La violencia impregnaba el ambiente.
Kul-Haziz la olía. Tenía el olor de las armas, del sudor de los hombres, de la sangre joven, de los viejos pecados.
Al olerla, el hombre entrecerró los ojos y miró hacia el norte por encima de los lomos de los animales que pacían. Igual que un millar de años atrás, el sol brillaba alto en el blanco firmamento. Su ojo veía lo que estaba sucediendo más allá de los despeñaderos, más allá de las llanuras, sobre los prados y las colinas, en la distancia. Aquel ojo veía lo que el hombre no podía ver. El solamente podía olerlo.
Los ojos de Kul-Haziz se fijaron en el amenazador horizonte. Empuñó su nudoso cayado y avanzó con paso cansino por entre los animales del rebaño, rozando con suavidad los flancos de las ovejas. Era un hombre que, con su esposa y su joven hijo, había ido siempre tras el aguacero, ya que el aguacero significaba nuevos pastos: la vida de sus animales. En el distante norte, hacia la ciudad de Hazor, distinguió la conjunción de oscuras formas que parecían nubes de lluvia.
Pero, no. No había olor a lluvia en el aire. Él la habría olido días antes. No, nada de lluvia. Sólo aquel olor a violencia, a furia.
Detrás de él, dentro de su tienda de piel de cabra, la esposa levantó la vista, apartándola del remiendo que tenía entre manos. Al otro lado de la ondeante y ligeramente inclinada llanura, su hijo había estado golpeando con su cayado el suelo para que los animales extraviados se reintegraran de nuevo al rebaño. Miró a su padre.
Kul-Haziz permanecía inmóvil como una piedra en la ladera. Se llevó una mano a los ojos a modo de visera para protegerse del sol. No sabía qué estaba sucediendo. Había oído contar historias a miembros de otras familias nómadas: la ira de Yavé ha caído sobre nosotros. Somos una raza condenada, decían aquéllos con sueltas lenguas. Yavé nos destruirá a todos por nuestras perversidades. Esto afirmaban los profetas pastores, los nómadas de los pastos y los reyes de las colinas. El corazón le latía con fuerza. Resonaba como alguien que pugnara por alcanzar un conocimiento.
Su hijo se unió a él avanzando por entre las ovejas. El chico asió la mano de su padre.
Hubo un centelleo semejante a un relámpago, pero que no era tal. Lejos, en la distancia, al norte, hacia la ciudad de Hazor. Fue una claridad brillante y azulada, cegadora, intensa y terrible. Kul-Haziz se tapó los ojos con la mano. Su hijo se aferró a él, ocultando el rostro. Detrás del hombre, la esposa profirió un grito y el ganado se dispersó por los alrededores. Kul-Haziz sintió el calor en su mano. Cuando se desvaneció, miró de nuevo y no vio nada. Su hijo había levantado la vista hacia él, formulando con los ojos una pregunta que el padre no podía contestar.
Y luego él lo vio. Sobre los alejados despeñaderos, más allá de las uniformes llanuras: los árboles se doblaban ante las arremetidas de un viento feroz, quebrándose y proyectándose por el aire al tiempo que se incendiaban sus ramas. Y las distantes tierras de pastos se ennegrecían, como si todo un ejército marchara sobre ellas, dejando Hazor atrás. El ejército de fuego avanzó por las llanuras inferiores, chamuscándolas. Los matorrales espinosos explotaban en llamas. El fuego abría surcos en las arenas.
Cuando el viento alcanzó a Kul-Haziz sobre la colina cubierta de hierba, se arremolinó alrededor de él, desgarrando sus andrajos, susurrándole los secretos al oído. Las ovejas balaban.
Un breve período transcurrió antes de que llegara el fuego. Éste había consumido Hazor y estaba devorando todos los seres vivientes en la ciudad. Kul-Haziz sabía que sus familiares sólo podrían respirar unas pocas veces más antes de que el cálido aire se poblara de devastadoras llamas blancas.
A su lado, su hijo inquirió:
—¿Padre?
Los profetas habían acertado en sus vaticinios. Sus calaveras y sus cayados habían escrito en el firmamento la llegada del fin. Todo había sido solamente cuestión de tiempo.
Kul-Haziz dijo:
—El gran dios Baal ya no existe.
Estaba inmóvil como una piedra.
Como una piedra ardiente.