15

Mientras hacía la maleta, Virga dio con el ejemplar de la revista Time llegado por correo unos días antes. Lo había leído de la primera a la última página, concentrando su atención en el artículo que más había captado su atención. Revista en mano, echó a andar por el pasillo alfombrado en dirección a su estudio. Encendió las luces y se sentó ante su mesa de trabajo para releer el artículo en cuestión, pues en el transcurso de pocos días su contenido se había hecho más significativo de lo que él pudiera haber imaginado.

Bajo la palabra «Religión», se leía el título del artículo «¿El Mesías?» escrito en negrita. En una fotografía aparecía un grupo de hombres y mujeres harapientos congregados en torno a una hoguera y mirando de reojo a la cámara o haciendo gestos. En otra, tan ampliada que era visible el grano, se destacaba una figura de pie en el balcón de un palacio con varias torres. El pie de la foto rezaba: «Baal».

Virga seleccionó una pipa de las que había sobre su mesa y procedió a encenderla con gesto pensativo. En el artículo se hacía una descripción fragmentaria de la multitud de personas que habían invadido Kuwait para congregarse junto a un altar religioso levantado en el desierto. Evidentemente, el corresponsal había estado trabajando con fuentes de segunda mano, por cuya razón la filosofía del «movimiento baalita» no se veía clara. En el artículo se indicaba que éste pretendía la reinstauración del poder individual. La figura principal, el misterioso hombre que se llamaba a sí mismo Baal, no concedía entrevistas ni facilitaba material de relaciones públicas. La ciudad de Kuwait y las aldeas circundantes del desierto, decía el autor del artículo «se hallan al borde de una desatada histeria religiosa debido a la presencia de este hombre, a quien algunos reconocen como el Mahoma viviente, el Elegido, el Mesías». Virga cerró la revista y la dejó en el extremo opuesto de la mesa.

Se quedó inmóvil. Ciertamente, debía de ser un loco quien había tomado el nombre de un antiguo dios cananeo, el de la sexualidad y el sacrificio. Pero ¿por qué? ¿Con qué fin? El culto de Baal, que se remontaba a mil quinientos años antes de Jesucristo, implicaba extravagantes y repugnantes orgías, sacrificios de niños y la transformación del templo en una casa dedicada a la sodomía y la prostitución. Para Virga resultaba increíble que cualquier hombre en sus cabales quisiera identificarse con una figura a la que Jehová había ordenado desvanecerse, desaparecer de la tierra de Canaán. Bajo el culto de Baal, primeramente dios de la fertilidad, Canaán se convirtió en un mercado de la carne y el salvajismo. Virga sabía que los arqueólogos que excavaron las arruinadas ciudades cananeas en Hazor y Megiddo dieron con cosas abominables, impresionantes para el mundo moderno: esqueletos de niños aprisionados en bastas jarras de tierra para entierros de sacrificio, ídolos con rasgos de guerrero y órganos sexuales de exagerado tamaño. Hubo otros tiempos y lugares en que también surgió el nombre de Baal: tres mil años antes de Cristo, aproximadamente, él era el «dios de las tormentas» para los amoritas; en el siglo XVI, habiendo caído en desgracia por obra de Jehová mucho antes, él prefirió habérselas con los destinos más oscuros, siendo identificado por el demoniólogo Jean Wier como un príncipe de los demonios dotado de tres cabezas: la de un hombre, la de un sapo y la de un gato.

Y era este hombre, este «Baal», el personaje a cuyo encuentro había ido Naughton.

Judith Naughton había llamado por teléfono a Virga una tarde, a su despacho.

—Me estaba preguntando —dijo ella, en tono tranquilo— si usted ha tenido noticias de Donald durante la última semana o antes…

—No, no he sabido de él —contestó Virga—. Esperaba que ya estuviera de vuelta por estas fechas. ¿No ha regresado aún?

—No.

Virga esperó a que ella le dijera algo más. Como guardara silencio, manifestó inquieto:

—Bueno… Tal vez su proyecto le absorbe todo el tiempo. Tú ya sabes que los hombres del saber, como nos llaman a veces, nos comportamos como chiquillos cuando trabajamos. Perdemos la noción del tiempo. A propósito, ¿no fue la semana pasada el cumpleaños de Timmy? ¿Cuántos años tiene ahora? ¿Siete?

—Sí. Siete. Donald le hizo un regalo antes de marcharse.

—¿Ah, sí? De todos modos, yo esperaba tener noticias de Donald ya. Recibí unas cuantas cartas con información sobre sus progresos. Pero no he sabido nada de él en las tres últimas semanas. La verdad es que necesitaba que estuviera de vuelta para que me comentara el contenido de sus cursos para el próximo semestre. ¿Tienes alguna idea de la fecha de su regreso?

—No —contestó ella.

Virga oyó que de repente se le ahogaba la voz.

—¡Judith! —exclamó—. ¿Te ocurre algo?

Y cuando se reunió con ella a la hora de comer, la tarde siguiente, Virga descubrió que le temblaban las manos, y también vio sus hinchadas ojeras. Pidió algo de beber para la joven.

—Bueno. No me has dicho qué problema tienes. Estoy haciendo todo lo que puedo para animarte y no te decides a contarme nada. —Virga sonrió gentilmente—. No comprendo a la mujer moderna. Supongo que debería darme por vencido.

Ella correspondió a su sonrisa, torpemente, y Virga comprendió entonces que su turbación era extrema. Se inclinó hacia delante ligeramente, diciendo:

—Me gustaría ayudarte, si es posible.

Judith concentró la atención en su bebida. Virga supo que estaba evitando deliberadamente su mirada. Ella jugaba con su vaso al decir:

—Recibí una carta de Donald. Hace una semana, más o menos. No supe qué hacer; no supe con quién hablar. Pensé que quizá se tratara de una broma o algo por el estilo. No sé qué llegué a pensar. —Judith rebuscó en su bolso de mano. La carta estaba doblada y tenía las manchas de un prolongado viaje. La joven se la alargó a Virga—. Aquí está.

Virga abrió el sobre y sacó un papel arrugado. Sólo había una palabra allí, garabateada hasta el punto de resultar casi ilegible. La palabra «Adiós».

—No es la letra de Donald —comentó Virga—. No fue él quien te envió el papel.

—Ha sido él, sí —contestó ella—. He reconocido la letra. Lo único que pasa es que está distorsionada y la palabra fue escrita apresuradamente. —Judith se llevó una mano al rostro—. No sé qué hacer.

La joven comenzó a temblar y contuvo un sollozo.

—¿Te dijo dónde estaba?

—Sí. Y llamé, pero me dijeron que se había ido dejando allí sus ropas, sus maletas. Se había ido… —Judith levantó la vista súbitamente y miró a su interlocutor con ojos suplicantes—. Nunca hemos tenido problemas, sinceramente. ¿Sabe usted? Sólo ha habido entre nosotros discusiones sobre problemas de poca importancia. No ha habido nunca nada que pudiera llevarle a adoptar la decisión de dejarme sin previo aviso. Actuar así no es propio de él… —La joven bajó los ojos, avergonzada por haber hecho partícipe a su interlocutor de aquella cuestión—. ¿Qué voy a hacer ahora?

Virga apoyaba la barbilla en las manos entrelazadas. La revista Time se encontraba sobre la mesa, a su lado. Los ojos de Judith, de expresión perdida y desesperanzada, forzaron su decisión. Había discutido con el doctor Landon la posibilidad de que éste asumiera las obligaciones del jefe de departamento por espacio de una semana o poco más. Ya había hecho por adelantado las reservas de pasajes aéreos y alojamientos.

Judith tenía razón. Semejante comportamiento no se avenía con el frío y reprimido carácter de Naughton. Virga comparó la letra con el alocado arañazo de la garra de un animal sobre el papel. Y no olvidaba a aquel loco que se llamaba a sí mismo Baal y que era quizá responsable, directo o indirecto, de la carta de Naughton. Sentía ya el calor del reto corriendo por su sangre. Un loco, un falso Mesías que había logrado que miles de personas le rindieran homenaje en el desierto. Un hombre razonador e inteligente se había deshecho de pronto, con una palabra garabateada, de su esposa, de su trabajo y de su vida. ¿Existía alguna conexión entre ambas cosas? Virga se puso en pie, animado por una nueva resolución, y volvió a su dormitorio para acabar de hacer su equipaje.

Al día siguiente, Virga volaba bajo el sol naciente en un Boeing de la TWA rumbo a Lisboa, todavía a unas horas de distancia. Desde allí tomaría un avión para El Cairo, y después, tras cruzar Arabia Saudí, alcanzaría Kuwait. Consumió dos whiskis y a continuación trató de concentrarse en la lectura de The Gold-Myths, un libro que se había llevado para avivar sus recuerdos del tema de los ritos de la fertilidad en Canaán, en los tiempos anteriores a Cristo, y la significación del dios-guerrero Baal. Baal, según recordaba por lo que aprendiera acerca de los cultos precristianos, fue expulsado de la tierra por Jehová, entonces llamado Yavé. A partir de aquel momento el pueblo de Yavé despreció el recuerdo de Baal.

Virga se interesaba por saber cómo el dios Baal había llegado a convertirse en el demonio Baal. Quizá fuera tan sólo la memoria del hombre, reaccionando ante las viles orgías y sacrificios de niños llevados a cabo en el templo de Baal; quizá se tratara del recuerdo de la destrucción de Canaán por Yavé, pasando de boca en boca en los fuegos de campamentos tribales y finalmente descrito por Josué en el Antiguo Testamento. Pero una cuestión le obsesionaba: ¿era Baal un mito? Si Jehová era una entidad verdadera, como creía Virga, ¿qué decir entonces acerca de los dioses menores, como Baal y Set, Mot y Mitras? Pero en cualquier caso, alguien había adoptado el nombre de Baal con algún propósito, y Virga estaba intrigado, quería saber por qué.

No estaba preparado para la barahúnda con que se enfrentó en el aeropuerto internacional de Kuwait. Extremadamente fatigado y víctima de los efectos psicológicos y fisiológicos, de todo vuelo, tomó sus maletas e hizo señas a un taxi con la intención de dejar atrás lo antes posible el grupo de apremiantes periodistas armados de cámaras y grabadoras. En la calzada, dentro ya de la ciudad, la luz solar temblaba en cálidas ondas que se alzaban y se quebraban en las fachadas de los pisos desiertos. Él había visitado el Oriente Próximo muchas veces y estaba muy versado en cuanto a las costumbres y el idioma. Siempre tenía la impresión de que la tierra parecía muy vieja o muy nueva; de que parecía destrozada por el paso del tiempo o bien a punto de despertar de un sueño que duraba siglos. Sacó de uno de los bolsillos de su chaqueta un tubo de crema y se untó un poco la frente y el puente de la nariz para protegerse del sol. La calzada estaba congestionada por vehículos de toda clase, desde limusinas a modestos carromatos, y Virga vio que se habían producido algunos accidentes. A uno y otro lado del camino se encontraban coches rotos y restos de vehículos incendiados. A lo lejos, las torres de la ciudad ondulaban bajo el calor, y más al sur se elevaba una columna de humo en el cielo sobre un millar de oscuras banderas. Virga supo que se trataba del campamento descrito por Naughton.

Al acercarse a la ciudad, vio las destartaladas viviendas que habían sido construidas para albergar a un buen número de personas. Las casas prefabricadas y las tiendas, unas junto a las otras, daban la impresión de flotar sobre el llano paisaje. Y en el aire había siempre un remolino de humo que a veces cruzaba la calzada.

Dentro de la ciudad, Virga experimentó la sensación de que había llegado a un escenario bélico; estaba aterrado. Grupos de mendigos de mirada airada arrojaban piedras a las ventanillas de los coches, y unos agentes de policía kuwaitíes, uniformados y armados con porras y revólveres, se plantaban entre ellos para obligarles a abandonar la calzada. Los mendigos zarandeaban violentamente los coches aparcados. Había fuegos en algunos barrios y también en el centro de la ciudad, varios edificios habían sido incendiados. En dos ocasiones, el conductor del taxi de Virga profirió una maldición al tener que desviarse para no pasar por encima de un cuerpo tendido en su camino.

El taxista echó pie a tierra luego y se dirigió dando voces a un grupo de árabes que habían contado con que disminuiría la marcha. Los hombres se echaron hacia atrás, maldiciendo, y uno de ellos arrojó una piedra que abolló uno de los guardabarros. Virga comprendió que acababa de entrar en una tierra de locos. Allí la locura era hermana del humo. Impulsado por el viento del golfo, el humo estaba en todas partes, y Virga abrigaba el temor de que si lo inhalaba demasiado profundamente acabaría perdiendo el juicio también.

Llegaron al hotel. Virga cruzó con sus maletas las destrozadas puertas de cristal de la entrada y llegó al vestíbulo. Sobre las lujosas y oscuras alfombras brillaban fragmentos de vidrio. Uno de los muros, observó, presentaba dos limpios orificios causados sin duda por sendos proyectiles.

El kuwaití que se encontraba tras el mostrador de recepción, un joven embutido en un traje color crema, tocó un timbre para que un chico llevara las maletas.

—El doctor Virga, ¿verdad? Hizo bien al reservar una suite. Los norteamericanos han desembarcado, ¿no?

—Ignoraba que hubiera una guerra —dijo él, haciendo un gesto para indicar las ventanas rotas.

—Anoche las calles estaban desbordantes de gentuza. El Holyday Inn y el Hilton fueron incendiados. No quedó de ellos más que sus estructuras. No fue mucho lo que se pudo hacer.

—He visto a la policía ahí fuera.

—Tiene que ser así —dijo el kuwaití, encogiéndose de hombros—. De lo contrario ya no habría el más mínimo orden. Y a todo esto, las tres cuartas partes de los agentes han desertado de sus puestos. Varias unidades militares han quedado estacionadas en la ciudad y hay toques de queda, pero poco es lo que puede hacerse para impedir la destrucción de las propiedades. Las cárceles y los hospitales se encuentran abarrotados. ¿Qué puede hacerse con esa gente? Incluso yo he empezado a ir armado.

Virga contempló el vestíbulo. Estaba desierto y el panorama era desolador: sillas volcadas, espejos rotos, porcelanas ornamentales hechas añicos, un tapiz verde y oro hecho pedazos y una pequeña fuente llena de cristales.

—Tengo que pedir disculpas por el estado en que se halla nuestro vestíbulo —dijo el hombre—. Han tirado demasiadas piedras y nadie fue capaz de controlar a esa gente.

—No se preocupe —contestó Virga—. Lo comprendo.

—Usted ha venido aquí, desde luego, para ver a Baal, ¿no?

Virga enarcó una ceja. Junto a él, un joven delgado se inclinó para recoger las maletas.

—Toda esa gente se encuentra aquí por lo mismo. El aeropuerto está atestado; por las carreteras casi no se puede circular. Creo que cerrarán pronto el aeropuerto por orden militar. Han venido personas de todas partes, de Grecia, de Italia, de España. Los ricos llegaron primero. Fondearon sus yates en el puerto o viajaron en sus aviones privados. Los pobres llegaron hasta aquí como pudieron. Por supuesto ninguno se hospeda en la ciudad. Están fuera de ella… Allí.

—¿Ha visto usted a ese hombre? —le preguntó Virga.

—No, no lo he visto personalmente. Pero conozco a algunos que sí lo vieron. Y desde luego el lugar está lleno de periodistas que tratan de hacer entrevistas.

Virga sacó de uno de los bolsillos interiores de su americana la página de la revista Time en que aparecía la fotografía del hombre plantado en un balcón y la desplegó.

—¿Conoce usted este lugar?

El kuwaití se inclinó sobre el papel y lo examinó detenidamente. A gran distancia de allí, según oyó Virga, estaban siendo disparadas armas de fuego; después, el fragor cesó con inquietante rapidez. El joven manifestó:

—Esto es del sector antiguo. La propiedad de Haiber Talat Musallim. ¿Ha oído hablar de él?

—No.

—Es el nuevo profeta y discípulo de Baal. Esta fotografía me sorprende. No sabía que los centinelas permitieran andar con cámaras cerca de las murallas. —El kuwaití apartó la vista del papel—. Así pues, usted ha venido en su busca.

—Sí —contestó Virga, tomando la llave que se le ofrecía—. Y ahora lo que quiero es darme un baño caliente y deshacerme de este olor a humo que llevó conmigo.

—El agua no fluye con regularidad —advirtió el joven—. Hay algún problema en las tuberías.

Virga siguió al muchacho a través del vestíbulo en dirección a los ascensores. De pronto se detuvo y fijó la mirada en una gran mancha de sangre reseca en forma de círculo que había sobre el pulido pavimento de mármol. El chico que le llevaba las maletas miró a Virga sin el menor asomo de curiosidad.

—Por favor, discúlpenos —dijo el kuwaití del mostrador de recepción—. No hemos sido capaces de mantenerlo todo tan limpio como hubiéramos querido. Anoche me vi obligado a disparar a un hombre. Aquí fue donde se desangró hasta morir.

Virga levantó la vista.

—¿Se desangró hasta morir?

—Era inútil llamar a una ambulancia. Como ya le dije, los hospitales están atestados.

Virga parpadeó, sintiendo que de repente se le revolvía el estómago.

—Si le desagrada, limpiaremos la mancha —dijo el joven.

Detrás de Virga, se abrieron las puertas del ascensor.