Virga recobró el conocimiento al serle pasada una esponja por el rostro. No, una esponja no, sino más bien su hinchada y ensangrentada mano. Recordó el pavoroso sonido de los huesos cediendo, igual que palos quebrados por unas manos poderosas, y quiso vomitar, pero no podía moverse. Contuvo la bilis que pugnaba por ascender a su garganta y trató de orientarse.
Levantó la vista hacia las brillantes estrellas que describían sus divinas trayectorias. Pero aquélla no era una hora avanzada de la noche; un débil tinte purpúreo en el firmamento mostraba el sendero por donde el sol se deslizaba hacia el horizonte. Estaba moviéndose, le empujaban y tiraban sobre un vehículo de gruesos neumáticos, y oyó el rugido de un motor. Ya no percibía el olor salado del aire que llegaba desde el golfo, sólo notaba el olor seco y amargo del desierto, enfriándose con la llegada de la noche.
Virga tenía las rodillas en alto y sentía sus piernas entumecidas. Había sido arrojado sobre la caja de un Land-Rover, y sólo al echar la cabeza a un lado comprendió que había sido amordazado con un burdo paño.
El asiento del conductor estaba ocupado por un hombre que Virga se esforzó en reconocer. Sí. Era el tipo rubio de la biblioteca de Baal. Y en el otro asiento se encontraba el discípulo moreno. Los había visto durante una fracción de segundo, antes de que su visión quedara bloqueada por un puño. Los dos individuos llevaban sendas pistolas al cinto.
¿Se habían internado mucho en el desierto? Virga no disponía de medios para averiguarlo. Ignoraba adónde se encaminaban, y también el motivo. Procuró no hacer ningún ruido ni movimiento que pudiera delatar a los discípulos que se había despertado.
Sentía que la cabeza se le partía. Era un dolor terrible, que se intensificaba justo detrás de los ojos. El dolor de cabeza y el de su destrozada mano coincidían de alguna manera en su hombro.
Comprendió que el crucifijo le había salvado; que había repelido de un modo asombroso a Baal, como si se hubiera tratado de un vampiro. Un instante más y Virga habría sido barrido por una temible combinación de horror y euforia, de sudor y gritos. Los ojos del hombre seguían en su mente, girando como un remedo de las estrellas.
El Land-Rover se hundía por la parte trasera y oscilaba sobre las dunas del desierto como un barco en el mar.
Los dos hombres no hablaron ni se movieron en ningún momento; sus armas hablaban por ellos. Virga pensó que iban a matarlo, o bien a abandonarlo en algún sitio, hasta que se aviniera a ayudar a Baal. Quizá lo torturaran. Aquellos individuos carecían, como su fantasmal maestro, de honor, de sentido de la culpabilidad y de piedad.
Virga luchó contra otro amago de inconsciencia que sutilmente le invadió. Sus dedos, aplastados y deformados, se habían vuelto azules. Las venas palpitaban en su muñeca y la mano herida se había hinchado de un modo espantoso hasta doblar su tamaño. Como la enfermedad de Job, pensó Virga, casi complacido con la evocación. El Land-Rover, violentamente sacudido al deslizarse sobre unas rocas, le hizo volver al temible presente, sugiriéndole la idea de que debía al menos intentar la huida.
Se estiró despacio, sin perder de vista los perfiles de los dos hombres. Al parecer, no tenía más heridas que la de la mano, pero sus piernas estaban todavía entorpecidas. Si lograba saltar del Land-Rover y dar con un escondite en la oscuridad, tal vez lograra su propósito.
Sin embargo, temía que sus piernas no resistieran el choque contra el suelo. Si se le doblaban las rodillas, ellos sólo tendrían que darle caza, suponiendo que se propusieran matarlo, o meterlo en el vehículo de nuevo si deseaban retenerlo cautivo. Movió los hombros y sintió un intenso dolor, pero fue capaz de echar un vistazo a su alrededor en la oscuridad. Por todas partes el desierto era raso e intimidante. Las únicas luces que vio fueron las proyectadas por los faros del vehículo, que revelaban la existencia de una llanura arenosa con algunos salientes rocosos. Virga echó la cabeza hacia atrás.
No dispondría de dos oportunidades. Tenía que valerse del factor sorpresa. Tendría que afrontar el riesgo de no ser capaz de encontrar un sitio donde esconderse.
Éste era el proceder más lógico en caso de que se propusieran darle muerte, y lo mismo ocurría si pensaban torturarlo. Prefería morir antes que ayudar a aquel loco que se llamaba a sí mismo Baal. Su aliento silbaba bajo la mordaza, pero al fin logró liberar las piernas. Se puso en tensión para saltar, y luego se relajó, y volvió a hacerlo en espera de que una aportación de adrenalina redoblara sus fuerzas. El corazón le latía de un modo casi audible.
El Land-Rover estaba remontando una pendiente. Las piedras salían despedidas por los neumáticos. Aquél era el momento.
Virga apretó los dientes y, empujándose con las piernas, logró situarse en el borde de la caja del vehículo.
Procuró protegerse la mano herida, pero sus codos dieron contra las piedras al caer, desgarrándole la americana.
Se le escapó un grito y supo que aunque apagado había sido oído. Al deslizarse desde las rocas a las alisadas arenas en la base de la pendiente, vio que los dos hombres se asomaban a la caja vacía del Land-Rover.
El vehículo giró rápidamente en redondo. Sus amarillos faros escrutaban el terreno como dos grandes ojos.
Virga se puso trabajosamente en pie, sudando a causa del dolor que sentía, y echó a andar. Sus zapatos se hundían en la arena, obligándole a avanzar despacio.
A su espalda, el vehículo rugía, cada vez más próximo. No se atrevió a mirar a su alrededor. De repente, oyó el disparo seco de una pistola y la arena se elevó amenazadora a su derecha, a un palmo de distancia. Virga supo entonces que se proponían asesinarlo. Ante él se extendía una zona plana de arena y rocas; el Land-Rover le alcanzaría pronto en aquel terreno. Ya su silueta corría frente a él, enmarcada por las luces de los faros, que estaban ganando distancia rápidamente. Lanzó una maldición y se sintió cada vez más invadido por un frío pánico. ¡Allí no había ningún sitio donde ocultarse!
¡No! Virga agachó la cabeza y corrió, percibiendo el olor de la arena removida por los neumáticos del vehículo. Más adelante, la llanura se sumía en una dentada oscuridad: una angosta grieta. Si conseguía alcanzarla, al Land-Rover le sería imposible seguirle sin volcar. Pero no había forma de conocer su profundidad. Podría tratarse de un salto de tres metros sobre la arena del fondo, como de una caída de siete metros sobre rocas de cantos afilados como una navaja de afeitar.
No disponía de tiempo para elegir ante una muerte por arma de fuego y una muerte en caída libre.
El Land-Rover rugía, pisándole los talones; otra bala pasó silbando junto a su oreja izquierda. Virga hizo una profunda inspiración, y alcanzó el borde de la grieta y saltó al vacío.
La duración de la caída le hizo gritar bajo la mordaza. Se sintió rasgado por matorrales y piedras. Y finalmente dio contra arena y roca. Se despellejó las rodillas y los codos; y siguió rodando para protegerse en la pared de la sima. Utilizó la mano sana para arrancarse la mordaza y jadeó pesadamente, esperando oír otro disparo.
A unas decenas de metros por encima de él, las luces del Land-Rover escudriñaban la pared opuesta. Divisó a los hombres que se asomaban al precipicio, intentando ver en la profundidad de la sima. Virga se aplastó contra el muro de arena y roca, temiendo que lo pudiesen localizar guiándose por los latidos de su corazón. Trató de controlar su respiración entrecortada. Después de unos segundos interminables, observó que los faros del Land-Rover se paseaban a lo largo de una docena de metros por el borde de la abertura.
Los sentidos de Virga iban entrando en acción. Tal vez hubieran perdido su pista definitivamente. Quizá pensaran los dos hombres que estaba moviéndose en el fondo de la hendidura, y también cabía la posibilidad de que pensaran que había muerto y se dedicaran a buscar su cadáver. Muy lentamente, el Land-Rover seguía el serpenteante curso de la sima. Virga vio que las luces amarillas se alejaban. ¡Sí! ¡Lo daban por perdido! Pero todavía se acurrucó en la oscuridad, haciendo caso omiso del dolor que le producía la mano hinchada; entrecerró los párpados intentando sondear las profundidades que le rodeaban. Se mostraba cauto porque temía ser víctima de alguna treta. Podía ser que uno de los hombres hubiera descendido hasta allí y estuviera al acecho y empuñando su arma.
Pero a continuación vio que los dos individuos empezaban a abrir fuego al azar desde el Land-Rover esparciendo proyectiles de un modo caprichoso. Las balas silbaban en torno a él; se movió de un lado a otro, viendo cómo saltaban chispas cuando los proyectiles rebotaban en las rocas. Los hombres continuaban disparando, hasta que Virga oyó los ¡clics! de las cámaras vacías. Entonces la pareja volvió a ocupar sus asientos en el vehículo y éste salió disparado a través del desierto, dejando una estela de arremolinadas arenas.
Pasó mucho tiempo antes de que Virga alcanzara el borde de la sima. Por dos veces cayó al fallar uno de sus pies sobre las rocas o al agarrarse a un matorral. Los pilotos rojos del Land-Rover quedaban ya muy lejos, pero eran todavía visibles en el desierto.
Mientras miraba cómo se perdía el vehículo en la noche, Virga tuvo consciencia del dolor que se extendía desde el hombro a través del pecho, proyectando punzadas en todo el cuerpo. Gradual e insidiosamente afectaban a su cuello, entumeciéndolo, y al alcanzar sus sienes se derrumbó boca abajo, quedándose tendido y con los labios apretados contra la arena.
Cuando despertó comprendió enseguida por qué los dos hombres no habían hecho un esfuerzo mayor para dar con él. Bajo la cruda luz carmesí de los instantes precedentes al amanecer, se puso en pie con gran esfuerzo. La mano le colgaba, tan pesada como un saco de cemento. Contempló la inmensa extensión vacía del desierto, que incluso entonces se movía y danzaba entre velos de calor. A lo largo de varios kilómetros sólo se veían las blancas dunas y los llanos cocidos por el sol. Sólo Dios sabía a qué distancia podía quedar una carretera o un pozo beduino. Pronto el sol irrumpiría sobre el lejano dique de tierra y lo ahogaría todo en un océano de su propio sudor salado.
Alrededor de él, con el primer arco cegador, surgió un sólido zumbido de insectos que acababan de despertar en los nidos de las arenas. Las moscas comenzaron a volar en torno a su cabeza, posándose en su carne para chupar el sudor, y al descubrir la sangre se posaron codiciosamente en la reseca herida de la palma de la mano.
Aquellos hombres se habían desentendido de él, sin importarles si estaba muerto o no, ya que el fin era sólo cuestión de tiempo. Carecía de agua; no podía abrigar la esperanza de dar con una sombra. Las huellas dejadas por los neumáticos del Land-Rover indicaban con claridad la dirección seguida por éste. Bendijo las profundas marcas que se extendían ante él hasta perderse de vista, pues le permitían tomar la dirección correcta. Virga se despojó de la americana, haciendo de la misma un improvisado turbante árabe con el fin de proteger su calva cabeza. Empezó a andar, hurtando la vista al sol cuando apareció sobre el horizonte.
El sol fue ascendiendo. La carne expuesta al aire era víctima de las picaduras de los enloquecidos insectos. Cuando agachaba la cabeza para protegerla de aquella gigante nube, ellos también descendían, se le metían en los ojos, le obstruían la nariz y se estrellaban contra su rostro. Virga se movió por llanos rocosos y por dunas en las cuales se hundía hasta las rodillas. En lo alto, el sol venía a ser tanto un ojo inflamado de mirada fija como una boca abierta y ensangrentada.
La fiebre iba en aumento, las piernas se le entumecían y luego se le agarrotaban. Tuvo que sentarse en la arena y palpar sus músculos con la mano sana, hasta que fue capaz de andar de nuevo. Pronto se sintió aturdido por el calor y descubrió que había ido alejándose de las huellas trazadas por el Land-Rover. Sacudió la cabeza para mantenerse bien despierto. Miró a lo lejos con la esperanza de ver cables de teléfono o la estructura metálica de algún pozo petrolífero, pero no había allí nada que alterara el desolado paisaje.
El sol insoportable del mediodía le había resecado los labios; la idea de dar con agua fresca le enloquecía, pero le resultaba difícil pensar en cualquier otra cosa. Había olvidado ya todo dolor o temor: su atención estaba concentrándose en un punto lejano, muy lejano, en algo que parecía ser el azulado resplandor de un río.
Evocó una navegación por el Charles, con Katherine aferrada a su brazo. Ella tenía la nariz y las mejillas quemadas por el viento, la tonificante brisa le alborotaba los cabellos castaños. Por encima de sus cabezas, la vela ondeaba con vigor. Captó el fresco perfume del ancho y maravilloso río. A miles de kilómetros de aquel lugar y de aquel tiempo, se preguntó por qué no juntaba las manos para introducirlas en el agua, comprimiendo ésta contra sus labios, suavemente, como… ya lo estaba haciendo.
Y cuando abrió los ojos se tambaleó, escupiendo arena.
«Katherine», murmuró, cerrando los ojos y apartándolos del sol. Katherine. El mundo giraba en torno a su rostro, el centro del universo. La había visto crecer. La mocita irlandesa se había convertido con el tiempo en una mujer llena de encanto, de gracia. Recordó que era tina persona que hablaba con las manos. Las tenía siempre en movimiento, eran como blancas mariposas, y se sentía intrigado por su actuación. Katherine le había explicado que era un rasgo personal que se había transmitido de generación en generación en su familia, por línea materna. Los ondeantes dedos se mantenían en constante conversación.
Katherine había sido una mujer completa; la recordaba aún igual. Había sido toda energía y vida, belleza y esperanza.
Recordó su alegría al descubrir que estaba embarazada. Al pensar que después de dos abortos no podría tener hijos, había sabido dominar sus emociones. Quizá no había venido al mundo para eso, le susurró a él cuando los dos yacían bajo las sábanas, escuchando los crujidos de los leños en la chimenea, y la apagada música de la lluvia que azotaba las ventanas.
—¿Y cómo puedes tú saberlo? —le había preguntado él.
—No es que lo sepa. Lo siento así.
—Señora Virga: cuidado —dijo él, adoptando un gesto de burlona gravedad—. Estás cayendo en la teoría de la predestinación.
—No, no. Hablo en serio.
Él contempló sus plácidos ojos, aquellos globos de un azul insondable, y advirtió que en efecto no bromeaba.
—Se dice que a la tercera va la vencida —declaró.
—Ésta es la última vez —dijo ella—. Si esta vez me pasa algo, no sé qué haré. Creo que no podría soportarlo de nuevo.
—No va a pasar nada —replicó él con firmeza.
—Estoy asustada —dijo Katherine, acercándosele. En la chimenea, uno de los leños crepitó—. De veras que sí. Jamás estuve tan asustada antes, nunca, por ningún motivo.
—Yo en cambio no lo estoy. —Él escrutó sus ojos—. Y no estoy asustado porque sé que todo marchará bien. Pase lo que pase, todo irá bien.
Pero no fue así. Todo cesó de ir «bien» meses más tarde. Cuando el embarazo estaba muy avanzado y a ella se la veía radiante, tropezó con una alfombra suelta y se precipitó escalera abajo.
Se preguntó qué habría tenido su esposa… Un chico, quizá, como Naughton.
Abrió los ojos, y el movimiento de sus párpados espantó las moscas. Había estado caminando en su sueño. El sol seguía calentando como antes; el desierto se veía tranquilo y vacío. Podía haber estado caminando durante días; podía haber estado describiendo círculos. No lo sabía. Mirando hacia el horizonte, sintió que la tensión se centraba en su estómago, manifestándose con un estallido de amargo dolor.
Frente a él, la extensión de arena era interminable e inmutable.
Había perdido el rastro del Land-Rover.
Mirara a donde mirara, en cualquier dirección, sólo descubría la blancura de las arenas. Y nada más. Introdujo una mano en un bolsillo de su destrozada americana y dio con el frasquito del preparado para las quemaduras solares. Se aplicó un poco de líquido en el rostro, notando la extrema sequedad de la piel y la aparición de grandes ampollas. Algunas de ellas se rompieron al tocarlas y su contenido, un líquido acuoso, se deslizó por su rostro atrayendo nuevas nubes de insectos. A pesar de todo, continuó andando, tambaleándose al seguir un rumbo que se figuraba iba a llevarle al golfo. Pero al cabo de un rato decidió que aquél no era el camino acertado. Volvió entonces sobre sus pasos; varios minutos más tarde pensó que se había equivocado de nuevo y comenzó a avanzar en otra dirección. Su piel ardía; se cubría de ampollas, y después de reventar éstas el proceso se iniciaba una vez más.
El sol parecía atravesarle los huesos del cráneo y llegar a su cerebro. El gran círculo blanco se oscureció hasta tornarse tan negro como el ojo de Baal. Virga vio su cabeza tan enorme como un sistema solar, siendo un ojo el Sol y el otro la Luna. Su planeta cautivo se hallaba siempre bajo aquella mirada. El doctor vio a Baal ataviado con negras ropas, destacándose sobre sus ciudades. Y fue haciéndose más grande; su sombra acabó extendiéndose por toda la faz de la tierra. Finalmente, su horrible forma oscureció las estrellas y toda la creación se precipitó en un negro abismo.
Virga movió con violencia la cabeza para liberarse de las enloquecedoras visiones, pero, con todo, aún acertó a distinguir la gigantesca cabeza de Baal suspendida en el firmamento y su boca abierta para engullir museos, bibliotecas y todas las maravillosas obras debidas al ser humano.
Virga se derrumbó sobre sus manos y rodillas. Un enjambre de moscas revoloteaba en torno a su cabeza; para espantarlas agitó débilmente su mano hinchada y ennegrecida. «Éste es el momento». Lo vio garabateado en la arena, en el llameante firmamento, en el ondulante horizonte. Entre todos los centenares de personajes que se habían proclamado a sí mismos Mesías, entre todos aquellos locos, aquellos tramposos, Baal figuraba como un ser diferente.
De las ampollas reventadas fluía un líquido que goteaba desde su barbilla. Se fijó en la huella que había dejado al caer sobre la arena.
Era diferente, sí. Un animal y un hombre. La inteligencia y la astucia de un hombre, el salvajismo y el poder de una bestia. Era… diferente. Había contagiado ya a miles de personas. ¿Cuántas? El crimen y el caos continuarían hasta que el dedo final se moviese hacia un botón en un cilindro de acero. Y el sonido gemiría a los cuatro vientos: «Baal, Baal, Baal». Su nombre quedaría garabateado en el devastado hormigón y la reseca carne. Y después ya sería demasiado tarde. ¿Podría ser ya demasiado tarde? ¿Sí? Virga tembló violentamente, inclinando la cabeza a uno y otro lado. El Anticristo. Levantó la vista hacia el sol en solicitud de misericordia, pero sólo logró sentir su ardor con mayor intensidad. El Anticristo. El tormento de los insectos le hizo recobrar la frágil cordura. Alimentados con su sangre, los insectos volaban a sus nidos para vomitar su carga y luego regresar de nuevo hambrientos. Silbaban en sus oídos. Ante el fondo silencioso del desierto había una gran multitud que le gritaba desde la lejanía: «Anticristo, Anticristo».
Virga no podía seguir resistiendo aquello. Bajo su rostro había un charco. Su líquido. Su vida. Se vio reflejado en él.
Se atenuó su grado de consciencia. Al caer de bruces, el ruido de la multitud se incrementó en sus oídos hasta dejarle completamente sordo.