Desde las profundidades de las tinieblas, una mano le rodeó la cara. Los dedos de la mano iban a sacarle los ojos. Virga trató desesperadamente de mover la cabeza, pero no podía. Parecía como si hubiese quedado clavado a algo y fuera incapaz de protegerse. Se agitó, inquieto, gimiendo y tratando de evitar la terrible garra que se dirigía hacia sus ojos abiertos. No podía ver nada, sólo la mano que gradualmente se hacía más y más grande, más ancha y nervuda; y observó el temblor a través de los tendones, que presagiaba el inminente dolor de los ojos saltados. Luchaba contra lo que fuera aquello y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
—No.
De pronto la mano estalló en llamas. Unos segundos después se consumía por completo y caía reducida a cenizas. Vio el perfil de otra mano oprimiéndole la frente. Su contacto le consoló; se sintió misericordiosamente aliviado del dolor que le atormentaba cada vez que respiraba. Intentó ver de quién era, pero la palma entró en contacto con sus párpados e hizo que se olvidara de todo lo que no fuera la suavidad del descanso.
—La fiebre ha desaparecido —dijo un hombre—. Ahora duerma.
Y Virga se quedó dormido y soñó que navegaba por el Charles con Katherine (que olía a canela) agarrada a su brazo.
Cuando abrió de nuevo los ojos, le pareció que era capaz de percibir todavía el olor de las cálidas maderas de su balandro sobre la blanda docilidad del río. Pero reinaba aún la oscuridad y pensó al principio que todavía estaba soñando. Siguió tendido con los ojos abiertos, escuchando.
Lejos zumbaban los insectos; al recordarlos dio un respingo. Algo se quemaba. Virga oyó los gratos crujidos de la leña, olió el humo. Se hallaba tendido sobre una camilla, dentro de una tienda de piel de cabra. Atisbo un pequeño fuego de maleza y palos que ardía junto a la entrada. La noche había caído, pero no tenía la menor idea acerca del tiempo transcurrido desde el momento en que se extraviara en el desierto. Al intentar, con mucho trabajo, incorporarse se dio cuenta de que su mano había sido entablillada y envuelta con un vendaje.
Lentamente, Virga echó a un lado la ropa que lo cubría y se puso en pie. Se tambaleó; la repentina irrupción de sangre en la cabeza le había mareado, y esperó hasta que pudo caminar con seguridad. Se dirigió entonces a la entrada de la tienda. Fuera había un destartalado jeep con el parabrisas roto y como cubierto de telarañas. Un ave había sido empalada sobre el fuego para que se asara. Iba a cruzar la abertura de la tienda cuando un hombre alto y esbelto embutido en un traje de campo quedó dentro de su campo visual. El hombre se inclinó sobre el fuego y lo avivó con hojas y ramas que transportaba en sus brazos. Echó una mirada a la carne, le dio la vuelta para ver si estaba quemándose. Virga contempló la escena con los ojos entreabiertos. El hombre se sentó ante las llamas con las piernas cruzadas y se quedó inmóvil, con la vista fija en las brillantes hogueras que ardían a lo lejos en el desierto.
Parecía estar observando aquello por algún motivo. Su expresión, de una intensa calma, no se alteró en ningún instante. Daba la impresión de ser un hombre joven, pero a la temblorosa luz de las llamas le resultaba difícil a Virga calcular su edad exacta. Tenía los cabellos claros y la tez blanca. No era árabe. No podía abrigar duda alguna al respecto. Pero a pesar del aspecto físico corriente, frágil incluso, de aquel hombre, sus ojos resultaban extrañamente perturbadores, y Virga no estaba seguro de poder sostener una mirada directa. Brillaban a la luz del fuego; daban la impresión de absorber el matiz dorado de las llamas antes de oscurecerse, como si no hubieran tenido ningún color fijo. De nuevo dio vuelta a la carne y al mismo tiempo giró la cabeza unos centímetros hacia la izquierda. Miró a Virga igual que si hubiese sabido en todo momento que el doctor se había plantado allí. La energía y brusquedad de su mirada hizo que Virga diera un paso atrás, y su corazón se aceleró.
El desconocido se puso en pie. Debía alcanzar el metro ochenta de estatura; su delgado cuerpo le hacía parecer más alto aún. Cuando advirtió el gesto de aprensión de Virga, asomó a sus feroces ojos una mirada de controlado interés. Se volvió y, sin pronunciar palabra, volvió a tomar asiento ante el fuego.
Virga continuó en la abertura de la tienda, pendiente de su mano herida, en la que sentía dolorosas palpitaciones. El hombre daba la impresión de no haber advertido su presencia. Permanecía sentado y atento a los puntos luminosos de los fuegos en la oscura distancia. El hambre removía el estómago de Virga, lo suficiente para que se atreviera a exponerse al peligro o amenaza que pudiera provenir de aquel individuo.
—¿Va usted a comerse esa carne o piensa dejar que se queme? —dijo después de hacer otro movimiento, con los labios todavía hinchados.
Los ojos del otro, fijos en el fuego, parpadearon. Tomó el hierro en que estaba ensartada el ave y valiéndose de un cuchillo que llevaba al cinto cortó un trozo de la correosa carne. Entonces contestó con voz muy clara:
—Tenga cuidado. Ha estado vomitando cuanto le he dado para alimentarlo.
Virga tomó la carne y la despedazó de buen grado. Se secó luego las manos, llenas de grasa, en los laterales de los pantalones. Con un gesto de dolor se sentó enfrente del hombre, apartando el rostro de las llamas, pues el calor hacía que su carne cubierta de ampollas le produjese la penosa sensación de estar arrugándose.
—Su mano estaba infectada —explicó el hombre, mirando a Virga como si pudiera ver a través de él—. Le limpié la herida y la vendé.
—Gracias.
—Le encontré a unos kilómetros de aquí. ¿Qué estaba haciendo por este lugar?
Virga no sabía si podía o no confiar en aquel desconocido. Apartó los ojos de él, pero aquello no produjo mucho efecto. Podía sentir que el otro le observaba.
—Alguien me dejó allí.
—Ya —dijo el hombre.
Tornó a concentrar su atención en los fuegos. Cuando Virga fijó también su mirada en ellos contempló una gran lengua de fuego de color naranja que se elevaba en medio de las hogueras de menor tamaño.
—¿Eso ha sido una explosión? —preguntó.
—Están quemando libros —respondió el hombre en voz baja—. Comenzaron su tarea ayer. Entraron a saco en las bibliotecas públicas y después en las particulares. Pronto la emprenderán con otras cosas.
Virga dejó oír un suspiro, contrariado. Tocó con cuidado las ampollas, que empezaban ya a curarse, de sus mejillas y frente.
—Han ido demasiado lejos —comentó—. No hay nada que les pare ya.
—¿Quién es usted?
—Me llamo James Virga. Soy profesor de teología.
El otro enarcó una ceja.
—¿Sí?
—¿Y usted…? Me agradaría saber quién me salvó la vida.
—Yo no le salvé la vida. Yo le encontré.
—¿Y no es lo mismo?
El hombre guardó silencio un momento antes de contestar:
—Me llamo Michael.
—¿Es usted norteamericano también?
—No. No soy norteamericano.
Virga estaba repelando un hueso. El calor del fuego le hizo retroceder unos pasos. Arrojó a un lado el hueso y preguntó:
—¿Por qué está usted aquí? ¿Por qué no está en la ciudad?
Michael sonrió débilmente, señalando el jeep.
—Entré en la ciudad —explicó—, pero no podía circular por ella sin… atropellar a alguien. Fue hace más de dos semanas. En consecuencia, decidí que lo mejor sería acampar por aquí. En la ciudad la violencia está alcanzando niveles increíbles.
—Nunca vi nada semejante. Nunca.
—Pues prepárese para ver aún más —dijo el otro con una rudeza que hizo a Virga apartar los ojos de su trozo de carne—. Y es que la cosa no ha hecho más que empezar.
Virga le miró fijamente.
—Este lugar no es el peor. Es, sí, el que ha tenido más publicidad. Por todo el Oriente Próximo se encuentran aldeas y ciudades que han sido reducidas a cenizas por sus propios habitantes. Después de haberse vuelto contra todo lo que se les ha puesto por delante, terminan por volverse contra ellos mismos, destruyéndose mutuamente. Al Ahmadi, Al Jahra, Safwan, incluso Abadan y Basra… Han llegado a Irán e Irak, y se dirigen hacia Turquía. Lo sé porque lo he visto.
—Ha sucedido todo tan de repente… —comentó Virga—. Nadie tenía la menor idea de lo que estaba pasando.
—¿Tan de repente? —inquirió Michael—. No, no tan de repente. Esto ha sido fraguado desde el principio del tiempo, esta insensata lucha final, este legado de destrucción. No, no tan de repente.
—¿Y qué hay de Tierra Santa?
Michael miró por encima de Virga, a través de él.
—Pronto —dijo.
—Dios mío —manifestó Virga—. Si esta locura se extiende alguna vez por América…
El hombre guardó silencio por unos momentos, pendiente de los últimos rescoldos de una miríada de ideas. Luego declaró:
—Se ha pasado usted delirando los cuatro últimos días. Pensé al principio que iba a morir, pero fue capaz de ir ingiriendo pequeñas cantidades de agua. Durante estos cuatro días, estuvo usted al borde de la muerte. Ayer la fiebre remitió y recobró el conocimiento durante unos instantes.
—Cuatro días… —repitió Virga.
—He topado con algunas personas aisladas aquí y allá —dijo Michael—. Son los individuos que de alguna manera siguieron conservando el buen juicio en esta trifulca y que tratan de abandonar el país. Pero no eran muchos. Las fuerzas policiales y militares han sido severamente debilitadas. Cuatro días pueden ser mucho tiempo; en este lugar ya no queda tiempo. Después de conseguir todo cuanto quería aquí, Baal, se trasladará a otra parte.
Al oír aquel nombre inmundo, Virga se estremeció. Recordó la figura sentada en la oscuridad, al otro lado del tablero de ajedrez.
—¿Cómo sabe usted todo esto? —inquirió.
—Tengo mis fuentes de información.
—¿Cuáles?
El hombre objetó:
—Hace usted demasiadas preguntas.
—Porque quiero comprenderlo todo —contestó Virga—. Tengo que entenderlo… Santo Dios. Tengo que…
Michael se inclinó hacia delante ligeramente. Sus ojos hicieron callar a Virga de pronto.
—Lo que ha visto usted aquí le duele —manifestó con toda naturalidad.
—Sí. He sido testigo de crímenes y atrocidades. He conocido a Baal y logré escapar con vida.
Michael pareció sorprenderse. Sus ojos se redujeron a dos pequeñas aberturas.
—¿Ha conocido a Baal?
—Él tiene consigo a uno de mis colegas, el doctor Naughton.
—¿En calidad de discípulo?
—¡Diablos! ¡No! —exclamó Virga, cayendo en la cuenta tan pronto hubo pronunciado estas palabras de que no estaba seguro de aquello—. Quizá es su prisionero… No sé… Pero Baal me dijo que tenía con él a Naughton.
—Si no ha muerto ya —manifestó Michael—, dará su vida por Baal. Éstas eran sus dos alternativas. ¿Cómo se las arregló para huir?
Había un tono de recelo, de desconfianza, en la voz de Michael.
—Lo ignoro. No puedo comprenderlo. Yo tenía un crucifijo…
Michael asintió.
—… y él no podía tocarme en tanto yo lo tuviera donde pudiese verlo. Sin embargo, en la parte superior de la puerta de su biblioteca había un crucifijo dibujado, bien a la vista.
—Pero invertido, ¿no? —señaló Michael.
Virga hizo memoria.
—Sí, en efecto.
Michael se echó hacia atrás, satisfecho, al parecer.
—Quiero que me explique —dijo Virga— cómo ha llegado a saber tantas cosas de él.
Virga esperaba una respuesta. Mirando de soslayo vio que de nuevo explotaban en el firmamento llamaradas de color naranja.
—He estado siguiendo a Baal —dijo Michael—. He seguido su rastro por todo el mundo. Y no me detendré hasta que lo tenga a mi merced. Conozco su pasado y su presente. Yo escribiré su futuro.
—¿Con qué fin? ¿Con el de matarlo?
El otro hombre hizo una pausa. En sus ojos todavía había una expresión cauta, de reserva.
—No. No con el propósito de matarlo. Sí con el de neutralizarlo antes de que esta enfermedad de los sin Dios acabe con el corazón de la humanidad. La destrucción es ya bastante, y queda justificada, quizá, aunque no soy yo quien debe decirlo. Ahora bien, desposeer a la creación de toda inteligencia y dignidad, como un gato destroza a un ratón herido, es demasiado.
—¿Ha tenido ocasión de conocerle?
—Nos hemos conocido —declaró Michael.
—¿Usted cree que su poder no tiene límites?
—Tiene sus límites, aunque son sólo temporales. Cuando desarrolle su poder será capaz de vencer esas limitaciones.
—Dios mío —suspiró Virga—. ¿Quiere usted decir que no ha desarrollado todavía todas sus capacidades?
Su interlocutor levantó la vista.
—No, en modo alguno.
—Percibí su poder estando en la misma habitación que él. Todavía no sé lo que era aquello. Seguramente, una especie de hipnotismo o algo así como una técnica de lavado de cerebro.
—Sí —replicó Michael—. De eso se trataba.
—Casi se hizo conmigo —explicó Virga—. Sólo Dios sabe lo que le habrá hecho a Naughton.
—Recuerde ese momento. Recuerde que Baal carece de misericordia. El sólo existe para deshonrar la creación a la vista de Dios.
Virga reparó en que había vuelto a hacer uso de la palabra «creación». Comenzó a pensar que aquel hombre podía ser un fanático o poco menos.
—Si usted no se propone matarlo —preguntó al cabo de un momento—, ¿cómo podrá neutralizarlo? Sus discípulos le harán pedazos en cuanto se acerque a él.
Michael pareció hacer caso omiso de la pregunta. Se le veía tan inmóvil como si formase parte del mismo desierto; como si fuera una de sus matas de espinos. Después dijo en voz muy baja:
—Su influencia debe ser contenida.
—La cosa no es tan sencilla.
—No, no lo es.
Se produjo un tenso silencio entre los dos hombres. Virga esperaba que el otro continuase hablando, pero Michael parecía sentirse preocupado por la quema de libros que se estaba llevando a cabo a lo lejos. Se estremecía casi imperceptiblemente con cada llamarada.
A Virga le dolía la mano herida. Pretendía que la conversación continuara con objeto de no concentrarse por entero en su dolor.
—Me dijo usted que ha estado siguiendo a Baal. ¿Desde dónde?
—Eso carece de importancia. Lo que importa es el aquí y ahora.
—Me gustaría saberlo.
—No, no es cierto…
—Es verdad. Deseo estar enterado.
La mirada del hombre se apartó de la escena de los fuegos para fijarse en Virga, y volvió a aquéllos otra vez. Haciendo un esfuerzo, dijo:
—Di con su rastro en California hace unos años. Él y sus discípulos, que formaban entonces un pequeño grupo, habían logrado hacerse con el control de una población llamada Borja, situada en las inmediaciones de la frontera mexicana. La gente del lugar, los agentes de la ley, los sacerdotes, todos, al principio tomaron a aquel grupo por una comuna de fanáticos, y se vieron más tarde afectados por los mismos poderes que usted ve actuando aquí. Pronto se volvieron unos contra otros. Algunos de ellos se incorporaron al círculo de Baal. A los demás los destruyó. Después, ya todo fue cuestión de tiempo; su palabra se extendió secretamente, llegando a todo loco que se prestara a escucharla. Aparecieron las bandas de motociclistas, los adoradores de Satanás, los obsesionados con la droga y el poder. Baal ejercía su dominio sobre todos. Cuando Baal estuvo preparado, la comuna, ya con una fuerza de más de quinientos miembros, se dividió en cuatro grupos, y todos ellos lograron notoriedad. Se convirtieron en criminales y terroristas que no sabían el porqué de sus actos, ni les importaba. Estaban corrompidos. Ahora bien, aquello constituía sólo una parte de la educación impuesta por Baal.
—¿Educación? —inquirió Virga, observando las sombras que el agonizante fuego dibujaba en el semblante de Michael.
—Su poder crecía de modo gradual a medida que el número de seguidores se incrementaba. Y los incorporados sumaban sus fuerzas al movimiento para hacer posible su influencia en miles de personas muy discretamente. Él no quería fanfarrias ni banderas. Todavía no. No estaba preparado para eso. La comuna dejó California y en Nevada buscó a un grupo de satanistas establecidos en un estado del desierto, el cual había sido financiado por una mujer apellidada Van Lynn. A las pocas semanas, Baal controlaba el grupo y también el dinero; todos lo adoraban como su príncipe y maestro. Baal estuvo con la señora Van Lynn durante varios años, en tanto que sus seguidores se hacían con más conversos tanto en América como en Europa. Desde el mismo comienzo supo lo que tenía que hacer: apelar a los más bajos instintos del hombre, incrementar la capacidad para la violencia y el ansia de poder. Quería embriagarlos a todos con la ilusión. Hizo ver a sus convertidos que el Dios que habían estado siguiendo había muerto y sus ideas de paz y armonía ya no eran válidas en este mundo. Así pues, decía Baal, el único recurso para lograr la supervivencia del hombre es la batalla de los animales, la superioridad de los más fuertes.
—De la razón al caos —comentó Virga— no hay una gran distancia.
Michael movió la cabeza.
—No, por desgracia. Baal tomó el resto del dinero de la señora Van Lynn y se fue a Europa. Allí empezó a seleccionar conversos por el mismo procedimiento, enviándolos a distintos lugares para que influyeran en otros.
Pero él necesitaba más dinero, más poder, y de esta manera llegó a los campos petrolíferos.
—Así que detrás de todo está Baal actuando como manipulador.
—Sí.
—Y nos lleva hacia…
Virga apagó su voz gradualmente; la respuesta era demasiado terrible para ponerse a considerarla.
—En efecto —dijo Michael—. Él representa el quebrantamiento completo del orden. La muerte y la destrucción.
—Pero ¿cuál es su móvil? Y, ¿por qué se ha dado a sí mismo el nombre de un dios de sacrificios?
Michael no respondió.
—Somos personas cuerdas —alegó Virga—, y si hemos de seguir siéndolo no podemos continuar sentados aquí y permitir que sucedan estas cosas. Tiene que haber alguien a quien podamos prevenir… Alguien a quien podamos informar.
—¿Nosotros? ¿Nosotros? —Michael miró con viveza a Virga por encima de los rescoldos del fuego—. Usted no forma parte de esto.
Virga se inclinó hacia delante, desafiante ante su mirada.
—Usted se equivoca. Se trata de algo que debo a Naughton. Voy a hacer lo que pueda por ayudarle.
—Es usted un estúpido. No sabe con qué se enfrenta aquí.
—Pues entonces soy un estúpido, sí.
Michael fijó su mirada con firmeza en su interlocutor. Al cabo de unos momentos la expresión de sus ojos se ablandó levemente.
—Todos los hombres son estúpidos —comentó—. Y los estúpidos son peligrosos.
—Me dijo antes que usted y Baal habían llegado a conocerse —dijo Virga—. ¿Dónde?
Al principio pensó que el otro se negaría a responder a su pregunta. Luego, Michael se desabotonó el cuello de la chaqueta y acercó su barbilla, hacia la tenue claridad de los rescoldos.
—A usted no ha de importarle dónde —manifestó—. Basta con decir que nos conocimos.
Virga se echó hacia atrás.
Sobre la pálida carne de la garganta de Michael, las huellas profundas de dos manos quemadas parecían ir a estrangularle.