12

En la sucia ciudad del desierto, llena de habitáculos de muros de hojalata, Naughton creyó estar dormido todavía. Pensó al despertar por efecto del rudo beso de las gomas de los neumáticos con la pista de hormigón, que seguía durmiendo y que aquello era también parte de una pesadilla. Pero no. Se lo negaba el deslumbrante sol que iluminaba un cielo azul. No se trataba de una pesadilla de la que pudiera librarse con más o menos esfuerzos. Aquello era real, muy real.

Su taxi, conducido por un hombre de mediana edad, de negros dientes y oscuras y profundas ojeras, se había detenido en una calle de los suburbios donde el tráfico estaba siendo dificultado por un accidente. Alguien se había salido de la carretera, metiéndose en una zanja, y los tonos de las voces se elevaban en el curso de una frenética discusión en lengua árabe. Las manos ondeaban en el aire. Los dos conductores implicados en el accidente, ambos fornidos como negras masas de carnes musculadas, se habían enzarzado en una discusión que llegaba a la histeria. Pero Naughton no se sentía interesado por el incidente. Él contemplaba atentamente por la ventanilla posterior algo que quedaba a un lado de la calle, una zona de quebrado hormigón y arena que más allá de las hediondas viviendas venía a ser una cinta oscura que cruzaba las torres de la ciudad de Kuwait propiamente dicha.

En pleno arroyo, sostenido por unas estacas plantadas en la arena, se veía el cadáver de un perro delgaducho al que hacían girar sobre un fuego hecho con papeles de periódicos y trapos. Dos chiquillos medio desnudos se ocupaban de darle vueltas, y escogieron un trozo del animal cuando su labor hubo terminado. Los ojos del perro parecían mirarles, saliéndose casi de las órbitas, semejantes a dos canicas blancas. Naughton percibió el olor de la carne y retrocedió instintivamente. Hubiera querido subir el cristal de la ventanilla, pero hacía mucho calor allí dentro y de todas maneras el olor habría acabado por llegar hasta él a través del parabrisas roto del taxi.

Un ruido seco, parecido al producido por el tubo de escape de un coche, muy cerca, le hizo saltar en su asiento. Arriba, delante de él, divisó una nube de humo flotando en el aire.

El taxista musitó un juramento y se salió de la fila del tráfico, subiéndose a la acera. Al aproximarse al lugar del accidente, Naughton echó un vistazo. Uno de los conductores yacía sobre la calzada y sangraba abundantemente a causa de una herida que tenía a la altura del estómago. El otro se había inclinado sobre él y había colocado un pie a cada lado del cuerpo; en su mano derecha empuñaba una pistola todavía humeante. El hombre tumbado en el suelo estiró un brazo débilmente hacia las ruedas del taxi cuando éste lo rebasó para situarse de nuevo en la calzada.

Dominando el ruido del motor, Naughton dijo:

—¡Ese hombre acaba de recibir un balazo!

El taxista volvió a medias su cuadrada cabeza.

—¡Le han disparado! ¿Es que no lo entiende? ¡Tiene que detenerse para auxiliarle!

El taxista dejó oír una ronca risa.

—¡Ah! Ustedes, los americanos… ¡Qué gente!

Naughton volvió la cabeza y vio que el hombre del arma seguía junto a su caída víctima. Los coches rodeaban el lugar del accidente para continuar avanzando por la calle, y sus maniobras hicieron que acabara flotando sobre la cabeza del hombre una nube de humo azulado y perezoso de forma circular.

El taxi se desplazaba sobre una calzada de hormigón estriado en dirección a la periferia de la ciudad, y luego a través de un laberinto de viviendas de aspecto provisional. Había gente por todas partes, gente de piel oscura, vestida con harapos, que le sonreía y trataba de alcanzarle a través de la ventanilla abierta antes de que se escabullera. Aquellos individuos se desparramaban por las acequias; tenían los ojos bien abiertos y su mirada era cautelosa, pero sus expresiones carecían de vida. Saltaban a la calle provenientes de las viviendas y observaban ansiosos el acercamiento del taxi, como si él manipulara la máquina de la destrucción, y la destrucción allí era el huésped de honor.

Naughton estaba preparado para presenciar una demostración de pobreza, pero no lo suficiente. Aquella tierra le inquietaba enormemente; se sentía como si algo estuviera a punto de estrellarse contra su cabeza sin previo aviso. Le parecía apreciarlo en la ácida atmósfera que cubría la ciudad. El humo comenzaba a adentrarse allí durante las horas tempranas de la mañana, desde el oeste, donde el desierto se extendía ondulante como una grácil mujer morena. Por la noche él se plantó en la terraza de mosaicos de la habitación de su hotel para ver a aquellas personas: millares de pestañeantes y ardientes ojos que rivalizaban con los plateados y fríos puntos luminosos de las estrellas, arriba. Le dejó desconcertado su número; se sintió aterrorizado después. Algunos de los informes habían hablado de más de tres mil, y esto correspondía a jornadas anteriores. Naughton tenía la seguridad de que entre aquellos muros de arena se habían congregado más de cinco mil personas.

Inmediatamente, tras haber contemplado la extensa asamblea, escribió al doctor Virga y a Judith.

Al doctor Virga le había hablado de la horrible paradoja que se daba en aquel país: por un lado estaban los mendigos profiriendo gritos y tirando de las ropas de los turistas; por otro había que ver los finos armazones de los pozos petrolíferos que se levantaban como agujas, y los elegantemente ataviados jeques al volante de relucientes Ferraris, a lo largo de avenidas bordeadas de palmeras. Allí la línea divisoria entre el rico y el pobre era tan radical que resultaba aterradora. Había hablado al doctor Virga de la gente congregada y de la figura mesiánica todavía sin nombre, un ser que era inalcanzable. Aún no había sido capaz Naughton de averiguar su nacionalidad. Pero allí, en el desierto, lo esperaban. Los veía día tras día arrodillándose hacia el sol y lamentándose a gritos de que él no se hubiera dignado todavía dirigirse a ellos.

A Judith le había contado cosas del país, de su misteriosa falta de personalidad, de los colores del desierto, de las doradas, etéreas y temblorosas olas de calor del mediodía y de las espesas y negras sombras que proyectaba el sol al ponerse.

Pero había algo que se reservó para él. Los numerosos incidentes violentos de que había sido testigo desde su llegada, dos semanas antes, le enervaban. Todo parecía indicar que en aquel país hervía un odio creciente. Había en el aire humo de armas y de incendios. Era una tierra en guerra consigo misma.

Comprendió que la situación empezaba a afectarle. Le había endurecido el desinterés con que se miraba la pobreza y la muerte violenta. En otras circunstancias habría exigido al taxista que se detuviera para llamar a una ambulancia, a fin de atender al herido que dejaban atrás. En cambio la verdad era —y se preguntaba por qué— que eso le importaba un comino y no sentía ninguna vergüenza por ello. Le había impresionado el suceso, eso sí, como podía impresionarle cualquier acto violento, pero razonó que ya nada podía hacer él y lo dejó así. «Esta tierra engendra violencia», se dijo. Era una tierra dura, tan diferente de su país que lo hacía sentirse un extraño, un forastero frío y despegado. Quizá los nativos vivieran en la pobreza y murieran a causa de un disparo o una puñalada porque era su destino; cualquier otra cosa daría lugar a una falta de armonía, a un desorden en el mundo que se propagaría como las ondas en un estanque. La gente moría allí porque se situaba en ese trance. Su forma de vida originaba violencia, hasta el punto de ser ésta tan predominante y amarga como el ardiente sol que brillaba en lo alto.

El taxi había dejado atrás las hileras de viviendas. La carretera se suavizaba, estirándose, larga y vacía, sobre la extensión del desierto. El país se encontraba en medio de un acelerado desarrollo. En el horizonte se divisaban los armazones de los pozos de petróleo. El desierto estaba surcado de autopistas que morían cubiertas de arena lejos de donde comenzaran. Muchas carreteras no conducían a ninguna parte; no hacían más que serpentear y serpentear, describiendo círculos, como si alguien las hubiera construido para entretenerse, y luego, cansado del juego, las hubiera abandonado sin terminarlas.

Más adelante, entre las dunas del desierto, que se desplazaban como colas de dragones, se encontraba el campamento. Él lo había visitado a diario, moviéndose entre las tiendas de piel de cabra y las barracas de aluminio con su grabadora colgada del hombro, mirando dónde ponía el pie porque la arena estaba cubierta de excrementos, deteniéndose de vez en cuando para hablar con los beduinos y los kuwaitíes, quienes después de examinarle con recelo siempre le daban la espalda. Jaurías de perros vagaban aullando por el campamento, luchando entre sí sobre montones de basura; las moscas, que a miles habían seguido a la gente desde todas partes, describían sombríos círculos, posándose en las llagas infestadas. Los enfermos, llegados desde los poblados del desierto con muchas dificultades, se mantenían aislados. Naughton había visto cómo los pateaban y pegaban hasta derribarlos cuando mendigaban la comida de otros.

En el campamento, como en la ciudad, había quedado trazada una clara línea divisoria. A un lado, los pobres ponían sus camas dentro de sencillas tiendas o sobre la arena; al otro, los ricos jeques se servían de complicadas tiendas de lujosas telas, suntuosamente alfombradas, y disponían de servidores que los abanicaban para atenuar el calor y alejar las moscas, y otros armados que se encargaban de echar a palos a los mendigos. Para un rico, cruzar la línea divisoria equivalía a un suicidio. En su quinto día como observador, Naughton había visto a uno de ellos, mareado a causa del hachís, rebasar dando tumbos el límite fijado para acabar en la zona de los pobres. Inmediatamente una veintena de hombres se le echaron encima y lo derribaron. Mientras, los demás contemplaban con ojos brillantes la escena y las mujeres gritaban y prorrumpían en salvajes carcajadas. El hombre había intentado escapar, pero sus atacantes, después de robarle las ropas y asestarle patadas, lo devolvieron magullado y desnudo al otro lado, como un perro flacucho arrojado de casa. Naughton observó todo aquello en silencio, pues le bastó ver los encendidos rostros de los protagonistas para comprender que su intervención en el incidente habría representado su muerte.

El taxi enfiló una larga carretera sin pavimentar que conducía al centro del campamento. El sol brillaba con fuerza en las paredes de aluminio de las cabañas. Naughton percibió el hedor que se desprendía de los ejemplares humanos reunidos allí, esperando… ¿a quién?

—¿Quién es ese hombre? —preguntó Naughton al taxista.

El chófer no respondió. Sus ojos estaban pendientes del espejo retrovisor y nunca daba por oída una pregunta.

Naughton se inclinó hacia delante. Tal vez el hombre no había oído sus palabras.

—Me refiero al hombre que ha organizado esta reunión —inquirió en voz más alta—, al que quieren ver… ¿Qué sabe usted de él?

Como tampoco obtuvo una respuesta, Naughton lanzó una maldición. Tocó otra tecla:

—¿Es acaso un profeta? —preguntó.

«Vaya una manada de desgraciados retrógrados», pensó Naughton. Todos eran unos desgraciados, sí. El que tenía delante era tan arisco como los demás. Al volver a acomodarse en el asiento Naughton sintió bajo su cuerpo los duros muelles. Concentró su atención en las cabañas que parecían salirles al encuentro.

El panorama era más desolador que el del día anterior. Las cabañas se habían amontonado hasta formar una barriada pobre que de la noche a la mañana había brotado en el desierto. De un tejado a otro habían sido tendidas cuerdas de las que colgaban prendas de vestir. Los mendigos se congregaban en torno al taxi, que se abría paso por entre aquellas viviendas provisionales. Los hombres sonreían, mostrando sus dientes rotos, y lanzaban improperios al ser dejados atrás. Dos mendigos, enzarzados en una riña, rodaban por el suelo, mientras la multitud gritaba entusiasmada y el dinero pasaba de mano en mano. El taxista de Naughton tocó el claxon con insistencia y giró. Unos chiquillos desnudos se desplazaron por entre las tiendas en la zona de los enfermos, lanzando piedras o arena a los que se hallaban acostados. Por todas partes, se veían grupos de individuos andrajosos que se movían como enjambres humanos y sin parar de escupir. Un sujeto armado con un cuchillo perseguía a una mujer. Ésta acabó por caer de rodillas, implorando a gritos misericordia. Naughton hubiera querido azotar a todos aquellos individuos, borrarlos de la faz de la tierra.

El taxi se detuvo cuando un grupo de mendigos comenzó a golpear el capó.

—¡Salid de aquí —gritó el conductor— si no queréis que os eche el coche encima!

Naughton alargó una mano para subir el cristal de su ventanilla. Le daba igual que hiciera calor o no. Al proceder de aquel modo, enganchó la mano de alguien con el cristal y se la apretó con fuerza. Fijó la mirada en los oscuros y suplicantes ojos de una joven de unos quince o dieciséis años que hacía presión sobre la puerta del taxi.

—Dinero, por favor —dijo con voz débil, cansada.

Naughton comprobó que se trataba de una chica que podía haber parecido linda de no ser por sus huesos salientes, sus mejillas hundidas y sus ojos carentes de expresión, todo lo cual le daba el aspecto de un cadáver. Sin duda hacía varios días que no había comido nada.

—Dinero, por favor —gimió.

Hundía desesperadamente los dedos de una mano en la carne de la otra. Naughton buscó en sus bolsillos unas cuantas monedas y se las dio.

—Toma —le dijo—. Para que comas.

La chica tomó el dinero mirándole a los ojos, y él sintió un estremecimiento de pánico ante aquella mirada tan directa. De repente, la joven se levantó la larga falda, de sucios bordes, de suerte que inesperadamente Naughton vio su oscuro sexo entre los muslos huesudos. Tenía las piernas cubiertas de profundos arañazos y de magulladuras y un líquido amarillento, que supuraba de unas llagas abiertas, se había deslizado hasta sus rodillas. Al ver los ojos horrorizados de Naughton, la muchacha se echó a reír salvajemente y escupió. Continuó riendo con la falda levantada como una bandera de prostituta mientras el taxi se alejaba. Naughton se estremeció una vez más al pensar en las bestialidades de que había sido testigo en aquel lugar.

En el otro lado del campamento alcanzaron las limpias tiendas de los ricos, esparcidas por la llanura y en una zona escarpada desde la que se dominaba el lugar. Allí se percibía el olor de las especias, los fragantes perfumes del incienso y las sedas. Los coches grandes y relucientes, aparcados ante las rocas y los cuerpos de los pobres, estaban custodiados por servidores armados. Naughton observó la parte frontal abollada y el destrozado faro de un Mercedes-Benz cercano. En el guardabarros delantero era visible una huella de sangre reseca; algo o alguien debía haberse estrellado.

Naughton pagó al taxista y le pidió que volviera para recogerle al oscurecer. El hombre le miró impasible. Naughton comprendió que una vez más se vería forzado a caminar hasta la carretera antes de dar con alguien que lo llevara. Dio un portazo y el taxi se alejó rugiendo, envuelto en fina nube de arena y oscuro humo del tubo de escape.

«Otro desgraciado», dijo Naughton luego. Todos eran unos desgraciados. Conectó el micrófono en la grabadora y se arrolló parte del cable a la mano. Moviéndose por entre las tiendas de los ricos, descubrió enseguida los desconfiados ojos de los servidores armados. Empezó a acercarse a uno de ellos, pero en el momento en que el hombre dejó caer una mano sobre su pistola, Naughton se alejó en dirección a las tiendas hediondas y apretujadas.

Fue entonces cuando le llamó la atención algo nuevo en el campamento, algo que debía de haber sido montado durante la noche. Se trataba de una enorme tienda ovalada, enclavada en una zona de arenas blancas y limpias, y apartada del resto de tiendas. Unos camiones dotados de equipo eléctrico habían estacionado en torno a ella, y Naughton vio también que varios trabajadores estaban cercando un generador. Los pliegues de la gran tienda ondeaban perezosamente al impulso de la cálida brisa que soplaba desde el golfo Pérsico. No había otras tiendas en las proximidades, y Naughton, atraído por su aislamiento, se encaminó hacia el punto en que se encontraban los camiones.

—¡Eh! ¡Lo siento, viejo! Yo ya lo he intentado. No hay suerte.

Naughton volvió la cabeza.

Un hombre vestido de color caqui acababa de salir de entre dos tiendas. Era un individuo fornido, de anchas espaldas y brazos musculosos que llevaba dos cámaras colgadas al cuello. En cuanto a su edad, tendría cerca de cuarenta años. Una maraña de cabellos claros coronaba su cabeza: los ojos eran grises y se hallaban enrojecidos a causa del inmisericorde sol que también le había quemado la piel. Se había aplicado una especie de grasiento ungüento en la frente y el puente de la nariz.

—Ya he probado suerte con los trabajadores —dijo—, pero ellos no saben nada. Son simples empleados.

—Esperaba que ellos pudieran explicarme lo que pasa aquí —respondió Naughton.

El otro se encogió de hombros.

—A ellos los han enviado desde la ciudad. No saben nada —dijo levantando una mano—. Yo soy George Kaspar, de la BBC. Trato de hacer un documental. He estado a punto de morir abrasado bajo este condenado sol. ¿Para quién trabaja usted?

—¿Que para quién trabajo?

—Sí. ¿Cuál es su periódico? Usted es norteamericano, ¿verdad? No me diga que sus redes informativas desean tener noticias de esto.

—Ah, no, no. Me llamo Donald Naughton. Soy profesor de teología en la Universidad de Boston. Estoy realizando una investigación de campo para un libro sobre las figuras mesiánicas. Y tiene usted razón en lo del sol. Nunca imaginé que pudiera picar tanto.

—El ojo de la bestia —dijo Kaspar, indicando con un movimiento ascendente de cabeza el encendido foco de fuego de las alturas—. Fíjese en mí. Me ha frito y tengo el cuerpo despellejado en una docena de sitios. ¿Ha venido aquí con algún grupo?

—No. He venido solo, lamentablemente. Tuve que financiarme yo mismo el viaje.

Kaspar gruñó.

—¡Maldita sea! —exclamó, espantando una mosca que se le había posado en un antebrazo—. Estos odiosos bichos te chupan la sangre hasta dejarte tan seco como un hueso. —Tendió a Naughton una cantimplora—. Tome. Será mejor que beba esto.

—Gracias. Me he traído agua —explicó Naughton, señalando la cantimplora colocada debajo de su chaqueta.

Kaspar dejó escapar una risa y echó un trago.

—Al diablo el agua —dijo—. Esto es un buen whisky. Y bien sabe Dios que lo necesito. Aquí me tiene lleno de arena hasta las orejas, y Dios sabe dónde están el operador y mis dos ayudantes. Andarán por ahí, en alguna parte, enredando, si no están en nuestra furgoneta. Se levantaron y me dejaron aquí, los muy cabrones. Llevo aquí tres días y ya estoy harto. —El hombre entornó los ojos—. Hablo en serio. Toda esta gente apestosa esparcida por aquí… ¿Es usted escritor? ¿Está escribiendo algún libro sobre todo este condenado revoltijo?

—Soy profesor —le corrigió Naughton, protegiéndose los ojos del sol con una mano a modo de visera, y fijando la vista en los hombres que estaban conectando los cables del generador—. Me pregunto qué es lo que se está cociendo ahí. ¿Ha oído usted algo?

—¡Diablos! Sí. He oído esto, lo otro y lo de más allá. En suma, todo mentiras. —Kaspar intentó dar un manotazo a una mosca que se movía en torno a su cabeza—. La BBC quiso averiguar qué estaba sucediendo mediante contactos diplomáticos. No hubo suerte. Luego se valió de amigos personales. Nada. Sólo se sabía que en el desierto se había congregado un puñado de hijos de puta. Y que todo lo que hacían era… esperar. Ayer vi por aquí a un par de periodistas del Times, a un corresponsal de una revista y a varios periodistas más. Pero esta muchedumbre le pone a uno enfermo. A mí me mandaron aquí; no habría venido si hubiese dependido de mí. Cuando regrese a mi país tendré que ir a un hospital.

Naughton echó a andar, alejándose de la gran tienda en dirección a la humeante extensión cubierta de cabañas. Kaspar le acompañó.

—No pensará meterse allí en medio, ¿eh? ¡Diablos! Entrar en ese caldero supone un peligro mortal.

Dejaron atrás las opulentas tiendas y cruzaron la invisible línea divisoria. Se sintieron literalmente asaltados por los olores de los excrementos, tanto animales como humanos, y el hedor de algo más, indescriptible en su vileza. Kaspar retrocedió por un momento y luego siguió a Naughton al ver que continuaba andando.

—¿Qué me ha dicho acerca de un libro? —inquirió Kaspar—. ¿Está usted trabajando en un libro?

—Sí. Necesitaba tener un contacto de primera mano con una asamblea religiosa para…

—¡Cabrones! —exclamó Kaspar—. Esos cabrones me dejaron aquí. Se van a enterar.

Caminaron hombro con hombro entre las pieles de cabra y el cálido y cegador aluminio, oyendo por todas partes sollozos y gritos; alaridos de ira y carcajadas salvajes. Irrumpieron en un nubarrón de moscas. Los fuegos en que se quemaban montones de basura tenían a su alrededor un halo anaranjado; el humo se depositaba como una barrera amarilla destinada a cortar la retirada. Al rodear unas barracas de aluminio, Kaspar ahogó un grito y retrocedió, tropezando con Naughton. Ante ellos, una manada de perros luchaban a muerte: sus babosas mandíbulas apuntaban al aire, disputándose un grueso trozo de carne ensangrentada de pésimo aspecto. Ni Kaspar ni Naughton se atrevieron a averiguar qué había sido antes aquel pedazo de carne; describieron un amplio círculo en torno a los canes, y al poco los gruñidos se perdieron en la distancia.

—Yo me vuelvo —anunció Kaspar al cabo de unos momentos—. Todo esto resulta demasiado fuerte para mí.

—Adelante, pues. Ahora bien, es muy fácil que llegue a perderse por ahí —replicó Naughton.

—Al diablo con eso —dijo el otro.

Agitó una mano, saludando, y giró en redondo para volver sobre sus pasos.

Pero luego se detuvo, paralizado bajo el sol, y Naughton oyó el golpeteo de sus cámaras al entrechocar.

Naughton miró hacia allí para ver qué pasaba. Entonces descubrió unas figuras que emergían de la sucia nube de humo amarillo; aquellas sombras se ocultaban detrás de las paredes y de los barriles de agua. Naughton sintió que el humo comenzaba a producirle ardor en la garganta.

—¡Válgame Dios! ¿Quiénes son ésos? ¿Los vio usted? —preguntó Kaspar.

Naughton no hizo ningún movimiento, manteniéndose atento, pero los desconocidos seguían ocultos. Los muros amarillos se desplomaron en torno a los dos hombres, hasta que resultaron tan próximos y restrictivos como los de cualquier prisión.

—Nos están siguiendo —dijo Naughton por fin—. Sigamos andando.

Asió al otro por un hombro y tiró de él. Se agacharon los dos para deslizarse por los estrechos pasadizos. Al ver que Kaspar miraba atrás, Naughton notó que se ponía en tensión porque comprendía que los desconocidos, fueran quienes fueran, andaban todavía sobre sus pasos, procurando mantener la distancia y escondiéndose cada vez que los perseguidos volvían la cabeza.

Por fin, Kaspar miró hacia ellos y gritó:

—¡Largaos de una vez, desgraciados!

Estas palabras fueron contestadas con una risita penetrante, algunos murmullos y varios gritos. En los rostros oscuros de quienes los observaban llamaban la atención unos ojos rojos y unos dientes amarillos, tan afilados como los de los perros que luchaban por la basura y los desperdicios humanos.

Por fin llegaron al extremo del campamento, donde se encontraban los enfermos apartados del resto de los congregados. El sol quemaba aquellos lastimosos cuerpos que vomitaban entre toses densos líquidos y sangre en la arena. Algunos yacían sobre literas; otros estaban tendidos en el suelo, como si hubieran reclamado el derecho a morir en un punto determinado. Los dos hombres avanzaron entre las tiendas y los cuerpos, mirando por encima del hombro de vez en cuando para asegurarse de que ya no eran seguidos.

—¿Qué demonios es este lugar? —inquirió Kaspar—. ¿Qué es lo que está pasando aquí?

—No lo sé —dijo Naughton—. Algo ha ido mal… Esto es una locura.

—¿Una locura? —preguntó alguien—. ¿Una locura? ¿Quién está ahí?

Naughton miró a su alrededor. Un anciano, tan flaco que sus huesos daban la impresión de no sostener carne alguna, estaba sentado en la arena, con las piernas cruzadas y la espalda apoyada en una pared de aluminio. Tenía la piel casi negra, en tanto que el pelo que cubría su cabeza aparecía blanco y limpio. Sus frágiles brazos descansaban sobre el desnudo regazo, y Naughton vio que miraba directamente al sol de la tarde. Unas cuencas extraordinariamente negras ocupaban el lugar de los ojos. Naughton comprendió que el sol había quemado por completó sus globos oculares.

—¿Una locura? —preguntó de nuevo el anciano, inclinando la cabeza a un lado para tratar de captar la voz que acababa de oír—. ¿Hay alguien ahí?

Naughton se inclinó hacia delante, entrecerrando los ojos para evitar el reflejo del sol en el aluminio, y tocó suavemente las duras mejillas del hombre. Éste dio un respingo al sentir sus dedos, pero Naughton lo tranquilizó.

—No voy a hacerle ningún daño.

—¿Adónde se dirigen esos cabrones? —preguntó ahora Kaspar.

—¿Quién es ése? —dijo el anciano buscando a tientas, torpemente, la mano de Naughton, indagando con sus propios dedos endurecidos hasta encontrar los del joven americano.

»Un hombre blando —comentó al palpar las manos de Naughton—. No se puede hacer nada contra el tiempo. Yo soy ciego.

—Sí —dijo Naughton, fijándose en los dos profundos huecos—. Se cegó usted mismo.

—Se han largado y me han dejado aquí —rezongó Kaspar, en tanto sus cámaras Nikon chocaban entre sí—. Los mataré.

—Unos hombres estuvieron siguiéndonos —declaró Naughton.

—Sí. Ya he notado los latidos de tu corazón. Yo percibo tu miedo.

—Soy norteamericano —añadió Naughton—. Quiero saber qué está ocurriendo aquí. ¿Se ha vuelto loca toda esa gente?

El viejo sonrió, mostrando sus amarillos y quebrados dientes reducidos a una especie de menudos tocones, y movió la cabeza como si hubiera acabado de oír algo chistoso.

—¿Loca? ¿Loca? No. Ya no hay ninguna locura. Ahora hay solamente lo que es. —Volvió el rostro hacia el sol y su dorado fuego se posó en sus cuencas sin vida—. Todavía puedo ver el sol; aún no soy ciego, después de todo. Y mientras yo pueda ver, no habrá esperanza.

—¿Qué quiere decir? —inquirió Naughton.

—Váyase de aquí, viejo —intervino Kaspar—. Eche a andar por el desierto hasta la carretera.

—Llegué a este lugar en compañía de mi hija y su marido —explicó el anciano—. Una nueva vida, me dijeron. Aquí encontraremos una nueva vida, decían. Y aquí me dejaron. No sé dónde están. Ella era mi hija hasta que llegó a este sitio; luego ya no supe de ella. Yo debí quemarlo. Yo debí quemarlo.

—¿Qué? —preguntó Kaspar—. ¿De qué habla este viejo?

Naughton se inclinó hacia delante.

—¿Qué es lo que espera ver toda la gente aquí reunida? ¿Quién iba a proporcionar a su hija una nueva vida?

—Sí. Ella habló de una nueva vida.

—¿Quién iba a proporcionarle una nueva vida?

El anciano buscó a tientas la cara de Naughton; sus dedos se deslizaron por sus labios y su nariz, recorriendo las mejillas.

—¿Puedes tú ayudarme a encontrarlos? Quizá vuelvan por mí. Ayúdame.

—Vámonos, Naughton. Está loco.

—¡Ni hablar! —exclamó Naughton bruscamente, mirando al otro por encima de su hombro. Luego fijó de nuevo la vista en el viejo—. Le ayudaré. Pero ¿quién…, cuál es el nombre del hombre que ha venido usted a ver aquí?

El viejo sonrió otra vez.

—Baal —dijo—. Baal.

Algo se estrelló con estrépito contra la pared de aluminio de una barraca, cayendo a los pies de Naughton. Era una piedra.

Naughton levantó la vista y vio que Kaspar se encogía, protegiendo las lentes de sus cámaras con una mano. Detrás de Kaspar, hombres y mujeres de inexpresivos ojos, vestidos con andrajos, habían formado un semicírculo. Naughton oía su ronca y jadeante respiración. Tenían piedras en las manos. Un beduino flaco, ataviado con alegres y policromos trapos, se echó hacia atrás y arrojó su piedra. Naughton se agazapó; el proyectil pasó sobre su cabeza y dio contra el metal.

—¡Santo Dios! —gritó Kaspar—. ¿Es que os habéis vuelto todos locos de remate? ¡Soy un ciudadano británico!

Alguien más, esta vez una mujer, arrojó su piedra, y Naughton oyó el gruñido que profirió Kaspar. Luego una lluvia de piedras surcó el aire. Algunas repiquetearon contra la pared metálica, otras alcanzaron a Naughton en los brazos, que había levantado para protegerse la cabeza. Al bajar la vista descubrió que una de las piedras había hecho blanco en el viejo; al hombre le sangraba la cabeza. Kaspar dio un grito de dolor, retrocedió y se llevó las manos al pecho, sobre el cual se bamboleaba una cámara con la lente hecha añicos. Después, Naughton vio cómo otra piedra golpeaba a Kaspar en la cabeza haciéndole caer de rodillas.

Los mendigos avanzaron sobre ellos. Alguien levantó un brazo para lanzar otro proyectil, y Naughton supo en aquel mismo momento, como si lo hubiera visto en sus atormentados sueños, que la piedra iba a darle en la frente, sobre su ojo derecho. Apoyó la espalda contra la abrasadora pared de aluminio.

Una larga y reluciente limusina negra rugió, situándose entre Naughton y los mendigos. La arena saltó contra las piernas de éstos. Naughton oyó el ruido de la piedra dirigida a él al estrellarse contra el montante de una de las ventanillas del coche y rebotar. Entonces se agachó y vio que Kaspar apenas podía respirar.

Las puertas del coche se abrieron. Dos kuwaitíes vestidos de blanco hicieron retroceder a los mendigos, que obedecieron musitando palabras amenazadoras, pero mostrándose sumisos. Alguien asió a Naughton por el brazo y lo levantó.

—¿Está usted herido? —le preguntó un hombre, de ojos oscuros y penetrantes. Llevaba el turbante tradicional y lucía un fino bigote por encima de unos labios de trazo femenino.

Naughton negó con la cabeza.

—No, no. Me encuentro perfectamente. Treinta segundos más y todo hubiera podido ser diferente.

El otro gruñó, asintiendo. Se fijó a continuación en el viejo, pero no hizo ningún movimiento para ayudarlo.

—Esta gentuza es difícil de manejar. Yo soy Haiber Talat Musallim. ¿Es usted norteamericano?

—Sí. Este amigo mío… Temo que esté herido de gravedad.

El hombre bajó la mirada. Kaspar se encontraba tendido en un charco de sangre.

—Esta gentuza es difícil de manejar —repitió. Movió una de sus gruesas manos expresivamente—. Por favor…, mi coche.

Naughton hizo un brusco movimiento de cabeza; se sentía rendido y mareado. Apoyándose en Musallim, avanzó vacilante hacia la limusina. Dentro del vehículo, perfumado y con aire acondicionado, se encontraba un chófer con uniforme blanco y otro hombre, rubio y pálido, vestido con un traje azul marino.

—Mi amigo está herido —dijo Naughton con voz confusa—. Tengo que ver cómo sigue.

Hizo un movimiento para apearse del coche, pero Musallim lo retuvo por la parte superior del brazo con una mano que parecía una garra.

El individuo del traje azul lo miraba con ojos inexpresivos. Lentamente, abrió la portezuela del coche, se puso en pie y declaró:

—Yo cuidaré de su amigo.

—No, yo… —comenzó a decir Naughton.

—Yo cuidaré de su amigo —repitió el hombre pálido del traje azul.

Al acercarse a la figura que estaba tendida en el suelo, Naughton vio que cojeaba mucho, como si tuviera algún problema en la articulación de la cadera.

Musallim palmeó la mano de Naughton, diciéndole con calma:

—Usted se encuentra bien ahora. Está entre amigos.

El motor de la limusina rugió por entre la maraña de cegadoras paredes metálicas y cuerpos huesudos. Naughton volvió la cabeza tan débilmente como si de pronto le hubieran dejado sin sangre. Estaba casi seguro de haber visto al grupo de mendigos avanzando de nuevo en dirección a Kaspar, llevando en las manos más piedras.

Y el hombre del traje azul se puso en pie para observar la escena.