27

Zark se enrolló el látigo en torno a la mano. Después, fijó la mirada en Michael.

—¿Qué es lo que dijo usted?

—Dije —replicó el otro hombre— que no vamos a regresar a Avatik.

—¿Adónde iremos entonces?

—Hacia el mar. Quiero que nos lleve usted al mar helado.

—¿Qué? —inquirió Zark—. Necesitaremos dos días por lo menos para llegar a la costa. Yo no deseo viajar con ese hombre.

—No tenga miedo —replicó Michael—. No tiene por qué temer nada en tanto haga lo que yo le diga.

—¿Por qué hemos de dirigirnos hacia el mar? —quiso saber Virga.

—Porque eso se acomoda a mis fines. Esto es todo lo que le diré.

Más allá de Michael, Baal les observaba cuando no contemplaba con mirada feroz el mundo helado en que se movían.

Había todavía un gesto de vacilación en el rostro de Zark, impregnado de hielo. Movió la cabeza, dubitativo.

—Esto no lo entiendo. No comprendo a ese tal Baal ni a usted tampoco.

—Usted no tiene por qué comprender nada. Limítese a confiar en mí y a hacer lo que yo le diga.

Michael sostuvo la mirada de Zark durante unos segundos. Luego, el cazador asintió y dijo:

—De acuerdo, ¡maldita sea! El mar… Lleguemos sólo a la costa y no a los hielos. ¿Por qué no matar a ese hombre aquí y ahora?

Michael no respondió. No hizo más que darle la espalda y acercarse a Baal como para servirle de escudo frente a los otros.

Zark profirió una maldición y restalló el látigo sobre las cabezas de los perros. Éstos echaron a andar, tirando con muchos esfuerzos del trineo, que tenía uno de los patines dañado. Virga vio que el trineo iba dejando a su paso un profundo e irregular surco.

—Esto no me gusta nada —dijo Zark a Virga—. Deberíamos dar muerte a ese hombre y abandonar su cuerpo aquí. Merece morir.

Virga no le contestó. Era presa de la confusión y la inseguridad. Al enfrentarse por fin con Baal, no estaba seguro de que Michael pudiera controlarlo. Aquella repentina sensación de pánico que experimentara al posar Baal su mirada en él todavía le producía cierto dolor en la boca del estómago. Nunca dejaría de ver ya aquellos terribles ojos enrojecidos. Ni siquiera podía aventurar una hipótesis que explicara el deseo de Michael de llegar al mar. No lograba desechar la impresión de que el poder de Baal estaba siempre a punto de manifestarse salvajemente libre, para volverse contra ellos y dejarlos reducidos a cenizas. Y en tal situación ni Michael podría ayudarles. Sintió un escalofrío a pesar de que el sudor provocado por el miedo le quemaba la cara. Se sentía solo y desvalido, arrancado de su vida en la universidad, condenado a no volver a ser jamás quien había sido. Había muchas preguntas que quería formular, cuestiones que se arremolinaban en su cabeza y que le producían una gran vacilación…

—¡Tú eres un hijo de puta! —gritaba Baal, dirigiéndose a Michael mientras caminaba a la derecha del renqueante trineo.

Virga clavó la barbilla en el pecho, asiéndose al trineo en busca de apoyo y esforzándose por cerrar su mente a las obscenidades que salían de la boca de Baal. No sólo no cesó éste en sus insultos sino que fue haciéndolos más incisivos y vulgares. Baal gritaba junto al oído de Michael, y Virga se preguntó cómo podía resistirlo. Después, la voz de Baal cambió de tono, pasó de ser un grito ronco a convertirse en un penetrante chillido, como el de un niño pequeño:

—¡Hijo de puta! ¡Te mataré! ¡Te pudrirás antes de que me destruyas!

A continuación, increíblemente, se oyó la voz de una joven. Virga volvió la cabeza y Zark hizo un esfuerzo por mantener su atención concentrada en la llanura helada que tenían delante:

—¡Tus ojos se desprenderán de sus cuencas, hijo de puta! ¡Mandaré que te quedes ciego! ¡Maldito seas! ¡Maldito seas!

Virga se tapó los oídos con ambas manos. Zark giró en redondo.

—¡Cállate ya! ¡Cállate!

Y entonces aquellas voces, que eran la voz de Baal, callaron. La risa que percibieron flotando sobre el hielo era ligera y perezosa, de inflexión satisfecha, complacida, como si proviniera de un hombre que acabara de ganar una partida de ajedrez.

Los perros tiraban de las riendas; el trineo arrastraba hielo. En su marcha, Virga percibía el siseo de los patines en la nieve, el golpeteo contra los salientes rocosos, el siseo, el golpeteo, el siseo, el golpeteo… Así hasta que su cabeza comenzó a latir al compás de aquellos sonidos alternantes. Pudo distinguir ante ellos una masa de nieve, una lisa llanura de hielo, rocas del tamaño de un puño y otras de afiladas aristas, capaces de desgarrar las patas de los perros. Lo veía todo sin abrir los ojos, sólo escuchando los ruidos producidos por los patines del trineo. En una ocasión comprobó las habilidades que había desarrollado recientemente al quedarse dormido mientras caminaba. Al abrir los ojos, de pronto, su mirada se orientó hacia la derecha, hacia Baal. Haciendo un esfuerzo, apartó la vista de él; sus nervios proclamaban agudamente su alarma, y otra vez el sudor se le heló en las cejas.

Virga tropezó con algo y cayó al suelo, entonces Zark detuvo el trineo. Ayudó al doctor a levantarse y le dijo a Michael:

—Tenemos que descansar. La fatiga nos matará.

Michael consideró sus palabras. Al cabo de unos momentos, respondió:

—Muy bien. Descansaremos aquí.

Zark montó la tienda de pieles de oso y franqueó la abertura. Virga, con las articulaciones palpitantes y el rostro convertido en una máscara de dolor a causa del frío le siguió. Se tendió junto a una de las paredes. Su respiración se había convertido en un continuo y ronco jadeo. Fuera, los perros aullaban cuando Baal y Michael entraron en la tienda. Michael fue el primero en pasar y esperó a que Baal le imitara arrastrándose. Luego se sentó entre Baal y los otros.

Zark abrió el paquete de carne de morsa y cortó un trozo para Virga, quien lo desgarró con rabia. Ofreció un pedazo a Michael, que éste rechazó, y finalmente cortó otro trozo para él, procediendo a envolver el resto. Zark sacó su pipa y la encendió, apoyándose en la firme pared de la tienda, tras lo cual cerró los ojos y se dedicó a fumar.

Virga se encogió buscando más calor e inclinó la cabeza.

Michael no intentó conciliar el sueño. La mirada de Baal le quemaba la nuca. Permaneció sentado con las piernas cruzadas viendo cómo los dos hombres, extenuados, se quedaban profundamente dormidos.

Y de pronto la tienda se llenó de un terrible y creciente grito que a Michael le erizó la piel. Con los ojos inyectados en sangre, Virga se incorporó con gran esfuerzo, porque creía haber oído a Naughton chillando en las sombras de un maloliente vestíbulo. Zark abrió los ojos y tras un instante de confusión asió su rifle y se deslizó a toda prisa por la abertura de la tienda entre una nube de nieve polvo.

Virga sacudió la cabeza al descubrir dónde se encontraba. En la tienda se notaba el olor de una rancia respiración. Baal reía en silencio en su rincón mostrando los dientes y sus ojos como brasas.

Al cabo de unos segundos, Zark entró precipitadamente en la tienda, con los ojos bordeados de blanco y la barba sucia, impregnada de trocitos de hielo.

—¡Había un oso ahí fuera! —exclamó—. ¡Lo oí! Que me aspen si no conseguí… —El hombre calló al oír la risa burlona, y su rostro se encendió por efecto de la rabia que sentía—. ¡Eres un hijo de puta, tú! —gritó intentando llegar hasta Baal pese a que Michael se interponía entre los dos—. ¡Te mataré!

Michael asió a Zark por un brazo.

La risa dejó de oírse.

—Tócame —dijo Baal—. Adelante. Adelante.

—Siéntese —ordenó Michael.

—Lo mataré. —El aire expulsado por la nariz y la boca de Zark se revelaba en unas nubecillas—. ¡Juro que lo mataré!

—Siéntese —repitió Michael con voz grave.

Apretó aún con más fuerza el brazo del cazador y los ojos de éste fueron aclarándose poco a poco.

Zark se derrumbó contra la pared y se quedó inmóvil.

—No podrás dormir —susurró Baal—. Si intentas hacerlo, volverá a ocurrir lo mismo. Y pronto se te dispararán los nervios y saltarás al compás de mi respiración. Adelante. —Baal sonrió al mirar a los demás—. Cierra los ojos.

En la mente de Virga, adormecida por el frío, estaba todavía la imagen de Naughton, tendido boca arriba en una habitación llena de basura, susurrando algo, susurrando…

—Matadlo ahora —musitó Zark—. Ahora.

¿Qué era aquello? ¿Qué había dicho? ¿Qué había dicho?

—No hay más que un camino. ¡Tú! ¡Esquimal! No, no mires a otro lado. Te necesito. Tú y yo juntos abandonaremos este lugar… Dejaremos a éstos aquí y regresaremos a Avatik. Te permitiré que duermas una vez nos hayamos alejado de ellos. Escúchame —siseó Baal—. ¡Escúchame!

Michael alargó un brazo y su mano se aferró con fuerza al poderoso hombro del cazador.

—No se mueva de donde está —le dijo con calma.

—No puedes continuar sin dormir. Nunca lograrás llegar al mar. Caerás muerto en el camino.

Virga temblaba. Vio la boca de Naughton abriéndose, abriéndose, abriéndose… «Venganza», susurró en el cerebro de Virga.

—Venganza —dijo Virga.

Michael lo miró. Sus ojos eran inexpresivos, indiferentes. Baal guardaba silencio.

—¿Qué ha querido decir? —inquirió Virga—. Fue algo que usted y Naughton me dijeron cuando pregunté cuál era el objetivo de Baal. Usted pronunció la palabra «venganza».

—¿Naughton? —dijo Baal en un susurro desde su rincón—. ¿Encontró usted a Naughton? ¡Un bastardo! ¡Un perro traidor! ¡Hubiéramos debido sacarle los ojos y arrancarle la lengua antes de abandonarlo para que muriera!

—Pero no lo hicisteis —comentó Michael. Dirigiéndose a Virga, añadió—: Sí, eso fue lo que dije. Ésa es la verdad.

—Su verdad, quizá. Pero es incomprensible para mí. Y hay aquí cosas tan poco comprensibles que temo acabar perdiendo el juicio.

—Deberíamos matar a ese hombre aquí y ahora —dijo Zark.

El hombre musitó roncamente unas palabras.

—Le dije desde el principio —manifestó Michael, dirigiéndose a Virga— que habría cosas en todo esto que usted sería incapaz de entender.

—Yo quiero saber. Tengo que saberlo —contestó Virga.

—Pues entonces sepa primero que no puede regresar; no podrá ser nunca lo que en otro tiempo fue. Usted oscilará entre la vida en la muerte y la muerte en la vida. Y si se decide a hablar nadie le escuchará; será considerado un perturbado.

—Ahora ya no me es posible volver —declaró Virga.

Michael hizo una pausa, buscando los ojos del doctor implacablemente. A sus espaldas, Baal respiraba como una bestia en celo.

—Usted escuchará lo que voy a decir —señaló Michael—, pero no lo oirá. Todo quedará más allá de su capacidad de comprensión. ¿Cree en Jehová?

La pregunta sobresaltó a Virga.

—Sí, desde luego —contestó.

—Entonces, ¿cree también en Satanás?

—Sí… —contestó Virga con menos seguridad.

—Los grandes poderes. La luz y las tinieblas. Uno es paciente y tolerante, el otro es temerario y cruel; pero ambos son guerreros. Entre ellos hay una mezcla de los elementos, el Todo. La perfección está en la combinación del mal y el bien. ¿Lo comprende? Sin uno el otro no podría existir… Ésa es una ley. Y en equilibrio sobre tal Ley del Todo está el cosmos; inclinar la balanza del poder conduce al caos y la locura. Llegaríamos a lo que usted ve que sucede en este momento.

—¡Perro! —susurró Baal.

—Satanás no ha sido nunca un poder secundario; es la oscuridad igualatoria para la luz de Jehová. En el principio, el cosmos fue creado por Jehová y Satanás. El cosmos era, y es, una combinación de energía celestial y demoníaca. Sus ascendientes eran parte de esa energía. Usted es parte de esa energía. Baal es parte de esa energía.

—El dios pagano del cual este ser ha tomado el nombre —dijo Virga.

Baal rió con calma, arrancando de su garganta un rugido.

—No —contestó Michael—. Lo que usted está viendo es un cuerpo humano, pero el ser en sí mismo es una masa informe de energía. Él es Baal, y adopta una forma para hacerse visualmente aceptable ante aquellos que quiere someter a su influencia.

Virga permanecía inmóvil. A su lado, Zark había cerrado los ojos y respiraba roncamente.

—La luz y la oscuridad no siempre fueron enemigos. Como ya dije, Satanás es temerario. A él lo único que le interesa es la acumulación de poder. Si la Ley del Todo es destruida, él resulta destruido también, pero al igual que un perro baboso sólo vive para el momento. En el principio, la creación reconocía sólo al dios de la luz y al dios de la oscuridad, por igual. Pero Satanás vio ventajas en el incremento de su fuerza por medio del uso de demonios como dioses paganos. Baal fue uno de los más triunfantes; era ya fuerte y estaba dotado de una irrazonable ansia de poder y grandeza. Bajo la influencia de Satanás, Baal se convirtió en una deidad cananea que estimulaba el sacrificio de niños, la sodomía, la prostitución y el sacrilegio del templo. Satanás se sentía complacido con el resultado; apremiaba más y más a sus demonios para que se proclamaran dioses ante una creación confusa y atormentada. Era la única manera de que Satanás pudiera acumular más poder que Jehová. Todas estas cosas soportó Jehová, hasta que Satanás comenzó a influir en los hebreos, los escogidos de Jehová, induciéndolos a que se entregaran a la brujería negra y de las tinieblas. El equilibrio fue alterado. A modo de ejemplo, Él se volvió hacia Baal, el de mayores triunfos en la vanguardia de Satanás, y con la ayuda de los israelitas llevó a Canaán al campo de batalla. Su cólera fue grande; ordenó a Sus ejércitos celestiales incendiar las ciudades pervertidas, reduciéndolas a cenizas, y hacer de la tierra una roca viva donde no creciera nada. Los ídolos y templos de Baal fueron destruidos; aquellos que habían adorado al ser demoníaco fueron borrados de la faz de la tierra. Baal era una combinación de ambos poderes, la luz y la oscuridad, pero traicionó a uno y buscó refugio en el otro.

—Mentiras —siseó la figura que Michael tenía detrás—. Mentiras.

—El daño estaba hecho. Satanás había probado la sangre. Y así empezó entonces la batalla que determinaría la continuación o la destrucción de la Ley del Todo. Aquélla está en un momento culminante aquí y ahora. Satanás utiliza a Baal para provocar estragos en la creación; Baal busca su venganza, la destrucción de los israelitas, quienes destruyeron su reino de Canaán. Antes de este momento, él ha existido adoptando muchas formas. Y en cada encarnación da un paso adelante en la realización de su objetivo y el objetivo de su maestro. Baal es un dios loco, poseído por las fuerzas de las tinieblas.

Virga estaba temblando. Se daba cuenta de ello, pero no podía evitarlo. Trató de concentrarse en suprimir sus temblores.

—Baal es un hombre… —dijo, vacilante—. Es sólo un hombre…

—Interprételo como quiera —contestó Michael blandamente—. Usted preguntó, yo contesté.

—Soltadme —dijo Baal con una voz infantil.

—Debemos continuar la marcha. ¿Puede usted seguir adelante? —inquirió Michael mirando a Virga.

Al lado de Virga, Zark había abierto los ojos y se frotaba el cuello y los hombros tratando de estimular su circulación.

—No sé, no sé… Estoy tan cansado…

—No le estoy preguntando eso. ¿Puede seguir adelante?

—Ellos no pueden continuar la marcha, Michael —dijo Baal—. Renuncia. Soltadme. Únete a mí.

Michael miró al cazador.

—¿Puede usted viajar aún?

Zark se frotó las manos. Su mirada pasó de Michael a Virga y de éste al primero nuevamente.

—Sí —respondió.

—Bien. ¿Doctor Virga?

Éste no sabía a qué atenerse. Respiraba con dificultad.

—Estoy muy cansado —respondió.

—Se lo advertí. ¿Recuerda que se lo advertí? —dijo Michael—. Tenemos que llegar a la costa tan pronto como sea posible. Debe elegir entre dos opciones. Si no continúa con nosotros, lo dejaremos aquí.

Virga levantó la vista, sobresaltado ante aquel ultimátum. Se pasó las manos por el rostro.

—No puedo elegir. Continuaré con todos.

Michael asintió.

—Conforme. Baal y yo seremos los primeros en salir de la tienda. Luego nos seguirán usted y Zark.

Una vez desmontada y debidamente atada, la tienda se instaló en el trineo. Los perros, encogidos, formando apretadas pelotas para protegerse del frío, frieron apremiados por el insistente látigo de Zark para que se levantaran. Los animales tiraron de sus cuerdas; éstas, al tensarse, proyectaron al aire fragmentos de hielo, y el trineo inició de nuevo su accidentado viaje a través del desolado paisaje helado. Avanzaban como lo hicieran antes. Zark y Virga cerca del trineo, y Michael junto a Baal, a la derecha y alejados. El frío seguía haciendo estragos en la cara de Virga. No servía de nada mantenerle alerta; al contrario, esto agravaba su cansancio, de modo que pronto volvió a avanzar de nuevo con la barbilla apoyada en el pecho. Vacilaba; ni siquiera sabía dónde estaba.

Momentos —u horas— más tarde, alguien susurró:

—Virga.

Él sacudió la cabeza. Estaba soñando. En la nieve, sus botas sonaban como un continuo e inalterable tabaleo. Se mantenía entre el sueño y la vigilia, temeroso de ambos estados.

—Virga —susurró alguien.

Abrió los ojos.

Zark estaba ante el trineo; sus anchas espaldas cubiertas con las pieles le hacían asemejarse a un oso. Los perros avanzaban a su paso rítmico, levantando pequeños torbellinos de hielo bajo sus patas. Lentamente, Virga volvió la cabeza hacia la derecha, en dirección a los dos hombres que caminaban en las sombras, más allá. No podía distinguir sus rostros. Entrecerró los ojos y aguzó la mirada.

Los ojos de Baal brillaban con fiereza sobre el hombro de Michael. El otro hombre no se había dado cuenta. Virga se vio a sí mismo cayendo al vacío.

Los rojos ojos, como terribles balizas iluminadas, centellearon.

—James —dijo ella—. James.

—¿Qué es eso? —inquirió él.

Sin embargo conocía aquella voz, y le causaba el mismo ahogo que si estuviera amordazado por algo que se le hubiese alojado en la garganta. Su corazón latía con violenta intensidad. «Quiero oír tu voz —le dijo a ella—. Quiero oír tu voz».

—James —repitió ella, si bien su voz había adquirido un tono de súplica que casi le mató. Afloraron las lágrimas a sus ojos y Virga se las secó antes de que se helaran—. Estoy aquí, a tu lado. ¿Es que no puedes verme?

—No —susurró el doctor—. No puedo.

—Te necesito, James. No quiero regresar.

—¿Regresar? ¿Regresar adónde?

—Donde estuve —replicó ella casi sollozando—. Un sitio terrible, frió, de paredes grisáceas. No entiendo esto, James. No me acuerdo de haber caído. Sí recuerdo un hospital y unas personas de pie, mirándome. Luego, nada más. Todo se desvaneció… Todo se volvió gris, como las paredes de aquel lugar. No puedo regresar. Por favor. No me hagas regresar.

Él se esforzó por ver en la distancia, pero no distinguía nada. No podía verla. El mordisco del frío le recordó que estaba todavía despierto, pero se movía perezosamente sobre el hielo, como si él mismo estuviese convirtiéndose en una dañina pasta sobre sus kamiks. Era la voz de ella, sí. Resultaba increíble. Pero ¿dónde estaba? ¿Dónde estaba? Su voz. Sí. Su voz.

—Contéstame, James —suplicó ella—. Por favor hazme saber que me oyes.

—Te oigo. ¿Dónde estás?

—Aquí, a tu lado. Camino junto a ti, pero algo nos separa y no puedo tocarte. ¡Oh, Dios, y estás tan cerca! ¿Por qué no puedes verme?

La voz sonaba como si la persona hubiera estado al borde del pánico; a él le corroía por dentro.

Él se volvió, proyectando los brazos en todas direcciones, batiendo el aire una y otra vez, sin encontrar nada. Contuvo un amargo grito de rabia y de frustración.

—¡Aquí no hay nada! —exclamó.

Ella comenzó a llorar. Las lágrimas se desbordaron y corrieron por las mejillas.

—¡No quiero regresar! ¡No quiero regresar!

—¡Quédate entonces! ¡Ayúdame a encontrarte! ¡Alarga el brazo y toca mi mano! ¿Puedes hacerlo?

—Casi. Casi puedo hacerlo. Hay algo entre nosotros. ¡Ayúdame!

—¿Cómo? ¿Cómo puedo ayudarte?

Virga miró a su alrededor buscando a la mujer febrilmente. Las lágrimas se helaban en su rostro dejando finas cortezas de hielo en las comisuras de la boca.

La voz de ella se desvaneció. Virga escrutó las sombras con renovada determinación. Sus dedos, ansiosos, intentaban agarrar una forma que parecía haberle estado hablando desde la derecha.

Y entonces la mujer dijo, sollozando:

—Ellos quieren que regrese, James. Dicen que tengo que hacerlo, que no puedo quedarme aquí. Tócame. ¡Yo no quiero irme!

Su respiración era ronca y desigual.

—¡No puedo encontrarte! —exclamó él.

—Yo quiero quedarme. ¡Ayúdame!

—Sí, sí, pero ¿cómo?

—Ese hombre que camina delante de ti… —dijo ella con la voz a punto de quebrarse—. Es el que nos separa. Mientras esté ahí yo no podré alcanzarte. Si se hubiera ido ya, ellos me dejarían tocarte…

Las imágenes de ella centelleaban en su cerebro como un caleidoscopio. Sentía un rugido en su cabeza; notaba una tremenda presión en la nuca.

—¿Si se hubiera ido…? —preguntó él con voz débil, con una voz que no era la suya.

La mujer sollozó.

—Colgando de tu hombro. El rifle…

—¿Dónde estás? —gritó entonces Virga—. ¡No te veo!

—El rifle… ¡Oh, Dios! ¡Me piden que vuelva!

Virga se sentía sin fuerzas, desequilibrado. Temía derrumbarse. Distinguió el claro blanco de la espalda de Zark sólo a un par de metros por delante. Aquel hombre era rudo, cruel, una bestia, un asesino. ¿Por qué había de vivir y hacerla sufrir? ¿Por qué debía vivir?

—El rifle —dijo ella—. James… —La voz comenzó a desvanecerse.

—¡No! ¡No te vayas… todavía no!

Virga levantó el arma con la mano herida y aplicó un dedo al gatillo. ¡Aquel cabrón estaba haciéndola sufrir! ¡Estaba torturándola!

—James —dijo ella.

La voz sonaba tan distante en aquel momento que provocó nuevas lágrimas que se derramaron por sus mejillas.

Virga no apuntó el arma. Dada la escasa distancia que le separaba del blanco, no podía errar el tiro. Y apretó el gatillo.

Alguien se volvió delante de él y asió el cañón del arma para desviar el tiro hacia arriba. El estruendo del disparo le dejó sordo, haciéndole retroceder, vacilante. El fogonazo expuso brevemente el incrédulo rostro de Zark en el instante de agacharse y evitar una bala que silbó sobre su hombro derecho para perderse en la oscuridad.

—¡Santo Dios! —exclamó Zark.

Michael arrebató con violencia el rifle a Virga, mostrando en sus dorados ojos una resuelta mirada. El doctor sintió que las piernas comenzaban a doblársele, pero antes de que llegara a caer el otro le sujetó, bajándolo suavemente. Más allá de Michael, Baal permanecía inmóvil, con los brazos encadenados ante él.

—¿Es que se ha vuelto loco? —inquirió Zark—. ¡Casi me arranca la cabeza con su disparo!

—Ella estaba ahí —susurró Virga, dirigiéndose a Michael. Unas cálidas lágrimas de vergüenza y pesar se estaban helando ya al caer por sus mejillas—. Ella estuvo de pie a mi derecha todo el tiempo y yo no podía tocarla siquiera…

Michael le contestó con suavidad:

—Ella nunca ha estado ahí.

—¡Estaba ahí! ¡Yo la oí! ¡Intentaba tocarme!

—No. No estuvo nunca ahí.

—Ella estaba… —comenzó a decir Virga.

Pero el terrible sonido de su propia voz suplicante le hizo callar.

Lentamente, con una vacilación nacida del profundo y espantoso vacío que sentía, Virga la dejó ir. La voz de ella había sido barrida por la explosión del disparo, pero la imagen permanecía en su mente. Entonces, mientras parpadeaba para contener las lágrimas, mientras recordaba quién era el que lo contemplaba, vio que el bello rostro perdía su color y su vida. La luz que brillaba en los ojos evocados por él a lo largo de un millar de tristes noches, cuando se hallaba solo en su apartamento, aquel lugar que olía a libros mohosos, inútiles cacharros de barro y humo rancio, se desvaneció hasta reducirse a una hueca sombra de realidad. En aquel momento ella retrocedió a través de un muro gris de niebla, y el temor de perderla de nuevo aceleró los latidos de sus sienes.

Extendió un brazo, buscándola.

Michael le agarró por una muñeca.

—Ella está muerta.

—No —contestó Virga, suplicante—. No.

Y más allá de Michael, Baal rió con un chillido de mujer.

Los ojos de Michael centellearon. Instintivamente, Virga se encogió, como tratando de huir del fuego que parecía haberse encendido en su rostro. El hombre más joven se incorporó, destacándose contra el firmamento al avanzar sobre el hielo para plantarse ante Baal, a unos centímetros de su cara. Los dos hombres, como dos astutos animales, calibraban las posibilidades de una pelea.

Michael había clavado en sus costados las dos manos, cerradas, convertidas en garras.

—Hazlo —dijo Baal, sonriendo—. Hazlo y destrúyete también a ti mismo. ¿Vas a destruirte por un viejo? No, creo que no. Al igual que yo, tú encuentras esta encarnación satisfactoria.

Michael apretó los dientes. Un músculo tembló en su mandíbula. Allí donde las miradas de ambos hombres se encontraban, el aire parecía encenderse hasta el rojo blanco.

—Hazlo —susurró Baal.

Michael se volvió bruscamente y con un gesto de desdén volvió junto a Virga. Le ayudó a ponerse en pie y le devolvió el rifle.

—Quiero que ustedes dos caminen uno al lado del otro —dijo al doctor y a Zark—. Quiero que en todo momento cada uno sepa lo que está haciendo el otro.

—Cobarde —dijo Baal sobre el hombro de Michael—. Eres un saco de escoria. Eres un miserable.

—¿Se encuentra usted bien ya? —preguntó Michael a Virga—. ¿Puede caminar?

—Sí. Creo que sí.

—Por el amor de Dios —rogó Zark—. Vigile a este hombre. No quiero que me dispare por la espalda.

Virga podía comprender cuanto le rodeaba; era capaz de recordar por qué se encontraba allí. Durante unos negros instantes había caído en la soledad del amnésico. Nunca se había sentido tan débil y cansado como en aquellos momentos.

—¿Está seguro? —insistió Michael.

Virga se agachó y tomó un puñado de nieve. Se frotó con ella los ojos, pasándose luego la manga antes de que se helara y le impidiera abrir los párpados. Sentía la piel como en carne viva.

—Me encuentro perfectamente —manifestó—, pero juro ante Dios que oí la voz de mi esposa hablándome.

—Si vuelve a oír su voz sabrá de qué se trata. De haber matado a Zark, que era el deseo de Baal, nos habríamos quedado sin el guía que necesitamos para llegar al mar.

—¡Dios mío! —suspiró Zark, mirando a Baal—. ¿Qué clase de hombre es usted?

De inmediato bajó los ojos, recordando las instrucciones de Michael.

—Soy un hombre superior a cualquiera de vosotros —dijo Baal—. Tú, Michael, piensas que vas a pararme, a contenerme, ¿a matarme, quizá? Sabes que no puedes hacerlo. Si uno de los dos cae, ése serás tú. —Su mirada se orientó hacia los otros dos hombres—. ¿Y qué haréis vosotros entonces? Cuando termine con él, ¿dónde os esconderéis? Oídme bien. No hay un solo sitio en esta tierra al que podáis dirigiros. Yo os encontraré, y dispongo de diez millones de ojos que pueden ayudarme en la búsqueda.

Virga se estremeció. La bronca voz del hombre resonaba en la oscuridad, paralizándole.

—Tengo un arma —dijo Zark—. Recuérdelo.

—No lo olvidaré.

—Ponga en marcha el tiro, Zark —ordenó Michael—. Acuérdense de que quiero que ustedes dos caminen uno al lado del otro.

El trineo continuó su accidentado desplazamiento. Los perros parecían estar cansados, y Zark paró repetidas veces para suministrarles trozos de carne en no muy buen estado.

Michael introdujo las manos bajo sus pieles en busca de calor y se mantuvo pendiente de los hombres y de la marcha del trineo por si surgía algún problema.

—A mí no me detendrá nadie —declaró Baal—. He llegado demasiado lejos. Nunca me sentí más fuerte que ahora.

—Ésa es precisamente la razón de que me empeñe en detener tu avance. Estás a punto de superarme en poder. Lo comprendo. Y por tal motivo tu época tiene que llegar a su fin.

—Te lo advierto —dijo Baal con gran serenidad—: ten cuidado con lo que haces. Tú has creído siempre que podrías manejarme a tu antojo. Manejarme a mí… Yo, un ser al que cientos de miles han brindado su lealtad. Y aún habrá más. Después aplastaré a mis enemigos para ocupar el lugar al cual estoy destinado. Tú, estúpido, basura inmunda, has sobrepasado tus límites.

—He sobrepasado los míos para forzarte a volver a los tuyos.

—Demasiado tarde —afirmó Baal.

—Ya lo veremos —contestó Michael.

—¡Maldito seas! —le escupió Baal—. ¡Te escondes detrás de una maldita cruz! Confías en vencer, aun sabiendo que no podrás lograrlo. Pretendes alterar el futuro.

—No. Lo defiendo. Sus guerras vendrán, sí. También sus hambres y sus sequías. Sus cosechas se convertirán en polvo, las carnes se secarán bajo un sol ardiente. Pero ello no se deberá a tu mano. Tú has iniciado tu decadencia. No permitiré nunca que tu poder envuelva a los otros más allá de toda redención.

Los ojos encendidos de Baal reflejaban una avidez y una codicia insaciables.

—Mi maestro y yo les ofrecimos odio —dijo en tono burlón—. Ellos lo aceptaron de buen grado. Asesinaron, saquearon y escupieron sobre todo lo que tú tienes por sagrado. Tomaron nuestra mano y no la tuya. Alaban nuestro nombre y no el tuyo. Son nuestros y no tuyos.

—¡Cállate! —ordenó Michael.

Baal exteriorizó una fría risa.

—¡Ah! Percibes el hedor de la verdad.

Michael dejó de mirarle.

Por delante de él se extendían las llanuras heladas hasta la orilla del mar.