A través de las extensiones de blancas arenas, en las tierras del calor intenso; a través de una Europa sobre la que se cernía el invierno; a través de los grandes hilos azulados de los ríos y los anchos valles marcados con las ciudades de los hombres, Virga pensaba en Baal y sólo en Baal.
Baal era la enfermedad de la locura, transmitida por los cuerpos de personas antes cuerdas con el fin de contagiar al mundo; él era el fin del hombre. ¿Por qué deseaba enfrentarse con Baal de nuevo? Era ésta una pregunta cuya respuesta se le escapaba. Michael había estado en lo cierto. Él no tenía que desempeñar ningún papel en esto; no tenía lugar en lo que iba a suceder. Era sólo un hombre, sí, y un hombre viejo, además. Abrigaba la terrible, la amenazadora convicción de que lo que iba a ocurrir quedaría fuera del alcance de su comprensión. Los brillantes y dorados ojos de Michael le desconcertaban tanto como el rostro, más oscuro, de Baal. Los dos se verían al fin frente a frente, si no en Groenlandia sí en alguna otra parte, en cualquier parte oculta a todos los ojos, menos a los suyos propios. Quería verlo; había tomado la resolución de verlo, y esto, concluyó, era lo que le ponía en movimiento.
Mediante una serie de enlaces aéreos, fue desplazándose hacia la parte más septentrional del mundo. Contempló el descenso del sol sobre las inmensas extensiones de hielo. En los aeropuertos, y durante los vuelos que le transportaban cada vez más hacia el norte, tuvo ocasión de observar los rostros de la gente, y se preguntó cómo podían estar tan ajenos a lo que estaba sucediendo. Todos lo ignoraban: los hombres de negocios, equipados con sus inevitables carteras de mano negras y vestidos con sus eternos trajes oscuros, los jóvenes turistas, los viajeros solitarios. Y en todos los lugares, escritos en todos los idiomas, vio revistas y periódicos que reproducían en sus primeras páginas fotografías de crímenes y bombardeos, y rostros ansiosos de guerras. Baal, aunque oculto quizá hasta del ojo de Dios, seguía dedicado a su tarea.
Virga apartó la mirada de la sonriente azafata de la SAS, en el pasillo, y contempló por la ventanilla oval un mar de nubes que se oscurecían progresiva mente. «¿Dónde está Dios? —se preguntó—. ¿Hasta tal punto se ha perdido sin remisión el hombre que permite este momento sin oponer un solo piadoso reparo? ¿Hasta tal punto se ha hecho fuerte Baal que incluso Él es víctima del terror?». Tal pensamiento le produjo un escalofrío. Todo parecía indicar que el gran mecanismo que gobernaba los últimos instantes del hombre había sido puesto en marcha; señalaba con un tictac el paso de los segundos, como un gigantesco reloj de péndulo.
Virga estaba agotado. La constante presión a que le sometía el viaje, fijado con arreglo a un plan que le permitiría no sobrepasar el tiempo límite impuesto por Michael, le había cansado tanto que ni siquiera podía conciliar el sueño. El vello de las patillas que había visto reflejado en el espejo del lavabo le daba aspecto de hombre sombrío y descuidado, y las nuevas arrugas en torno a los ojos agregaban años a su apariencia física.
En la resplandeciente Copenhague, con sus calles heladas, compró libros y algunas prendas de vestir para el clima que le aguardaba. Y en las horas finales, tendría un aterrizaje en Reykjavik y después en el aeropuerto de Søndre Strømfjord. Allí tendría que aprovechar un vuelo chárter que por la costa occidental le llevara a Avatik, una cabeza de alfiler en el mapa de Groenlandia.
Después de dejar Islandia, Virga vio desvanecerse el sol bajo el horizonte, dejando sólo un débil trazo rojo en el firmamento, del que estaban escapando al trepar hacia el oscuro polo.
Virga saboreó un último whisky y se preguntó si Michael le habría mentido. Quizá no le hubiera esperado en absoluto; tal vez ya no estuviera cuando él llegara allí. En ese caso, aquel largo viaje no habría servido para nada. Se sentiría entonces solo y perdido, sin saber si debía quedarse en Avatik o regresar sin ninguna esperanza a Estados Unidos. Ninguna de las dos decisiones era de su agrado.
Se preguntó después, mientras notaba que se ponía en tensión y que se le hacía un nudo en el estómago, qué harían los dos si daban con Baal. Salvo matarlo, nada podía hacer para detenerlo, y de asesinarlo sólo conseguirían reforzar la filosofía de la violencia, que se había desarrollado a su sombra. No. Él no estaba todavía preparado para considerarse un asesino religioso; estaba derramándose demasiada sangre en el mundo ya.
En el aeropuerto de Søndre Strømfjord, Virga descubrió que la violencia había llegado con Baal. Las autoridades danesas estaban comprobando cuidadosamente los pasaportes y equipajes. Un agente explicó a un hombre situado delante de Virga que habían escondido una bomba en una maleta que fue abandonada luego entre los asientos de una sala de espera. La explosión que se produjo mató a cuatro personas e hirió a seis más. Las autoridades comprobaron la única maleta de Virga y le hicieron una seña para que siguiera su camino. Virga entró en la zona dañada; vio los restos de unas patas metálicas: todo lo que quedaba de los asientos. Había varias manchas oscuras en el linóleo del piso. Virga se preguntó quiénes habrían sido las víctimas.
Sin muchas dificultades, lo cual le sorprendió porque no conocía el idioma, Virga supo gracias a la atractiva chica morena del centro de información que, en efecto, había aviones privados que hacían vuelos chárter a la costa, pero que tendría que buscarse un piloto con varios días de antelación. Virga se opuso y añadió que estaba dispuesto a pagar lo que fuera con tal de disponer de un piloto enseguida. Manifestó que era cuestión de vida o muerte para él estar en Avatik a la mañana siguiente, y entonces vio que la joven retrocedía para alcanzar un directorio de agentes chárter. Virga eligió uno al azar, Helmer Ingestahl. Cuando oyó la voz somnolienta en el otro extremo del hilo telefónico, Virga comprendió que estaba llamando en plena noche. Hasta tal punto se hallaba desorientado y era presa del mayor cansancio.
—¿Avatik? —preguntó el hombre, con marcado acento danés—. Conozco el lugar. Está lejos. ¿Quién le ha dado este número?
—Ahora estoy en el aeródromo —dijo Virga, hablando despacio para que el hombre pudiera entenderle—. No puedo explicarle cuánto significa para mí llegar a Avatik de inmediato.
—¿Por qué? —inquirió el otro—. ¿Va contra la ley algo de lo que usted hace?
—No. Le pagaré lo que me pida.
Un silencio. Y luego:
—¿De veras?
—Sí —contestó Virga.
Su comunicante emitió un gruñido.
—Pues entonces —dijo— quizá le perdone por haberme despertado.
Ingestahl era un danés corpulento, de anchas espaldas, con la cabeza coronada por una mata de cabellos de color rojo oscuro, sostenida por un grueso cuello de toro. Ya en el aeródromo, cuando los dos caminaban hacia el hangar pisando la capa de nieve que cubría el suelo, Ingestahl se echó a reír al ver el abrigo de piel de lobo que Virga se había comprado en Copenhague.
—Pero ¿es que va usted a ponerse eso? —inquirió—. ¡Ja! ¡Se le van a helar las pelotas!
Su avión era un viejo aparato de reconocimiento del ejército de Estados Unidos que, según él, había comprado en la chatarra para ponerlo en funcionamiento de nuevo. Virga no se sintió muy tranquilo al ver que comprobaba los neumáticos dotados de refuerzos dándoles una patada, ni por su forma de retorcer los tirantes de los alerones para verificar su consistencia.
—Una elegante y vieja dama —sentenció Ingestahl—. Un buen trabajo de sus compatriotas.
Veinte minutos después, el aparato corría por la helada pista. Con un estremecimiento final y un gruñido, el avión se elevó. La arremolinada nieve les amenazó momentáneamente con enfrentarles con una precaria visibilidad; luego siguieron ascendiendo para adentrarse en la oscuridad.
Ingestahl lanzó una maldición y manipuló con violencia el mando de la calefacción; ésta hizo unos ruidos y se negó a funcionar. Virga se subió el cuello del abrigo, cubriéndose con él las orejas, que le dolían a causa del frío, y respiró lenta y profundamente a fin de protegerse los pulmones mientras el avión seguía ganando altura. Cuando el aparato se niveló, Ingestahl desenroscó la tapa de un termo lleno de café caliente, del que bebió un poco. Le ofreció un trago a Virga.
—No me ha dicho en ningún momento a qué va usted a Avatik —señaló el hombre—. ¿No quiere decirlo?
Virga contempló las oscuras cumbres de las montañas que quedaban a su alrededor. El sol se había puesto por completo ahora, aunque en el firmamento todavía se reflejaba una muy débil huella gris que provenía del horizonte. Debajo de ellos había una kilométrica extensión de tierras cubiertas por la nieve, moteadas por las luces de las poblaciones. Incluso desde la altura se apreciaba que el terreno era accidentado. Se echó el capuchón del abrigo por la cabeza, atándolo por debajo de la barbilla. El frío en sus mejillas, como de metal helado, era intenso. En la oscuridad, Virga miró afuera y vio la parpadeante luz del avión en el extremo del ala de su lado. Del termo abierto que tenía en la mano se elevaba una nubecilla de vapor. El rostro de Ingestahl aparecía manchado de verde por efecto de las luces de su panel de instrumentos.
—Voy allí para reunirme con una persona —declaró Virga.
—Está bien. A mí eso no me importa. Usted es el que me paga. Al parecer ha sufrido una caída.
—¿Cómo?
—Parece ser que se cayó. La mano.
—Ah. Un accidente.
El hombre asintió.
—También yo me caí en cierta ocasión. Me rompí un hombro, el cuello y la pierna izquierda. ¡Ja! —Su risa venía a ser algo así como si se aclarara la garganta—. Me estrellé al aterrizar cuando trabajaba como piloto en ciertos sitios inaccesibles de Manitoba.
Virga bebió un poco del termo. El sabor de aquel café era terrible. Evidentemente, el brebaje llevaba allí algún tiempo. Pero necesitaba aquel calor. Miró por la ventanilla, cuyo cristal estaba impregnado de hielo y contempló unos imponentes glaciares que seguían su inevitable camino hacia el mar.
La extensión de nieve era ahora uniforme, si se exceptuaban algunos oscuros salientes rocosos. Y cuando hubieron rebasado la tierra montañosa, por debajo de ellos no había otra cosa que una llana extensión de sólidos hielos que parecía no tener fin. Se estiraba en todas direcciones y en el horizonte parecía fundirse con el firmamento. Más allá de la luz del ala y el tono verde del panel, Virga sólo podía distinguir el negro y el blanco, fundiéndose ambos, y también sorprendentemente separados.
—Ignoro por qué razón va usted a ese lugar —manifestó Ingestahl—, pero le diré que ésta es una tierra dura. Te provoca sueño, y cuando caes dormido te mata. A juzgar por su cara, diría que no hace su vida al aire libre. Y no sé si usted conoce el mundo esquimal.
—No.
—Me lo figuraba. Usted es un extranjero aquí, un kraslunas. Éste no es su sitio. Será mejor que mantenga los ojos abiertos.
Entre los dos vaciaron el termo. En el último tramo de su viaje, sobre una nueva serie de rocas negras y blanca nieve agitada por el viento, el calefactor entró bruscamente en funcionamiento y un agradable calor reinó en la cabina. Virga se quitó los guantes y colocó las manos ante aquél.
—¿Va usted a regresar pronto? —le preguntó el piloto—. Tendrá que pagarme el tiempo de espera.
—No —respondió Virga—. No estoy seguro. Puede que no sea necesario que me espere.
Ingestahl asintió.
—En Avatik hay una familia danesa que vive con los esquimales. Se trata de un sacerdote luterano y su esposa, que vinieron aquí hace unos cuatro años. Va a llegar usted a la hora del desayuno. —Ingestahl hizo un movimiento de cabeza, indicando al otro unas luces que se veían hacia la izquierda, en la masa de nieve—. Eso es Avatik. Los esquimales de aquí viven en el centro: demasiado al sur para ser nómadas y demasiado al norte para formar parte de la nueva Groenlandia. Ya lo verá.
Hizo describir a la avioneta una amplia curva. Virga divisó dos filas de bidones muy espaciados, a cuyo contenido le habían pegado fuego para marcar así los límites de una corta pista de aterrizaje. El aparato fue perdiendo altura hasta que Virga acertó a distinguir las luces amarillas de unas ventanas de lo que parecían ser cabañas.
Más allá de Avatik se elevaban las montañas de hielo, semejantes a cuerpos blanqueados, tendidos indolentemente en la nieve. El aparato tocó el piso de la pista e Ingestahl, después de corregir un amenazador deslizamiento, detuvo la avioneta en un remolino de nieve y fragmentos de hielo.
Ingestahl mantuvo el motor en marcha y alargó un brazo hacia la parte posterior de la cabina para alcanzar el equipaje de Virga. Aguardó a que el doctor se hubiese apeado para arrojárselo. El piloto levantó luego una mano con el pulgar hacia arriba y gritó, imponiéndose al rugido de la hélice:
—¡Buena suerte!
Virga retrocedió, apartándose de su camino. Sintió en el rostro los pinchazos de la nieve y se quedó quieto, observando cómo la vieja avioneta corría entre las dos filas de bidones ardiendo, hasta que finalmente despegó las ruedas del hielo y se encaminó hacia el velo de oscuridad que tenía enfrente.
Se subió el cuello del abrigo para protegerse del fuerte viento y, pisando nieve apelmazada, se encaminó hacia el poblado. En uno de los extremos de la pista de aterrizaje vio una cabaña de paredes metálicas rodeadas de piedras.
Las puertas se hallaban abiertas y varios embalajes vacíos estaban esparcidos por sus proximidades. Más allá quedaban las viviendas prefabricadas de Avatik. Brillaban las linternas detrás de unas ventanas que Virga juzgó de doble espesor, útiles para resistir las temperaturas bajo cero del lugar.
Enfrente de él aullaban y ladraban unos perros. Oyó a continuación una repentina serie de ladridos agudos como si uno de ellos, o más de uno, hubiese sido herido.
Después los perros se tranquilizaron y se oyó sólo el sonido del viento silbando por encima de la gruesa capa de nieve que estaba pisando.
Una figura cubierta de pieles apareció súbitamente entre dos de las viviendas prefabricadas. Sobresaltado, Virga se quedó inmóvil, viendo cómo se le acercaba la abultada forma.
El doctor oyó los crujidos de la nieve bajo unas pesadas botas. Más allá de aquélla se oyó de nuevo el coro de aullidos; hubo un fragor de cuerpos que se revolvían, como si algunos de los perros hubiesen iniciado una pelea.
Michael se le acercó.
—Se ha retrasado usted —dijo.