Se había despertado a las seis y estaba en un rincón de la cocina de su silencioso apartamento, leyendo el periódico de la mañana. El sol proyectaba sombras purpúreas sobre los guijarros de la calzada callejera, a sus pies.
Era aquélla su hora preferida del día, antes de que el ruido de Boston, despertándose, le apremiara a moverse con su maletín lleno de notas. Sorbió el té caliente de su taza pensando en lo bellas que eran las distantes nubes que flotaban por encima de las torres de la ciudad. En el curso de los últimos años había descubierto que saboreaba en extremo los pequeños placeres de la vida. El fuerte sabor del té, los azules y blancos que se extendían por la bóveda celeste dándole vida, el silencio tranquilizador del apartamento, con sus estanterías llenas de libros y sus bustos de Moisés y Salomón. Como siempre, a aquellas horas tan tempranas, sentía el deseo de compartirlo todo con Katherine. Pero la muerte, lo sabía, no era nunca el fin. La muerte de ella le había obligado a reconsiderar su vida; sabía también que ella gozaba de una bendita paz que por fin él había aprendido a compartir.
Examinó la primera página del periódico. Allí estaba el resumen de todo lo que había sucedido en el mundo mientras dormía. Los titulares hablaban a gritos de un mundo hambriento de alivio o destrucción. Todas las mañanas ocurría lo mismo; en efecto, lo horrible se había convertido en lugar común. Sólo dentro de Boston se habían cometido más de una docena de crímenes. Los secuestros, incendios provocados, robos y palizas se reproducían por toda la nación en una retahíla sangrienta. En Los Ángeles, una bomba había matado a diez personas y herido a otras treinta, quizá en el momento en que él cambiaba de postura en su lecho; se había cometido un asesinato en masa en Atlanta, tal vez cuando estaba arropándose con la manta; unos delincuentes, en Nueva York, habían estado tiroteándose entre sí, posiblemente cuando él, cerrando los párpados, se esforzaba por quedarse dormido e ir en persecución de sus sueños. Allí, en la parte superior de la página, se hablaba de un pacto suicida, y en la columna inferior, el autor se refería a unos niños abandonados. Un tranvía había explotado en Londres; en las calles de Nueva Delhi se había quemado vivo un monje; un grupo terrorista, en Praga, mantenía cautivas a varias personas, amenazando con asesinarlas lentamente, una tras otra, en el nombre de Dios.
En el curso de la noche, mientras dormía, el mundo se había movido, había agonizado. Se había retorcido en ataques pasionales. Viejas heridas habían sido abiertas de nuevo, se habían agitado antiguos odios hasta no oírse otra cosa que no fueran las balas y las bombas. La verdad era que incluso balas y bombas hablaban en voz baja. Pronto, quizá, la voz más fuerte, la voz atronadora que hacía tambalear a las naciones y arder las ciudades hasta reducirlas a escombros, descendería chillando en medio de la noche. Y cuando él despertara a la mañana siguiente y echara una mirada a los titulares, tal vez viera en su lugar un signo de interrogación, pues todas las palabras del mundo carecerían de poder.
Acabó de tomarse el té y dejó la taza a un lado. El dolor de la noche se había asentado en su interior. Y el dolor de las noches que tenía por delante resultaría ya insoportable. Él sabía que aquel sentimiento de terrible frustración atormentaba también a muchos de sus colegas de la universidad, la frustración que significa hablar para no ser nunca oído.
Muchos años antes había abrigado grandes esperanzas en cuanto a sus libros de filosofía y teología, y aunque habían tenido éxito entre la crítica especializada, todos habían muerto apaciblemente en aquel reducido círculo. Comprendió entonces que no hay libro alguno capaz de cambiar a un hombre; que no hay libro que pueda aquietar la precipitación o la fiebre de violencia en las calles. Quizá se hubieran equivocado ellos; la espada se había hecho mucho más poderosa que la pluma. La espada escribía rojos pasajes de carnicerías y violencias que parecían pesar mucho más que las negras palabras sobre páginas blancas. Pronto, se dijo, pertenecería al pasado el acto de pensar, y los hombres; como autómatas, empuñarían armas para garabatear sus firmas en las carnes ajenas.
Echó una mirada al reloj del pasillo. Ese día, muy oportunamente, iba a tratar en su clase matinal del libro de Job y del tema del sufrimiento humano. Había empezado a sentirse preocupado por que el tiempo pasara tan deprisa; había estado dando clases, día tras día, durante casi dieciséis años, con sólo unas cuantas visitas a Tierra Santa para romper la ratina. También había empezado a preocuparle estar siempre viajando o bien trabajando con absoluta entrega en otro libro. A fin de cuentas, se dijo, ya estaba en edad de jubilarse —le faltaban tres meses para cumplir sesenta y siete—, y el tiempo iba pasando. Temía la senilidad, la enfermedad de las mentes viejas, aquella cosa horrible de labios babeantes y ojos sin expresión; en parte porque durante los últimos años ya había observado el proceso de envejecimiento en varios de los profesores de teología de la universidad. Como jefe del departamento se había visto obligado a suspender tareas lectivas, recurriendo con el mayor tacto posible, a sugerir al interesado la conveniencia de realizar estudios independientes. Odiaba el papel de hombre del hacha administrativo, pero no conducía a nada discutir con la junta de revisiones. Temía ser él quien al cabo de unos años tuviera que someterse al tajo académico.
Enfiló su habitual itinerario para dirigirse a la universidad, cuyo edificio creyó ver despertar bajo la luz dorada de la mañana mientras caminaba con su cartera de mano. Subió por la ancha escalinata de piedra, flanqueada por las estatuas de ángeles desgastadas por el tiempo y a punto de elevarse al cielo, de las facultades de Teología y Filosofía. A continuación cruzó el pasillo pavimentado de mármol y tomó el ascensor que le llevaría a su despacho, en el tercer piso.
Su secretaria le dio los buenos días. Era una excelente trabajadora que siempre llegaba antes que él, ordenaba sus papeles y disponía lo necesario para que sus citas pudieran compaginarse con el horario de clases. Charló con ella un momento y le preguntó por su viaje a Canadá que sabía iba a emprender dos semanas más tarde, y luego se encaminó a una puerta de vidrio deslustrado en la que se leía el nombre de James N. Virga, y en letras más pequeñas las palabras «Profesor de Teología. Jefe de departamento». Ya en su confortable despacho, que tenía el suelo cubierto por una alfombra de color azul marino, tomó asiento frente a su mesa y ordenó las notas que llevaba sobre el libro de Job. La secretaria llamó a la puerta y entró con su agenda.
Estudió los nombres para hacerse una idea de lo que le esperaba aquel día. Había una reunión para tomar café con el reverendo Thomas Griffith, de la Primera Iglesia Metodista de Boston; a media mañana se le presentaba una sesión con la junta financiera de la universidad, a fin de completar información presupuestaria para el siguiente año fiscal; a primera hora de la tarde tenía un seminario especial sobre la Crucifixión, con los profesores Landon y O’Dannis, con objeto de preparar una grabación para la televisión pública; a última hora de la tarde celebraría una conferencia con Donald Naughton, uno de los más jóvenes profesores, quien era también un entrañable amigo personal. Dio las gracias a su secretaria y le preguntó si podría dejar el viernes por la tarde libre de compromisos.
Una hora después avanzaba y retrocedía tras su mesa, enmarcado por el encerado en el que aparecía su distinguida caligrafía especificando el linaje probable de Jacob e identificándolo como Jobab, el segundo rey de Edom.
En el anfiteatro, todas las miradas de los estudiantes estaban vueltas hacia él; dejaban de mirarle sólo para tomar sus apuntes y volvían a fijar su atención en el profesor al subrayar éste sus palabras con expresivos ademanes.
—Fue en una época muy temprana de la historia —estaba diciendo— cuando el hombre empezó a preguntarse por qué había de sufrir. ¿Por qué? —Levantó ambas manos—. ¿Por qué yo, Señor? ¡Yo no he hecho nada malo! Así pues, ¿por qué he de ser yo quien sufra? ¿Por qué no ese individuo que vive al borde del abismo?
Hubo un murmullo de respetuosas risas.
—¡Es cierto! —continuó diciendo el profesor—. Y ésa es una actitud y una pregunta vigentes en el día de hoy. No podemos comprender ese tipo de Dios que se nos presenta como un Padre amable y sin embargo no hace nada (al menos según nuestra limitada percepción) por suprimir el sufrimiento de los inocentes. Detengámonos ahora en Job, o Jobab. Él mantuvo que fue siempre un hombre moral, recto, tan pecador como cualquier otro, pero no más, ciertamente. Y, no obstante, al alcanzar la cumbre de su poder fue atacado por lo que nosotros creemos que era una forma de lepra, complicada con lo que muy probablemente era elefantiasis. Se vio afligido por sus hinchadas carnes, que se desgarraban y abrían con cada movimiento; los ladrones caldeos le robaron sus camellos; sus siete mil ovejas perecieron en el curso de una tormenta; sus diez hijos fueron barridos por un ciclón. Y con todo, Job, que se conoce a sí mismo, proclama su inocencia. Dice: «Yo conservaré mi integridad hasta el día en que muera». Nuestras mentes vacilan ante tamaña reserva de fe, pese a todas las pruebas sufridas.
»El libro de Job es ante todo una meditación filosófica sobre los misteriosos designios del Señor. Es, asimismo, un libro que explora la relación entre Dios y Satanás. Dios observa cómo Satanás experimenta con la fuerza de la fe de Job. Por tanto, he aquí la pregunta: ¿proviene el sufrimiento humano de una eterna pugna entre Dios y Satanás? ¿Somos nosotros simples peones en un juego capaz de hacer tambalear toda imaginación? ¿Existimos sólo como carne para sustentar las llagas?
Las miradas de los alumnos iban del profesor a sus apuntes y de éstos a aquél.
El hombre levantó una mano.
—Si esto es verdad, entonces el mundo en su totalidad, el universo, el cosmos, es Job. Y tenemos en tal caso dos opciones: o bien soportamos las llagas, que ciertamente se presentarán, dando gritos en petición de ayuda, o hablamos como el Job bíblico de integridad. Y éste es el núcleo filosófico del libro: integridad, coraje, conocimiento de uno mismo.
De vuelta al despacho, el profesor almorzó un bocadillo de jamón y una taza de café, mientras trabajaba en el esquema de un seminario sobre la Crucifixión. Después de su última clase regresó allí y empezó a leer una obra recién publicada que llevaba el título de Los cristianos contra los leones, un extenso relato de los primeros tiempos del cristianismo en Roma, escrito por un erudito amigo suyo que enseñaba en el Colegio de la Biblia. Brillaba el sol de la tarde sobre su hombro mientras, acomodado en su sillón, leía atentamente página tras página, preguntándose también cómo había dejado que su comunicación con el autor hubiese llegado a ser tan vaga. No había oído decir nada acerca de la publicación de aquel libro, que había aparecido allí con el correo de la mañana. Tomó nota mentalmente de su propósito de telefonear al amigo al día siguiente.
—¿Doctor Virga? —Asomó por la puerta su secretaria.
—¿Qué hay?
—El doctor Naughton se encuentra aquí.
El profesor apartó la mirada del libro.
—¡Ah! Sí. Hágale pasar, por favor.
Naughton, de unos treinta y tantos años, era alto y delgado, y tenía unos inquisitivos ojos azules. Sus rubios cabellos habían empezado a remontar más y más su frente durante los tres años que llevaba en la universidad. Se trataba de un individuo tranquilo que en raras ocasiones asistía a las comidas o tés de la facultad, prefiriendo entregarse al trabajo en su despacho, situado al fondo del pasillo. Aquel hombre era del agrado de Virga, quien apreciaba su conservadurismo, que hacía de él un profesor firme, consciente. Naughton llevaba una temporada trabajando en una historia de los cultos mesiánicos; el trabajo de investigación que implicaba su tarea requería un gran consumo de tiempo y Virga no había visto mucho a su colega a lo largo de las semanas anteriores.
—Hola Donald —dijo Virga, señalando a su visitante la silla que había frente a la mesa—. ¿Cómo va todo?
—Muy bien, señor —respondió el otro, sentándose.
Virga volvió a encender su pipa.
—Tenía la intención de invitaros a comer a ti y a Judith algún día, pronto, pero al parecer tú andas tan ocupado que ni siquiera tu esposa puede localizarte siempre.
Naughton sonrió.
—Temo que mi investigación me ha atado demasiado. Últimamente me he pasado tanto tiempo en las bibliotecas que empiezo a creer que formo parte del mobiliario.
—Conozco esa sensación. —Virga miró a su interlocutor a los ojos—. Pero me consta que el trabajo vale la pena. ¿Cuándo podré ver el primer borrador?
—Espero que pronto. También espero que una vez lo haya leído siga encontrando mi tarea académicamente justificada.
—Explícate.
—Verá usted… —dijo Naughton, inclinándose hacia delante ligeramente—. He reunido una gran cantidad de información sobre los cultos recientes, aquéllos que tuvieron su origen al final del siglo XVIII y han llegado hasta el presente. Casi sin excepción, tales cultos se basan no en las acciones de la figura mesiánica, sino en su personalidad, en su capacidad para atraer conversos a su rebaño. La masa rendía culto a su talento dominador en vez de concentrarse en cualquier verdadera visión de Dios. Por consiguiente, los cultos más recientes dieron lugar a unos fanáticos de fuerte voluntad que eran partidarios de inculcar a otros sus creencias.
Virga gruñó.
—Y es así como has ido a parar a un nido de víboras religioso, ¿no?
—«Víboras» es el término correcto —afirmó Naughton—. Los «mesiánicos» compartían dos móviles: dinero y poder sexual. En Gran Bretaña, a principios del siglo XIX, el reverendo Henry Prince anunció que él era el profeta Elías y se convirtió en el maestro de un movimiento religioso que consideraba a todas las discípulas como miembros de un enorme harén; Aleister Crowley construyó un castillo en el lago Ness, se proclamó a sí mismo «La Gran Bestia», y convirtió a centenares de mujeres en sus concubinas; Francis Pencovic, Krishna Venta, estableció la Fuente del Mundo en el valle de San Fernando y más tarde lo hizo volar por los aires un discípulo rebelde; Paul Baumann, Gran Maestre de Methernitha, un culto originado en Suiza, abogaba por la purificación de las convertidas mediante el intercambio sexual; Charles Manson manejaba a su Familia con la sexualidad y el crimen. Es increíble, pero lo cierto es que la lista no tiene fin.
Una línea de humo azul se elevó desde la pipa de Virga. Naughton continuó hablando:
—Puede que le interese a usted saber que en cierta ocasión Crowley se bajó los pantalones y defecó en medio de una ceremoniosa comida, apremiando luego a los comensales a que conservaran sus excrementos porque, según dijo, eran divinos.
—La humanidad sometida a la dirección de unos locos —musitó Virga—. Bueno, Donald, el tuyo es un libro que debe ser escrito. Temo que los hombres están siempre demasiado dispuestos a ser conducidos por aquellos que se proclaman a sí mismos divinos, pero que en realidad lo son tanto como… la ofrenda del señor Crowley.
Naughton asintió. Los fríos y grisáceos ojos de Virga se revelaban agudos e inteligentes a través de la fina cortina de humo. Naughton, como siempre, se sorprendía al apreciar de qué forma el menudo Virga reflejaba su avanzada edad. Tenía marcadas arrugas en torno a sus ojos; un resto de blanco flequillo era todo lo que quedaba de sus cabellos, pero la expresión del rostro, su forma de moverse y la manera de expresarse resultaban rasgos controlados y precisos. No se descubría en él aquella confusión mental y física que atormentaba a muchas otras personas de su edad. Naughton lo respetaba enormemente. Virga esbozó una sonrisa, apoyando ambas manos sobre la mesa.
—¿Deseabas verme esta tarde para algo especial, algo apremiante?
—Sí —dijo Naughton—. Un amigo común, el doctor Deagan, del Centro Católico, ha estado ayudándome en la tarea de reunir información durante las últimas semanas.
—¿De veras? ¿Cómo está Raymond?
—Muy bien. Y desea que usted le llame. Hace dos días recibí un mensaje suyo concerniente al informe de una familia misionera de Irán. Parece ser que ha surgido una nueva figura mesiánica que está siendo financiada con el dinero del petróleo de Kuwait. No han sido capaces de proporcionar más datos, pero el doctor Deagan asegura que son muchas las personas que van en peregrinación a Kuwait.
—No había oído nada sobre el tema —manifestó Virga—, pero supongo que es porque me paso la vida leyendo.
—La familia misionera piensa que hasta ahora se trata de un movimiento clandestino —declaró Naughton—, con poca o ninguna publicidad. Se enteraron de ello al descubrir que se marchaban a Kuwait algunos miembros de su propio poblado dejando atrás sus pertenencias, sin más.
—A lo largo de toda la historia, como tú bien sabes —dijo Virga—, se han dado situaciones así. Un hombre poderoso logra un respaldo financiero y convierte al pobre ignorante en un sujeto de gran fervor religioso. No es nada nuevo. ¿Qué enseñanzas trae este nuevo personaje?
—No hay información —indicó Naughton—. Los misioneros no son capaces siquiera de aportar un nombre o una nacionalidad. Pero en el movimiento están implicados niños, de alguna manera.
—¿Cómo lo sabes?
—Nuestros amigos misioneros afirman que la influencia de los niños dentro del área de Irán, Irak y Arabia Saudí es extraordinaria. Pero no están en condiciones de explicar en qué forma los niños se hallan implicados. De todos modos, los misioneros se dirigen a Kuwait para recabar más información.
—Bien —respondió Virga, encogiéndose de hombros—. En el pasado esos hombres tuvieron siempre a los niños como la vanguardia de su rebaño, imitando a Cristo. Aquí parece ser que estamos ante la misma norma.
—Con todo, resulta intrigante, debido a la total carencia de publicidad. Recordará usted que una de las figuras mesiánicas más recientes contrató para un anuncio una página entera del New York Times. En el presente caso, el hombre, si es que nos las habernos con un hombre, opta por el secretismo.
—Sí —comentó Virga, encendiendo una cerilla que arrimó a la cazoleta de su pipa—. Sí. Esto es intrigante. Aquí no se sigue del todo la usual explosión de «resurgimiento espiritual» de un Mesías que empieza a ejercer algún tipo de control sobre la masa. Habitualmente, el nombre sale a gritos de los labios de los infelices seguidores, que siempre descubren demasiado tarde que han sido utilizados.
Naughton se aclaró la garganta.
—Hasta ahora he estado encerrado en las bibliotecas, intentando dar con libros apropiados para conocer las observaciones de otros investigadores sobre los cultos mesiánicos, pero sólo he sido capaz de compilar informaciones de segunda mano. En estos momentos creo hallarme ante una excelente oportunidad para reunir documentación de esta naturaleza personalmente. En consecuencia, quisiera solicitar de usted un permiso para ausentarme.
—¿Cómo dices?
—Sí, señor. Quiero trasladarme a Kuwait. Desearía que me concediese ya el permiso a fin de preparar lo necesario.
Virga se inclinó hacia delante. Le brillaban los ojos. Le hubiera gustado llevar a cabo él mismo aquel desplazamiento.
—¿Puede hacer frente a los gastos?
—Bueno… —contestó Naughton—. Judith quería acompañarme, pero me negué. Yo solo sí que estoy en condiciones de llevarlo a cabo.
Virga sonrió, haciendo girar su sillón para que el sol de la tarde llegara a su rostro. Más allá de la ventana, el firmamento era de un azul apagado, con nubes de bordes rosados.
—Dispondré lo necesario para que te concedan el permiso —dijo al cabo de unos momentos—. Derecho al cielo.
—¿Cómo?
—Estaba pensando en voz alta. Me iría contigo, si pudiera. Necesito respirar un poco de aire foráneo. Pero, en fin, alguien tiene que quedarse cuidando del almacén. —Virga giró para enfrentarse con Naughton—. ¿Puedo pedirte que me tengas informado de los progresos que hagas? Estoy muy interesado por tu trabajo.
—Desde luego que sí —respondió su interlocutor dejando su asiento—. Gracias, señor.
—Tú limítate a recordarme en tus palabras de reconocimiento del libro —contestó Virga—. Me gustaría ver aparecer mi nombre en letras de molde una vez más. ¡Ah! Y sigo queriendo invitarte a ti y a Judith a comer un día, antes de que te marches.
—De acuerdo —repuso Naughton—. Me mantendré en contacto con usted.
El joven se acercó a la puerta y asió el tirador. Virga volvió a abrir su libro, recostándose en el sillón.
Naughton regresó al despacho y Virga levantó la vista.
—¿Sabe usted, señor? Me siento desconcertado al formularme la misma pregunta que los hombres han venido haciéndose desde los tiempos de Jesucristo. ¿Y si este personaje de ahora es… diferente? ¿Qué pasa si no es falso? ¿Qué hacemos entonces?
—Si es un falso Mesías —repuso Virga al cabo de unos segundos—, tú te encontrarás allí para ver cómo pueden ser engañados los hombres. Y si no es un Mesías falso —añadió sonriendo—, te habrás procurado un último y fascinante capítulo para tu libro, ¿no?
Naughton permaneció plantado junto a la puerta durante unos momentos. Luego asintió y salió cerrando la puerta a su espalda.