24

Virga se agitó. Algo estaba oprimiendo con fuerza y repetidamente sus costillas.

Dio la vuelta, abandonando su encogida postura sobre el sucio suelo, y al cabo de unos segundos identificó a Zark, que se inclinaba sobre él. Había estado presionándole en el costado con la punta de una bota. El hombre le puso en la mano un recipiente que contenía un oscuro y humeante líquido.

—Tome —dijo—. Esto le hará despertarse del todo.

Michael ya estaba despierto, apuraba el contenido de otro recipiente y descolgaba sus ropas de una percha que había sobre la estufa, donde las había puesto para que se secaran la noche anterior. Virga sorbió un poco de su brebaje, que se le antojó una nauseabunda cerveza negra, y vio entonces que la muchacha esquimal se había ido. Apenas había podido dormir a causa del ruido que hiciera la pareja rodando sobre la litera y haciéndola crujir como un par de bestias salvajes. Pero se sentía satisfecho en un aspecto, por haber sido capaz de averiguar algo acerca de Zark. Antes de que él hubiera atenuado la llama de la lámpara de queroseno para unirse a la chica sobre las pieles de oso, Virga había contemplado fugazmente su ancha y desnuda espalda, en la que descubrió un bello tatuaje representando la cabeza de un anciano chino. La imagen tenía tal claridad y gracia que hubiera provocado su envidia de haber sido partidario de aquel tipo de prácticas.

—¿Dónde está la chica? —inquirió Virga.

—Su marido vino a buscarla —contestó Zark, que estaba cortando en trozos una pieza grande, plana y negra que había sacado de un bidón lleno de hielo situado al fondo de la cabaña—. Ellos siempre se muestran un poco celosos a la mañana siguiente. ¿Ha probado alguna vez la carne de morsa?

—No.

—Será mejor que vaya acostumbrándose a ella.

Virga y Michael se hicieron cargo de los trozos de carne negra que Zark cortara para los dos. Michael comió el suyo de buen grado, pero el sabor de aquélla mezclado con el de la cerveza era bastante más de lo que Virga podía soportar: la carne era aceitosa y olía intensamente a sustancia fermentada. No obstante, se alegró de poder llevar algo a su estómago. Después de tragarse el último trozo de su ración sin vomitar se sintió muy orgulloso de sí mismo. Ahora bien, denegó con un movimiento de cabeza cuando Zark le ofreció otro trozo.

Zark se encogió de hombros, reservándoselo para él.

—¿Qué es lo que han traído cubierto con lonas? —preguntó el hombre—. ¿Una jaula con materiales prefabricados?

—No —respondió Michael—. Es una de mis pertenencias.

—¡Santo Dios! Debe usted de haberse traído cuanto tenía. Ahí fuera eché un vistazo a lo que el esquimal soltó de su trineo. Usted no se propone moverse con mucha rapidez, ¿verdad?

—Trajimos lo necesario.

—Lo necesario. ¡Diablos! Todo lo que un hombre necesita para ir al Polo y volver es un trineo bueno, sólido, y ocho perros fuertes. Para qué hacen falta los prefabricados si pueden construirse refugios de hielo como hacían los viejos cazadores. Pero usted es un kraslunas y ni siquiera sabe de lo que estoy hablando. —Zark miró ahora a Virga—. ¿Qué clase de doctor es usted?

—Soy profesor. Profesor de teología.

—¿Y eso qué es?

—Son conceptos religiosos.

—Usted vive conforme al Libro, ¿no?

—Supongo que sí —respondió Virga—. Es una manera de decirlo.

Zark asintió.

—Sí. Siempre hay sitio en el mundo para otro hombre sagrado. —Colocó junto al bidón con hielo la carne de morsa que había sobrado—. Lo pervierten todo hablando de cosas que ustedes mismos ni siquiera comprenden. Dicen que algo es malo en el nombre de Dios porque no les gusta. —Zark quitó la tapa al bidón de la carne y envolvió ésta en papel de periódico antes de colocarla en el hielo, junto a otros paquetes—. Ustedes usan el nombre de Dios como excusa.

Con un golpe seco encajó la tapa en el bidón.

Virga tuvo la impresión de que aquel hombre trataba de iniciar una discusión, y contestó irritado:

—Hay quien procede así.

El otro gruñó, concentrando su atención en Michael.

—Me imagino que usted también usa a Dios como excusa, ¿eh?

—No —respondió Michael, cuyos ojos brillaban bajo el tenue destello de la lámpara de queroseno—. Yo culpo sólo a los hombres.

Zark escrutó su rostro como si no hubiera estado seguro del todo acerca de lo que contemplaba. Las ventanillas de su nariz palpitaron brevemente, como captando un olor. Luego, esbozando una sonrisa, preguntó:

—¿Ha matado usted a alguien alguna vez, muchacho?

—Que yo sepa, no.

—Usted parece ser capaz de ello. Parece capaz de disparar sobre un hombre y no mostrarse en modo alguno afectado por ello. Existe poca diferencia entre matar a un hombre y matar un animal de cualquier clase; no hay tanta diferencia. Sobre todo si el otro se propone matarle a usted. ¿Le molesta a usted esta conversación, Santo Varón?

—Yo soy muy tolerante —respondió Virga.

—Bien —dijo Zark—. Eso está bien.

—¿No piensa reconsiderar su decisión sobre su negativa a llevarnos al nordeste desde Sagitak?

—No. No voy a reconsiderar eso. Ahora engancharé los perros al trineo. Tendrán que estar listos cuando vuelva para ayudarme a colocar en él sus efectos.

Zark abrió la puerta de la cabaña, en la que entró una ráfaga de aire helado. Por unos momentos, Virga y Michael le oyeron dar voces a sus perros mientras trabajaba con ellos.

—¿Qué es lo que debemos hacer? —preguntó Virga—. ¿Regresar a Avatik y pagar a alguien para que nos guíe? Así vamos a perder tres días.

—Sí, tres días. Quizá sea demasiado tarde ya. —Michael miró con atención a su amigo—. Pero si resulta demasiado tarde tal vez haya otro sitio. Yo voy a continuar. ¿Usted qué hará?

—No lo sé. Hace dos días que no leo ningún periódico ni he oído ningún boletín de noticias. Tengo miedo de enterarme de lo que puede estar sucediendo.

—Lo peor —dijo Michael, bajando la voz—. Hay que estar preparados siempre para lo peor.

—¿Por qué se entregó usted tan desesperadamente a la persecución de Baal? —inquirió Virga—. ¿Qué puede usted hacer, qué podemos hacer nosotros para impedir sus actividades criminales?

—Antes de nada debemos localizarlo. Luego me las habré con Baal… a mi manera.

La puerta volvió a abrirse.

—Ahora necesito sus músculos —dijo Zark.

En aquella intimidante oscuridad, los tres hombres aunaron sus fuerzas para levantar la jaula cubierta y ponerla en el viejo trineo. Zark lanzó una maldición y añadió:

—Van a reventar a mis perros con esta condenada carga.

Sujetaron el resto del equipo y luego siguieron a Zark de vuelta a la cabaña para cargar unas cuantas cosas más. Zark limpió cuidadosamente su rifle y una pistola de señales con mango de caucho, y llenó de municiones y bengalas una bolsa de piel de foca. A continuación, se hizo con un trozo de carne de morsa y comprobó una de las lámparas para asegurarse de que el depósito estaba rebosante de queroseno.

—¿Lleva usted consigo algunas piquetas para el hielo? —inquirió Michael.

—Sí —respondió Zark—. ¿Por qué?

Michael se echó por encima de la cabeza la capucha de su parka, sin contestar.

Ya fuera de la cabaña, Zark frotó con nieve los patines de su trineo, y Virga tuvo ocasión de ver los perros mientras quedaron bajo la luz de la lámpara. Eran bestias poderosas, de anchos lomos, fuertes, que aun paradas tiraban impacientes de sus arneses. El primero de los perros, negro y tuerto, presentaba numerosas cicatrices en sus costados; los otros canes le cedían un amplio espacio, y aunque se enseñaban los amenazadores dientes entre sí, nunca mostraban un colmillo en dirección a aquél.

Zark comprobó las amarras del equipo y una vez más profirió una maldición al considerar su volumen.

—Nos vamos —dijo de repente.

Casi antes de que Virga oyera su voz dirigida a los perros, el trineo se estremeció y salió disparado rampa arriba, con Michael corriendo al lado, en tanto que Zark hacía restallar su látigo sobre la cabeza del perro guía.

Los perros treparon por la cuesta con un arranque impetuoso. Parecían sentirse a gusto, ansiosos de correr por la nieve. El trineo se deslizó por entre los agudos salientes rocosos y al cabo de unos instantes corría por la despejada llanura de hielo, donde el viento aullaba de una manera enloquecedora en torno a ellos.

Virga observó que Zark parecía manejar su trineo y sus perros con más destreza que Migatuk. Utilizaba el látigo o daba voces sólo ocasionalmente; los perros parecían comprender sus órdenes, incluso cuando sus anchas manos se limitaban a aferrarse a las guías. Tras largos y duros años de compañía mutua, Zark y sus perros formaban un todo, pensó Virga. Él había oído referir historias relativas a la fiereza de los perros del Ártico; tenía noticia de sus repentinos y salvajes ataques contra los de su especie y contra los niños esquimales, pero allí formaban parte de una bella máquina viviente que le fascinaba por su primitiva gracia.

Michael no parecía afectado por el hecho de que Zark se hubiese negado a llevarlos, pero Virga se sentía deprimido. Experimentaba una infantil frustración y un amago de resentimiento por la forma en que Zark había intentado hostigarle en la cabaña. Zark no comprendía la importancia que tenía la búsqueda de Baal. Tal vez era un hombre esencialmente terco, decidido a no actuar de otra manera incluso comprendiéndolo todo. Virga se sentía, además, inútil y temeroso. Su largo viaje y los grandes gastos efectuados resultaban inútiles porque un hombre, sólo un hombre, se negaba a enseñarles el camino. Profirió una maldición. Si Baal no podía ser localizado, ¿cómo iba a poder él, Virga, regresar a la universidad y a su vida de siempre conociendo el alcance del poder de Baal, sabiendo que por un breve instante había sido casi atrapado por ese poder y que todavía podía ser alcanzado por el mismo? ¿Qué podría decirle a Judith? ¿Qué sentiría cuando se despertara en su apartamento de Boston, en el curso de una fatigosa noche, más solo y atemorizado que nunca frente al futuro?

Miró a un lado y vio que el rostro de Michael se había convertido en una máscara de expresión decidida, tensa. Allí, en aquella dura tierra, viajando bajo un cielo tan negro como la puerta de la muerte, no había más solución que continuar adelante.

Tras recorrer un par de kilómetros llegaron a una especie de sierra. Grandes masas de hielo se hallaban esparcidas allí, de manera desordenada, como bloques de hormigón. Zark bajó la cabeza para defenderse del viento, y abrió con la piqueta un estrecho pasillo, por el cual los perros se deslizaron con esfuerzo. Salvado el terreno irregular, empezaron a moverse sobre los lisos hielos, con el chapoteo luminoso de la linterna guiándoles. Zark corregía su curso en unos cuantos grados de vez en cuando, aunque Virga no pudo determinar cómo avistaba el camino.

Poco más tarde, cuando el hielo se había posado en las cejas de Virga y en su reciente barba, y el profesor no veía ya otra cosa que una oscura y vasta extensión, Zark levantó una mano y frenó el trineo con los tacones de sus botas.

—Descansaremos aquí un rato —dijo, por encima del rugido del viento—. Nos hallamos en el punto medio del trayecto.

Zark desembaló la tienda de piel de oso y la montó con sus anclajes metálicos, manteniéndola floja. Los perros evacuaron en la nieve y Zark, sin ningún rodeo, les imitó. Michael y Virga se arrastraron a través de la abertura de la tienda con la linterna de Zark para calentarse de modo precario bajo su llama.

Dentro de la tienda seguían teniendo frío, pero al menos quedaban resguardados del molesto viento. Luego Zark entró allí también procediendo a encender su pipa de hueso y a comprobar si tenía alguna llaga de las producidas por las congelaciones. A continuación, mantuvo la lámpara en alto para examinar las caras de sus dos acompañantes, y después de confirmar que no habían sufrido daño alguno, la colocó en medio de ellos, de modo que proyectaba las negras y anchas sombras de sus cuerpos en la pared de la tienda.

Virga, atormentado, se frotó las manos para hacerlas entrar en calor.

—¿Qué temperatura hará ahí fuera? —preguntó a Zark.

—Ahí fuera hace calor comparado con las temperaturas que yo he conocido. Tal vez sean cuarenta grados bajo cero, pero no mucho más.

—¿Cómo puede calcularlo?

Zark gruñó.

—Cuando la temperatura es de cuarenta grados bajo cero el orín se hiela al llegar al suelo. A los cincuenta bajo cero, se hiela camino del suelo, Y a los sesenta, si intentas orinar, tu pito se te desprende.

El hombre lanzó una bocanada de humo azulado y observó cómo ascendía la nubecilla hasta el techo cónico de la tienda y se quedaba flotando allí.

—Usted no es esquimal —manifestó Michael al cabo de unos momentos—. ¿Qué está haciendo en este lugar?

Zark frotó las manos en torno a la caliente pipa de hueso, haciendo como si no hubiera oído la pregunta. Nada había en su actitud que indicara que iba a contestar. Virga se disponía a preguntarle cómo podían los perros soportar aquel frío cuando Zark declaró:

—En parte soy esquimal; es decir, en la medida en que siento el hielo en mi sangre y sé que pertenezco a estas tierras.

—¿Nació usted en Groenlandia?

—¡Diablos! Yo no soy danés. Nací en Gorki. Mi abuelo era un esquimal de raza y ni siquiera puedo recordar su nombre, pero sé que fue un poderoso cazador, un gran jefe de su tribu. No recuerdo nada de él, pero mi padre me dijo una vez que se perdió en los icebergs cuando cazaba el narval con un arpón de hueso. Teníamos un pequeño piso en Gorki, y mi padre era soldador; el piso era tan reducido que ni siquiera podíamos sonarnos. Mi padre no podía resistirlo, pero quería complacer a mi madre. A él le gustaba la costa septentrional y ella amaba la ciudad.

El humo giraba sobre la cabeza de Zark. Sus ojos eran fríos, azules y brillantes. Virga pensó que de la misma manera debía brillar el hielo bajo el fuerte sol del verano.

—Él intentaba complacerla —explicó Zark—, pero no hay modo de contentar a las mujeres. Es que no se puede. Yo le recuerdo en aquella casa mirándola ferozmente. Ella se iba, le dijo, y añadió que podía quedarse con su hijo porque era igual que él. Ambos eran salvajes y perversos, y no podían convivir con la gente, a su juicio. Esto fue después de haber estado yo a punto de matar a otro chico en una pelea callejera. Pero ésa es ya otra historia. Y ella tenía razón. Mi padre y yo éramos parecidos; los dos amábamos la libertad. Dentro de nosotros, el esquimal necesitaba regresar a los hielos.

Zark guardó silencio por unos momentos. El viento del norte sacudía la tienda. Zark daba la impresión de estar escuchándolo. Miró luego a los dos hombres cautamente, indeciso, sin saber si debía continuar hablando.

—Y entonces se trasladaron los dos a estas tierras, ¿no? —preguntó Virga, tan interesado por la historia del hombre como temeroso por tener que regresar al frío del mundo exterior.

—No —respondió Zark—. Él fue de un sitio a otro, de un trabajo a otro, y yo le seguí. Y los sitios que visitábamos estaban cada vez más cerca del mar septentrional. No tenía necesidad de decir que nos encaminábamos hacia él. Yo ya lo sabía. Pero antes de que alcanzáramos la costa mi padre cayó enfermo; algo de pulmones. Yo trabajé días enteros en lo que se me presentaba, que no era muy variado: siempre trabajos de carretera, vertiendo hormigón. Peleé por algún tiempo en ciertos clubes masculinos. Los combates eran sin guantes, y vi caer a muchos hombres fuertes. ¿Ha visto usted alguna vez una pelea sin guantes? —preguntó Zark, mirando a Virga.

—No, nunca.

—Me lo figuraba. Es un espectáculo demasiado brutal para su sensibilidad, ¿eh? Algunos de aquellos hombres tenían las manos cubiertas de cicatrices y dejaban que se endureciesen sus callosidades hasta quedar como nudilleras. Podían abrir brecha en un ladrillo. Los combates se prolongaban hasta que ninguno de los contendientes sabía dónde estaba; nos tambaleábamos en busca de algo que golpear, simplemente. El que acababa en pie era el vencedor, y el dinero caía bien por aquellos días. Pero la enfermedad de mi padre se agravó. Estaba siempre tosiendo; me rogaba a cada paso que lo llevara a los hielos. Una mañana me lo encontré muerto, con el mismo aspecto que al quedarse dormido la noche anterior. Aquélla fue la única noche en que no lo oí toser. Hasta que se ahogó. Recuerdo haber pensado entonces que tal vez estuviera pronto en condiciones de viajar. El día que lo enterramos nevó. Bien. —Zark se encogió de hombros y dio unas furiosas chupadas a la pipa para aclarar su visión—. Llegué al mar. Encontré trabajo en un carguero que transportaba chatarra de hierro. Hombre de Dios, ¿ha trabajado usted alguna vez en la mar?

—No.

—Es un trabajo duro. Pero que te enseña muchísimas cosas. Te enseña cuándo debes pelear y cuándo debes dar marcha atrás, cuándo plantarte y cuándo echar a correr como alma que lleva el diablo. Trabajé dentro y fuera de los muelles de carga durante unos cuantos años, metido en viejos cacharros cuyos remaches estaban a punto de saltar navegando por el Báltico. A mí me gusta la mar; va a su paso. No hay nada que la acelere ni nada que debilite ese trueno. Pero después fui a dar con el piloto de una bañera que transportaba máquinas quitanieves desde Riga hasta el mar Blanco. No me llevaba bien con el oficial de cubierta. Era un embustero, un hijo de puta y un tramposo jugando a las cartas. Ni siquiera puedo recordar cómo era, y eso que bien sabe Dios que lo miré muchas veces. Siempre andaba buscando un pretexto, lo que fuera, para meterse conmigo. Y que me aspen si no lo conseguía a menudo.

Zark se echó a reír de repente. Su risa era una especie de ronco ladrido que igual hubiera podido salir de la garganta de uno de los perros.

—Que me aspen si no lo conseguía. Maté a aquel cabrón en la proa del barco, bajo una luna creciente. Le propiné dos golpes en la cabeza. Fueron dos buenos golpes, de los que me habría sentido orgulloso sobre la lona de cualquier cuadrilátero. —Simuló un directo con su enorme puño—. Se derrumbó como un saco de grano. A bordo se pensó en encerrarme en el calabozo al mismo tiempo que el buque ponía proa a Rusanova para entregarme a las autoridades. Pero había allí otros hombres que habían tenido problemas con aquel hijo de puta y se sentían muy agradecidos por habérmelo cargado. Así pues, una noche, en el mar de Barents, ellos hicieron la vista gorda y yo arrié un bote salvavidas y abandoné el barco entre témpanos de hielo. Todos pensaron que moriría allí, que terminaría suicidándome y otras tonterías por el estilo. ¡Diablos! No. Me fui alejando del buque con toda la rapidez que me permitían los remos.

Zark miró a Michael y Virga a través de la girante y azulada cortina de humo. Sobre el negro rastrojo de barba, sus ojos se veían oscuros y hundidos.

—Ustedes no saben lo que es estar solo en la mar, rodeado por témpanos de hielo, algunos de ellos grandes, enormes, como ciudades congeladas. Sólo se tiene por debajo el mar profundo, y encima los bancos de hielo, que lo dejan a uno ciego con sus colores: blanco de hueso, azul intenso, verde pálido. Uno puede ver las profundidades del océano reflejadas en esos hielos. A veces se acierta a oír como un gruñido cuando el hielo se parte y da lugar a otro iceberg más pequeño. En ocasiones, la masa de hielo emergía casi por debajo de mí. Era quizá lo que más temía: que el hielo, al quebrarse en las profundidades, emergiera haciendo zozobrar mi embarcación y precipitándome en las frías aguas.

»Al tercer día —continuó Zark— estaba perdido. No podía oler el viento. Los bancos de hielo contra el blanco firmamento parecían grises masas de sucio hormigón. Estaba describiendo círculos; todo tenía el mismo aspecto. Se me acabaron las provisiones. Pasé tres días sin comer nada. No veía más que unas nubes bajas, el blanco mar e icebergs como montañas. Y al séptimo día, al despertar, lo vi.

Zark permanecía inmóvil, con su pipa apretada entre los dientes. Sus negros ojos tenían una expresión cavilosa.

—¿Lo vio? —inquirió Virga—. ¿A quién?

El otro se encogió de hombros bruscamente.

—No lo sé. No sabía qué pasaba, pero el caso es que entre dos bancos de hielo, a estribor, había un esquimal en un kayak. Empecé a remar tras él, pero nunca permitió que me acercara lo suficiente para poder verle la cara. En ningún momento. Era un hombre, sin embargo; puedo firmarlo por la forma de impulsar su kayak. Apreté los dientes y seguí remando con tal esfuerzo que creí estar a punto de morir. Él remaba al estilo de los esquimales, siempre por delante de mí.

»Seguí al kayak durante dos días. Aquel hombre no pronunció ninguna palabra, aunque yo grité y maldije para hacerle hablar; el esquimal se limitaba a volver la cabeza de vez en cuando para asegurarse de que continuaba siguiéndole. Me hizo pasar por entre túneles de hielo, cerca de icebergs tan altos como los edificios de Moscú. El hombre conocía aquellas malditas aguas, sin duda. Pero tres días más tarde lo perdí de vista. Se deslizó por un hueco entre dos icebergs y cuando yo acabé de rodearlos había desaparecido. Vi entonces a babor de mi embarcación y muy lejos un grupo de esquimales que cazaban con sus kayaks. Ellos me guiaron hasta Edge Island, donde disfruté de una buena comida a base de caldo y carne de morsa, y luego dormí dos días seguidos. Cuando les pregunté quién era el que me había llevado hasta ellos no supieron decírmelo; al parecer lo ignoraban. No tenían la más leve idea sobre el particular; me dijeron que no sabían de ningún cazador que se hubiera aventurado nunca tan lejos de sus tierras. Así que todavía no tengo ni puñetera idea sobre la identidad de mi guía. Aún me pregunto quién es.

Michael asintió.

—La visión de un chamán —comentó.

—¿Qué? Al diablo con eso. De todos modos, yo seguí a los esquimales nómadas por las llanuras heladas, entré en Groenlandia y aquí me quedé. La caza es condenadamente buena y el hombre depende sólo de sí mismo y de nadie más. Como debe ser.

Los tres permanecieron en silencio durante un rato, el tabaco ardía en la pipa de Zark, produciendo débiles crujidos. Unos momentos después, éste se estiró, diciendo:

—Hay que ponerse de nuevo en marcha. Quiero dejarles en Sagitak dentro de un par de horas.