13

—Tome —dijo Musallim, tomando dos copas de plata del tamaño de un dedal de una bandeja sostenida por un servidor uniformado de blanco—. Un poco de té le refrescará. Ya sé que este calor debe de ser insoportable para los extranjeros. En mi caso es distinto. Yo nací en el desierto.

Naughton aceptó la copa que acababan de ofrecerle y se la llevó a los labios. El té era negro y muy fuerte, con un regusto a clavo. Los dos hombres se encontraban en el interior de la suntuosa tienda, con brocados en oro, de Musallim, emplazada en el límite del campamento. Sobre la arena habían sido extendidas lujosas alfombras con ornamentos en rojo y en oro. Musallim se había sentado tras una mesa amplia llena de adornos, y Naughton ocupaba uno de los dos sillones de lona, en la parte agradablemente sombreada de la tienda.

—Esto está muy bien —comentó Naughton.

—Algún día controlaré el desierto —manifestó Musallim—. Ya he operado a estas arenas como el más diestro de los cirujanos de su país, instalando conducciones de agua, de gas… La gente me quiere por ello.

Naughton asintió. A distancia, sobre la voz atronadora de Musallim, se percibía el rumor de la gente moviéndose, bulliciosa, en el centro del campamento.

—Por favor… ¿Podría usted hacer alguna averiguación sobre mi amigo?

—¿Su amigo?

—Sí. El hombre que me acompañaba. El señor Kaspar.

Musallim levantó una mano y se reclinó en su sillón. Junto a la deslumbrante blancura de su túnica, la carne del hombre tenía un color herrumbroso.

—Lo están atendiendo muy bien. Esas trifulcas de ahí fuera pueden resultar muy molestas. Hace calor, ¿verdad?

Naughton apuró su té y depositó la copa sobre una mesa circular que había junto a su sillón. Fijó luego la atención en la cara del hombre situado al otro lado de su mesa, que tenía los párpados entreabiertos.

—No entiendo qué está sucediendo aquí —dijo—. Llevo varias semanas realizando investigaciones para mi libro y he visto crecer la multitud congregada en este lugar. Ahora parece como si sus integrantes estuviesen descontrolados. No sé… —Se pasó una mano por la frente para suprimir las gotitas de sudor que se deslizaban hacia sus cejas—. Nunca vi nada parecido. Esto es horrible. Es… No sé a qué atenerme.

Musallim guardó silencio durante unos instantes. Sus dedos cargados de sortijas jugaban con las volutas de oro que decoraban los brazos de su sillón.

—Señor Naughton —contestó por último—; son muchas las cosas de esta vida que parecen horribles. Pero más tarde, examinadas de cerca, con lógica, tales cosas empiezan a adquirir una belleza especial. Usted se muestra desconcertado por lo que está sucediendo aquí porque no lo comprende todavía. Yo, en cambio, me siento cómodo porque sí lo entiendo. Yo no habría cedido esta tierra para el propósito presente si no hubiera creído que el objetivo valía la pena y que era importante. Ya lo verá usted, señor Naughton. La historia registrará esta llanura de arena como un lugar escogido para exquisitos y divinos fines.

Naughton había levantado la mirada con vivo gesto.

—¿Es usted el propietario de esta tierra?

—Sí, de esta tierra y de la que se extiende más allá, a lo largo de varios kilómetros. ¿Desea usted tomar más té?

—No, gracias. —Naughton captó el brillo repentino de un diamante centelleando en una de las manos de Musallim—. Haga usted el favor de explicarme todo esto. Yo veo aquí locura y muerte. ¿Ve usted algo más?

—Yo veo muchas cosas más —respondió el otro, fijando sus oscuros ojos en Naughton durante unos segundos, para luego pasear la mirada por los extremos de la tienda. Parecía estar escogiendo las palabras correctas—. Mi familia era de origen muy humilde, señor Naughton… Al menos es lo que yo pensé tiempo atrás. —Levantó un dedo para dar énfasis a sus frases—. Los míos eran beduinos, nómadas del desierto. Mi padre… ¡Ah! Recuerdo muy bien a mi padre, con sus dientes reluciendo bajo el sol, montando un gran caballo blanco con la boca cubierta de espuma. Fue un hombre de mucho carácter que tomó lo que necesitaba cuando quiso —Musallim sonrió a Naughton— y que pegaba a su esposa y a sus hijos, cuando creía que lo merecían. Era un hombre del desierto, señor Naughton, y lo que resultaba más importante, era un hombre espiritual.

—¿Espiritual? —inquirió Naughton.

—Siendo todavía joven, controlaba a seis familias con sus pozos de agua. Era un hombre con el que había que contar. Desde luego, él… tenía enemigos que lo despreciaban, igual que los perros cobardes temen a los lobos nobles. E incluso su propia familia actuaba en contra de él. Recuerdo que una noche nuestro campamento quedó montado en un cantil rocoso desde el cual era posible vigilar el golfo… Me acuerdo también de que aquélla era una noche de luna llena. La brisa agitaba las telas de nuestras tiendas y a lo lejos las aguas del golfo se estrellaban contra las peñas. Su enemigo era su hermano Assaid…, su propio hermano. Éste se presentó para decirle a mi padre que había ido demasiado lejos. «Demasiado lejos», dijo Assaid. Aquello era como decirles a las aguas del golfo que cesaran de morder las rocas.

»Mi padre había matado a alguien… Se trataba del vigilante de un pozo. Le había engañado, y mi padre ensartó su cabeza en una estaca para que la sangre goteara sobre el agua, envenenándola. Fue una especie de mensaje destinado a quienes no le trataran con el respeto que merecía. Y su hermano había venido a verle para comunicarle que su familia estaba harta de él. Había deshonrado su nombre, aseguró Assaid. Y escupió a los pies de mi padre. Recuerdo esto porque vi la saliva brillar bajo la luz de la luna.

Los ojos del árabe brillaban. Se inclinó hacia delante. Sus dedos trazaban dibujos en el aire ante el rostro de Naughton.

—Assaid se volvió para acercarse a su caballo —explicó Musallim—. Pero ahí no terminó la cosa. Mi padre, como ya he dicho, era una persona de mucho carácter. Llevaba un puñal al cinto. Lo desenvainó… Mi madre me tapó los ojos con ambas manos, pero yo me libré de ellas. Y en torno al fuego, los demás hombres sonrieron al ver la hoja desnuda del puñal. Mi padre nunca había envainado limpio un puñal después de sacarlo. Así pues, lo lanzó sobre su hermano y se lo clavó por encima del omóplato. Pero Assaid era también un tipo fuerte, aunque débil en cuanto a los caminos del mundo. Se volvió rápidamente y agarró a mi padre por la garganta; pelearon bajo la luz de la luna. Mi padre profería maldiciones; Assaid, con el puñal hundido en su espalda hasta la empuñadura, jadeaba, necesitado de aire. Llegado al borde del risco, mi padre retorció de pronto el puñal, que rascó el hueso (yo lo oí), y empujó a Assaid. —Musallim miró de repente a Naughton, a los ojos—. Sin experimentar ningún pesar.

Naughton se sintió impresionado por la indiferencia que delataba el tono de voz de Musallim. Aquel hombre no parecía haberse dado cuenta de que había sido testigo de un crimen cometido a sangre fría.

—¿Mató a su hermano? ¿Por qué? —preguntó Naughton.

Musallim sonrió débil, cruelmente, y había algo en su sonrisa que evidenciaba una extraña satisfacción.

—¿Por qué? ¿Por qué mata el león al cordero? ¿Por qué el buitre aguarda la última boqueada de su víctima? Es la naturaleza de la bestia, señor Naughton. La bestia gloriosa acecha, espera el momento crítico y luego —Musallim alzó una mano como si atrapara algo en el aire— ya tiene su presa. El mundo gira en ese círculo de víctimas, señor Naughton. Todos nosotros acechamos algo o somos acechados. Es un hecho inevitable.

—Pero es que, por fortuna, el hombre ha progresado ya lo suficiente en relación con leones y buitres como para no tener que vivir al acecho —objetó Naughton.

—¡Ah! —contestó Musallim, mostrando la palma de una mano—. El Dios que creó esta tierra y todo lo que hay en ella era sabio. También creó el ritmo natural de la vida y la muerte, el círculo de la víctima y el superviviente. Nosotros caemos en la blasfemia si dejamos de observar su sagrada sabiduría.

Naughton se irguió, rígido. Fuera crecía el estrépito. Parecía incluso estar sacudiendo las telas de la tienda.

—¡Qué criaturas más nobles los leones al manifestarse más fuertes sobre los cuerpos de los débiles! —exclamó Musallim—. ¡Qué sabias y amables son las garras de los buitres al destrozar la carne muerta o moribunda, mostrando así el camino del fuerte! La lucha de la vida y la muerte no es un juego sin objeto, señor Naughton. Es algo que tiene una belleza especial. ¿Me comprende?

Naughton tomó su taza de té e hizo girar los residuos del fondo. No quería mirar el rostro de su interlocutor, en cuyos ojos brillaba una extraña y terrible filosofía.

—No fue mucha la tierra que me dejó mi padre —declaró Musallim—. Pero me fueron revelados sus secretos más escondidos. Un día encontré mi tierra inundada por un líquido oscuro y denso que fluía de las profundidades. Llené un cubo de aquel líquido. Luego me manché la cara con él, me revolqué en él. Pronto cambié mi modesto atuendo por las prendas de vestir del hombre rico. Aquel día supe por fin el poder que había heredado de mi padre. Y ahora puedo levantar ciudades, mover montañas y cambiar el curso de las aguas. Ahora se me ofrece la oportunidad de comunicar al mundo la lógica de mi padre.

—No lo entiendo.

Musallim hizo un movimiento para indicar al servidor que se llevara las dos tazas de plata. El hombre hizo una reverencia y salió de la tienda retrocediendo.

—He conocido a un hombre —dijo Musallim al cabo de unos momentos— que me ha hecho ver lo que a mí se me había escapado antes. A través de él he captado la belleza del poder. ¡Está todo tan claro para mí, señor Naughton! Él es el colmillo del león, la garra del buitre. Me he entregado a él con el fin de vivir inmerso en un glorioso honor.

El anciano había pronunciado un nombre. Naughton no acertaba a recordarlo. ¿Qué nombre era aquél?

—Al principio pensé que sólo era un profeta. Ahora lo veo como mucho más, mucho más. Los antiguos profetas hablaban de un dios que veía cosas como nunca podrían ser. Baal ve lo que es y lo que siempre será.

Naughton se puso en tensión involuntariamente. Baal. Baal. Ése era el nombre. Había leído algo sobre él antes, en alguna parte. Pronto le vino a la cabeza la palabra Canaán.

—Baal —repitió Naughton.

—Sí —confirmó Musallim—. Baal. El Mahoma viviente.

Su interlocutor se puso en pie de modo brusco, echando a andar hacia la abertura de la tienda. Desde allí divisó las alocadas figuras danzantes del campamento; el humo creciente atenuaba el sol, ya hacia el ocaso. Respiraba entrecortadamente, aunque sin saber por qué; se preguntó si supondría una imprudencia tratar de volver a la ciudad.

—Esto es una locura —murmuró—. Esto es… una locura.

—No, amigo mío. La locura radica en no aceptar la realidad del mundo tal como es. Ahora bien, encontrarse de pronto viendo la vida por vez primera después de pasar tanto tiempo en el engaño… representa haberse recobrado de la locura, ¿no?

Naughton guardaba silencio. En las sombras proyectadas por el agonizante sol, distinguía la gran tienda oval levantada más allá del campamento.

—Ese hombre ha tomado el nombre de un dios pagano, ni más ni menos —dijo después.

—¿Sí? —susurró Musallim. Se había ido situando sin hacer ningún ruido detrás de Naughton. Tocó al norteamericano suavemente, y sus dedos le recordaron a éste el contacto de un cuchillo—. Así reaccioné yo también, hasta que tuve la evidencia de sus milagros. He visto el fuego sagrado saltar de sus dedos. Le he visto besar la arena y hacer que brote una flor. Pronto descubrirá usted una verdad que acallará todas las voces embusteras. La multitud espera a Baal. Sus discípulos han vagado por esta tierra susurrando su nombre a aquellos que querían oírlo. Yo he visto llegar a los conversos en número creciente día tras día. Pero esta noche, señor Naughton, Baal rompe su silencio… allí. —Musallim señaló la enorme tienda, la del zumbante generador—. Y mañana será el primer día de un nuevo mundo.

Naughton se volvió para decir apresuradamente:

—Necesito poner un cable con urgencia. ¿Hay alguna oficina de telégrafos en este lugar tan alejado de la ciudad?

Musallim levantó una mano para interrumpir a su interlocutor.

—No hay tiempo, no hay tiempo, amigo mío. No hay tiempo —repitió.

Y tras aquella última frase comenzó a oírse el sordo y profundo rumor de una campana emplazada en algún sitio del campamento, una y otra vez, hasta que una persona, al parecer, gimió con la campana, y a ella se unió una docena y luego un centenar de voces que retumbaron en todo el campamento.

—Él ha llegado —declaró Musallim, con voz temblorosa a causa de la emoción—. ¡Él ha llegado!