Virga siguió al individuo que acababa de ordenar la ejecución de tres hombres a través de unos pasillos en penumbra.
Ascendieron por una larga escalera de mármol manchada con restos de comida y excrementos, y Virga se preguntó si a los perros se les permitiría que se movieran libremente. Llegaron a un estrecho pasillo que daba a habitaciones enormes o que se ampliaba con varias alcobas. Atravesaron una zona decorada con motivos islámicos. Virga vio restos de cuadros desgarrados y también trozos de porcelanas antiguas, quizá de inestimable valor. Los que habían sido en otros tiempos bellos objetos de adorno crujían bajo sus pies.
Virga se sintió alarmado al notarse inmerso en un ambiente hostil. Tenía la impresión de que por todas partes le iban siguiendo ojos invisibles; era consciente de estar siendo vigilado desde todas partes, aunque no vio a nadie. Había sentido, o creído sentir, la ominosa presencia que formaba parte del lugar. No podía deshacerse de la idea de que algo se mantenía al acecho, algo le miraba desde las sombras, a su espalda. Y observó, en la oscuridad del pasillo, que había cosas garabateadas en las paredes, en el suelo y en el cielo raso. Triángulos, círculos y extraños dibujos que para él carecían de sentido, pero que sin embargo le causaban un terror cuya naturaleza ni siquiera podía empezar a concretar. Estaba temblando y esperaba que el hombre que le acompañaba no se diera cuenta de ello.
Y había aún algo más: el olor, el hedor. En parte era debido a los excrementos que se encontraban incluso en las paredes, y en parte a la comida podrida. Aún existía algo más, algo que zumbaba en torno a su cabeza; que se aferraba a sus ropas como si se tratara de una sólida pero degenerada presencia. Era el olor a muerte proveniente de algo que había perecido mucho tiempo atrás, tal vez.
—¿Es usted norteamericano también? —preguntó Virga al hombre.
Su voz resonó como un eco en el pasillo.
—Yo nací en Estados Unidos —respondió el otro, sin volver la cabeza.
Virga había esperado que la volviera. Deseaba ver qué era lo que llevaba en la frente.
—¿Cómo se llama usted?
—Olivier.
—¿Eso es todo?
—Sí. Eso es todo.
El pasillo terminaba en una puerta de dos hojas dotada de ornamentos en oro. En las paredes y el techo se veían los mismos extraños símbolos de antes, triángulos y círculos. Sobre el umbral, Virga vio una cruz invertida.
El hombre se volvió hacia él de pronto.
—Supongo que volveremos a vernos. Ahora voy a dejarle.
Abrió las dos hojas de la puerta y Virga entró. Sus ojos trataban de ver en la lobreguez de la silenciosa cámara. Su acompañante cerró la puerta a su espalda.
Nada más suceder esto, le invadió una terrible e intensa sensación de hallarse preso en un lugar sin escape posible. Se estremeció; en realidad hacía frío en la habitación. Cuando sus ojos fueron acostumbrándose a aquella semioscuridad, comprobó que se hallaba en una especie de biblioteca. A su alrededor había estantes llenos de libros, miles de libros. Trató de controlar sus temblores para no delatar su temor. Contuvo el impulso inicial de volver sobre sus pasos para retornar al dulce y cálido sol. En aquella habitación, la presencia era feroz y pesada, gravitando sobre su espalda como si hubiera sido alcanzado por los colmillos de los amenazadores dobermanns.
Y entonces comprendió, con un hormigueo en la nuca, que no estaba solo.
Oyó la respiración, firme aunque tenue, en el lado opuesto de la habitación. Un fino rayo de luz solar entraba por la estrecha abertura de la ventana dando en los hombros de una figura humana.
El hombre estaba sentado e inmóvil, con las manos entrelazadas sobre una amplia mesa rematada con los cuadros blancos y negros de un tablero de ajedrez. Las piezas habían sido colocadas y parecían contemplarse ceñudas a un lado y otro del campo de batalla. Virga avanzó. No podía ver del todo el rostro del hombre todavía, ya que quedaba sumido en una ancha franja de sombra. Pero sí distinguía con toda claridad sus manos, esqueléticas y blancas, como si hubieran sido labradas sobre marfil o hielo. No se movieron en ningún momento. Pero al acercarse, Virga advirtió que hacía un ligero movimiento de cabeza, con el fin de observarle. Fue consciente también de unos ojos que penetraban cortantes en su cerebro, y ello pese a que no pudo llegar a verlos. Se sintió al descubierto y carente de toda protección.
—¿El doctor Virga? —preguntó Baal en voz muy baja.
El norteamericano se quedó sorprendido. ¿Le habían informado de su presencia allí? Le daba miedo acercársele más. Siguió donde estaba.
—Es usted el doctor Virga, ¿no? —inquirió el hombre.
—Sí.
El otro asintió. Señaló con un dedo índice muy delgado los estantes llenos de libros.
—Ahí están sus obras. Las he leído. He leído todos los libros contenidos en esta biblioteca.
Virga gruñó. Imposible.
—¿Usted cree?
Virga se quedó helado. ¿Había llegado a pronunciar acaso aquellas palabras? ¿Las había pronunciado realmente? Aquel hombre, con su chocante presencia, le impedía pensar con claridad. Sí, decidió: había hablado en voz alta.
—El doctor Naughton, su colega —dijo Baal—, me ha hablado mucho de usted. Y desde luego, le ha precedido su reputación como intelectual.
—¿Naughton? ¿Está aquí?
—Por supuesto. ¿No ha sido ése el motivo de su llegada a este lugar, el deseo de buscar al doctor Naughton? Sí, yo creo que sí. El doctor Naughton es también un hombre de gran inteligencia, de elevado nivel intelectual. Sabe identificar las oportunidades y merced a esto controla su destino.
Virga se esforzaba por ver a través de las sombras que oscurecían el rostro de su interlocutor. Tuvo la impresión de contemplar rasgos faciales muy marcados, unos protuberantes pómulos y unos diminutos ojos.
—He hecho un largo viaje —dijo el doctor—. Me gustaría verle.
Baal sonrió. Virga vio centellear sus dientes en una mueca obscena. Aquel hombre irradiaba algo opresivo, algo que le hizo alarmarse.
—El doctor Naughton ha estado ocupado día y noche en su trabajo de investigación. Su libro quedará terminado en breve.
—¿Su libro?
—Creo que habló con usted de él antes de salir de Estados Unidos. Es un libro sobre los falsos mesías que distorsionaron la verdad antes de que yo viniera para aclarar las cosas. El capítulo final está dedicado a mi filosofía.
—Me gustaría verle. Espero que no me lo negará, teniendo en cuenta la larga distancia que he tenido que recorrer. Se encuentra aquí, ¿no?
—Sí —replicó Baal—. Pero está trabajando.
Virga esperó a que el otro dijera algo más. Baal, sin embargo, guardó silencio. Haciendo un esfuerzo final, Virga declaró:
—Traigo un mensaje de su esposa.
—Él no tiene esposa.
Virga había decidido ver el rostro de Baal con más claridad, por lo cual avanzó, situándose casi al borde del tablero de ajedrez.
La mirada de amenaza y de poder que sorprendió en los ojos de Baal casi le hizo tambalearse. Descubrió que no podía asomarse a ellos; se veía forzado a desviar su propia mirada. Aquellos ojos, oscuros y hundidos, revelaban una cruel inteligencia, un resplandor de odio absoluto. El hombre era delgado, pero se adivinaba una fuerza física brutal en sus anchos y firmes hombros. Virga supuso que tendría unos treinta años como máximo. Hablaba un inglés perfecto en el que no se advertía acento alguno. Su voz era suave y sedante. Eran sólo aquellos terribles ojos que se movían en el marco de un rostro blanco y dotado de una firme mandíbula, lo que le daba el aspecto de una cabeza de muerto.
—¿Es usted norteamericano? —preguntó Virga.
—Yo soy Baal —contestó el hombre, como si de alguna manera esto fuese una respuesta a la pregunta.
De repente, Virga se fijó en las piezas de ajedrez, labradas en un material pétreo, fino y lustroso. Las blancas, que quedaban en la parte en que el doctor se encontraba, eran monjes de flotantes hábitos, graves monjas, sombríos sacerdotes, finas torres de catedrales. La reina estaba representada por una mujer cubierta con un chal, cuyos ojos miraban al cielo. El rey, una imagen barbuda de Cristo, mostraba unas manos que imploraban al Padre. En el lado opuesto (y Virga vio que el hombre había movido una de las piezas negras para empezar el juego), había brujos, bárbaros armados de espadas, demonios jorobados; el rey y la reina eran, respectivamente, una delgada figura en cuclillas que hacía señas con el dedo índice y una mujer con lengua de serpiente.
Baal había observado su gesto de interés.
—¿Es usted jugador de ajedrez? —inquirió.
—Ocasionalmente. Veo que está usted atacando. Pero carece de oponente.
—¿Que estoy atacando? —preguntó Baal con calma. Se inclinó hacia delante. Sus ojos ardían—. ¡Oh, no, aún no! Todavía estoy aprendiendo el arte de maniobrar.
—Éste es el arte de consumir el tiempo.
—Yo dispongo de tiempo.
Virga apartó los ojos del tablero para fijarlos en el rostro de Baal, cuya mirada sostuvo durante unos instantes que no se atrevió a prolongar.
—Dígame: ¿quién es usted realmente? —preguntó—. ¿Por qué escogió el nombre de un dios de salvajismos y sacrificios?
—Mi nombre es… mi nombre. Siempre ha sido Baal; siempre será Baal. Y en este mundo, mi buen doctor Virga, el salvajismo y el sacrificio son el vino y el pan del verdadero Dios.
—Entonces, ¿quién es el verdadero Dios?
Baal sonrió de nuevo como si se hubiera hallado en posesión de algún secreto que Virga no llegaría nunca a alcanzar.
—Usted tiene ojos. Usted ha visto las fuerzas puestas en marcha en esta tierra, incluso en el mundo entero. Ahora ya puede dar respuesta a su insensata pregunta. ¿Quién es el verdadero Dios?
—Veo aquí hombres que se degradan, que se convierten en algo menos que hombres. He presenciado la brutalidad y el crimen, y quiero saber qué papel juega usted en todo esto. Quiero conocer sus móviles. ¿Es el poder político lo que usted busca? ¿Busca el dinero?
Los ojos de Baal se habían vuelto más amenazadores. Virga sintió la necesidad de retroceder unos cuantos pasos.
—Yo tengo todo el dinero que quiero a mi disposición. El poder político carece de valor. No. Lo mío es el poder para reforzar la voluntad del verdadero Dios de este mundo. Y yo lo reforzaré. Ellos escuchan. Se han hartado de unas enseñanzas propias para chiquillos sin mente. Los hombres reales deben vivir en el mundo real y el mundo real enseña una ley: la de la supervivencia. Se trata de sobrevivir, y para ello es preciso destruir a quien espera destruirte. Éste es un mundo de vivos y muertos, de sabios y necios.
—La suya es la filosofía del perro que se come al perro, la cual conduce a… lo que he visto que está sucediendo aquí. Esta ciudad se ha vuelto loca. He estado viendo aquí lo que nunca creí posible ver en un país civilizado.
—Esta ciudad ha recuperado su cordura.
—Pues entonces —objetó Virga—, usted es el que debe de estar loco. Usted defiende la muerte y la destrucción, el fuego y el odio. Su nombre está bien escogido. El Baal que le precedió fue una llaga purulenta para Jehová.
Baal continuaba sentado, sin moverse. Virga sintió algo frío y sólido que le atenazaba la garganta. Despacio, muy despacio, la cabeza de Baal fue levantándose; su blanco rostro tenía los ojos de una serpiente.
—A mí no me ha precedido ningún Baal —dijo—. Yo conozco a Jehová —escupió el nombre como si hubiera sido pus— mejor de lo que usted se figura. Betel, Ai, Jericó, Hazor…, todas las gloriosas ciudades convertidas en cenizas. —Su cara se distorsionó de repente. Su voz cambió, pasando de una sedosa suavidad al tono gutural y áspero de la tormenta—. La guerra —añadió—, la guerra fue el cetro de mi Dios y él lo utiliza muy, muy bien. Tomar el nombre de Jehová e inducir a los hombres a traicionar su fundamental naturaleza es el pecado. Deformar el mundo con las mentiras es la caída de Jehová. Él desea ocultar la verdad.
Los ojos de Baal centelleaban.
—Basta ya de juegos —manifestó.
—Dios mío —dijo Virga, transfigurado—. Usted desea la devastación y la muerte. ¿Quién es usted?
—Yo soy Baal —respondió el hombre situado al otro lado del tablero de ajedrez. Un breve, atemorizador y sangriento brillo apareció en sus ojos—. Y le estoy reteniendo entre mis dedos.
Baal extendió un brazo, lo pasó por el tablero y derribó las piezas blancas, que fueron a parar a los pies de Virga. A éste la cabeza le dolía de un modo feroz, y se preguntó entonces, vagamente, si se habría producido alguna lesión al golpearse contra la puerta de hierro de la entrada. Pero había algo más: estaba seguro de que había algo allí, apretándole el cuello, unos dedos fríos e incorpóreos. Se llevó una mano a la frente; estaba sudando, y al parecer le había subido la fiebre. Vaciló, sacudiendo la cabeza, consciente de la presencia de los ojos de aquel hombre, unos ojos ardientes, ardientes, ardientes. ¡Oh, Dios! El dolor, el dolor…
—Sí —dijo Baal blandamente—. El dolor.
Virga tuvo la impresión de que en su cabeza se arremolinaba una nube de humo negro. Su cerebro se había incendiado; el humo entorpecía su visión y no le dejaba respirar. Sacudió la cabeza para despejarse, pero esto no le causó ningún bien. Retrocedió para alejarse de Baal, dio un traspié y estuvo a punto de caer al suelo.
—No es casual su presencia aquí —declaró Baal—. Le esperábamos. La carta de Naughton le ha traído a este lugar.
Era como si Baal estuviese hablando con más de una voz. Las voces surgían juntas, dividiéndose luego en centenares de sonidos distintos, dilatándose a través del caleidoscopio de envolvente humo que hacía aflorar lágrimas a los ojos de Virga.
—Usted es un respetado teólogo —manifestó Baal— al que se le tiene por un hombre de talento honesto y lógico. Yo puedo valerme de usted…
El golpeteo dentro de la cabeza de Virga persistía. No podía librarse de él. La voz gritaba en sus oídos; no podía percibir más que la voz, las órdenes, de Baal.
—… para atraer a otros. Usted contará mi historia, hablará de mi nacimiento en la pobreza, en Estados Unidos; explicará cómo vino hasta mí la imagen de Dios en un sueño, ordenándome que condujera a la gente a través del laberinto del conocimiento. Esto es lo que hará, y más. Mucho más. Usted proclamará públicamente su fe en mí y su rechazo de la enfermedad judía. Yo soy el fuego purificador.
—No —repuso Virga, esforzándose por no perder el equilibrio. Cerró los ojos, pero las voces seguían martilleándole de modo brutal—. No… Yo… no quiero…
—Sííííí… —sisearon los millares de voces, rebotando en las paredes de la biblioteca y atravesándole como si hubieran sido proyectiles disparados desde todos los puntos—. Síííí.
Virga luchaba y negaba con la cabeza. El humo negro le estaba asfixiando. No. No.
—Sí —dijo, cayendo de rodillas—. Sí. El dolor. El dolor.
Baal estaba de pie. Dio la vuelta a la mesa, y Virga vio que se le acercaba como en una pesadilla de movimientos en cámara lenta, con los finos dedos extendidos.
—Sí —murmuró Baal, casi en su oído—. Sí.
Virga no podía respirar. Se asfixiaba, abría la boca para aspirar un poco de aire en aquella hedionda habitación. Se soltó la corbata torpemente; abrió, desgarrándolo, el cuello de la camisa, y la luz del sol se reflejó en su crucifijo cuando éste colgó libremente.
Baal no se movió.
—Quítese eso —ordenó quedamente—. ¿Ha oído lo que acabo de decir?
Había algo en su voz que recordaba el borde afilado de un cuchillo.
Virga hizo un movimiento, sintiendo que los dedos sin cuerpo que rodeaban su cuello habían atenuado la presión, en parte, al menos. Intentó levantarse, pero no lo logró.
Baal volvió a insistir, pero sin moverse:
—Quítese eso —dijo, mostrando unos ojos dilatados y enrojecidos.
—No —respondió Virga. Ardía la cólera dentro de él—. No.
—¡Eres un perro! ¡Maldito bastardo, hijo de puta! —exclamó Baal, con los labios replegados sobre sus dientes, semejantes ahora a los de un animal rabioso—. ¡Maldito seas! ¡Al infierno! ¡Maldito seas!
Virga sacudió frenéticamente la cabeza para aclarar sus ideas. Baal le propinó una patada y retrocedió; no quería acercarse más al crucifijo. Virga se arrancó el mismo del cuello y lo sostuvo en la palma de la mano extendida, desafiando a Baal al mostrarle el centelleante y dorado objeto.
Demasiado tarde ya, vio que las puertas de la cámara se habían abierto con violencia. Dos hombres, uno rubio y el otro moreno, acababan de irrumpir allí, a su espalda. Baal hizo una señal y al volverse Virga encajó un puñetazo que le alcanzó de lleno en uno de los parietales. Gimió de dolor y cayó de bruces, asiendo el crucifijo todavía, aunque con menos fuerza.
—¡Suelta lo que tienes en la mano! —ordenó Baal, manteniendo la distancia.
Los dos discípulos asieron la mano cerrada de Virga como si ésta hubiera estado al rojo vivo; forzaron los dedos, tratando de aflojar aquel puño. Virga, en su aturdimiento se resistía, sabedor de que si perdía el crucifijo también él podía darse por perdido. Sin tal protección acabaría en el bestial seno del hombre, engullido por su poder.
Los dedos de Virga se resistían a abrirse. El discípulo moreno lanzó una maldición y aplastó la mano del doctor con una de sus botas. Se oyó un crujido de huesos y Virga perdió el conocimiento inmediatamente. El hombre que le había roto la mano localizó el crucifijo y lo lanzó a un oscuro rincón de la biblioteca de un puntapié.
—¡Cabrón! —dijo Baal, hablando en susurros al oído de Virga—. Te figuraste que sería fácil. No, amigo mío, no lo es. Tú llegarás a amarme y a despreciar eso. Su contacto, su simple visión, te parecerán calientes como las enfermizas tripas de las cuales salió. Eres un tipo débil y miserable.
Baal hizo una pausa, contempló la mancha de sangre que había aparecido en la palma de la mano herida de Virga. Baal extendió los dedos quebrados con rudeza, examinando la herida infligida por la bota que había aplastado la carne contra el dorado objeto.
Aquella herida tenía la forma de un crucifijo.
Baal dejó caer la mano y, profiriendo un juramento, retrocedió atropelladamente.
—¡Su mano! —gritó—. ¡Cerradla, cerradla!
El discípulo de los cabellos rubios levantó a Virga sujetándolo por el cuello y lo dejó caer de manera que quedase tendido sobre la ofensiva herida. También él retrocedió después, apartándose tembloroso del hombre caído.
—Hemos llegado lejos —explicó Baal—, pero no lo bastante. Algún día podremos resistir eso, pero ahora no…, todavía no. Nuestro buen doctor Virga…, nuestro maldito doctor Virga iba a proporcionarnos la vía. Y ahora… —Entornó los párpados—. Hay otro camino. Hay otro camino.
—¿Qué hacemos con él? —preguntó el discípulo moreno.
Baal se volvió, procurando mantener la mirada apartada del rincón opuesto de la biblioteca. Se inclinó sobre el cuerpo inmóvil.
—Él está contaminado por esa marca. La visión de la mano herida no nos hará ningún bien. No quiero que su cadáver sea encontrado cerca de este lugar. ¿Me has comprendido, Verin?
—Sí —dijo el otro hombre.
—Pues entonces tú y Cresil podéis hacer lo que se os antoje con él. Después, abandonaréis el cadáver en el desierto para que sirva de alimento a los buitres.
El hombre de los cabellos rubios, Cresil, se inclinó y arrastró a Virga por el pavimento en dirección a la puerta, dejando un rastro de sangre que Verin siguió como un chacal que olfateara la muerte.