Por la mañana, Virga se despertó con los nervios de punta, temeroso de que las pesadillas que había sufrido durante el sueño fueran a convertirse en realidades.
Se incorporó, se sentó sobre la lona y se palpó ansiosamente la mano herida. Estaba entumecida a partir de la muñeca. Al intentar mover los aplastados dedos sintió una punzada de dolor iniciado en su antebrazo, que sus castigados nervios hicieron ascender por el hombro y el cuello hasta el cerebro. Temía perder la mano. Cruzó la abertura de la tienda y salió al sol. El desierto se extendía llano y seco en todas direcciones. Michael estaba sentado en el suelo y casi en el mismo sitio que la noche anterior. Entornaba los párpados para proteger sus ojos ante la deslumbrante luz; su mirada se perdía en la inmensidad del desierto.
Virga miró a su alrededor. Sobraban las palabras.
A lo lejos, donde vieran emplazados los fuegos, y en el firmamento, flotaban lentamente masas de humo negro que se enroscaban y se retorcían como víboras entre las nubes. Aquello hacía pensar en el humo producido por la explosión de una gigantesca bomba, espeso y pesado. Virga se estremeció ante los siniestros augurios de esa visión. Lo vio moverse al impulso de las corrientes de aire, y sabía que su nauseabundo olor pronto les alcanzaría.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—La ciudad —contestó Michael.
—¿Ha destruido sus hogares esa gente? ¿Cómo han podido hacerlo?
—Ya ningún hombre posee un hogar —manifestó el otro, lentamente—. Todos han ido a reunirse con Baal después de incendiar la ciudad, quizá a modo de ofrenda.
De pie y con los brazos caídos, Virga contempló el humo que iba saturando el firmamento. Nunca se había sentido más desvalido que en aquellos instantes. Bueno, reflexionó, corrigiéndose mentalmente, había conocido otra ocasión parecida, pero quedaba tan lejos en su memoria que ya apenas le causaba daño alguno. En ese momento él era tan sólo una pequeña mota de polvo en el mundo y se sentía sin defensas frente al hombre cuyo poder crecía contra los cielos como las negras columnas de humo. No había palabras que pudieran salvar a aquella gente, y tampoco servía la sabiduría filosófica de los santos, ni siquiera las enseñanzas de Cristo. Baal les había dado lo que ellos querían; se les había concedido el permiso para aplastar a las fuerzas rectoras de la razón, y gruñirían por las calles como perros salvajes hasta que fueran gobernados por el frenesí.
El humo había llegado a casi donde estaban ellos. Iba esparciéndose por el desierto. Virga lo vio acercarse, y dijo:
—Tengo que averiguar si Naughton ha muerto o sigue con vida.
—Ha muerto.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Lo sé —declaró Michael—. Es posible que continúe andando todavía, que respire y que su cerebro aún funcione, pero está muerto.
—No lo creo —respondió Virga, consciente de que mentía.
Si había caído en las garras de Baal, nada sería capaz de salvarle.
Michael se puso en pie y miró a Virga.
—Usted sabe quién es Baal y lo que representa —dijo—. Usted lo siente. No aparta la vista de mí; soy capaz de leer en sus ojos. Baal estará pronto en condiciones de incendiar esta tierra y reducirla a cenizas. ¿Puede un hombre hacer frente a un poder de tal naturaleza?
—¿Puede un hombre darle la espalda? —preguntó Virga—. No. Darle la espalda equivale a rendirse. Y si yo puedo arrancarle algo, aunque sea el cadáver de Naughton, lo haré.
El humo entraba en contacto con las blancas arenas del desierto para ennegrecerlas inmediatamente. La oscuridad no tardaría en envolverlas igual que una niebla en el mar. Virga percibió un olor acre, intenso, que le revolvió el estómago.
—Es usted un anciano —dijo Michael.
—¡Soy un hombre! —exclamó Virga, con viveza. Temblaba y pugnaba por dominarse—. No vuelva usted a decirme eso nunca más.
Michael guardó silencio, esperando a que el otro se apaciguara. Luego, inquirió:
—¿Quiere usted encontrar a su amigo?
—Voy a encontrar a mi amigo.
—De acuerdo, entonces. Entraremos en la ciudad, o en lo que queda de ella, aunque no creo que eso sirva de mucho. Tal vez encontremos a su amigo en compañía de Baal. —Michael miró a Virga fijamente—. Y también puede ser que no lo localicemos.
Michael se encaminó al jeep. Iba a subir al vehículo cuando se detuvo para escuchar… Miró a su alrededor; oteó el horizonte. Virga le imitó, pero no acertó a ver nada más allá de la muda pared de humo. Notó la tensión del otro.
—Este lugar está embrujado —dijo Michael—. He oído las voces de los dioses locos que claman venganza. Escuche.
Virga no oyó nada. Pensó que el hombre que le acompañaba no estaba en su sano juicio.
—No hay nada por aquí —declaró.
—Oh, sí —replicó Michael en voz baja—. Sí que lo hay.
Se situó tras el volante, y Virga se acomodó en el asiento de al lado. El vehículo se internó en la masa de humo, proyectando arena. Veinte minutos más tarde, en los alrededores de la ciudad, seguían sin ver un alma viviente. Había cadáveres humanos y de animales esparcidos por todas partes, como si una terrible tormenta hubiera pasado por allí acabando con todo. Nada se movía a su alrededor. Por delante de ellos persistían los incendios en toda la ciudad, tanto en el casco antiguo como en el sector moderno, y el firmamento era una furiosa corriente de rojas manchas y remolinos de humo negro, un caótico caleidoscopio.
El fragor de las llamas era ensordecedor. Hacía pensar en el paso de algún gigante que con una antorcha en la mano hubiera avanzado por las calles sembrándolas de devoradoras hogueras. Para Virga, el espectáculo era repugnante; jamás había tenido ocasión de ver tanta carnicería y devastación. Michael conducía apretando con fuerza el volante y mirando alternativamente a derecha e izquierda, con los ojos entornados para penetrar mejor en la oscuridad. La horda humana había acabado con el distrito comercial de la ciudad despiadadamente. Las ventanas de los edificios estaban hechas añicos y los establecimientos habían sido saqueados. Las calles se hallaban sembradas de mercancías, y Michael se deslizaba por ellas maniobrando como hubiera podido hacerlo en una carrera de obstáculos.
Michael fue el primero en oírlo. Virga vio que se inclinaba hacia delante casi imperceptiblemente, y luego oyó también la voz árabe, fuerte, pero saturada de interferencias y frases cortadas:
—… imposible contar con precisión a los que forman parte de esta masa de gente…, miembros también de la prensa de Estados Unidos, Unión Soviética, Inglaterra, Alemania y Japón… Los agentes no son capaces de mantener el orden. Las ambulancias han sido ya… Los centros médicos existentes han sido saqueados por quienes andaban en busca de drogas. No sé si la transmisión es efectiva…
Michael arrimó el vehículo a una acera y paró el motor. En el escaparate roto de un establecimiento de electrodomésticos; en medio de una serie de objetos exhibidos, había tres televisores. Dos de ellos habían sido volcados y no funcionaban, pero el tercero sí lo hacía, si bien la imagen de la pantalla se desvanecía, a veces por completo. Alguien había subido el sonido al máximo. En la calle retumbaba la voz de un hombre al borde del pánico.
—… pero trataremos de mantenerles informados.
El periodista, un árabe delgado con gafas oscuras, se encontraba sobre una plataforma, por encima de lo que era un interminable mar de cabezas. Mientras hablaba, paseaba la vista por la masa de humanidad que quedaba a sus pies. Virga observó que la plataforma oscilaba cuando los cuerpos situados en su entorno se apilaban contra su base.
El periodista dijo:
—… algunos le llaman el Mahoma viviente, otros le llaman el diablo, pero no es una leyenda la fuerza de este hombre. Él se ha declarado a sí mismo el inalcanzable, el intocable salvador del hombre, y centenares de miles de personas se han congregado aquí para rendirle homenaje. Incluso ahora miro a lo lejos y veo…, puedo ver los fuegos de la ciudad antigua. Aquí ha proclamado los comienzos de la nueva edad de Baal y los baalitas reunidos pronto pondrán la primera piedra de lo que serán los cimientos de su ciudad…
Las interferencias se impusieron sobre la voz y Virga se llevó las manos a los oídos. En el momento de aclararse la imagen, la cámara hacía un barrido y vio entonces a muchos de los horribles integrantes de aquella masa, parte de los cuales se arrastraban por la arena, en tanto que otros danzaban salvajemente, irnos vestidos y otros desnudos. A distancia se veían vehículos con emblemas de emisoras de televisión del Oriente Próximo y de países extranjeros. Las torres de las cámaras se elevaban como grúas.
—… Yo no había visto nunca nada como esto —dijo el periodista. La plataforma sufrió una sacudida. El hombre apoyó una mano en la barandilla para no caerse—. Siento una mezcla indescriptible de exaltación y de temor. Sólo acierto a rezar pidiendo que lo que está sucediendo aquí sea verdaderamente para bien de toda la humanidad…
Michael permanecía rígido en su asiento. Estaba inmóvil, con la vista clavada en la pantalla del televisor. A espaldas de los dos hombres, al otro lado de la calle, las llamas se extendieron sobre el tejado de un edificio y se oyó el crujido del maderamen.
—Aquí se encuentra gente proveniente de todos los rincones del mundo —estaba diciendo el árabe—. Esto no tiene parangón con nada. Hay quienes dicen que Baal nació con la marca del cielo. Desde su nacimiento, se afirma, fue destinado a conducir a los hombres hasta las puertas de la grandeza. Sólo el futuro decidirá esto. Éste es, sin duda, el inicio de una nueva era… —El periodista tocó sus auriculares y estuvo en actitud de escucha un momento. La imagen quedó desenfocada cuando de repente se produjeron crujidos, pero recuperó luego su nitidez—. Sí… sí. Está siendo comprobado ahora. Sí. ¡Él camina entre la gente ahora! ¡Miradlos! ¡Cualquiera puede verlos caer de rodillas, en oleadas sucesivas, cuando va a situarse en el centro! ¡Yo puedo verlo también!
La cámara hizo otro barrido, saltando alocadamente hasta abarcar la escena de las figuras arrodilladas. La gente levantaba el rostro, para ser tocada por Baal a su paso. Virga identificó la alta estructura humana con que se había enfrentado sobre el tablero de ajedrez. Aunque inmóvil aparentemente en la distancia y casi oscurecido, Baal iba tocando con el dedo índice los rostros vueltos hacia arriba, y Virga pudo ver cómo las formas se derrumbaban en un éxtasis acompañado de contorsiones.
—¡Se encuentra ya entre las masas! —declaró el periodista—. Ésta es la primera vez que podemos captar un buen plano de él, aunque todavía no nos es posible ver del todo… —De repente, la plataforma fue sacudida violentamente. El periodista gritó—: ¡Cuidado con ese aluvión de gente! ¡Fuera de ahí!
—¡Apartaos de la plataforma! —gritó alguien al fondo, un técnico.
El periodista trataba aún de recuperar su compostura.
—Los agentes son incapaces de controlar a esta multitud —estaba diciendo—, y enfrentarse con la gente supone un gran riesgo… Hace un momento vi caer a alguien, y fue pisoteado; es excesivo el poder de que hace gala la multitud…
El hombre giró en redondo y contempló las figuras en movimiento mientras la cámara captaba escenas sobre su hombro.
Inesperadamente, Michael se inclinó. Su mirada acababa de captar algo que Virga no había visto.
—¿Qué fue eso? —gritó el periodista. La plataforma sufrió otra sacudida. La multitud avanzaba empujándose, y Virga oyó algo así como un tenue gemido que empezó a crecer en intensidad—. ¡Acabo de oír algo! —exclamó el periodista—. ¡No sé qué era! —Dio unos toques a sus auriculares—. ¡Eh! ¿Qué es eso? ¡Hassan! ¿Me oyes?
Escuchó a través de los auriculares. Detrás de él, la multitud continuó su avance. Los gritos y gemidos ahogaron la voz del periodista pese a que se puso a chillar frenéticamente ante su micrófono. Su cara parecía haberse afilado de pronto y tenía un color ceniciento.
Virga sabía que la hilera de edificios situados en el lado opuesto de la calle estaban en llamas y que sus maderas iban derrumbándose sobre el pavimento.
—… hace unos momentos. Todavía no sabemos quién ha sido ni por qué. —El locutor levantó la vista como si no estuviera seguro de que todavía estaba en el aire. Hizo un gesto de cabeza a alguien—. Hassan está ahí fuera con una unidad de audio, pero tiene dificultades con la comunicación… Yo no oigo muy bien. Ahora mismo… Creo que sólo dispararon dos balas… La multitud sigue avanzando todavía. ¡Cuidado con el equipo! —La plataforma sufrió otra sacudida y osciló. Se oyó un crujido—. ¡Esto se cae!
A espaldas de Michael y Virga un edificio explotó, proyectando una columna de humo negro. Varios trozos de hormigón se deslizaron a saltos por la destrozada acera. Virga agachó la cabeza instintivamente.
El periodista se había apoyado en la barandilla.
—¡Están haciéndole pedazos! ¡El hombre les ruega que tengan compasión de él, pero le están haciendo pedazos! —Se llevó una mano a los auriculares—. ¡Eh! ¡Fuera de aquí! ¡Esa gente os hará pedazos! —A continuación, volviéndose hacia el micrófono, añadió—: ¡Alguien, un judío, ha disparado dos veces a Baal, a quemarropa! Están levantando a Baal…, se lo llevan… Lo han colocado en un coche, pero la gente se encuentra apiñada todavía a su alrededor… ¡Apartaos de él! ¡Dejadle espacio!
El árabe calló para recobrar el aliento. Lágrimas de rabia o de frustración brillaban en sus mejillas. Una serie de interferencias apagó su voz al hablar de nuevo.
—… dispongo de un informe… Está gravemente herido… Repito: Baal se encuentra gravemente herido. No hay quien controle a esta multitud ahora… Comienzan a enfrentarse furiosamente unos contra otros… El judío que empuñaba el arma… ha sido despedazado y sus restos esparcidos… ¡Nosotros tendremos que pedir por radio un helicóptero para salir de aquí! El coche se aleja… Ignoro dónde piensan llevarlo, no sé quién fue el autor de los disparos, no sé… —Repentinamente, el periodista cayó hacia delante y se aferró a la barandilla. Por debajo de él se elevaron unos puños; el griterío de la multitud era estentóreo y como de gente sedienta de sangre. El periodista chilló—: ¡Apartaos de la plataforma! ¡Cuidado con ese cable! ¡Apartaos de la…!
De pronto, la pantalla del televisor se quedó en blanco, crujiendo ocasionalmente con una serie de interferencias.
Michael puso en marcha el motor y el vehículo arrancó. En el lado opuesto de la calle otro edificio estalló en una lluvia de cenizas. Virga tuvo que asirse al borde del parabrisas con la mano sana para afirmarse en su asiento. Michael conducía por la escena del holocausto como si anduviera persiguiendo algo o como si algo estuviera persiguiéndole. Se deslizaba sobre las aceras, a lo largo de estrechas y apestosas calles, por los chamuscados restos de lo que fueran elegantes moradas. A Virga le rechinaban los dientes y se agarraba al parabrisas con todas sus fuerzas. El jeep corría sobre las ruinas del sector moderno, y entró luego en el casco antiguo de la ciudad, donde ya las cenizas se habían enfriado y solamente se veían algunas llamas rojas aisladas iluminando el camino, dentro de una especie de ciénaga de tierra ennegrecida bajo un firmamento gris. Virga paseó la mirada durante un instante por los descoloridos muros y torres del palacio de Musallim, en la lejanía, por encima de los quemados restos de otras viviendas.
El vehículo dobló para enfilar una larga calle pavimentada con burdos y quebrados adoquines. A ambos lados había altos paneles veteados de grietas en los que figuraban escritas algunas frases en árabe. Varias entradas habían sido abiertas en la piedra; Virga vio cadáveres esparcidos.
Repentinamente el motor rugió. Michael estaba pisando el acelerador a fondo. Virga le preguntó, a gritos:
—¿Qué diablos está usted haciendo?
Delante de ellos tenían una deslumbrante limusina, cuya ventanilla posterior aparecía tapada. Corría sobre los broncos adoquines; sus ruedas temblaban por efecto de los violentos rebotes. Michael estaba pendiente de aquel vehículo; en sus ojos se leía que obraba con algún propósito determinado; apretaba con fuerza las mandíbulas. Acelerando el coche ruidosamente, Michael se situó en el lado izquierdo de la limusina, y Virga comprobó que las cortinillas echadas impedían toda visión del asiento posterior. El conductor de la limusina no había advertido su presencia. Después, cuando les miró, sus ojos se dilataron por el asombro.
Virga vio que se trataba del hombre llamado Olivier.
Michael dio un volantazo y el metal de su jeep golpeó el costado del otro vehículo. Las gomas de los neumáticos se quemaban. Virga dio unas voces, comprendiendo que Michael pretendía obligar a los otros a que se precipitasen contra una pared. Virga vio unos dedos que bajaban una de las cortinillas. Los ojos que se fijaron en él desde allí eran negros, unos ojos de pesadilla. Los dedos se retiraron y la cortinilla saltó, volviendo a cubrir el cristal.
Michael siguió forzando el volante a pesar de las chillonas protestas de Virga. Esta vez, Olivier coincidió con ellos en el centro de la calle, y los dos vehículos, como toros que tuvieran los cuernos trabados, rodaron juntos en medio de un gran estrépito. Algo, una pequeña pieza metálica que parecía un tapacubos, voló por el aire desde la parte baja de la limusina y pasó dando vueltas cerca de la cabeza de Virga. Éste se agachó, percibiendo el silbido del metal junto al oído.
Esta vez era Olivier quien pretendía estrellar el jeep contra un muro. Rechinaban las ruedas de la limusina, forzando al otro vehículo a situarse cada vez más cerca de aquellas piedras. Corrían tanto que los lemas escritos en los viejos muros eran una sólida mancha de colores primarios. De nuevo se oyó el choque de las chapas metálicas; el jeep pareció estremecerse; las manos de Michael sobre el volante tenían la blancura del hueso. La limusina los empujaba hacia un muro. Uno de los faros resultó aplastado y los cristales salieron volando. Virga vio el rostro de Olivier sonriendo como una calavera blanqueada. El jeep dio contra el muro y el ruido de la chapa sonó como el grito de una garganta humana. Virga comprendió luego que había salido de la suya.
Michael pisó violentamente el pedal del freno. La limusina rascó el lateral del jeep para volver a situarse en el centro de la calle. Palpitaban las venas en el cuello de Michael, quien forzó el volante para apartar su vehículo de la pared y alcanzó también el centro de la calle. Por delante de él, sin embargo, la limusina describió rápidamente una curva y desapareció al doblar una esquina.
Sin cejar en la persecución, la localizaron de nuevo cuando entraba en una calle secundaria. Al describir otra rápida curva volvieron a perderla de vista.
Poco después se encontraron ante el palacio de Musallim. Las paredes se habían derrumbado y todo aparecía en ruinas, decrépito; las cenizas se habían posado en todas partes, como una capa de polvo. El lugar daba la impresión de estar desierto. Virga no acertó a ver perros ni guardianes. El jeep penetró rápidamente en el patio. Michael deslizó el vehículo por el camino interior, llegando así a un terreno requemado donde describió una curva cerrada. El motor se paró.
Michael sacó la llave del contacto y miró a su alrededor. Allí no se apreciaba el menor vestigio de que hubiera habido alguien antes. Bien pudiera haberse tratado de una masa de ladrillos chamuscados y cristales rotos que datara de un millón de años atrás. Virga vio que la enorme puerta del palacio había sido arrancada.
Michael se apeó del jeep. Antes de que acertara a moverse, se oyó un rumor de motores cobrando intensidad, y momentos después, sin tiempo para que Michael y Virga pudieran cruzar el terreno en dirección al aeródromo privado, un reluciente y blanco avión corría por la asfaltada pista para elevarse instantes más tarde. Una última corrección del timón, un estremecimiento menor de la cola, y el fantasmal gemido de los motores comenzó a alejarse, junto con el aparato, rumbo al noroeste.
Michael contempló la escena en silencio. Luego, dijo en voz muy baja, como si hubiese estado hablando consigo mismo:
—He llegado demasiado tarde.
—¿Qué esperaba usted encontrar aquí? —inquirió Virga—. Este lugar ha sido destruido. Todos se han ido.
—Sí. Se han ido todos.
—¿Adónde piensan llevar a Baal? Los hospitales han sido incendiados. No habrá ni uno donde puedan curar sus heridas.
Michael no parecía estar escuchando. El hombre se pasó una mano por la frente y después contempló la capa de ceniza que se había acumulado en sus dedos.
—¿Me ha oído usted? Tenemos que averiguar adónde se han llevado a Baal.
—¿Cómo? —Michael pareció recordar entonces lo que Virga acababa de decir—. Baal viaja a bordo de ese avión. Probablemente están abandonando el país. El continente, tal vez.
—¿Qué? ¿Cómo lo sabe?
—Lo sé —contestó Michael escuetamente.
—Lo más seguro es que él se desangre si no recibe atención médica. ¿Adónde lo llevan?
Michael dio la vuelta sin contestar. Desanduvo el camino en dirección a la entrada, seguido por Virga. Michael se detuvo a poca distancia de la entrada y se asomó al interior de la construcción, un interior húmedo de sucias paredes.
—Aquí pasa algo —dijo en voz baja.
—¿Piensa que se trata de una trampa, quizá?
—No estoy seguro. Al parecer aquí no hay nadie. Y sin embargo… Sígame usted y camine sin hacer ruido. ¿De acuerdo?
—Sí —respondió Virga.
Michael cruzó el umbral y Virga echó a andar tras él, procurando no pisar los cristales rotos y lo que quedaba de las tapicerías quemadas. El interior estaba en ruinas. Las paredes habían sido rayadas y quemadas; las alfombras estaban hechas pedazos; espejos que fueran de grandes dimensiones habían quedado hechos añicos; el mobiliario, exquisito y profusamente adornado, había sido destrozado a golpes de hacha. Se notaba allí la pesada atmósfera dejada por el humo, el fuerte hedor de los desperdicios; aquel lugar había sido destruido y olía a carne podrida. Michael volvió la cabeza para cerciorarse de que Virga le seguía, y luego continuaron su inspección a lo largo de los corredores, dejando atrás habitaciones enormes y escalinatas de mármol. Con frecuencia sus pies resbalaban a causa de los excrementos humanos y trozos de cristal que cubrían el pavimento.
No se oía nada. Todos se habían ido, pensó Virga. Todos ellos. Los discípulos se habían desvanecido, al igual que su maestro herido. Los dos hombres se movían silenciosamente en la oscuridad; los pasillos serpenteaban, y Michael y Virga avanzaban como si caminaran por los intestinos de un cadáver quemado.
Y después oyeron el sonido inconfundible del cristal al romperse, al otro lado de unas puertas cerradas, a un lado del corredor en que estaban. Michael, en tensión, esperó, sujetando a Virga por un brazo para impedir que se moviera, pero aquel ruido ya no se repitió.
Michael se precipitó en el interior de una habitación. De una patada, las dos hojas de la puerta se soltaron de sus quebrantados goznes, cayendo estrepitosamente sobre un pavimento de destrozadas losas de piedra.
Se encontraban sobre los restos de lo que debía de haber sido un comedor. Las sillas aparecían volcadas, esparcidas con el mayor desorden en torno a una mesa carbonizada y cubierta de ceniza. Encima de ella había todavía platos manchados con restos de comida y copas de peltre, todo ello dispuesto como para celebrar un banquete. Tres de las copas estaban volcadas y el líquido que contenían se había derramado formando pequeños y sucios charcos. Aún flotaban en la habitación azules nubecillas de humo, que se arremolinaban al elevarse como espíritus de los muertos. Por encima de los olores del humo y la podredumbre se notaba algo más, algo que hizo que a Virga le rechinaran los dientes. Era el enfermizo y dulce olor de la cripta funeraria. Sintió que Michael se mantenía concentrado, en tensión.
Había alguien sentado en la mesa.
Alguien caído hacia delante, que había volcado una licorera de vidrio y cuyo rostro quedaba oculto. La figura, vestida con unas destrozadas prendas masculinas, era delgada, de carnes pálidas. Virga observó boquiabierto las terribles manchas oscuras que presentaba en los brazos desnudos. El hombre se movió, volviendo el rostro hacia la tenue luz que se colaba por entre el marco de la puerta.
—¡Dios mío! —exclamó Virga—. ¡Si es Naughton!
Pero no tardó en darse cuenta de que no era Naughton. El hombre que estaba sentado allí quizá se pareciera a Naughton por su noble frente, ahora cubierta de enconadas llagas; por el trazo de su nariz, ahora parcialmente carcomida por alguna enfermedad cancerosa, y por sus rubios cabellos, que en algunos puntos le habían sido arrancados, dejando ver el ensangrentado cuero cabelludo, pero decididamente aquel hombre no era Donald Naughton.
Sus ojos centelleaban con una expresión de salvaje ferocidad. Alcanzó una de las copas metálicas y, dando un grito, impulsado por una incomprensible ira, la lanzó contra Michael y Virga.
El primero se agachó para esquivarla. La copa se estrelló ruidosamente en la pared opuesta. Naughton se puso en pie haciendo un esfuerzo. Levantó una silla y también la arrojó sobre los dos hombres. El esfuerzo realizado le hizo vacilar y acabó cayendo al suelo, donde se quedó apoyado sobre manos y rodillas. Con un gruñido, corrió luego hacia el rincón. Sus ojos, allí, en la sombra, tenían un rojo resplandor.
—¡Dios mío! —dijo Virga—. ¡Lo han convertido en una especie de animal! ¡Santo Dios!
—¡Atrás! —ordenó Michael.
Al mismo tiempo éste avanzó, y Naughton aulló como un perro enloquecido y empezó a recoger útiles de la mesa y trozos de cristal esparcidos a su alrededor para arrojárselos a los dos hombres.
—¿Cuál era su nombre de pila? —preguntó Michael en voz baja.
—Donald —respondió Virga—. ¿Era?
¿Había dicho Michael era?
Naughton se había quedado sentado en el suelo.
Al dar Michael otro paso hacia él, Naughton apretó los labios.
—Tranquilízate —dijo Michael en un tono de voz que sonó con un dejo de calmosa autoridad—. Tranquilízate. Te llamas Donald Naughton. ¿Recuerdas ese nombre?
Naughton inclinó la cabeza a un lado, escuchando. Después se llevó ambas manos a los oídos, inclinó la cabeza y clavó la barbilla en su pecho.
—Donald Naughton: escúchame —dijo Michael—. Tú eres un hombre todavía. Todavía puedes luchar contra esto. Yo quiero que luches. ¡Hazlo!
Naughton emitió un gruñido, buscando a su alrededor algo para arrojarlo contra el que acababa de hablar.
Michael volvió a avanzar y se inclinó para mirar fijamente al otro a los ojos.
—Tienes que luchar —ordenó. Adelantó un brazo, ofreciendo la palma de su mano—. Confía en mí. Confía en mí. Puedes combatir esto.
Naughton parecía confuso. Adelantó y echó hacia atrás la cabeza con alocado frenesí. Se volvió a un lado, arañando las paredes, buscando la forma de escapar de allí.
—¡Donald Naughton! —gritó Michael.
—¡Nooo! —gimió el animal que se encontraba en el suelo—. ¡No seré nunca más Donald Naughton!
—¡Dios mío! —exclamó Virga con voz casi inaudible.
Michael se irguió. Cuando la enfermiza figura se apartó de la pared, se lanzó sobre ella. Naughton profirió un grito salvaje, de rabia y temor. Michael sujetó la cabeza de Naughton por las sienes, y Virga vio cómo resaltaban las venas en las manos del primero.
—¡Donald Naughton! —chilló Michael.
El hombre sufrió una convulsión y brotó saliva de su abierta boca. Muy lentamente, sus ojos cambiaron de expresión. Hubo en ellos un brillo fugaz que podía delatar un reconocimiento. Su cuerpo dio la impresión de desplegarse, como cediendo al contacto con Michael. Luego respiró produciendo un áspero, seco y terrible sonido que saturó el recinto de una apestosa atmósfera, tras lo cual se derrumbó en los brazos de Michael. Éste le sostuvo al sentirlo agitado por un sollozo y muy suavemente lo tendió sobre el pavimento. Acto seguido le hizo una seña a Virga para que se les acercara.
Virga se inclinó sobre su amigo. Las llagas eran peores de lo que se había figurado. Alguna enfermedad inimaginable había brotado en sus carnes, desgarrándolas como si hubieran estado entre los colmillos de unos perros. Michael, sujetando delicadamente la cabeza de Naughton, dijo:
—Este hombre se está muriendo. Sólo la muerte le librará de sus dolores.
—Nadie puede ayudarme ya —musitó Naughton con ojos vidriosos—. Es demasiado tarde. Ahora ya es demasiado tarde… —Levantó la vista, haciendo un gesto de incredulidad—. ¿Es… usted… el doctor Virga?
—Sí. Dios mío, Dios mío. ¿Qué te han hecho?
El hombre emitió un gemido atormentado. Acertaba a contenerse por unos instantes, y el dolor era siempre más fuerte cuando volvía a sentirlo.
—Todos han abandonado este lugar —susurró en voz baja, entrecortada—. Cresil, Verin, Sonneilton, Carreau… Todos ellos. Se los ha llevado Baal.
—Dispararon sobre Baal —le explicó Virga—. ¿Adónde lo llevaron?
Naughton levantó la vista. Virga creyó ver que sonreía; su gesto era un amago de sonrisa tan sólo, pero tampoco podía estar seguro.
—Dispararon sobre… —balbuceó Naughton—. No…
—¿Adónde lo llevaron? —inquirió Virga de nuevo.
Naughton estaba respirando roncamente. Volvía el dolor, que lo acariciaba con sus dedos al rojo vivo. Se estremeció, y Michael puso la mano en su frente.
—Se ha ido —dijo Naughton, jadeante en su agonía.
—¿Cómo? —Michael inclinó la cabeza para oírle mejor—. Se ha ido… ¿adónde?
—Ese muchacho, ese muchacho —estaba diciendo Naughton. Las lágrimas afluyeron a sus ojos, deslizándose luego por las mejillas—. Oh, Dios… Yo tenía el cuchillo… No sabía… Yo no podía pensar… —Michael hizo desaparecer las lágrimas con la yema de un dedo—. Nadie puede detenerle ahora —susurró Naughton.
—Dispararon sobre Baal —insistió Virga, mirando a Michael—. ¿No fue él?
—Dos veces… —dijo Naughton—. Dispararon dos veces. Los árabes se levantarán para vengar el asesinato del Mahoma vi… Oh, Dios, otra vez el dolor, el dolor, el dolor… ¡Ooooohhh!
Apretaba los dientes, tratando de sobreponerse a aquello.
Virga sintió que corrían lágrimas por sus mejillas.
—¿Con qué propósito? —se oyó a sí mismo preguntar.
Naughton levantó la vista, velada por otro ramalazo de dolor.
—La destrucción de los judíos…, destrucción total…, que no quedara ningún judío vivo… Terrorismo a través del mundo… Total…
—¿Por qué?
Michael estaba mirando a Virga.
—Venganza —dijo, contestando al mismo tiempo que Naughton susurraba la palabra.
La respiración de Naughton se tornó más ronca.
—Él planea una resurrección de los muertos… mientras sus discípulos extienden el caos y la guerra…, él espera…, y… ¡Oh, Dios, otra vez el dolor! ¡Oooohhhh!
—¡Santo Dios! —exclamó Virga—. ¡Santo Dios!
—Y cuando él regrese le acompañará el maestro…
Naughton había perdido la razón; sus sentidos habían sido destruidos.
—No comprendo —dijo Virga, casi como si hablara consigo mismo—. Dispararon sobre Baal… Le dispararon…
—¿Adónde ha ido Baal? —preguntó Michael, bajando mucho la voz.
—Nadie puede encontrarle —manifestó Naughton, respirando con dificultad. De su boca salió un líquido maloliente—. Demasiado lejos…
—¿Dónde? —insistió Michael.
Los ojos de éste atemorizaron a Virga: se habían vuelto fieros y misteriosamente dorados bajo la tenue luz.
Naughton parpadeó varias veces, como para aclarar su visión. Virga sorprendió su huidiza mirada.
—Yo vi… los mapas —dijo Naughton finalmente—. Les oí hablar. Ellos me dejaron aquí para que muriera…, pero yo vi los mapas…
Michael se acercó más a él.
—Groenlandia —declaró Naughton—. Se habían almacenado provisiones en una población esquimal… Avatik… Luego, a través del casquete polar… —Naughton apartó la mirada de Michael, buscando a Virga. Tocó la mano de éste—. Judith… ¿Se encuentra bien?
—Sí. Judith está bien.
—Ellos me hicieron escribir la carta… Pensaban valerse de usted.
—Lo sé.
La pálida luz en los ojos de Naughton casi se había apagado. Su rostro estaba lívido y apenas movía los labios al hablar. Quejándose, a causa del dolor, levantó la vista de repente, miró con expresión de súplica a Virga y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—No quiero morir así… —dijo—. Así no…
Virga no supo qué responder. El gesto de desvalimiento en el rostro de Naughton le hizo contener el aliento. Tartamudeó algo ininteligible.
Michael presionó una mano contra la frente de Naughton.
—Está bien —susurró—. Ahora descanse. Cierre los ojos y descanse un rato.
—Oh… —dijo Naughton por toda respuesta.
Dio un pequeño suspiro, y Virga vio que la luz de la vida se desvanecía en sus ojos. Michael plegó las manos del hombre sobre su pecho.
Luego se puso en pie.
—Debiera llevarse su cuerpo cuando regrese. Este sitio será pasto de las llamas y enterrarán las cenizas.
—Fue una gran persona.
—Y ahora descansa en paz.
Virga levantó de pronto la vista.
—Enviaré el cadáver a su esposa para que reciba sepultura adecuada. Yo no pienso emprender el regreso todavía.
Michael se volvió lentamente hacia él, y la fuerza de su presencia se hizo casi palpable.
—Usted ya ha cumplido con su papel en este asunto. Ha encontrado a su amigo. Lo que queda ahora por delante no es cosa suya.
—¿Y cómo va a localizarle usted solo? Contésteme.
—Siempre he trabajado así antes, durante años. Solo.
—Yo le acompañaré.
—No.
—Sí.
—Yo puedo conseguir que se quede. Usted lo sabe.
—No sé quién es usted, pero voy a decirle una cosa: estoy al corriente de los poderes de Baal y no pienso regresar a Boston y permanecer inactivo.
Michael mantuvo la mirada fija en Virga en medio de la lobreguez del lugar durante unos momentos, guardando silencio. Bruscamente, se encogió de hombros.
—Como quiera. A mí me da igual. Yo no voy a dedicarme a cuidar de usted. Y le repito que tengo la convicción de que es usted un necio.
—Dejémoslo en eso —respondió Virga.
—Sí —continuó diciendo Michael—. La noche invernal está a punto de comenzar en Groenlandia… Supongo que está al tanto de ello… Por tanto, le sugiero que se provea de más prendas de vestir que las que tiene ahora. No viajaremos juntos. Si no se encuentra en el lugar llamado Avatik dentro de tres días, me iré de allí sin usted.
—Nos veremos allí.
—Sí. Creo que llegará a tiempo. Ahora será mejor que planee sus enlaces por vía aérea y abandone este país lo antes posible. No creo que haya mucho futuro aquí. Le ayudaré para que saque a su amigo de este lugar.