Inesperadamente, el viento dejó de soplar, siendo reemplazado por una calma total que, cosa rara, alteró los nervios de Virga tanto como lo estaban sus mejillas, quemadas a causa de la exposición al aire. Incluso la ronca respiración de los perros se atenuó, hasta el punto de que todo lo que Virga pudo oír ya fue el sonido de los patines sobre el hielo, un suave silbido, como si hubieran estado aproximándose al nido de una enroscada serpiente blanca.
Los tres hombres continuaron su avance hacia el norte. Zark corregía el rumbo sólo con un ligero movimiento de las guías. Levantando la vista, Virga vio las estrellas, nítidas contra el telón de fondo de una oscuridad total. No había luna, pero las estrellas parecían irradiar un tenue brillo plateado que salpicaba la llanura tiñéndola del más profundo de los azules.
Llegaron a un punto donde la tierra comenzaba a descender. Zark dio el alto a sus perros con sólo una orden, proferida en voz baja, y mientras los animales se arremolinaban se detuvo a un lado con la linterna, mirando hacia donde la distancia se traducía en un telón corrido.
Michael se situó junto a él.
—¿Ocurre algo?
—Guarde silencio —respondió Zark.
El esquimal se mantenía a la escucha de algo. Entrecerrando los ojos, escudriñó el horizonte. Levantó un instante la vista hacia las estrellas y la fijó luego en el lejano paisaje.
—No hay ninguna luz —comentó.
—¿Qué? —preguntó Virga.
—No hay luces —insistió el otro—. Sagitak queda en el horizonte. Deberían verse luces en las ventanas.
—¿No son nómadas esas gentes? Quizá se hayan ido —sugirió Virga, esperanzado.
Baal se los habría llevado.
—Mierda —musitó Zark.
Se acercó al trineo y buscó la pistola de señales y la bolsa de piel de foca. Virga le vio abrir la parte posterior de la pistola e introducir en la misma un cartucho rojo. Manteniéndola a la distancia del brazo extendido, por encima de su cabeza, disparó. Se oyó un suave ruido. Unos segundos después, cuando la señal hubo descrito un arco en el firmamento, pudo ver bañados en rojo los oscuros perfiles de las cabañas a lo lejos, y algo más, algo semejante a un oscuro garabato semicircular. Zark se irguió, expectante, e hincó una rodilla en la nieve, esperando ver una luz o alguna otra señal.
No hubo nada.
Uno de los perros gañó. Fue contestado por otro. El negro animal se mostró agresivo, rebelde, y cuando otro de los perros empezó también a gañir el ejemplar negro y grande alargó una zarpa en dirección a su oponente.
Zark movió la cabeza.
—No sé… —dijo en voz baja, casi para él solo—. ¡Gamma! —gritó seguidamente a los perros.
Y el trineo se movió de nuevo hacia la llanura más baja.
Quince minutos después la habían alcanzado. La luz de la señal se había desvanecido, volviendo a quedar los tres sumidos en la oscuridad. Virga advirtió que la respiración de Zark se había hecho más agitada. Los perros tiraban de sus arneses, reconociendo tal vez por hábito un lugar de comida y descanso. Virga trató de ver en la oscuridad, pero sus ojos no eran lo bastante buenos para eso, y maldijo su debilidad.
De pronto los perros comenzaron a gañir y enredarse unos con otros como si se hubiesen precipitado contra un muro de cristal.
Zark aumentó la presión sobre las guías e hizo restallar el látigo sobre la cabeza del perro que iba al frente del tiro. El animal quería avanzar y tiraba con mucha fuerza del arnés, pero los otros perros se resistían, metiendo sus rabos entre las patas y clavando las patas en el suelo. Zark hizo restallar el látigo en el centro del tiro, pero aun así se negaron a moverse.
El terreno estaba lleno de carriles, las marcas dejadas por otros trineos desplazándose en la misma dirección, de lo cual dedujo Virga que no habían dado con rocas ni con ningún obstáculo. Si no andaba errado, faltaban aún unos cien metros para llegar al poblado.
Abatiendo su látigo, Zark maldijo a sus perros y sacó el rifle de entre las cosas del trineo. A continuación dijo a los dos hombres:
—Estos animales no se mueven. Voy a seguir adelante. ¿Van ustedes a acompañarme?
—¿Qué pasa? —inquirió Virga, temiendo al mismo tiempo una respuesta.
Más allá, la oscuridad era imponente y absoluta.
Los ojos de Zark brillaron brevemente.
—Voy a averiguarlo.
Llevaba la linterna en una mano y seguía su amarillento rastro sobre la nieve revuelta. Virga y Michael marchaban detrás. Zark se detuvo dos veces para inspeccionar las marcas dejadas por los trineos.
Mientras avanzaban hacia el poblado, los perros continuaron a sus espaldas con sus gañidos. Zark se detuvo bruscamente y husmeó el aire. Su rostro, bajo la amarillenta luz, revelaba una intensa concentración.
—¿Lo huele usted? —preguntó a Michael.
—No. ¿Qué es lo que huele?
—Sangre —contestó el hombre.
Levantó más la linterna y continuó andando.
Había manchas de sangre, manchas negras y heladas, esparcidas sobre la nieve. Virga las evitó, notando que su corazón latía aceleradamente en su pecho. Ya no podían percibir los gañidos de los perros. Virga anhelaba oír cualquier sonido, aunque fuera sólo el penetrante gemido del viento.
Zark se detuvo de nuevo. Alargó la mano que sostenía la linterna. Su luz se extendió por la ensangrentada nieve, mostrando un estrecho sendero que luego se ensanchaba hasta llegar a algo que hizo que Virga se quedara sin aliento y dejó petrificado a Zark, igual que si de pronto se hubiera quedado helado.
Tenían delante de ellos el cuerpo de un esquimal, envuelto en ensangrentadas pieles, atado con unas correas de cuero sin curtir a una cruz de madera astillada. La cruz, invertida, había sido clavada en el suelo permanentemente helado, de manera que los saltones ojos del cadáver quedaban al nivel del terreno. Virga recordó haber visto una cruz invertida sobre una entrada, pero la confusión que reinaba en su cerebro le impidió rememorar con exactitud dónde había sido eso.
Un ligero movimiento de la linterna de Zark les permitió ver una profunda cuchillada en la garganta de la víctima. Brillaba el hueso; la sangre había formado un pequeño charco aceitoso por debajo de un rostro que tenía la boca abierta en una expresión de salvaje terror.
Y el cadáver no estaba solo allí.
Zark paseó la linterna de un lado a otro. Descubrieron entonces una fila de cuerpos, a algunos de los cuales les habían vaciado las entrañas, en tanto que otros se hallaban decapitados, colgados de sucias cruces. La fila se extendía a ambos lados para adentrarse en la oscuridad, allí donde no alcanzaba la luz de la linterna, y se prolongaba al parecer hasta el infinito. Virga captó el olor a sangre a que Zark aludiera y notó con una embotada sensación de alarma que acababa de detenerse en un charco helado. La enrojecida nieve cubría sus botas.
—Treinta y seis hombres —dijo Zark de repente. Hablaba como si hubiera perdido sus fuerzas—. Veintiocho mujeres. Todos han sido asesinados.
—Es una barrera. —Era Michael quien acababa de hablar.
—¿Qué? —inquirió Virga, apartando la vista de aquellas víctimas que habían sufrido una muerte espantosa.
—Esto es un aviso dirigido a todo aquel que haya llegado hasta aquí. Es un ejemplo de lo que le espera a quien cruce la barrera.
—Los han matado a todos —estaba diciendo Zark.
Llevó la linterna a otro lado y contempló, incrédulo, a las víctimas de unas horrendas crucifixiones. Aquellos rostros captaban la amarillenta luz para devolver una mirada muerta, la de unos ojos cubiertos por una película de hielo. Sus bocas, abiertas, forzadas, parecían gritar ante los golpes mortales. Los dedos encogidos de sus manos extendidas daban la impresión de haberse querido agarrar a los últimos residuos de vida. Todos habían muerto sufriendo mucho y, lo que era peor, con la terrible certeza de lo que les aguardaba.
Zark avanzó iluminando los rostros de los cadáveres. A algunos los tocaba con toda delicadeza. A veces se detenía para dirigirse a la víctima en voz baja, en su lengua nativa. Virga se estremeció, y al mirar a Michael advirtió que la atención de éste se concentraba más allá de la fila de cadáveres, en las remotas y oscuras extensiones.
—Eran buenas gentes —comentó Zark—. Eran excelentes cazadores y tenían esposas leales. Y ahora… —Se volvió de pronto hacia Michael—. ¿Quién hizo esto?
—Baal —contestó Michael con serenidad.
—¿El hombre que buscan ustedes?
—El hombre que nosotros buscamos.
—¿Fue un hombre el autor de esto? ¿Fue un hombre quien asesinó a todas estas personas clavándolos a unos palos como si fuesen trozos de carne de perro?
—Él no está solo. Le acompañan otros.
—¿Cuántos?
—Tres o cuatro.
Zark profirió amargas maldiciones.
—¿Cómo puede un hombre hacer algo así?
—¿Estas personas eran amigas suyas, Zark?
—Yo los conocía —respondió Zark—. Me pedían consejo. Confiaban en mí. Los conocía.
Era una ira salvaje la que agitaba a Zark, tornándose perceptible en sus ojos. Y parecía estar a punto de manifestarse libremente. Virga se movió, haciendo crujir la nieve impregnada de sangre reseca.
—¿Qué clase de hombre es Baal? —inquirió Zark.
—Lo que Baal ha hecho aquí no es nada en comparación con lo que hizo antes —replicó Michael—. Tampoco puede compararse con lo que es capaz de hacer. Hemos de localizarle pronto.
El cazador se volvió y pasó la mirada a lo largo de la fila de cruces. Sacudió la cabeza ante la horrenda carnicería.
—Esto tiene el hedor del diablo —dijo Zark.
—Así es —respondió Michael en un tono de voz tan bajo que Virga hubo de forzar el oído para percibir su contestación.
—Éste es el último poblado —explicó Zark— antes de llegar a la gran llanura. Les guiaré a lo largo de la ruta seguida por los helicópteros. Pero debo pedirles una cosa. Quiero ocuparme de ese hombre llamado Baal.
Michael lo miró y negó con un movimiento de cabeza.
—No. No puedo prometerle nada en tal sentido, y no le explicaré por qué. Yo sé que lo que usted ansia es vengarse. La venganza puede ser noble. Pero en este caso la venganza es una causa perdida.
Venganza. Venganza. Venganza. La palabra golpeaba interiormente la cabeza de Virga. Él la había oído pronunciar antes y le había aterrorizado. ¿Dónde? ¿Dónde?
—Perdida o no —tronó Zark—, ¡conseguiré vengarme!
—No —dijo el otro—. No se vengará porque no va a poder.
—¿Quiere reservarse la venganza para usted solo? Pues entonces voy a decirle algo ahora mismo. Tendrá que luchar conmigo para hacerse con él. Y yo lo partiré a usted por la mitad.
—Es posible.
Los dos se miraron con ojos centelleantes, como esperando una confrontación.
—Debiéramos abandonar este lugar —declaró Virga—. Aquí no hay nada que hacer.
Zark parpadeó y su mirada se posó en Virga. Lanzó una última y enfurecida mirada en dirección a Michael y volvió la cabeza. Permaneció inmóvil unos instantes, con la linterna colgando en uno de sus costados. Las botas se le habían empapado de sangre.
—¡Que me aspen si aquí no hay algo que falla! —dijo.
Se deslizó a lo largo de la fila de cadáveres, iluminando con la linterna los rostros crispados.
—En este poblado había más de veinte niños. No hay ni uno. No están por aquí sus cuerpos.
—Debemos irnos —dijo Michael.
—¿Dónde están sus cuerpos? —preguntó Zark, caminando de un lado a otro de la barrera, igual que una enorme y pesada bestia.
—¡Zark!
Fue esta voz una orden reclamando atención, una orden aguda y fría. El cazador hizo un alto y muy lentamente volvió la cabeza en dirección a la delgada y autoritaria figura que se encontraba a su lado. Michael dejó caer una mano sobre su hombro.
—Nos vamos de aquí.
Zark se irguió para imprecar en pleno rostro al otro, pero al observar la grave determinación que reflejaba dejó que su ira se atenuara antes de hablar. Se sacudió la mano posada en su hombro y se encaminó hacia el trineo.
—Nos vamos de aquí —dijo.
Volviendo sobre sus pasos, Michael se situó junto a Virga y dijo en voz baja:
—Prepárese para lo peor.
—¿Qué quiere decir?
—Los cuerpos de los niños fueron transportados con un fin, el mismo fin con que millares de niños fueron llevados a Kuwait.
Como Virga no replicara, Michael continuó hablando:
—No importa. Veremos lo que tengamos que ver. Intentar explicar a Zark hasta dónde llega el poder de Baal sería algo inútil.
A unos cincuenta metros por delante de ellos, Zark dijo:
—¿Están hablando de mí? Vamos, vamos. Yo no voy a esperarles.
Zark hizo crujir su látigo sobre el costado izquierdo del perro guía para dirigir el tiro en torno a la pavorosa barrera. Los perros se mostraban todavía remisos, pero el feroz animal de delante tiró del arnés y gruñó, hasta que los otros, sintiendo que no iban a adentrarse más en aquel lugar con olor a muerte, compartieron el peso. El trineo avanzó rápidamente, describiendo una línea horizontal cien metros más allá de la barrera. Aunque Zark profería maldiciones y los azotaba, los perros se negaron a dirigirse hacia el norte por espacio de casi una hora. Finalmente, Zark restalló su látigo de nuevo sobre el primero de los perros, retorciendo con toda su fuerza las guías del trineo. Éste experimentó una sacudida cuando los animales empezaron a girar. Minutos más tarde habían tomado otra vez la dirección correcta, dejando atrás el rostro de la muerte.
Viajaron en silencio. Zark se mostraba sombrío y caviloso con los ojos fijos en el indefinible —al menos para la nada adiestrada visión de Virga— horizonte. Reinaba la calma, no soplaba ni la más leve brisa; sin embargo, el aire olía a sangre pese a que el poblado había quedado muy atrás.
No había nada a su alrededor; sólo un negro vacío y las estrellas, siempre presentes. Virga contempló los rastros rojos y azules de las partículas que surcaban los cielos, quemándose en la atmósfera de la Tierra. En una ocasión, un meteoro centelleó a lo largo del horizonte, encendiéndose con un deslumbrante tono rojo a cientos de kilómetros hacia el este. Para los pueblos primitivos, pensó Virga, aquello representaría una señal divina; sería quizá un aviso de que el ente de las alturas estaba disgustado. Los sacerdotes, entonces, presidirían ceremoniales fuegos durante días, debatiendo el significado de la flameante escritura celestial. La sequía, el hambre o una guerra que se avecinaban; los sacerdotes discutirían de qué se trataba. Y el misterioso resultado sería que un gran porcentaje de predicciones basadas en la observación del cielo serían acertadas. No había una caída desde los cielos, aseguraban los sacerdotes, que no predijera una caída en tierra firme.
Transcurrieron dos horas más —por lo menos fue lo que Virga se figuró— antes de que Michael se volviese hacia él.
—¿Está usted cansado? ¿Necesita descansar?
Virga denegó con la cabeza. Mentía, pero no quería ser una rémora para ellos. Se sentía débil y le pesaban los párpados, aunque no quería dormir. Las imágenes de los rostros cadavéricos, helados, estaban demasiado vivas en su memoria para permitirle sentirse en paz; sabía que soñaría con ellos y que en su sueño él sería uno más entre los muertos, esforzándose por huir sobre la nieve ensangrentada, consciente en todo momento, sin embargo, de que no podría llegar muy lejos.
En varias ocasiones, Zark detuvo el trineo y se adelantó unos metros para, rodilla en tierra, inclinarse sobre el suelo e inspeccionarlo sin decir nada, con los ojos convertidos en dos ranuras de feroz expresión. Al volver, se aseguraba de que todo se hallaba bien atado en el trineo. Revisaba también el rifle varias veces y rellenaba la linterna con el queroseno guardado en un pequeño recipiente metálico.
—¿Qué distancia diría usted que habremos de recorrer aún? —preguntó Virga.
—No puedo asegurarlo. Quizá un kilómetro, tal vez diez. Es posible también que sean cien. Pero ya lo averiguaré. Ésta es una tierra que incluso los esquimales evitan. Aquí no hay nada.
—¿Está usted seguro de que avanzamos en la dirección conveniente?
—Vamos hacia el este. Ustedes confíen en mí; yo confiaré en esto y en esto otro. —Se tocó sucesivamente el rabillo de un ojo y la nariz.
Las estrellas desaparecieron. El ronco jadeo de los perros y los restallidos del látigo de Zark adoptaron un ritmo regular. Virga, a quien le pesaban los párpados y las piernas, se aferraba al trineo, dejando que tirara de él. Pronto el terreno que les rodeaba comenzó a cambiar; las negras rocas incrustadas de hielo sustituyeron al suelo permanentemente helado y surgieron ante ellos enormes montañas de hielo, veteadas de un verde intenso, achatadas.
El trineo comenzó a resbalar, despacio al principio, y luego como si se deslizara por una montaña rusa, de arriba abajo y de abajo arriba, en las sucesivas pendientes. Zark lo controlaba bien, echándose hacia atrás, agarrado con fuerza a las guías y clavando los tacones de sus botas en el terreno.
Poco después, el terreno desapareció bajo sus pies con una brusquedad que les dejó sin aliento. Los patines silbaron, el trineo enfiló la subida de una cuesta, bajando la siguiente pendiente como impulsado por un cohete sobre un suelo de resplandeciente hielo azul. Michael se derrumbó lateralmente, descendiendo sobre su vientre. Zark arañó con violencia el hielo en busca de algo a que aferrarse, pero no había nada que se lo permitiera: Habiendo soltado las guías, cayó al suelo lanzando maldiciones.
Virga vio que los perros trataban de echarse a un lado o, cosa imposible, correr más que el vehículo con su sobrecarga de equipo. El trineo se deslizó hacia la derecha, haciendo perder al tiro el equilibrio. Los perros zagueros se precipitaron sobre los de delante. Un muro de nieve y fragmentos de hielo cayó sobre la cabeza de Virga, cegándole. Entonces oyó el grito de Zark:
—¡Salte!
En la base de la inclinada pendiente había una llanura de hielo. El trineo iba a estrellarse allí. Los perros, atemorizados, lanzaban continuos gañidos. Virga se soltó de la madera y se tiró hacia la izquierda, a suficiente distancia del trineo. Aterrizó sobre un costado y rodó sobre aquella superficie de cristal, tratando de proteger en todo momento su mano herida. Oyó por debajo de él el sonido del metal al golpear las rocas. Saltaron chispas. El tiro era un coro de gañidos y ladridos de dolor. Luego, Virga resbaló hasta la base de la pendiente y quedó tendido allí, boca abajo, respirando agitadamente.
Zark se hallaba de nuevo en pie y cubría con cautela el último tercio de la pendiente. Más allá, Michael se esforzaba por levantarse.
Virga aclaró su visión. Probablemente tres o cuatro perros habían resultado heridos. El bulto oscuro del trineo yacía más adelante, y los perros, aunque estaban todavía atados, se hallaban esparcidos. La mayor parte de ellos se habían puesto a cuatro patas y esperaban, pero había unos cuantos que seguían tendidos e inmóviles.
Y cuando Virga contó los perros que habían salido ilesos, vio un ligero centelleo a menos de un kilómetro de distancia.
Virga se puso en tensión. Michael casi le había alcanzado ya. Indiferente al nuevo dolor que le hacía notar palpitaciones en la mano, Virga hizo un movimiento.
—Una luz —dijo—. Acabo de ver una luz por allí.
—¡Maldita sea! ¡Al infierno con todo! —exclamó Zark a sus espaldas. Estaba sacudiéndose la nieve adherida a sus pieles mientras caminaba. El hielo impregnaba por completo su barba y le hacía parecer un anciano—. Tal vez se soltó uno de los malditos patines. Y mis perros…
—Zark —dijo Michael en voz baja, señalando a lo lejos. El cazador miró lo que le indicaba el dedo del otro, la centelleante luz.
Zark gruñó y susurró:
—Podría tratarse de otro grupo de cazadores del hielo. Aquí la caza no es buena ahora. Sin embargo…
—¿A qué distancia estamos de eso? —preguntó Virga—. A menos de un kilómetro, ¿no?
—Es posible —confirmó Zark—. No, no. Queda más lejos. Pueden estar seguros de que por allí oyeron el ruido del trineo al dar contra el fondo. Parece que alguien con una linterna está andando… Se mueven con demasiada lentitud para ir en trineo.
Zark estuvo observando la luz durante unos segundos y luego se dirigió a buen paso hacia el trineo y los perros. Fue de un lado a otro entre los animales, hablándoles en voz baja.
—¿Se encuentra usted bien? —preguntó Michael a Virga.
—Sí. Estoy bien.
—Bueno, yo creo que esa luz brilla dentro del campamento de Baal. Hay una posibilidad de que el propio Baal pueda haberse ido ya. Si es así, volveré a Avatik y continuaré la busca por otro camino. ¿Regresará usted a Estados Unidos?
—No sé. No sé qué haré.
Uno de los perros ladró agudamente. Al volverse hacia él vieron que Zark levantaba su rifle para descargar un golpe en la cabeza a un segundo perro. Luego le llegó el turno a un tercero y a un cuarto animal. Zark se inclinó y cortó con un cuchillo las riendas de los perros muertos. Después revisó con atención los patines y se dirigió a donde estaban los dos hombres.
—Tres de los perros tenían alguna pata rota, y uno de ellos se había partido el espinazo —les explicó—. El trineo tiene un patín dañado. Tendremos que ir despacio, ya que aquí no dispongo de medios para repararlo. ¿Están bien ustedes dos? ¿No se han roto ningún hueso? Magnífico.
Zark recogió unas cuantas cosas que se habían soltado del trineo y volvió a atarlas. Después se arrolló el látigo en torno a la mano y se aseguró de que las riendas estaban en orden.
—De aquí en adelante —prosiguió— no quiero oír hablar a nadie. A nadie. Ni siquiera han de respirar con fuerza. Hay alguien por ahí que sabe dónde estamos. Puede que no sepa ni quiénes ni cuántos somos, pero nos ha oído. Y vamos a prescindir de nuestra luz.
Zark se aferró a las guías del trineo y dijo en voz muy baja.
—Gamma.