Desde su habitación, Virga telefoneó al hotel en el que se había alojado Naughton. Un hombre le explicó lo que ya sabía por Judith. Naughton, simplemente, había dejado sus pertenencias y se había desvanecido. No se sabía nada de él, no había ningún rastro. El empleado le preguntó si se avendría a pagar el resto de la cuenta, puesto que era su amigo, y a llevarse sus maletas. Virga contestó que se pondría en contacto con ellos de nuevo y colgó.
Trató de descansar para recuperarse del viaje en avión, pero no logró conciliar el sueño. Empezó a dar vueltas en la cama y finalmente permaneció tendido, contemplando los adornos del techo. El aire acondicionado no funcionaba. Las ventanas, que daban a una pequeña galería, estaban abiertas y por ellas penetraban las oleadas de calor, constantes y brutales. Virga siguió tendido en el lecho, mientras el sudor iba concentrándose bajo sus brazos y en sus sienes, y él escuchaba el ronco fragor de las calles, abajo: los bocinazos de los automóviles, los chirridos de los neumáticos, las maldiciones y gritos, el ocasional ruido que lo mismo podía ser una explosión que un disparo. Le pareció que los sonidos se materializaban, ascendiendo hasta el techo, para quedarse entre las volutas de dorados bordes que los árabes utilizan hasta el exceso, lodo quedaba colgado allí, como telas de araña.
Se colocó de lado y desplegó la fotografía de la revista. La figura era delgada y alta; los rasgos eran sólo una mancha borrosa, informe. Virga se preguntó cuál sería el verdadero aspecto del hombre que se llamaba a sí mismo Baal. Mentalmente, se dedicó a ensamblar fragmentos de rostros, aunque ninguno de ellos parecía ser el acertado. Cualquiera que fuese su aspecto, quienquiera que fuese, su presencia había desequilibrado aquella tierra. La fuerza del hombre iba extendiéndose según le habían contado, más allá de las fronteras de Kuwait. La idea de la existencia de un ser detentando el poder para arrojar a la gente al salvajismo, como el dios cuyo nombre había tomado, era tan inquietante y atemorizadora como una pesadilla de la que se quisiera huir, pero que lo atrapara a uno en una invisible masa de cieno.
Otra cuestión le preocupaba. No podía descubrir nada bueno en aquel movimiento, fuese cual fuese. Detrás de la fachada de su promesa del «poder individual», estaba la violencia extrema y el gobierno del populacho. En aquella tierra estaba a punto de quedar derrocado todo orden.
Abandonó el lecho, y se quitó la corbata que ya antes se había aflojado. Se despojó de la camisa y se encaminó al cuarto de baño para llenar de agua la bañera. Después de abrir los grifos se contempló en el espejo: estaba calvo casi por completo, tenía dibujados bajo los ojos los círculos oscuros de la edad; se veía una boca de expresión poco firme, cansada. La edad había ido dibujándose en él arruga tras arruga, noche tras noche, año tras año. No recordaba haberse notado envejecer. Le colgaba del cuello el pequeño crucifijo de oro, un regalo de Katherine.
Katherine.
Se quitó el crucifijo y lo dejó sobre una mesa, en la otra habitación. Cuando regresó al cuarto de baño vio un residuo de arena en el fondo de la bañera.
Después de haberse embutido en un fresco traje azul, y tras aplicarse de nuevo en el rostro la crema para evitar las quemaduras del sol, cerró la puerta de la habitación y tomó el ascensor para bajar al vestíbulo. La mancha de sangre reseca continuaba en el mismo sitio.
Fuera del hotel, se plantó bajo el sol y observó el errático fluir del tráfico mientras aguardaba un taxi.
El taxista llevaba una barba grisácea y enmarañada y se cubría la cabeza con una sucia gorra blanca, muy calada. Virga se deslizó en el asiento de atrás y le enseñó la fotografía de la revista.
—¿Conoce usted este lugar?
—Lo conozco.
—¿Puede llevarme?
El coche volvió a entrar en la marea del tráfico. El taxista conducía en silencio, maniobrando a veces para dejar a un lado calles que habían sido cerradas por los agentes de policía. Virga vio grupos de militares uniformados que patrullaban; en una ocasión pasaron junto al cuerpo de un soldado que se encontraba tendido y borracho sobre la acera; otra vez, el taxi se vio obligado a alejarse de una calle llena de tiendas saqueadas y destrozadas por las balas, por tres soldados que daban la impresión de acabar de salir de un campo de batalla; uno de ellos tenía la cabeza vendada y otro se apoyaba vacilante sobre su fusil.
El taxista siguió avanzando por calles estrechas y desiertas.
—Todos quieren ir allí —comentó el hombre—. ¿Por qué desea usted verle?
—Es que yo soy muy curioso —contestó Virga.
—No conseguirá usted entrar.
—¿Por qué?
—Él no ve a nadie.
—¿Ha llevado usted a otras personas allí? —inquirió Virga.
—Y las he traído de vuelta cuando se vieron rechazadas. Usted no va a ser diferente. También volverá conmigo.
—Quizá.
El conductor gruñó.
—Nada de quizá. ¿Es usted norteamericano? ¿Periodista?
—Sí, soy norteamericano. Pero no periodista.
—Entonces, ¿para qué quiere usted verle?
—Soy profesor de teología —explicó Virga—. He oído contar muchas cosas de él.
—Nadie lo ve —insistió el taxista.
Virga decidió que no tenía objeto discutir. Una cosa captó su atención, unas palabras pintadas en blanco, en árabe, sobre el muro de un edificio vacío: «Mata a los judíos».
Rebasaron el revoltijo de chozas de los mendigos y continuaron avanzando hacia las afueras de la ciudad. Luego alcanzaron el sector antiguo de la población, donde los muros de piedra aparecían retorcidos como serpientes y las piedras de la carretera eran toscas y quebradas. Más allá de las viviendas cuadradas y planas, Virga divisó los altos muros que rodeaban una estructura dotada de torreones imponentes, desgastados por el tiempo. Al acercarse, descubrió un grupo de automóviles y furgonetas, así como un enjambre de hombres equipados con cámaras y micrófonos. En torno a los muros, gente ataviada con toda clase de ropajes daba vueltas o bien permanecía sentada en el suelo con la cabeza apoyada en las piedras. Una puerta de hierro impedía el paso a un camino que se iniciaba en uno de los muros. Virga observó que se hallaba custodiado por dos beduinos embutidos en blancas chilabas. También vio que estaban armados con pequeñas ametralladoras.
El taxista detuvo el coche junto al muro y anunció, sin volver la cabeza:
—Dejaré el taxímetro en marcha.
Virga le dedicó una mirada desdeñosa y comenzó a cubrir junto al muro los quince metros que aproximadamente le separaban del principal grupo de periodistas congregado en torno a la puerta de acceso. Pudo contemplar la estructura de los torreones, más allá, y de inmediato tuvo la impresión de que se encontraba ante algo muy rico y dotado de grandeza. El camino interior se bifurcaba alrededor de unos setos esmeradamente recortados; había a continuación una corta escalinata de piedra que conducía a una entrada sombreada por una marquesina. La estructura era más alta que ancha; en las ventanas de los torreones no se advertía ningún signo de vida, y Virga vio que muchos de los cristales estaban rotos. Por todas partes el césped era verde e inmaculado, y había además un pequeño estanque. Al fondo de los cuidados setos se veía un hangar de paredes metálicas y las cálidas ondas que se elevaban desde el piso alquitranado.
Alguien le dio un empujón. Alguien dejó caer una cámara. Virga oyó el ruido al estrellarse ésta contra las piedras. Hubo imprecaciones y gritos, y de repente comprendió que se hallaba en medio de un grupo de periodistas, ninguno de los cuales parecía estadounidense. Alguien se dirigió en francés a los guardianes beduinos dando grandes voces, y Virga vio, con una sensación de alarma cercana al pánico, que uno de los hombres levantaba su ametralladora, lisa y fríamente, con la calma de un consumado asesino. El indignado y vociferante francés continuó profiriendo insultos. Uno de los guardianes dio un paso adelante y agarró a un hombre que vestía una chaqueta de un verde rabioso. Otro hombre dijo algo hiriente en un lenguaje que Virga no identificó, y se inició una refriega entre dos o tres individuos en la parte delantera del grupo. El guardián beduino vaciló al echarse hacia atrás desde la puerta, y en ese momento el grupo de periodistas vio su oportunidad y avanzó con sus cámaras preparadas, desplazándose hacia la verja con la esperanzó de colarse en el recinto. El otro guardián retrocedió.
Virga forcejeó para librarse de ellos. Llevado hacia delante, estuvo a punto de caer. Alguien a su lado gritaba en árabe: «¡Una foto! ¡Una foto!». Un hombre situado enfrente de Virga fue a parar al suelo y éste tropezó con sus piernas. Alargó un brazo tratando de encontrar un punto de apoyo y se vio inesperadamente con la cara comprimida contra los barrotes de la puerta.
Recobró el aliento y trató de apartarse de allí, pero había varios hombres a su espalda que estaban siendo empujados por el grupo de alocados periodistas. Oyó un gruñido sordo, cargado de amenazas.
Virga tenía delante los desnudos colmillos de un dobermann situado al otro lado de la puerta. Abría los ojos con una furia que delataba la inminencia de un ataque; los relucientes y blancos colmillos, semejantes a estacas afiladas, estaban sólo a unos centímetros del rostro de Virga. El animal tiraba de la cadena que le retenía.
—¡Dios mío! —exclamó Virga.
A su espalda, los reporteros hacían una fotografía tras otra. Empujaban la puerta, y se oían los continuos disparos de sus cámaras.
El hombre que retenía al dobermann dejó la cadena algo floja.
Virga levantó la cabeza justo cuando el animal cargó contra la puerta. El perro se irguió sobre sus patas traseras, saltando y gruñendo ante los hombres, quienes recularon sin dejar de tomar fotografías pese a todo. Otro dobermann apareció de pronto. Se quedó agachado, gruñendo, con ojos que parecían estar a la expectativa de cualquier nueva amenaza.
Los guardianes beduinos se arrojaron sobre los periodistas, obligándoles con las armas a retroceder. Uno de ellos disparó la suya unos centímetros tan sólo por encima de las cabezas de los presentes y fueron varios los casquillos que cayeron tintineando al suelo. Otro beduino alargó los brazos y agarró a Virga por el cuello para obligarle a apartarse de la puerta.
—No —dijo un hombre situado en el otro lado, el que había aflojado antes la traílla metálica del perro—. Éste no.
El beduino levantó la vista. Inmediatamente soltó a Virga y se volvió para hacer recular a los otros hombres valiéndose de la culata de su arma.
El tipo situado detrás de los barrotes asió con fuerza la colgante cadena del perro y tiró de ella, acercándoselo. Otro hizo lo mismo con su dobermann.
Virga movió la cabeza a uno y otro lado. Se la había golpeado contra la puerta y se sentía mareado. Lentamente se sacudió las ropas y se puso en pie. Miró por entre los barrotes y vio a un sujeto alto y rubio cuya carne tenía el color del engrudo. Sus ojos daban la impresión de estar muertos; miraban más allá de Virga. A su lado se encontraba un hombre de piel más oscura, cabellos rizados y anchas espaldas. Los dos adoptaban la misma expresión de falta de curiosidad y el mismo aire de superioridad. Y ambos, según observó Virga, ostentaban una especie de marca en la frente. No pudo saber qué era aquello.
—Le he oído hablar —dijo el hombre rubio en inglés—. Usted es norteamericano.
—Sí —respondió Virga, al que empezaba a dolerle la cabeza—. Soy norteamericano, en efecto.
—¿Es periodista? —inquirió el hombre.
A su lado, los ojos del dobermann miraban codiciosamente a Virga.
—No. —Permaneció en actitud reflexiva unos momentos, tratando de recordar a qué se dedicaba, pero el dolor de cabeza se lo impidió.
—¿Su nombre?
—Virga. Me llamo James Virga.
El otro asintió. Miró a su compañero de tez más oscura, quien dio la vuelta sin pronunciar una palabra y echó a andar en dirección a la estructura del fondo del camino.
Y de pronto hizo memoria.
—Soy profesor de teología —declaró.
—Lo sé —replicó su interlocutor.
Corrió un cerrojo de la puerta y luego otro. Finalmente la abrió.
Detrás de Virga, la multitud se abalanzó sobre la entrada. El rubio asió a Virga por un hombro y le hizo pasar. A continuación, apostó debidamente al perro, vigilante, mientras volvía a cerrar apresuradamente la puerta. Los beduinos fueron echados a un lado con malas palabras. Los hombres se aplastaron contra los barrotes de hierro, gritando y suplicando.
Dominando el escándalo que causaban los periodistas, el hombre ordenó:
—Rashid: mata a tres de ellos.
Las palabras pronunciadas produjeron su efecto. Los periodistas se apartaron atropelladamente, agarrándose unos a otros para tener delante a alguien en la línea de fuego. Varios cayeron al suelo y fueron pisoteados despiadadamente.
Pero uno de los guardianes ya había dado unos pasos adelante con expresión de satisfacción y placer. Levantó el arma con extraordinaria delicadeza. Segundos después, la ametralladora tableteó al tiempo que describía un arco, abarcando la fila frontal de los aterrorizados hombres. Silbaban los casquillos en todas direcciones.
El rubio tiró de la traílla del dobermann, acercándoselo de nuevo, y empezó a andar por el camino interior del recinto. Al ver que Virga no le seguía, giró en redondo y le preguntó en voz baja:
—¿Viene o no?
Virga permanecía con la vista fija en los hombres muertos, tendidos en el suelo al otro lado de la puerta. La multitud de periodistas se había desparramado por allí; algunos todavía tomaban fotografías mientras corrían. Un beduino descargó una patada en la cara de uno de los cadáveres. Virga volvió la cabeza.
—Sí —contestó—. Ya voy.