Los perros estaban hambrientos. Lo único que podía hacer Zark era restallar su látigo en el centro del arremolinado grupo al echarse sus componentes sobre uno de los animales del tiro que se había herido una pata corriendo por las dentadas rocas. Los perros derribaron a su compañero herido mostrándole los dientes mientras Zark profería toda clase de maldiciones. Sólo el perro guía, incapaz de controlar a los hambrientos, se mantenía aparte, como mostrando desdén ante su canibalismo. El animal más débil había caído bajo el peso combinado de los otros, pero todavía protegía su garganta enseñando los colmillos. El grupo de animales, con las cuerdas enredadas en patas y cuellos, formaba un apretado círculo, aguardando su oportunidad. Finalmente, un vigoroso perro con pintas de color gris saltó sobre la caída víctima, seguido por otros dos que también se esforzaban por hincar los dientes en su yugular.
—¡Malditos seáis! —gritó Zark, azotándolos con su látigo—. ¡Fuera, fuera! ¡Retroceded!
Pero los animales tenían tanta hambre que encajaban aquel castigo sin importarles el dolor. Hubo un último gruñido del perro moribundo.
Baal reía.
—Ésta es la ley del mundo —comentó.
—¿Queda muy lejos el mar? —preguntó Michael.
Zark se encogió de hombros.
—A un par de horas. Quizá más. Si pierdo más perros no llegaremos nunca. ¡Diablos! Ni siquiera estoy seguro de que podamos emprender luego el regreso. Nuestros víveres se han acabado y no habrá forma de conseguir queroseno para la linterna. Tendremos que movernos en una oscuridad total, y eso es muy peligroso.
Virga se apoyaba en el trineo, combatiendo otra oleada de entumecido agotamiento. Su barba estaba cubierta de hielo y respiraba con dificultad, tan intenso era el frío. Horas antes, Zark le había dicho que presentaba en las mejillas las primeras manchas blancas de la congelación y, tentando su castigada carne, Virga sintió que crecían como fríos cánceres. Pero nada podía hacer. Notaba que sus pies, pese a los calcetines de piel de perro y sus kamiks, iban perdiendo la sensibilidad. Los dedos se le habían helado el día anterior. Sólo continuaba andando merced a una reserva de extraña fuerza de voluntad.
Tampoco Zark había escapado a la congelación. Se localizaba en sus mejillas y en el puente de la nariz. El hielo moteaba su barba. Iba encogiéndose como si envejeciera a cada paso que daba. Virga había intentado trabar conversación con él a fin de mantenerse despierto, pero Zark, al parecer, no quería hablar. Prefería guardar silencio, contestando a las palabras de Virga con un leve murmullo que desdeñaba toda comunicación.
Más allá de ellos, lejos, a la derecha y tras el amarillo rastro luminoso de la linterna, se apreciaban las dos oscuras figuras de Michael y Baal. Habían estado caminando en silencio; cualquiera hubiera dicho que durante horas, tal vez. Luego, Baal se volvió repentinamente hacia su acompañante y le dirigió un rosario de juramentos. Insultaba también con frecuencia a Virga y a Zark, recordándoles que pronto serían de él y asegurándoles que en cuanto hubiera terminado con Michael los haría pedazos; que cuando no dispusieran de la protección de éste serían incapaces de huir, por mucho que intentaran esconderse.
—¡Virga! —clamó de pronto Baal, dominando el ruido producido por los gruñidos de los perros—. ¡Tú! ¡Saco de mierda! Vas a morir aquí, ¿lo sabías? ¿Crees que no sé que estás congelándote lentamente? ¿De qué te servirá tu precioso dios cuando tu cuerpo sea un témpano de hielo? Contéstame.
—¡Cállate! —dijo Virga con voz débil, sin saber si Baal llegaría a oírle. Levantó la voz—. ¡Cállate!
—¡Virga! —dijo Baal desde el otro lado de la cortina de oscuridad que los separaba—. Reza a tu precioso dios. Pídele que te congele antes de que yo pueda vengarme. Ven aquí, conmigo, Virga. Yo te daré calor.
—Que Dios nos ayude —musitó Zark—. Hubiéramos debido matar a ese hombre hace mucho tiempo.
—¡Zark! —llamó Michael—. ¿Necesita que le ayude con los perros?
—No. Puedo cuidar de ellos.
Zark vio que los animales habían dado buena cuenta del cadáver de su víctima. Sacó del trineo el rifle y valiéndose de la culata los obligó a apartarse del perro muerto. Se agachó y arrojó lejos la destrozada masa de carne. Se movió con cierto esfuerzo entre los animales, atento a los desnudos colmillos de algunos o a los rabos levantados de otros, dedicándose con calma a poner en orden las cuerdas del tiro. El animal tuerto se tensó para enfrentarse con el resto de los perros, dispuesto a proteger a su amo, de ser necesario. En un momento, Zark desenredó todas las riendas y el grupo se halló en condiciones de continuar su viaje.
A medida que se acercaban a la costa, la tierra iba presentando elevaciones en forma de serpenteantes masas rocosas y de hielo. Unos imponentes macizos de piedra dotados de agudos filos se materializaron súbitamente en las sombras para obstaculizar su avance. Zark corrigió su curso, siguiendo una ruta menos accidentada aunque más larga, a fin de evitar que se hirieran sus animales. Gemía el fuerte viento proveniente del mar; comenzó revelándose alto, sobre sus cabezas, donde era como un chillido, y giró luego en explosivas circunvoluciones, para descender y azotar sus rostros. Virga se encogió, tratando de procurarse algún calor, pero aquello no sirvió de nada. Como ya anunciara Baal, iba helándose lentamente. Así hasta que le sorprendiera la muerte.
Avanzaron contra el viento, sobre una amplia banda de sucias rocas, para enfrentarse con una visión que a Virga le dejó sin aliento.
En equilibrio sobre el precipicio de un horizonte de hielos estaba la luna, enorme, del color de la sangre. Era un orificio de bala en una carne de ébano. El hielo reflejaba su brillante tono carmesí en los rostros de los hombres cubiertos de pieles. A lo largo de muchos kilómetros el terreno era liso y sangriento, brillante y distante como un extraño desierto.
Zark dijo por encima de su hombro:
—La bahía de Melville.
Michael asintió.
El mar no producía ningún sonido; allí no había olas que rompieran en las rocas; la espesa capa de hielo amortiguaba el sonido. Sólo era perceptible el viento, que rugía desde el Polo, azotando la bahía y arremolinándose en la costa rocosa antes de dirigirse al interior de Groenlandia.
—Quiero dar con un sitio que nos permita perforar el hielo —dijo Michael.
—¿Qué? —inquirió Zark, volviendo la cabeza—. ¿Es que quiere usted ir abriendo hoyos por ahí? ¡Santo Cristo!
—¿Qué espesor tiene el hielo?
—Varios metros. El de esta costa es como el hierro, excepto cuando el deshielo del verano.
—¿Disminuye su espesor más adelante?
—¡Diablos! —exclamó Zark—. Yo me avine a traerle a usted hasta aquí y no más allá. Nada de adentrarse en los hielos.
Michael hizo caso omiso de sus palabras.
—Busco un lugar de gran profundidad. Supongo que lo encontraré a un kilómetro de aquí o algo más.
A su lado, los ojos de Baal eran dos encendidas rendijas. Su mirada fue de Michael al cazador y de éste a aquél.
—Es posible —contestó Zark. Lanzó un juramento—. Alrededor de un kilómetro, tal vez.
—¿Quiere usted guiarnos?
Zark rió roncamente.
—¡Diablos! ¿Acaso puedo elegir?
Dio una voz a los perros dominando el rugido del viento, y éstos empezaron a tirar del desvencijado trineo, arrastrándolo sobre un último borde de tierra salpicada de rocas para alcanzar la tersa y helada superficie de la bahía.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Baal.
Michael callaba.
—¿Acaso un condenado no merece saber su destino?
Michael fijó la mirada en el rojo horizonte. La luna pendía ante él igual que un sol congelado.
—Eres un miserable —le dijo Baal, con voz apenas audible—. Te lo advierto. Dentro de poco no podrás emprender el regreso. Deja que me vaya mientras estás todavía a tiempo.
Baal aguardó la réplica del otro. Michael parecía no estar escuchándole.
—Estás pidiendo a gritos ser destruido de la peor manera —manifestó Baal—. Y ¿de qué servirá? De nada. Serás esparcido como polvo en las estrellas y… ¿para qué? Fíjate en esos dos. ¡Míralos! Son buenos ejemplos de lo que tú quieres salvar. Gente débil que se arrastra, que mendiga inmundicias, nada más. Uno es ya realmente un muerto que se mantiene en pie y el otro pronto correrá su misma suerte.
Michael volvió la cabeza ligeramente.
—Tú no puedes salvarte a ti mismo.
Los labios de Baal dejaron ver sus dientes en una parodia de sonrisa. Adelantó el rostro. Una saliva brillante rebosaba de su boca.
—¿Y a ti quién te salvará, Michael?
El viento aullaba al azotar sus rostros. Virga apenas podía avanzar contra sus ráfagas. Los perros se mostraban muy irritados después de haber dejado la tierra atrás. El látigo de Zark restallaba sobre sus cabezas; el perro guía, gañendo y gruñendo, intimidaba a los otros, forzándolos a mantenerse en movimiento.
El mar de hielo que tenían bajo sus pies era traidor. El hielo era peor que el cristal. Aparecía vetado de azul y blanco, con profundas tiras verdes. Con una mano en el trineo para tener un punto de apoyo, Virga sentía una vibración a través de las suelas de sus botas. Era el mar agitado bajo el hielo, con sus corrientes batiendo hacia delante y hacia atrás. Se preguntaba qué profundidad y qué fuerza tendría. Virga se sintió de pronto poseído por el temor de hundirse en cualquier momento y congelarse al instante en las aguas. Le temblaban las piernas; vacilaba. «Adelante —se dijo—. Da otro paso. Y otro. Otro más».
Caminando al otro lado del trineo, Zark lo detenía de vez en cuando para comprobar el hielo con su hacha. Nada más erguirse, continuaban su avance unos metros más, contra el viento, hasta que de nuevo el cazador se arrodillaba para apreciar el espesor del hielo.
Más allá de Michael, Baal estalló en un grito salvaje cuyo eco se repetía en torno a la cabeza de Virga como un remolino de viento. El chillido crecía en intensidad y volumen. Virga se encogió instintivamente para escapar a su terrible furia. Se perdía en la distancia; vibraba contra las lejanas montañas de hielo. Los perros se revolvían, giraban y gimoteaban.
—Os mataré a todos lentamente —dijo Baal con un ligero gruñido—. Poco a poco, muy poco a poco. Gritaréis pidiendo la muerte, pero eso dependerá de mí. Os prometo un siglo de dolor.
Zark se irguió. Pendía el hacha de uno de sus costados.
—Hasta aquí llego yo —manifestó—. Noto el mar bajo mis pies. Más adelante la corteza de hielo no soportaría el peso de mi trineo.
Michael se le acercó, tomó su hacha y se agachó al lado del trineo. Golpeó el hielo durante unos momentos y luego se levantó.
—¿Qué profundidad tiene el mar aquí?
—Que me aspen si lo sé. Hay bastante profundidad —comentó Zark.
—¿Y no podemos continuar avanzando?
—No. Es demasiado peligroso.
Michael se volvió y contempló la jaula todavía atada al trineo de Zark. Con un gesto de resignación devolvió el hacha al cazador diciendo:
—El agujero ha de ser lo bastante grande para que quepa esa jaula con su contenido. Usted empezará a hacerlo; yo lo terminaré.
Zark se acercó a la lona.
—¿Qué es esto?
Michael fue en silencio al trineo y comenzó a soltar las cuerdas, levantando ocasionalmente la vista para observar los brillantes ojos de Baal. Zark y Virga le ayudaron a desatar el bulto. Luego Virga dio unos pasos atrás respirando agitadamente a causa del esfuerzo realizado. Zark fue quien se ocupó de retirar la lona, que cortó con el hacha. Luego tiró de modo febril de la madera de dentro, y Michael le ayudó a pasarla por entre los dos lados, quedando así a la vista de todos un objeto de forma oblonga: un ataúd.
Pero más que un ataúd aquello era una simple cámara. Era oscura y austera, chapada con metal carente de adornos. No tenía inscripciones ni complicadas volutas. Aquello era tan sólo un negro y oscuro bulto destinado a contener un rabioso y terrible poder.
La risa de Baal les produjo un escalofrío. Su boca se dilató bajo unos ojos remisos; su lengua centelleó al humedecer los labios.
—Estás jugando conmigo, Michael.
—Nada de juegos —dijo el otro—. Tu destrucción total representaría también mi destrucción. Están ahí todavía tus discípulos, de los que es necesario ocuparse. Son entes demoníacos dentro de cuerpos humanos, portadores de tu enfermedad. Serás arrojado al mar y cubierto de hielo. Aquí tu alma espantosa permanecerá atrapada, incapaz ya de volver para encarnarse de nuevo con la semilla de Satanás. Ningún hombre podrá encontrarte; ningún hombre podrá liberarte.
Baal babeaba como un animal rabioso.
—¡Nadie podrá retenerme! ¡Demuestras ser un necio al figurarte otra cosa!
—Esto puede retenerte —dijo Michael—. Y te retendrá.
Después de quitarse un guante, colocó su mano derecha, inmóvil, con los dedos juntos, sobre la tapa del ataúd. Muy lentamente, fue desplazando el brazo hacia abajo. Virga sintió que se le erizaban los pelos de la nuca. Zark murmuró una maldición; sus ojos se veían dilatados y protuberantes.
La mano de Michael iba dejando un rastro azul eléctrico y al parecer sólido que se fundía con el metal. Brillaba con suficiente intensidad para hacer que Virga se tapara los ojos con una mano y retrocediese vacilante unos cuantos pasos. La mano descendía, describiendo una gruesa línea recta a lo largo del ataúd. Luego, llevó la mano al centro de la línea y la cruzó con otra. Allí, palpitando sobre la tapa metálica del ataúd, había un crucifijo azul eléctrico dibujado con la energía corporal de Michael.
Baal mantenía las manos ante su rostro; tintineaban sus cadenas. Lanzó un gruñido entre los rechinantes dientes.
—¡Hijo de puta! ¡Te mataré!
Pero algo marchaba mal. Virga lo percibió. Los ojos de Baal resplandecieron tras las manos. Michael dejó caer despacio su brazo y se volvió poco a poco para mirar al otro con los párpados entreabiertos.
Baal retrocedió, apartándose del brillante crucifijo azul.
—¡Te mataré por esto! —gritó—. ¡Os mataré a todos!
—Dios del cielo —susurró Zark. Su rostro, bañado en una luz azul era el de un hombre cansado y débil. Tenía oscuros semicírculos bajo los ojos—. Dios del cielo, ¡no es un hombre!
Michael tomó el hacha de la mano de Zark. Inclinándose, lo descargó con tremenda fuerza contra la corteza de hielo una y otra vez. Situado a su derecha, Baal profería maldiciones sin cesar; su voz ascendía y descendía de modo intermitente.
Varias planchas de hielo quedaron esparcidas en torno al trineo. Virga, observando el trabajo de Michael, sintió que se apoderaba de él un nuevo temor por el hecho de estar tan cerca de algo pavoroso e incomprensible. Vaciló al identificar el único posible eslabón existente entre Michael y Baal. La contestación estaba en la forma de un crucifijo azul confeccionado por una mano de carne. Virga pensó que tenía muchas cosas que preguntar, mucho que aprender. Y disponía de tan poco tiempo… Pensó durante un aterrador instante que allí, en aquella isla de hielo y estériles llanuras, se encontraba al borde de la locura.
El hacha se elevaba y caía una y otra vez. Zark estaba fascinado, confuso; sus labios se movían, pero su boca no producía ningún sonido. Y lejos de los otros hombres, los ojos de Baal brillaron durante una fracción de segundo, centellearon espantosamente rojos.
Michael, con salpicaduras del agua de un mar negro, agitado y fantasmal, visible merced al amplio agujero abierto en el hielo, se irguió en toda su altura. Soltó los cierres metálicos del ataúd y lo abrió, dejando a la vista el desnudo metal interior. Luego, miró a Baal.
—Ven aquí —le ordenó.
Baal gruñó.
—¡Eres un bastardo!
—¡Ven aquí!
La voz sobresaltó a Zark y a Virga. Fue algo así como el disparo de un arma de fuego, o un cañonazo, repetido por el eco interminable a través de la helada bahía.
Incluso Baal pareció temblar. Sin embargo, siguió negándose a obedecer.
Y de pronto los ojos de Michael comenzaron a cambiar, pasando del marrón oscuro al dorado con vetas de castaño. Otro instante más, el tiempo necesario para que Virga volviera a su respiración jadeante, y los ojos de Michael se tornaron dorados, helando y quemando a un tiempo. Zark lanzó un grito, se cubrió la cara con un brazo y retrocedió vacilante hacia los perros, que se mantenían encogidos. A Virga se le doblaron las piernas. Le latían fuertemente las sienes. Más y más y más.
—¡Ven aquí! —dijo Michael.
Tapándose los ojos, Baal rugió como un animal rabioso. Dio un paso atrás, confuso y cauto.
Michael lo alcanzó. Asiendo la cadena que colgaba entre sus muñecas lo tiró al suelo. Baal gimió a causa del dolor y empezó a arrastrarse en dirección al trineo, boca abajo.
—Arrástrate —ordenó Michael—. Arrástrate hasta el agujero, montón de cieno. ¡Arrástrate!
Baal se puso en pie tambaleándose, entre siseos y maldiciones. Y Michael lo derribó de nuevo, forzándole a permanecer boca abajo.
—En virtud del poder que se me ha concedido —dijo Michael—, te obligo a arrastrarte, como tú hiciste con otros, con seres inocentes, más débiles. La ciega y brutal fuerza de que habéis hecho gala tú y tu maestro me asquea. Habéis asesinado y quemado, violado y saqueado…
Baal alargó un brazo para aferrarse a Michael, y éste se desprendió de su mano violentamente.
—… atacáis al débil, al descuidado, al desvalido. Nunca al fuerte. —Los ojos de Michael centellearon—. Por voluntad de Jehová, tu negra alma quedará eternamente confinada.
Los dos hombres habían llegado hasta el abierto ataúd. Michael tiró de la cadena de las muñecas obligando a Baal a incorporarse. En los enrojecidos ojos de éste había una mirada feroz. Constituían una visión insoportable. Zark profirió de nuevo un grito y Virga se llevó las manos al rostro.
Michael golpeó a Baal en la mejilla con el dorso de la mano, haciéndole caer dentro del féretro.
Baal susurró con voz ronca:
—Mi maestro vencerá, a pesar de todo. Sobre la llanura de Megiddo. El dulce y perdido Megiddo.
Michael cerró la tapa del ataúd de un golpe. Mientras corría los cierres dio muestras de sentirse agotado por la confrontación. El destello azul iluminó unas oscuras sombras bajo sus ojos. Vacilaba al moverse cuando hizo una seña a los dos hombres solicitando su ayuda.
Los tres hicieron fuerza, hasta creer que se les iba a partir el espinazo. Lentamente el féretro avanzó sobre el borde del agujero practicado en el hielo y se inclinó sobre el mar. Dejaron de oírse los crujidos causados por el metal contra el hielo, y el ataúd fue escapándose de sus manos para terminar hundiéndose en las negras aguas. El crucifijo fue visible durante un tiempo, haciéndose cada vez más pequeño, hasta ser absorbido por la garganta de la bahía de Melville.
—Hemos llegado al fin —dijo Michael con una voz carente de tono. Se pasó una mano por la cara—. Estoy cansado. ¡Muy cansado!
—Ya se ha ido —susurró Virga—. Gracias a Dios.
Zark se había quedado observando el agujero, como dudando de lo que acababa de ver.
—¿Quién era? —preguntó con voz débil e indiferente.
—Alguien que no morirá nunca —respondió Michael—, pero que sólo esperará.
Zark miró a Michael. El hielo brillaba en su barba con un tono rojo, por efecto de aquella luna que era en el cielo igual que un orificio de bala. Haciendo un esfuerzo, se alejó de los dos hombres y se dedicó a calmar a sus perros y a comprobar si las cuerdas del tiro estaban enredadas.
—Deberíamos ponernos en camino —dijo al cabo de un momento—. Tenemos por delante un largo viaje.
—Sí —respondió Michael—. Es cierto.
Zark restalló su látigo sobre el tiro. Los perros, todavía nerviosos, comenzaron a moverse. El trineo avanzó unos centímetros. Virga introdujo las manos bajo sus pieles, buscando con el calor alguna energía para seguir adelante.
De nuevo con los ojos encendidos, Michael dio la vuelta al agujero del cielo, donde se arremolinaban las oscuras aguas.
Los perros tropezaban unos contra otros, enredándose en las cuerdas. El animal grande, tuerto y de negro pelaje, aulló atemorizado.
Virga miró a su alrededor. Al respirar sentía como si un cuchillo le desgarrara los pulmones. ¿Qué había sido aquello? Un ruido… ¿De dónde provenía? Junto a él, Zark se mantenía inmóvil; las manos apretadas, con los nudillos blancos, pendían a los lados.
Y otra vez volvieron a oír aquel ruido.
El ruido de la capa de hielo de un espesor de treinta centímetros que retumbaba al quebrarse.
Después, el crujido que se había iniciado en el borde del agujero fue acompañado del progresivo ensanchamiento del mismo, agrietándose en azules y verdes que se propagaron por la llanura de hielo en torno a ellos, dando lugar a algo semejante a las piezas de un rompecabezas.
Del mar agitado, se elevaba una nube de vapor que adoptaba fantasmales formas. El agua de la bahía de Melville se desbordaba del agujero con enloquecida y negra furia, mojándoles las botas. Virga adivinaba su violencia bajo la capa de hielo que les sustentaba. Hizo cuanto pudo para no perder el equilibrio ante la fuerza que soplaba contra la helada superficie amenazando con hacerla saltar.
—¿Qué diablos es esto? —gritó Zark, con una mano en el trineo y las piernas bien separadas para mantenerse firme.
Pero Michael no quería o no podía responder.
Una gran plancha de hielo se partió por la mitad con un tremendo ruido y el féretro surgió del agua moviéndose a sacudidas, una, dos veces. El ataúd, cuya tapa había sido arrancada, se inclinó de lado, se llenó de agua y volvió a hundirse.
A continuación el hielo explotó bajo los pies de los tres hombres y se elevó a su alrededor. Negras olas saltaron libremente. Las grietas se ampliaron hasta convertirse en boquetes y luego en simas. Los hombres lucharon para mantenerse en equilibrio sobre las cabeceantes plataformas de hielo batidas por el mar. Virga retrocedió con los brazos extendidos al no encontrar nada en que apoyarse y cayó de rodillas. El rifle que pendía de uno de sus hombros resbaló, girando sobre el hielo. Virga extendió un brazo para asirlo pero el arma desapareció por una de las grietas. Michael continuaba sobre una amplia plancha de hielo con los puños clavados en sus costados. Zark, colgado de su trineo, lanzó un interminable grito gutural.
Lo primero que vieron fueron los dedos.
Salían del agujero por el cual se había hundido el féretro.
Agarrándose al hielo, doblándose, los dedos desnudos precedieron en las negras aguas a la aparición de unos brazos, de unos hombros, de la parte superior de una cabeza. Y Virga, de rodillas, vio cómo la cara de Baal quebraba la superficie; vio los rojos reflejos de la luna en sus ojos; vio la boca que se dilataba en una ancha y silenciosa sonrisa, que anunciaba una espantosa venganza.
Entonces Virga supo a qué atenerse. Lo supo todo al oír el grito de Michael. Y con ello conoció también los primeros segundos de la muerte.
Michael se había retrasado demasiado. El poder de Baal se había duplicado, triplicado; podía vencer a la cruz. Él había permitido que lo llevasen a aquel lugar sabiendo que no tendrían ninguna posibilidad de huir. Allí él era el Mesías y ellos los desleales.
Baal, con el cuerpo envuelto en una nube de vapor, salió de las revueltas aguas y se plantó en el sólido hielo.
El hielo que sustentaba a Zark cedió, y a su alrededor se abrieron grandes fisuras. El hielo se partía produciendo el característico ruido de la madera al quebrarse. Los perros, revolviéndose y tratando de afirmarse y estar más seguros, tiraban de las cuerdas, retorciéndolas. El trineo volcó, quedando esparcido el equipo, y buena parte de él, incluida el arma de Zar, se deslizó describiendo giros junto a las piernas de Baal y cayó al mar.
Baal abrió la boca y emitió un penetrante chillido que amenazaba con romperle a Virga los tímpanos. Éste se tapó los oídos con ambas manos, encogiéndose.
El enorme perro tuerto de negra pelambrera saltó hacia la garganta de Baal. Sujeto a su rienda, el animal no llegó a su objetivo, y sus babeantes mandíbulas no hicieron más que absorber aire. Baal, cuya boca continuaba profiriendo el terrible grito de venganza, agarró al animal por el cuello y apretó con ambas manos. El perro se debatió inútilmente. Virga olió algo que se quemaba; el animal lanzó un gemido de agonía y Baal lo dejó caer de sus manos convertido en llamas. Los otros animales, al verse privados de su guía salieron corriendo, alocadamente impulsados por el terror, tirando del trineo volcado. La capa de hielo que los sustentaba se resquebrajó y, con un solo y horrendo quejido, el tiro se precipitó por la abertura con toda su pesada carga.
Alguien, un bulto de pieles, se estrelló contra Baal en el momento de desaparecer el equipo. Baal, con los ojos brillantes, retrocedió tambaleándose. Salió vapor de las yemas de sus dedos al asestar un golpe a su agresor, pero Zark lo esquivó.
Michael trató de alcanzar a Baal saltando de una a otra plataforma de hielo.
Zark asestó un golpe a Baal en pleno rostro, produciendo el mismo ruido que el hacha al hendir el hielo. Baal cayó de espaldas a dos pasos de distancia tan sólo, pero esta vez, al recuperarse, y después de encajar otro golpe, consiguió asir al cazador por el cuello. Lo levantó en peso, manteniéndolo a distancia con los brazos extendidos. Zark gritó; miró implorante a Virga antes de que sus pieles comenzaran a arder. Luego, fueron sus cabellos. Se convirtió en una masa de fuego, y el olor de la carne quemada se mezcló con el del vapor que salía del cuerpo de Baal. Pero Michael había llegado a su lado, y con el repentino desinterés de un niño que deja un juguete para concentrar su atención en otro, Baal arrojó el cuerpo a un lado. Con una mueca sarcástica, giró en redondo para enfrentarse con su adversario.
Una niebla roja había descendido ante Virga. «¡Muévete!». Él no podía moverse. «¡Muévete, viejo! ¡Muévete, viejo inútil! ¡Muévete!».
Cuando por fin se movió lo hizo con una angustiosa lentitud. Tenía los músculos entumecidos. Buscó a su alrededor algo que pudiera servirle de arma. Algo, una dentada masa de hielo, cualquier cosa.
—¡Dios mío! —gritó—. ¡Ayúdame, ayúdame, ayúdame!
A pocos metros, las manos de Baal quemaban la garganta de Michael, quien se resistía débilmente con los ojos extraviados, vencido.
Y luego Virga vio la pistola de señales y los cartuchos que habían quedado esparcidos al volcarse el trineo. Estaba todo detrás de Baal. No se le ofrecía otra opción que pasar junto a él. Virga se desplazó con lentitud para no perder el equilibrio, y echó a correr después hacia las dos figuras que tenía delante.
La cabeza de Baal giró bruscamente.
Sus ojos relampaguearon. Miró a su alrededor, hacia donde estaba el arma. Virga comprendió que Baal se había dado cuenta ya de lo que intentaba hacer. Baal soltó a Michael, revolviéndose con las manos extendidas para destruir a Virga como había hecho con Zark.
En el último segundo, a unos centímetros de los ansiosos dedos de Baal, Virga se tiró boca abajo y se deslizó por debajo de la garra de aquella cosa que caminaba como un hombre. Fue resbalando sobre el hielo siempre con la mano sana extendida para asir el arma. Al alcanzarla tomó un cartucho y se volvió para evitar un ataque por la espalda.
Baal ya casi estaba sobre él, con los labios entreabiertos, enseñando los dientes. Sus ojos eran unos charcos sin fondo dotados de una energía holocáustica. El vapor giraba ascendiendo alrededor de las enrojecidas yemas de sus dedos.
Virga, desesperado, golpeó el arma contra el hielo para abrir su cargador.
Baal se le estaba acercando.
Virga cargó el arma.
Baal emitió un gruñido y alargó los brazos.
Virga giró con el dedo en el gatillo y vio las yemas de los dedos de Baal a unos centímetros de distancia. Un grito anhelante de sangre vibró en la garganta de Baal.
Y Virga le disparó a quemarropa, a la cara.
La llamarada explotó en una masa de roja y amarilla incandescencia, alumbrando la cara y los cabellos de Baal. Sus ropas se incendiaron y él se irguió sobre Virga con los brazos extendidos. Era tan sólo un estallido de llamas con forma humana. Baal sonreía con desprecio.
Salía fuego de sus negros y chamuscados labios, y bramó ante la perspectiva de lo que vendría después. Sin embargo, siguió tratando de alcanzar la garganta de Virga. Éste abrió la boca para proclamar su impotencia, sabedor de que ya no le sería posible volver a cargar su arma.
Pero hubo un confuso movimiento a la izquierda de Baal, y unos dedos se ciñeron en torno a su cuello. Michael se había recobrado. Ambos forcejearon en silencio como dos animales, y Baal logró aferrarse a su vez al cuello de Michael mientras avanzaban y retrocedían tambaleándose sobre el inseguro hielo.
Algo como la electricidad, blanco bordeado de azul, parecía saltar en forma de chispas entre los combatientes. Las dos figuras, todavía empeñadas en feroz lucha, se veían perfiladas por una claridad que crecía en intensidad, palpitando, palpitando como un enorme corazón.
Después hubo una explosión, como si hubiera llegado el fin del mundo.
La explosión levantó a Virga y lo arrojó a más de treinta metros de distancia. Agarrado a fragmentos de hielo, sintió aún que el terrible trueno le desgarraba los tímpanos, en tanto que las olas se estrellaban contra él una y otra vez. Se aferró al hielo hasta que sus dedos quedaron ensangrentados. A su alrededor no había más que el blanco de los hielos que emergían y se zambullían, y el negro de las inquietas aguas. El ruido de la explosión no se desvanecía; tuvo su eco en la distante costa y regresó con toda su fuerza. Virga gritó. Grandes trozos de hielo se precipitaban y chocaban entre sí a su alrededor, algunos de ellos le golpeaban y se desviaban después. Virga hacía ímprobos esfuerzos para no perder el conocimiento.
Lentamente, el sonido de la explosión murió. El mar volvió a mantenerse dentro de sus límites. A través de la quebrada extensión, las enormes masas de hielo parecían gruñir al chocar unas con otras. Después sólo se oyó el silbido del fuerte viento y el rumor del mar sometido a sus mareas a mucha distancia de la superficie.
Al cabo de un rato, Virga, mojado y helado, se levantó haciendo un gran esfuerzo. La capa de hielo estaba quebrada en toda su extensión, hasta el horizonte. Habían aparecido agujeros de irregulares bordes, como fauces abiertas. En el más grande, el del centro de la explosión, no había fragmentos de hielo. Virga tentó con sus dedos insensibles las quemaduras de su rostro y comprendió, con un repentino y extraño arranque de humor, que había perdido las cejas y la barba. No había cadáveres. El doctor creía haber visto un instante antes de la explosión a Baal y Michael en el momento de ser simplemente barridos. El cuerpo de Zark tal vez se había perdido en la bahía. «Da igual», pensó Virga, estremeciéndose a causa del penetrante frío. «También yo seré pronto un cadáver».
Se tendió de espaldas, a la espera de algo, con los ojos cerrados. ¿Qué era lo que había oído decir acerca de la muerte por congelación? ¿Que llegaba como llega el sueño? ¿Que a punto ya de morir uno siente mucho calor? Quizá. Sintió que todo se cerraba en torno a él. Eran muchas las preguntas que hubiera deseado hacer. Esperaba conocer muy pronto las respuestas. El viento sopló sobre él, silbando junto a su cabeza, y acogió con agrado los primeros signos de la muerte.
«Los discípulos de Baal».
Virga esperaba, inmovilizándose con sus últimas fuerzas antes de deslizarse hacia abajo y desaparecer. Alguien había hablado, susurrándole unas palabras al oído, pero no identificó la voz.
«Los discípulos de Baal».
«Quedan más —se dijo Virga—. Baal ya no existe, pero quedan ellos para manifestarse como hombres, para propagar la contaminación y la brutalidad, la blasfemia y la guerra. Ellos confían en negarle al hombre su mente, en robarle sus procesos reflexivos y en desposeerle de su oportunidad final. Baal ya no está aquí, pero quedan ellos».
Algo atormentaba su cerebro. Tuvo visiones de crímenes, de peleas entre bandas callejeras, de aviones de guerra zumbando sobre llanuras en las que los miembros de distintos ejércitos luchaban cuerpo a cuerpo, de explosiones que producían los fatídicos hongos nucleares, de cuerpos reventados, de los rugidos del viento soplando sobre las derrumbadas torres urbanas. Muy lentamente ascendió desde las cálidas profundidades, regresando al frío borde de la vida. Oyó por fin un ruido que dominaba el silbido del viento. Algo se movía por encima de él, produciendo un tableteo familiar.
Abrió los ojos y éstos se le llenaron de lágrimas.
Era un helicóptero. Llevaba pintada una bandera danesa sobre el metal gris de la parte inferior. Dos hombres enfundados en espesas pieles asomaron por una de las portezuelas laterales y le miraron. Uno de ellos se llevó a los labios un megáfono y le habló en danés.
Como Virga no hiciera ningún movimiento ni replicara, el hombre le habló de nuevo, esta vez en inglés:
—Somos la Patrulla del Hielo. Levante una mano a modo de señal. Vamos a arriar una cuerda salvavidas.
Virga entornó los ojos, manteniéndose inmóvil. Se sentía extenuado, inútil, un ser privado de toda sustancia, un desecho. Temía no ser capaz de moverse y, consciente de su temor, comprendió que deseaba desesperadamente hacer aquella señal. Quería aferrarse a la vida.
Alguien, en un susurro, muy cerca de su oído, dijo:
«Los discípulos de Baal».
Y Virga levantó un brazo.