agua en el océano si lo comparamos con sus necesidades. El resto lo reciben de nosotros, y es uno de los lazos que los retiene en nuestro bando. Cierto que, a fin de que no tengan que pedirnos tanto, hemos permitido que hagan algunos tratos con Oriente Medio. Pero, si llegasen a independizarse de nosotros por completo en lo concerniente al petróleo, dependiendo por ende de Occidente, es muy probable que sólo fuese cuestión de tiempo, y de muy poco tiempo, que Alemania Oriental, Polonia, Checoslovaquia, Hungría e incluso Rumanía, se dejasen arrastrar al campo capitalista. Por no hablar de Cuba.

CONCLUSIÓN. El mariscal Koslov levantó la cabeza y miró el reloj de pared. Las once. En el aeropuerto, la ceremonia estaría a punto de empezar. Había decidido no ir. No tenía intención de hacer cumplidos a los americanos. Se estiró, se levantó y se volvió a la ventana, llevando en la mano el informe de Kaminsky. Todavía estaba clasificado como de Alto Secreto y Koslov sabía que tendría que seguir considerándolo así. Era demasiado explosivo para airearlo en el edificio del Estado Mayor Central.

En otra época más temprana, cualquier oficial de Estado Mayor que hubiese escrito de un modo tan sincero como Kaminsky, habría podido dar por terminada su carrera, pero Ivan Koslov, aunque acérrimo tradicionalista en casi todos los sentidos, nunca había castigado la franqueza. Era casi lo único que apreciaba en el secretario general; aunque no podía compartir las modernas ideas de aquel hombre para dar aparatos de televisión a los campesinos y máquinas lavadoras a las amas de casa, tenía que confesar que se podía hablar sinceramente con Mijaíl Gorbachov sin temor a recibir un billete sólo de ida para Yakutia.

El informe le había causado una profunda impresión. Sabía que los asuntos económicos no habían mejorado con la introducción de la perestroika (la reestructuración); pero, como soldado que era, había pasado la vida encerrado en la jerarquía militar, y los militares habían tenido siempre preferencias en los recursos, el material y la tecnología, permitiéndoles ser el único sector en la vida soviética donde se podía practicar el control de calidad. El hecho de que los secadores de pelo de los paisanos fuesen letales y sus zapatos estuviesen agujereados, no era de su incumbencia. Y ahora había una crisis de la que ni siquiera los militares podían librarse. Sabía que lo más grave estaba en la conclusión del informe. Plantado junto a la ventana, prosiguió la lectura.

CONCLUSIÓN. Las perspectivas con que nos enfrentamos son solamente cuatro, y todas muy ominosas.

1. Podemos continuar con nuestra propia producción de petróleo al nivel actual, con la certeza de que se agotará dentro de ocho años como máximo, y entrar entonces en el mercado mundial del petróleo como compradores. Lo haríamos en el peor momento, cuando los precios empezarán su implacable e inevitable subida a niveles imposibles.

Para comprar, en esas condiciones, sólo una parte del petróleo que necesitamos, tendríamos que emplear todas nuestras reservas de divisas fuertes y todo lo que ganamos con el oro y los diamantes siberianos, y nada nos quedaría para pagar las necesarias importaciones de grano y la maquinaria de alta tecnología que es la espina dorsal de la modernización industrial que obsesiona al Politburó.

Tampoco podemos mejorar nuestra posición con operaciones de trueque. Más del cincuenta y cinco por ciento del petróleo del mundo se extrae de cinco países del Oriente Medio, cuyas necesidades domésticas son pequeñas en relación con sus recursos, y son ellos quienes volverán pronto a dirigir el cotarro. Por desgracia, aparte de armas y algunas materias primas, los productos soviéticos tienen poco atractivo en Oriente Medio, por lo que no podremos trocarlos por el petróleo que necesitaremos. Tendremos que pagarlo en dinero contante y sonante, y no podemos hacerlo.

Finalmente, existe el peligro estratégico de que tengamos que depender de fuentes extranjeras para el petróleo, lo cual es aún más de temer si consideramos el carácter y el comportamiento histórico de los cinco Estados del Oriente Medio en cuestión.

2. Podríamos repasar y poner al día nuestras instalaciones existentes para la producción de petróleo, consiguiendo así una mayor eficacia y reducir nuestro consumo sin pérdida de beneficios. Nuestros instrumentos de producción son anticuados, se hallan en mal estado, y nuestro potencial de recuperación de los principales depósitos se ve constantemente perjudicado por unas extracciones diarias excesivas. (Por ejemplo, a los precios actuales, estamos gastando en nuestros mejores campos tres dólares USA para evitar una pérdida de un dólar USA en producción. Nuestras refinerías consumen, por término medio, el triple de energía que las americanas para producir una tonelada de fuel). Tendríamos que reformar todos nuestros campos de extracción, nuestras refinerías y nuestra red subterránea de oleoductos para prolongar nuestra producción de petróleo una década más. Tendríamos que empezar ahora, y los recursos necesarios para ello serían astronómicos.

3. Podríamos poner todo nuestro esfuerzo en corregir y poner al día nuestra tecnología de extracción de petróleo del suelo marino. El Ártico es la zona más prometedora para encontrar petróleo, pero los problemas de extracción son aún mayores que los de Siberia, no existe ninguna infraestructura de oleoductos desde el pozo hasta el consumidor y, además, el programa de exploración lleva un retraso de cinco años respecto a lo previsto. Nos vemos de nuevo ante la necesidad de muchísimos más recursos.

4. Podríamos volver al gas natural del que, como he dicho, tenemos las reservas mayores del mundo, casi ilimitadas. Pero tendríamos que invertir cantidades astronómicas en la extracción, la tecnología, la mano de obra especializada, la infraestructura de conducciones y la conversión de cientos de miles de instalaciones para el uso del gas.

En definitiva, hay que formularse esta pregunta: ¿De dónde vendrían los recursos mencionados en las alternativas dos, tres y cuatro? Dada la necesidad de emplear nuestras divisas extranjeras en la importación de cereales para alimentar a nuestra gente, y el compromiso del Politburó de gastar el resto para importar alta tecnología, los recursos tendrían evidentemente que buscarse dentro de nuestro país. Y, como existe también el otro compromiso del Politburó para la modernización industrial, la tentación es reducir en el sector de las asignaciones militares.

Tengo el honor, camarada mariscal, de quedar suyo
Pyotr V. Kaminsky, Com-Gen.

El mariscal Koslov juró en silencio, cerró el legajo y miró a la calle. Las ráfagas de nieve helada habían cesado; pero el viento era todavía más crudo; podía ver a los diminutos peatones, ocho pisos más abajo, sujetándose los gorros y bajándose las orejeras, gacha la cabeza, mientras deambulaban apresurados por la calle Frunze.

Habían pasado casi cuarenta y cinco años desde que, con veintidós y siendo teniente de los Fusileros Motorizados, había entrado en Berlín bajo el mando de Chuikov y trepado al tejado de la cancillería de Hitler para arrancar la última bandera con la cruz gamada que ondeaba allí. Incluso había una foto de esta acción en varios libros de Historia. Desde entonces, había ascendido paso a paso, sirviendo en Hungría durante la rebelión de 1956, en la frontera del río Usuri con China, de guarnición en la Alemania del Este y de nuevo en el mando del Lejano Oriente, en el Khaborovsk, en el Alto Mando del Sur, en Bakú, y después en el Estado Mayor Central. Había cumplido con su deber, había soportado las heladas noches en las lejanas avanzadillas del Imperio; se había divorciado de una esposa que se negó a seguirle, y enterrado a otra que murió en el Lejano Oriente. Una hija suya se había casado con un ingeniero de minas, no con un soldado como él había deseado, y un hijo se había negado a servir en el Ejército. Había pasado aquellos cuarenta y cinco años observando cómo crecía el Ejército soviético, que él soñaba llegaría a ser la mejor fuerza combatiente del planeta, consagrada a la defensa de la Rodina, la madre patria, y a la destrucción de sus enemigos.

Como muchos tradicionalistas, creía que un día tendrían que ser utilizadas las armas que las masas trabajadoras habían producido para él y para sus tropas, y no estaba dispuesto a permitir que las circunstancias o los hombres pusieran en ridículo a su amado Ejército mientras estuviese él al mando. Era absolutamente fiel al Partido (no habría estado donde estaba de no haber sido así); pero si alguien, incluso los hombres que ahora lo dirigían, pensaba que podía restar miles de millones de rublos al presupuesto militar, tendría que rectificar su concepto de lealtad hacia ellos.

Cuanto más pensaba en las últimas páginas de aquel informe que tenía en la mano, más creía que Kaminsky, por muy listo que fuese, había olvidado una posible quinta alternativa. Si la Unión Soviética pudiera adquirir el control político de una fuente disponible de petróleo en crudo, de un trozo de tierra actualmente fuera de sus fronteras… si pudiera importar, en exclusiva, aquel crudo a un precio que le conviniese; es decir, un precio que pudiera imponer… y consiguiera hacerlo antes de que se agotase su petróleo…

Dejó el informe sobre la mesa de conferencias y cruzó la habitación hasta el mapamundi que cubría la mitad de la pared opuesta a las ventanas. Lo estudió con suma atención, mientras se desgranaban los minutos hacia el mediodía. Y su mirada volvía siempre sobre un pedazo de tierra. Por último, regresó a la mesa, conectó el intercomunicador y llamó a su ayudante.

—Diga al comandante general Zemskov que venga en seguida.

Se sentó en la silla de detrás de su mesa, tomó el control remoto del televisor y activó el aparato situado a la izquierda de la mesa. Aparecieron las imágenes del primer canal, el prometido reportaje en directo desde Voukovo, el aeropuerto para personas importantes emplazado en las afueras de Moscú.

El avión número Uno de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos había repostado y estaba dispuesto a despegar. Era el nuevo Boeing 747 que había remplazado al viejo 707 a principios de aquel año y podía volar de Moscú a Washington directamente, cosa que nunca habría podido hacer el anterior 707. Hombres de la Military Airlift Wing, que vigila el avión del presidente, con base en las Fuerzas Aéreas de Andrews, montaban guardia alrededor del aparato, por si algún ruso demasiado entusiasta tratase de acercarse lo bastante para pegar algo en él o echar cualquier cosa en su interior. Pero los rusos se comportaban como perfectos caballeros, lo mismo que durante toda la visita de tres días.

A pocos metros de la punta del ala del avión, había un podio y, en su centro, un atril elevado. Detrás de éste se hallaba el secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética, Mijaíl Sergeivitch Gorbachov, terminando su discurso de despedida. A su lado, sin sombrero, revueltos los cabellos grises por la fuerte brisa, estaba sentado su visitante, John J. Cormack, presidente de los Estados Unidos de América. Alineados a ambos lados, se encontraban los otros doce miembros del Politburó.

Formada delante del podio había una guardia de honor de la Milicia, la policía civil del Ministerio del Interior, MVD; y otra tomada del Directorio de Guardias de Fronteras de la KGB. En un intento de dar un toque popular a la escena, doscientos mecánicos, técnicos y miembros del personal del aeropuerto formaban un apiñado grupo en el cuarto lado del cuadrado. Pero el punto focal para el orador era la batería de cámaras de televisión, fotógrafos y reporteros situados entre las dos guardias de honor, pues se trataba de una ocasión de máxima importancia.

Poco después de su investidura en el mes de enero último, John Cormack, sorprendente triunfador en las elecciones de noviembre, había manifestado su deseo de reunirse con el líder soviético y dijo que estaba dispuesto a volar a Moscú para tal fin. Mijaíl Gorbachov se dio prisa en mostrarse de acuerdo y, para su satisfacción, había descubierto, durante los últimos días, que aquel alto, severo pero básicamente humano, académico americano parecía ser un hombre con quien, según la frase de la señora Thatcher, «se podía negociar».

Había corrido un riesgo, contra el consejo de sus asesores ideológicos y de seguridad. Había accedido a la petición personal del presidente de que se le permitiese dirigirse a la Unión Soviética en una alocución televisada en directo, sin previa censura del guión. Virtualmente ninguna transmisión de la televisión soviética se hace «en directo»; casi todos los programas son cuidadosamente preparados y censurados; y, luego, se declaran aptos para el consumo humano.

Antes de acceder a la extraña petición de Cormack, Mijaíl Gorbachov había consultado a los expertos de la Televisión del Estado. Se mostraron tan sorprendidos como él; pero teniendo en cuenta, en primer lugar, que el americano sólo sería comprendido por una pequeñísima parte de los ciudadanos soviéticos antes de que se hiciese la traducción (que podía expurgarse si el hombre iba demasiado lejos) y, en segundo lugar, que la transmisión del discurso del americano, tanto del sonido como de la imagen, podía efectuarse con una demora de ocho o diez segundos, de manera que, si se pasaba de la raya, podría producirse un súbito fallo en la transmisión, se convino al final que, si el secretario general quería que se produjese una avería, sólo tendría que rascarse la barbilla con el dedo índice y los técnicos harían lo demás. Esto no afectaría a los tres equipos de la televisión americana, ni a la BBC británica, pero carecía de importancia, ya que su material no llegaría nunca a conocimiento de los ciudadanos soviéticos.

Terminando su discurso con una expresión de buena voluntad hacia el pueblo americano y haciendo votos por la paz entre los Estados Unidos y la URSS, Mijaíl Gorbachov se volvió a su invitado. John Cormack se levantó. El ruso le indicó el atril y el micrófono, se apartó y se sentó a un lado de la tribuna. El presidente se colocó detrás del micrófono. No llevaba ninguna nota visible. Levantó la cabeza, miró fijamente al objetivo de la cámara de televisión soviética y empezó a hablar.

—Hombres, mujeres y niños de la URSS, escuchadme.

En su despacho, el mariscal Koslov se incorporó en su sillón, mirando atentamente la pantalla. En el podio, Mijaíl Gorbachov frunció un instante las cejas antes de recobrar su aplomo. Detrás de la cámara soviética, un joven que habría podido pasar por un graduado de Harvard tapó el micro con una mano y murmuró una pregunta a un funcionario que estaba a su lado, el cual meneó la cabeza. Pues John Cormack no hablaba en inglés, sino en correcto ruso.

Como no era un orador en lengua rusa, antes de venir a la URSS se había aprendido de memoria, en la intimidad de su dormitorio en la Casa Blanca, un discurso de quinientas palabras, ensayándolo por medio de grabaciones y un profesor particular, hasta que pudo pronunciarlo con fluidez y acento perfectos, sin comprender de él una palabra. Incluso para un ex profesor de la Ivy League, fue una notable hazaña.

—Hace cincuenta años, vuestro país, vuestra amada madre patria fue invadida en una guerra. Vuestros hombres lucharon y murieron como soldados o vivieron como lobos en sus bosques. Vuestras mujeres y niños moraron en sótanos y se alimentaron con migajas. Millones perecieron. Vuestra tierra fue devastada. Aunque no ocurrió lo mismo en mi país, os doy mi palabra de que comprendo lo mucho que debéis odiar y temer la guerra.

«Durante cuarenta y cinco años, ambos, rusos y americanos, hemos levantado murallas entre nosotros, convenciéndonos de que el otro sería el próximo agresor. Y hemos construido montañas, montañas de acero, de cañones, de tanques, de barcos, de aviones y de bombas. Para justificar las montañas de acero, se han levantado murallas todavía más altas de mentiras. Hay quien dice que necesitamos estas armas porque llegará un día en que tendremos que destruirnos los unos a los otros.

»Noh, ya skazayoo: myee po-idyom drugim putyom».

El público de Voukovo sofocó una exclamación de asombro. Porque, al decir «Pero yo digo que seguiremos, que debemos seguir otro camino», el presidente Cormack había citado una frase de Lenin conocida por todos los colegiales de la URSS. En ruso, la palabra putya significa camino, sendero, curso a seguir. Entonces continuó el juego de palabras volviendo al significado de «camino».

—Me refiero al camino del desarme gradual y de la paz. Sólo tenemos un planeta donde vivir, y es un planeta hermoso. Podemos morar juntos en él, o bien sucumbir juntos en él.

La puerta del despacho del mariscal Koslov se abrió y volvió a cerrarse sin ruido. Un oficial de poco más de cincuenta años, protegido de Koslov y as de su equipo de planificación se quedó plantado junto a la puerta y observó en silencio la pantalla situada en el rincón. El presidente americano estaba terminando.

—No será un camino fácil. Habrá piedras y baches. Pero al final se encuentran la paz y la seguridad para todos nosotros. Porque, si tenemos cada uno armas bastantes para defendernos, pero no suficientes para atacarnos, y si sabemos esto y se nos permite comprobarlo, podremos dar a nuestros hijos y a nuestros nietos un mundo realmente liberado del terrible miedo que hemos pasado durante las cinco últimas décadas. Si queréis seguir conmigo este camino, yo, en nombre del pueblo americano, lo seguiré con vosotros. Y en prueba de ello, Mijaíl Sergeivitch, le tiendo la mano.

El presidente Cormack se volvió al secretario Gorbachov y le tendió la mano derecha. Aunque también experto en relaciones públicas, el ruso no tuvo más alternativa que levantarse y extender también la suya. Después, con una amplia sonrisa, rodeó al americano con el brazo izquierdo, y le dio un fuerte abrazo.

Los rusos son un pueblo extraño, capaz de grandes paranoias y de xenofobia; pero también de intensas emociones. Fueron los trabajadores del aeropuerto los que rompieron el silencio. Hubo un estallido de calurosos aplausos; después, empezaron las aclamaciones y, a los pocos segundos, los gorros de piel empezaron a volar por el aire, al perder el control los paisanos, normalmente tan bien enseñados. Les tocó luego el turno a los milicianos. Sujetando sus fusiles con la mano izquierda en posición de «descanso» empezaron a agitar sus gorras grises y con cinta roja, asiéndolas por la visera mientras vitoreaban.

Los miembros de la KGB miraron a su jefe, al lado del podio, el general Vladimir Kriuchkov, presidente de la KGB. Sin saber de cierto lo que tenía que hacer, se levantó al hacerlo el Politburó y aplaudió con los demás. Los guardias de fronteras tomaron esto como una señal (equivocadamente, según resultó después) e imitaron a los milicianos en sus aclamaciones. En todas las regiones de la URSS, ochenta millones de hombres y mujeres soviéticos estaban haciendo algo parecido.

Chart vashmi…

El mariscal Koslov tomó el aparato de control remoto y apagó el televisor.

—Nuestro amado secretario general —murmuró en tono suave el comandante general Zemskov.

El mariscal asintió tristemente con la cabeza varias veces. Primero las lúgubres previsiones del informe de Kaminsky, y ahora esto. Se levantó, dio la vuelta a la mesa y cogió el informe que se encontraba sobre ella.

—Tome esto y léalo —dijo—. Está clasificado como de alto secreto y así debe seguir. Sólo existen dos ejemplares, y yo conservo el otro. Tiene que prestar particular atención a lo que dice Kaminsky en su Conclusión.

Zemskov asintió con la cabeza. Juzgó por la torva actitud del mariscal que no se trataba sólo de leer un informe. Dos años atrás era un simple coronel, cuando en una visita al puesto de mando, con ocasión de unos ejercicios en Alemania del Este, el mariscal Koslov se había fijado en él.

El ejercicio consistía en unas maniobras entre el Grupo Alemania de Fuerzas Soviéticas, de una parte, y el Ejército Nacional del Pueblo de los Alemanes Orientales, los cuales habían representado el papel de americanos invasores. En ocasiones anteriores, habían vapuleado a sus hermanos de armas soviéticos. Esta vez los rusos les habían cercado, y toda la planificación era de Zemskov. Al ascender al primer puesto de la Frunze Ulitsa, el mariscal Koslov había enviado a buscar al brillante estratega y lo incorporó a su propio Estado Mayor. Ahora lo condujo hasta el mapa de la pared.

—Cuando haya terminado, preparará usted lo que parecerá ser un Plan de Contingencia Especial. En realidad este PCE será un plan detallado, con toda minuciosidad, hasta el último hombre, el último fusil y la última bala, para la invasión militar y la ocupación de un país extranjero. Para esto puede necesitar doce meses.

El comandante general Zemskov arqueó las cejas.

—Creo que no tanto, camarada mariscal. Tengo a mi disposición…

—Sólo puede disponer de sus propios ojos, manos y cerebro. No consultará a nadie más, no hablará de ello a nadie. Toda la información que necesite deberá obtenerla mediante subterfugios. Trabajará solo, sin ninguna ayuda. Su trabajo durará meses y, cuando termine, sólo debe haber un ejemplar.

—Comprendo. ¿Y el país…?

El mariscal señaló el mapa.

—Aquí. Un día, esta tierra debe pertenecemos.

Houston, capital de la industria americana del petróleo y, según algunos, de todo el mundo del petróleo, es una ciudad extraña en el sentido en que no tiene uno sino dos centros. En el este, se encuentra Downtown, el centro comercial bancario, corporativo e industrial, el cual visto desde lejos, parece una colección de brillantes rascacielos que se alzan de la lisa y monótona llanura tejana del suroeste hacia un cielo azul pálido. Al oeste, se encuentra Gallería, el centro de tiendas, restaurantes y diversiones, dominado por las torres de Post Oak, Westin y Transco, y conteniendo la Gallería propiamente dicha, que es la más grande del mundo.

Los dos corazones de la ciudad se contemplan a través de seis kilómetros de suburbios de casas de una planta y de parques, como dos pistoleros dispuestos a batirse por la supremacía.

Arquitectónicamente, Downtown está dominada por su torre más alta, el Texas Commerce, setenta y cinco pisos de mármol gris y cristal gris oscuro, que es, con sus trescientos diecisiete metros, la estructura más alta al oeste del Mississippi. La sigue en elevación la Allied Bank Tower, una torre de sesenta y cinco pisos de cristal reflectante verde. A su alrededor, se alzan como otros veinte rascacielos de variados diseños: pasteles de boda neogóticos, lápices de cristal de vivos reflejos y edificios simplemente estrafalarios.

Un poquitín más bajo que el Allied Bank es el edificio Pan Global, cuyos diez pisos superiores estuvieron ocupados por los constructores y dueños de la torre, la Pan-Global Oil Corporation, la decimoctava compañía de petróleo de los Estados Unidos, por orden de importancia, y la novena de Houston. Con un activo total de tres mil doscientos cincuenta millones de dólares, Pan Global sólo era superada en Houston por Shell, Tenneco, Conoco, Enron, Coastal, Texas Eastern, Transco y Pennzoil. Pero en un aspecto era diferente de todas las demás: todavía era poseída y controlada por su veterano fundador. Había otros accionistas y miembros de la junta directiva; pero conservaba el control y nadie podía poner obstáculos a su poder dentro de su propia corporación.

Doce horas después de que el mariscal Koslov hubiese instruido a su oficial de planificación, y a ocho husos horarios al oeste de Moscú, Cyrus V. Miller estaba de pie ante el gran ventanal, que llegaba desde el suelo hasta el techo de su ático en lo alto de su propio edificio, y miraba hacia el oeste. A seis kilómetros de allí, y a través de la neblina de la tarde de noviembre, la Transco Tower le miraba a su vez. Cyrus Miller permaneció un poco más ante la ventana; después, atravesó la gruesa alfombra, regresó a su mesa y se concentró de nuevo en el informe que estaba encima de ella.

Cuarenta años antes, cuando empezó a prosperar, Miller había aprendido que el poder estaba en la información. Saber lo que pasaba y, más importante aún, lo que iba a pasar, daba al hombre más poder que los cargos políticos e incluso el dinero. Entonces había creado, dentro de su corporación creciente, una sección de Investigación y Estadística, para la que contrató a los analistas más brillantes y avispados que salían de las universidades de su país. Con el advenimiento de los ordenadores, había provisto a su sección de los últimos bancos de datos, en los que estaba almacenado un vasto compendio de información sobre el petróleo y otras industrias, necesidades comerciales, realizaciones económicas nacionales, tendencias del mercado, adelantos científicos y personas; cientos de miles de personas de todos los estilos de vida que un día le pudiesen ser útiles para un concebible azar.

El informe que tenía delante procedía de Dixon, un joven graduado de Texas State, de aguda inteligencia, al que contrató hacía diez años y que había crecido con la compañía.

A pesar de lo mucho que le pagaba, pensó Miller, el analista no trataba de tranquilizarle con el documento que tenía sobre la mesa. Pero lo prefería así. Volvió por quinta vez a la conclusión de Dixon.

«La conclusión, señor, es simplemente, que el mundo libre está agotando el petróleo. De momento, esto sigue ignorándolo la inmensa mayoría del pueblo americano debido a que sucesivos gobiernos decidieron mantener la ficción de que la presente situación de “petróleo barato” puede continuar eternamente.

»La prueba de que se está “agotando” la tenemos en la tabla de reservas mundiales incluida más arriba. Actualmente, de cuarenta y una naciones productoras de petróleo, tan sólo diez tienen reservas conocidas más allá del término de treinta años. Pero incluso este cálculo es optimista. Esa previsión de treinta años se basa en la teoría de que continúe la producción a los niveles actuales. Lo cierto es que el consumo, y por consiguiente la extracción, aumentan sin cesar, y como los productores que tienen menos reservas serán los primeros en agotarlas, la extracción de los restantes crecerá para compensar la escasez. Veinte años serían un período más seguro en que presumir el agotamiento del petróleo en todas las naciones productoras, salvo diez de ellas.

»Está claro que no hay manera de que otras fuentes de energía puedan llegar a tiempo de salvar la situación. O hay petróleo dentro de las tres décadas próximas, o será la muerte económica del Mundo Libre.

»La posición americana se encamina rápidamente a la catástrofe. Durante el período en que las naciones dominantes de la OPEP elevaron el precio de los crudos de dos dólares el barril a cuarenta, los gobiernos de los Estados Unidos, con gran sensatez, dieron todos los incentivos a la industria nacional del petróleo para explorar, descubrir, extraer y refinar el máximo posible de nuestros recursos naturales. Desde la autodestrucción de la OPEP y la elevación de la producción saudita en 1985, Washington se ha bañado en petróleo del Oriente Medio, artificialmente barato, dejando que se debilitase la industria propia. Esta imprevisión va a tener terribles consecuencias.

»La reacción americana al petróleo barato ha sido un aumento de la demanda, unas crecientes importaciones de crudo y de sus productos y una reducción en la producción del país, un cese total en las exploraciones, el cierre en masa de las refinerías y un aumento del desempleo mayor que en 1932. Aunque América empezase ahora con un programa de urgencia, una inversión masiva e incentivos federales a gran escala, se tardaría diez años en reunir el equipo humano, poner en funcionamiento la maquinaria, o fabricar otra nueva, y hacer todo el trabajo necesario para reducir nuestra actual dependencia total de Oriente Medio a las antiguas y tolerables proporciones. Hasta ahora, no hay indicios de que Washington pretenda fomentar el resurgimiento de la producción americana de petróleo.

«Existen tres razones para esto, todas ellas equivocadas:

»(a) El nuevo petróleo americano costaría veinte dólares el barril para encontrarlo, mientras que el petróleo saudita/kuwaití cuesta de diez a quince centavos el barril para su producción, y nosotros lo compramos a dieciséis dólares. Se presume que esto continuará eternamente. Y no es verdad.

»(b) Se tiene la convicción de que los árabes, y en especial los sauditas, seguirán comprando a los Estados Unidos cantidades astronómicas de armas, tecnología, artículos y servicios para su infraestructura social y de defensa, y de este modo continuarán, reciclando sus petrodólares con nosotros. Y no lo harán. Su infraestructura es virtualmente completa. Ni siquiera pueden pensar en cualquier otra cosa en qué gastar los dólares. Y sus recientes tratos (1986 y 1988) con Gran Bretaña para la compra del avión de caza Tornado nos ha situado en segundo lugar como proveedores de armas.

»(c) Se da por hecho que los reinos y sultanatos de Oriente Medio son buenos y fieles aliados que nunca se volverán contra nosotros ni elevarán de nuevo los precios, y que permanecerán para siempre en el poder. Con respecto a lo primero, el evidente chantaje que hicieron a América desde 1973 hasta 1985 demuestra dónde tienen puesto el corazón. Y, en una zona tan inestable como el Oriente Medio, cualquier régimen puede caer de la noche a la mañana».

Cyrus Miller miró el documento echando chispas. No le gustaba lo que leía; pero sabía que era verdad. Como productor nacional y refinador de crudo, había padecido cruelmente (así lo veía él) durante los pasados cuatro años, y todos los cabildeos de la industria del petróleo en Washington resultaron inútiles para persuadir al Congreso de que otorgara licencias de extracción en el Arctic National Wildlife Rauge de Alaska, la zona más prometedora para nuevas prospecciones. Odiaba a Washington y todo lo que allí se hacía.

Miró su reloj. Las cuatro y media. Apretó un botón de la consola de su mesa y, en el fondo de la habitación, se deslizó silenciosamente hacia un lado un panel de teca, descubriendo una pantalla de televisión en color de veintiséis pulgadas. Eligió el canal de noticias CNN y escuchó el titular del acontecimiento del día.

El avión número Uno de las Fuerzas Aéreas se cernía sobre la pista de aterrizaje de la Base Aérea de Andrews, en las afueras de Washington. Parecía suspendido en el aire, hasta que sus ruedas se posaron suavemente en el asfalto y volvió a encontrarse en suelo americano. Cuando frenó y giró su enorme masa en dirección a la pista de kilómetro y medio que conducía a los edificios del aeropuerto, la imagen fue sustituida por la cara del locuaz locutor que repetía la historia del discurso pronunciado por el presidente momentos antes de su partida de Moscú, hacía doce horas.

Como para confirmar la narración del locutor, el equipo de producción de CNN, aprovechando los diez minutos que tardaría el Boeing en detenerse, transmitió de nuevo, con subtítulos en inglés, el discurso que había hecho el presidente Cormack en ruso, los gritos de los vocingleros y entusiasmados milicianos y trabajadores del aeropuerto, y la imagen de Mijaíl Gorbachov estrechando al líder americano en un emocional y fuerte abrazo. Los ojos grises de Cyrus Miller no pestañearon, disimulando, incluso en la intimidad de su despacho, su odio por el patricio de Nueva Inglaterra que había subido inesperadamente al liderazgo y a la presidencia hacía doce meses y estaba ahora llevando la distensión con Rusia todavía más lejos de lo que Reagan se había atrevido a hacer. Cuando el presidente Cormack apareció en la puerta del avión de las Fuerzas Aéreas y sonaron las notas de Hail to the Chief, Miller pulsó despectivamente el botón de «off».

—Bastardo comunistoide —gruñó, y volvió al informe de Dixon.

«En realidad el plazo de veinte años para que se agote el petróleo en treinta de los cuarenta países del mundo que lo producen es irrelevante. La subida de precios empezará dentro de diez años o menos. Un reciente informe de la Universidad de Harvard predijo un precio de más de cincuenta dólares el barril (dólares de 1989) antes de 1999, en comparación con los actuales dieciséis dólares que cuesta ahora. El informe fue censurado; pero pecaba de optimismo. La perspectiva del efecto de estos precios sobre el público americano es aterradora. ¿Qué harán los americanos cuando les digan que tienen que pagar más de dos dólares por un bidón de cinco litros de gasolina? ¿Cómo reaccionará el agricultor cuando se le comunique que no puede alimentar sus cerdos, cosechar sus cereales ni siquiera calentar su casa en los crudos inviernos del norte? Nos enfrentaremos con una revolución social.

»Aunque Washington autorizase una revitalización masiva del esfuerzo de producción de petróleo en los Estados Unidos, las reservas seguirán estando reducidas a cubrir las necesidades de los próximos cinco años, al nivel actual de consumo. Europa se halla en una situación todavía peor; a excepción de la pequeña Noruega (uno de los diez países con reservas para más de treinta años, pero fundadas en una producción muy pequeña de petróleo en el mar), Europa tiene reservas para tres años. Los países de la cuenca del Pacífico dependen por completo del petróleo importado, y poseen grandes excedentes de divisas fuertes. ¿Resultado? Aparte de México, Venezuela y Libia, todos tendremos que buscar en la misma fuente de abastecimiento: los ocho productores de Oriente Medio.

»Irán, Irak, Abu Dhavi y la Zona Neutral tienen petróleo, pero hay dos que producen más que el resto de los ocho juntos: Arabia Saudita y el vecino Kuwait, y los sauditas serán la llave de la OPEP. Con ciento setenta mil millones de barriles de producción al año, o sea el veinticinco por ciento de la producción mundial de petróleo, que se elevará al cincuenta por ciento al agotarse una tras otra la producción de treinta y un países, y con más de cien años de reservas, los sauditas controlarán el precio del petróleo en el mundo y controlarán América.

»Con las previstas subidas del precio del petróleo, América tendrá que pagar, en 1995 cuatrocientos cincuenta millones de dólares al día, y todos ellos irán a parar a Arabia Saudita y a su vecino Kuwait. Lo cual quiere decir que es muy probable que los abastecedores de Oriente Medio sean los poseedores de las mismas industrias estadounidenses a las que están abasteciendo. América, a pesar de su progreso, de su tecnología, de su nivel de vida y de su potencia militar, dependerá económica, financiera, estratégica y políticamente, de una nación poco poblada, atrasada, seminómada, corrompida y caprichosa a la que no puede controlar».

Cyrus Miller cerró el informe, se echó atrás en su sillón y miró al techo. Si alguien hubiese tenido la desfachatez de decirle a la cara que olía a extrema derecha en el pensamiento político americano, lo habría negado con vehemencia. Aunque por tradición votaba siempre a los republicanos, nunca se había interesado mucho en la política, salvo en lo que afectaba a la industria del petróleo. Su partido político, tal como lo veía él, era el patriotismo. Miller amaba a su Estado adoptivo de Texas y a su país natal con una intensidad que a veces parecía sofocarle.

Lo que no había llegado a ver, a sus setenta y siete años, era que existía una América muy parecida a su propio concepto, una América blanca, anglosajona y protestante, de valores tradicionales y de vasto chovinismo. Y no era, según aseguraba al Todopoderoso durante sus varias plegarias diarias, que tuviese nada contra los judíos, los católicos, los hispanos o los negros. (¿Acaso no había ocho doncellas de habla española en su rancho mansión de Hill Country cerca de Austin, por no mencionar a varios negros que trabajaban en los jardines?) No. No tenía nada contra ellos, mientras supieran cuál era su lugar y se mantuviesen en él.

Ahora contemplaba el techo, tratando de recordar un nombre. El de un hombre a quien había conocido hacía un par de años en una convención de industriales del petróleo en Dallas, un hombre que le había dicho que vivía y trabajaba en Arabia Saudita. Sólo conversaron un rato; pero aquel individuo le había impresionado. Podía verle con los ojos de su mente; casi un metro ochenta de estatura, o sea un poquitín más bajo que Miller, robusto, tenso como un muelle, pero tranquilo, alerta, reflexivo; un hombre de enorme experiencia en Oriente Medio. Caminaba cojeando, apoyándose en un bastón con puño de plata, y tenía algo que ver con los ordenadores. Cuanto más pensaba en él, más cosas rememoraba. Estuvieron hablando de ordenadores, de los méritos de sus Honeywells, y aquel personaje se mostró partidario de los productos de IBM. Al cabo de unos minutos, Miller llamó a su personal de investigación y dictó sus recuerdos.

—Averigüen quién es —dijo imperativo.

En el litoral sur de España, la llamada Costa del Sol, se había hecho ya casi de noche. Aunque no era la estación del turismo, toda la zona costera, ciento cincuenta kilómetros de Málaga a Gibraltar, estaba iluminada por una resplandeciente cadena de luces en las montañas paralelas al mar que parecían como una culebra de fuego retorciéndose y serpenteando a través de Torremolinos, Mijas, Fuengirola, Marbella, Estepona, Puerto Duquesa, hasta La Línea y el Peñón. Los faros de los coches y los camiones centelleaban sin cesar en la carretera de Málaga a Cádiz, que discurría por tierras planas entre los montes y las playas.

En las estribaciones serranas próximas a la costa, cerca del extremo occidental, entre Estepona y Puerto Duquesa, están los viñedos del sur de Andalucía, los cuales no producen el jerez que se da más al oeste, sino un vino tinto fuerte y aromático. El centro de esta zona es la pequeña población de Manilva, a siete kilómetros y medio tierra adentro, y ya con una vista panorámica del mar hacia el sur. Manilva está rodeada de un enjambre de pueblos pequeños, poco más que caseríos, cuyos moradores labran las vertientes y cultivan las viñas. En uno de estos, Alcántara del Río, los hombres volvían de los campos, cansados y doloridos después de una larga jornada de trabajo. La vendimia había terminado hacía tiempo; pero era necesario podar las cepas y prepararlas para el invierno, una labor de la que se resentían la espalda y los brazos. Por eso, antes de dirigirse a sus desparramados hogares, la mayoría de los hombres se detenían en la única taberna del pueblo para tomar una copa y charlar un rato.

Alcántara del Río sólo podía presumir de su paz y su tranquilidad. Tenía una pequeña iglesia pintada de blanco a cargo de un decrépito sacerdote tan viejo como su función, que empleaba mucho tiempo en decir misa para las mujeres y los niños, lamentando que los miembros varones de aquel rebaño prefiriesen la taberna los domingos por la mañana. Los niños iban a la escuela de Manilva. Aparte de cuatro docenas de casitas enjalbegadas, había solamente el Bar Antonio, ahora lleno de viñadores. Algunos trabajaban para cooperativas con sede a kilómetros de distancia; otros poseían sus propios trozos de tierra, trabajaban de firme y se ganaban modestamente la vida, dependiendo de las cosechas y de los precios ofrecidos por los compradores de las ciudades.

El hombre alto entró el último, saludó con la cabeza a los demás y tomó asiento en su silla acostumbrada, en un rincón. Era bastante más alto que los otros, ágil, de unos cuarenta y cinco años, de cara angulosa y ojos alegres. Algunos campesinos le llamaban «señor»; pero Antonio, al atrafagarse con una jarra de vino y un vaso, se mostró más familiar.

—Buenas tardes, amigo. ¿Va todo bien?

—Hola, Tonio —dijo el hombrón con naturalidad—. Sí, va bien.

Se volvió al sonar una música en el televisor colocado en la parte alta. Iban a dar las noticias de la tarde en TVE y los hombres guardaron silencio para enterarse de las novedades del día. El locutor empezó describiendo brevemente la salida de Moscú del presidente Cormack de los Estados Unidos. Después, apareció la imagen de Voukovo y el presidente se colocó delante del micrófono y empezó a hablar. La televisión española no tenía subtítulos; pero una voz tradujo el discurso al español. Los hombres de la taberna escucharon atentos. Al terminar John Cormack y tender la mano a Gorbachov, la cámara (era de la BBC, transmitiendo para todas las estaciones europeas) enfocó a los trabajadores del aeropuerto que le aclamaban; después a los milicianos y por último a la tropa de la KGB. El locutor español volvió a la pantalla. Antonio se giró hacia el hombre alto.

—El señor Cormack es un buen hombre —dijo con una sonrisa al tiempo que daba unas palmadas de felicitación en la espalda a su parroquiano, como si éste tuviese algo que ver con el caballero de la Casa Blanca.

—Sí —asintió con aire reflexivo el hombre alto—, es un buen hombre.

Cyrus V. Miller no había nacido rico. Procedía de una familia pobre de agricultores de Colorado y, siendo un muchacho, vio cómo la pequeña propiedad de su padre era comprada por una compañía minera y devastada por su maquinaria. Llegó a la conclusión de que, si no se le podía vencer, era mejor pasarse al enemigo. El joven estudió en la Escuela de Minería de Denver y salió de ella, en 1933, con el título y con la misma ropa que llevaba al entrar. Durante sus estudios, el petróleo le había fascinado más que las ropas y por esto se dirigió hacia el sur, hacia Texas. Todavía corrían los tiempos de los prospectores en terreno desconocido, cuando las concesiones no eran obstaculizadas por la planificación y por las preocupaciones ecológicas.

En 1936, había descubierto una concesión barata abandonada por Texaco, y calculó que habían perforado en lugar equivocado. Persuadió a un hombre que trabajaba por su cuenta y tenía su propio equipo para que se uniese a él, y conquistó a un Banco para que le hiciese un préstamo a cambio de una participación en los beneficios. La casa suministradora del resto de equipo que necesitaba adquirió también derechos y, al cabo de tres meses, apareció el pozo, caudaloso. Entonces compró la participación del socio, alquiló su propio equipo y adquirió otras concesiones. Con el estallido de la guerra en 1941, aumentó al máximo la producción, y se hizo rico. Pero quería más, y del mismo modo que, en 1939, había visto venir la guerra, descubrió en 1944 algo que despertó su interés. Un británico llamado Frank Whittle había inventado un motor de avión sin hélice y posiblemente de enorme potencia. Se preguntó qué carburante empleaba.

En 1945, descubrió que Boeing/Lockheed había adquirido los derechos del motor a reacción de Whittle, y que su carburante no era gasolina de muchos octanos, sino un queroseno de baja graduación. Metió la mayor parte de sus fondos en una refinería de baja tecnología de California, y se dirigió a Boeing/ Lockheed, que justo en esos momentos se estaba cansando de la arrogancia condescendiente de las más importantes compañías petrolíferas en su búsqueda del nuevo carburante. Miller les ofreció sus instalaciones y juntos crearon el nuevo Aviation Turbine Fuel (AVTUR). La refinería de baja tecnología de Miller era precisamente el factor para producir AVTUR y, al salir las primeras muestras de la línea de producción, empezó la guerra de Corea. Con los cazas a reacción Sabre midiéndose con los Migs chinos, llegó la era del jet. Pan-Global entró en órbita y Miller volvió a Texas.

También se casó. Maybelle era bajita, en comparación con su marido, pero fue ella quien gobernó su hogar y le gobernó a él durante treinta años de matrimonio, y la adoraba. No tuvieron hijos (ella creía que era demasiado pequeña y delicada para tan dura prueba) y él lo aceptó, contento de poder satisfacer todos los deseos que podía imaginar su esposa. Cuando ésta murió, en 1980, se sintió absolutamente desconsolado. Entonces descubrió a Dios. No se refugió en ninguna religión organizada, sino solamente en Dios. Empezó a hablar al Todopoderoso y halló que el Señor le respondía, aconsejándole personalmente la mejor manera de aumentar su riqueza y de servir a Texas y a los Estados Unidos. Probablemente no advirtió que el consejo divino era siempre el que él deseaba oír y que el Creador compartía de buen grado su propio chovinismo, su fanatismo y sus prejuicios. Continuó evitando como siempre la imagen estereotipada del tejano, prefiriendo abstenerse del tabaco, beber con moderación y ser casto, conservador en el vestido y el lenguaje, siempre cortés y enemigo de las palabras gruesas.

Oyó el suave zumbido de su intercomunicador.

—El hombre cuyo nombre quería usted saber, Mr. Miller. Cuando usted lo conoció, trabajaba para IBM en Arabia Saudita. IBM confirma que tiene que ser él. Se despidió de la firma y ahora es asesor por cuenta propia. Se llama Easterhouse, coronel Robert Easterhouse.

—Localícenlo —dijo Miller—. Manden a buscarlo. No importa lo que cueste. Tráiganlo aquí.