14

La noche se anunció mediante una fina raya roja abierta en el horizonte. Por encima de ella, el firmamento aparecía desprovisto de estrellas, como un telón bajo y oscurecido.

Dentro del amplio campamento se veían las llamas temblorosas de los numerosos fuegos, las luces de una ciudad emplazada en el borde de una desértica tierra de nadie. Con los sonidos de la campana cesaron de repente los aullidos y maldiciones de los congregados, hasta que por fin sólo fue posible oír los ladridos de los perros.

Y luego, mientras Naughton permanecía frío y transfigurado en la entrada de la tienda de Musallim, la marea humana empezó a agitarse dentro del campamento envuelto por el humo. Todos parecían haber perdido hasta el último vestigio de dignidad. Naughton los vio corriendo en dirección a la gran tienda como si se tratase de una manada de animales enloquecidos, riñendo y hostigándose entre sí, la mayor parte de ellos envueltos en sucios andrajos, y muchos enteramente desnudos. Pronunciaban el nombre una y otra vez, chillando y rogando, y levantaban una nube de arena que giraba, fustigante, por entre las tiendas, formando diabólicas espirales. Naughton vio que muchos de ellos eran pisoteados; el que caía causaba a su vez el derrumbamiento de otros veinte, y después se producía allí un revoltijo de cuerpos, de brazos, piernas y cabezas en la pugna por liberarse y encontrar al fin sitio dentro de la tienda. Los ricos, ataviados con brillantes túnicas bordadas en oro y luciendo deslumbrantes joyas, corrían profiriendo gritos junto a la chusma; sus servidores, precediéndoles, repartían golpes a diestro y siniestro con las culatas de los rifles. Y la campana continuaba sonando, igual que una potente voz de mando a la cual la asamblea correspondía a gritos con la respuesta «Baal, Baal, Baal», que se hizo tan atronadora y terrible que Naughton acabó tapándose los oídos con ambas manos.

La arena por la que había pasado la marea humana quedó cubierta con los cuerpos de los muertos y los moribundos. Después llegaron los enfermos, esforzándose por avanzar con ayuda de sus muletas o arrastrándose sobre sus vientres, igual que esqueléticas serpientes, mientras que unos perros de enloquecidos ojos les mordisqueaban los talones y, al desgarrar sus ya destrozadas ropas, atormentaban sus maltrechos cuerpos despiadadamente.

—Es hora ya de que vayamos nosotros, señor Naughton —dijo Musallim con calma—. Tenemos un sitio allí esperándonos.

El hombre abrió uno de los cajones de la mesa e introdujo la mano en su interior. Su mano emergió con un brillante revólver que tenía rubíes incrustados en la empuñadura.

Naughton observaba la lucha que había estallado ante la abertura de la tienda: hombres y mujeres batallaban entre sí para conseguir entrar, desvaneciéndose finalmente en un remolino de arena. Musallim enlazó al profesor por un codo y le apremió para que abandonara con él su refugio y se incorporase a la desenfrenada horda.

Cuando se acercaban a la tienda, Naughton comprobó que era mucho mayor de lo que le había parecido. El viento la batía, haciendo ondear los laterales. La boca de la entrada iba engullendo enjambres de harapientas figuras. Naughton oyó un seco ¡clic! Musallim acababa de amartillar su revólver. Alrededor de ellos, los presentes se movían mostrando sus brillantes dientes y sus codiciosas manos; pronunciaban el nombre incluso cuando se peleaban. Musallim ordenó a gritos a un grupo de mendigos que se apartaran y uno de ellos, con una mirada salvaje, saltó sobre Naughton. Musallim levantó un brazo y el disparo de su revólver hizo que el atacante huyera.

Llegados a la entrada de la tienda, que se encontraba obstruida por las vociferantes hordas, Naughton vio con horror que Musallim había empezado a disparar indiscriminadamente sobre la oscura masa de cuerpos, hasta que logró que se abriera ante ellos un pasillo por el cual los dos pudieron deslizarse.

En el interior de la tienda se había congregado un millar de personas, que se apretujaban, hombro contra hombro, arrodilladas en la arena. Brillantes candelabros dorados pendientes de cables en el techo iluminaban con claridad un agitado mar de cabezas y cuerpos. Naughton siguió a Musallim, que se abría camino a codazos entre la multitud, blandiendo su arma y gritando amenazas, pero el teólogo se mantuvo vigilante, mirando cuidadosamente por encima de su hombro por si eran atacados por la espalda. Llegaron así a la parte delantera de la turba vociferante y entonces Naughton descubrió la inmensa estatua a la cual la asamblea parecía estar dirigiendo sus rezos. En lo alto de un pedestal de oro se encontraba la estatua primitiva de un hombre. Los brazos cruzaban el pecho en actitud de superioridad; la alargada cabeza, casi triangular, dejaba ver las finas aberturas de los ojos y unos labios crueles que parecían una cuchillada. Uno de los aspectos más notables y ciertamente más desconcertantes del extraño artefacto eran los órganos sexuales; el pene se proyectaba hacia delante y medía más de un metro, y los testículos eran dos grandes esferas negras. Naughton se quedó paralizado por un momento, contemplando la figura; junto a él, Musallim cayó de rodillas y mezcló su suplicante voz con las de los otros. La figura, con abultados músculos, había sido cincelada en piedra negra por un maestro de una época remota. Los rasgos eran feroces e inquisitivos. Sus ojos parecieron seguir a Naughton cuando se destacó de la gente para alargar una mano y tocar la piedra.

Fue entonces cuando estuvo a punto de tropezar con alguien que dio un grito y se escabulló. Al bajar la vista vio a un chiquillo árabe cubierto de harapos, con los ojos muy abiertos y asustados, y el cuerpo reducido al armazón óseo. Los codos eran tan afilados como dagas, y las rodillas venían a ser dos huesos planos sobre las cañas que tenía por piernas. Naughton supuso que el chico había caído momentos antes, siendo atropellado y herido por la multitud lanzada en tropel. Al observarlo con mayor detenimiento, vio que llevaba un collar metálico atado a una cadena de casi un metro de longitud, la cual estaba unida a una estaca firmemente clavada en la arena. El chiquillo parecía hallarse al borde de un ataque de histeria; se movía de un lado a otro y levantaba las manos en demanda de piedad, dirigiéndose al hombre que se encontraba a su lado.

Naughton retrocedió unos pasos. Al hacerlo pensó con una curiosa y extraña sensación de poder que, de haberlo querido, hubiera podido aplastar al chico con un fuerte golpe de su bota.

El clamor de la campana cesó con tal brusquedad que el repentino silencio provocó un zumbido en los oídos de Naughton. La asamblea guardaba silencio; los presentes permanecían con el rostro sobre el suelo o bien estaban arrodillados, como muestra de respeto ante la estatua de rostro ceñudo. Naughton empezó a sudar a causa del temor que le dominaba y buscó con la vista a Musallim, pero éste había sido absorbido por la multitud. Naughton buscaba más la seguridad de su revólver que al amigo. Allí, de pie, sitiado por las amargas oleadas de sudor de los demás y sus gestos de ansiedad, Naughton se sintió impulsado a buscar los ojos del ídolo. La mirada de éste le paralizó. Oyó un rugido interior en su cabeza: la voz de alguien que le gritaba desde muy lejos, y se oyó a sí mismo diciendo: «¡No, no, esto no puede ser!».

Se sentía aterrorizado por el poder absoluto de la figura, firme y fuerte, erguida triunfante sobre el niño. Era el maestro de todos ellos. Cuando hubieran muerto y sus carnes se hubieran corrompido, volviendo al polvo, ella seguiría todavía allí, altiva y segura, con su cuerpo de piedra, capaz de soportar el paso de los siglos. De pronto se sintió avergonzado de su fragilidad. Deseaba caer de rodillas y ocultar el rostro, pero no pudo hacerlo. Empezó a temblar. Se sentía atrapado entre la estatua y la multitud, y fue incapaz de dar la espalda a aquélla o a ésta.

Naughton tomó consciencia de un nuevo sonido. El viento había aumentado su furia, produciendo un agudo gemido al batir las telas de la gran tienda. En torno a él, las paredes eran golpeadas por los puños de quienes no habían encontrado espacio dentro. La tienda se estremecía; las lonas se agitaban, incluso las cuerdas y las vigas de soporte parecían quejarse. Naughton pensó por un instante que todo el recinto y lo que contenía sería devastado por la tormenta de arena que estaba desatándose.

A su espalda, tras el gentío, alguien gritó entrecortadamente. Era un sonido ahogado. Naughton se volvió para mirar por encima de la asamblea, pero no logró localizar de dónde provenía. Pensó que se habría iniciado otra lucha. Un beduino que estaba muy cerca de él gritó, se echó al suelo y rodó al lado de otros cuerpos.

Naughton estaba como en trance; el sudor perlaba su rostro, goteando lentamente sobre su cuello.

Se mantuvo atento a la escena cuando empezaron a extenderse los lamentos. Los ricos kuwaitíes y los mendigos beduinos se quejaban con un mismo gemido, un terrible grito de odio. Aquí y allá se produjeron peleas. Naughton veía el ansia de sangre en los ojos de los contendientes cuando trataban de llegar a la garganta del rival. Retrocedió hacia la estatua creyendo que, de alguna manera le protegería su volumen. Cuando hombres y mujeres, con grandes esfuerzos, se pusieron en pie, atacándose sin ninguna vacilación, el griterío colectivo fue elevándose hasta llegar a un punto en que Naughton pensó que iba a enloquecer. El ruido aporreaba sus sienes y se sintió incapaz de protegerse.

Vio a unos hombres que desgarraban la ropa de varias mujeres para copular con ellas sobre la revuelta arena. Otras mujeres se cubrían la cabeza con sus faldas, abriendo las piernas para ofrecerse a quien deseara poseerlas. Gradualmente, las luchas se trocaron en una interminable serie de combates sexuales, sin que por ello dejasen de iniciarse nuevas riñas. Naughton vio que hombres y mujeres se atacaban mutuamente sin el menor detalle que revelara vergüenza o sentimiento de culpabilidad. Se abusaba con brutalidad de las mujeres, que eran dejadas luego a un lado, en espera del siguiente par de muslos complacientes. Tenía náuseas, pero no podía apartar la vista; carecía de fuerza suficiente para desentenderse de aquello. Una de las parejas que copulaban rodó contra él, y se apartó de su camino. Alguien, un beduino, le gritó algo al oído y se arrojó sobre él. Se debatió para librarse de su atacante y vio que el beduino era arrastrado a su vez hasta un montón de luchadores. Retrocedió a continuación para alejarse de las figuras desnudas y sudorosas cuyos cuerpos estaban llenos de arena, y tropezó de nuevo con el chico.

—¡Maldita sea! —exclamó, descargando una patada ciegamente, para oír un gruñido cuando su bota se estrelló contra el cuerpo del niño.

Una mujer con las cuencas de los ojos vacías y los dientes grisáceos y podridos alargó una mano tentando su ingle. Con el estómago revuelto, Naughton se deshizo de ella violentamente sujetándola por la barbilla. Otra mujer le retuvo por la espalda y le desgarró la camisa con las uñas, al tiempo que sus dientes se le clavaban en una oreja. Naughton lanzó una maldición y se la quitó de encima de una sacudida; pero su pecho jadeante fue cubriéndose de sangre, la que goteaba desde su destrozado lóbulo. Un hombre delgado vestido con manchadas ropas le propinó una patada en los genitales, pero Naughton logró asirlo por un tobillo y arrojarlo de espaldas sobre una pareja desnuda y paralizada por el asombro.

No disponía de tiempo para pensar; la sangre parecía hervirle en el cerebro.

—¡Malditos sean! —exclamó—. ¡Malditos sean! ¡Al infierno con todos!

Ellos iban a matarse entre sí y acabarían también con él. A eso se reducía todo. Aquello continuaría hasta que todos hubieran perecido. Oyó disparos de revólver y se preguntó si lograría dar con Musallim. El mal olor era tan intenso que apenas podía respirar. Se estaba ahogando.

—¡Malditos sean! —volvió a exclamar—. Esta gente intenta matarme.

Dio de pronto contra dos beduinos enzarzados en una pelea a cuchillo; uno de ellos sangraba a causa de la larga cuchillada que le había dado el otro en el pecho, y sus apagados ojos reflejaban los efectos de la pérdida de sangre. El que se desangraba vio a Naughton, se volvió hacia él y pronunció una sucia imprecación, levantando un brazo para herirle con su arma. De inmediato su oponente sacó partido de aquella ventaja, y su brazo se movió veloz en el aire para hundir su cuchillo en la parte inferior de la espalda del hombre herido.

Naughton se hizo con el cuchillo del hombre caído y retrocedió cuando ya el vencedor se le acercaba como una tromba. El americano le gritó:

—¡Apártate de mí!

Pero su voz se perdió en el estruendo imperante. En los ojos de aquel hombre descubrió una intención asesina. Alguien situado detrás de Naughton dio un grito junto a su oído, y al girar para defenderse tropezó con un cuerpo y se derrumbó pesadamente, sin dejar de estirar y encoger su brazo armado, con fuerzas renovadas para salvar su vida.

Y, finalmente, el estruendo cesó.

Quienes luchaban sobre las ensangrentadas arenas se miraron fijamente, como si alguien, de pronto, les hubiera liberado de su ira. Las parejas que copulaban fueron atenuando sus ardores sexuales. Naughton divisó a Musallim de pie, hacia el centro de la tienda. Empuñaba todavía su revólver. Sus miradas se encontraron.

El norteamericano temblaba por efecto de la rabia y la confusión que sentía. Notaba los brazos y el pecho ardientes y pegajosos, pero sólo a medias era consciente de que se había mordido el labio inferior. Se sentía febril y al borde del colapso. Al percibir el sabor dulce de la sangre soltó el cuchillo y, como un animal herido, pegó su rostro a la arena húmeda.

Había hundido su cuchillo en la garganta del chico.

Dando un grito, Naughton asió el desmadejado cuerpo y lo arrastró por la arena. Los ojos del niño estaban abiertos por encima de la horrible herida de la garganta; miraban inexpresivos al teólogo, y la herida hizo pensar a éste que el chico sonreía con los labios cubiertos de sangre reseca. Naughton lo arrastró por encima de algunos cuerpos que trataban de tocarlo, de aferrar su pálida cara, pretendiendo también arrancar tiras de su camisa destrozada. Procuraba hurtar a todos su rostro y evitar el contacto de sus ávidas manos.

Y después, el estruendo se hizo más intenso; todos repetían un nombre una y otra vez. Naughton experimentó la sensación de encontrarse en una bóveda de muros carnosos. Alargó una mano y tocó el muslo desnudo de una mujer. Ella le besó ansiosamente en la boca. A su alrededor, todos alzaban los brazos hacia el techo, y el grito «Baal, Baal, Baal» martilleaba en su cabeza. Cuando respiraba, la respiración era de Baal; cuando se agarraba a una huidiza carne, se trataba de la carne de Baal; cuando besaba unos labios tensos, éstos eran los labios de Baal.

Tenía los ojos empañados por el sudor. Su visión se nubló y, de repente, se sintió exaltado y libre, acariciado íntimamente por una mujer a la que no había visto nunca antes. El olor de la sangre parecía haber incrementado su percepción sensorial. Se arrancó los restos de tela de su camisa, pues había sentido de pronto el deseo de deshacerse de ella. Una mujer le mordió en el vientre con la fiereza de una bestia salvaje. Las voces, a su alrededor, llegaron a un punto febril, y dejó que la fiebre se apoderara de él. El nombre palpitaba dentro de él. Había llenado ya su boca antes que pudiera hablar.

—Baal —dijo.

Sus ojos divisaron borrosamente a unos hombres que se movían en medio de la asamblea. Le pareció reconocer a uno de ellos, aunque no logró recordar por qué. La multitud profirió frenéticos gritos. Intentó incorporarse, pero se sentía demasiado débil; siguió donde estaba, con la cabeza agachada. Luego, alguien lo asió por un brazo y comenzó a tirar de él para que se pusiera en pie. Le habían agarrado con fuerza. Naughton sintió que unas uñas se hundían en su carne. Intentó ver de quién se trataba, pero no le fue posible; el hombre se destacaba sobre él como la estatua con los órganos como bulbos.

Un dedo tocó su frente.

Experimentó la misma sensación que si hubiera pasado por su cuerpo una suave corriente eléctrica; y aquello provocó un hormigueo en su interior. Abrió la boca para gritar en una agonía extática cuando su sangre se convirtió en fuego líquido. Luego el hombre le soltó y se fue, perdiéndose entre los apretados miembros de la asamblea.

Alguien siguió a su lado y le sostuvo cuando se le doblaron las piernas. Entonces distinguió confusamente la plácida y pálida cara de Musallim. Tenía el pecho marcado por las uñas de los contendientes y su turbante estaba destrozado. Naughton parpadeó. Sobre la frente del hombre, justo entre sus ojos, se veía una pequeña marca roja que tenía el aspecto de una simple mancha. No, se dijo Naughton. No era una mancha. Era la huella de un dedo.

Cuando fue a tocarla con sus codiciosos aunque torpes dedos, sus piernas se doblaron.