10

La hermana Rosamond tenía el cuerpo bañado en sudor. Echó a un lado las sábanas febrilmente, pese a que se filtraba en la habitación un viento frío que hacía tintinear las ventanas. Dando vueltas y saltos entre las mojadas sábanas, soñó con bellos animales atrapados en jaulas que se movían de un lado a otro, adelante y atrás, hasta que eran olvidados por todos y sus carnes se pudrían. «Oh, Dios; oh, Cristo. ¿Cuál ha sido mi error? ¿Dónde está mi fe?».

«Tu fe —dijo alguien—, te busca ahora para salvarte. Tu fe se hace más fuerte ahora. Más allá de estos muros, tú serás fuerte y libre».

«¿Puedo serlo? ¿Puedo serlo?».

«Sí. Pero no aquí. Oh, descarriada, ven a mí, ven a mí».

Enredada con las sábanas, se llevó las manos a los oídos.

Alguien, muy cerca de ella ahora, dijo: «Tratas de esconderte. Tu temor dará a luz otro error. Hay aquí un hombre que te necesita. Él quiere llevarte lejos, consigo. Su nombre es…».

Christopher.

«Christopher. Él te espera aquí, pero no puede esperar mucho tiempo. Su tiempo es limitado, como el tuyo. Y en este lugar de podredumbre y de oscuros muros tú no dispones de tiempo, en absoluto. Ven a mí».

Las sábanas se le pegaban al cuerpo y no la dejaban ir. Forcejeó con ellas y un desgarrón de tela la despertó. Siguió tendida; su respiración era rítmica, tranquila. «¿Quién está llamándome? ¿Quién me llama?».

No hubo ninguna respuesta.

Ella sabía que la voz provenía del lado opuesto del piso, del dormitorio de los chicos. Abandonó el lecho sin hacer ruido para no despertar a las demás y alargó un brazo en busca del interruptor de la luz. Pero se contuvo. «No, eso no —se dijo—. Ellas querrán saber qué hago. Querrán detenerme y dirán que estoy loca y que no debo levantarme a esta hora de la noche». Buscó a tientas en el cajón de un buró una vela y cerillas; acercó la cerilla encendida a la mecha de la vela y observó cómo la pequeña llama crecía hasta convertirse en una especie de blanca brizna. Descalza, vestida con su camisón gris, hizo que el círculo luminoso de la vela alumbrara el pasillo, camino del dormitorio de los chicos, hacia… Christopher. Sí, sí, Christopher, que había venido para llevársela de vuelta a la vida y a la ciudad. Había comprendido lo infeliz que era ella allí y había venido para que le acompañara. De la vela, con unos chisporroteos, se derramó un poco de cera caliente y le cayó en la mano. Pero ella no sintió el menor dolor.

El padre Robson acabó de mecanografiar sus últimas notas y se frotó los ojos. Se acercó a los labios la taza de café y se dio cuenta con pesar de que había apurado su contenido un rato antes. La tarea llevada a cabo en su despacho a última hora de la noche había sido fructífera; había compilado las notas relativas a la conducta de Jeffrey Harper Raines y la hermana Rosamond para su presentación al padre Dunn a la mañana siguiente. Sabía que Dunn iba a decirle: «¿Cómo? ¡Esto es falso, ridículo!». Y luego tendría que ser él quien le convenciera de que la mejor forma de ayudar a la hermana Rosamond era asignarle obligaciones distintas de las que tenía, y que en el caso del chico era necesario que se le sometiera a un reconocimiento médico completo. La prueba de la Biblia representaría un punto a su favor; verdaderamente venía a ser el mismo caso. Incluso una persona tan terca y pertinaz como Dunn aceptaría la necesidad de ayuda externa cuando viera la huella de la mano sobre la Biblia. Tendrían que enviar al muchacho a la ciudad durante unas semanas para que se llevara a cabo aquel reconocimiento. Se sentía aliviado por haber llegado a tomar una decisión positiva sobre el asunto. Al mismo tiempo, se hacía cargo de sus defectos personales. Bien. Todo era más conveniente de esta forma. Había que requerir los servicios de un profesional y enviar al joven a la ciudad. Después, cabía la posibilidad que se disiparan de alguna manera los aires sombríos que mostraban los huérfanos con la llegada del invierno. Sí, se dijo mientras apagaba las luces y cerraba con llave la puerta de su despacho, aquél era el mejor proceder.

Abandonó el edificio de los muros de ladrillos y avanzó protegiéndose del frío y del fuerte viento en dirección a su coche, que había dejado en el aparcamiento. Tenía por delante un desplazamiento fatigoso de treinta minutos para llegar a su casa; había perdido toda noción del tiempo al tomar asiento ante su mesa para poner en orden sus ideas y expresar por escrito sus pensamientos. Comprendía que no sabía mucho más que en el momento de comenzar su trabajo; sólo que podía ver las atemorizadoras preguntas en el papel. Le habría apetecido otra taza de café antes de iniciar su desplazamiento.

Al llegar a su coche se detuvo bruscamente.

¿Qué era lo que acababa de ver? ¿Qué era lo que se había deslizado allí arriba, ante una ventana? Había sido en la tercera planta, en el dormitorio de los chicos. No había luces, ciertamente, todos dormían a aquella hora de la madrugada, y sin embargo…, sin embargo…

Había visto algo que desfilaba ante la ventana, como un fogonazo o la llama de una vela. ¿No sería todo obra de su imaginación, excitada por las sombras producidas por la luz de la luna sobre las danzantes ramas de los árboles?, ¿no estaba viendo acaso figuras en movimiento allí arriba, pasando apresuradamente ante el oscuro cristal? Se quedó inmóvil por un momento, y luego, cuando el frío empezó a atormentarle, se subió las solapas del gabán, cerrándolas sobre su cuello. ¡Sí! ¡Allí! ¡La llama de una vela acababa de pasar ante la ventana!

Cruzó la zona de aparcamientos y se refugió en el porche del orfanato, donde el viento dejaba oír su canción a través de las grietas de las maderas. Abrió las puertas valiéndose de su llave maestra.

No oyó nada en la planta baja. Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la oscuridad, le pareció que los vacíos corredores y las clases se hallaban poblados por largas sombras que de pronto se apartaban de su camino o corrían silenciosamente a lo largo de las empapeladas paredes. Subió por la escalera, dejando atrás el descansillo del segundo piso, con su andrajosa alfombra y su olor a polilla, y alcanzó los peldaños que conducían a la tercera planta. Ascendió con una mano aferrada a la lisa baranda, sin pensar en dónde pisaba en la oscuridad. Se esforzaba por hacer el menor ruido posible: por alguna razón que se negaba a admitir, no quería anunciar su presencia a quienquiera que estuviera andando por entre los chicos mientras dormían.

Ya en la tercera planta, pudo percibir el rastro en el aire de una vela encendida, el fuerte olor a cera le guió por el corredor hasta las puertas cerradas del dormitorio. Sólo se detuvo una vez, dando un paso atrás al oír el crujido de una tabla suelta bajo sus pies, y finalmente su mano entró en contacto con las hojas de la puerta del dormitorio. Por la parte inferior de ellas no se filtraba luz alguna y no llegaba a él desde dentro ningún ruido. Se mantuvo a la escucha. Tenía la esperanza de encontrarse con una hermana que tal vez hubiera acudido a atender a algún muchacho enfermo, pero los martilleantes latidos de su corazón y la sangre que se agolpaba en sus venas, le hicieron recordar que sabía ya a qué atenerse.

Detrás de aquella puerta algo esperaba. Detrás de aquella puerta estaba el chico.

Creyó sentir unas vibraciones en su mano, como si alguien —¿habría acaso más de uno?— se encontrara en el lado opuesto de la puerta y oyera los latidos de su corazón, contándolos mientras ahogaba sus risas tapándose la boca con ambas manos. «Vete —se dijo—. Vete de aquí. Apártate de esta puerta; de este lugar. Métete en tu coche y márchate a casa, y vuelve por la mañana como si no hubiera sucedido nada; como si no hubieses visto el blanco rastro de una llama temblando junto al cristal. Vete. Vete mientras estés todavía a tiempo».

Pero no. No.

Abrió la puerta y cruzó el umbral del dormitorio.

Le pareció que allí la oscuridad era mayor que en el corredor. Forzó la vista tratando de localizar la línea quebrada de las literas. Un hilo de plateada luz lunar zigzagueaba por el suelo desde una ventana formando triángulos y cuadrados entre las sombras de las ramas de los árboles. Una de aquellas ramas rozaba el vidrio e hizo que se le erizara el vello de la nuca; el sonido le recordó el que produce las uñas arañando un encerado.

Y acto seguido descubrió algo… Era ya demasiado tarde. Un repentino temor se apoderó de él; sus ojos se dilataron y retrocedió hacia la puerta que se había cerrado a su espalda.

Las camas.

Las camas estaban vacías.

Unas manos se aferraron como garras a sus piernas; decenas de ellas se cernieron sobre él como frías hormigas. Tropezó y extendió los brazos en busca de apoyo, pero estaba cayendo, derrumbándose sobre el suelo mientras aquellos cuerpos saltaban sobre él desde la zona a oscuras al lado de la puerta. Vio dientes relucientes, ojos redondos y extraviados, dedos que se doblaban para adoptar la forma de terribles y destructoras garras. Abrió la boca para gritar, pero uno de aquellos seres le encajó un puñetazo en la mandíbula; otras manos le sujetaron por los cabellos, arañaron sus ojos y le mantuvieron tendido en el suelo. Él se debatió salvajemente en un esfuerzo supremo por escapar, pero los cuerpos que se sacudió de encima volvieron sobre él como avispas irritadas. Finalmente, lleno de contusiones, permaneció inmóvil, consciente de que aquello aún no había terminado.

Uno de ellos le hizo torcer la cabeza hacia la derecha.

En un rincón, de pie, apoyado de espaldas contra la pared, estaba el chico. Tenía en la mano una vela. El padre Robson vio que las gotas de cera al caer al suelo formaban un charco circular. La llama oscilaba con silencioso ritmo y proyectaba sombras sobre la pared en torno a la cabeza del muchacho. Los ojos de éste quedaban en la sombra todavía, y sus labios se veían apretados y severos bajo el débil resplandor de la vela. Los labios, pensó el padre Robson, de un hombre.

Y después, el chico susurró:

—Hemos estado esperándole, padre Perro. Ahora ya podemos empezar.

Los muchachos se mantenían a la expectativa. Los ojos brillaban a la luz de la vela. El padre Robson percibió la respiración agitada de los chicos y advirtió que los fríos cristales de las ventanas comenzaban a empañarse. Empezar. Empezar, ¿qué? Comprendió que era demasiado tarde para él. El poder y la locura de aquel muchacho había servido para subyugar a los demás; los había hipnotizado, hasta el extremo de convertirlos en ecos de su propia y negra rabia. El padre Robson quería gritar, quería pedir ayuda, y no se avergonzaba por ello. Deseaba dirigirse a cualquiera. También a Dios. Pero temía intentarlo; temía no ser oído y que la certidumbre de su suerte le hiciera enloquecer.

Baal no se había movido. Continuaba sujetando la vela y observando el pálido rostro del hombre tendido sobre el pavimento, a sus pies. Imaginaba la débil llama transformándose en un ardiente cuchillo que iluminaba sus ojos al desgarrar de un modo sangriento el cuerpo del religioso, del cual emergía con su corazón.

Hubo un movimiento en el otro lado de la habitación, proveniente de un revoltijo de estructuras metálicas. Alguien estaba siendo retenido allí por tres de los chicos; alguien que se resistía denodadamente echando la cabeza a un lado y a otro; alguien cuyos ojos se dilataban, centelleantes. Era una mujer. Una mujer que vestía un camisón, con los cabellos recogidos sobre la nuca, tendida en una cama. El padre Robson se esforzó por verle la cara, pero no lo logró. Lo retenían con demasiada fuerza. Divisó sus frágiles y blancas piernas estiradas; sus manos se agarraban desesperadamente a las barras de metal de la cabecera.

Baal dijo a uno de sus compañeros:

—Tú, Richard. Ve al corredor y cierra con llave el ala de las hermanas, frente a la escalera. Hazlo ya.

El chico aludido hizo un gesto de asentimiento y se perdió en la oscuridad. Momentos después estaba de regreso y Baal supo que su orden acababa de ser cumplida.

—Estupendo —dijo—, mi buen Richard.

Baal centró su mirada en el hombre, y el padre Robson sorprendió una leve sonrisa en sus labios, como si ya se hubiese proclamado victorioso en aquel vil juego.

—Ha quedado atrás el período de lucha, padre Perro —dijo Baal—. Las cosas son todo lo simples que usted puede apreciar. Mi fuerza ha ido incrementándose día a día. Ahora tengo a mis muchachos. Este lugar ha sido mi campo de pruebas, y la última es ésta… —Adelantó la mano con que sujetaba la vela—. Las mentes de los niños son simples e inocentes. La mente del adulto es, de alguna manera, más… compleja. Mi ángel de luz viene portador de dones, padre Perro. El don de la vida; el don de la libertad. Y yo doy libertad a mis fieles. Ah, sí. Un toque y los hago reyes. Un toque y los destruyo. Los retengo. A usted también.

La cara del padre Robson estaba distorsionada a causa del temor. Las lágrimas comenzaron a aflorar a sus ojos; los mocos se desprendieron de su nariz, cayendo al suelo.

—Nada de lágrimas, padre Perro —señaló Baal—. Usted obtendrá su recompensa eterna. ¿No es así? ¿O acaso ha pecado? ¿Se ha dedicado a tener relaciones sexuales con las monjas en los retretes? Hombre de Dios. ¿Dónde está su Dios? ¿Dónde está Él? —Baal se inclinó hacia la cara, blanca como la cera, del sacerdote—. ¿Dónde está Él ahora, padre Perro? Se lo diré yo… Se encoge y se esconde. Empuña una cruz y se oculta en la oscuridad. —Baal se irguió—. Y ahora completaré mi ángel de luz —manifestó en tono burlón.

Los muchachos que estaban a su alrededor se apartaron para dejarle pasar. El padre Robson giró la cabeza para ver qué ocurría.

La delgada cara de Baal revelaba a la luz de la vela un propósito concreto. Una vez se hubo plantado ante la cama en que estaba la mujer, entregó la vela a uno de los compañeros. El padre Robson vio que la mujer había cesado de moverse. Yacía inmóvil, incluso cuando la soltaron los que habían estado sujetándola. Baal se despojó sin prisa de los pantalones y a tientas obligó a su víctima a abrir las piernas. Se echó después encima de ella con precipitación de loco y desgarró el camisón, produciendo rojos arañazos en su carne. El padre Robson apretó los dientes y cerró los ojos para evitar la visión de aquel terrible instante, pero no logró sustraerse a los sonidos, el de la carne contra la carne, los gemidos de la mujer, la acelerada respiración del chico. Finalmente éste resopló produciendo un ruido que hizo que al padre Robson se le revolviera el estómago. Los muelles del somier crujieron cuando el muchacho se incorporó para volver a ponerse los pantalones. Y hubo después otro sonido, un sonido que provocó en el sacerdote sudores y lágrimas al levantar la cabeza y tratar de vencer las fuerzas de quienes lo retenían.

Acababa de percibir el sonido crepitante de unas llamas. El chico había utilizado la vela para incendiar el colchón. El fuego trepaba hacia el cuerpo desnudo de la mujer. Una humareda negra comenzó a serpentear en el aire. «¡Santo Dios! —pensó el sacerdote—. Este chico nos va a matar a todos». Se agitó, mordiéndose los labios. Pero ¿de qué podía servirle?

Baal retrocedió; sus ojos enrojecidos reflejaban las lenguas de las llamas. Se desplazó hacia otro lecho y, extendiendo las manos, agarró las sábanas. El padre Robson contempló la escena horrorizado. No había utilizado la llama de la vela para incendiar la cama, como se figuraba antes. Lo había hecho con sus manos, con su cuerpo. Baal se puso rígido y las sábanas fueron chamuscándose a medida que las tocaba. En el colchón incendiado momentos atrás, la mujer no se había movido. El padre Robson volvió la cabeza hacia otro lado al descubrir que las llamas corrían por los restos del camisón y alcanzaban su cabello.

El chico fue desplazándose por el dormitorio con las manos extendidas, igual que si hubiera estado dirigiendo una sinfonía flamígera, tocando sábanas, almohadas y colchones y prendiéndoles fuego. El humo los ahogaba. El padre Robson experimentaba algunas dificultades para respirar y oyó a su alrededor las toses de los muchachos. Sin embargo, nadie hizo nada por extinguir los fuegos aislados. A consecuencia del calor estalló un cristal. El techo empezó a chamuscarse y ennegrecerse. Las llamas danzaban como cobras ante el rostro del padre Robson. Éste pensó que podía estar percibiendo el olor de su propia carne al quemarse.

Y advirtió que el humo se filtraba por debajo de las puertas para extenderse por el corredor. El humo y el calor acabarían alertando pronto a las monjas. Pero súbitamente, sintió que algo le oprimía la garganta, queriendo asfixiarle. Desechó sus infundadas esperanzas de salvación. El ala donde ellas dormían… había sido cerrada con llave desde el pasillo. Las monjas sólo podrían detectar la presencia del humo y las llamas cuando estás hubieran alcanzado la escalera.

Baal se cernía sobre él entre las rabiosas llamas. Los ojos de los demás le contemplaban; humeaban sus ropas. Baal habló dominando el ruido:

—¡Hacedlo pedazos!

Los chicos se lanzaron sobré el padre Robson como ratas hambrientas sobre un cadáver hinchado, los salvajes dientes se hundieron en la carne en busca de las venas. Cuando hubieron terminado su tarea, se quedaron en pie sobre un gran charco rojo, tendiendo las manos hacia Baal para recibir su aprobación.

Los huérfanos se movieron, indiferentes al calor, tratando de captar su mirada. Baal tocó suavemente a algunos de ellos con un dedo en la frente. Al retirar el dedo, quedaba en aquel punto una quemadura en forma de pequeña huella, como un dibujo circular. Después de haber marcado aquellas caras hacia él levantadas, Baal pronunciaba un nombre:

—Verin. Cresil. Ashtaroth.

Al parecer, los chicos no sentían ningún dolor al entrar en contacto con aquel dedo; más bien lo recibían complacidos. Sus ojos relucían.

—Carreau. Sonneilton. Asmodeus.

A consecuencia del calor iban haciéndose añicos las ventanas del dormitorio. El crepitar de las llamas producía una especie de sonoro y feroz latido.

—Olivier. Verrier. Carnivean.

Los que no fueron marcados por Baal bajaron los ojos y se arrodillaron ante él. Después de echar una última mirada a aquella masa de cuerpos agrupados, Baal procedió a abrir las puertas del dormitorio. Le precedió una nube de humo y chispas impulsada por el viento que se colaba por las ventanas sin cristales. Los nueve escogidos le siguieron desde el ya caluroso dormitorio, y el último, un muchacho cojo, Sonneilton, cuyo nombre fuera antes Peter, cerró tranquilamente las puertas con llave.

Los escogidos llegaron a la escalera siguiendo a Baal. Provenientes del otro ala del edificio llegaron a sus oídos gritos de socorro; un cristal se rompió cuando alguien intentó saltar por una ventana. Impulsado por el viento, el humo se colaba por debajo de las puertas cerradas, amenazando asfixiar a las mujeres atrapadas en su alojamiento.

Los muchachos cruzaron el porche y llegaron hasta los primeros árboles que bordeaban los terrenos del orfanato. Baal levantó entonces una mano y se volvió para contemplar el acto final de la representación que acababa de crear con el incendio.

El viento rugía y vomitaba chispas hacia el cielo. Las llamas se habían apoderado por completo de la tercera planta. Mientras los chicos contemplaban la escena, percibieron un rumor de maderamen derrumbado, y entonces el cuarto piso, que contenía la biblioteca llena de antiguos volúmenes, se hundió proyectando nuevas lenguas de fuego que lamían los muros.

El tejado de gabletes cayó; las tejas fueron devoradas por las llamas, lo cual hizo aparecer una liviana sonrisa en los labios de Baal. Alguien situado en el interior de la estructura gritó; fue aquél un largo y penetrante grito que apagó por un instante el fragor de los distintos focos del incendio. Alguien más pidió auxilio invocando el nombre de Dios, y luego ya no hubo más voces.

El tejado se derrumbó. Unas maderas ardiendo se quebraron en el aire. Las llamas saltaron al tejado del edificio de la administración, que un momento después ardía también.

En medio del ruido de maderamen y los estallidos de cristales, bajo el negro firmamento y el humo blanco que se arremolinaba, Baal se volvió hacia los nueve escogidos. No levantó la voz, pero ellos podían oírle por encima del rumor de las llamas.

—Nosotros somos ahora hombres en un mundo de niños —fue lo que dijo—. Nosotros les enseñaremos lo que han de ver, lo que han de decir, lo que han de pensar. Ellos nos seguirán porque no se les ofrece otra opción, y si lo preferimos incendiaremos el mundo.

Sus negros ojos fueron de uno a otro de sus oyentes. Estaban de pie, embutidos en sus ahumadas ropas, y en sus frentes la huella del dedo de Baal fulguraba en rojo. Baal se adentró en el velo oscuro del bosque y los otros le siguieron sin mirar una sola vez atrás.

El orfanato tembló sobre unas bases debilitadas por el fuego; su fuerza se había disipado con el humo que iba elevándose más y más, danzando igual que el de unas hogueras paganas. Con grito desesperanzado y final, como proferido por una boca abierta y abrasada, la estructura tembló y se derrumbó en medio de una explosión de llamas que luego se propagarían por el bosque, reduciéndolo a cenizas antes del amanecer.