26

Cuando no hay ningún sonido que el cerebro registre hay que inventarse uno propio, un feroz y seco zumbido que mantenga los nervios alerta y crepitantes los impulsos eléctricos.

En los oídos de Virga, el zumbido se había convertido en un rugido de los privados terminales nerviosos. Él y Michael caminaban detrás de Zark, a unos metros de distancia. Éste levantaba de vez en cuando una mano para indicarles que siguieran en silencio y luego se agachaba sobre el hielo, husmeando el aire, moviendo la cabeza de un lado a otro para captar cualquier clase de sonido.

Habían dejado el trineo cuando la luz, a lo lejos, parpadeó y se desvaneció. Llevaban recorridos más de un centenar de metros a pie y todavía no se percibía ninguna alteración en la masa oscura que tenían delante. Virga sintió en sus carnes un hormigueo; el temor había llenado su boca del sabor de la sangre. A su lado, Michael se desplazaba tan silencioso como una sombra.

Zark levantó una mano, se agachó y escuchó. Virga no acertó a oír nada. A su alrededor, las rocas y las masas de hielo eran ominosas señales en un camino que desembocaba en las tinieblas. Eran lo bastante grandes para ocultar un edificio; lo bastante grandes también para ocultar un numeroso grupo de hombres, los que entonces podían estar vigilando su avance. En efecto, Virga experimentó de repente la impresión de estar siendo observado, si bien desechó tal sensación juzgándola una fantasía de su amedrentada imaginación. En torno a él no había otra cosa que amenazadoras rocas negras y hielo liso y brillante, nada más.

Zark se irguió.

Se percibía el sonido del metal contra el metal.

Al principio, Virga pensó que el sonido provenía de Zark, pero cuando el cazador volvió la cabeza violentamente a la izquierda; comprendió que había alguien escondido entre los peñascos.

Los tres hombres se tiraron al suelo, aun cuando oyeron rebotar el eco del disparo. El proyectil hizo saltar por el aire trozos de hielo y de roca. Un pedazo de hielo salió despedido a menos de treinta centímetros de Zark, por la izquierda, y éste rodó por el piso, tratando de cubrirse. Michael, ya en pie, echó a correr. Con una mano obligó a Virga a levantarse y le arrastró hasta unos salientes de roca con incrustaciones de hielo. Sonó otro disparo y saltaron chispas por encima de la cabeza de Michael. Un momento después, Zark, con su rifle delante y arrastrándose sobre el vientre, llegó junto a ellos. Se introdujo en una hendedura, de suerte que todo su cuerpo quedaba protegido.

—Hay un hombre a la izquierda —dijo Zark— y otro a nuestras espaldas. Tendremos que ocuparnos del de la izquierda en primer lugar; el otro hijo de puta no estará a nuestro alcance hasta dentro de un minuto.

Sonó un disparo de rifle. La bala pasó silbando y esparciendo por el aire fragmentos de hielo.

—¡Ja! —gritó Zark. Acto seguido bajó la voz—. Ese mamón no puede alcanzarnos, pero nos inmoviliza aquí por el hombre que tenemos detrás.

Se irguió tras la roca y colocó el rifle de manera que quedase firmemente apoyado. No disparó; estaba aguardando el momento preciso.

El individuo de la izquierda hizo fuego de nuevo. Virga distinguió la llama de color naranja que escupió el cañón del arma. La bala pasó silbando por encima de sus cabezas, perdiéndose en dirección al Polo.

—Está bien —dijo Zark en voz baja—. Hazlo otra vez cabrón. Hazlo otra vez.

El hombre volvió a disparar y antes de que el destello se hubiera desvanecido, Zark ya lo había localizado. Casi en el mismo momento en que la bala alcanzaba la roca situada enfrente de él, el dedo de Zark oprimió el gatillo. Su rifle retrocedió. Luego Zark giró en redondo y disparó al tipo vestido con pieles que había estado trepando por los peñascos situados a espaldas de ellos. El hombre apostado a unos seis metros de distancia se derrumbó de espaldas con la boca abierta sobre una masa de hielos y rocas. Su rifle cayó al suelo y rodó hasta detenerse a unos centímetros de Virga.

Zark esperó. Tenía los ojos casi cerrados y le latían las sienes.

—Se acabó —dijo, poniéndose en pie.

Buscó bajo sus pieles la lámpara de queroseno que llevaba atada a la cintura. El cristal estaba roto, pero no había perdido combustible.

—Usted sabía que estaban ahí —señaló Michael.

—Yo lo sabía, sí. Tenía que ofrecerme como blanco. Y ese cabrón ha estado a punto de volarme la cabeza. —Zark se echó a reír bruscamente al observar las caras que ponían Michael y Virga—. Nadie puede disparar a un hombre sin verlo. Y si no se pueden ver, hay que aprovechar el mejor de los blancos en ausencia del principal, es decir, el fogonazo del cañón del arma. ¿Les importa acercarse hasta allí? Les enseñaré el agujero que le he hecho en el corazón.

—Nos basta con que lo asegure usted.

—Ya me lo imaginaba. Muy bien. Seguimos todos de una pieza. Santo Varón: si cargara con el rifle de nuestro amigo podríamos continuar ya nuestra marcha. No le morderá. Bien. Cuélgueselo al hombro.

Prosiguieron su camino, deslizándose por entre los salientes rocosos. Virga creía ver por todas partes sombras que se movían en torno a ellos, hombres que buscaban buenos blancos. Él había disparado una sola vez en su vida, mucho tiempo atrás, y apuntando a blancos de papel. Entendía muy poco de armas de fuego, pero se sentía más seguro con aquel rifle colgado de su hombro. Su peso le tranquilizaba.

Nadie hablaba. La nieve crujía bajo sus botas. En torno a ellos, las grandes masas de hielo eran cada vez más imponentes. Veían dentados dedos de roca que apuntaban al firmamento; topaban con esqueléticos hielos azules, y rostros fantasmales que observaban su paso. Zark seguía agachándose de vez en cuando, permaneciendo a la escucha. Virga miraba a un lado y a otro, en tanto que Michael vigilaba su retaguardia.

Zark se detuvo. Parecía un animal que husmeara una presa. Michael hizo lo mismo y se situó a su lado.

Delante de ellos, donde las masas de hielo y piedra se abrían para mostrar una nueva y lisa llanura, se veía una larga estructura prefabricada de alto techo. Los muros y el tejado se hallaban cubiertos de hielo. Las puertas eran amplias como las de los hangares para aviones y se abrían hacia fuera. Por las rendijas se filtraba la tenue luz del interior. A la derecha de la estructura prefabricada había una torre de radio rematada en punta. Más allá, un sendero de hielo conducía a una nueva zona cubierta de rocas.

Haciendo una seña para que sus acompañantes no rompieran el silencio, Zark se detuvo un momento. Sacó la lámpara de queroseno que llevaba en la cintura y la encendió. Luego ató la lámpara al cañón de su rifle y la sostuvo apartada con el brazo. Michael y Virga siguieron su luz sobre la nieve que debía haber sido pisada por muchas botas. Zark llegó a la alargada estructura y sin hacer el menor ruido tiró de una de las puertas, con lo cual los tres pudieron deslizarse dentro.

Plantado en el umbral, Zark paseó el haz luminoso de la linterna por el interior. En medio de unas hileras de jaulas amontonadas, reposaba un helicóptero negro sin señas de identificación. En el lado opuesto de la estructura había una pequeña habitación, iluminada por tres lámparas de queroseno. Entonces oyeron el sonido entrecortado de las interferencias de un transmisor. Zark apartó su linterna del rifle, se situó debajo de las palas del helicóptero y avanzó hacia la habitación de la radio seguido por Virga y Michael.

Los ojos de Virga se hallaban tan habituados a la oscuridad que una vez dentro de la habitación parpadeó deslumbrado. Frente al transmisor había una silla y al lado, en una mesita, se veía una cafetera y una taza.

Zark tocó la cafetera.

—Todavía está caliente —comentó.

Percibieron un rumor de pasos: alguien corría sobre el piso del hangar. Zark empujó a sus dos acompañantes a un lado y se situó en la puerta del recinto empuñando el rifle. Más allá, un hombre acababa de llegar a la entrada del hangar y salía hacia la nieve. El arma de Zark retumbó sordamente al ser disparada. El hombre gritó antes de caer.

Michael fue el primero en llegar hasta él. Le dio la vuelta al cuerpo y vio que la bala le había levantado la tapa de los sesos. El rostro era delgado y tenía una expresión de terror. No se trataba de alguien que hubiera visto antes.

—¿Lo reconoce usted? —preguntó a Virga por encima del hombro.

—No.

—Este cabrón debía de estar escondido detrás de una de las filas de jaulas —manifestó Zark—. Era el operador de la radio.

—No era necesario matarlo —dijo Michael, poniéndose en pie. Por vez primera, Virga descubrió un profundo y rojo destello de ira en su encendida mi rada—. Pudo habernos dicho dónde encontrar a Baal.

Zark se sobresaltó ante la fiereza que reflejaba el rostro de Michael. Luego recobró su compostura; sus músculos parecieron moverse bajo las espesas pieles.

—¡Basura! —exclamó—. ¡Si este individuo era uno de los que destruyeron el poblado esquimal merecía morir! ¡Yo no hago preguntas sobre los muertos!

—A mí me parece —respondió Michael con firmeza— que usted se vale del dedo con que aprieta el gatillo para forjar la mayor parte de sus pensamientos.

El rostro del cazador se oscureció. Sus manos se hicieron puños y empezó a avanzar hacia Michael.

—Baal está todavía aquí —medió Virga con viveza—. No hay por qué discutir. Si el helicóptero y el operador de radio eran necesarios en este lugar es porque Baal se encuentra aquí.

Zark miró a Virga durante unos segundos y luego fijó la vista en Michael.

—Él tiene razón. Así que volvamos a lo nuestro.

La expresión de ira se borró del rostro de Michael. Parecía disgustado por el hecho de haber dejado aflorar sus emociones.

—De acuerdo. Si nuestro hombre está aquí, lo encontraremos.

Zark señaló el sendero que conducía a las imponentes rocas. Echó a andar delante, indiferente al riesgo que suponía la resbaladiza superficie. No habían recorrido más de treinta metros cuando Zark levantó una mano para que Michael y Virga se detuvieran. Aquella mano se veía temblorosa.

Se enfrentaban con un laberinto de hielo y materiales prefabricados. Varios bloques enormes de hielo soportaban un tejado cubierto de hielo. Había pasillos en todas direcciones. Se trataba de una estructura de pesadilla que daba la impresión de carecer de forma y de propósito alguno; aquello era un serpenteante laberinto de túneles con las paredes de hielo.

Pero no fue la estructura propiamente dicha lo que hizo detenerse a Zark. Habiendo adelantado la linterna, la luz brilló sobre el hielo a ambos lados del sendero. El cazador se quedó con los ojos muy abiertos, mirando poco más allá de la luz, incapaz de moverse.

Algo había sido enterrado en el hielo.

Era una forma oscura y pequeña: la forma en cuestión produjo un hondo escalofrío en Virga. No se atrevía a mirar hacia allí, pero al mismo tiempo se sentía obligado a hacerlo, hipnotizado por su fealdad. Zark dio un paso adelante; respiraba de un modo desigual y con los dientes apretados. Levantó su linterna sobre el hielo, la amarillenta luz les mostró con toda claridad los ojos abiertos, la boca manchada, los dedos encogidos de un niño esquimal. Había cuerpos a la derecha y a la izquierda. El hielo estaba lleno de cadáveres de niños congelados, semejantes a mariposas bajo el cristal de la vitrina. Los tres hombres acababan de irrumpir en un horrible museo de la muerte. Virga se sintió débil y enfermo; inició un movimiento de retroceso antes de que Michael le sujetara por un brazo. Parecía como si todos aquellos ojos implorasen su misericordia y las bocas gritaran la palabra «Venganza».

«Venganza, venganza».

Virga movió con violencia la cabeza, como para aclarar sus ideas.

—¡Santo cielo!

Zark respiró roncamente, apoyando una mano sobre el hielo para no perder el equilibrio, una mano que retiró enseguida al darse cuenta de que sus dedos habían estado cubriendo unos centelleantes ojos.

—¡Santo cielo! —repitió Zark.

—Le dije a usted —manifestó Michael, reteniendo todavía a Virga por un brazo— que estuviera preparado para ver esto. Los antiguos adoradores de Baal sacrificaban niños y enterraban sus cuerpos en los muros de las moradas, como una protección pagana contra el mal. Le advertí que se preparara para lo peor.

Zark miró a un lado y a otro, todavía incrédulo. No podía apartar los ojos de aquellas horrendas formas que yacían esparcidas. No había vivido jamás una experiencia semejante.

—Nosotros debemos continuar nuestro camino —dijo Michael—. Estos niños están muertos y no podemos prestarles ya ninguna ayuda.

Empuñó la linterna de Zark y avanzó por el sendero; luego se detuvo esperando a que sus compañeros acabaran de decidirse. Virga se sentía enfermo, pero no dijo nada. Se pasó una mano por el rostro y comenzó a andar.

Se internaron por los corredores de hielo. La linterna proyectaba un solitario haz de luz sobre el suelo prefabricado y apenas resplandecía en los ojos abiertos de los cadáveres infantiles que quedaban a los lados. Zark procuraba apartarse de aquellos cuerpos, manteniéndose en el centro. En su marcha llegaron a innumerables puntos sin salida y tuvieron que volver sobre sus pasos, para aventurarse siempre por pasillos presididos por la muerte. Los corredores se alargaban en forma de círculos, dividiéndose en dos y tres más cada uno y terminando en habitaciones abovedadas que se hallaban vacías. La expresión de Michael iba ensombreciéndose a medida que se encontraba con las paredes terminales de los corredores cegados. Siguieron moviéndose, sin embargo, evitando la visión de los implorantes rostros y recorriendo pasillos y más pasillos hasta que Virga se convenció de que no podrían dar jamás con la salida de aquel lugar. Estarían perdidos para siempre en su búsqueda, y ningún hombre podría encontrar sus cuerpos congelados en un millar de años. Virga tuvo la impresión de que los muros se cerraban y los corredores se estrechaban, e imaginó que llegaría un momento en que los dedos helados de las víctimas perforarían el hielo para arrastrarlos a sus moradas. Sus nervios estaban a punto de estallar; temía volverse loco. «No puedo continuar —se dijo—. Oh, Dios mío, no puedo seguir».

De pronto, vieron que el corredor en que se hallaban doblaba hacia la derecha, dando a una enorme nave de reluciente hielo en la que se encontraba alguien sentado en un sillón.

Michael se detuvo. Su helado aliento salía por las ventanillas de su nariz en forma de leves nubecillas.

Un hombre estaba sentado en la oscuridad. Michael extendió el brazo con que sostenía la linterna y su luz le permitió ver unos ardientes ojos sobre la boca salvajemente torcida. Llevaba un grueso abrigo de pieles. Sus manos descansaban en los brazos del sillón.

—Así pues —dijo Baal en voz baja—, habéis logrado encontrarme.

—¡Habéis no, hijo de puta! —rugió Zark, plantándose delante de Michael y levantando su rifle para hacer un disparo a quemarropa—. ¡Soy yo quien te ha encontrado!

—¡Espere! —medió Michael.

La orden dejó a Zark petrificado, inmóvil sobre sus talones. Sacudió la cabeza como si hubiera encajado un golpe seco. Lentamente, bajó el rifle y se quedó mirando a Michael.

Baal se echó a reír. Era la suya una risa casi silenciosa, desprovista de alegría.

—Adelante, Michael. Déjale usar su arma. ¡Tú! ¡Ven aquí!

Zark hizo un movimiento. Parpadeó y fijó la mirada en los ojos de Baal. Dio un paso y de inmediato Michael se plantó ante él para impedirle avanzar. Michael le dijo con energía:

—Usted no va a avanzar un paso más. Usted y el doctor se quedarán donde están, ¿me ha entendido? Quiero que esto quede muy claro. Habrá de mantenerse a cierta distancia de Baal, procurando que yo esté siempre entre usted y él. Ha de evitar mirarle a los ojos. De ningún modo llegará a tocarle ni permitirá que él le toque. ¿Me ha entendido? —Michael sacudió a Zark—. ¿Me ha comprendido usted?

—Sí —respondió Zark con voz ronca—. Le he comprendido.

—A usted, doctor Virga, le digo lo mismo que a él —continuó Michael.

—De acuerdo. Sí.

—¿El doctor Virga? —Baal había mirado en dirección a él, pero el doctor apartó la vista. Se echó a reír agriamente—. Bien, bien. Mi buen doctor Virga. Veo que se hirió usted en la mano. Es una desgracia. Probablemente no podrá volver a usarla nunca más. Dígame: ¿puede pegar con la izquierda?

Por encima de la linterna, los ojos de Michael tenían un brillante tono dorado y se mantenían alerta.

—Tu época ha llegado a su fin —dijo—. He visto que tu nombre dejaba un rastro de maldad. Ahora todo se ha acabado.

Baal se inclinó hacia delante ligeramente.

—Eso nunca. Os habéis retrasado demasiado. Oh, sí, me habéis encontrado. Pero ya que me habéis encontrado, ¿qué es lo que podéis hacer ahora? Nada, condenado, necio hijo de puta, ¡nada! Tengo ya discípulos en África y en América. Ellos se encargan de extender la noticia de la resurrección del Mesías. En Oriente Próximo las multitudes claman pidiendo la guerra contra los bastardos judíos en compensación por lo que ellos piensan que fue mi asesinato. Pronto las superpotencias quedarán implicadas en ello. No hay forma de evitar tal implicación; la zona es demasiado importante desde el punto de vista estratégico, los pozos petrolíferos son demasiado necesarios para su civilización. El conflicto comenzará con unos cuantos misiles, quizá, o con un desembarco de tropas… —Baal sonrió, burlón—. ¿Lo ves? No podéis hacer nada. Tendré el gran placer de enfrentarme con los bastardos judíos; mi maestro asestará el golpe en mitad del caos.

—¿Quién era el hombre sacrificado en Kuwait para satisfacer a la multitud?

—Un judío norteamericano, el corresponsal de una revista. Fuimos capaces de «persuadirle» para que disparara. Luego, mis discípulos hicieron correr el rumor entre la gente de la existencia de un complot judío-norteamericano. Al día siguiente, las emisoras de radio y de televisión informaron que Baal había muerto a manos de un judío asesino, a consecuencia de dos heridas causadas con arma de fuego. La respuesta en Beirut fue una previsible angustia, que culminó en el deseo de una santa venganza. El cuerpo, un cuerpo, fue incinerado, y las cenizas se colocaron en una urna dorada. Los árabes están armados con mis enseñanzas; no habrá nada que pueda contener su furia ante la muerte del Mahoma viviente. No, Michael… Llegas demasiado tarde.

—Esta vez he venido preparado —contestó Michael.

Baal asintió.

—¿Sí? ¿De qué modo?

—Al igual que les ocurre a cuantos se han entregado a las fuerzas de las tinieblas, tú no puedes resistir el poder de la cruz. Su pureza hace que ardas. Tienes que limitarte, como todos los satánicos, a burlarte de ella invirtiéndola.

—¿Ah, sí? —respondió Baal serenamente—. Ten cuidado con lo que dices. Me subestimas. Tú juzgas mi fuerza presente guiándote por mis pasadas debilidades.

—No voy a subestimarte —replicó Michael—. No caeré en eso de nuevo.

—¿Qué vas a hacer? ¿Quemar una cruz sobre mi carne? ¿Piensas atarme a una cruz y abandonarme en la nieve? Eso no vale, Michael. Yo no sería nunca un buen Jesús. Yo practico un método diferente de acercamiento.

—Lo sé.

Zark se había recobrado.

—Déjemelo a mí y le sacaré las tripas —dijo con voz aún débil.

Baal se echó a reír.

—Sí, Michael, sí. Entrégame a ese estúpido. Luego vuélvete de espaldas con la seguridad de que jamás volverás a enfrentarte conmigo. Él hará un buen trabajo, Michael.

—No. Tú te vienes con nosotros. Vas a sacarnos de aquí.

—¿Y eso por qué? Podría negarme y dejaros vagar por este lugar hasta que os sintierais demasiado débiles para continuar andando. Luego…

Baal sonreía. Su fría mirada seguía siendo desafiante.

—Vas a guiarnos porque una de tus grandes debilidades es la curiosidad. Quieres saber qué he hecho para estar en condiciones de enfrentarme contigo.

—La última vez que nos vimos, en Nevada, yo era débil en comparación a ahora —replicó Baal, amenazador—. Te aviso, poseo la fuerza de un millón de adeptos… No, no. Son más de un millón. ¿Estás tan seguro de que deseas desafiarme?

Michael guardó silencio.

—Reflexiona —dijo Baal—. Piensa. ¿Y si decidieras ayudarme en vez de oponerte a mí? ¡Piensa en lo que llegaríamos a tener! ¡Lo tendríamos todo! En vez de ser el mercenario de unos bastardos como ésos, ¡serías su amo! ¿Cómo eres capaz de despreciar semejante poder?

—¿Y qué hay de tu maestro? Cuando le hubieras dado lo que desea, ¿crees que compartiría los despojos contigo? ¿Crees de veras que Israel sería tuyo sin más?

Baal habló con un gruñido gutural.

—Será mío de nuevo.

—En pie —ordenó Michael.

Baal continuó sentado. Sus negros ojos comenzaron a mostrar un intenso tono rojo; centelleaban en su semblante, blanco y cadavérico. Lenta y cuidadosamente abandonó su sillón, mirando a Zark y a Virga.

—Necesito un poco de diversión —comentó.

Michael avanzó hasta que su rostro quedó sólo a unos centímetros del de Baal, y dijo ceñudo:

—Vas a enseñarnos la salida. Caminarás delante de nosotros.

—¿Y si me niego?

—Eso sería el fin.

Baal asintió.

—Así que has decidido llegar a eso, ¿eh? Como los nobles y estúpidos mártires a quienes tratas de emular, ¿llegarías de veras a tal extremo?

—Sí, de ser necesario.

—Eres un apestoso hijo de puta —dijo Baal con un ronco gruñido—. Eres un estúpido cobarde.

—He dicho que te pongas delante de nosotros. Doctor Virga: échese a un lado y déjenos pasar.

Virga cedió a Michael y Baal un amplio espacio. Cuando el último se deslizó junto a él, el doctor experimentó una sensación de terrible repulsa, y al mismo tiempo, sin embargo, un repentino y vivo impulso de alcanzarlo y tocarlo. Michael se situó junto a Baal y Virga notó que el impulso se desvanecía. Baal, al parecer, se dio cuenta de la reacción que había provocado. Antes de internarse en el corredor se volvió sonriendo y fijó sus brillantes, rojizos y rescaldados ojos en la cara de Virga.

Michael sostenía la linterna para vigilar a Baal. Virga y Zark les seguían. Zark no dejaba de sacudir la cabeza como si se esforzara por salir de unos momentos de ofuscación, y hablaba en voz baja consigo mismo.

—¿Se encuentra usted bien? —le preguntó Virga.

—Déjemelo a mí —contestó el otro—. Déjemelo a mí.

Por fin respiraron el limpio y frío aire del exterior. Habían dejado a sus espaldas el horrible laberinto de la muerte congelada. Más allá de la torre de la radio y del hangar, empezaron a avanzar entre rocas por el sendero que les conduciría al trineo de Zark. Con el frío, los sentidos de éste se agudizaron. Mantenía su rifle preparado para disparar y vigilaba la zona que abandonaban por si se producía algún ataque. Al llegar al trineo, los perros saludaron a su amo con continuos ladridos antes de percibir el olor de Baal. Después de ello empezaron a gañir, retrocediendo ante las figuras que se les acercaban. Los animales se agachaban, arrastrando los rabos, e incluso el perro guía comenzó a temblar.

Zark dio unos pasos adelante para calmar a los perros.

—Bestias de carga —dijo Baal—. Eso es lo que sois vosotros, Michael. Y tú seguirás siéndolo hasta que tengas el valor de renunciar a tal condición.

Michael localizó una bolsa de lona que formaba parte del equipo transportado en el trineo. De ella extrajo unas esposas unidas por una corta cadena. Luego se acercó a Baal, quien le observaba con indiferencia y llegó incluso a tenderle sus muñecas. Michael le puso las esposas, cerrándolas con un seco sonido.

—Eres un necio —dijo Baal, casi en la cara de Michael—. Eres un estúpido y un pobre necio.