Caminaron uno al lado del otro por entre las toscas cabañas. Virga vio que si aquel suelo no hubiese estado cubierto por la persistente nieve habría acabado con arcadas. Por todas partes había desperdicios helados, cuerdas deshilachadas, excrementos de canes, latas vacías y embalajes. Chapotearon en charcos de sangre helada que brillaban lúgubremente a la luz de las linternas que se filtraba por las ventanas de las viviendas. Virga se sobresaltó al contemplar las fauces abiertas de una enorme foca, cuyos protuberantes ojos parecían dos pelotas de béisbol.
En las inmediaciones de muchas de las cabañas prefabricadas, los perros estaban atados a postes de hierro clavados en el suelo. Al pasar los dos hombres, aquellos enormes animales de inteligentes ojos se incorporaban con dificultad, enredándose en sus propias traíllas. Virga observó que varios de ellos estaban enfermos y que otros habían sufrido graves mordeduras durante sus peleas; estos accidentes les habían llevado a permanecer encogidos en forma de pelotas de blancas pieles, permitiendo que los animales más fuertes pasaran a su antojo por encima de sus cuerpos.
—¿Cuánto tiempo lleva usted aquí? —preguntó a Michael.
—Desde ayer. Llegué en un vuelo chárter. Hice preparar los bidones para ustedes.
Virga hizo un gesto afirmativo. Advirtió que eran observados desde el otro lado de las ventanas por alguien que desapareció rápidamente. Oyó crujidos de puertas; se volvió en una ocasión, y entonces una puerta se cerró de repente con tal estrépito que dos perros de trineo que estaban cerca se levantaron de un salto, esperando el silbido de un trallazo.
Se enfrentó con el alto campanario de madera de una iglesia castigada por los gélidos vientos. Una imagen en yeso de Jesús había sido fijada sobre la entrada en arco. Los ojos de la figura miraban con expresión dolorida a los hombres que se acercaban. Con sólo los ropajes tradicionales de Nazaret para resguardarse del terrible viento, a Virga se le antojó rara la imagen.
A la izquierda de la iglesia había una cabaña prefabricada, con varias ventanas y una chimenea de piedra desde la que se elevaba una pequeña columna de humo blanco. Alguien pasó ante una de las ventanas, y un momento después se abría la puerta.
—El doctor Virga, ¿verdad? —preguntó un hombre entrado en años, delgado, embutido en un jersey de color marrón—. Hemos estado esperándole. Entre, por favor.
Virga penetró en una habitación iluminada con lámparas de petróleo. Las paredes habían sido empapeladas con periódicos para conseguir más aislamiento; había allí una burda pintura de un Jesús rodeado por un halo. El piso estaba cubierto con pieles de animales. Había sido encendido el fuego en un amplio hogar de piedra, y Virga se acercó a él inmediatamente para entrar en calor. El hombre tomó el abrigo y los guantes del doctor y preguntó:
—Ha hecho usted un largo viaje, ¿verdad?
—Sí, en efecto. Un viaje muy largo.
—Me llamo Thomas Lahr. Soy el pastor de los esquimales en este poblado.
Virga estrechó la mano que el otro le ofrecía y advirtió que aquella palma era tan dura como el más duro de los cueros.
—¿Es usted pastor luterano? —preguntó Virga.
—Sí. Nosotros vinimos aquí cuando el hombre que me precedió enfermó y falleció. Su tumba se encuentra lejos del poblado. —El hombre entró en una habitación contigua—. Dorte: tenemos una visita. ¿Está haciéndose el té?
Una mujer de la edad de Lahr entró en la primera habitación, saludando. Su rostro estaba curtido por la intemperie y muy arrugado, si bien sus ojos reflejaban una tremenda y refrescante esperanza.
—¿Doctor Virga? —dijo.
—Sí, señora.
—¿Quiere que le prepare algo de comer? ¿Un caldo, quizá?
—Sí, eso me iría bien. Gracias.
Ella sonrió, y haciendo un gesto de asentimiento regresó a lo que Virga supuso que era una pequeña cocina.
Michael estaba despojándose lenta y metódicamente de su abrigo de pieles y de la parka. Colgó los dos para que se secaran en una percha de madera que había cerca del fuego.
Por una ventana, Virga vio focos de luz y confusas sombras que se movían en la oscuridad, y los siguió con atención.
—Son gente muy curiosa —explicó Lahr—. No quieren ofender a nadie. Usted los asustó y ahora, cuando ya se sienten seguros, se han reunido para fundir hielo y así disponer de agua. El ruido de la avioneta y la actividad de la zona les puso nerviosos.
—No causarán daño alguno a la jaula, ¿verdad? —preguntó Michael.
—Oh, no, no —respondió Lahr—. No se preocupe.
—¿Qué jaula es ésa? —inquirió Virga, volviendo la vista hacia Michael.
—Algo que traje conmigo.
—No la he visto.
—Está a salvo donde la dejamos, en el cobertizo del almacén. Nadie va a causarle daño alguno —explicó Lahr.
Virga continuaba mirando a Michael.
—¿Y eso qué es? —inquirió.
La esposa de Lahr entró en la habitación con el té: un líquido espeso y negro que se adhería a la arcilla de las tazas. Michael y Virga bebieron en silencio.
Lahr se estiró en una silla ante el fuego y dijo:
—Su amigo y yo, doctor Virga, hemos estado hablando de los problemas que implica la enseñanza del cristianismo a los esquimales nómadas. Encuentro sus puntos de vista muy interesantes.
—¿Son ustedes la única familia danesa aquí? —preguntó Virga.
—Sí. En realidad, los esquimales nos han acogido muy bien. Son gente fascinante. Cuando decidí irme al norte de misionero leí muchos libros relacionados con sus costumbres; incluso asistí a clases sobre cultura esquimal que se impartían en Copenhague. Pero no hay nada más revelador que la observación directa de su forma de vida. Viven en perfecta armonía con la tierra.
—En algunos aspectos —medió Michael desde un rincón de la habitación— han resultado perjudicados por los hombres blancos que vinieron aquí para cristianizarlos.
El anciano sacerdote sonrió, agitando una mano.
—Sí, sí. No podemos estar más de acuerdo. Hubo algunos hombres nada escrupulosos que se hicieron pasar por misioneros. Con ellos, desgraciadamente, llegaron las enfermedades venéreas y el alcoholismo. Ahora el gobierno danés tiene que racionar la cerveza y los licores a estas personas a base de un tanto mensual: una botella de licor, dos botellas de vino o veinte botellines de cerveza. El alcoholismo es la enfermedad de Groenlandia, ésa y el suicidio. Este año tuvimos seis. No sé qué pasa. ¡Cambian de actitud tan rápido! Es difícil prever sus conductas. ¿Sabe usted, doctor —añadió el sacerdote, volviéndose hacia Virga—, que hace muchos años ya, después de haber escuchado a los misioneros cristianos provenientes de los Países Bajos, varios padres esquimales dieron muerte a sus hijos a modo de gesto religioso? Sí, es cierto. Resulta increíble. Pero, por supuesto, los esquimales de entonces eran mucho más ingenuos.
»Sin embargo —continuó diciendo Lahr—, existen elementos primitivos que perduran. Durante los meses del verano, cuando el sol comienza a fundir los hielos de la bahía, los piniarorssuit (los mejores cazadores) rezan a sus individuales y muy personales deidades antes de aventurarse por el hielo. Los animales, los vientos, las mareas: todo tiene sus espíritus. Y todos ellos, al igual que los esquimales, tienen su talante.
—Su tarea debe de ser muy difícil —comentó Virga, apurando su taza de té y dejándola a un lado.
—La considero una experiencia aleccionadora. Nosotros nos quedaremos aquí hasta el fin de nuestros días. Ya no puedo hacerme a la idea de vivir en Copenhague. Parece demasiado distante para ser real. Esto —indicó Lahr, describiendo un círculo con sus morenas manos— sí que es real. Éstas de aquí son personas reales. Durante cuatro años he saldado disputas familiares, he reído y llorado con ellos, les he visto dar vida y enterrar a sus muertos. Sí, nosotros moriremos aquí. Es un bonito lugar para morir. ¡Ah! Aquí está su caldo. Bébaselo enseguida, no deje que se enfríe.
Cuando Virga levantaba su humeante tazón para llevárselo a los labios, Lahr se inclinó hacia delante en su silla.
—Así pues —dijo en voz baja—, ustedes dos van a desplazarse hacia el norte, ¿no? Ésa fue la dirección que siguieron los helicópteros.
Virga levantó la vista. Michael no se había movido de su rincón.
—¡Oh! —exclamó Lahr, mirando a Michael—. No se lo dijo usted, ¿verdad?
—No.
—Bien. —Lahr tornó a mirar a Virga—. Aparecieron por aquí hace menos de siete días. Desembarcaron materiales de prefabricados y provisiones, y construyeron el cobertizo cercano a la pista de aterrizaje para no mojarse. No sé quiénes eran, pero… bien, no quise meterme en sus cosas y aconsejé a los mayores del lugar que hicieran lo mismo. Me inspiraban sentimientos muy extraños esos hombres. Los esquimales permanecieron en sus cabañas, y ni siquiera los perros salieron de ellas. Pensé en enviar un mensaje a la Patrulla del Hielo, diciéndoles que quizás aquella gente no venía a nada bueno, pero uno de los cazadores más jóvenes, Ingsavik, vino a verme para explicarme que había hablado con los visitantes y que formaban parte de un equipo de rescate. Me aseguró que no pasaba nada, y añadió que yo no tenía por qué alertar a las autoridades. De modo que no lo hice, y poco después los hombres se marcharon.
»No volví a pensar en aquello —agregó el sacerdote—, pero a los pocos días volvieron para recuperar sus provisiones. Luego los helicópteros se dirigieron al norte, hacia los áridos bancos de hielo, y eso fue el fin de todo, sólo que…
Lahr hizo una pausa.
—¿Decía usted? —apremió Virga.
—Quizá no exista ninguna relación… Yo había notado que él bebía mucho, que pegaba a su mujer y que probablemente tal conducta tenía que ver con aquello. El caso es que Ingsavik, después de despojarse de algunas prendas, se aventuró en la nieve. Su esposa daba gritos, rogándole que no se fuera, pero él acabó por abofetearla y tirarla al suelo. Yo me fui con él, le acompañé a lo largo de un kilómetro y le pregunté si podía ayudarle en algo, pero se volvió contra mí, iracundo. Luego, me rogó que lo perdonara y echó a correr por el hielo. Ésta es una manera de suicidarse garantizada por la experiencia.
Virga permanecía inmóvil. A su espalda crujían los leños del fuego.
—¿Quiénes eran aquellos hombres? —preguntó Lahr—. Usted lo sabe, ¿verdad?
—Sí —replicó Michael—. Nosotros lo sabemos.
—¿Y no pueden decírmelo?
—No. No podemos decírselo. Pero si usted entiende que nuestra investigación es una causa justa, es posible que pueda ayudarnos. El doctor Virga y yo nos iremos de aquí en cuanto nos sea posible; puede que sea ya demasiado tarde ahora. Necesitamos la colaboración de alguien que conozca los bancos de hielo para que nos sirva de guía. Precisaremos un trineo y perros.
El sacerdote se encogió de hombros.
—Todos los esquimales están familiarizados con los bancos de hielo, pero son cautos por naturaleza en sus relaciones con los extranjeros. Y, ciertamente, ninguno se tomaría la molestia de guiar a dos kraslunas hacia el norte. Es una mala zona. Ustedes no conocen el hielo; el hombre que les guiara podría ser considerado un estúpido por los suyos.
—¿Podremos negociar con ellos?
—Quizá.
Lahr miró hacia la puerta al empezar ésta a abrirse. Entró en la casa un joven esquimal que miró nervioso a Virga y a Michael. Llevaba dos baldes llenos de trozos de hielo.
—Entra, entra, no tengas miedo. Les presento a Chinauganuk, un joven que nos trae hielo cada mañana. Sí, deja eso en la cocina, ¿quieres? Dorte ayudó a la madre de Chinauganuk en el nacimiento de su hijo hace un año y es así como quiere pagarnos el favor.
El joven, materialmente sepultado bajo gruesas y sucias pieles, con ojos que se movían sobre carnosos pliegues, dirigió unas palabras a Lahr en lenguaje esquimal, que a los oídos de Virga sonaron como una serie de secos chasquidos, seguidos de un repentino ruido como de aclararse la garganta. Lahr movió la cabeza y contestó. El chico miró a los dos extranjeros y retrocedió con cautela en dirección a la puerta.
—Teme que sean ustedes piktaungitok, malos, es decir como los hombres de los helicópteros, según él cree.
Pronunció unas palabras con voz afable para calmar a Chinauganuk, y el esquimal, después de observar con evidente miedo los radiantes ojos de Michael, se deslizó hacia la puerta para perderse en la oscuridad.
—Lo cierto —dijo Lahr al cabo de unos instantes— es que las viejas supersticiones persisten y no es mucho lo que yo puedo hacer para cambiar tal estado de cosas. Puedo hablar a esta gente de un Dios poderoso y misericordioso, y de la gloria de Cristo, pero no me es posible acabar con las enseñanzas de los antiguos. Y ni siquiera sé si es prudente intentarlo.
Lahr fijó la vista en el fuego, como si quisiera leer en él una respuesta a la pregunta que se había formulado. Acto seguido se volvió hacia Virga.
—Le he pedido a Chinauganuk que haga venir aquí a su padre, Migatuk, para que hablemos con él. Es uno de los hombres mayores del poblado y puede sugerirles un guía, aunque creo que él verá su viaje sólo como una aventura muy arriesgada. Puede sonar un tanto rudo, pero por desgracia es una realidad.
—Lo comprendemos —dijo Michael.
—Espero que mi amigo Migatuk no tarde mucho en hacernos una visita —dijo el anciano sacerdote. Recogió las tazas vacías y se encaminó con ellas a la cocina—. Les serviré un poco más de té y después me contarán qué es lo que sucede allá abajo. Me temo que la mayor parte de las noticias que conocemos aquí son muy atrasadas.
Cuando Lahr hubo salido de la habitación, Virga miró a Michael y le dijo:
—No entiendo cómo pudo llegar usted aquí antes que yo.
Michael miró a su interlocutor sin pronunciar palabra.
—Gracias por haberme esperado —dijo Virga.
El otro se limitó a hacer un gesto de asentimiento con la cabeza.
Cuando ya habían terminado otra taza de té y Lahr había reaccionado con disgusto ante las noticias de crímenes y atentados con bombas, la puerta de la cabaña se abrió de nuevo.
Con una ingrata ráfaga de viento acompañada de nieve que barrió el suelo, entró allí un fornido esquimal con la cabeza descubierta; un hombre de ojos pequeños e inquisitivos, de labios cautos y apretados. Tenía en la boca una colilla, y Virga percibió al instante el olor del tabaco fuerte y del sudor. El recién llegado cerró la puerta y saludó con una respetuosa inclinación de cabeza a Lahr.
—Mi hijo me dio su recado —manifestó el visitante en un inglés forzado, con acento danés.
—Siéntate, Migatuk. Junto al fuego. Así estás bien. ¿Quieres beber algo?
—No.
La mirada del hombre iba de uno a otro extranjero.
—¿Está bien tu familia?
—Sí.
—Y tu esposa, ¿qué? ¿Ya no tiene dificultades para conciliar el sueño?
—No.
—La esposa de Migatuk —explicó Lahr— estuvo sufriendo durante algún tiempo perturbadoras pesadillas. —El sacerdote se volvió de nuevo hacia el fornido esquimal—. Tú eres mi amigo, Migatuk. Tengo en gran aprecio tu amistad. Por eso sé que puedo hacerte una petición que ruego consideres cuidadosamente.
Migatuk inclinó la cabeza a un lado.
—Estos hombres quieren viajar por los bancos de hielo —dijo Lahr.
El esquimal asintió. En sus labios se observaba la insinuación de una burlona sonrisa, aunque sus ojos seguían cuidadosamente controlados. Se quitó la colilla de la boca y la arrojó al fuego.
—Estos hombres han hecho un largo viaje —estaba diciendo el sacerdote—. Ellos no saben lo que es viajar por el hielo.
—Nuna sutakasuitok —manifestó el esquimal—. ¿Por qué desean ustedes trasladarse allí arriba? Nada hay allí, si se exceptúan unos cuantos poblados pequeños, pocos, y hielo. Es malo cazar en la oscuridad. Así pues, ¿por qué?
—Lo nuestro está relacionado con los hombres que almacenaron sus suministros aquí —dijo Michael—. Tenemos que dar con ellos.
Migatuk se encogió de hombros.
—Ellos se marcharon. Volaron hacia el norte, sí, pero ¿pueden estar seguros de que no continuaron en cualquier otra dirección?
—Es una posibilidad. Ahora bien, alguien de cualquier poblado del norte ha podido ver sus helicópteros.
—Lo que yo quería pedirte, Migatuk —dijo Lahr—, es que recomiendes a estos amigos una persona que les sirva de guía. Sí, ya lo sé… Su desconocimiento de lo que es viajar por los hielos hace el desplazamiento muy peligroso. Yo tengo fe en su causa, si bien ellos han considerado conveniente no revelar la razón de sus movimientos.
—Hay algo que no entiendo —contestó Migatuk con voz firme. Miró por unos segundos a Michael, fijándose de nuevo en Lahr—. Yo no le pediría nunca a nadie algo así. Y yo mismo no lo haría.
Lahr parecía estar disgustado. Asintió, replicando tras una pausa:
—De acuerdo, entonces. Comprendo lo que sientes. Pero tengo que pedirte otra cosa, si mis amigos me lo permiten. Quizá pueda ayudarles el hombre de las dos cabezas.
La sonrisa burlona desapareció de los labios de Migatuk. Lentamente encendió otro cigarrillo y se encogió de hombros.
—¿Querrás llevarlos ante el hombre de las dos cabezas? —inquirió Lahr—. Lo consideraría un gran favor personal.
El hombre musitó algo en su lenguaje nativo y Lahr le contestó. Intercambiaron unas frases durante breves momentos y Virga percibió un temor reprimido en los oscuros ojos del esquimal. Migatuk estuvo examinando sus endurecidos nudillos largo rato. Finalmente se volvió hacia Virga y Michael para decir en tono autoritario:
—Yo les llevaré hasta el hombre de las dos cabezas, pero no más allá. Saldremos por la mañana. Pediré a las mujeres que les busquen kamiks y guantes de piel de perro.
El esquimal dio una calada final a su cigarrillo y lo arrojó sobre la otra humeante colilla. Hizo un gesto de asentimiento dirigido a Lahr y abandonó la casa.
—Es un hombre cabal —explicó Lahr—. Pocos entre los de su raza se habrían avenido a hacer esto por ustedes.
—¿Qué significa eso del hombre de las dos cabezas? —preguntó Virga.
—Se trata de un chamán —dijo Michael—, un brujo.
Lahr lo miró, sorprendido.
—Ignoraba que conociera usted el idioma. Bueno, pues como habrá oído, esta gente tiene al hombre de las dos cabezas en gran estima. Se encuentra a unos cuantos kilómetros de aquí, en dirección norte, y lleva varios años viviendo aislado de todos. En raras ocasiones oye uno la palabra chamán. Es una persona de la que más bien hablan los ancianos cuando reviven el pasado remoto. Nunca le vi, aunque en cierta ocasión, el verano pasado, fui por allí con un grupo de remisos cazadores. Vi su cabaña, pero sus perros y el trineo no se hallaban en el lugar.
—¿Por qué se le llama así?
—No lo sé. Un chamán, de acuerdo con las leyendas, se ve tradicionalmente deformado de una manera u otra, pero yo me ceñí a la creencia de que él posee dos cabezas. Tengo entendido que es un gran cazador. Una vez por año, antes del deshielo, un anciano escogido le visita para pedirle su opinión sobre la calidad de la temporada de caza. Quizá pueda ayudarles a determinar la ruta de los helicópteros; se dice que su ojo está en todas partes. Pero también existe la posibilidad de que se niegue a hablar con ustedes por el hecho de ser hombres blancos, y por consiguiente seres considerados menos perfectos por los esquimales.
Lahr echó un vistazo al exterior por la ventana. Guiándose por la dirección de su mirada, Virga vio que se acercaba alguien en la oscuridad, con una lámpara de queroseno colgando oscilante de la mano.
—¡Ah! —exclamó el sacerdote—. Chinauganuk les trae un buen equipo. Por favor, no se ofendan ante cualquiera de los comentarios sexuales que las mujeres puedan hacer acerca de ustedes dos. En muy raras ocasiones tienen la oportunidad de ver kraslunas.