Durante varias horas viajaron azotados por fuertes vientos que soplaban, silbantes, desde el casquete polar y que redujo el ritmo de su avance. Migatuk hizo restallar su látigo por encima de las cabezas de los esforzados perros sólo para alterar su curso unos grados. El trineo esquimal de patines de hierro iba cargado con víveres suficientes para subsistir si una tormenta de nieve les impedía seguir su camino. Disponían de parkas nuevas y kamiks, botas de piel de foca y cuerdas de piel de perro, junto con una tienda de pieles de oso polar cosidas que podía ser montada sobre el hielo mediante pequeños clavos de acero. También viajaba en el trineo, convenientemente atada, la jaula aportada por Michael. Los tres hombres habían tenido que hacer acopio de fuerzas, debido a su peso, para levantarla y colocarla en el trineo. Migatuk había expresado su contrariedad por el hecho de castigar de aquella manera a sus perros, pero Michael permaneció silencioso, sin hablar del contenido de la jaula.
Frente a ellos sólo había oscuridad, como si hubiesen estado trepando o cayendo por un gigantesco hoyo. Incluso el hielo parecía negro. Migatuk les había dicho que debían frotarse las mejillas y el puente de la nariz vigorosamente si sentían que la carne se tornaba insensible, pues ésa era la primera señal de congelación. Las pequeñas llagas blancas vendrían más tarde. Así pues, tras cada aullido del viento, que le hacía tambalearse, Virga se tentaba la piel expuesta al aire ansiosamente, temiendo descubrir algo de aquello.
En Avatik, las mujeres esquimales, de fuertes brazos y voluminosos vientres, habían dejado oír risitas y formulado maliciosos comentarios sobre los hombres al ser éstos equipados con los kamiks. Se hicieron así con una ropa interior cálida y unos pantalones más pesados, aunque éstos no calentaban tanto como los de piel de oso polar utilizados con orgullo por los esquimales. Luego, Virga y Michael se sentaron en compañía de Migatuk, que se puso a limpiar con todo cuidado su rifle mientras les explicaba de qué forma el aceite y la suciedad suelen helarse en cuestión de segundos sobre los bancos de hielo. A continuación, sin más, les expuso lo que él esperaba de los dos: no debían hablar si no existía un propósito definido, no se apartarían nunca del rastro dejado por el trineo y en ninguna circunstancia se acercarían a los perros. Michael se mostró de acuerdo y después de que ellos y un grupo de esquimales hubieron cargado el trineo, se tendieron, para quedarse profundamente dormidos ante el fuego del hogar de Lahr.
Por la mañana —Virga supo que era por la mañana porque así se lo había dicho Lahr, ya que no podía saberlo de otra manera— los vientos soplaron con mayor violencia, lanzando intermitentes masas de nieve contra las ventanas. Tras ingerir el contenido de una taza de reconfortante té, los dos hombres salieron al aire libre, al frío, encontrándose con que Migatuk y su hijo se dedicaban a desenredar los tirantes de los perros antes de situarlos en sus sitios ante el trineo. Luego, con un ademán de despedida a Lahr y al grito de Migatuk de ¡Gamma!, ¡Gamma!, dirigido a sus animales, fueron alejándose del poblado hasta que sus cálidas luces se perdieron en la llanura.
El frío era entumecedor, pero no tan terrible como Virga había esperado. El viento gélido no penetraba sus pantalones ni sus parkas. Los pies y las manos se mantenían calientes merced a las protecciones proporcionadas por Migatuk; su cara era lo único que quedaba expuesto de su cuerpo, y sintió que el hielo iba formándose en sus cejas y en el leve vello de la barbilla.
Michael, que caminaba a un lado y por delante de Virga, a un paso, parecía haberse desentendido del frío.
Al cabo de un rato, Virga pensó que Migatuk se había desorientado. El mismo no tenía el menor sentido de la orientación allí. Todo era yermo y extraño; no había nada que pudiera servir de referencia, ni siquiera rocas o chozas abandonadas con las que trazar un itinerario. Pero de vez en cuando los perros ladraban agudamente bajo el restallido del látigo, y el trineo, con los patines silbando sobre la comprimida nieve, viraba levemente hacia la izquierda o a la derecha. Y todavía continuaban avanzando contra el viento, sin pronunciar una palabra.
Sin previo aviso, la tierra surgió en forma de llanura moteada de rocas con nieve. Al parecer, entonces descendían, y los perros se desplazaron con más lentitud para sostenerse firmemente en la cuesta. Por todas partes había grandes y negras rocas. Eran como escudos que les protegían del azote directo del viento, pero Virga podía oírlo silbando de modo fantasmal por grietas y fisuras, resonando sobre sus cabezas. Migatuk hacía restallar su látigo, dando voces a los perros para que se sintieran confiados.
Virga miró a lo lejos. Le pareció ver titilar una luz a mucha distancia. Sentía los acelerados latidos de su corazón. Migatuk dio unas voces a los perros de nuevo y Virga creyó, aunque no estaba seguro, haber notado un temblor en sus palabras. Prosiguieron el avance, con el látigo restallando a un lado y a otro, a fin de obligar a los perros a seguir un camino recto.
En la base de la cuesta se vieron de nuevo sobre una sólida y lisa masa de nieve y hielo, pero allí el viento no era tan fuerte. Más allá, en la llanura, Virga identificó la forma rectangular de una cabaña prefabricada, en cuya única ventana brillaba una luz. Más allá de la cabaña no había otra cosa que una especie de negro y sólido telón.
Migatuk dejó oír su voz y el trineo se detuvo a poca distancia de la vivienda. Entonces no se oyó allí más sonido que la respiración agitada de los perros del tiro y el distante y fantasmal gemido del viento al batir contra las rocas.
—Esto es todo lo lejos que yo me atrevo a ir —explicó Migatuk a los dos hombres—. Ahí está la cabaña del hombre de las dos cabezas.
Un segundo después resonó en los oídos de Virga un estallido que hizo aullar a los perros, asustados. Migatuk dio media vuelta. Delante del trineo se elevó una espiral de nieve, esparciendo pequeños trozos de hielo que dieron en las caras de los hombres. El sonido del disparo retumbó sordamente por toda la llanura, perdiéndose en el mar helado.
Migatuk gritó «¡Maiksuk!», e hizo restallar su látigo junto al primero de los perros, saltando al mismo tiempo que volcaba su cuerpo hacia un lado para que el trineo diera la vuelta y regresara. Virga cayó de espaldas, quedando apartado del trineo, y vio que Michael había ido a parar también al suelo por el repentino ímpetu de los perros. Migatuk hizo restallar una vez más su látigo; el trineo pareció estremecerse violentamente y empezó a ganar velocidad. Cuando llegaba a la cuesta e iniciaba la subida, Virga distinguió un cuchillo en la mano del esquimal cuya hoja brilló al reflejar la luz que salía por la ventana de la cabaña. Migatuk cortó las cuerdas que sujetaban las provisiones para deslizarse más velozmente. El equipo y aquella pesada cosa cubierta con lonas, una vez sueltos, resbalaron hasta la base de la pendiente. Libre de su carga, el trineo dio la impresión de tener alas; la nieve salía despedida de las patas de los perros. En un instante el trineo se perdió de vista: Migatuk emprendía el arriesgado viaje de regreso a la seguridad de Avatik.
Michael rodó sobre su vientre; tenía los párpados entreabiertos; inspeccionaba con todos sus sentidos la oscuridad. El estampido del disparo no había muerto todavía; los dos hombres podían oírlo aún, desplazándose como un trueno a gran distancia. Junto a la cabaña prefabricada percibieron un tremendo coro de ladridos y gañidos de perros.
Virga estaba desorientado. Miraba a su alrededor con aire desvalido, sabedor de que constituía un blanco perfecto y, sin embargo, sintiéndose incapaz de decidir qué era lo que debía hacer.
—No se muevan de donde están —dijo una ronca voz masculina.
Las palabras sonaron en los oídos de Virga y Michael como una orden, pero habían sido pronunciadas en voz baja, casi con naturalidad.
Virga miró hacia el punto de procedencia de la voz, a su derecha y a lo lejos. Por el rabillo del ojo sorprendió un movimiento. Alguien que había estado tendido en el hielo se erguía. El doctor pensó que el desconocido tenía las piernas cortadas por las rodillas, pero luego se dio cuenta de que simplemente había estado agachado detrás de una blanca y pequeña elevación. El hombre abandonó su parapeto y se mantuvo con el rifle apuntando a un punto que quedaba entre Virga y Michael. Dijo algo en danés y esperó. A continuación, se expresó en inglés:
—¡Eh, usted! Tiéndase en el hielo con su compañero. Estiren piernas y brazos y no se muevan. Bien. Hablan este idioma. Así. Quietos.
El hombre avanzó despacio hacia ellos. Virga vio sus botas, de deteriorada piel de foca, con un reborde amarillento de piel de oso polar. Palpó metódicamente sus cinturas y sobacos para averiguar si llevaban armas. Después retrocedió unos pasos satisfecho y dijo con calma:
—Dense la vuelta muy lentamente. Les mataré si me disgusta su manera de respirar.
Hicieron lo que se les ordenaba. Embutido en sus pieles, con pantalones de piel de oso polar, el hombre que se inclinaba sobre los dos era un bulto informe, carente de rostro, que guardaba silencio estudiando sus caras en la oscuridad.
—No son esquimales ni daneses. ¿Quiénes son ustedes?
—Hemos venido desde Avatik para verle —explicó Michael, en cuya voz se percibía un extraño tono tranquilizador—. No queremos causarle ningún daño. Sólo deseamos hablar con usted.
El cañón del rifle descendió unos centímetros.
—Una vez vinieron aquí unos hombres para hablar conmigo —respondió el otro—. Querían hacerse con mis pieles de oso polar. Antes de que hubieran terminado de hablar les maté. Ustedes ¿qué buscan?
Michael contestó con serenidad:
—Deseamos que nos ayude.
El hombre guardó silencio.
—¿Podemos incorporarnos? —inquirió Michael.
El cañón del rifle cobró altura de nuevo y su dueño retrocedió.
—Pónganse en pie —dijo—. Pero recuerden que yo puedo ver en la oscuridad.
Michael y Virga se levantaron, sacudiéndose la nieve adherida a su indumentaria. Michael habló de nuevo:
—Podríamos hablar con más comodidad si nos resguardáramos del frío.
—A mí no me molesta.
—A mí sí —insistió Michael.
El hombre gruñó, señalando con su rifle la cabaña.
—Caminen delante. Pero que no se les pase por la cabeza la idea de alguna treta. No se les ocurra ni pensar en tal cosa.
Cerca de la cabaña había varios perros sujetos con cadenas a unas estacas. Eran bellos animales, grandes, con ojos que parecían brasas; al acercarse los tres hombres se pusieron a cuatro patas e hicieron una serie de sordos gruñidos a modo de bienvenida. A un lado de la vivienda había un trineo de estilo esquimal, y a su alrededor latas de conservas vacías y desperdicios similares a los que Virga observara en Avatik. El hombre levantó el rifle, siempre apuntando en dirección a Michael y Virga, se les adelantó y abrió la puerta de un empujón. Acto seguido retrocedió para poder vigilar a la pareja en el momento de entrar.
En el interior silbaba una estufa que inundaba de calor toda la cabaña. Dos lámparas de queroseno emitían una tenue y amarillenta luz. En un rincón había una litera cubierta con pieles de oso polar. El suelo de la cabaña, de una sola habitación, se veía sucio y manchado de sangre. En las paredes, cubiertas de pieles, habían sido clavadas láminas de calendarios con chicas desnudas, posando sobre camas, sofás o playas calentadas por el sol.
—¡Ja! —saltó el hombre bruscamente con voz ronca—. Les gustan mis chicas, ¿eh?
Virga se volvió para verle bien.
El hombre estaba guardando su abrigo, grande y manchado de sangre. Él mismo era como un oso, enorme, de ancho corpachón. Era casi de la talla de Michael, y su cabeza quedaba a apenas un palmo del techo. Sus cabellos, descuidados, eran largos y negros; su negra barba tenía el color de la escarcha en torno a la boca. Los ojos, de azul cobalto, brillaban en una faz devastada por los elementos. Unas arrugas cruzaban la frente, juntándose en torno a los ojos; Virga descubrió también en él profundas cicatrices que supuso el producto de llagas producidas por congelaciones, que debía haberse operado por sí solo. Sus párpados aparecían ligeramente entreabiertos, debido a la costumbre de mirar al aire libre bajo un sol que brillaba de un modo deslumbrador sobre la masa de hielo, de un azul verdoso. Había un rastro de sangre esquimal en sus salientes pómulos y en el atezado tono de la piel, pero también eran visibles rasgos de otras razas. Juzgó Virga que hablaba con un ligero acento ruso, aunque su inglés parecía también alterado por la presencia de otros acentos menos identificables.
—Nosotros esperábamos ver a un ser de dos cabezas —manifestó Michael.
El hombre asintió ligeramente. Colocó su rifle en un rincón de la habitación, pero sus inteligentes ojos no perdieron de vista en ningún momento a sus visitantes. Se dejó caer en una desvencijada silla y colocó los pies sobre el borde saliente de la estufa.
—Los esquimales tienen su manera particular de decir las cosas —comentó luego—. ¿Quién diablos son ustedes?
—Mi nombre es Michael; mi acompañante es el doctor James Virga. ¿Y usted cómo se llama?
—Soy yo quien hace las preguntas. ¿Qué es lo que están haciendo aquí?
—Ya he contestado a eso. Nos hablaron de usted en Avatik y vinimos a verle.
—Han estado a punto de ser alcanzados por una bala —respondió el hombre—. Y deben andar con cuidado, no sea que se conviertan en blanco de otra.
—¿Nos vio usted en la cuesta? —preguntó Michael.
—Los vi, diablos. —El esquimal se inclinó hacia delante, mirando alternativamente a los dos hombres—. Les olí.
Michael se aclaró la garganta y paseó la mirada por las paredes.
—Mi nombre es Ryan Zark —dijo el otro, tras unos momentos de silencio destinados a estudiar a los extranjeros—. Ustedes no son viajeros de los hielos; ustedes no tienen nada que hacer aquí. ¿Por qué vinieron en mi busca?
Michael fue a buscar otra silla, se sentó y procuró calentarse enfrente de la estufa.
—Hemos sabido que unos helicópteros pasaron por esta zona hace varios días. Deseamos averiguar dónde aterrizaron.
Los ojos de Zark se estrecharon un poco más y manifestó con voz cautelosa:
—Los helicópteros fueron vistos por un grupo de cazadores de un poblado que queda lejos, hacia el norte. Luego giraron en dirección al este. ¿Por qué les interesa?
—Queremos saber dónde aterrizaron —repitió Michael despacio, con voz monótona, dejando de mirar hacia la estufa para fijar la vista en los ojos de Ryan.
Zark sostuvo aquella mirada unos segundos, después gruñó y se recostó en su asiento. Buscó algo en uno de los bolsillos de su parka, del cual extrajo una pipa que parecía haber sido antes un simple hueso ahuecado. En un instante llenó la cazoleta de un tabaco negro, de aspecto grasiento, y una columna de humo azul empezó a salir de su boca y su nariz.
—Ignoro dónde aterrizaron —dijo—. No quiero saber dónde aterrizaron. Eso a mí no me importa.
—Teníamos entendido —replicó Michael— que usted era un hombre sabio, un chamán.
—¿Un chamán? Mierda. Yo soy un buen cazador, y en ocasiones digo a los esquimales por dónde tienen que ir para hacerse con una foca y un oso. Yo oigo al viento cantar y veo las nubes que anuncian una tormenta de nieve. Conozco la tierra y conozco a los hombres, los conozco a casi todos. Pero no soy un chamán. —Ryan dio una vigorosa chupada a la pipa, paseando la mirada de Michael a Virga y de Virga a Michael—. ¿Ustedes sabían que algunos esquimales me siguen porque, según ellos, por donde yo paso hay un sendero que atrae a la buena fortuna? Dicen que yo nunca encuentro al oso, que es el oso quien da conmigo. Si eso fuera verdad, me trasladaría a Copenhague llevándomelos a todos conmigo. Chamán. Llevaba mucho tiempo sin oír esa palabra.
—Si usted se conoce bien, reconocerá que disfruta de más poder que la mayor parte de los hombres —afirmó Michael.
—Tal vez. Al principio, cuando llegué a estas tierras, estuve a punto de morirme de hambre. Los esquimales me salvaron; me alimentaron y me enseñaron cómo tenía que alimentarme. Por eso, algunas veces, cuando salgo en busca de la foca o del oso, digo a los cazadores esquimales dónde pienso que podrán encontrarlos. Siempre pago mis deudas.
—¿Se mantiene usted en contacto con el resto del mundo? ¿Sabe lo que está ocurriendo allí abajo?
—¿El resto del mundo? ¡Ja! No existe más mundo que éste.
Michael contestó:
—Con esos helicópteros ha llegado aquí cierto hombre. Posee un gran poder; puede hacer lo que se le antoje con quien quiera. Ése es el hombre que nosotros debemos encontrar, y debemos encontrarlo pronto.
Zark había estado dando chupadas a su pipa mientras le escuchaba.
—¿Por qué ha de preocuparme a mí eso? Yo no puedo ayudarles.
—Sí que puede. Usted conoce esta tierra. Así nos lo ha dicho antes. El doctor Virga y yo necesitamos que alguien nos lleve al nordeste.
—¿Qué? ¿Está usted loco? Yo no me dedico a hacer de guía turístico. Realizar un viaje en compañía de hombres que no conocen el país sería un suicidio. ¿Para esto me buscaban ustedes?
—Sí —respondió Michael.
—Pues entonces vuélvanse a Avatik. Regresen a su punto de procedencia. Yo no me aventuro por los bancos de hielo con una misión propia de estúpidos.
—Le pagaré por ello.
—He dicho que no.
Michael miró a Virga y luego, fijamente, a los ojos de Zark.
—No disponemos de medios para regresar.
—Ese cobarde… —comentó Zark—. Oye el estampido de una bala y echa a correr como una vieja. Debía haberle pegado un tiro en el culo. De acuerdo, entonces. Por la mañana, les llevaré a Sagitak. Los esquimales de allí se ocuparán de que regresen ustedes felizmente a Avatik. Ahora, habrán de pagarme por mi tiempo y las molestias causadas.
—Buscamos a un hombre llamado Baal —dijo Michael al cabo de unos instantes—. Es vital que demos con él. No regresaremos. Desde Sagitak nos dirigiremos al nordeste.
—No conmigo. Quizá estén ustedes en condiciones de pagar a uno de los esquimales de allí para que les acompañe. Regálenles un par de botellas de buen whisky y harán cualquier cosa. ¿Trajeron alguna con ustedes?
—No.
—Pues entonces —dijo Zark, encogiéndose de hombros— tienen un problema.
A Michael le brillaban los ojos. Abrió la boca para decir algo, pero se lo pensó mejor y procuró relajarse en su asiento.
—Así pues, ¿no quiere ayudarnos?
—No voy a ayudarles. Ya tengo bastante con cuidar de mí mismo. La ruta que utilizaron para llegar hasta aquí desde Avatik es una ruta comercial; una mujer vieja y coja podría haberla cubierto. Pero ir más arriba, avanzando sobre rocas, ondulaciones rocosas y bancos de hielo tan grandes como un acorazado ya es otra cosa. Para eso, amigo mío, se necesita tener buena vista y buenos pulmones, así como poseer alguna experiencia en el mundo de los hielos.
Zark guardó silencio bruscamente y pareció quedarse atento al silencio reinante en la habitación. Unos segundos después, los perros atados fuera de la cabaña comenzaron a ladrar. El hombre fue a por su rifle.
—Tenemos un visitante —susurró.
Zark se puso en pie y miró por la ventana. Virga sólo pudo distinguir más allá una oscuridad absoluta. Luego, Zark se acercó a la puerta y la abrió. Entró entonces en la cabaña un esquimal corpulento que tenía una cicatriz en el puente de la nariz. El recién llegado se sacudió la nieve de sus pieles, mirando con recelo a Michael y Virga. Acto seguido formuló una pregunta en su lenguaje nativo a Zark, quien hizo un gesto dirigido a los dos hombres y bajó la cabeza. A continuación, el recién llegado habló de nuevo, fijando su mirada en el suelo a los pies de Zark y estrechando sus hombros en señal de humildad. Era evidente que tenía más años que Zark. Cuando hubo terminado su discurso, que sonó quejumbroso, siguió con la vista obstinadamente fija en el suelo.
Zark se volvió para mirar a Michael y Virga. Después asintió y dio algo al esquimal. El visitante estrechó la mano de su amigo y salió de allí, volviendo a perderse en la noche.
—¿A qué ha venido ese hombre? —preguntó Virga.
—Es un cazador de un poblado del este —explicó Zark—. Su nueva novia desea tener un niño; por desgracia, lamentándolo mucho, perdió el «fuego». En consecuencia, la ha traído aquí por mí.
—¿Cómo?
—¡Diablos! Tal vez tengo hijos a un lado y otro del Círculo Ártico. No sé… Al parecer, para ellos es un honor que yo pueda dar a sus esposas un hijo. Las mujeres no están mal. Con tanta grasa son como almohadas mullidas.
—Ese hombre cree que usted posee las cualidades de un chamán —dijo Michael—. Al mismo tiempo, se siente desgraciado por no poder engendrar un hijo; cree que aquel que tenga las cualidades de un chamán aportará honor a su nombre.
—Supongo que es así —contestó Zark—. De todos modos a mí no me importa. Bien, ¿qué tenemos aquí? Una joven.
Fuera, el esquimal había traído a su mujer desde el trineo. Le despojó de la parka forrada de piel y colocó la mano debajo de su barbilla para subrayar su belleza. Ella era muy joven; probablemente acababa de cumplir los veinte años, sin embargo su rostro reflejaba ya las penalidades sufridas. Estaba de pie junto al esquimal con los ojos fijos en el suelo, sin atreverse a enfrentarse con la intensa mirada de Zark. Virga la consideró muy bella conforme a los criterios esquimales; sus gruesos labios temblaban, si bien sus redondos y oscuros ojos daban la impresión de reflejar una notable calma interior. Los lustrosos cabellos de la joven, libres de la prisión de la capucha, le caían sobre los hombros.
Mientras el esquimal hablaba, Zark estudió el rostro de la chica. Hizo un movimiento de cabeza afirmativo y su visitante se mostró radiante, feliz. El esquimal rozó la mejilla de la joven con sus oscuros dedos cubiertos de cicatrices y le habló. Luego frotó la nariz contra ella, como si husmeara su carne. Al dar la vuelta para marcharse, la muchacha se aferró a su brazo, pero él le habló con viveza y ella lo soltó. El esquimal cruzó el umbral y momentos después todos oyeron sus voces al apremiar a sus perros para que remontaran la cuesta.
La joven estaba de pie en el centro de la habitación, temblando y con la mirada fija en sus pies. Zark la rodeó, diciendo a los dos hombres:
—He aquí una mujer de buen ver. Una chica magnífica, de brazos y muslos fuertes. Fíjense en esos músculos de ahí. ¿Los ven? Su cuerpo todavía no ha acumulado mucha grasa.
El rostro de Virga había enrojecido.
—¿Tenemos que presenciar esto?
Los ojos de Zark, en los que se leía la sorpresa, se apartaron de las firmes nalgas de la chica para mirarle.
—¿Y qué otra cosa pueden hacer? ¿Es que desean que se les hiele el culo ahí fuera? ¡Diablos! A mí no me importa. Pueden cerrar los ojos, si quieren. Puede usted pasar también un buen rato con ella, si le apetece. ¿Lo desea usted?
Su mirada se dirigió a Michael.
—No —respondió aquél—. Muchas gracias.
Zark se encogió de hombros.
—Como quieran.
Se acercó a la muchacha y le dijo algo en voz baja. Ella no replicó. Zark colocó una mano bajo su barbilla, obligándola a levantar la cabeza, pero la chica continuó mirando al suelo. Lenta y suavemente, Zark frotó su nariz contra la de ella, husmeándola en las mejillas y en los ojos. Finalmente, tranquilizada por aquellas caricias, la joven levantó los ojos del suelo para encontrarse con la mirada de Zark, quien sonrió.